—Puede que tengas razón, viejo.
—Esperaba que dijeras eso. Parece raro, ¿verdad?
—Mucho. Muy, muy raro.
Sir Henry bostezó y se dejó caer de golpe en el sofá. Tenía que reconocer que se sentía agotado. Cogió un puñado de pistachos, le quitó la cáscara a uno y se lo metió en la boca. Le echó un vistazo a August, que estudiaba con detenimiento su gran mapa del mundo una vez más. Se había pasado la noche entera pensando en su teoría, dándole vueltas y más vueltas… Verlo resultaba agotador. Era un hombre poseído. Sir Henry no podía entenderlo.
—¿Y estás seguro de que Arlo Smoot captó lo mismo en su radio?
—Oh, sin duda alguna —dijo August—. Aunque en ese momento él no sabía lo que quería decir. Probablemente por eso nunca creyó que fuese significativo.
Sir Henry alargó la mano y cogió el estropeado cuaderno rojo en cuya tapa ponía «Solo para los ojos de Smoot». Arlo Smoot era un espía radiofónico capaz de escuchar cualquier conversación del pasado, presente o futuro… Esa libreta contenía sus principales secretos. .. Cómo la consiguió August es otra historia. Sir Henry leyó en silencio las palabras apiñadas.
—¿No crees que podría ser un error?
August negó con la cabeza.
—En mi opinión, Arlo Smoot nunca cometía errores. Esa era su gran habilidad. Siempre anotaba lo que oía exactamente. Y estoy seguro de que recuerdo algo similar, pero ¿cuál era la dichosa fecha?
Sir Henry frunció el entrecejo. Arrojó la libreta hasta el otro lado de la mesa y contempló las motas de polvo que subían danzando a través de los potentes haces de luz solar.
—Lo que no puedo entender es por qué diablos tiene Askary una fábrica de laca en Dragonport. ¿Qué sentido tiene trasladar hasta allí desde Asia un montón de escarabajos machacados?
—Exactamente. ¿Por qué? Salvo que quiera mantener una presencia. Vigilar. Proteger algo.
August miró sus cálculos con los ojos entornados y luego los comparó con el contenido del cuaderno rojo.
—¿Y este? Del 15 de diciembre de 1899. —Se volvió hacia el armario del rincón, marcado con la etiqueta «Diarios diversos, terriblemente incompletos», donde hileras de aves disecadas aguardaban entre las tinieblas—. ¿Hay alguien interesado, caballeros?
En el estante superior, un sombrío pato marrón se adelantó arrastrando las patas y carraspeó.
—¡Ajá! ¿Eres tú?
—En efecto —soltó el ave—. Soy ese año, y ese año soy yo. El último volumen de su diario en ese largo y agitado siglo.
—¿Y bien?
El pato carraspeó cuidadosamente, intuyendo una ocasión de lucirse.
—El año 1899. El ocaso de una era. Cuando el último y gran…
—Oh, ve al grano —dijo sir Henry, lanzando un pistacho hacia el ave.
El pato no se mostró complacido. Como 1899, ser preguntado por algo era un hecho insólito.
—Supongo que quiere que salte directamente a esa fecha, ¿no?
—Si no te importa…
—Pero hay otras muchas y mejores…
—Si no te importa… —repitió August—. El 15 de diciembre, si tienes la bondad.
El pato suspiró.
—Muy bien. El 15 de diciembre. Viernes. Gris. Ventoso. Hace un frío horrible. Pero por algún motivo sube el mercurio. Empieza el trabajo con los martines pescadores. Chuletas para almorzar, tarta de ciruelas de postre. Entregan el nuevo telescopio. Diez por treinta. No está nada mal. Hasta se puede ver a la señora Cattermole…
—Sí, nos saltaremos esa parte, gracias —interrumpió August.
Sir Henry sonrió radiante.
—¿Es necesario? Me estaba gustando.
—Continúa, por favor —dijo August.
El pato volvió a empezar:
—Toda la tarde disecando un martín pescador. Tarea complicada. Merienda: pastel de fruta. Incomestible. Hubo que arrojarlo al fuego para no decepcionar. Agnes Cuddy es una excelente ama de llaves, pero una cocinera espantosa. Sobre las once menos cuarto de la noche vino chico por el trabajo. Tardísimo. Tom es su nom…
—¿Lo ves? ¡Lo sabía! —interrumpió August con entusiasmo—. Esa es la conexión. Sigue, sigue.
—Va muy desaliñado. Se asustó cuando se le enseñó telescopio. Parecía confuso y espantado ante la perspectiva de una vida dedicada a la taxidermia. Inseguro del motivo por el que se molestó. Inseguro también de que supiese…
—Y tuve razón: habría sido un taxidermista espantoso —dijo August con una sonrisa—. Continúa.
—Las 12.44 de la mañana. Despierta un ruido tremendo. Tormenta violenta en el exterior. ¡Nieve, truenos! Luego… ¿relámpago? Un peculiar fenómeno meteorológico. —El pato hizo una pausa—. Eso es.
—Así que ahí lo tenemos. Las 12.44 de la mañana. Me pasé de meticuloso.
—Pero ¿no llegaste a ver el rayo?
—No. Eso solo confirma lo que oyó Arlo. Para estar seguros del todo, tendríamos que volver y verlo nosotros mismos. Volver a esa época en que…
—Ya estamos, viejo… lo cual infringe nuestra regla de oro: no interferir nunca con tu propia vida.
—Pero no interferiríamos. No queremos encontrarnos con nosotros mismos, no queremos hablar con nadie: de hecho, no queremos cambiar nada en absoluto. Lo único que queremos es observar.
Sir Henry suspiró sonoramente y se metió otro pistacho en la boca.
—Eso no será fácil, August. ¿No hablar con nadie? Seguro que estropeamos algo. Como bien sabes, toda acción, hasta la más pequeña, tiene una consecuencia.
—Pero ¿y si proporciona la respuesta a todo? Esto es más que una mera coincidencia, Henry. No podemos ignorarlo. Piensa en el chico. Dios sabe qué le habrá pasado a estas alturas.
Sir Henry miró a su viejo amigo. Entre los profundos pliegues de su piel, sus ojos claros lanzaban destellos.
—¿Y bien? ¿Qué dices?
Sir Henry resopló ruidosamente. Le echó un vistazo al pato y luego miró por la ventana. Por fin dijo:
—Me parece recordar que aquel invierno hizo muchísimo frío. ¿Puedes aguantarlo?
—Si pude entonces, no veo por qué no voy a poder de nuevo.
—Muy bien. Entonces, vamos. Esta noche.
—¿Esta noche?
—¿Acaso hay tiempo que perder?
August le sonrió ampliamente.
—Bravo, Scatterhorn.