10
Esa cara me suena

Tom no tenía la menor idea de cuánto tiempo llevaba viajando, podrían haber sido segundos u horas. Medio despierto, medio soñando, vio ciudades que aparecían por el horizonte y quedaban atrás. En un momento determinado reconoció Londres: allí estaba la catedral de san Pablo, y el Támesis serpenteando a través del puente de la Torre, muy abajo; luego, cuando volvió a mirar, distinguió la torre EifFel… pero casi siempre veía una negra e infinita extensión de mar. Poco a poco, Tom se fue adormeciendo con el zumbido constante del ritmo indolente del ave. Sin embargo, de haber permanecido despierto, y de haber estado alerta, tal vez habría observado un punto oscuro en el horizonte, siempre presente, que seguía su rumbo como una sombra…

Cuando despertó despuntaba el alba. Tom alzó la vista con aire aturdido y vio unos acantilados que se sumergían en el mar.

—¿Dónde estamos?

—Ya muy cerca, chaval —contestó el águila con voz áspera, elevándose por encima de los peñascos grises y lanzándose en picado sobre un estrecho barranco tapizado de pinos y rocas redondeadas—. Me alegro de que hayas echado un sueñecito.

Cinco minutos más tarde, Tom empezaba a estar hambriento. Apenas recordaba la última vez que había comido o bebido. Miró con anhelo los riachuelos cristalinos que discurrían sobre las rocas, bajo sus pies.

—¿No hay ninguna posibilidad de…?

—Enseguida —anunció el ave, indicando hacia delante con un gesto de la cabeza.

Al fondo del barranco había una pálida montaña que señalaba hacia el cielo con gesto acusador. En su cima, encendidos de rosa por el alba, Tom distinguió un tejado en pendiente y unas ventanitas cuadradas. Los muros parecían salir directamente de la propia roca.

—¿Es esa su casa?

—No es suya exactamente; y no es del todo una casa.

El gran pájaro descendió hacia las sombras y se detuvo con un torpe rebote entre los pinos.

—Es un monasterio.

—¿Un monasterio? —repitió Tom, sorprendido.

August y sir Henry tenían muchos intereses, pero la religión no se hallaba entre ellos.

—Por fuera. De hecho, es el refugio de una antigua orden. Llevan un milenio aquí, pero son un grupo reservado. No promueven precisamente las visitas, y tampoco van pregonando su existencia. Es todo muy secreto. De ahí que tengan eso.

El águila indicó con la cabeza una áspera plataforma de madera, cerca del pie de la roca. Había una gran cesta atada a las ramas de un árbol, más o menos del tamaño de una barca pequeña, con tres altos costados de mimbre.

—Esa cesta es la única forma de subir. O de bajar. Pero no creo que esos chicos bajen nunca. Una vez que están arriba, están arriba, para toda la vida. Y eso debe de ser muy divertido.

—¿Y cómo se hacen llamar?

—La Legión de la Hormiga Blanca. Raro, ¿no? Dudo que hayas oído hablar de ellos.

A Tom el nombre le resultaba familiar, pero no pudo recordar por qué. Junto a la cesta había un pequeño recipiente de piedra que recogía el agua de un arroyo y una taza de porcelana desportillada. Tom dio un trago largo y profundo.

El agua deliciosamente helada le agudizó los sentidos. Volvió a alzar los ojos y siguió con la mirada la cuerda que colgaba contra la roca hasta una plataforma distante que se recortaba contra el pálido cielo del amanecer. Parecía estar muy lejos.

—Entonces, ¿te izan hasta ahí arriba?

El águila asintió con la cabeza.

—Hasta arriba del todo. Habría podido llevarte allí yo mismo, pero, bueno… —El águila parecía un poco incómoda—. No es un hotel, ¿sabes? A los hermanos no les gustan mis idas y venidas. De hecho, es un tema un poco delicado, así que suelo colarme por la noche, cuando nadie mira.

Tom vio que no tenía elección. Sin embargo, si tan difícil era entrar, ¿cómo iba a salir?

—¿Y estás seguro de que estarán ahí?

El águila se encogió de hombros.

—August estaba hace un mes, pero puede que no sea lo que esperas. Recuerda, chaval, que lleva vivo muchísimo tiempo. Te lo digo para que no te decepciones.

—¿Y sir Henry?

—No estoy seguro. Es menos predecible.

Tom se armó de valor y subió a la cesta, en cuyo áspero asiento se sentó.

—Da un tirón; suele funcionar.

Tom tiró de la cuerda y esperó. Al cabo de unos momentos la cuerda se tensó y la cesta se separó de la plataforma con una sacudida.

—Ahí tienes. Buena suerte.

—Gracias. —Tom permaneció inmóvil mientras subía en rápidas sacudidas a través de los árboles—. ¿Volveré a verte?

El águila lo miró ceñuda, como si aquella fuese la pregunta más estúpida que había oído en su vida.

—¿Tienen las ranas el trasero a prueba de agua?

Con una sonrisa radiante, Tom siguió ascendiendo hacia la luz del sol, muy cálida a pesar de lo temprano que era. Se protegió los ojos y trató de entrever a la persona que lo estaba izando, pero no pudo. La cesta subía por la ladera de la roca, hasta que el largo y sinuoso barranco se desenredó como una serpiente verde. Al fondo, Tom vio fugazmente un puntito azul: el mar, que lanzaba destellos a la luz del alba. La Legión de la Hormiga Blanca… Entonces Tom recordó el nombre. Una vez habían celebrado una reunión en Dragonport, junto a los muelles… Lotus Askary y su banda de matones lo habían incendiado… Así que eran ellos quienes protegían a August y a sir Henry… ¿Qué iba a decirles cuando por fin se encontrasen?

Tom trataba de ensayar la escena en su mente, imaginando todas aquellas preguntas incómodas y comprendiendo que tenía muy pocas respuestas. No, no sabía por qué lo habían enviado a un manicomio en el futuro. Tampoco entendía los cuadros de Betilda Marchmont. Ni siquiera sabía por qué iba a delatar a sus padres o cómo se suponía que iba a hacerlo… ¿Qué sabía entonces? Solo que quería destruir Scarazand para siempre. Eso era todo. ¿Por qué? Tom se quedó mirando los árboles, que se reducían bajo sus pies. «¿Por qué tú, Tom?»

«Si quieres que te ayuden, tendrás que contárselo todo. Es decir, la verdad.»

—Pero puedo resistirme a él. Sinceramente puedo, si pienso lo suficiente. Lo he hecho otras veces, durante poco tiempo… Si me concentro no puede controlarme por completo.

Tom sacudió la cabeza, furioso. Esa era la verdad. Y no le gustaba nada. Sonaba tan patética… De pronto todos aquellos secretos que había logrado guardar salían a la superficie descontrolados. Estaba tan seguro de ello como de que estaba ascendiendo por la ladera de esa montaña…

Al cabo de un momento, Tom se encontró emergiendo por un agujero a una amplia plataforma de madera. A un lado, manejando el sistema de poleas, había dos jóvenes vestidos con túnicas de color gris claro. Llevaban la cabeza afeitada y el sudor les corría por las sienes. Uno ató la cuerda con un gruñido mientras el otro izaba la cesta hasta la plataforma y hacía una breve pausa, sin aliento.

Ya soo? Boro na sas voeetheeso?

Al volverse, Tom vio a un hombre fibroso de pelo rapado y ojos muy brillantes que lo observaba. Tenía un aspecto anguloso y atlético como el de un bailarín. No se parecía en absoluto a la imagen que Tom tenía de un monje.

—Hola. Gracias por izarme.

El hombre no dijo nada. Siguió sonriendo, perspicaz. Tom se fijó en que era ligeramente bizco. A sus espaldas había un alto muro y una estrecha puerta de madera. Estaba cerrada.

—Busco a una persona. A un amigo. August Catcher. Yo era su ayudante, hace muchos años.

El silencio persistió. En realidad, aquel monje era muy bizco, y a Tom le costó elegir en cuál de sus brillantes ojos azules centrarse.

—Solo me preguntaba… o sea, esperaba poder verlo.

No hubo respuesta.

—O a sir Henry Scatterhorn. ¿Es posible?

—Los hermanos no están autorizados a recibir visitas —respondió el monje en inglés, con voz serena pero firme—. Nuestra orden no lo permite.

—Pero es urgente. He venido de muy lejos. Estoy en un apuro, y tengo que verlos —dijo Tom, alzando un poco la voz—. Necesito su ayuda.

La sonrisa del monje permaneció invariable. Estaba dudando, calculando si aquello era un ardid más. El chico había encontrado el nombre adecuado, pero cualquiera podía hacer eso. Y según algunas informaciones cada vez estaban mejor enterados…

—¿Cómo has llegado hasta aquí, joven amigo?

Nervioso, Tom tragó saliva. ¿Qué debía contestar? El monje había entornado ligeramente los ojos. Aquello era una prueba…

—Yo… esto… había oído hablar del monasterio, y subía por el barranco… esto… a pie, cuando…

Tom bajó la vista y maldijo en silencio.

«No hagas el ridículo. No eres un turista. Recuerda: ¡la verdad!»

—Vale, vale. Me llamo Tom Scatterhorn. Soy de Dragonport, Inglaterra. He llegado aquí a lomos de un ave, una especie de águila hecha por August Catcher hace muchos años, cuando era taxidermista. El águila sabía que era aquí donde se escondían August y Sir Henry, y por eso me ha traído.

Ya lo había dicho. Sus palabras fueron recibidas con un silencio, pero el monje no pareció sorprenderse. Echó un vistazo a sus dos compañeros y luego volvió a mirar a Tom.

—¿Scatterhorn?

—Sí —confirmó Tom, enjugándose el sudor de la frente. De repente se notó el corazón palpitándole en la garganta—. Tom Scatterhorn.

Le costó pronunciar su propio nombre. La sonrisa del monje se convirtió en una mirada fría. El hombre se volvió y cruzó la estrecha puerta que se hallaba a sus espaldas. Tom se quedó esperando bajo la luz del sol. Los otros monjes no lo miraron, pero tampoco se marcharon. Se disponían a empujarlo o a obligarlo a bajar. En cualquier caso, Tom se preguntó si el águila sabía que iba a ocurrir todo aquello. Furioso, se quedó mirando el valle, con los cegadores rayos de sol que atravesaban la niebla.

—¿Scatterhorn?

El monje había reaparecido en el umbral. Se apartó a un lado, y en el oscuro cuadrado que se hallaba más allá emergió una figura con capucha de monje. Una cara fantasmal surcada de arrugas y unos ojos claros y centelleantes…

—¿August?

De forma inconsciente, Tom dio un paso adelante, y al instante los dos jóvenes monjes hicieron lo propio. Tom intuyó que estaban preparados para cualquier cosa que pudiese hacer a continuación.

—¿Eres tú, Tom?

La voz era rasposa, pero era suya, ¿verdad?

—Sí, soy yo —respondió Tom con una sonrisa—. Me ha traído el águila—

—Muy bien. —La cara blanca del umbral asintió inexpresiva— Sigue parloteando con ese extraño acento ruso que tiene, ¿no?

Tom se quedó desconcertado. Tal vez August lo hubiese olvidado.

—¿Ruso? Esto… no, habla inglés con acento australiano.

—Ah, sí, eso hace, por supuesto —dijo la voz en tono distante—. Me pregunto por qué lo hará.

De pronto las palabras del ave volvieron a su mente: «Puede que no sea lo que esperas». ¿Por qué le hacía August esas preguntas, cuyas respuestas conocía sin duda, y por qué no salía de una vez a recibirlo?

—Es por el diccionario aborigen que le metió usted en la cabeza. Así aprendió a comunicarse con los pájaros.

—Ah… ah, sí.

Algo iba mal, Tom lo intuía. Los monjes lo observaban con expresión agresiva.

—¿Así que has venido de Dragonport?

—En efecto. Acabo de llegar. Hemos viajado toda la noche.

—¿Cómo está la ciudad?

—Está muy… diferente. No la reconocería. Todo ha cambiado.

—Madre mía. Es una lástima. Pero la catedral sigue ahí, ¿no? Me encantaba ir a escuchar el órgano.

—Bueno…

—Y el Dragonport Athletic… No me digas que no siguen al final de la cuarta división.

—Pues…

Tom miró con los ojos entornados esa cara pálida que tan bien conocía. No había ninguna catedral en Dragonport, y en cuanto a fútbol, August Catcher no entraría ni muerto en un campo de fútbol. Al menos, no el August que él conocía. Tal vez fuese ese el motivo de que lo protegiesen los monjes. August Catcher estaba vivo, pero solo era un resto de su antiguo yo. Tal vez a sir Henry le ocurriese lo mismo. De repente, Tom sintió que lo inundaba una oleada de pesar. Nunca debería haber acudido a ese lugar.

—Lo siento de verdad. He cometido un error. Perdón. —Tom se volvió hacia los dos monjes que lo habían izado—. Por favor, me parece… ¿Podrían bajarme otra vez?

Hubo un silencio. Todas las miradas estaban posadas en Tom. Un pájaro chilló en la lejanía.

—¿Quieres bajar otra vez?

Quien había hablado era el monje bizco.

—Sí.

August Catcher seguía en el oscuro umbral: una figura frágil., una carcasa hueca de aquel hombre brillante y vital que había conocido tantos años atrás.

—Adiós, August. Siento haberle molestado.

Con el corazón en un puño, Tom se volvió hacia la cesta. Era consciente de que nadie se había movido todavía.

—¿Estás totalmente seguro de que quieres bajar?

Era la misma voz frágil, pero el tono había cambiado.

—Sí. Estoy seguro.

—¡Excelente! ¿Qué les dije, caballeros?

Tom se volvió y se quedó boquiabierto. La frágil figura del umbral se desintegró ante sus ojos; su piel era una masa de pálidas polillas que se marcharon revoloteando en todas direcciones. La capucha cayó al suelo y de la oscuridad surgió una vivaz figura con barba y un espeso pelo blanco de punta.

—¡Bueno, bueno, Tom Scatterhorn! Qué sorpresa.

Tom sofocó un grito y, al instante, el hombre con gafas se puso a estrujarle la mano furiosamente.

—¿August?

—Sí, sí. Mis disculpas por esta idea nueva que queríamos probar. Los monjes y yo tenemos que ser extraordinariamente prudentes para protegernos de los huéspedes indeseados.

Se volvió y los monjes más jóvenes sonrieron. Toda la tensión parecía haberse desvanecido.

—Este joven es extraordinario —dijo, dándole una palmada en el hombro—. No solo ha estado en Scarazand, sino que ha vuelto para contarlo. —Los monjes asintieron con aprobación—. Aunque espero que no a demasiada gente —añadió August mientras sus ojos vivos lanzaban destellos entre los montones de piel arrugada.

Tom sonrió aliviado.

—No.

—Bien, bien. Venga, entra. Supongo que estarás hambriento, como todos los muchachos.

Dicho esto, giró sobre sus talones y se metió en la oscuridad a buen paso. Tom se movió torpemente entre los curiosos monjes y penetró en un pasillo oscuro y fresco de piedra abovedada. En el techo relucían mosaicos de oro, y un intenso aroma a incienso flotaba en el aire.

—Estos tipos se han portado muy bien conmigo —dijo August, agachándose para cruzar una pequeña puerta en forma de arco y bajar por una escalera de caracol—. Tengo mis propias habitaciones, lo cual resulta muy útil, teniendo en cuenta todos los trastos con los que cargo. Seguramente lo recuerdas, ¿no, Tom?

En efecto, Tom recordaba el insólito taller que August tenía en una cueva de aquella isla del Himalaya, y también recordaba que August parecía mucho más frágil la última vez que se vieron. Al parecer, no solo se había encogido, sino que de algún modo se había vuelto mucho más enérgico.

—Ya hemos llegado —dijo August, abriendo una puerta de madera.

Descendieron unos cuantos peldaños hasta entrar en una gran habitación de forma muy irregular. De tres pequeñas ventanas abiertas en las macizas paredes provenía la única luz que había en el cuarto. Toda la estancia estaba repleta de chismes.

—Sigo teniendo la enciclopedia aérea —continuó August, alzando una mano sobre la mesa llena hasta arriba de libros y frascos de especímenes en dirección a la pared del fondo, donde varias hileras de picozapatos miraban al frente impasibles—. Que, por supuesto, tiene que mantenerse actualizada —dijo, pasando la mano por una hilera de albatros—. Y luego, por supuesto, están los errores —añadió, dándole unos golpecitos en la cabeza a un par de gansos de aspecto apesadumbrado—. E incluso los errores tienen errores —dijo, indicando con un guiño a un petrel—. Pero así es el progreso, ¿verdad, caballeros? El conocimiento no espera a nadie.

Tom oyó que los monjes arrastraban los pies.

—¿Y las polillas?

—Polillas rhodi. Hay que engatusarlas un poquito, pero se pueden convertir casi en cualquier cosa. Y lo mejor de ellas es que están desesperadas por complacer, como si fuesen cachorros —dijo—.

Y saben lo que estás pensando.

Tom se echó a reír.

—¿De verdad?

—Desde luego. —Cogió una cajita de la mesa y le puso unas cuantas criaturas moteadas en la mano—. Piensa en algo. Un objeto pequeño.

—¿Lo que sea?

—¿Por qué no? Algo que quieras de verdad.

Tom miró los esponjosos insectos que caminaban en círculos por la palma de su mano, zumbando con las alas. ¿En qué podía pensar? Cerró los ojos y se dio cuenta de que solo podía pensaren comida. Tenía tanta hambre… Una manzana roja, crujiente, jugosa…

—Aquí tienes.

Abrió los ojos. En la palma de la mano tenía una manzana, o más bien algo parecido a una manzana. Estaba hecha de polillas.

—El color no es el adecuado, lo sé, pero la intención es lo que cuenta. Estabas pensando en eso, ¿verdad?

Tom miró la moteada manzana blanca y marrón que temblaba en su palma y asintió con la cabeza.

—¿Cómo lo hacen? Lo leen en tu mano. A partir de la electricidad que vibra en las terminaciones nerviosas, han sabido con toda exactitud lo que querías. Te expresas a través del aire. Nosotros no podemos ver esos pensamientos, pero ellas sí. Pueden sentirlos y se sienten impulsadas a ilustrarlos. Asombroso, ¿verdad?

Con cuidado, Tom dejó la manzana gris sobre la mesa. El simple hecho de mirarla le estaba despertando un gran apetito.

—¿Sabes?, el aire que nos rodea no es el espacio vacío y transparente que nuestros ojos podrían hacernos creer —continuó August, rebuscando en varios cajones con entusiasmo—. Es una especie de sopa, llena de cosas minúsculas a través de las cuales podemos comunicarnos sin hablar ni ver. De hecho, probablemente está repleta de pensamientos, sueños, deseos no expresados…

—Supongo que no tendrá una manzana, ¿verdad?

—¿Qué?

August estaba tan exaltado que se había olvidado por completo de lo que quería Tom.

—¿Tiene algo de comer?

—¿Comer? ¿Te refieres a comida? ¡Comida! Claro que sí, querido chico, por supuesto. Yo aquí, parloteando como un viejo loco, mientras tú te mueres de hambre… Por supuesto. ¡Vaya, debo de estar haciéndome viejo! —dijo August, guiñándole el ojo—. Siéntate. Relájate. Dame un minuto.

Más tarde, mientras Tom comía en silencio lo que tenía delante (pan con queso, aceitunas y un tarro entero de miel, además de un cuenco lleno hasta arriba de fruta), August le explicaba con paciencia la historia de la Legión de la Hormiga Blanca.

—Fue formada en su origen por un grupo de caballeros medievales que habían oído hablar de un reino perdido bajo la tierra, un lugar hecho de oro, plata y piedras preciosas, y poblado por insectos. Salieron en su búsqueda, algunos murieron, algunos se volvieron locos, y muchos años después, de forma puramente accidental, tres caballeros hallaron la entrada a Scarazand en un pantano… Bajaron a aquel mundo asombroso… Dos de ellos regresaron, pero uno nunca lo hizo. Como era de esperar, nadie dio crédito a su increíble historia. Sin embargo, quisieron mantener vivo su secreto, así que construyeron este monasterio, lo más lejos posible de todo. Algunos de sus descendientes siguen aquí, aunque hoy en día los monjes son en su mayoría fugitivos de don Gervase Askary… y he de decir que también hay unos cuantos delincuentes…

Tom comía, sonreía y asentía cortésmente cuando era necesario hasta que por fin empezó a sentirse bien.

—Estabas realmente hambriento, ¿no es así? —dijo August, mirando un tanto asombrado la mesa vacía. Aquello era más de lo que él habría comido en una semana, y a pesar de todo el chico seguía arreglándoselas para resultar delgado y larguirucho.

—Sí, tenía mucha hambre.

—En ese caso, conozco la forma perfecta de rematar la comida.

August desapareció y regresó al cabo de un minuto con una gran taza de porcelana blanca.

—Un regalo especial de la cocina —dijo, dejándola ante Tom—.

Todo aquel que ha logrado escapar de Scarazand es muy apreciado aquí.

Tom echó un vistazo al humeante líquido marrón y cerró los ojos. Ese olor, tan dulce, tan empalagoso… August se quedó desconcertado ante la reacción de Tom.

—No me digas que eres el único chico del mundo al que no le gusta el chocolate caliente.

A Tom empezó a darle vueltas la cabeza. Tenía ganas de vomitar.

—Me gusta. En condiciones normales. Es solo que… es solo que me recuerda una cosa.

—¿Qué te recuerda?

Y entonces empezó a relatar toda su historia, atropellándose con las palabras. En esa ocasión, Tom cumplió su promesa: no se dejó nada en el tintero. August lo escuchó con paciencia mientras su expresión pasaba poco a poco de la ligera intriga a la intensa preocupación. Cuando todo acabó, se quedó largo rato mirando las montañas por la ventana. Curiosamente, no se había sorprendido cuando Tom le habló del escarabajo escarbador que le había perforado el cerebro. De hecho, parecía sospechar ya esa posibilidad.

—¿Y no le has hablado a nadie más de esto?

Tom negó con la cabeza.

—¿Y tampoco les has hablado a tus padres de esa predicción?

—No.

August retorcía los dedos nerviosamente.

—Pues al decírmelo eres más valiente de lo que creía.

—Por eso tengo… tengo que destruirlo. Aunque don Gervase se olvidase de mí, cosa que no pasará, ¿cómo podría yo olvidarme de él? Es como si se hubiese apoderado de mí. Hay una granada dentro de mi cabeza que puede estallar en cualquier momento. —Tom suspiró hondo—. Esa es la sensación que tengo. Puede que esté loco.

August miró a Tom. Sus vivos ojos grises lanzaban destellos.

—Tú no estás loco, Tom. Nada más lejos de la realidad. Tal vez seas testarudo, pero eso no es un defecto. ¿Quién sabe?, un poco de valor temerario puede acabar salvándote la vida…

Tom esperó a que August diese más detalles, pero no lo hizo. En jugar de eso, optó por cambiar de tema.

—Así que todo se reduce a encontrar ese pequeño conducto de ventilación, ¿no? Si le quitas la reina, don Gervase no es nada. Esa chimenea es el único punto débil de Scarazand, su talón de Aquiles.

Y según tu amigo eco está escondida en un árbol, cerca de una chabola en ruinas, en mitad de un bosque o una selva, en algún punto de la faz de la Tierra.

Tom parecía abatido: no podía fingir que eso era una gran pista.

—¿No le resulta familiar?

—Pues no, aunque tal vez tengas razón. Tal vez por eso nunca hemos conseguido encontrarla sir Henry y yo. Nos pasamos años cruzando fatigosamente desiertos, selvas y cordilleras, siguiendo una suposición bien fundada tras otra, hasta el último rincón del mundo. Nada de nada. Da igual —dijo, riéndose por lo bajo—. Cazamos algunas mariposas preciosas.

Tom sonrió débilmente.

—Pero aunque pueda resultar familiar, Tom, puedes estar seguro de que esos bosques, selvas o lo que sean están sumamente bien protegidos. Deben de estarlo para haber guardado el secreto durante mil años.

—Lo sé.

Tom se quedó en silencio, sin poder quedarse quieto. Le molestaba que esa pequeña chimenea fuese la única cosa en el mundo que quería encontrar, y sin embargo, había estado ya tan cerca de ella el año anterior, en Scarazand… Sucedió por accidente, cuando escapaban por el entramado de túneles del interior de la roca negra y de pronto descubrió una entrada a la cámara de la reina. Ignorando el peligro y la presencia de los gases, bajó reptando por ella y se asomó al precipicio… Allí estaba, muy abajo, la reina de Scarazand, el latido de su corazón, blanco, reluciente y palpitante como un vasto submarino agusanado… y cien metros más arriba, a través de las nubes de gas, brillaba una luz diminuta… Ese era el conducto de ventilación, el único lugar en el que la reina entraba en contacto directo con la superficie.

—Sin embargo, suponiendo que lo encontrases milagrosamente e imaginando que consiguieras lanzar por él una bomba accesible que hubieses podido ocultar, no es seguro que fueses a matarla.

—¿Por qué no?

—Es demasiado grande. La explosión heriría a la reina, sin duda, pero no la mataría del todo. Para eso necesitarías algo mucho más…

—Más grande que una bomba.

—¿Qué?

—Eso es justo lo que dijo el eco. Me refiero al don Gervase. Algo más grande que una bomba.

August reflexionó durante unos instantes.

—Pero las probabilidades son mínimas. Salvo que… salvo que…

August se frotó la frente arrugada con aire pensativo. Estaba a kilómetros de allí. Luego sonrió de manera extraña.

—¿Qué?

—Solo soñaba despierto, viejo amigo. No obstante, se haga como se haga, el objetivo sigue siendo el mismo: causarle a la reina tanta angustia que profiera un grito sila.

—¿Un grito sila?

—Sí. Es una denominación fantasiosa, pero así es como lo llamo yo. Lo he presenciado en termiteros, hormigueros… Cuando la reina está mortalmente herida, lanza una señal de angustia dirigida a todas y cada una de las criaturas leales a la colonia. Es un gran impulso de energía magnética que dice «ayudadme, protegedme, salvadme». Y eso es justo lo que todas y cada una de ellas tratan de hacer. No tienen elección.

—¿Y pueden salvarla?

August negó con la cabeza.

—Nunca. Es más, el esfuerzo necesario para producir el grito es tan grande que la reina no puede sobrevivir. Es como una abeja que pierde su aguijón. Se vuelve más débil y variable, y sus súbditos corren de un lado a otro como juguetes mecánicos averiados hasta que al final acaban rindiéndose.

—¿Y de verdad cree que eso es lo que sucedería también en Scarazand ?

—Por supuesto. Son insectos. Pero recuerda, Tom, que Scarazand es la más grande y la más extraordinaria colonia de escarabajos que ha existido jamás. El grito de muerte de la reina podría superar nuestra capacidad de imaginación. Ese impulso de energía se percibiría en los márgenes del espacio exterior.

—Uau.

—Desde luego. Uau.

—¿Y don Gervase? ¿No podría salvarla él?

—Podría intentarlo, pero sería como si tratase de dirigir un maremoto. Su extrema potencia sería colosal. Me imagino que, si ocurriese alguna vez, Scarazand se desmoronaría. Todo lo relacionado con ese lugar quedaría totalmente destruido.

—¿Todo?

August no pareció percatarse del tono de preocupación que había en la voz de Tom.

—Bueno, quizá no todo —reflexionó—. En algún punto de ese gran edificio, un pequeño grupo de escarabajos rodeará a una hembra joven y escapará con ella para fundar una nueva colonia. La hembra se convertirá en su nueva reina, y los escarabajos supervivientes únicamente le serán leales a ella. Así que de la muerte surgirá una especie de renacimiento. Ya sabes, no hay mal que por bien no venga.

Tom se quedó un rato en silencio.

—Y… si se produce ese grito, ¿qué me pasará a mí?

La voz de Tom era temerosa, casi un susurro. Incluso entre las profundas sombras de la habitación, August pudo apreciar que bajo su mata de pelo rubio los ojos negros de Tom despedían fuego. Acababa de caer en la cuenta del verdadero significado de la pregunta del chico. ¿Debía decirle la verdad? El científico no podía ignorar sus años de arduo trabajo estudiando el comportamiento de los insectos… August se pasó una mano por la frente con gesto inquieto.

—Toda regla tiene sus excepciones —contestó, tratando de salir del paso—. Tal vez consigas desoír sus órdenes, tal como has hecho otras veces. ¿No es posible?

Tom sonrió nerviosamente. Lo que don Gervase le había hecho mediante la pelota-escarabajo era un simple juego de niños comparado con aquello.

—Y no olvides que has escapado de Scarazand con vida. Mucha gente consideraría eso una hazaña imposible. Sería absurdo, Tom, confundir lo probable con lo inevitable.

Tom se quedó muy quieto. Sus tripas comenzaron a retorcerse como si fueran serpientes. Le resultaba difícil compartir el optimismo de August. Ahora podía ver el futuro por primera vez, verlo realmente, y en cierto modo conocerlo casi suponía un alivio. Si alguna vez conseguía destruir a la reina, él también moriría. Los dos tenían un destino común. Le gustase o no, él formaba parte de la colonia, parte de Scarazand…

August lo miró fijamente, arrugando la frente.

—¿Estás bien, chico?

—Perdone. Solo estaba… pensando, eso es todo.

August asintió amablemente y se maldijo por ser tan sincero.

—Pero nada de esto va a ocurrir nunca —dijo, cambiando de tema con aire despreocupado—. Scarazand continuará a su manera, y nosotros podemos hacer lo mismo. De hecho, sabiendo lo que sé ahora, es lo mejor que puede suceder. Don Gervase Askary tiene en su poder el elixir y la pelota-escarabajo, tú te has escapado, y lo que él quiera hacer ahora es cosa suya. Podemos permanecer al margen.

—Pero ¿qué se supone que voy a hacer ahora? ¿Pasarme el resto de la vida aquí arriba, escondiéndome del mundo?

—Es una posibilidad —respondió August—. El monasterio es seguro y sorprendentemente agradable. Además, escapa a la atención del exterior. Muchos de los hermanos de la Legión han elegido hacer eso mismo. No es una vida tan mala.

Tom frunció el entrecejo. Ni siquiera había considerado que aquello pudiese ser una opción, pero en ese momento veía que no tenía otra. ¿De verdad podía quedarse allí arriba, entre los monjes? Tal vez, solo de momento…, solo durante un tiempo… hasta que elaborase un plan mejor…

—Sé que no es una perspectiva muy emocionante, viejo amigo, y estoy seguro de que a tu edad yo me habría sentido igual, pero puedes quedarte aquí hasta que a uno de nosotros se le ocurra algo mejor.

August sonrió amablemente mientras Tom Scatterhorn continuaba mirando las hileras de pájaros con una expresión distante, casi perdida.

—Y,claro, sir Henry vuelve mañana. Él puede evaluar la situación mucho mejor que yo. De hecho, confío en que tenga alguna noticia que sea de gran interés para los dos. Tom…

El chico lo miró. No parecía haber oído ni una sola de sus palabras.

—¿Sí?

—¿Quieres que te enseñe una cosa?