Aquello era insoportable. Tan pronto como Denholm y Trixie Dukakis llegaron al pasillo, empezaron a rascarse… Se miraron confusos, y luego presas del pánico… Trixie empezó a bailar en círculo, rasgándose el vestido. Denholm tiraba del pañuelo verde, que se le había apretado en torno al cuello, tratando de apartarse del hervidero de escarabajos, cada uno de los cuales emitía sus gotas letales de veneno amarillo. Trixie gritó y cayó al suelo.
—¡Agua! ¡Traigan a un médico!
—¡Un cuchillo, un cuchillo para cortarlo!
—Oh, qué lástima —murmuró don Gervase mientras los gritos atraían a otros invitados, que salían corriendo al pasillo—. Confiaba en que esas personas en particular disfrutasen de una pequeña danza de la muerte.
—¡Déjenme pasar! —gritó una mujer con un sombrero de ala ancha que blandía un par de tijeras.
Tom miró sombríamente a la multitud preocupada y reunida en torno a Denholm y Trixie, que se hallaban en el suelo.
—¿Sobrevivirán? —masculló, sin poder disimular su ira.
—Por desgracia, es posible. Pero el dolor será terrible y durará meses. Lo cual ya es algo. Bien. Siempre hacia delante. Veamos si te reconoce alguien más. Recuerda, si August Cat…
—No está aquí.
—Pareces muy seguro.
—No reconozco a nadie. Vamos.
Don Gervase sonrió sorprendido.
—No creo que te corresponda a ti decidir…
—Nunca vencerán, ¿sabe? Así no. Nunca.
De algún modo, las palabras furiosas salieron antes de que Tom tuviese la oportunidad de pararlas. El glorioso líder miró sorprendido a su joven protegido. Era extraño, pero en aquellos ojos destellaba un auténtico veneno… como si algo se hubiese despertado de pronto en su interior.
—Pues yo creo que sí. ¿Quién va a detenernos? ¿Esta chusma? ¿El ridículo señor Golding Golding y su pequeño zoo?
Tom no dijo nada y apretó los nudillos, blancos de rabia. ¿Cómo podía formar parte de aquello?
—Ya veo que estás enfadado, chico. Puede que no te gusten mis métodos. Pero a veces uno no puede escoger sus armas. Uno debe atacar primero con lo que tenga a mano, sea lo que sea. Esa es una lección útil que debes aprender. —Tom se estremeció cuando el dedo frío de don Gervase le rozó el cuello. Fue como ser tocado por una anguila—. Ahora, si no te importa, continuaremos con nuestra búsqueda.
Los dedos de don Gervase recorrían la pelota-escarabajo. Tom vio que no tenía elección. Salieron al vestíbulo, donde una masa de invitados recogía sus abrigos y bajaba los peldaños a toda velocidad.
—¿Lo ve? Cualquiera con algo de sentido común ha decidido que este sitio no es seguro. No son estúpidos.
Don Gervase gruñó detrás de su máscara.
—Hummm. Tal vez haya sido un poco dramático. Sin embargo, puede que Catcher y su pandilla estén acechando allí arriba. Tú irás delante.
—De acuerdo, pero creo que debería dejarme ir solo.
—¿Solo?
—Si August Catcher está aquí quizá se me acerque. Pero no lo hará si le ve a usted rondando.
Don Gervase apreció la lógica de esas palabras; no obstante, le fastidiaba el tono del chico.
—Muy bien, pero yo iré detrás.
Tom asintió con la cabeza: por supuesto, pero si había alguna forma de evitar otro desastre… Subieron por las anchas escaleras y recorrieron una serie de salas poco iluminadas que Tom se alegró de hallar vacías. Allí no había nada más que obras de arte curiosas: un par de botas gigantes hechas como pies, caballos emergiendo de huevos, una boca de goma llena de arañas… Todo le recordaba vagamente las pinturas de Betilda; era al mismo tiempo extraño y de algún modo carente de sentido.
—Desde luego. ¿Qué otra persona podría hacer algo así?
—¿Y el chico? ¿Lo has visto?
—No. Sin embargo, está aquí con esa chica. Nicholas ha hablado con ellos.
—¿Dices que ha hablado con ellos?
Tom se metió en un hueco en el momento preciso en que dos hombres con capa y máscara de pájaro pasaban a toda velocidad por el pasillo.
—Es un desastre. Nunca deberíamos haber confiado en Golding Golding.
—Pero debemos oír lo que tiene que decir, ¿no?
—¿Debemos? Todo esto es una farsa.
Se cerró una puerta, y Tom salió de su escondite. El pasillo volvía a estar vacío. No había ni rastro de don Gervase. ¿Habría conseguido darle esquinazo? Eso habría sido demasiado esperar, pero lo cierto es que no lo veía. Se apresuró hacia el fondo, donde había un gigantesco sofá rojo con forma de labios. Aquel pasillo no tenía salida. En un lado encontró una ventana; en el otro, una cortina de terciopelo que ocultaba la puerta de un armario de madera. Tom lo abrió. Estaba lleno de fregonas y cubos. Aquellos dos hombres tenían que haberse ido por algún otro sitio, pero… Un momento. Una marca en la pared del fondo le llamó la atención. Era un punto de pintura blanca, aunque no era exactamente un punto… Era una hormiga pintada con mucho esmero. Una hormiga blanca. La Legión de la Hormiga Blanca. A Tom se le aceleró el corazón… Justo debajo de ella había un pequeño tirador negro, tibio al tacto.
¿Sería capaz de encontrar a la persona que acababa de cruzar esa puerta, fuera quien fuese, avisarle de lo que estaba sucediendo y volver antes de que don Gervase se percatase de su marcha? Tal vez sí…
Tom miró atrás por última vez, abrió la puerta del armario y se encontró en un descansillo que se hallaba al final de una estrecha escalera. Todo estaba oscuro y hacía muchísimo más frío. Aunque Tom anhelaba que aquello fuese otra parte de la hacienda de Golding Golding, tal vez las dependencias de los criados, de algún modo supo instintivamente que no era así. Flotaba en el aire un olor a trementina mezclado con el de la humedad. Anchas grietas cubrían las paredes, y la claraboya del techo era negra. Aquel era otro sitio; tenía que serlo. Otra conexión, tal como había dicho Lotus. Pero ¿hacia dónde?
Tom se asomó por encima de la barandilla al estrecho pasillo que había debajo. Al fondo había una puerta abierta de par en par, y Tom distinguió a duras penas unas sombras que oscilaban contra las paredes. Escuchó. Se oía un lejano murmullo de voces…
—Te digo que está ahí, con ese chico…
—Pero eso es imposible. Si estás sugiriendo que…
—No lo estoy sugiriendo. Te lo estoy diciendo. Es un hecho. ¿No viste la foto del periódico? ¡Lleva la Scararmadura y salva la vida de Askary! ¡Es él!
—No lo es.
—Ha reconocido incluso que está bajo el control de Askary.
—¡Tonterías! ¿Cuándo?
—En el monasterio. Le oí decírselo a August Catcher. Pero ese viejo insensato no hizo nada al respecto. Debería habérnoslo entregado en el acto.
Se oyó un murmullo de protesta. Para entonces el corazón de Tom le martilleaba en las sienes. Tenía la terrible sensación de saber quiénes eran aquellas personas. Se acercó a la puerta con mucho sigilo, sobre la alfombra raída…
—Entonces, ¿es una trampa?
—Por supuesto que sí. El chico es el cebo. El anzuelo.
—Pues debemos proteger la conexión. Hemos tardado años en encontrar algo así. Pongamos una barrera en la puerta y salgamos de aquí ahora mismo…
—Exacto.
—Vamos.
Se oyó ruido de sillas y Tom se quedó paralizado, agachado en el centro del pasillo. ¿Dónde podía esconderse? En ninguna parte…
—Esperad, amigos míos, esperad. Por favor… Un momento.
El ruido cesó. Hubo un silencio.
—Olvidaos del chico. Pensad en esto de forma diferente. Esta es la primera vez desde hace meses que sabemos que Askary ha abandonado la seguridad de Scarazand. Y ha venido sin sus hordas de insectos. Además, ni siquiera sabe que estamos aquí. Es vulnerable. Tenemos gente, armas… Podríamos acabar con él ahora mismo…
—No lo creo.
La voz era tan baja como un tren distante, y sonó dentro de la oreja de Tom, que al volverse se encontró con don Gervase, el cual se cernía sobre él como un murciélago gigante.
—Bien hecho. Hormiga blanca. Qué observador.
—Pero…
—Silencio.
Don Gervase le tapó la boca con un suave guante negro y lo obligó a retroceder por la fuerza hacia una ventana rota.
—Vaya, vaya —susurró don Gervase, asimilando rápidamente la escena que se desarrollaba al otro lado—. Ante mis propias narices. Muy inteligente…
Tom hundió los dientes en el fino cuero, mordiendo con todas sus fuerzas.
—¡PARA!
Tom se vio arrojado contra la pared y vio las estrellas. Don Gervase se metió entre las piernas la mano mordida y se la frotó con fuerza. Con la otra mano sacó la pelota-escarabajo. Sus dedos se retorcieron sobre la superficie.
—Estás jugando con fuego, chico. Me dan ganas de, ganas de…
Le lanzó a Tom una mirada cargada de veneno y rencor, pero luego cambió de idea. Solo había una razón para que aquel chico siguiera vivo… Su vida pendía de un hilo.
—¿Dónde está este sitio? —preguntó Tom jadeando.
—En Londres, por supuesto. En Dukes Square. ¿No reconoces el cuartel general?
Tom miró por la ventana y vio una plaza bordeada por casas oscuras y estrechas. A través de los árboles del otro lado pudo distinguir un edificio gris desde el que una confusión de sombras corría hacia ellos… Por primera vez en mucho tiempo, Tom notó unas pulsaciones distantes en la cabeza. Empezaba a formarse una ola retumbante, contundente y cegadora…
—¿Qué está haciendo? —preguntó con un grito ahogado.
—He dado la alerta general en esta zona. Me complace decir que tendrás que soportarla —respondió don Gervase, sonriendo con satisfacción mientras sus dedos hacían girar la pelota-escarabajo.
Tom cerró los ojos, tratando de evitar que lo distrajera el ruido, pero se abrió ante él el negro horizonte y vio una línea roja avanzando rugiente y cobrando velocidad, una palpitante ola de pulsaciones eléctricas y voces que gritaban… «Detenlos detenlos detenlos detenlos ¡DETENLOS!»
Tom cayó de rodillas mientras el impulso pasaba a través de él, estremeciendo cada nervio de su cuerpo.
—Ahora, como este es tu descubrimiento, me gustaría que anunciaras tú nuestra llegada —dijo don Gervase con desprecio, disfrutando con el malestar de Tom—. Estoy seguro de que tendrán mucha curiosidad. Arriba.
Tom se levantó, tambaleándose y sudando. Miró por la ventana. Un grupo numeroso de hombres con abrigo negro se había reunido en la acera y aguardaba expectante la señal. Tom se pasó una mano por el rostro. El muelle estaba tenso; la trampa estaba dispuesta. Lo único que faltaba era presentar el cebo. Que era él.
—Sí, te estamos esperando todos, muchacho. Ahora ve.
Con un brusco empujón, arrojó a Tom hacia el pasillo. Tom echó un vistazo a la pelota-escarabajo que giraba entre los dedos del hombre alto… Lo estaba controlando otra vez. Ojalá se le ocurriese algo, lo que fuera, con tal de salir del apuro… Tom siempre había confiado ciegamente en su capacidad para salir de las situaciones sin pararse a pensar: siempre lo había conseguido. Pero en ese momento su mente no parecía funcionar. Cuanto más pensaba, más en blanco se quedaba. Caminaba como un sonámbulo. Solo sentía los ojos de don Gervase clavados en su nuca. Alzó la mano y llamó a la puerta con mucho esfuerzo.
—Pase.
La voz sonaba áspera, incluso un poco sorprendida. Tom abrió la puerta aturdido y vio a veinte o treinta personas de rostro curtido y con cara de haber viajado mucho reunidas en torno a una mesa alargada, donde había esparcidos mapas y fotografías. Gregor, el monje bizco del monasterio, ocupaba la cabecera. Miró boquiabierto a Tom. De pronto se oyó un estruendo que venía de abajo. Habían roto la puerta.
—¡Madre mía!… ¡Santo cielo!… ¿Qué es eso? —gritó una mujer al fondo.
Se empezó a oír el eco de unas fuertes pisadas en las escaleras. La mano de Gregor fue a coger un cuchillo que se encontraba encima de la mesa.
—¿Quién eres? —murmuró.
—¿Qué quieres de nosotros? —exigió saber otro.
Tom sintió sus ojos acusadores clavados en él… ¿Cómo podía explicar lo que estaba sucediendo? Don Gervase soltó una risilla burlona en el pasillo.
—De verdad… no saben quién soy, ¿no es así?
—No —masculló Gregor.
De repente la puerta se abrió con un chirrido y don Gervase Askary entró en la habitación. Los presentes se quedaron tan atónitos que apenas podían moverse. El hombre apoyó la mano en el hombro de Tom, y al instante un hombre alto y peludo emergió de las sombras… Junto a él había una mujer menuda de pelo azabache con los ojos encendidos de ira. Al principio, don Gervase pareció confuso, y luego empezó a darse cuenta de quiénes eran…
—¿Son ustedes los padres de este chico?
Silencio. Tom no entendió la pregunta. Aturdido, buscó entre los rostros curtidos, y entonces… No… no… ¡no!, se suponía que estaban en Sudamérica. Don Gervase apenas podía contener su regocijo. Eran… más Scatterhorn… Aquello era una auténtica sorpresa…
—Lo tomaré como un sí.
—¡El no tiene nada que ver con esto! ¡Nada en absoluto! —gritó Sam Scatterhorn.
La sonrisa complacida de don Gervase se ensanchó.
—No se lo imaginaban, ¿no?
—¿El qué? —dijo Poppy, mirando nerviosa a Tom—. ¿Imaginarnos qué?
De pronto, a Tom le pareció que una bomba había explotado en su cabeza. Conocía esa escena, cada palabra de ella. La había leído cien veces, garabateada en aquel trozo de papel. Sabía cómo acabaría. Aturdido, Tom miró las caras que gritaban asustadas…
—Tom es el motivo de que estén aquí —respondió don Gervase—. Y es la razón de que también lo estemos nosotros. Les ha tendido una trampa. Les ha delatado.
Tom llamó la atención de su madre y negó vehementemente con la cabeza. «No es verdad… No es verdad…»
—¿Qué? —gritó Sam, viendo la angustia de su hijo—. ¿De qué está hablando?
—Oh, sé que cuesta aceptarlo. ¿Por qué iba a hacer una cosa así? Tan confiados. Tan necios. Es una tragedia.
Gregor se abalanzó de repente sobre don Gervase, pero el hombre alto fue demasiado rápido. Tras hacerse a un lado, agarró el brazo estirado del monje, se lo retorció detrás de la espalda y le estrelló la cabeza contra la pared. Antes de que pudiese moverse alguien más, había salido enfadado de la habitación, empujando a Tom por delante de él. La brigada de hombres con abrigos esperaba agachada en lo alto de las escaleras. Ern Rainbird se hallaba al frente, con una palanqueta en la mano.
—Lleváoslos. Destruid las pruebas. Aseguraos que los llevan abajo con el resto de gentuza.
Rainbird asintió con la cabeza y le dedicó a Tom una alegre sonrisa. Al instante irrumpieron en el interior, moviéndose como un solo enjambre negro de combate…
Tom Scatterhorn no pudo seguir escuchando los gritos y crueles golpes ni un momento más. Aturdido, se tapó las orejas y se arrastró escaleras arriba, tratando de encontrar algún lugar, el que fuese, en el que la fuerza de aquel remolino de pesadilla no pudiese alcanzarlo…
—¡Traidor! —exclamó un hombre mientras lo arrojaban escaleras abajo—. ¡Maldito traidor!
Tom se desplomó en el rellano y se apoyó contra la pared. Había sucedido lo inevitable. No podía detenerlo. ¿Qué sentía? Nada. Solo estaba paralizado. Desconectado. Casi como si todo aquello fuese un sueño y le estuviese ocurriendo a otra persona.
Al cabo de un rato, cuando todo hubo acabado, don Gervase Askary subió las escaleras con estrépito, seguido de Ern Rainbird.
—Excelente captura, señor —dijo Ern Rainbird, que apenas podía contener su entusiasmo—. ¡Hace falta tener la cara muy dura! ¡Mira que conspirar aquí mismo, con el cuartel general al otro lado de la plaza!
Don Gervase se detuvo en el rellano y examinó la pequeña puerta que se hallaba en el fondo del armario.
—La Legión de la Hormiga Blanca… ¿Por qué no se me ocurrió?
—Oh, seguro que sí, excelencia. —Rainbird le brindó una sonrisa aduladora—. Es solo que los ecos acostumbran a tener suerte.
—Un bien que no puede subestimarse, Rainbird.
—Desde luego, excelencia.
—Ahora tapa este agujero y luego síguenos hasta el cuartel general. Y tú, chico, vendrás conmigo.
Al volverse, don Gervase vio que Tom Scatterhorn estaba sentado en el suelo, con la cabeza apoyada contra la pared.
—¿Me oyes, chico?
Tom no lo había oído. Estaba profundamente dormido. Rainbird dio un paso adelante, decidido a darle una buena bofetada.
—Espera.
Rainbird miró expectante a su amo.
—¿No?
Bastante desconcertado, don Gervase Askary se quedó mirando al chico.
—Mándamelo más tarde —dijo—. Supongo que ha sido una noche muy difícil.
—Como usted ordene, excelencia.
Don Gervase sonrió con benevolencia. Luego se marchó con paso majestuoso escaleras abajo.