15
Surrealista

El primer sonido que oyó Tom, extrañamente, fue un gong. Luego llegaron las risas y los aplausos, seguidos de una trompeta. Con precaución, cruzó la puerta de madera que tenía delante y se encontró en una pequeña hondonada. Era de noche, y el aire era caliente y húmedo. Los sonidos de la selva eran ensordecedores. Después de trepar entre los helechos se encontró en un jardín lleno de siluetas retorcidas de hormigón que salían del suelo y puentes iluminados por lámparas. Las carcajadas procedían de un punto situado más abajo en la ladera, donde Tom pudo distinguir la silueta de una casa. Daba la impresión de que celebraban una fiesta.

—¡Qué suerte tuvo Betilda de haber hallado esta entrada! —susurró Lotus mientras emergía a través de la pequeña puerta y trepaba por los arbustos hacia él—. No tienes idea de lo remoto que es este lugar. Estamos en mitad de la nada.

—Así que Golding Golding es un canalla reservado y malvado, ¿no?

Lotus sonrió.

—¿Reservado? Desde luego. En cuanto a malvado, desde una perspectiva general, en realidad es un pez muy pequeño. A excepción de otra cosa.

—¿Otra cosa?

—Sé lo que ha estado coleccionando —dijo ella, con una media sonrisa—. Trafica con armas, pero le encantan las de Scarazand. Venenos aerotransportados, armaduras irrompibles, misiles guiados por feromonas, esa clase de cosas. Tiene unas cuantas, pero siempre está intentando conseguir más.

—¿Y las guarda todas aquí?

—Eso creo. Vamos.

Lotus echó a andar hacia la fiesta por el empinado camino de grava, entre fuentes y pirámides de piedra. Aunque Tom no sabía mucho de plantas, incluso él se daba cuenta de que aquel jardín era muy peculiar: hileras bien cuidadas de sarracenias se aferraban a negras ramas retorcidas, inmensos helechos rojos se elevaban por encima de sus cabezas como parasoles, y escaleras de caracol de hormigón se alzaban hacia el cielo nocturno sin alcanzar su destino.

—Todo es muy extraño, ¿no? —susurró Tom mientras rodeaban cuidadosamente una gigantesca mano roja que emergía de la maleza y cuyo puño se cerraba en torno al tronco de un árbol.

—Es arte, Tom, ¿no te das cuenta? Y además, muy caro. Después de los insectos, esta es la obsesión del señor Golding Golding.

Lotus se puso en cuclillas y se deslizó a través de una gran hormiga de plástico para atisbar por encima del parapeto.

—Ah. Eso es… interesante.

Tom se tumbó junto a ella. Por un momento también se quedó muy asombrado.

—Pero la invitación no decía nada de disfraces.

—«Será extraordinario. Vístanse para la ocasión.» Lo había olvidado.

En el patio situado delante de la casa se aglomeraban unos invitados que sin duda habían leído la invitación. Había mujeres con largos vestidos verdes confeccionados por completo con escarabajos irisados, hombres con trajes de marinero que llevaban aletas dorsales sobre la cabeza, caballeros medievales con alas, centauros rojos, mujeres cuyos cuerpos desnudos estaban pintados de azul y decorados con nubes blancas…

—Entonces, ¿esa es la gente que planea la caída de Scarazand?

—Lo dudo mucho —masculló Lotus—. Deben de ser amigos artistas de Golding Golding. Cualquier viajero auténtico estará bien camuflado o esperando en otra parte. Esa gente es solo fachada. Son muy ricos y muy curiosos, o están muy aburridos: alta sociedad, Tom, oculta en la selva sin nada mejor que hacer.

El veneno que había en la voz de Lotus era inconfundible.

—Entonces, ¿no te caen bien?

—¿Que si me caen bien? —Lotus bufó con desprecio—. No sé si te acuerdas, pero me metieron en un convento con sus hijas. Lo cierto es que no los soporto…, aunque eso ya no importa. Allí está él.

Lotus señaló entre la turba a un hombre corpulento y robusto, calvo como un buda, cuya piel relucía de aceite. En los pliegues de su cuello y sus hombros se alimentaban centenares de brillantes mariposas azules. Tom se quedó mirando a Golding Golding y le resultó difícil imaginar que ese ridículo zoquete grasiento fuese un comerciante de armamento. Solo sus pequeños ojos de reptil sugerían alguna clases de amenaza.

—No vamos a encajar ahí abajo, ¿verdad? —dijo Tom, mirando fijamente la exótica muchedumbre—. ¿Y si don Gervase lleva algún disfraz grotesco?

—¿De pez, por ejemplo? No creo —dijo Lotus—. Vamos a acercarnos.

Descendieron rápidamente entre los árboles y salieron al empinado camino de tierra que conducía a la casa. En uno de los lados aguardaba una fila de automóviles Rolls Royce, Mercedes y Ferrari, estacionados en cordón y relucientes a la luz de la luna. Los chóferes rondaban entre las sombras; las puntas de sus cigarrillos resplandecían como luciérnagas.

—Rápido, viene alguien —susurró Lotus, arrastrando a Tom detrás de un árbol.

Un grupo de chicas con largos vestidos rojos y gorras planas a juego avanzaba a paso de trote por el camino hacia ellos, hablando emocionadas. Les seguía los pasos un hombre alto y fibroso que llevaba un traje de etiqueta. Tenía el rostro oculto tras una máscara blanca, y su pelo negro relucía a la luz de la luna. Las chicas subieron rápidamente las escaleras y el hombre fue tras ellas, subiendo los escalones de dos en dos.

—No puedo creerlo —dijo Tom.

—¿Qué?

Lotus ya estaba mirando la llegada de otro Rolls Royce y como dos ancianos lagartos verdes bajaban de él.

—Creo que ese era él —susurró Tom—. Nicholas Zumsteen.

—¿De verdad?

Lotus se volvió y vio que el hombre, rápido y nervioso, se perdía entre la muchedumbre.

—¿Estás seguro?

—No, no del todo, pero… su forma de caminar… al menos se parecía un poco.

Lotus ya corría a través de las sombras hacia los escalones.

—¡Lotus! —Tom la persiguió sin aliento—. ¿Qué vas a hacer?

—No lo sé…, buscarlo.

—¿Y luego?

El rostro de Lotus estaba más blanco que nunca mientras se abría paso a través del gentío, adelantando a empujones a centauros y ángeles.

—¡Cuidado!

—¡Mira por dónde vas, chica!

Lotus ignoró las miradas irritadas mientras perseguía al hombre enmascarado, que en ese momento tenía un vaso en la mano. A grandes zancadas se abrió paso entre la multitud y, tras situarse junto a una gran urna, sacó un cigarrillo de una pitillera de plata y lo encendió.

—Como te he dicho, no estoy del todo seguro —susurró Tom.

Vieron que el hombre les volvía la espalda y miraba hacia la selva. Lotus inspiró hondo y se adelantó.

—¿Nicholas Zumsteen?

El hombre se dio la vuelta. Sus ojos eran meros agujeros negros bajo la máscara. Parecía muy sorprendido.

—Es usted, ¿no?

Zumsteen sonrió un instante.

—¿Tanto se nota? Supongo que me siento poco disfrazado. —Miró de arriba abajo a aquellos chicos desaliñados—. Aunque vosotros tampoco vais exactamente vestidos para el baile, ¿verdad, querida? ¿Eres amiga de Golding?

Lotus movió nerviosamente los pies de un lado al otro. Aquel era su verdadero padre. Un absoluto extraño. El no tenía la menor idea de quién era ella. De pronto, lo que pretendía decir, fuera lo que fuese, se acababa de desvanecer de su cabeza.

—Me llamo Lotus. Y este es Tom. Tom Scatterhorn.

Zumsteen expulsó una nube de humo azulado entre los dientes. Los miró de nuevo.

—Tom Scatterhorn. Por supuesto. Y Lotus Askary. Quelle surprise. Nunca os habría imaginado juntos. —Hubo un momento de incómodo silencio—. ¿Qué estáis haciendo aquí?

—Hummm…

—Porque desde luego no os han invitado. Podría hacer que os echaran ahora mismo. De hecho, creo que debería hacerlo. ¿Es esto un patético intento de espiar para tu padre?

—Ya no tengo nada que ver con él. Ni con Scarazand. He sido desterrada.

—¡Qué pena!

—Y usted sabe que Tom no se dedica a eso —continuó la chica—. No estamos espiando para él. De verdad.

Zumsteen observó a ambos en silencio. Tras su máscara era casi imposible saber lo que estaba pensando.

—Entonces, ¿me ha reconocido? —preguntó Lotus de pronto.

—Evidentemente.

—Pero ¿sabe quién soy realmente?

—¿Debería saberlo?

Lotus se encogió de hombros.

—Puede que no. Pero resulta que soy su hija. Su verdadera hija.

Nicholas Zumsteen soltó un bufido. Luego se rió a carcajadas.

—No tengo ninguna hija.

—Sí que la tiene, y usted lo sabe. Nació antes de que se casara. Su madre se llamaba Amy Dix.

Zumsteen dio una larga calada a su cigarrillo y luego se quedó mirando a la chica morena, su pálida piel, sus lechosos ojos verdes.

—Fue hace mucho tiempo —insistió Lotus—, y todo el mundo creyó que la criatura había muerto en su cochecito aquella tarde. Sin embargo, no murió. Fue raptada.

—¿Raptada? —repitió Zumsteen, y soltó otra risotada extraña—. ¡Qué historia más absurda! ¿Raptada por quién? ¿Por mi malvado hermano, supongo?

—Pues resulta que sí —dijo Lotus, cada vez más furiosa. Aunque no le importaba, le irritaba que Zumsteen pareciese tomarse todo aquello tan a la ligera—. Su búsqueda del elixir no lo llevaba a ninguna parte, así que decidió que tener una hija le sería muy útil. Pero no le servía cualquiera. Tenía que ser alguien como él, como usted. Así que me raptó.

—¡Ja!

Zumsteen tiró su cigarrillo por encima del balcón y se quedó mirando la selva que se hallaba al otro lado. Tom intuyó que la verdad debía de resultarle muy incómoda.

—¿Así que nunca lo supo?

El silencio de Zumsteen era ensordecedor. Jugueteó con su vaso y luego lo apuró.

—¿Ni siquiera sospechó?

Zumsteen se volvió hacia ella; sus ojos eran meros agujeros oscuros.

—¿Qué quieres que haga, jugar a la familia feliz? Mi querida Lotus, es un poco tarde para eso.

Lotus se quedó mirando a su padre, sorprendida. August estaba en lo cierto: Nicholas Zumsteen era un hombre muy raro.

—No quiero jugar a la familia feliz. Odio a las familias. Y tampoco quiero que finja ser mi padre. Solo quería hacérselo saber, eso es todo. Porque es la verdad.

—Es muy amable por tu parte. Te lo agradezco mucho. —En los labios delgados de Zumsteen se dibujaba una mueca—. Por cierto, ¿quién os dijo que yo estaría aquí?

—Sir Henry Scatterhorn —dijo Tom.

—¿De verdad? ¿Va a venir?

—No.

Nicholas Zumsteen pareció sorprendido.

—Es una lástima. Bueno, supongo que lo averiguarán tarde o temprano. Se avecinan grandes cambios.

Tom asintió con la cabeza.

—Nos hemos enterado. Las gorogonás.

Zumsteen sonrió irónicamente.

—Sí, por supuesto. Os lo ha contado todo. Pues, si queréis mi consejo, manteneos lo más lejos posible de Scarazand. No va a ser buen sitio para los niños entrometidos.

—¿Es una amenaza? —quiso saber Lotus.

Zumsteen volvió a soltar su risa extraña.

—No tenéis ni idea.

—¿Nicholas? ¿Eres tú? Porque no estoy seguro… Vaya, me parece que sí lo es. ¡Nicholas!

Una corpulenta silueta dorada se dirigió hacia ellos balanceándose.

—Bueno, ¿queréis que os echen? —preguntó Zumsteen mientras se aproximaba Golding Golding—. No sería bonito.

Lotus cruzó los brazos y se encogió de hombros con gesto despreocupado.

—Déjame adivinarlo: ¿no te importa?

—La verdad es que no.

Zumsteen sonrió muy a su pesar. Le gustaba la actitud de aquella chica.

—De acuerdo. Quedaos. Pero ten mucho cuidado, Lotus Askary. ¿O preferirías Zumsteen? Tú también, Tom Scatterhorn. Au revoir.

Con un breve gesto de la cabeza, se metió entre el gentío.

—¡Nicholas!

—¡Golding!

—Nicholas, tengo que hablar un momento contigo antes de que pronuncies tu discurso…

Contemplaron en silencio como el corpulento hombre dorado echaba un brazo reluciente sobre el hombro de Zumsteen y ambos desaparecían entre la multitud. Por un momento no dijeron nada. No había nada que decir.

—¿Era así de extraño cuando lo conociste?

—Hum.. no tanto. Pero casi. ¿Qué esperabas?

—No lo sé. —Lotus parecía desconcertada—. No lo sé. Pensé que tal vez sería un poco más… simpático.

Tom contempló a los dos hombres, que subían las escaleras hacia la terraza superior. Seguían enfrascados en su conversación.

—Quizá deberíamos quedarnos y escuchar lo que tenga que decir. Si va a anunciar algo importante acerca de la batalla, quizá diga incluso cuándo…

—No estoy segura de que sea buena idea —susurró Lotus, tocando el brazo de Tom.

El chico siguió su mirada hasta el camino particular. Allí abajo, avanzando con determinación entre los árboles, había un grupo de hombres cuyas siluetas tenían el mismo aspecto. En el centro iba un hombre muy alto y delgado, con una máscara verde sobre los ojos. A su lado caminaba un chico esbelto vestido de forma idéntica; se había peinado hacia atrás con gomina la espesa mata de pelo rubio… A Tom se le erizó el vello de la nuca. ¿Era aquel su eco?

—¿Qué hacemos?

Lotus miró furiosa tanto al hombre como al chico. Era la primera vez que veía a don Gervase desde que se fue de Scarazand.

—Tenemos que separarlos de algún modo…

Oyeron una risotada por encima de sus cabezas.

—¡Pero G. G., lo prometiste! ¡Por favor!

Sobre ellos, una hilera de rostros se extendió a lo largo de un balcón de la hacienda. La multitud se volvió y alzó la mirada para ver a Golding Golding emerger a regañadientes en el centro, con las mariposas aún flotando en torno a su cabeza.

—¡Oh, continúa, G. G.! —volvió a gritar la mujer. Iba disfrazada de cacatúa y llevaba una larga bandeja de plata.

Golding Golding sonrió de mala gana.

—Querida, ¿tienes alguna idea de cuánto cuestan?

—¡No me lo digas! ¡No tienen precio! —aulló la mujer, regodeándose.

—Todo tiene un precio, Solange. Incluso tú.

—¡Oh, eres de lo más desagradable!

—Pero es que son de Fabergé, querida. Fabergé.

—G. G., cariño, si alguien puede permitírselo, ese eres tú.

Golding Golding miró hacia abajo y vaciló.

—Por favor —dijo Solange con una sonrisa afectada—. Nos prometiste que la veríamos. Solo un rápido vistazo.

Surgió un murmullo de emoción entre los invitados, que empezaron a apelotonarse hacia una barandilla situada a un lado del patio.

—Ni idea —susurró Lotus, adelantándose a la pregunta de Tom.

Tras deslizarse sin llamar la atención entre el gentío, alcanzaron la primera línea y se encontraron mirando hacia abajo un gran estanque oscuro cavado en los márgenes de la selva. Junto a él había un pequeño santuario que contenía una sola vela chisporroteante.

—Así que es ahí donde lo guarda.

—¿Qué? ¿Qué es lo que guarda, Lotus?

—Pero ¿tienen que ser estos? —protestó Golding Golding, mirando el despliegue reluciente que descansaba sobre la bandeja—. Serviría cualquier vieja baratija.

—¡Pero no quiero ninguna vieja baratija! —chilló Solange—. Quiero que sea especial. Superespecial. ¡Tan especial como para celebrar un cumpleaños!

—Piénsalo, G. G. —dijo solemnemente una profunda voz francesa detrás de Golding Golding—. Cuanto mayor sea el sacrificio, más bonitos serán.

—Pero ya son muy bonitos, Hervé.

—Puede ser, doble G —respondió Hervé, un hombre alto con una langosta en el sombrero, que se asomó por encima del hombro de Golding—. Son tan preciosos que les tienes miedo. Te tienen en su poder. ¿Quieres que la gente se entere de que el gran Golding Golding está en poder de unos huevecitos ridículos?

—¡Huevecitos ridículos! —chilló Solange.

Se oyeron unas risas y Golding Golding sonrió sin ganas. Tenía el aspecto de un hombre que hubiese sido asaltado.

—¿De qué están hablando? —susurró Tom.

Lotus se disponía a responder cuando la gente empezó a tocar palmas despacio.

—¡Libérate, G. G.! ¡Por la libertad! ¡Por el arte!

—¡Libertad! ¡Arte! —vociferaron los invitados, regodeándose.

Golding Golding se quedó mirando las delicadas joyas que descansaban sobre la bandeja y luego el agua negra que se hallaba abajo, intentando convencerse.

—Muy bien. ¡Por el arte!

Con un solo movimiento inclinó la bandeja. Una docena de huevos de oro, todos y cada uno de ellos cubiertos de diamantes y piedras preciosas, cayeron y rompieron la superficie del estanque como gotas de lluvia. Y luego hubo un silencio. Las caras alineadas a lo largo del parapeto miraron y esperaron. Y Lotus y Tom miraron también. Algo se arremolinó en el agua, moviéndose justo debajo de la superficie. Arriba se oyó un grito ahogado.

—¡Oh, mirad a las pequeñas! ¡Qué monas! —gritó Solange—. Quiero una.

—Es muy surrealista, ¿no? —dijo Hervé en tono solemne—. Pero ¿qué es, G. G.?

—Una cadiscápula. Es parecida a un escorpión de agua, pero más grande. Vive bajo esa roca con su camada. Es un viejo santuario español. Recoge todo lo que reluce.

—¿Y la criaste tú?

—No, Hervé, la robé. Procede de una extraordinaria colonia de insectos del futuro.

Hervé sonrió, preguntándose si aquello era una broma.

—¡Pero querido, es absolutamente maravilloso! —dijo un hombre bajito disfrazado de pirata.

Tras quitarse sus grandes pendientes de aro, los lanzó al agua. Una cola, y luego algo parecido a un cuerpo blindado, surcó la oscura superficie.

—¡Bravo! —gritó.

—¿Has pedido un deseo, Archie?

—¡Por supuesto! He deseado poder robar todo lo que ese animal haya acumulado ahí abajo. Sería un hombre muy rico.

—No creo que haya muchas posibilidades —dijo Golding Golding, sonriendo débilmente.

—¿Por qué no?

—Defenderá esa pequeña cueva suya hasta la muerte. Me temo que no volveré a ver mis huevos.

—Ni esto tampoco. —Solange se sacó del bolsillo un frasquito de cristal y lo levantó para que todos pudieran verlo. En su interior había tres pequeñas perlas blancas—. He sabido que debían de ser muy valiosas porque las tenías guardadas en la misma vitrina que los huevos.

De pronto, toda la actitud de Golding Golding pareció cambiar. Sus ojos se entornaron peligrosamente.

—Déjalas, Solange.

—No si no me dices qué son, G. G. —dijo ella maliciosamente, agitándolas ante la nariz del hombre.

—Son un regalo de un amigo, y no son cosa tuya. Solange, por favor. Devuélvemelas.

—¿Son lo que yo creo? —susurró Lotus.

—Tienen que serlo —murmuró Tom.

Intuyendo problemas, los demás invitados se habían quedado en silencio.

—Entonces, ¿no piensas decirle a Solange lo que son? —dijo ella, con tristeza fingida.

—Desde luego que no.

Solange sonrió con cara de loca.

—¿Solange?

—No montemos una escena, querido. ¡Es tu cumpleaños!

Con un chillido, la mujer lanzó el frasquito de cristal al agua oscura. Una pequeña salpicadura plateada… y luego algo grande, negro y cubierto de escamas surcó la superficie y el frasco desapareció. El aplauso fue ensordecedor. Golding Golding se enjugó el sudor de la frente. No daba crédito. Se volvió hacia su torturadora con expresión asesina, pero Solange le dio un beso en la nariz.

—¡Oh, bueno, bueno, G. G.! ¡Ahora eres libre! Debes ser fuerte. ¡Como un león!

—Sí, Solange, soy un león, pero eso ha sido cruel. Así que ahora G. G. es un león triste.

—¡Un león triste! —chilló Solange—. ¡G. G. es un león triste!

Unas risotadas resonaron en la selva, seguidas de una tormenta de pendientes, pulseras y relojes cayendo en el estanque.

—¡Qué divertido es todo esto! —dijo el señor Golding Golding con una mueca mientras lo apartaban a empujones del parapeto y lo metían de nuevo en la casa.

Tom y Lotus contemplaron el ataque frenético que se desataba en el estanque.

—Esa gente está loca —susurró Tom—. Si eso hubiese sido mío, yo…

Se interrumpió al ver que Lotus se llevaba los dedos a los labios y echaba un vistazo hacia los escalones. Tom tuvo tiempo de ver al grupo de hombres enmascarados y a su cabecilla bajando a toda prisa por el camino.

—Va a recuperarlos —susurró la chica.

—¿Recuperarlos? ¿De ahí? No puede…

—Sí que puede. —Lotus abrió de pronto unos ojos como platos—. Es perfecto. Esta es tu oportunidad. Nuestra oportunidad.

Tom la miró dudoso.

—¿De qué estás hablando, Lotus?

Pero Lotus ya bajaba los peldaños a toda prisa y salía al camino iluminado por la luna.

—Vamos —siseó, deslizándose por encima de un muro y dejándose caer entre la maleza.

La chica empezó a dirigirse rápidamente hacia el estanque. Tom tuvo que echar a correr para alcanzarla.

—Es evidente que don Gervase quiere esos huevos de gorogoná casi tanto como quiere encontrar a sir Henry, o a August, o a cualquier otro de los que están aquí —susurró ella sin aliento—. ¿No querías saber cuál es el arma secreta que tu mayor enemigo piensa utilizar contra ti? Aquí están, en bandeja. Es la oportunidad perfecta.

—Pero ¿y las cadiscápulas?

—No va a hacerlo él mismo. El glorioso líder no va por ahí zambulléndose en estanques llenos de bestias peligrosas; no es tan estúpido. Va a hacer que lo haga por él ese títere. Tu eco.

Tom iba tropezando con todo en la oscuridad, sin querer dar crédito a lo que Lotus tenía en mente.

—Eso es demencial.

—Puede que sí, pero lo conozco, sé como piensa. Yo tenía que hacer esa clase de cosas constantemente: «Coge eso, ve a buscar aquello». Créeme, lo sé —susurró—. Y ahora que ese chico ha ocupado mi lugar será él quien haga el trabajo sucio.

Tras agacharse entre las palmeras enanas, avanzaron a rastras hasta alcanzar la orilla del estanque y se escondieron en el saliente oscuro de una roca. Arriba se hallaba la hacienda, iluminada como un reluciente castillo. No quedaba nadie en el balcón. Tom miró fijamente la superficie oscura y plateada, tratando de ignorar el martilleo de sus latidos.

—Vale. Suponiendo que todo eso sea cierto, ¿qué se supone que debo hacer yo?

—Solo esperar. Tarde o temprano bajarán aquí, y cuando el chico salte al agua nosotros también nos meteremos. Yo me ocuparé de él y tú podrás regresar nadando en su lugar. Sencillo, ¿no?

—¿Te ocuparás de él?

—Hay una cueva en la parte de atrás. Eso es lo que ha dicho Golding Golding. Me esconderé allí dentro con el eco hasta que te hayas ido.

—¿Y luego?

—Luego me lo llevaré a casa de Betilda. Mientras tanto, tú…

—Yo ocuparé su lugar. Lo tengo claro. —Tom tragó saliva con nerviosismo—. Pero…

—No hay peros que valgan, Tom. Este es el momento perfecto, ¿no lo ves? Está oscuro, está bajo el agua, el eco está solo. El eco entra y tú sales. Nadie se dará cuenta de la diferencia. No tendremos una oportunidad mejor.

Tom trató de ignorar que la cabeza le daba vueltas. Grandes sombras negras se movían en las profundidades del estanque.

—¿Y ellas?

—Yo puedo ayudarte —susurró la chica, observando el agua con mirada intensa—. Entiendo de cadiscápulas. Sí, tienen muchos dientes y una cola que restalla como un látigo, pero forman una larga burbuja de aire bajo el abdomen, lo que les permite permanecer más tiempo bajo el agua. Podemos utilizarla si hace falta. —Lotus arrancó una caña y se la puso a Tom en la mano—. Solo tienes que deslizar esto bajo el caparazón, taparte la nariz, exhalar y luego inspirar. Sencillo.

Tom miró el tubo de caña sin demasiada convicción. La confianza de Lotus era impresionante.

—¿Y el frasco con los huevos de gorogoná?

—Di que no has podido encontrarlo. Discúlpate. Di que se los ha comido una cadiscápula o algo así.

—Puede que me obligue a decirle la verdad.

—Pues resístete. Dijiste que podías. Puedes, ¿no?

Tom se quedó mirando la caña.

—Lotus, no pienso hacer esto.

—¿Qué?

—No soy como tú. Lo siento. Es imposible.

Lotus sonrió incrédula. No se le había pasado por la cabeza que Tom pudiese negarse.

—¿Por qué no?

—No pienso saltar a un estanque lleno de pirañas gigantes. Moriré. Tiene que haber otra forma.

Un agudo silbido cortó la oscuridad, acallando el siseo de la selva. Se oyeron unas fuertes pisadas en la gravilla del camino, en dirección al estanque.

—Pues más vale que se te ocurra muy, muy deprisa —masculló la chica—. Porque ya están aquí.

Ocultándose entre las sombras, observaron. Cuatro hombres salieron con paso decidido a la luz de la luna. Eran el equipo de guardaespaldas idénticos que antes flanqueaban a don Gervase, aunque entonces dos de ellos llevaban sendas ametralladoras sobre los hombros, mientras que el otro par sostenía un cuchillo y una pistola en cada mano. Se quedaron en la orilla del agua, mirando hacia abajo.

—¿Hay algo?

Un hombre bajito y pelirrojo con gafas redondas subió por el camino para unirse a ellos. Llevaba un traje blanco.

—No se ve nada, señor —gruñó uno de los hombres, con la cara picada por la viruela visible a la luz de la luna.

El del traje blanco se asomó a las profundidades; sus gafas lanzaron destellos. Tenía aspecto de ser fino e inteligente, y también de estar un poco irritado.

—¿Quién es ese? —susurró Tom.

Lotus observó al hombre bajito. Parecía ocupar algún puesto de responsabilidad, y eso la molestaba. Pero estaba segura de haberlo visto antes en alguna parte…

—Aseguraos de que estamos solos —les espetó a los otros, mirando directamente hacia la roca del otro lado del estanque, donde Lotus y Tom estaban agachados.

—Sí, señor.

Los tres hombres empezaron a desplegarse entre la maleza, avanzando despacio hacia la roca. Tom se puso rígido.

—No se me ha ocurrido nada.

Aun así, Lotus continuó mirando al del traje blanco.

—¿Lotus?

—Quítate la ropa —siseó.

—¿Por qué?

—Hazlo. Deprisa.

Tom no protestó. Mientras los hombres armados avanzaban hacia ellos, una figura familiar apareció entre las sombras del otro lado. Era don Gervase Askary, y junto a él iba un chico cuya piel blanca resplandecía a la luz de la luna. Llevaba puestos unos oscuros pantalones cortos y nada más. Don Gervase se inclinó hacia él y empezó a hablarle al oído. Luego le dio una palmadita en la espalda. Lotus y Tom estaban tan concentrados observándolos que no se habían percatado de la presencia del guardaespaldas de la ametralladora, que en ese momento estaba apenas a diez metros de distancia y parecía mirar directamente hacia la sombra en la que estaban agazapados…

Un agudo silbido resonó procedente del otro lado del estanque y el hombre se volvió. A una señal del cabecilla de la cara marcada por la viruela, sus tres compañeros interrumpieron de inmediato la búsqueda y regresaron al otro lado. Tras dejar sus armas en el suelo, se quitaron la chaqueta y los zapatos. Largos cuchillos destellaron en la cintura de sus pantalones.

—¿Y ahora qué? —susurró Tom.

—Van a meterse todos. Van a ayudarlo.

Lotus estaba en lo cierto. Al cabo de un minuto el chico y los cuatro hombres se deslizaron en el estanque iluminado por la luna y desaparecieron. Solo don Gervase y el hombre del traje blanco permanecieron entre las sombras, observando.

—Vale. Yo iré primero y tú me sigues. Mantente cerca de la orilla, lejos de la cueva.

A Tom le latían las sienes.

—¿De verdad crees que podemos hacerlo?

—Por supuesto. Ten confianza en ti mismo, Tom Scatterhorn. Tu eco la tiene. Eso puede ayudarte a sobrevivir. —Sonrió cruelmente—. Al menos, un ratito más. Vamos.

En silencio, Lotus se deslizó en el agua, debajo de la roca. Al cabo de un instante había desaparecido.

«Debo de estar loco», pensó Tom. Metió la mano en el agua. Estaba tibia y oscura.

«No sé por qué estoy haciendo esto.»

Se llenó los pulmones de aire.

«Estoy tan loco como ella.»