14
Ala y oración

Tom echó un último vistazo al monasterio y luego notó una gran ráfaga de aire cuando el águila se elevó por encima de la cresta y describió una pronunciada curva en su descenso hasta el valle adyacente. Volando a escasa altura, bajó en dirección a las verdes laderas en sombra y aceleró hacia los árboles iluminados por el sol.

—Este es uno de mis lugares favoritos, chaval. Aquí arriba siempre hay montones de claros, dispuestos como cruces en una carretera.

Tras lanzarse en picado, empezaron a avanzar zigzagueando entre los grandes robles, que brillaban dorados bajo los últimos rayos de sol.

—He mejorado mucho —continuó el ave—. Las pequeñas golondrinas me enseñaron todo lo que sabían. Allí hay uno. —El águila indicó un rayo de luz que arrancaba destellos de una roca—. ¿Has visto eso?

Tom miró de reojo, pero ya había desaparecido.

—¿Cómo sabes adonde conducen?

—Casi siempre puedes entreverlo, aunque a veces no. Escocia, en tu propia época, ¿verdad?

—Si es posible.

—Vale. —El águila siguió volando hacia un grandioso cedro que crecía ligeramente apartado—. Es extraño —murmuró, mirando con concentración los rayos de sol que se abrían paso a través de la cima.

—¿Qué dice? —preguntó Lotus.

La rapaz miró el árbol con desconfianza.

—¿Tienes la sensación de que algo nos observa?

Tom entornó los ojos para distinguir el zigzag de luz y sombras que rebotaba a su alrededor.

—No veo nada.

—Hummm. —El pájaro descendió todavía más; sus alas rozaban el suelo—. Bueno, yo tampoco, pero te digo, chaval, que no estamos solos.

—¿Hay algún problema? —preguntó Lotus, intuyendo la inquietud del águila.

El ave no respondió. Voló en torno al claro y empezó a volver sobre sus pasos a través del bosque iluminado por el sol, murmurando para sí:

—Podría ser una trampa. Las he visto otras veces. No importa. Haremos un rápido amago y luego una dejada.

—¿Una dejada? —repitió Tom, notando que Lotus se le sujetaba con fuerza a la cintura.

—¡Agarraos bien!

Rocas y tierra pasaron como un rayo cuando la gran rapaz empezó a acelerar en línea recta hacia el grandioso cedro, elevándose junto al borde de un ancho rayo de luz que rozaba las ramas superiores. Tom cerró los ojos con fuerza y se agarró…

¡ZUM!

El águila se precipitó hacia la izquierda con tanta agilidad como una golondrina, girando entre las capas del tiempo tan deprisa que Tom y Lotus despegaron de su lomo; azul, verde, blanco…

NEGRO. Silencio.

Estaban al otro lado. Era de noche. Calles de casas adosadas discurrían pacíficamente bajo sus pies. Se hallaban en las afueras de una gran ciudad oscura. El águila parecía bastante sorprendida.

—Entonces me debo haber equivocado.

—¿Sobre qué?

—-Juraría haber visto…

¡BUM!

—¡Por todos los diablos!

¡B-B-B-BUM!

El águila se lanzó en picado de lado y a punto estuvo de tirarlos al suelo.

—¡Perdón! —exclamó el ave con voz áspera, volando en círculo hacia la izquierda.

¡B-B-B-BUM!

Las explosiones sonaban tan cerca que vibraban a través de la cabeza de Tom y salían por el otro lado. Hasta el aire parecía estar en llamas.

—¿Qué pasa? —gritó Lotus, claramente aterrada.

—¡Dímelo tú, jovencita!

A sus espaldas se oyó un chirrido estremecedor. Tom volvió la vista atrás. En la oscuridad distinguió a duras penas la silueta de lo que parecía un Spitfire… aunque no era un Spitfire… Era un brillante insecto negro que batía las alas a una velocidad vertiginosa. Tenía el hocico romo y los ojos muertos… Llevaba cañones sujetos con correas a los flancos. Detrás de la cabeza tenía montada una estrecha carlinga de vidrio en la que se sentaba un piloto que sonreía como un loco. Un segundo insecto lo seguía a poca distancia.

—Moscas de Satán —susurró Lotus—. Son rápidas. Eso no es bueno.

—¡Soy un ave, colega! —gritó el pájaro.

Una ráfaga de bolas de fuego pasó silbando, tan cerca que Tom casi habría podido alargar la mano y atrapar una.

—¡Cuidado! ¡Esas cosas pueden matarte! —le espetó la enorme rapaz.

Otra ráfaga y el águila bajó en picado directamente hacia la cuadrícula de calles iluminadas por la luna. De pronto estaban al nivel de la calle y volaban a una velocidad de vértigo… Muros, escaparates y semáforos pasaban zumbando…

—¿Los hemos perdido? —preguntó la rapaz con voz áspera, girando bruscamente para no chocar contra un autobús.

Tom echó un vistazo hacia atrás.

—¡Eso creo!

—¡No, siguen ahí! —gritó Lotus, señalando una silueta oscura que volaba por la siguiente calle que discurría en paralelo.

Entonces el primer insecto giró en una esquina y se unió a la persecución. Al instante, el águila entró en un callejón y sobrevoló una hilera de jardines; sus alas apenas se elevaban por encima de las vallas.

—¿Qué demonios son esas cosas? —murmuró.

La pregunta quedó en el aire cuando una ráfaga de disparos arrasó la madera, que se hizo astillas.

—¿Y bien? —Tom miró la pálida cara de porcelana de Lotus, que era la viva imagen del terror.

—Las moscas de Satán cazan en tríos. No podemos correr más rápido que ellas —se limitó a decir.

Parecía que la aparición repentina de esas criaturas blindadas la hubiese herido en lo más hondo. Al final de la hilera de jardines el ave cruzó un arco de ferrocarril ennegrecido y se puso a seguir las vías.

—¡Ahora veremos de qué pasta estáis hechos!

Con un impulso, las grandes alas del águila empezaron a batir más deprisa y aceleraron como una flecha por las vías. La velocidad era tan grande que a Tom le lloraban los ojos, y sin embargo, a través de la oscuridad, pudo distinguir a duras penas la silueta cuadrada de un vagón de mercancías más adelante… y luego otro, una larga fila de vagones enganchados a una locomotora que tiraba hacia…

—¡Un túnel! —exclamó Lotus jadeante, al ver el agujero negro que se abría en la ladera de la colina—. Si podemos…

—¡Entrar antes que ellos! —gritó el ave—. Eso es, jovencita. ¡Solo así nos quitaremos de encima a esos fanáticos!

Las dos siluetas oscuras ya sobrevolaban zumbando las vías detrás de ellos, alcanzando una velocidad feroz. Otra bola de fuego pasó como un rayo.

—¡Madre mía! ¡Vale ya, maldita sea!

El águila voló a toda velocidad hacia los vagones, y pronto estuvieron sobre ellos. Tom vio que estaban llenos de rocas blancas.

—Abajo voló el loco pájaro, llevando a Tommy Scatterhorn…

Y así llegaron los insectos, uno, dos, tres…

La rapaz cantaba con la melodía de una canción folclórica australiana, haciendo caso omiso de las bolas de fuego que pasaban en todas direcciones. Tom entrevió la locomotora que se acercaba deprisa a la boca del túnel; estaría allí en cuestión de segundos… Si pudiesen situarse delante…

—Vamos —apremió Tom—, ¡vamos!

—Y su fantasma puede ser oído al pasar por la laguna…

Allí estaba el maquinista, asomándose a la ventanilla de su locomotora, horrorizado. Allí estaba la primera mosca de Satán casi directamente detrás de ellos; Tom vio la cara del piloto, que sonreía de forma extraña. Unos tentáculos parecían salir de la boca del insecto… El tiempo pareció hacerse más lento…

—¡Ay, Señor! —susurró Lotus, agarrando a Tom con más fuerza.

Sin embargo, el chico no podía apartar la mirada. Allí estaba la entrada del túnel, allí mismo…

—¿Quién vendrá a vagabundear conm…?

La tercera mosca de Satán emergió de la negra boca del túnel.

—¡CANCELAR!

Al instante Tom notó que le caía encima el peso de Lotus, dejándolo sin aire en los pulmones. Fue muy rápido, pero de algún modo habían girado noventa grados y ascendían en vertical.

¡BUUUM!

Al mismo tiempo se produjo una explosión colosal bajo sus pies. De reojo, Tom vio a la mosca de Satán hecha pedazos por la locomotora en marcha. La segunda se estrelló contra la ladera de la colina y cayó sobre los vagones lanzados a toda velocidad, colisionando contra la tercera.

—¡Tomad lecciones de vuelo, chicas! —gritó la enorme ave con tono triunfal mientras se alejaba rápidamente—. ¿Qué querían?

Tom miró a Lotus y vio su expresión sombría. Había dicho la verdad cuando explicó que la perseguían por todo el mundo… Pero ¿eso también lo incluía a él? ¿Habían descubierto ya su huida? No quería ni pensarlo…

Al alba habían dejado la ciudad muy atrás y llegaban a un gran bosque situado en una ladera. Con un salto desgarbado y un rebote, el águila aterrizó en un sendero con grandes surcos escondido entre los árboles, y los dejó en tierra. Tom se sentía tan entumecido que apenas pudo ponerse de pie.

—Aún no estás muerto, ¿verdad, chaval? —preguntó el ave.

Tom intentó esbozar una sonrisa.

—Siento un cosquilleo —gimió, sacudiendo las piernas para intentar devolverles la vida—. ¿Es este el lugar correcto?

—En efecto —dijo Lotus, estirándose como un gato—. El castillo de Marchmont está justo ahí abajo, ¿no?

La chica señaló las torrecillas grises que asomaban por encima de la cortina de niebla que cubría el valle.

—Así es, jovencita, pero tendréis que recorrer el último tramo a pie, porque yo no pienso acercarme más, y menos después de encontrarme con ese comité de recepción.

Lotus sonrió a la variopinta rapaz. Ahora que estaba fuera de peligro, recuperaba su vieja confianza.

—Pues gracias por traernos hasta aquí… y pasar por todo eso. Me has salvado la vida.

—Perdona, pero era mi vida la que estaba salvando. Tú simplemente estabas a bordo. ¿Qué demonios hacían esas salvajes? ¿Y cómo sabían que venías?

Lotus se encogió de hombros, correspondiendo a la mirada suspicaz del águila con su mejor expresión de inocencia.

—Supongo que habrá sido una coincidencia.

—¿Coincidencia? Hummm. ¿Lo es? —murmuró el águila para sí con resquemor—. Yo lo llamaría emboscada. —La rapaz miró a Tom, que cojeaba entre las hojas. Sus piernas parecían haber vuelto a la vida—. ¿Todo bien, mi viejo patán?

Tom hizo una mueca de dolor.

—Más o menos.

—No me refiero a tus piernas —siseó el ave, acercándose enfadada al lugar en el que estaba Tom—. Me refiero a si te parece bien bajar allí con esa lianta. —El ave le dedicó una ojeada a Lotus, que se encontraba en ese momento al borde del bosque, contemplando el valle—. Es tu última oportunidad para echarte atrás.

—Lo sé —dijo Tom en voz baja—. No pasa nada.

—No pareces muy seguro. Y no te lo reprocho. Nunca confíes en un insecto, colega. Sobre todo si puede…

Lotus se volvió y los miró. En el incómodo silencio que siguió, la chica, el chico y el águila se observaron los unos a los otros.

—Me arriesgaré —susurró Tom, a sabiendas de que no tenía elección. Ir con Lotus era el único modo de poder acabar con aquello.

—De acuerdo, chaval. Es cosa tuya.

—Gracias.

La gran rapaz sacudió sus plumas de mal humor y se volvió para marcharse. Pero antes no pudo resistirse a hacer un comentario hiriente a modo de despedida. Se dirigió hacia Lotus con paso decidido, se abalanzó sobre ella y le clavó una furiosa mirada amarilla.

—Bueno, escucha esto, doña Caprichosa, si alguna vez me entero de que nos has tomado por tontos y todo esto es un gran truco para volver ahí dentro con el señor Askary, te aseguro que te arrancaré de los hombros esa bonita cabeza tuya y les daré tus sesos a los cuervos. ¿Me has entendido?

El ave le clavó el largo pico gris en la cara y Lotus dio un involuntario paso hacia atrás.

—¿Y bien?

La rapaz tenía un aspecto tan feroz que Lotus asintió con la cabeza. No podía hacer otra cosa.

—De acuerdo, entonces.

El pájaro se volvió, despegó con un par de botes y se alzó por encima de los árboles antes de alejarse sin mirar atrás.

—¡Encantadora criatura! —dijo Lotus, alisándose el cabello para recuperar la compostura.

—Habla en serio —dijo Tom, complacido en secreto de que Lotus hubiese perdido la calma ante la amenaza.

—Escucha, Tom, puede que esto aún te resulte difícil de creer… pero no tengo ningún plan secreto para volver dentro con don Gervase Askary. Está tratando de matarme, ¿no es así? Después de lo que acaba de pasar, pensaba que eso resultaba evidente.

—Entonces, ¿te estaban esperando?

La chica se quitó el barro de las botas a patadas sin decir nada.

—¿Lotus?

—Algo se activa cuando atravieso un agujero. No sé cómo. Desde que me escapé de la cárcel ha sido así. —Miró a Tom—. Pero es evidente que no podía decírtelo ni decírselo al águila, pues de lo contrario nunca habría accedido a llevarnos.

Tom sacudió la cabeza.

—Genial. Así que ahora debe de saber que estamos aquí.

—Lo dudo. Han muerto todas, ¿no? Y, de todos modos, las noticias viajan muy despacio.

—Pero suponiendo…

—¿Qué? —Los ojos de Lotus lanzaron chispas—. Suponiendo que don Gervase Askary crea que estoy en Escocia, ¿qué?

—No estás solo tú, estamos el águila y yo. Si sabe que estamos…

—¿Qué diferencia hay? Lo sepa o no lo sepa… no va a detenernos ahora, ¿verdad?

—No. Pero…

Pero Lotus ya había empezado a caminar colina abajo, haciendo aspavientos. Su esbelta figura se desvanecía entre la niebla. Tom inspiró hondo. Lotus Askary era un elemento de cuidado, no cabía duda. Tal vez todo aquello iba a ser mucho más difícil de lo que había imaginado.

—¡Espera! —gritó, y echó a correr detrás de ella.

Cinco minutos después, Lotus y Tom habían bajado por el empinado sendero y alcanzaban la estrecha carretera que discurría por el fondo del valle. A lo lejos se divisaba el perfil del castillo de Marchmont, alzándose como un negro acantilado más allá de los árboles, con torrecillas en cada esquina y almenas que se perdían en la niebla.

—Supongo que tendrás algún plan, ¿no? —resopló Tom mientras subían a toda prisa por la carretera vacía.

—Claro que tengo un plan, siempre tengo un plan.

—¿Vas a contármelo o tengo que adivinarlo?

Lotus exhaló ruidosamente. Su aliento se convirtió en vaho en el aire gélido. Era evidente que aún estaba furiosa y no tenía ganas de dar explicaciones.

—Está bien. Es muy sencillo: Betilda Marchmont era una viajera, como tú.

—Ya me lo había imaginado.

—Y solía visitar a Golding Golding.

—Eso también lo suponía. Pero ¿cómo?

—Golding Golding construyó su hacienda en mitad de la selva. ¿Por qué? Porque es el emplazamiento de una antigua colonia de insectos, con muchos viejos túneles que lo conectan con diferentes épocas y lugares, incluyendo uno que conduce a Scarazand. Golding Golding está obsesionado con Scarazand. Colecciona cosas procedentes de allí. Por eso sé de su existencia, por eso hemos estado vigilando su casa, viendo quién va y viene…, y una de esas personas era Betilda Marchmont. ¿Cómo llegó ahí? No fue por carretera. No fue dándose una caminata por la selva. Debió de utilizar uno de los viejos túneles. Probablemente lo descubrió de forma accidental.

Tom asintió. Podía creer que eso era posible; al fin y al cabo, August y sir Henry habían encontrado las ruinas de otro Scarazand en miniatura en el Himalaya, donde los había visitado el año anterior. ..

—¿Seguro que Betilda Marchmont viajó hasta allí desde aquí?

Al doblar un recodo, el castillo se erigió ante ellos. Delante había una pequeña casa gótica para el guarda.

—Desde luego. Tuvo que hacerlo, ya que vivía recluida. Betilda nunca abandonó este lugar, apenas salió de su propia habitación. Se pasaba el día entero pintando cuadros raros en la buhardilla. —Hizo un gesto vago señalando las ventanas cerradas del último piso—. Cuando August dijo que este castillo estaba plagado de pasadizos secretos, caí en la cuenta de que ella debió de encontrar alguna conexión secreta. Es evidente que existe una escalera oculta, un túnel o un armario en algún punto del último piso que la condujo directamente hasta allí. Nadie llegó a saber siquiera que se había marchado. Lo único que tenemos que hacer es encontrarlo.

Casi habían llegado al camino particular cuando un motor aceleró y la furgoneta de un lechero surgió de entre los abetos valle arriba. Vieron que la furgoneta rodeaba el murete y se paraba junto a la caseta del guarda. Se abrió la puerta y se bajó de un salto el lechero, que se ocupó de sus asuntos con rapidez. No los había visto.

—Lotus, espera: ¿no crees que tenemos un aspecto algo sospechoso?

Ella siguió andando con paso decidido, fingiendo no haberlo oído.

—Necesitamos una historia. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

—¿Acaso importa?

—Sí que importa —dijo Tom, sujetándola—. La gente no aparece y ya está. No a pie, en mitad de la nada, por la mañana temprano. ¿Qué estamos haciendo aquí?

Lotus se encogió de hombros.

—No lo sé. Puede que hayamos tenido un accidente de tráfico.

—¿Qué?

—Puede que nos hayamos perdido. Puede que estés enfermo. Puede que hayamos cogido el autobús.

Señaló lo que podía ser una parada, apenas visible entre las tinieblas.

—Lotus, simplemente…

—Tom, lo he hecho muchas veces, ¿de acuerdo? —dijo la chica, apartando cuidadosamente el brazo de Tom del suyo propio—. Sé muy bien lo que hago. Déjamelo a mí, haz el favor.

Y se dirigió con paso decidido hacia la furgoneta. Tom la siguió con mucha aprensión. No estaba seguro de lo que sabía Lotus acerca de cualquier cosa que se saliese de su propio mundo extraño, y sir Henry tenía razón: no tenía ni pizca de delicadeza. El lechero salió de la caseta del guarda soplándose los dedos morados. Se puso un poco rígido al ver aparecer entre la niebla a aquellos dos niños raros.

—¡Hola! —dijo Lotus, sonriendo alegremente—. ¿Cómo está usted?

—Muerto de frío —le espetó el lechero, que llevaba un pasamontañas bajo el gorro—. ¿Cómo estáis vosotros?

—Oh, muy bien. Hemos venido a ver el castillo de Marchmont.

—Ah, sí. Pues ahí está, muchacha. Desolado y horripilante.

—¿Está abierto?

—No, a las seis de la mañana no lo está —dijo el hombre, metiendo las botellas vacías en una caja—. Y no sé si volverá a estarlo. ¿Para qué queréis entrar ahí?

—Oh, en realidad es solo una visita de cortesía. Betilda Marchmont es nuestra madre, ¿sabe? Hace mucho tiempo que no la vemos. ¿Está en casa?

Lo que a Lotus le parecía sumamente natural al lechero se le antojó muy extraño. Ya se disponía a subir de nuevo a su furgoneta cuando se detuvo.

—¿Dices que Betilda Marchmont es vuestra madre?

—Eso es. Nos ha invitado a desayunar. ¿Está cerrado el castillo?

El lechero se quedó mirando a aquellos niños raros. La niña tenía la cara muy pálida y lisa, e iba vestida con una especie de capa gris. El niño estaba delgado; tenía los ojos oscuros y una mata de pelo rubio que parecía haber atravesado un seto hacia atrás. Sabía que debía seguir con el reparto, pero había algo muy sospechoso en aquellos dos… ¿Podía ser que…?

—Entonces, ¿no lo sabéis?

Lotus sonrió con dificultad y flexionó los dedos como una gimnasta. Ya se estaba cansando de aquellas preguntas.

—¿Saber qué? ¿Qué es lo que tenemos que saber?

—Lo de los crímenes.

—¿Crímenes? —Lotus soltó una carcajada—. ¿Qué crímenes?

La expresión del lechero se endureció. Quizá fuesen ellos: los periódicos decían que pudieron ser dos, y los asesinos siempre regresaban a la escena del crimen, ¿verdad? Eso era un hecho. El lechero sacó cuidadosamente su teléfono móvil. Exhibió una sonrisa falsa y luego se sacudió de un manotazo un enorme moco que tenía en la punta de la nariz.

—¿Decís que queréis entrar?

—Eso es.

—Sí, bueno, os diré lo que podemos hacer: ¿por qué no os quedáis aquí mientras intento hacerme con la llave?

—Gracias —dijo Lotus con una sonrisa radiante—. Es usted muy amable.

El lechero se volvió y marcó con el pulgar tres rápidos dígitos. Luego se situó con movimientos furtivos detrás de la furgoneta.

—Esto me da mala espina —susurró Tom, recordando lo que les había sucedido a las personas que vivían allí.

—¿Por qué dices eso? —siseó Lotus—. Nos está ayudando.

—Policía —farfulló el lechero—. Llamo desde el castillo de Marchmont.

—No es verdad —murmuró Tom entre dientes—. Don Gervase mató a la gente que vivía aquí. Lo leí en el periódico.

Lotus comprendió que Tom era sincero. El lechero se alejaba mientras hablaba apresuradamente por teléfono.

—Eso es. Dos. No, no, están en la entrada. Por la carretera. Unos crios de aspecto raro. No tengo ni idea. —El lechero les echó un vistazo y volvió a sonreír—. Ha ido a buscar la llave. Estará aquí en un periquete.

—Es una lástima —dijo Lotus con un suspiro mientras observaba al hombre, que volvió a su conversación.

Se acercó tranquilamente a la furgoneta y cogió una botella de leche del botellero. Con un rápido lanzamiento alcanzó al lechero en la nuca y lo dejó sin sentido. Al hombre se le cayó el teléfono de la mano. Tom se quedó allí conmocionado y luego, sin pensar, fue corriendo a recogerlo.

—¿Oiga? ¿Oiga? Lo siento, mi papá no hablaba en serio —dijo apresuradamente—. El… no se encuentra muy bien; hacer bromas por teléfono forma parte de su enfermedad. No para de hacerlas, lo siento. Por favor, no hagan caso. Lo siento.

Tom desconectó el teléfono y volvió a dejarlo en el suelo. Se quedó mirándolo un momento sin aliento, apenas capaz de dar crédito a lo que acababa de hacer.

—Era la policía —masculló.

—Eres más ingenioso de lo que pareces, Tom Scatterhorn —le dijo Lotus con una sonrisa—. A mí nunca se me habría ocurrido nada parecido.

—Gracias —dijo Tom, observando el matiz de condescendencia que había en la sonrisa de Lotus. Tal vez habría podido añadir que Lotus era mucho menos encantadora de lo que parecía, pero no lo hizo.

—No sé si me habrán creído.

—Es verdad. No disponemos de mucho tiempo. Además, se despertará dentro de diez minutos.

Dejaron al lechero tumbado en la hierba y echaron a correr por el camino de grava, flanqueado por dos hileras de tejos bien podados; en un momento estaban subiendo los anchos peldaños de piedra. La puerta principal estaba cerrada, pero en la parte de atrás había una pequeña ventana abierta, y no tardaron en cruzar a toda prisa el oscuro vestíbulo con las paredes revestidas de madera de roble y subir la escalera de caracol. Pasaron entre adustos retratos de miembros de la familia Marchmont y tapices descoloridos hasta llegar al último piso.

—¿Y ahora por dónde? —susurró Tom, observando que al hablar el aliento se le convertía en vaho. Dentro de aquella vieja casa hacía casi tanto frío como fuera.

—¿Alguna idea?

Lotus ya estaba en mitad de un descansillo sinuoso que parecía conducir hacia la parte trasera de la casa y, para cuando Tom la alcanzó, había llegado al final de un pequeño pasillo, ante una puerta negra. En su cara había una sonrisa de satisfacción.

—Tiene que ser esto.

—¿Cómo lo sabes?

Lotus señaló las palabras pintadas sobre sus cabezas, en el dintel de madera.

—Nunquam minus sola quam cum sola —leyó—. Es latín.

—Gracias. Lo había adivinado.

—«Una dama nunca siente menos soledad que cuando esta sola» —tradujo para Tom—. Eso hace pensar en Betilda, ¿no?

Lotus trató de abrir la puerta. Estaba cerrada. De hecho, le habían puesto un flamante candado grande.

—Puede que esta sea la escena del crimen. La habitación en la que aquellos…

Pero Lotus ya había arrancado la puerta de una patada, sin contemplaciones.

—De alguna manera tenemos que entrar, ¿no?

Tom tragó saliva.

—Muy bien, pero… No importa.

La habitación era pequeña y austera, como la celda de un monje. Solo había una cama, una pequeña cajonera y una chimenea. Colgaban de las paredes unos cuantos cuadros sin enmarcar de gente extraña, mitad humana, mitad…

—Híbridos, qué interesante —dijo Lotus, examinando a un hombre con una deformidad peculiar que llevaba una vieja boina escocesa. Tom lo miró fijamente. Le resultaba vagamente familiar… Junto a él había otro retrato en el que aparecía una mujer menuda con un vestido de terciopelo y un turbante azul que tenía unos grandes y saltones ojos azules.

—¿Betilda? —se preguntó Tom en voz alta.

—¡Uau! ¡Ven a ver esto!

Tom siguió a Lotus hasta una habitación alargada de techo bajo. Le pareció haber entrado en un oscuro bosque. Largos y esbeltos troncos cubrían todas las paredes, hasta el techo, formando un dibujo interminable, y entre ellos Tom empezó a ver extrañas escenas de pesadilla procedentes de un reino fantástico que reconocía a medias y que a medias deseaba olvidar. Ese era el mundo de Scarazand…

—No puedo creerlo.

Lotus había ido hasta el fondo, donde había una gran pintura de una batalla que se libraba en un valle helado. Era una enorme masa arremolinada de criaturas y hombres, violenta y pintada con gran complejidad. En primer plano, un caballero con una armadura negra de pinchos galopaba a lomos de un escarabajo hacia una inmensa cobra con la cabeza levantada, a la que le clavaba profundamente su lanza en el grueso cuello blanco del reptil. Debajo de él yacía un hombre que alzaba las manos aterrorizado. Toda la imagen estaba salpicada de lejía. Tom la reconoció de inmediato: la había visto en el periódico; parecía que hubiesen transcurrido varios siglos desde entonces.

—Recuerda que ese no eres tú, Tom. Ese es tu eco. Betilda Marchmont ni siquiera llegó a conocerte.

Tom se quedó mirando la cara borrada del chico: la mandíbula decidida, los ojos negros… Quizá no fuese él, pero seguía siendo profundamente inquietante. Y también lo era aquella enorme serpiente similar a una cobra que se alzaba sobre don Gervase. Era una gorogoná, ¿no? Debía de serlo…

Tras descubrir una caja polvorienta en el alféizar de la ventana, Lotus la puso en el suelo y abrió la tapa.

—Ja!

Se arrodilló y cogió la pila de periódicos de un verde céreo que había en el interior.

—Son de Scarazand.

—¿Estás segura?

Lotus asintió con la cabeza.

—Alguien debió de dárselos. No puedo creer que tuviese agallas para ir allí en persona.

Tom atisbo por encima de su hombro para leer el titular.

«Los cañones del megalobóptero no son rival para el chico», decía. Debajo había un retrato del eco de Tom vestido con la misma armadura característica. Parecía muy heroico y decidido. Un feo escarabajo negro yacía muerto a sus pies. Lotus lo tiró y luego leyó el siguiente, «Chico establece un nuevo récord», y el siguiente, «Un día normal en la vida de Tom». Cada recorte llevaba su propio cuento épico: otra criatura vencida, otro enemigo muerto. Tom notó que se le hacía un nudo en el estómago.

—Pero creí que habías dicho que mantenían a mi eco oculto, como si fuese un vergonzoso secreto.

—Pues me equivocaba, ¿no? —gruñó Lotus enfadada—. Es evidente que don Gervase está creando un nuevo héroe para el pueblo. Un títere al que pueda controlar, al que la gente pueda idolatrar. .. Y hasta le ha puesto la Scararmadura.

—¿La qué?

Lotus dio una palmada sobre el periódico.

—Esa armadura. Es famosa. Perteneció al primer hombre que descubrió Scarazand, hace mil años. Un caballero llamado Iñigo Marcellus. No creo que hayas oído hablar de él. Se convirtió en el primer rey de Scarazand. Es el héroe de los híbridos. Los liberó y les dio prestigio, y a cambio ellos le hicieron la Scararmadura. Tiene más de diez mil piezas, cada una confeccionada con la quitina más fuerte y ligera del mundo. Ni siquiera me permitieron tocarla nunca. —Lotus hojeaba los periódicos cada vez más deprisa, casi incapaz de controlar su furia—. La mejor armadura hecha jamás, ahora llevada por un simple eco. Lo bastante bobo para salvar en batalla a su amo, y que morirá convenientemente a continuación. Betilda Marchmont estaba obsesionada por completo.

Tom desvió la mirada. Su cabeza era un hervidero. No quería ver nada más… Pero Lotus estaba en lo cierto: ese caballero estaba en todas partes… arrasando bosques a su paso, escalando muros, cruzando estanques a nado y troceando insectos grandes y pequeños… Y entonces Tom cayó en la cuenta de la razón por la que Lotus estaba tan enfadada. Ese eco había ocupado su lugar. Por culpa de él había sido encarcelada. Era el nuevo heredero de Scarazand. Y se llamaba Tom Scatterhorn.

—Creo que si me quedo aquí un momento más voy a vomitar —siseó Lotus, tirando al suelo el resto de los periódicos. Por primera vez en mucho rato Tom estaba completamente de acuerdo—. Averigüemos cómo llegó a casa de Golding Golding.

—Antes de que llegue la policía.

—Exacto.

Lotus recorrió la habitación a zancadas, flexionando los dedos.

—Si es un viejo pasadizo oculto, probablemente estará detrás de estas pinturas. Seguro que lo encontramos si las arrancamos.

—No podemos arrancar todas las pinturas de la pared, Lotus.

—¿Por qué no?

—No sé. Es una obra de arte, ¿no?

Tom volvió al dormitorio y observó con atención el retrato de la menuda y excéntrica mujer. Si era Betilda Marchmont, no parecía muy atlética.

—Tiene que estar en un lugar muy predecible…

¡PUM!

Tom se volvió. Lotus dio una patada tan fuerte al artesonado de madera de la pared que la agujereó. Luego arrancó una tablilla.

—¡LOTUS!

Ella lo miró furiosa.

—¿Qué? Tenemos que encontrarlo.

—Tienes que controlar tu mal genio.

—¿Quién lo dice?

—Yo. Deja de destrozarlo todo. Pensemos un momento.

Tom sacudió la cabeza. Aquello era como viajar con un animal salvaje. Lotus frunció el entrecejo, pero decidió no arrancar la siguiente tabla de la pared. En lugar de eso, retrocedió como si tal cosa y se reunió con él en el austero dormitorio.

—¿Y bien? —preguntó enfurruñada —Yo estoy pensando. ¿Y tú?

Tom se rascó la cabeza. No había armarios, ni ropero, ni cajonera, nada. Clavó en el retrato una mirada frustrada.

—Betilda no era una gimnasta, ¿verdad? Tiene que estar delante de nuestras narices. En alguna parte.

—¿Dónde exactamente?

—No lo sé.

Lotus le lanzó una mirada fulminante.

—¿De verdad eres tonto o solo te gusta fingir que lo eres?

Tom decidió no morder el anzuelo. En lugar de eso, cruzó la habitación y se agachó ante una extraña y pequeña imagen pintada directamente en la madera de la pared. Representaba a un camarero subido en un velocípedo, llevando una bandeja de bebidas. Por alguna razón a Betilda se le había olvidado pintarle la boca. Lotus vio lo que estaba mirando y se acercó a grandes zancadas para leer la inscripción en latín pintada a lo largo del borde.

—Parva sed apta mihi: nec tamen hic tequies. Hummm.

Arrugó la frente y cruzó los brazos sobre el pecho.

—¿Qué significa?

—«Esta casita es perfecta, pero me siento inquieta.» Podría ser una alegoría. O alguna extraña broma privada. Ja, ja. Betilda quiere viajar, en una bicicleta, con un camarero…

—Para.

Tom se quedó mirando al camarero: ¿por qué Betilda no le había pintado la boca?

—Porque es mudo —susurró—. Porque es mudo. —De pronto, Tom soltó un grito ahogado—. ¡Eso es! Es mudo… ¡Un camarero mudo!

—¿Un camarero mudo? —repitió Lotus, como si fuese una especie de código.

Al cabo de un instante, Tom pasaba los dedos alrededor de la pintura. Tras palpar las tablas, abrió una de ellas y encontró un pequeño compartimento de madera.

—Aquí está. Eso es un camarero mudo. Es un ascensor… para comida. Desde la cocina.

—¿No es un poco pequeño? —dijo Lotus, señalando deliberadamente lo que resultaba obvio—. Salvo que sugieras que Betilda Marchmont era una enana.

—¿Y si solo utilizaba el mecanismo?

Lotus parecía perpleja.

—Es un ascensor. Así que tiene una polea, ¿no?

Tom comenzó a empujar en todas direcciones la tabla de madera adyacente, que crujió y se movió un poco. Luego, de pronto, se deslizó hacia un lado con mucha facilidad.

—Ya está —dijo con tono triunfal.

Detrás de la tabla había un estrecho hueco de piedra con una cuerda que colgaba en el centro. Lotus lo entendió por fin y se asomó a la oscuridad.

—Entonces, lo que estás diciendo es que este hueco podría bajar más allá de la cocina, hasta un sótano, o una mazmorra, o…

—Un túnel. Así Betilda podía subir o bajar en secreto. Por fuerza tiene que ser eso, ¿no?

—Pero si nos colgamos de esa cuerda, ¿qué impedirá que nos estrellemos contra el suelo al llegar abajo?

Lotus tenía razón. Betilda debía de utilizar algo para equilibrar su peso. Tom volvió a mirar la caja de madera. En el áspero muro de piedra que había detrás se hallaba un gran bloque suelto.

—¿Y si deslizaba el bloque encima de la caja para contrarrestar su peso?

Para hacer una demostración, Tom metió la mano y puso el bloque sobre la caja de madera, que desapareció despacio en el hueco. La cuerda empezó a ascender. Sobre sus cabezas se oyó un ruido de ruedas. Después de lo que pareció una eternidad la cuerda se detuvo. En su extremo había un contrapeso de plomo lo bastante amplio para situarse de pie sobre él, y un par de lazos que Betilda había atado a la cuerda para sujetarse a ellos.

—¿Lo ves? Es muy fácil.

Lotus tuvo que estar de acuerdo. Sonrió.

—De acuerdo. Tú ganas. Muy inteligente, Tom. Retiro lo dicho.

Se asomó al negro hueco y luego volvió a mirar a Tom. No había miedo en sus ojos, solo emoción por lo que sabía que los aguardaba.

—¿Quieres ir tú primero, o voy yo?