8
La gran sorpresa del doctor Logan

Y de pronto ya era sábado. Tom había dormido muy mal. Primero soñó que ya se había escapado y corría por las calles en dirección al despacho de Ebenezer Spong, perseguido por una banda de guardias de seguridad montados en motocicletas en forma de escarabajo. Luego soñó que se había dormido y se despertaba convencido de que era domingo, a tiempo solo de ver a la gran águila volando hacia el pálido amanecer.

«¡Vuelve! —gritaba, cruzando a toda velocidad el patio situado delante del manicomio—. ¡Espérame!»

Había escalado las pesadas puertas de acero hasta situarse encima de ellas y agarrar con las manos los bucles de alambre de espino.

«¡Bajad a ese chico de ahí! —gritó el doctor Logan. Los vigilantes apuntaron sus rifles amartillados—. ¡Así no! ¡No!»

De repente, Tom notó que perdía el equilibrio y caía hacia atrás…

¡Clic!

La trampilla se abrió de golpe y un ojo apareció en el centro de la puerta.

—¿Todo bien ahí dentro, señor Scatterhorn?

Tom estaba sentado en la cama, empapado en sudor. Aún era de noche, no se había dormido ni tampoco le habían disparado. Aún estaba allí. Encerrado. En la cárcel.

—Muy bien. Solo que… me cuesta dormir.

Se oyó un gruñido procedente del pasillo. Tom se volvió hacia la ventana. A través del rompecabezas de reflejos vio caer grandes copos de nieve.

—Está nevando.

—No te preocupes por eso, hijo. Vuélvete a dormir.

La voz era dura y sin ganas de conversación. Sintiendo que estaba llamando la atención, Tom se tumbó y se volvió hacia la pared. ;La nieve lo haría más difícil? Seguramente, sí.

—Buenas noches —dijo.

Después de lo que pareció una eternidad, la pequeña ventana metálica volvió a cerrarse con un chasquido. Tom se quedó mirando fijamente la cuadrícula de escarabajos inmóvil en la pared. Sus ojos rosa brillaban. «¿Hasta qué punto podéis verme?» Estiró un dedo sobre la cabeza de uno de ellos. No se movió. Sería muy fácil aplastarlo. Un pequeño apretón y se acabó. Con grandes dificultades, Tom resistió la tentación y cerró los ojos. «Espera a mañana…»

Ese sábado por la mañana el desayuno fue un asunto tenso, sobre todo porque la enfermera Manners y su equipo de vigilantes iban de un lado para el otro, intentando redistribuir las mesas mientras los reclusos aún estaban comiendo.

—¡Lo siento, pero esto es imposible! —protestó un don Gervase particularmente aturdido, que se disponía a sentarse en un banco cuando lo retiraron delante de sus narices.

—Siéntate y cállate —le gritó jactanciosamente la enfermera Manners, llevándose el banco al otro lado de la sala. Ese día no estaba de humor para discrepancias.

—¿Dónde me siento?

—Donde sea.

—Pero es que no hay ningún sitio.

—¿Qué te parece el suelo?

—¿El suelo? ¿Quiere que desayune en el suelo?

—¡SIÉNTATE EN EL SUELO! —le gritó la enfermera al hombre indefenso.

Francamente, ¿quién sabía por qué el doctor Logan persistía con esas fiestas de cumpleaños?

Tom mantuvo la cabeza gacha y observó que había perdido todo el apetito. Se sentía como si se hubiese tragado una caja de ranas. En su cabeza daban vueltas todas las cosas que debía intentar recordar. Repasó el orden una y otra vez en su mente, convencido de que iba a olvidar algo. Tal vez fuese todo demasiado complicado, excesivamente ambicioso… Por fin sonó la sirena y todos los reclusos se pusieron en fila para iniciar el largo trayecto por el túnel hasta la fabrica.

—Mira quiénes están aquí. El chalado número uno y el crío.

Tom parpadeó y se encontró con Slim Spry mirando fijamente hacia Francis Catchpole y a él. Estaba tan ocupado ensayando su huida que apenas se había dado cuenta de que se hallaba ya en la sala Nueve A y el turno estaba a punto de empezar.

—Hoy vamos a arrimar el hombro, ¿no es así, Frankie?

—Haré lo que pueda, Slim —dijo Francis, con tono inexpresivo. Aquella inocencia suya sugería que hablaba en serio.

—Ocúpate de que cumpla con su cuota, Tomsk —añadió Slim, lo bastante alto para que lo oyese el resto de la sala—. Porque, tal como yo lo veo, uno de vosotros debe de estar a punto de estirar la pata.

Se oyó un risilla burlona al fondo.

—¿Qué quieres decir, Slim? —preguntó Francis con inocencia.

—Quiero decir que tú llevas aquí tres semanas, y Tomsk lleva dos, por lo que supongo que la afortunada vida de alguien llegará pronto a su fin. Porque vosotros no vivís mucho tiempo, ¿verdad?

—Ah, ¿no?

Las risas se extendieron por la sala e incluso Slim sonrió. La inocencia de Francis lo conmovía.

—Que yo sepa no, Frankie. Cuando llegue el lunes por la mañana, supongo que uno de vosotros se habrá ido a esa gran fábrica de laca que hay en el cielo.

—¿Cuál de ellos será, Slim? —saltó un niño al fondo—. ¿Quién está más cerca?

Slim se adelantó, cruzó los brazos y los miró de arriba abajo con ojos expertos.

—Hummm, yo diría que el crío está aguantando muy bien. Me decidiría por Tomsk.

—¿Tomsk? —gritó una niña—. No creo. Es casi tan bueno como nosotros. El que la palmará es Frankie Catchpole, seguro.

Slim miró a Tom y le guiñó el ojo con disimulo.

—Apostaré por él.

—Estás loco.

—Pues apostad contra mí.

Tom y Francis se quedaron mirando mientras los niños se apiñaban en torno a Slim. Vieron unas cuantas monedas negras cambiando de manos.

—¿Qué están haciendo? —preguntó Francis.

—Apuestan por cuál de nosotros va a morir antes.

Francis parecía sinceramente sorprendido.

—No es muy agradable.

—Pues no.

—Más te vale estar aquí el lunes por la mañana —dijo una niña con voz áspera, clavándole a Francis el dedo en las costillas mientras pasaba por su lado.

—Entonces, ¿es verdad lo que él ha dicho?

—Tal vez —dijo Tom, tratando de contener su emoción: sabía que cuanto más fuese a ganar Slim menos probable era que se echase atrás. Francis no dijo nada, pero Tom vio que tenía una expresión extrañamente decidida.

El resto del turno pasó entre el ruido y el calor, y para cuando Tom se puso en la fila que volvía fatigosamente al manicomio casi le apetecía aquella sorpresa de chocolate de tres pisos.

—¡Ni se os ocurra tocar los pasteles! —gritó la enfermera Manners mientras los reclusos volvían a entrar arrastrando los pies en la sala principal, que encontraron transformada por completo.

Hileras de globos rojos y azules colgaban del techo, habían levantado un pequeño estrado en un rincón para una orquesta, y el comedor cedía realmente bajo el peso de pasteles de chocolate de todas las formas y tamaños, apilados en pirámides como montones de excrementos de elefante.

—Bueno, joven Scatterhorn, ¿qué opinas? —La enfermera Manners cruzó tambaleándose la sala vacía con varios rollos de serpentinas en torno al cuello—. Supongo que recuerdas muchas fiestas celebradas aquí, en los tiempos del «museo» —añadió con tono sarcástico.

—Unas cuantas —dijo Tom con ojos de sueño—, pero nada como esto.

—Oh, ya me lo imagino —replicó ella con una gran sonrisa—, pero uno no puede divertirse mucho con una pandilla de animales disecados, ¿verdad?

—No.

—Bueno, creo que todos vosotros querréis ir a asearos —declaró, dirigiéndose a toda la fila—. Esta noche podéis poneros la ropa que más os apetezca. Eso es, caballeros, nada de uniformes. ¡Solo las mejores galas!

«Sean cuales fueren —añadió para sí—. Faldas escocesas, coronas y qué sé yo cuántas cosas más.»

—¡Prestadme atención! —chilló, dando palmadas—. ¡VENGA, VAMOS! ¡ROPA DE PAISANO!

Los reclusos se alejaron, obedientes, por las diferentes escaleras para hacer lo que les decían.

—No sé por qué necesita gritar todo el tiempo —murmuró un don Gervase—. ¿Es sorda?

—Más te vale obedecer, amigo mío —respondió otro—. Si nos trata a todos como a idiotas, tenemos todo el derecho a comportarnos en consecuencia.

—Lo estoy deseando.

Tom se entretuvo hasta estar seguro de que era el último en subir fatigosamente la escalera hasta el piso superior. Cuando llegó al oscuro rellano vio los dos cubos de acero de Evie bien apilados en el rincón, tal como estaba previsto.

Aquello era el principio. A partir de ahí, lo único que necesitaba era suerte.

Mucha suerte.

Con sumo cuidado, Tom se aproximó al zócalo suelto y se arrodilló junto a él. Escuchó con atención: nadie subía, nadie bajaba. Bien. Se sacó rápidamente del calcetín el corto y sólido cincel, y forzó un extremo lo justo para ver el oscuro espacio inferior.

—Arsénico —susurró, tan alto como juzgó prudente.

Silencio. Se oyó un roce más allá, y luego un largo hocico negro surgió de entre las tinieblas seguido por dos ojos de mirada intensa.

—Arsénico —siseó el hocico en respuesta—. ¿Tom? ¿Eres tú?

—Sí —respondió, sonriéndole al oso hormiguero—. Cinco minutos.

—Muy bien. Estamos preparados.

Tom cerró el zócalo una vez más y presionó bien las esquinas para que aguantase la cola. Luego, fingiendo indiferencia, siguió subiendo tranquilamente por las escaleras hasta el piso superior. Aliviado, vio al señor Grimal al fondo asediado por ansiosas copias de don Gervase que necesitaban ayuda con sus sombreros, chaquetas, espadas y otras galas caseras.

—¡De uno en uno, caballeros, por favor! —vociferaba, intentando mantener cierto orden en mitad del caos.

A medio camino de su celda, Tom pasó junto a Evie, que fregaba el suelo de rodillas.

—¡Hola! —dijo el chico, con la voz extrañamente quebrada por los nervios.

El rostro angelical de Evie lo miró desde debajo de su boina anaranjada. La niña estaba tan nerviosa que apenas podía hablar.

—Te has…

Tom se disponía a seguir cuando surgió un vigilante de la celda situada detrás de ella y lo miró con severidad.

—¿Aún no te has cambiado?

Evie siguió fregando como si su vida dependiese de ello. Tom carraspeó.

—Creo… que te has dejado los cubos en las escaleras.

—Oh.

—Bueno, no te quedes ahí parada, niña. Ve a buscarlos antes de que uno de estos payasos meta el pie en uno de ellos —la riñó el vigilante—. Vamos.

Evie echó a correr por el pasillo mientras el vigilante se volvía nervioso hacia Tom.

—Y a ti más te vale darte prisa.

—Sí, debo hacerlo, ¿verdad? —respondió Tom.

Regresó a su celda evitando los ojillos de cerdo del hombre. Tras tener la precaución de dejar la puerta abierta, se sentó en la cama, a sabiendas de que no podía hacer otra cosa que esperar… Poco a poco los segundos se hicieron minutos… Oyó cerrarse de un portazo las puertas de las celdas a medida que los reclusos empezaban a dirigirse por el pasillo hacia la sala principal… Vamos, Evie… Por fin apareció la niña en el umbral con su cepillo y sus cubos.

—Tengo que limpiar su habitación… señor —añadió en voz alta, y empezó a entrar barriendo.

—¿Las tienes? —susurró Tom.

Evie asintió con la cabeza.

—¿Dónde?

La niña echó un vistazo a los dos cubos que estaban a sus espaldas.

—Dos bolsas, una en cada uno, debajo. No te pregunto qué hay dentro, pero están llenas de bultos que se mueven, puedes estar seguro.

Tom salió de la cama, metió las manos en los dos cubos y sacó de ellos sendas bolsas de lona alargada y polvorienta. Parecían dos cojines en forma de salchicha.

—Te lo agradezco, Evie —dijo Tom mientras las tapaba con la manta de su cama—. De verdad, muchas gracias.

Evie sonrió con nerviosismo.

—Pues nos vemos luego —dijo, y cerró la puerta tras despedirse de él con una inclinación de cabeza.

En cuanto se marchó, Tom se quitó el uniforme, introdujo los pantalones dentro de la parte de arriba del mismo y lo colocó todo cuidadosamente en la cama, debajo de la almohada. Luego se puso su antigua ropa. Cuando estuvo listo metió la mano con cuidado debajo de la manta y deshizo los cordones de cada bolsa.

—¿Todo bien?

—Me recuerda bastante los viejos y malos tiempos —siseó una vocecilla ¿Podríamos practicar un poco?

Tom fue de puntillas hasta la puerta y se asomó al pasillo. Casi todos los don Gervase habían bajado ya, pero el señor Grimal seguía al fondo, paseándose de un lado al otro. En ese momento sujetaba la charretera de un rezagado.

—Vamos, pues.

—¿Preparados, chicos? —susurró una voz ahogada debajo de la manta—. Recordad vuestros números y vamos allá.

Una ondulación recorrió la cama, y al instante un grupo abigarrado de colibríes, ratas, lagartos y musarañas formó una pila sobre la almohada. La pila se hizo más grande y empezó a adoptar una forma… Dos musarañas rosadas se enroscaron una en torno a la otra para convertirse en una oreja, una cola se convirtió en un párpado, una pluma oscura se convirtió en una fosa nasal, un costado blanco en una mejilla, un revoltijo de colibríes de doradas plumas en una maraña de pelo rubio, y al mismo tiempo un montón de musarañas de piel curtida formaron dos manos, palmas, pulgares… unos dedos justo por encima de la manta…

—¿Y bien? ¿Resulta convincente?

Tom apenas podía contener su entusiasmo. Con la almohada y la manta el engaño era completo. Desde el umbral, era como mirarse a sí mismo, dormido en la cama, con los ojos cerrados.

—Asombroso. Es… realmente increíble.

—¿Y quieres oír la otra parte?

—He estado practicando —dijo una voz amortiguada debajo de las mantas—. Y creo que ya lo domino. —Hubo una pausa—. «Asombroso. Es… realmente increíble.»

La voz procedía del rincón. Era la voz exacta de Tom.

—¡Uau!

—«Uau. Asombroso. Es realmente increíble.»

—Con una vez basta, querido —chilló la musaraña predicadora, que era entonces el pulgar de Tom—. Convincente, ¿eh?

Tom no podía dejar de sonreír.

—No hagáis nada hasta que se cierre la puerta con llave.

—Lo sabemos —chilló el pulgar—. Y volveremos a las bolsas por la mañana para que Evie pueda llevarnos abajo. Todo está bajo control. ¿Listos, hermanos y hermanas? Cuenta atrás… ya.

Tan milagrosamente como habían aparecido, la cabeza y la mano se desmontaron en piezas y corrieron a esconderse bajo las sábanas.

—Lárgate ya —dijo su propia voz con impaciencia desde debajo de la manta—. Porque aquí dentro no puede haber dos de nosotros, ¿verdad?

—¡Ajá! Veo que alguien ha hecho un esfuerzo adicional.

Tom se dio la vuelta rápidamente y vio aparecer en el umbral la ancha cara escamosa del señor Grimal.

—Esto…

—Al menos podrías haberte cepillado el pelo, muchacho. Parece una cosa de esas para limpiar botellas —bramó, pasando sus gruesos dedos rosados por la cabeza de Tom.

—No tengo cepillo.

—¿Que no tienes cepillo? ¿Lo has comprobado?

—No, la verdad es que no —dijo Tom, situándose deprisa pero con firmeza entre el hombretón con olor a pino y su celda—. Lo cierto es que nunca lo he tenido.

Al señor Grimal se le contrajo el bigote. Era muy consciente de lo inútiles que resultaban esos ecos en cuestión de higiene personal. La mayoría no tenía ni la menor idea.

—¿Acaso podría prestarme el suyo? —Tom sonrió con encanto, echando un vistazo a la feroz raya del señor Grimal—. Lleva el pelo tan… bien…

El señor Grimal sonrió de forma repugnante.

—Eso está mejor.

Y fue así como diez minutos después Tom entraba en la sala principal con la cara bien lavada, el pelo alisado y peinado con una severa raya al lado y el señor Grimal a su lado. Tom se dijo rechinando los dientes que valía la pena aguantar todo aquello si así conseguía no tener que volver a ver nunca más aquel sitio.

Recorrió con la mirada la sala principal, entonces llena de gente En el rincón, una orquesta pequeña y ruidosa tocaba a todo volumen una melodía vagamente familiar mientras en la pista de baile grupos de generales y copias de don Gervase con trajes caseros saltaban y brincaban, pasándoselo en grande. Tom observó que varios vigilantes corpulentos merodeaban con discreción entre ellos por si surgían problemas. Varios invitados del doctor Logan procedentes de la ciudad los miraban desde la barrera. Componían un grupo extraño: hombres de expresión dura y mujeres adustas que mostraban su desaprobación, contemplando fascinados y horrorizados a los reclusos con las mejillas enrojecidas por el calor. Tom recordó otra fiesta, celebrada cientos de años atrás en esa misma sala con ocasión de la inauguración del museo. Nunca habría adivinado que el Museo Scatterhorn se convertiría en aquello…

Tom comprendió que no podía dejar que su ira lo distrajese. Echó un vistazo al reloj: eran casi las ocho. Casi la hora… Allí estaba Evie, en una de las puertas situadas junto al comedor, tocando palmas y riendo mientras los reclusos iniciaban una conga. Lo miró a los ojos y asintió con la cabeza. Sí, estaba lista…

—¡Venga, joven Scatterhorn, veamos cómo mueves esos pies!

Antes de que Tom pudiese reaccionar, un don Gervase vestido de pirata lo agarró y tiró de él hasta el centro de la pista de baile. Tom lo reconoció: era el primer eco con el que había hablado aquella primera mañana.

—¡Lo he recordado! —gritó.

—¿Qué?

—¡Lo que dijo el Jabón! —vociferó. Tom abrió unos ojos como platos y luchó por oír por encima del estruendo de los pies—. ¡Lo he recordado!

Dando fuertes patadas en el aire giraron juntos, con los brazos fundidos en una furiosa danza.

—¡Más despacio! —suplicó Tom, pero el don Gervase se limitó a sonreír como un loco y le sujetó el brazo con más fuerza.

Dieron vueltas y más vueltas. Las caras que gritaban y las mano que marcaban el ritmo empezaron a volverse borrosas…

—¡Sigue! —chilló la enfermera Manners, viendo que Tom estaba a punto de vomitar—. ¡Hazlo girar fuerte! ¡Más deprisa!

—¿Qué dijo el Jabón?

El don Gervase se echó a reír.

—¡El conducto de ventilación no es un agujero!

—¿Qué? ¿Qué es entonces?

—¡Está escondido en un árbol!

—¿Un árbol? ¿Qué árbol?

—¡Cerca de la chabola!

—¿La chabola?

—¡La chabola en ruinas! ¡En el centro! Hay un claro. ¡Y hará falta algo más grande que una bomba para hacerlo explotar!

Tom se devanaba los sesos. ¿Era un acertijo? Cada vez iban más deprisa.

—Más grande que una bomba, eso fue lo que dijo. ¡Sabía que me acordaría!

A través del caleidoscopio giratorio, Tom entrevio una fila de cocineros que sacaban una gran tarta cuadrada. Los siguieron dos más, que llevaban una tina de humeante líquido blanco colgada entre ellos sobre unas barras. Se elevó una ovación mientras el olor empalagoso de trufa blanca fundida llenaba la sala.

—¡Ajá, el final apoteósico! —gritó el eco, señalando el segundero que avanzaba hacia la hora—. ¿Ves lo que veo yo?

Tom notó que sus pies se separaban del suelo. Giraban tan deprisa que ya era imposible detenerse.

—¡Las ocho en punto! Ha llegado el final de mi duración, Tom Scatterhorn. Estoy acabado. ¡Mi vida termina!

Histérico, Tom miró el reloj. Apenas quedaba tiempo.

—¡Pero no me has dicho dónde es!

El reloj dio las ocho. Justo en ese momento se oyó un burbujeo y la sala quedó a oscuras. Al instante el don Gervase lo soltó y Tom se encontró volando por el aire…

Entonces todo pareció suceder al mismo tiempo.

^pero ¿qué…?

Tom colisionó contra tres ancianos y todos se desplomaron sobre el suelo.

Se oyó un zumbido.

alguien dejó caer algo muy grande en el comedor. De pronto los reclusos que bailaban empezaron a patinar, a resbalar y a caerse unos sobre otros…

—¡Mantengan la calma! ¡Mantengan la calma! —gritó un vigilante desde el centro del tumulto—. Solo es un fusible, eso es todo. Solo es un…

—¿Miel? —dijo un don Gervase, agachándose y lamiéndose el dedo.

—Con nata líquida —dijo otro.

—¿Una pizca de canela?

—¿Chocolate blanco?

Una densa marea pringosa se extendía deprisa por el suelo.

—¡Chocolate blanco!

Se desató una lucha frenética mientras los reclusos se arrodillaban y empezaban a sorber el pegajoso néctar como si fuesen abejas.

—¡Levantaos! —gritó la enfermera Manners, la cual entró tambaleándose peligrosamente en el lago blanco que no paraba de extenderse—. ¡Arriba, idiotas! ¡Que alguien llame al señor Vee! Vayan a por el electri… ¡oh! —Y con un chillido resbaló hacia atrás en el chocolate—. ¡Doctor Logan! ¡Señor Grimal! ¡Hagan algo!

Pero era demasiado tarde para que el doctor Logan o el señor Grimal hiciesen nada. Solo pudieron mirar mientras la enfermera Manners se retorcía en la blanca marea como un cocodrilo engrasado. La sala entera no tardó en convertirse en un revoltijo de reclusos e invitados que se agitaban y resbalaban de un lado al otro en la oscuridad.

—¡Pelea de comida! —gritaron dos generales, agarrando unas tortitas de las mesas—. ¡A por ellos!

—¡Pelea de comida! ¡Pelea de comida! ¡Pelea de comida! —corearon los don Gervase, agachándose cuando volaron las tortitas y devolviéndolas con intereses.

—¡Parad! —chilló la enfermera Manners cuando un bollo \ dio en plena cara—. ¡Señor Grimal! JK No tardaron en volar pasteles por todas partes y Tom decidió salir de allí. Tras esquivar el caos por un lateral, desapareció por 1 escalera de la parte trasera y subió al rellano, donde encontró a Evie esperándole con un farol y una amplia sonrisa en la cara.

—Ojalá fuese así cada día —dijo la niña, con los ojos brillantes de entusiasmo—. Ha sido tan fácil… Solo le he hecho la zancadilla a un cocinero y los demás lo han seguido como fichas de dominó.

—Bueno, supongo que se lo merecen —dijo Tom mientras abría el zócalo suelto haciendo palanca.

—De sobras. Nunca hubiera pensado que me atrevería a hacer algo así. —Evie observó a Tom, que se colaba velozmente por el hueco—. Entonces, ¿lo dejo desmontado, por si necesitas volver?

—No pienso volver, Evie. Por la mañana baja hasta aquí aquellas dos bolsas y luego cierra esto definitivamente.

Evie miró a Tom y vio en sus ojos una feroz determinación.

—¿Puedo ir contigo?

Tom negó con la cabeza.

—Lo siento. No saldría bien.

Evie no pudo disimular su decepción.

—Francamente, Evie, es mejor así. Tengo que irme solo. No quisiera que te metieras en líos.

—Pero ya no me importa. Ahora ha empezado todo. No me importa nada.

Tom sonrió.

—Adiós, Evie.

—Solo una cosa —dijo ella rápidamente, agarrándolo del brazo en el momento en que estaba a punto de desaparecer—. Cuando hablaste de cambiar este sitio, ¿lo decías en serio? O sea… ¿podrías hacerlo de verdad?

Tom miró su cara pálida y preocupada, tan llena de esperanza.

—No lo sé. Voy a intentarlo.

—Confiamos en ti —dijo la niña para sí, cerrando el zócalo suelto a espaldas de Tom—. Y en Slim, por desgracia.

Tom se arrastró despacio hacia la tenue luz en forma de rombo.

.—pssst.

—. piola! —dijo Tom a la oscuridad—. ¿Dónde estáis?

—Contra la pared —respondió la voz.

Tom aceleró el paso y no tardó en encontrarse cara a cara con un par de mandriles muy apolillados.

—¿Buen trabajo? —preguntó el más grande de los dos.

—Las luces. Se refiere a las luces.

—¡Oh, perfecto! —contestó Tom, con una sonrisa—. Allí abajo se ha desatado el caos.

Uno de los monos calvos le dio un codazo al otro y sonrió, abriendo tanto la boca que Tom creyó que se le iba a salir la mandíbula. El animal le tendió un gran fusible quemado.

—No encontrarán esto en mucho rato.

—Pero no tardarán en conseguir otro —murmuró el oso hormiguero, con el hocico apretado contra los huecos que había entre los ladrillos—. Me parece que ya viene.

Tom estiró el cuello y vio un solo faro en la parte delantera de una pequeña furgoneta de tres ruedas que atravesaba petardeando las altas puertas de acero y aparcaba en un rincón del patio cubierto de nieve. Una figura familiar saltó del vehículo con una bufanda atada alrededor de las orejas y, tras coger una bolsa de herramientas, subió a toda prisa las escaleras.

—Vale, ha llegado Vee, adelante los números uno —siseó Plancton.

Al instante los dos mandriles empezaron a retirar velozmente una pequeña sección del rombo de ladrillos. Un fuerte viento empezó a soplar por el agujero. La rata de ojos rojos le dio la vuelta a un pequeño reloj de arena que llevaba colgado del cuello y la arena empezó a correr.

—Tenéis cinco minutos para llegar a esa furgoneta. No podemos arriesgarnos cuando vuelvan a encenderse los focos.

Nervioso, Tom se quedó mirando el oscuro patio. Había dos centinelas merodeando junto a la puerta.

—¿Habéis encontrado una cuerda lo bastante larga? —susurró, a sabiendas de que aquella cuestión aún no estaba resuelta del todo.

—Sí, hemos encontrado una cuerda, aunque probablemente no es lo que esperas —respondió el pájaro dodo, emergiendo de la oscuridad con algo enrollado en torno al cuello—. No se muestran muy colaboradoras. Tras descolgar el rollo, Tom vio que estaba hecho de viejas serpientes correosas del color del polvo, cuyas cabezas y colas habían sido toscamente atadas entre sí.

—¿Es esto?

—Me temo que sí. No hay nada más que llegue hasta la puerta.

Con aire dubitativo, Tom cogió la cola de la serpiente del extremo. Tenía el tacto de una tela vieja.

—Sí, me siento tan quebradiza como parezco —siseó el decrépito reptil.

—Vamos —murmuró Plancton con impaciencia, mirando el reloj de arena que le colgaba del cuello.

Tom inspiró hondo: era entonces o nunca, y lo sabía. Tras calarse la gorra, se puso boca abajo y se tumbó sobre la vieja tabla lisa que los animales habían colocado frente al agujero, con los dedos de los pies al filo de los ladrillos exteriores. A oscuras, agarró bien la cuerda y miró por última vez al extraño grupo de criaturas peladas y cubiertas de polvo.

—¡Dales caña, chaval! —dijo el pájaro dodo con voz áspera; tenía el pico lleno de serpientes.

—Envíanos una postal —intervino el puercoespín.

—Y a ver si puedes solucionar ese lío —añadió el mono narigudo, que entonces actuaba como último relevista en el fondo—. Ese chisme del conducto de ventilación. No te olvides de nosotros.

Tom asintió nervioso.

—No puedo prometer nada.

—Lo sabemos. Pero…

—¿Listo? —sisearon los dos mandriles, agarrándolo con firmeza de los hombros.

Tom asintió, haciendo caso omiso de su corazón desbocado. Todos miraron a Plancton, que espiaba a los centinelas a través de la abertura.

.—¡Ya!

instante, Tom fue arrojado a la oscuridad desde la tabla, con los pies por delante. Al cabo de un segundo la cuerda se tensó y él se vio precipitado hacia la pared, con los pies danzando sobre su superficie como si fuese una mosca. Bajó deslizándose casi en picado hacia los dragones situados sobre la puerta principal. Sus dedos apretaban cada vez más mientras el viejo cuero se estiraba y desgarraba…

—Que sepas que eso es mi cascabel —siseó enfadada una serpiente mientras la vieja piel corría entre los dedos de Tom—. No puedes quitarle el cascabel a una…

Pero al cabo de un instante se desprendió la mitad inferior y Tom cayó sobre el cuello del dragón de piedra.

—¡Sube! —susurró.

—Lo hará lo que queda de mí —dijo secamente la serpiente antes de transmitir el mensaje cadena arriba. Enseguida la cuerda hecha pedazos subió deslizándose por la superficie del muro.

¡Pum!

Una brillante luz azul deslumbró a Tom, que estuvo a punto de caerse. Se situó al abrigo de la sombra del dragón y vio que habían vuelto a encender todas las luces. Y allí arriba se hallaba la cuerda hecha de serpientes, que estaban izando con movimientos lentos y pausados hasta introducirla por el agujero en forma de rombo. ¿Cómo era posible que los vigilantes del patio no la vieran? Pero de algún modo, increíblemente, no la habían visto. No hubo pitidos, ni alarmas; solo el aullido del viento. Agazapado en el profundo triángulo de sombra, Tom trató de poner en orden sus ideas. El señor Vee había arreglado las luces mucho más rápido de lo que él esperaba. Eso significaba que en cualquier momento volvería a su furgoneta…

Con audacia, Tom se arrastró por detrás de la deteriorada placa que llevaba su nombre hacia el lado más oscuro de la puerta. De pronto todo se había complicado mucho más. La furgoneta estaba aparcada en el rincón más alejado. ¿Cómo iba a llegar hasta allí sin que lo viesen los centinelas de la puerta? No lo sabía. Pero no podía quedarse allí. Ni hablar. Aquella era su única oportunidad: tenía que aprovecharla. Tras deslizarse por un costado del frontón, Tom se agarró al borde con los dedos. Se preparó para el impacto y luego medio deslizándose, medio cayéndose, bajó hasta el suelo por el hueco que había entre los pilares. Diez segundos de ansiedad después, Tom se agachó en la sombra del umbral, con las manos entumecidas y llenas de arañazos. Aquello había salido bien. ¿Y entonces qué? Se quedó mirando la nieve iluminada que se extendía entre él y la furgoneta. Sin las luces quizá habría sido posible, pero aquellos centinelas casi lo miraban de frente…

En ese momento se abrió la puerta, y parte del caos que reinaba en el interior irrumpió en la noche.

—¿Va todo bien, señor Vee? —gritó uno de los vigilantes.

—Ya está arreglado —dijo el señor Vee, bajando los peldaños a paso de trote y cruzando el patio—. Una fiesta loca, ¿saben? Gente loca. Peleándose con pasteles.

—¿Pasteles?

Los centinelas se miraron.

—Pelea de pasteles. Gente loca.

Tom observó impotente al señor Vee, que abría la puerta corredera y echaba su bolsa de herramientas en la parte trasera. ¿Qué podía hacer? El hombre ocuparía enseguida el asiento del conductor y sus planes se desbaratarían… Demasiado complicado, debería haber escuchado…

—¡Eh!

De pronto, uno de los centinelas se quitó el rifle del hombro, fue corriendo hasta el centro del patio y alzó la vista hasta el alto muro cubierto con cristales rotos.

—¡Eh!

El señor Vee se dio la vuelta y miró. Había alguien allí arriba, una delgada sombra con los brazos estirados que colocaba despacio un pie delante de otro.

—¡Eh!

El señor Vee soltó la manija de la puerta de la furgoneta y echó a correr para reunirse con el centinela. Allí arriba había un chico con una expresión de intensa concentración. Tom no daba crédito a sus ojos: era Francis Catchpole. ¡Se estaba escapando!

—¡Detente! ¡Vuelve! —gritó el señor Vee. Uno de los vigilantes apuntó su arma—. No, caballeros, por favor, está en peligro. ¡Por favor! No le disparen, está loco.

Empezó una discusión entre ellos y Tom se dio cuenta de que aquel era su momento. Antes de saber lo que estaba haciendo emergió de las sombras y bajó corriendo los anchos peldaños de piedra hasta alcanzar la nieve. Mantenía la mirada baja y solo oía el latido de su propio corazón. No había gritos ni alarmas. El vacío del silencio lo aspiraba hacia delante. Pie izquierdo, pie derecho, izquierdo otra vez, al abrigo de las sombras, cada paso más cerca de la furgoneta… La rodeó hasta el lado que permanecía a oscuras y abrió la puerta.

—Conduzco yo —murmuró Slim con los dientes apretados y los dedos sujetos el volante.

—Muy bien, pero al menos échate a un lado y deja que me siente.

El chico delgado de cabeza afeitada lo ignoró.

—¿Slim?

—Conduzco yo.

El chico no se movió.

—Me lo estás poniendo muy difícil, ¿sabes?

Reprimiendo su ira, Tom se sentó detrás de él y cerró la puerta con el menor ruido posible. Luego miró las botas de Slim, que llevaban dos grandes bloques de madera atados a las suelas.

—Realmente nunca has conducido, ¿verdad?

—Observé al viejo Vee. No es difícil. Mira.

Al instante encendió el gran faro, cegando a los vigilantes.

—¡Slim! ¿Para qué has hecho eso?

El señor Vee se volvió, confuso, y miró hacia el faro con los ojos entornados.

—Estoy calentando el motor.

—Pero la verja está cerrada, ¿no lo ves? No podemos ir a ninguna parte.

Slim no dijo nada. El señor Vee empezó a dirigirse hacia ellos con paso decidido. Tom comprendió que tenía que suceder algo muy, muy deprisa.

—Si nos atrapan ahora, todo será culpa tuya —siseó enfadado.

Slim agarró el volante con más fuerza. En ese momento hasta él parecía nervioso. Se encogió en el asiento mientras el señor Vee llegaba a la altura de la ventanilla y trataba de ver algo en la oscuridad que había en el interior.

—Cuando yo gire esto, ve hacia la izquierda, en círculo —susurró Tom poniendo la mano en la llave—. No demasiado deprisa, ¿vale?

—De acuerdo.

El motor de arranque emitió una tos, seguida de un extraño zumbido cuando el motor eléctrico se puso en marcha. El señor Vee dio un salto hacia atrás como si le hubiese picado una avispa.

—¿Qué pasa? —gritó un vigilante, girando en redondo para situarse de cara a la luz.

—Alguien está tratando de robarme la furgoneta —dijo.

Los guardas se olvidaron de Francis, en equilibrio precario encima del muro, y corrieron hacia el vehículo.

—No funciona —susurró Slim, apretando el pie con fuerza contra el suelo.

Tom vio la cara del vigilante a través de la ventanilla. Tenía la boca abierta.

—¡Vosotros! ¡Bajad! —gritó mientras apuntaba—. ¡Bajad ahora mismo!

—Eso es el freno.

—¿El freno?

En ese momento se oyó un gran crujido y se abrieron las dos puertas de acero de la verja. Los vigilantes se miraron incrédulos mientras una gran limusina negra entraba en el patio haciendo crujir la gravilla y avanzaba rápidamente hasta los escalones.

—¡Vamos! —gritó Tom.

Slim no necesitaba ánimos. Pateó el acelerador y cruzaron el patio como un cohete.

—¡La puerta! —dijo Tom con un grito ahogado.

Con un fuerte tirón del volante, deslizó de lado la diminuta furgoneta, que rebotó en la barrera y salió a la calle nevada.

—¡Ahora pisa a fondo el acelerador!

Slim hundió el pie en el bloque de madera, y al instante los dos chicos se vieron arrojados contra el salpicadero. La furgoneta se puso a girar en círculos. A continuación, el motor resopló y se apagó. Por un momento el propio tiempo pareció haberse paralizado.

—¿Qué ha pasado?

Tom miró a Slim con aire aturdido.

—Eso ha sido el freno otra vez.

—¿De verdad?

—De verdad.

Tom se volvió confuso hacia el Museo Scatterhorn. Estaban ayudando a bajar de la limusina a un hombre muy anciano: el mismísimo Ebenezer Spong. El doctor Logan intentaba quitarse del pelo el pastel y el chocolate a toda velocidad mientras bajaba corriendo los peldaños para darle la bienvenida. Sobre el muro, muy alto, se hallaba Francis Catchpole, con los brazos extendidos e iluminado por los reflectores. Y una silueta regordeta corría hacia ellos, agitando desesperadamente los brazos.

—¡Alto! ¡Al ladrón!

Todo el mundo se volvió a mirar al señor Vee, que perdió pie y cayó al suelo. Se levantaría en cuestión de segundos.

—¿Quieres volver a intentarlo? —dijo Tom, inclinándose hacia delante y pulsando el motor de arranque.