7
Piel, madera, alambre e inteligencia

El espacio inferior no era tan oscuro como Tom había imaginado, pero desde luego era extraño. El hueco entre el techo y el suelo medía menos de un metro de altura y, de rodillas, Tom empezó a avanzar a rastras por lo que parecía ser una zanja. A cada lado habían apilado ladrillos, yeso y basura, y aquí y allá más plumas brillantes adornaban las tinieblas. Aquel sitio estaba absolutamente asqueroso.

—Mira, ha levantado los pies del suelo.

Tom se quedó paralizado. Una voz a su izquierda. Se volvió y vio una luz en forma de rombo. Eso debía de ser la parte delantera del edificio. Pero ¿quién…?

—Y ha dejado de moverse. Lo que equivale a estar muerto. Gano yo.

—¡No lo está! ¡Se ha meneado!

—¡Y un jamón! Dámelo.

—¿Es que no lo has visto?

—Ese truco es muy viejo y no pienso picar.

El silencio se hizo más denso. Tom avanzó unos centímetros y se asomó a la esquina. En el polvo se perfilaban dos pequeños escarabajos negros. Uno de ellos apretaba el tórax del otro con sus espinosas mandíbulas y lo levantaba del suelo.

—Está bien. Te lo daré. Solo por esta vez. De nuevo.

Tom ahogó un grito al ver que dos criaturas cubiertas de polvo y casi sin pelo salían de las sombras dando saltitos y separaban a los escarabajos que se peleaban para sustituirlos por otros dos.

—; Preparados?

Tom estornudó ruidosamente. Se quedó casi tan sorprendido como las dos extrañas criaturas, que se volvieron hacia él sobresaltadas. Ambas tenían la cara ajada, parecida a una calavera, y a cada una le faltaba un ojo. ¿Se trataba de unos gatos? ¿De unas ratas? Resultaba difícil saberlo en la oscuridad, pero estaban hablando, ¿verdad?

—¿Hola?

Ambas criaturas salieron huyendo al instante.

—¿Hola? —volvió a susurrar, esta vez más alto—. ¿Hay alguien . ahí?

Allí no había nadie. Tom se preguntó si lo había imaginado. Entonces un siseo llenó las tinieblas y fue creciendo como el de una tetera sobre el fuego. El instinto de Tom lo impulsó a agacharse, pero antes de que tuviese la oportunidad de hacerlo algo duro lo golpeó por la espalda.

—¡Ay!

Tom se volvió y se encontró con una luz brillante que le daba en los ojos y que lo obligó a cerrarlos de nuevo.

—Por favor…

—¿Qué opinas?

—Fugitivo. Sin duda. Mira esto.

Tom notó que unas manitas afiladas rascaban los números de su muñeca. Entonces algo frío trepó por su cara y le mordió los dedos.

—¡Ay! ¡Basta!

—¿Lo enterramos?

—¿Qué sentido tiene?

—¿Lo tiramos por el hueco del ascensor?

—Le haríamos un favor.

—No —empezó Tom, esforzándose por incorporarse—. No lo entendéis. Soy Tom, Tom…

—¿Tom qué más? ¿Tom Scatterhorn? Sí, sí, y yo soy el papa.

—No, pero es que lo soy. Lo soy. De verdad.

—Por el hueco del ascensor…

—Esperad, amigos míos, esperad —sonó otra voz desde más atrás.

Tom abrió un poco los ojos. Solo pudo ver un pico y un ojo que se le acercaban con decisión. Nada más.

—Largaos.

El ojo se acercó más, amarillo, enfadado y lustroso. Tom conocía al propietario de ese ojo…

—¿No me reconoces? —dijo Tom en voz baja.

Se hizo un silencio, y el chico percibió una irritada expectación en la oscuridad.

—Creo que sí, chaval, creo que sí.

Se oyó un murmullo de incredulidad.

—Entonces, ¿es bueno?

—Creo que podría serlo. Tom Scatterhorn, ¿eh? Vaya, vaya. Cómo caen los poderosos.

Se oyó un interruptor y al instante el espacio entero se llenó de lucecitas que colgaban del techo en bucles. Tom parpadeó con fuerza y se encontró rodeado de un amplio y heterogéneo grupo de criaturas apergaminadas y destrozadas: sin pelo, sin plumas, sin escamas, con los ojos colgando hacia fuera y la cola arrancada, pero de algún modo, de alguna forma, todas aún vivas. Durante unos momentos las extrañas criaturas se quedaron mirando al chico, con su polvoriento uniforme marrón, y él les devolvió la mirada. Había tantas preguntas que era difícil saber por dónde empezar.

—Bueno, ¿qué te ha pasado? —preguntó Tom.

—Me gustaría preguntarte lo mismo, chaval —respondió el pájaro dodo, que a pesar de estar completamente calvo y tener un gran agujero en un costado había conservado su acento galés—. Porque sin duda no esperábamos que estuvieras en la lista de invitados de este sitio.

—Yo tampoco —reconoció Tom—. Tú primero.

—Bueno, es bastante aburrido. ¿Quieres que te cuente la historia larga o la corta?

—Puesss…

.—Nuestra función oficial es el aislamiento —dijo lo que podían ser los restos de un cepillo con sensibilidad o un puercoespín.

—¿El aislamiento?

—Eso es —continuó otra voz familiar—. Cálido, voluminoso y ligero. Un relleno práctico.

Tom miró la oscuridad con los ojos entrecerrados y vio la sombra de un hombre bajito agachado junto a un poste. Tenía una nariz desmesuradamente larga e hinchada, y levantó una mano negra y arrugada.

—¡Qué tal, viejo!

Tom sonrió; aunque no tuviese pelo, aún podía reconocer al mono narigudo.

—Este piso no es un piso de verdad, sino un vacío —siguió—. Cuando esa gente destruyó nuestro bonito hogar, quisieron la ventana ahí arriba, y las ventanas ahí abajo, con lo que este sitio incómodo quedó en el centro, demasiado pequeño para cualquier cosa.

—Así que nos tiraron aquí dentro —continuó el pangolín—. Supongo que de ese modo se ahorraron la tarea de quemarnos, pero ha resultado de lo más desagradable.

—¿Desagradable? Di más bien una pesadilla —continuó el pájaro dodo—. Este sitio estaba lleno de arriba abajo de escombros, tierra, polvo, mugre y todo lo que puedas imaginarte.

—Y nosotros solo éramos comida para los roedores.

—Las ratas se llevaron mis ojos.

—Las polillas se comieron mi piel…

—Los ratones anidaron en mi tripa —dijo despacio un mamífero imposible de identificar—. Oh, debía de ser calentito y confortable, pero ¿y yo? No podía moverme, ¿sabes?

—Eres un perezoso. No te mueves.

—Me movía en ocasiones. Al menos yo sigo pareciendo lo que se supone que soy, no una salchicha de cuero que…

—¿Y cómo salisteis de los escombros? —interrumpió Tom, extrañado de ver que todos los viejos conflictos seguían allí, incluso en aquellas circunstancias.

—Bueno, alguien tenía que tomar el mando, ¿no es así? —gruñó el pájaro dodo, hinchando el pecho sin plumas—. Y se acordó unánimemente que, en mi calidad de superviviente más veterano, debía abordar la cuestión, coger el toro por los cuernos y emprender cualquier acción efectiva para resolver el apuro en el que nos encontrábamos.

—Querido, eso no es ni remotamente cierto —objetó el mono narigudo—. Dudo mucho que hubiésemos llegado a ninguna parte de no haber contado con la ayuda de… bueno, creo que tal vez te acuerdes, Tom.

—Los eternos optimistas —siseó una anaconda aplanada.

—Optimistas de la eternidad, más bien —bromeó una suricata muy deforme—. Nunca saben cuándo han perdido la partida, ¿verdad que no?

—¡Bien dicho, hermano! —chilló una voz aguda procedente de arriba.

Tom alzó la vista y vio varias filas de salchichillas quemadas que descendían por los soportes de madera hacia ellos.

—Se avecina una canción, puedo olería —susurró el lémur, tapándose las orejas—. Ahí viene.

La musaraña predicadora, ahora poco más que un lápiz arrugado, abrió mucho el único ojo que le quedaba y señaló el techo con una garra finísima.

—¡Las pasas del bizcocho del tiempo antaño fuimos!

Sus calvos feligreses gritaron complacidos, uniéndose a él.

—Nuestros cuerpos estaban sucios, rotos, huecos…

—¡Momificados durante un milenio!

—¡En la flor de la vida morimos!

—Pero ¿nos desanimamos, hermanos y hermanas? ¿Nos entró el pánico?

—¿Alguna vez dejamos de sentirnos fantastoceánicos?

—¡Nos levantamos!

—Como los huesos.

—Y cavamos…

—¡Eso hicimos!

.—Tardamos un siglo…

—Tal vez más…

—En este piso revelar…

—Y luego todos nuestros viejos amigos quedaron completamente…

—Totalmente…

—Definitivamente…

—Suciamente…

Se oyó un alegre grito cuando la musaraña predicadora alzó el puño hacia el techo.

—¡Mos-tra-dos!

Hubo un estallido de aplausos en torno a las vigas.

—¿Mos-tra-dos? —murmuró el pájaro dodo.

—Se tarda mucho, mucho en amansarte —murmuró el mono narigudo—. Imagina que te golpeasen en la cabeza con un martillo diminuto durante casi doscientos años. Al final no te queda más remedio que rendirte.

—¿Y qué les pasó a los demás, todos los más grandes? —preguntó Tom.

—Los que tenían inteligencia se escaparon, y los que no la tenían ardieron —dijo el pájaro dodo.

—Fue terrible ver cómo se los llevaban así, a la fuerza —convino el pangolín—. Los apilaron en una hoguera y les prendieron fuego.

Se hizo un silencio al resucitar los malos recuerdos. Tom notó que cambiaba el ambiente.

—Entonces, la tigresa…

—La vendieron —respondió un mandril sin pelo—. La metieron en una caja y la cargaron en un tren. Desde luego, nunca hemos vuelto a verla.

—Pero apostaría lo que fuese a que habrá sobrevivido. Era demasiado lista —convino el pájaro dodo.

—¿Y El Diluvio?

—Desaparecido. Pero ninguno de esos tuvo nunca dos dedos de frente.

—¿La jirafa?

El puercoespín sacudió la cabeza.

—Consumida por las llamas junto con todo el paisaje africano y la selva sudamericana.

—¿El mamut?

—Era particularmente inflamable, como recordarás —respondió el pájaro dodo con aire de complicidad—. Pero por algún motivo se ganó el indulto.

—El privilegio de lo exótico —murmuró amargamente el perezoso.

—Entonces, ¿dónde está?

Internamente, Tom confiaba en que el mamut hubiese sobrevivido, a pesar de que era la pieza que menos posibilidades tenía.

—La última vez que lo vimos montaba en un carro que se dirigía al otro lado del río, junto con todos los demás bichos raros. Las ranas luminosas, el gato de dos cabezas…

—¿Los ha comprado alguien de Dragonport? —preguntó Tom.

—Eso suponemos —respondió el mono narigudo—. Quizá un coleccionista de curiosidades.

—Alguien que se deja seducir por lo llamativo y lo vistoso, sin gusto por el trabajo de calidad —comentó el pájaro dodo en tono desdeñoso—. Quienquiera que haya sido, no cabe duda de que es un hombre de una insólita vulgaridad.

Durante un momento, Tom no dijo nada. Estaba muy claro que aquel era un tema polémico.

—¿Y el águila australiana? ¿La habéis visto?

—Oh, sí, pasa por aquí de vez en cuando en sus paseos —dijo el tejón australiano—. Debo añadir que sigue tan maleducada como siempre.

Tom se incorporó. La esperanza iba creciendo en su interior.

—¿Queréis decir que el águila vuelve aquí de visita?

—No aquí exactamente, ni para vernos a nosotros —dijo el pájaro dodo con tono solemne y arrogante—. Pero sí, viene a Dragonport. Ha hecho amistad con una ridícula pfeilstorch.

—¿Pfeilstorch?

—Tú no llegaste a conocerla, Tom. Una cigüeña blanca que tenía una lanza clavada en el cuello. Voló con ella desde África central hasta Alemania, y al parecer eso la hace muy especial.

—La prueba definitiva de que las aves migran —dijo el pangolin con un suspiro—. Y la confirmación absoluta de que las cigüeñas son aves con muy poca sesera. ¿Por qué no se arrancó la lanza, pregunto yo?

—La encontraron en un desván. Ojalá la hubiesen dejado allí —siguió el pájaro dodo—, pero el águila viene a verla cada año por Navidad, sin falta.

—¿Por Navidad?

—Sí, es una visita que a los pájaros les resulta tremendamente emocionante.

Se oyó un fuerte gorjeo de aprobación procedente de las vigas del techo, donde se hallaban encaramadas hileras e hileras de lo que parecían bolitas de papel con patas. Unas cuantas afortunadas mantenían su plumaje intacto.

—Esos pueden salir después del anochecer, y la cigüeña les llena la cabeza con las historias más ridículas acerca de la batalla del fin del mundo. Al parecer, está llena de insectos —dijo el puercoespín, riéndose tontamente.

—Muy divertido —asintió el mono tuerto, arrancándose un diente para limpiarlo—. Esa tiene un pico de oro, puedes estar seguro.

A Tom se le aceleró un poco el corazón.

—Pero ¿dónde está esa pfeil…?

—¿La cigüeña? Por ahí —dijo el pájaro dodo, señalando vagamente hacia la ventana—. En el puerto. Al parecer, vive en el despacho de alguien, como una especie de mascota.

—¿Y creéis que el águila vendrá también esta Navidad?

—Desde luego —dijo el oso hormiguero con desdén—. Esa ave es un animal de costumbres.

—Siempre coincide con la gran fiesta que se organiza aquí, ¿no es así? —dijo el mono narigudo—. Ignoro el porqué. Tiene que existir alguna relación. —La criatura se apretó con aire pensativo el enorme hocico cubierto de polvo—. ¿Intuyo un motivo para todas estas preguntas?

—Hum…, podría ser.

—¿Y qué clase de posibilidad es esa?

Tom no tardó mucho en contar su historia. Sin aliento, explicó todo lo que había sucedido, pero la llegada inminente del águila lo tenía tan distraído que se atropellaba hablando, por lo que tuvo que volver atrás muchas veces y repetir las partes más inverosímiles hasta que los animales lo comprendieron por fin. O eso creyeron.

—Bueno, tienes que reconocérselo: ese hombre debe de tener sentido del humor —dijo el puercoespín con desprecio cuando Tom hubo terminado.

—¿Por qué?

—Eso es lo que don Gervase Askary entiende por hacer una broma, creo. No le caes bien, no puede confiar en ti. ¿Qué hace? Dice que eres un insecto y te encierra en el viejo Museo Scatterhorn para restregártelo por las narices.

—Desde luego. Te humilla, igual que nos ha humillado a todos nosotros —convino la civeta, mirándose desconsolada el cuerpo seco y apergaminado—. ¡Y pensar en lo que fui! Un dardo de luz en el bosque. Y ahora…

—No, no, es más que eso, mucho más —dijo despacio el mono narigudo—. ¿Sabes qué creo, Tom?, creo que don Gervase Askary te tiene miedo.

Tom sonrió con amargura.

—¿Por qué iba a tenerme miedo don Gervase Askary? Habría podido matarme.

—Habría podido, pero no lo hizo: recuérdalo. —El viejo mono ladeó la cabeza—. Lo has disgustado, de eso no hay duda, pero ponerte a buen recaudo aquí, entre todos los ecos indeseados, es el acto de un hombre desesperado. Apuesto a que no le ha contado a nadie lo que ha hecho. Deberías tomártelo como un cumplido.

—¿De verdad lo crees?

—¡Por supuesto! —convino el pájaro dodo—. El viejo narigudo tiene razón. Sean cuales fueran los planes de Askary, necesita que estés lejos. Eso significa que eres especial. Y por eso precisamente eres la persona más idónea para fastidiar el asunto. No me cabe ninguna duda de que tienes que salir de este sitio. Luego debes averiguar dónde demonios está ese conducto de ventilación, o chimenea, o lo que sea, y cuando lo sepas tienes que hacer todo lo que puedas para destruir esa Scara… como se llame. Y si eso lo cambia todo por aquí, maravilloso. ¡Así que vete a hacer puñetas, Askary!

—¡Bien dicho! —dijo el mono narigudo.

—No queremos seguir viviendo así, Tom, correteando de un lado a otro como topos en una caja, pero no podemos hacer nada al respecto. Sin embargo, tú, chaval, puedes de verdad cambiar las cosas. Y debes hacerlo como sea, cueste lo que cueste. —Se levantó en la oscuridad un murmullo generalizado de aprobación y el pájaro dodo supo que había hablado en representación de todos. Entonces hinchó con orgullo lo que quedaba de su pecho apergaminado—. Y puedes empezar reuniéndote con Barry el Australiano.

Tom se quedó mirando el grupo de criaturas rotas, sin pelo, sin ojos, medio aplastadas y sucias que asentían en la oscuridad. Todas parecían un poco locas, pero el chico sintió el peso de sus esperanzas.

—¿De verdad creéis que se puede salir?

—Claro que se puede —dijo la suricata—. Solo necesitas un plan y un poco de suerte. Tras escuchar tu triste y desdichada historia, resulta evidente que eres el chico con menos suerte del planeta, pero tal vez tengas un plan, ¿no es así?

A Tom le costó reconocer la verdad.

—Pues… bueno, un conocido mío tenía un plan, aunque por desgracia…

—Muy bien, pues entonces nosotros tomaremos el control —trinó el pájaro dodo, mirando a Tom apasionadamente—. ¿Dónde está Plancton?

—Creo que aún duerme —murmuró el oso hormiguero.

—Pues entonces despertadla.

—¿Plancton no será por casualidad una rata blanca? —preguntó Tom, recordando el gran roedor de ojos rojos y olor a paja que era dejos y Melba y se perdió.

—Exacto. ¿La conoces?

—Esto… sí…

—Debió de descubrir una de tus rutas, Tom. Por alguna razón, August Catcher decidió llenarle la cabeza de historias de huidas. Lo cual resulta muy apropiado —dijo el pájaro con desdén, dándose golpecitos en la calva con una mirada de complicidad—. Oh, sí, al final hemos conseguido entenderlo. August Catcher era un hombre inteligente. Por favor, que alguien vaya a buscar a esa rata…

Una hora más tarde, Tom volvía a rastras hasta las escaleras y daba unos golpecitos en el zócalo. Se oyó el ruido de unos zuecos en los peldaños de arriba y, momentos después, Tom se encontró con la mirada preocupada de Evie.

—¿Por qué has tardado tanto?

Tom consiguió salir por la rendija y se sentó junto a ella, sacudiéndose la porquería del uniforme.

—¿No había nada?

—Algo sí que había —dijo él, preguntándose hasta qué punto debía confiarse a Evie—. Montones de basura que quedaron de los viejos tiempos del museo. Por desgracia, ninguna salida.

—¡Oh! —Evie estaba un poco decepcionada. Sin embargo, curiosamente, Tom parecía no estarlo. Todo lo contrario—. Pues eso… es malo, ¿no?

—No, no lo es —dijo Tom, sonriendo—, porque voy a tratar de escapar.

—¿Cuándo?

—En la noche de la fiesta anual de Navidad. Sea cuando sea.

Evie miró a Tom, perpleja.

—¿Te refieres al cumpleaños del doctor Logan? ¿El sábado que viene?

—¿El sábado que viene?

—¡Oh, sí! Es todo un fiestón. Todos los reclusos, todo el personal, más los amigos de él, que vienen de la ciudad. El año pasado fue una verdadera juerga.

Tom reflexionó unos momentos. El sábado. ¿Había tiempo suficiente?

—Pero no es una buena noche para salir de aquí, Tom. Desde luego que no. Habrá más vigilantes en la puerta, reflectores… Este sitio estará iluminado como un castillo. ¿No será eso un problema?

Tom volvió a colocar con cuidado el zócalo suelto. Su cabeza era un hervidero de ideas y posibilidades.

—Tal vez. Pero no si consideras la posibilidad de echarme una mano.

Evie lo miró fijamente.

—Sabía que ibas a pedirme eso. Lo sabía.

—No será mucho más de lo que has hecho ahora. Solo vigilar, esa clase de cosas.

Evie clavó la vista en el suelo y resopló.

—Pero ¿qué pasa si me pillan?

—¿Quién va a pillarte si están todos en la fiesta?

—Pero ¿y si lo hacen? Grimal me despedirá, eso seguro. ¿Y qué haré entonces? Tendré que ir con Slim a la fábrica. Una vez hice eso, lo que hacéis vosotros, cada día, durante un año. —Evie asintió con expresión sombría—. No pienso volver a hacerlo. Nunca más. Prefiero morirme de hambre.

Tom no dijo nada. Evie no habría podido ser más clara, y Tom sabía que probablemente él habría pensado lo mismo.

—Slim y yo no desayunamos chocolate cada día. No hay nadie que nos ayude salvo nosotros mismos, así que tenemos que apoyarnos, pase lo que pase. De lo contrario…

—¿Qué?

—Podría pasarnos lo mismo que a nuestros padres. —Evie se puso a darle vueltas al cepillo con expresión de tristeza—. Hay unas personas por ahí, ¿sabes? Puede que sean las mismas de las que has estado hablando. Todas tienen el mismo aspecto y no son exactamente… como nosotros. Se las ve en unas furgonetas, vagando por la noche.

—Entonces, ¿se los llevaron?

Evie asintió.

—Trabajaban en los embarcaderos, envasando pescado. Un montón de gente trabajaba allí. Muchísima. Ya no. Se los llevaron a todos, nadie sabe adonde. Por eso hay tantos huérfanos en Dragonport. Y la fábrica de laca es el único sitio que los quiere.

Tom no dijo nada durante unos instantes. Poco a poco todo empezaba a cobrar sentido. Quizá ese Dragonport del futuro no fuese solo una ciudad en ruinas en los confines del mundo… Quizá fuese mucho más peligroso de lo que él imaginaba…

—Y esa gente de la que hablas, ¿de dónde viene?

Evie se encogió de hombros.

—No lo sé.

—¿De Catcher Hall?

—Puede ser. A veces se ven las luces al otro lado del agua. El propietario es algún tipo importante. Slim cree que es una especie de centro de investigación.

—¿Slim? ¿Cómo lo sabe?

—Ha hablado con gente y ha estado muchas veces buscando a nuestros padres en aquellos viejos almacenes. Pero nunca los ha encontrado. Ahora esa parte de Dragonport es muy peligrosa: no conviene ir allí solo, y menos por la noche.

Tom no dijo nada. Por lo poco que le habían contado los animales, tenía fuertes sospechas de que iría precisamente allí.

—¿Sabes, Evie?, si salgo de aquí, voy a hacer algo para poner fin a todo esto. Para cerrar este manicomio, deshacerme de la gente que se llevó a tus padres y todo lo demás. Acabar con ellos para siempre.

Evie sonrió ante la idea.

—Es verdad. Eso es lo que voy a tratar de hacer.

Los ojos negros del chico casi daban miedo. Hablaba en serio.

—Eres realmente un chalado, ¿verdad? —dijo ella, sonriendo.

—Quizá —respondió Tom, radiante—. Pero antes tengo que escapar. ¿Lo pensarás al menos?

Evie resopló.

—De acuerdo, entonces. Lo pensaré. Eso es todo.

Los días siguientes pasaron en un suspiro. Cada noche, después de su turno, Tom hacía una visita en secreto al piso intermedio y comentaba los planes con los animales que vivían allí. Aparte de la huida en sí, la principal preocupación de Tom era engañar de algún modo a aquellos miles de diminutos escarabajos negros que descendían a su celda cada noche para vigilarlo. ¿Cómo iba a hacerles creer que seguía allí? Después de pensar un par de días fue a Plancton, la rata, a quien se le ocurrió una solución ingeniosa al problema, y el jueves por la noche hizo una demostración de su idea con la ayuda de la musaraña predicadora y sus feligreses.

—La técnica de Arcimboldo —declaró al acabar—. ¿Qué os parece?

Tom estaba tan asombrado que apenas podía hablar.

—Me parece que sois los roedores más extraordinarios que jamás han pisado la Tierra —proclamó el mono narigudo—. Bravo, hermanos y hermanas, bravo. Pero, si me lo permitís, con nuestra buena amiga el ave lira —añadió, indicando con un gesto una pequeña silueta marrón encaramada en las vigas—, podríamos hacerlo aún más convincente…

Aquella noche fue la primera vez que Tom creyó realmente que todo ese plan absurdo podía funcionar. Aunque los raídos colibríes no pudieron indicarle con exactitud dónde estaba la famosa pfeilstorch, salvo que se hallaba en un viejo despacho cercano a la orilla del agua, y aunque no tenía la menor idea de lo que podía suceder-le en Dragonport una vez que abandonase la seguridad del manicomio, la emoción de poder escapar de verdad resultaba cada vez más difícil de contener. Por más que Tom tratase de mantener una apariencia tranquila, en realidad, tenía los nervios de punta.

—Pareces muy contento —dijo el doctor Logan al ver a Tom engullendo el desayuno cuando hacía su ronda el viernes por la mañana—. Estás deseando iniciar la jornada laboral, ¿no es así?

Por fortuna, Tom no pudo responder enseguida, ya que tenía la boca llena de granos de chocolate, y se limitó a asentir con fuerza.

—Además me han dicho que se te da muy bien. Debo decir que estoy sorprendido. La mayoría de mis pacientes lo detestan, sobre todo los más inteligentes.

Tom comprendió que el doctor Logan esperaba una respuesta y señaló la hilera de banderines colgada del techo.

—¡Oh, entiendo! Ese es el motivo, ¿verdad? Por supuesto, estás deseando que llegue mi fiesta. Yo también. Espero que sea la mejor fiesta de tu vida.

Tom tragó con fuerza.

—Sí.

—La enfermera Manners ha estado muy ocupada en las cocinas. He oído algo acerca de una tarta de cumpleaños muy especial. Bizcocho de chocolate de tres pisos, relleno de trufa blanca, chocolate por encima y una montañita de nata para acabar.

—Genial —dijo Tom, sintiendo que se le revolvían las tripas solo de pensarlo.

—Sí. Bueno, por lo menos no tendrás que ir a estirar laca al día siguiente. Es domingo. Puedes dormir para recuperarte.

El doctor Logan sonrió. Tom tuvo la sensación de que intentaba ser simpático, aunque no tenía ni idea de cómo hacerlo.

—Nunca has visto el fruto de tus esfuerzos, ¿verdad?

Tom dio un trago de zumo de escarabajo y negó con la cabeza cortésmente. El doctor Logan rebuscó en su bolsillo y sacó un paquetito marrón.

—Aquí tienes —dijo, sacudiendo el paquete hasta que cayeron unos pequeños copos dorados en la mesa—. Laca hecha a mano de Spong, la mejor laca hecha a mano del mundo. Si se funde esto, se puede utilizar casi para cualquier cosa. Maravilloso, ¿verdad?

Tom no habría podido estar menos interesado en el resultado de su arduo trabajo de sol a sol, pero le llamó la atención el curioso sello redondo que se veía en la parte superior del paquete.

—¿Puedo verlo?

—Por supuesto.

Tom lo cogió y examinó el logotipo. «Spongs», decían las grandes letras impresas junto al borde. En el centro aparecía la extraña silueta de un ave zancuda con el cuello atravesado por una flecha.

El doctor Logan observó a su paciente con atención. De pronto el chico parecía conmocionado.

—¿Te parece raro?

—¿Eh?… No, o sea, sí, mucho. ¿Por qué, por qué…?

—¿Por qué tiene esa cigüeña el cuello atravesado por una lanza?

No tengo la menor idea, pero salió de este museo. El viejo Ebenezer Spong es todo un coleccionista. Compró esa ave, y le gustó tanto que decidió utilizarla como distintivo. Encontrarás ese sello en cada paquete de laca de Spong. Se trata de un símbolo famoso.

—¡Uau! —exclamó Tom—. ¡Es… increíble!

El doctor Logan miró a Tom con curiosidad. Los ecos eran muy intrigantes. Nunca se podía adivinar lo que estaban pensando.

—De hecho, he invitado a Ebenezer a mi fiesta. Ya es muy mayor, pero, si te interesa, estoy seguro de que él estará encantado de hablarte más de la cigüeña. Me suena que la tenía expuesta en su despacho —dijo el doctor Logan, sonriente, antes de alejarse para molestar a otro.

Tom se quedó mirando su desayuno con el corazón acelerado. Al fin y al cabo, quizá no fuese el chico menos afortunado del planeta. De pronto había sucedido algo bueno, algo que nunca habría podido predecir. El despacho de Ebenezer Spong, eso era: en los viejos embarcaderos… Pero ¿cómo iba a llegar hasta allí? Después de todo lo que Evie había dicho, esa parte de Dragonport parecía muy peligrosa. Sin embargo, había alguien que tal vez pudiese ayudarlo, alguien que ya había estado allí… Si era posible convencerlo…

Una hora más tarde, Tom se hallaba de pie en un rincón de la sala Nueve A, esperando a que la sirena señalase el comienzo del turno. Slim estaba recostado en un poste de acero escuchando a Tom, que le explicaba en voz baja lo que pretendía hacer. Cuando este acabó de hablar, una sonrisita de satisfacción se extendió por el rostro del chico.

—Y si le explico todo esto a Loagy, ¿qué harás entonces, Tomsk?

Tom se encogió de hombros, aparentando indiferencia. Slim se sacó un trocito de chicle negro de detrás de la oreja y empezó a masticarlo con aire pensativo.

—Tal como yo lo veo, eres tú quien tiene que hacerme un favor a mí para que mantenga la boca cerrada, y no al revés.

A Tom no le sorprendió que Slim tratase de sacar provecho, y estaba preparado.

—Si hicieses eso, Slim, me pregunto qué me ocurriría. Lo más seguro es que me metieran en una cárcel y me condenaran a una vida de duro trabajo, nunca volvería a ver mi casa ni a mi familia. De hecho, sería como si no existiera.

Slim sonrió de oreja a oreja.

—En eso tienes razón, Tomsk. Estarías metido en un buen lío.

—Entonces, ¿qué puedo perder?

Los ojos de Tom no se apartaron ni un solo instante del rostro afilado de Slim mientras su sonrisa se convertía en un gruñido. Se jugaba el todo por el todo…

—Pero, claro, Evie se quedaría sin empleo.

—¿Qué?

—Y tú también, Slim. Tal vez algo peor.

—Ah, ¿sí? —El chico se encaró con él con gesto airado—. ¿Y cómo encaja eso?

—Evidentemente, me vería obligado a explicar que ella me ha ayudado.

—No te ha ayudado.

—Sí que lo ha hecho. Y, lo que es más, te lo ha contado. Así que tú también estás implicado. Si se lo dijeses al doctor Logan la delatarías a ella y te delatarías a ti mismo.

—No daría crédito a lo que dijese un chalado.

—¿Y te lo daría a ti? Dicen que por aquí hay montones de huérfanos hambrientos.

Slim miró las hogueras con una mueca. Si la amenaza velada de Tom le hacía algún efecto, lo disimulaba muy bien.

—Por favor, Slim, ¿por qué no me ayudas? Eres la única persona que conozco que ha estado en los muelles. Sabes cómo es aquello ahora. Lo único que quiero es buscar el despacho de Ebenezer Spong. Eso es todo. Y aparte de todo lo demás, sería divertido, ¿no crees?

Tom clavó la vista en el chico fibroso de cabeza rapada que se negaba a mirarlo a los ojos.

—Con dos condiciones —susurró sin apenas mover los labios—. La primera es que si le cuentas a alguien de este equipo lo que vamos a hacer te mato. ¿Lo entiendes?

Tom lo entendía perfectamente. Slim nunca podría continuar siendo el líder de esa sala si se sabía que estaba ayudando a un chalado. Ya era bastante malo que estuviese hablando con él.

—¿Y la segunda?

Slim se enderezó hasta alcanzar toda su estatura, no demasiado impresionante.

—Pase lo que pase, conduzco yo.

Tom se encogió de hombros.

—De acuerdo. Pero ¿acaso sabes conducir?

Slim se volvió hacia él y sonrió de oreja a oreja.

—No. Esta será la primera vez.