16
El nido de dientes

Tom siguió a Lotus bajo el agua, sin alejarse de la orilla del estanque. El cabello de la chica se desplegó en abanico detrás de ella mientras nadaba con brazadas potentes y prolongadas. Más allá, dos hombres nadaban hacia la gran cadiscápula que acechaba como un tiburón negro justo bajo el saliente de la roca. Sus crías cruzaban disparadas las sombras, entrando y saliendo de la cueva. Tom no vio a su eco por ningún lado… Los dos hombres se acercaron más, blandiendo los destellantes cuchillos. Parecían tratar de incitar a salir a la gran criatura… tal vez para que el eco pudiese nadar hasta el interior.

Se acercaron más y más, blandiendo los destellantes cuchillos ante el gran hocico negro… La cadiscápula se lanzó hacia delante como un rayo con un gesto brusco y aterrador. La cabeza entera pareció descoyuntarse y deslizarse hacia arriba. Sus enormes mandíbulas mordieron la pierna del hombre más cercano y le arrancaron un trozo. Al instante volvió a situarse bajo la seguridad de la roca. Una sangre negra empezó a brotar de la herida abierta, pero el hombre siguió adelante. De nuevo la criatura saltó fuera del refugio, e intentó morder; el interior de su boca era horrendo. Esa vez el cuchillo del segundo hombre hizo blanco y la criatura se apartó, retorciéndose furiosa. Las pequeñas cadiscápulas, intuyendo el peligro, empezaron a ir y venir, presas del pánico. Tom miró a su alrededor. ¿Dónde estaba Lotus? No la veía. Entonces la gran criatura lo vio a él. En un abrir y cerrar de ojos, su cabeza se lanzó hacia fuera. Las placas de la coraza se echaron atrás, revelando el nido de dientes. Tom se apartó a un lado, forzando el cuerpo. Lo que había sido agua se convirtió en una tormenta violenta de burbujas plateadas. El animal había fallado por poco, él estaba vivo por poco, pero Tom comprendió que si no conseguía aire de inmediato iba a ahogarse. Un impulso primitivo se apoderó del chico, que, olvidando lo demás, se puso a dar patadas hacia arriba. Enseguida chocó contra el cuerpo de una pequeña cadiscápula que se retorcía en el agua con la cabeza arrancada de cuajo. Tom abrió unos ojos como platos. El furioso ataque de la madre había matado a su cría en vez de matarlo a él, pero el caparazón seguía intacto. El caparazón… Al instante clavó el corto tubo de caña bajo la dura coraza y, tras dejar escapar de sus pulmones la preciosa burbuja de aire, cerró la boca en torno a la caña y tragó… ¡aire! Exhaló aliviado, enviando una cascada de burbujas hacia el cielo, y volvió a inspirar… No importaba cuánto aire hubiese allí; era suficiente. Pero ¿dónde estaba Lotus?

Tom notó un golpecito en el hombro. Era el hombre de la cara marcada que había visto antes. Con expresión frenética, incitó a Tom a bajar hacia el saliente de roca. Tom fingió no entenderlo y vio de reojo que Lotus salía disparada de las sombras por encima de la madre. Ignorando al hombre, Tom se alejó nadando, justo a tiempo de ver que Lotus se abalanzaba sobre la criatura desde atrás y le clavaba un cuchillo detrás de la cabeza… La cadiscápula se retorció y sacudió mientras ella resistía, hundiendo más el cuchillo. El animal se deshizo de ella con un giro salvaje y se estrelló contra sus dos atacantes, antes de salir disparada por el estanque, agitando la cola como un juguete roto. Al cabo de unos segundos se paró y, tras darse la vuelta, se quedó flotando inmóvil en el agua. Su repugnante cabeza abierta mostraba la escarpada ciudad de dientes… y allí, metido en una grieta, se hallaba el frasquito de cristal, intacto…

Al instante, Tom nadó hacia él, y lo mismo hizo Lotus, pero ninguno de los dos fue lo bastante rápido. Una pequeña cadiscápula surgió de la nada y pasó junto a ellos; su jinete cogió el frasco apresuradamente y salió pitando entre las sombras. Lotus se agarró a otra que parecía ir en la misma dirección y se puso a perseguirlo.

Tom esperaba a que volviesen, pero no podía saber con certeza quién era quién, pues las sombras pasaban por su lado como una exhalación en todas direcciones. Parecía que todo el mundo persiguiese a todos los demás en una carrera de autos de choque subacuáticos… De pronto, allí estaba Lotus otra vez, luego el hombre con la cara marcada, luego otra persona que se abalanzaba sobre él. De forma instintiva, Tom se agarró a una cadiscápula que pasaba y esta lo lanzó con una sacudida hacia las sombras del fondo… ¡zas! Tom se golpeó la cabeza contra algo puntiagudo… Al instante se soltó y, a través del remolino de burbujas iluminadas por la luna, vio algo plateado que bajaba girando por el agua… ¡Allí estaba! El frasco… Se le debía de haber caído al jinete… Tom extendió el brazo. En cuanto su puño se cerró en torno al cuello del frasco, una mano se lanzó hacia delante como un rayo y lo agarró por la muñeca. Tom trató de liberarse pero no pudo, y cuando la cortina de burbujas plateadas empezó a despejarse se encontró mirando lo que habría podido ser un espejo iluminado por la luna. Un chico larguirucho con el pelo rubio y unos profundos ojos negros flotaba allí, devolviéndole la mirada. Su eco. Por un instante, los dos chicos permanecieron inmóviles, atrapados en el reflejo acuoso… Tom notaba una extraña electricidad chispeante en su contacto que unía y repelía al mismo tiempo. Vio ira en los ojos del eco, y también un temor: parecía peligroso, pero al estar solo… ¿Sabía siquiera quién era? ¿Podía sentir lo mismo que sentía él? Tom intuyó que sí…

Y entonces, en ese instante, el espejo se hizo añicos. Lotus Askary había escogido bien, pero apuntó mal. Al pasar a toda velocidad a lomos de una cadiscápula, agarró la mano del eco y lo arrastró hacia la cueva. Pero la fuerza de su ataque había mandado el valioso frasco dando tumbos hacia el fondo… Tom apenas tuvo tiempo de verlos desaparecer en la oscuridad antes de comprender lo que había sucedido. Presa del pánico, embistió contra la pequeña forma plateada, cuyo tapón se abrió mientras caía. De algún modo sus dedos se cerraron sobre un solo huevo… ¿Y los demás? No quedaba tiempo… La presión en sus pulmones lo instó a ascender.

Tom movió las piernas sin descanso y rompió la superficie aceitosa, jadeando y resoplando.

Así que ya estaba… Había conseguido lo que quería. Y de algún modo todo había ocurrido mucho antes de lo que esperaba. A partir de ese momento solo necesitaba un poco de suerte…

En un par de brazadas, Tom alcanzó la orilla y se aferró a una piedra para recobrar el aliento. Luego, lenta y resueltamente, salió del agua.

—¿Y bien? ¿Has encontrado algo?

El hombre del traje blanco salió de las sombras; la luz de la luna se reflejaba en sus gafas. De cerca, Tom vio que tenía un fino bigote rojizo y una piel clara y pecosa. Tenía las manos pulcramente unidas ante sí como si fuese un sacerdote.

—¿Qué ha pasado con tus pantalones cortos? —quiso saber.

Tom bajó la vista y se sintió un tanto aliviado al ver que su ropa interior estaba hecha jirones. Curiosamente, tenía los pies y las manos cubiertos de rasguños.

—Ahí abajo he tenido que batallar un poco —masculló, mirando los elegantes zapatos blancos y negros del hombre, tan enlustrados que vio la luna en ellos.

—Pero ¿has encontrado algo? ¿Sí o no? —insistió el hombre impacientemente.

Tom no sabía con certeza quién era aquel hombre, pero decidió que más le valía entregar su hallazgo. Abriendo la palma de la mano, mostró el único huevo solitario.

—Aquí está.

El hombre no pareció muy impresionado. Tom sonrió con aire de disculpa.

—El frasco se había roto. Solo quedaba uno. Lo siento.

—¿Has registrado la cueva como se te ha ordenado?

Tom negó con la cabeza.

—No he tenido que hacerlo. Estaba atrapado en la boca de la criatura.

—Pues es evidente que debes volver a bajar y registrar la cueva. Vamos.

—Espere, doctor Culexis.

Una silueta alta surgió de entre las sombras. A la luz de la luna, Tom vio el surco vertical que tenía en el centro de la frente. Pese al cálido aire nocturno, el chico notó un escalofrío en el espinazo. Sin duda él lo sabría, él lo vería…

—¿Tienes frío, muchacho?

Tom alzó la mirada hasta aquellos grandes ojos amarillos, penetrantes e inquisitivos. Sonrió con nerviosismo.

—Sí. Un poco.

—Entonces está claro que no debes volver a bajar.

El doctor Culexis le lanzó a Tom una mirada furiosa.

—¿Y si no dice la verdad?

—La dice, Culexis. Estoy convencido.

—Pero, señor…

Don Gervase le impuso silencio con solo mover la cabeza. Fue un gesto mínimo, como el de un tigre irritado por una mosca, pero fue suficiente para que Tom comprendiese que don Gervase Askary no solo lo creía a pies juntillas, sino que además lo estaba protegiendo. ¿Por qué? No podía ser por compasión. Y resultaba evidente que ese otro hombre, el doctor Culexis, lo consideraba una amenaza.

—¿Y has visto a Lotus Askary ahí abajo?

—Ehhh…

¿Por qué le preguntaba eso el doctor Culexis? Tom echó un vistazo a don Gervase y vio que sus largos dedos se retorcían en torno a una pelota transparente de goma decorada con dibujos… Se trataba, por supuesto, de la pelota-escarabajo. Don Gervase la estaba utilizando para controlarlo, aunque no lo controlaba a él exactamente; controlaba a su eco… Sin embargo, el hombre esperaba la verdad.

—No. No la he visto. Solo a esas criaturas.

Los dedos de don Gervase se contrajeron, dando vueltas sobre la superficie transparente de la pelota-escarabajo.

—¿Estás seguro del todo? —insistió Culexis.

—Sí. Pero estaba muy oscuro —se apresuró a añadir Tom—. Había mucho jaleo.

¿Y aquellos otros hombres? Si mentía, ¿eso lo delataría?

Don Gervase sonrió.

—En ese caso, la ropa que ha encontrado al otro lado debe de pertenecer a otra persona.

Tom siguió la mirada furiosa e impaciente del doctor Culexis hasta su montón de ropa sucia y sus zapatos, que yacían acusadoramente entre el polvo. Apenas pudo mirarlos.

—Señor, sabemos con certeza que la chica está aquí. La han visto. Hay buenas…

—Soy consciente de lo que sugiere, doctor. Pero aunque haya una cueva misteriosa ahí abajo, ¿de verdad cree que Lotus sería tan insensata como para esconderse en ella? ¿Con todas esas cadiscápulas? Creo que conozco a mi propia hija.

Don Gervase no tenía ni idea de lo cerca que estaba de la verdad. Al alzar la vista, Tom encontró al doctor Culexis mirándolo aún fijamente con expresión disgustada.

—Además, usted parece olvidar que este chico está totalmente bajo mi control. No es capaz de engañarme.

—¿No sería prudente al menos…?

—¡Cállese! —ordenó don Gervase—. Ella no está aquí, y no pienso seguir ni un segundo más con esta ridícula discusión. Hay demasiado que hacer. Quiero que registre lo que ha pasado aquí esta noche con su estilo habitual.

El bigote del doctor Culexis tembló violentamente. Había sido derrotado.

—Sí, excelencia.

—Y esos hombres han muerto, así que más vale que me busque a otros.

—Sí, excelencia.

—Ahora márchese.

Culexis se inclinó de nuevo y se retiró con una penosa sonrisa en los labios.

—Por fin. —Don Gervase se volvió hacia Tom, que aún goteaba sobre el polvo—. ¿Puedo verlo?

Extendió la mano y Tom colocó el huevo en sus largos dedos.

—Gracias. —Don Gervase levantó la pequeña perla hacia la luz de la luna y la examinó con detenimiento—. Tan pequeño… Tan perfecto… No tienes idea de lo valioso que es esto.

—¿Es el huevo de un insecto? —preguntó Tom, con aire inocente.

—Confío en que sea algo más que eso —contestó don Gervase, que cerró los dedos en torno al huevo y se lo metió con cuidado en el bolsillo—. Ahora supongo que después de esta pequeña distracción querrás volver a ponerte la ropa y seguir con tu tarea. Todavía hay mucho que hacer.

Tom sonrió con un adusto entusiasmo mientras don Gervase lo llevaba por el camino iluminado por la luna hacia un gran Bentley marrón que aguardaba bajo los árboles.

—Date prisa —masculló don Gervase, que hizo pasar a Tom y cerró la pesada puerta.

Tom se sentó en el suntuoso y oscuro interior. Un cóctel de madera de cedro y chocolate le llenó los pulmones. En el otro asiento vio un montón de ropa muy bien doblada. Una camisa de seda de color granate, un traje de terciopelo azul, casi negro, repleto de bordados y con botones hasta el cuello, calcetines grises y un par de zapatos negros de charol. Un uniforme idéntico al de don Gervase. Había comenzado la farsa… «Interpreta tu papel y podrás poner fin a todo esto —se dijo Tom—. Sube por el conducto de ventilación y podrás destruir Scarazand»… Pero las dudas rondaban por su mente mientras se ponía apresuradamente la ropa, que era de su talla exacta. El chico del agua tenía una expresión muy seria y decidida, aunque también vulnerable, como la de un animal perseguido. ¿Qué sabía él que Tom ignorase?

—Muy bien —dijo don Gervase cuando Tom salió a la luz de la luna, tratando de parecer lo más relajado posible—. Pelo.

Se sacó un cepillo del bolsillo, y Tom, obediente, se cepilló la rebelde mata de pelo y se hizo la raya.

—Gracias —dijo don Gervase cuando hubo acabado—. Ahora volvamos a la casa, a ver si encontramos a sir Henry Scatterhorn y a August Catcher.

—¿Quiénes son?

Don Gervase observó a Tom con impaciencia.

—¿De verdad debo explicártelo todo otra vez?

Tom hizo cuanto pudo para adoptar un aire de disculpa.

—Muy bien, pero esta es la última vez. Ahora concéntrate, chico. Como ya te he explicado, August Catcher y sir Henry Scatterhorn pueden ser unos ancianos, pero resultan sumamente peligrosos. Saben más que nadie de nuestro mundo y han utilizado ese conocimiento para ayudar al traidor de Nicholas Zumsteen a planear mi caída. Y por eso hay que ocuparse severamente de ellos y de cualquier otra persona que te reconozca esta noche. ¿Entendido? —Tom asintió obediente mientras don Gervase se sacaba del bolsillo un par de máscaras verdes y le lanzaba una—. Ahora ponte esto y haz lo que te diga.

Y así disfrazados subieron los escalones. Don Gervase saludó con un breve movimiento de cabeza a los criados de librea situados a cada lado de la puerta y siguió las voces a lo largo del pasillo y a través del salón de baile. Al fondo había un pequeño estrado con una mesa y dos sillas. En un lado había un atril y una pantalla. Debajo habían dispuesto varias hileras de asientos y butacas.

—Una conferencia. ¡Qué curioso! —comentó Don Gervase, que parecía sinceramente sorprendido—. Eso no es lo que decía la invitación.

Don Gervase recorrió la sala con la mirada, examinando a los invitados con sus disfraces exóticos.

—¿Conoce a alguna de estas personas? —susurró Tom con nerviosismo.

—Sorprendentemente, sí. —Don Gervase señaló a un anciano con una levita roja y un sombrero de Napoleón—. Ese es el doctor Briniville, el inventor de venenos aerotransportados más ilustre del mundo. Su trabajo es muy interesante, aunque obvio. Está hablando con Mikael Ropov, un diseñador de armamento que en la actualidad desarrolla un tanque de quitina basado en el escarabajo megalobóptero. —Tom miró al joven ruso de traje oscuro que estaba en el balcón—. Golding Golding robó uno para él, ¿sabes? Y esa poción púrpura que está a sus espaldas es la profesora Mary Sénior, experta en parásitos. Acaba de crear una araña que te ahoga en silencio mientras duermes. Sin duda, está explicándoles todos los detalles aburridos a las hermanas Ginzberg, que se dedican al pequeño negocio de los gusanos de cianuro. —Tom dejó de mirar a la corpulenta diosa púrpura para fijarse en las dos mujeres de rostro hundido a las que estaba dándoles su sermón—. Aficionados entrometidos… Patético, ¿no? —murmuró don Gervase, irritado—. Bueno, si alguien te reconoce asegúrate de hacérmelo saber.

—Pero ¿qué tengo que…?

—Vete ya —siseó don Gervase con impaciencia—. A trabajar, muchacho.

Con un empujón suave pero intencionado, Tom se vio propulsado al interior de la sala. Le echó un vistazo a don Gervase, que retrocedió hasta situarse detrás de una columna. Tom inspiró hondo. No tenía elección: ahora era su eco. Pero al menos llevaba su máscara. Clavó la vista en el suelo y se deslizó entre la multitud, deseando con todas sus fuerzas ser invisible. ¿Quién podía estar allí? Nadie que él conociese… «Por favor, que no haya nadie.»

—Vaya, mira quién está aquí.

A Tom se le aceleró el corazón. Una voz norteamericana, justo detrás de él. «No mires atrás.»

—¡Eh, cariño! ¿Eres tú?

«Ignóralo. Sigue caminando.» Tom se agachó detrás de una gran pirámide de vasos.

—¿Tom Scatterhorn?

Una mano delgada le tocó el hombro.

—¡Pero si eres tú!

—No lo soy —masculló Tom.

—Sí que lo eres. ¿Tom? Dime, Tom, ¿qué te pasa?

Una mujer alta y pelirroja se hallaba ante él. Varios diamantes lanzaban destellos contra su piel clara. Llevaba un largo vestido verde confeccionado por completo con escarabajos irisados y sostenía una máscara de plumas delante de su rostro.

—¿No te acuerdas de mí? Soy Trixie. Trixie Dukakis.

Trixie apartó la máscara y Tom miró aquella cara ancha, sonriente y feliz como si hubiese visto un fantasma.

—¿Estás bien?

—Esto…

—¡Denholm! Aquí, cielo, ven a saludar.

Un hombre ancho de espaldas y de aspecto jovial se abrió paso tímidamente entre el gentío. Llevaba un esmoquin blanco y un pañuelo, también hecho de escarabajos verdes.

—Tom, este es mi hermano pequeño, Denholm Dukakis.

—Es un placer —dijo el hombre con una voz profunda y melodiosa, estrechando la mano de Tom.

—¿Recuerdas que hace un par de años te hablé de aquel sitio al que fui con sir Henry?

—Desde luego. Tu enorme aventura.

—Pues… aquí está ese Tom Scatterhorn.

Denholm Dukakis pareció impresionado.

—¡Caray! Ese Tom Scatterhorn. Vaya, vaya. Me alegro de conocerte —dijo con una sonrisa radiante—. Supongo que tampoco deberías estar aquí, ¿no?

Entre la multitud, Tom vigiló de reojo a don Gervase, que los observaba con atención.

—Perdone, ¿qué ha dicho?

—Ya lo sabes —bromeó Trixie.

—¿Lo sé?

—La conferencia. Supongo que tendrás muchas ganas de oír lo que tenga que decir.

—Bueno…, ¿quién da la conferencia?

—¡Madre mía, qué misterioso eres! —Trixie se echó a reír al notar su confusión. Se inclinó hacia él y susurró rápidamente—: Nicholas Zumsteen. ¿Por qué otro motivo íbamos a querer mezclarnos con esta gente? Oh, por favor, no. Creo que ya estará a punto de empezar. Mira, todo el mundo se reúne. ¿Dónde están August y sir Henry?

Tom miró a don Gervase e intentó retirarse a un lugar menos visible. Tenía dificultades para dominar su creciente pánico.

—Esto… No vienen. No les pareció seguro venir.

—Bueno, supongo que probablemente tienen razón. Pero, oye, una vez que has estado en ese lugar se convierte en una especie de obsesión, ¿no es así? —dijo ella, guiñando un ojo a Tom—. Denholm tiene la teoría de que Zumsteen planea en secreto iniciar una revolución y derrocar a ya sabes quién. Esta noche va a hablarle de ello a esta gente. ¿Puedes imaginarte lo que pasará si tiene éxito? Quizá convierta Scarazand en una especie de loco parque temático.

Denholm sonrió, pero Tom no sonreía en absoluto. Miró hacia atrás y vio la pelota-escarabajo dando vueltas rápidamente entre los dedos de don Gervase. ¿Qué estaba haciendo?

Trixie frunció el entrecejo.

—Tom, cariño, pareces muy intranquilo —dijo—. Estoy preocupada por ti.

Tom le dio la espalda a don Gervase y se inclinó hacia delante.

—Deberían marcharse. Deprisa. Por favor.

—¿Por qué?

—Y si ven a alguien más… díganles también que se marchen. Márchense ya… antes de que sea demasiado tarde.

Trixie y Denholm lo miraron fijamente sin comprender. Tom bajó la voz aún más.

—Por favor. Tienen que salir de aquí. Es una trampa.

Tom se volvió bruscamente y se alejó. Al cabo de un momento volvía a estar junto a don Gervase, mirando con preocupación la pelota-escarabajo que seguía girando en la palma de su mano.

—Bien hecho, chico. Buen comienzo.

—Pero no conozco a esas personas. No las he visto en mi vida.

Don Gervase no apartaba la vista de Trixie.

—No, claro que no. Pero creían conocerte, ¿no es así? Esa es la cuestión.

—Pero…

—No tengo ni idea de quién es el hombre, pero a esa mujer del vestido verde llevo mucho tiempo buscándola. No porque sea importante, sino porque tuvo la osadía de volar con un aeroplano hasta el corazón de Scarazand. ¿Puedes imaginártelo?

Tom vio que Trixie y Denholm salían al balcón, enfrascados en una conversación. Parecían preocupados.

—Debe de confundirla con otra persona —se apresuró a decir Tom—. Me ha dicho que era una… una espía, un agente secreto. Trabaja para nosotros.

—No lo creo —replicó don Gervase, sonriendo con satisfacción—. Y cualquiera que te diga que es un agente secreto es un mentiroso descarado. Ahhh. —Sus dedos se retorcieron y luego se calmaron, sin mover la pelota-escarabajo—. Ahí está. Ahí mismo. Excelente.

La mirada de don Gervase no se apartaba de Trixie y Denholm, que empezaban a dirigirse hacia la puerta.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Tom, con los ojos abiertos como platos.

Una sonrisa de lagarto crispó los labios de don Gervase.

—No me digas que no has reconocido a los escarabajos. ¿No? Ese vestido y ese pañuelo son muy decorativos, pero por desgracia para ellos se trata de meloidos.

—¿Meloidos?

—Cantáridas. Están llenos de veneno.

Tom contempló horrorizado como empezaba a cambiar la expresión de Trixie y Denholm. Pareció que se calentaban; su piel cambió de color, enrojeció… empezó a hincharse…