6
La pluma irisada

A pesar de la feroz chispa de rebelión que ardía en su interior y que Tom protegía tan celosamente como si fuese la llama de una vela en una tormenta, transcurrió casi una semana antes de que tuviese otra idea. Durante ese tiempo, vivió sumido en una duermevela. Cada día era igual: Tom se levantaba al alba, se ponía su áspero uniforme, devoraba un desayuno de granos de chocolate y zumo de escarabajos, caminaba fatigosamente hasta la fábrica para estirar su cuota diaria de laca, y luego, diez horas después, volvía otra vez, para cenar más chocolate y dormir. Era la existencia de una máquina: monótona, agotadora y muy, muy aburrida. A medida que los brazos y piernas de Tom se acostumbraron al estiramiento constante, el trabajo se volvió más fácil, pero nunca pudo fingir que disfrutaba de él. Como los demás niños de la sala Nueve A, su vida giraba en torno al número que el capataz marcaba en el contador; el resto no significaba nada.

Así, Tom sintió cierta satisfacción sombría al final de la primera semana, cuando colocó su última lámina estirada al mismo tiempo que Slim colocaba la suya.

—¿Ya has acabado, Tomsk? —bufó mientras ponían uno tras otro las tablas en la cinta transportadora.

—¡Sí! —dijo Tom, enjugándose fatigado el sudor de la frente—. Yo ya estoy.

Slim bufó de mala gana y Tom reprimió una sonrisa; sabía que se trataba de una pequeña victoria.

—Entonces más vale que ayudes a ese crío —le espetó Slim mirando a Francis, el cual se inclinaba y estiraba una y otra vez, tan despacio que casi resultaba doloroso de ver—. Porque aquí somos todos para uno y uno para todos, ¿no es así?

De vez en cuando, después del trabajo, a los reclusos se les permitía salir al estrecho patio situado en la parte trasera del edificio. Los muros eran tan altos que el sol nunca brillaba en aquel lugar. De hecho, era como estar en el fondo de un pozo, pero al menos era otro sitio. Tom ocupaba su lugar en la lenta fila que arrastraba los pies por los adoquines, y había cierta camaradería extraña entre todos. Casi todo el mundo era un eco de alguna figura prominente del régimen de Scarazand: generales, espías, envenenadores, copias de don Gervase y unos cuantos niños raros… Iban y venían con alarmante velocidad, pero por algún motivo se mantenía el raro ambiente de tenaz alegría. Tal vez fuese por aquel chocolate o quizá por el estado anímico natural de los ecos. Desde luego tenía algo que ver con estar metidos en aquel manicomio veinticuatro horas al día, sin poder salir. Tom apenas llevaba allí una semana y ya se daba cuenta de que se estaba volviendo un poco rarito.

Y eso tenía que ver con las cosas que faltaban: cosas normales y aburridas que siempre había dado por sentadas. Los olores, por ejemplo. Como todos los demás, Tom se había vuelto adicto a la dieta constante de dulce chocolate y zumo de escarabajos, pero a veces se quedaba cerca del hueco de la escalera de la cocina solo para captar un olor de berza vieja que echaban de vez en cuando en la mezcla. Hasta el hedor acre de la ropa hervida se volvió tan exótico e interesante como los huevos con beicon… Lo mismo ocurría con los sonidos. Tom se esforzaba por oír el estruendo distante de una sirena de niebla en el estuario, o el petardeo de un motor más allá de los altos muros. Esos pequeños retazos de vida adquirían un significado extraordinario: eran las únicas señales de que aquella isla del viejo Dragonport, oculta por las nubes, no había sido completamente abandonada por el mundo.

£n la mañana del séptimo día, Tom tuvo una sorpresa. La alarma sonó como de costumbre. Con un sonoro bostezo, Tom se dio la vuelta y se quedó mirando la pared. A la luz gris contempló como se retiraban de forma ordenada las cuadrículas de pequeños insectos de ojos rosa, igual que hacían cada mañana.

—¡ARRIBA! ¡ARRIBA! ¡ARRIBA, PEREZOSOS!

El estrépito continuaba, pero la voz aguda no era la del señor Grimal. Se oyó un coro de toses y el sonido de arrastrar los pies. Cuando Tom salió al largo y estrecho pasillo vio la forma cuadrada de la enfermera Manners, que agitaba con entusiasmo una pandereta con sonajas de acero.

—Ajá, pero si está aquí el propietario —dijo ella, dejando por fin de armar jaleo—. Me han dicho que te has adaptado a la laca como un pato al agua. El capataz está muy impresionado. Eres un trabajador modelo.

En los pequeños labios rojos de la enfermera Manners había una sonrisa malintencionada que Tom no pudo dejar de reconocer. Pero se negó a morder el anzuelo.

—¿Cómo está usted?

—Oh, muy bien para ser domingo, que es el día libre del señor Grimal, por supuesto. Y también el tuyo.

—¿El mío?

—¡Desde luego! La fábrica cierra los domingos, así que puedes pasarte toda la mañana en el comedor comiendo granos de chocolate. ¿A que es lo que más te apetece? —Le alborotó el pelo como si fuese un perro—. Seguro que sí.

Tom estuvo a punto de responder que habría preferido comer barro, pero decidió no hacerlo.

—Vete ya —dijo ella, indicándole las escaleras con un gesto—. Eso es. Hacia allá.

Obediente, Tom se alejó sin prisa. Cada vez tenía más ganas de enemistarse seriamente con la enfermera Manners, aunque sabía que no le serviría de nada. Cuando entró en la sala principal, con aire despreocupado, se dio cuenta de que el ambiente era distinto: no acababa de ser relajado, pero poco faltaba.

—Muy buenos días tenga usted —dijo un don Gervase, deslizándose en el banco enfrente de Tom.

Aunque todos tenían el mismo aspecto, Tom reconoció a ese eco de su primer día, pues tenía el pelo largo y grasiento, y un sombrero encajado con fuerza en la parte posterior de la cabeza.

—Hola —dijo Tom, poniendo cara de asco mientras machacaba con los dientes su primera cucharada de granos bañados en laca.

—¿Cómo te va la vida en el manicomio?

Tom masticó con aire pensativo. No estaba nada seguro de poder comerse aquello.

—Hay mucho chocolate.

—¿A que sí?

—También hay mucha laca.

—Y cuanto menos se diga sobre eso mejor —dijo el don Gervase de voz grave antes de meterse una bola de chocolate en la boca. La chupó con fuerza durante un rato; luego se sacó de la boca con cuidado un húmedo cubo anaranjado y lo colocó en su cuenco.

—¿Qué haces? —preguntó Tom.

—Pescar. Eso, amigo mío, es un auténtico trozo de zanahoria.

—¿De verdad?

—Los esconden a propósito. Terrible, ¿no?

Tom miró con deseo la exigua hortaliza. Pero luego recordó dónde había estado.

—Solo puedo hacerlo los domingos —dijo el don Gervase antes de meterse otra bola en la boca y chupar fuerte—. Se tarda demasiado. Pero con dedicación y suerte se puede conseguir una porción respetable de algo. Una vez logré reconstruir un plátano entero.

Tom se quedó mirando su propio montón de granos brillantes con un interés vago.

—¿Dónde está tu amigo? —preguntó Tom—. El de la cola de caballo.

—¿El Jabón? —El don Gervase se limpió la boca con mucha delicadeza—. Bueno, nadie vive para siempre, ¿verdad? Y en realidad, ¿quién quiere hacerlo, metido en este sitio sin poder salir?

Tom se quedó desconcertado.

—Entonces…, ¿ha muerto?

—Estaba muy cerca del final de su duración, así que era de esperar. Hay tanto movimiento que la mitad de los que están aquí deben de ser nuevos —dijo el eco mientras recorría con la mirada la concurrida sala—. ¿Verdad que es extraño ser tan viejo cuando vida es tan corta? —preguntó, guiñando el ojo—. Ahora que lo pienso, él estaba deseando hablar contigo. Porque lo tenía todo planeado.

—¿Qué tenía planeado?

—Oh, ya sabes, esa idea tuya. Huida, destrucción de Scarazand, etcétera. Todo eso. Lástima, porque ahora está muerto. —El don Gervase mordió con entusiasmo la zanahoria—. Esta mañana me siento afortunado. ¿Vas a comerte eso? —dijo, observando el desayuno intacto de Tom.

—Pues… no.

—Excelente.

El don Gervase deslizó el cuenco hacia él y, con glotonería, se metió en la boca algo redondo y brillante que empezó a chupar ruidosamente. Tom no podía contener la decepción.

—Supongo que no le contaría el plan que había tramado, ¿no?

—¿Contármelo? Eh… no sé si lo hizo. Pero claro, no hacía falta.

El don Gervase se sacó de la boca lo que podía haber sido un guisante y lo miró con aire pensativo.

—¿Por qué no?

—Porque lo dibujó todo. En el polvo, debajo de su cama. Supongo que sigue allí. —El eco saboreó el guisante cuidadosamente, como si fuese el mejor de los caviares y, cuando acabó, sonrió. Tom intuyó que estaba disfrutando del suspense—. ¿Te gustaría verlo?

Cinco minutos más tarde subieron las escaleras con estrépito y entraron en una habitación gris, no mucho mayor que la de Tom, con dos literas contra cada pared. Aquello parecía mucho más una prisión, y el trozo de ventana era aún más miserable.

Aquí —dijo el don Gervase, retirando la litera de la pared, debajo había una serie detallada de garabatos, conectados mediante flechas y rayas—. No está mal, ¿eh?

Tom se rascó la cabeza, tratando de encontrarle sentido. Había chimeneas, puertas, árboles, montañas, flechas, monigotes…

—Salir de este sitio sería endiabladamente complicado pero, entonces, lo único que necesitas es echar una bomba en ese conducto I de ventilación y luego… ¡bum! Una preciosa explosión.

—¿Conducto de ventilación? —dijo Tom—. Te refieres a la chimenea.

—Saca todo ese gas nocivo de la cámara de la reina, por supuesto. Es el punto más débil de Scarazand, ¿no es así? El único lugar en el que la colonia establece contacto directo con el suelo.

Tom trató de disimular su emoción. Aquel era el mayor secreto de Scarazand, el lugar que los escarabajos habían logrado ocultar durante miles de años…, un pequeño agujero no más grande que un pozo, justo encima del corazón de la colonia…

—Pero ¿sabía él dónde estaba el conducto de ventilación? —preguntó Tom, buscando en los garabatos un agujero o algo parecido.

—Oh, sí. Lo sabía.

—¿Está aquí?

—¿Qué?

—¿Lo dibujó?

El don Gervase se quedó mirando los extraños garabatos y se frotó la barbilla.

—Es una buena pregunta. ¿No está ahí?

Señaló lo que podía haber sido una chimenea larga y fina. Había como una explosión en la parte superior, rodeada de garabatos y flechas. Ese debía de ser el conducto de ventilación. Pero ¿eran aquellas nubes de gas, o pájaros, quizá incluso árboles… una selva?

—¿Y cómo se supone que voy a encontrar ese sitio?

El don Gervase se sacó del bolsillo un grano de chocolate y lo masticó con aire pensativo. Sabía que Tom estaba pendiente de sus palabras.

—No va a ser fácil.

—¿Por qué no?

—Porque es un secreto. El mayor secreto de todos. —El don Gervase observó con atención los garabatos y miró de nuevo a Tom—.

El Jabón me contó muchas cosas acerca de su plan. El problema es que no las recuerdo todas.

—¿No?

El eco negó con la cabeza. Tom se quedó mirando con desesperación los dibujos del suelo.

—pero ¿cómo es que él podía saber todo esto y tú no puedes?

—El Jabón era un poco distinto de nosotros. Parecía saber muchas más cosas y entender de muchas más cosas. Lo siento, amigo. Puede que haya otro que…

En ese momento se abrió la puerta y entró un vigilante con una bolsa grande y una escoba.

—Son ustedes muy considerados, caballeros. Gracias. —En un solo movimiento barrió el polvo con los garabatos—. Me alegro de verlo por aquí, señor Scatterhorn. Nos gusta ver que hace nuevas amistades. —Con una mano enguantada echó en la bolsa el viejo sombrero del Jabón—. ¿Más basura?

Se quedaron sentados en un silencio cargado de tristeza hasta que el vigilante salió por la puerta. Tom no sabía si sentirse enfadado o decepcionado ante aquella ocasión que se le había escapado entre los dedos.

—Intentaré recordarlo —dijo el eco cuando se hubo marchado el vigilante—. Ya me acordaré. Solo tengo que recordar las palabras exactas.

Tom se pasó aturdido el resto del día. Cuantas más vueltas le daba a aquella gran oportunidad perdida más se desanimaba. Si hubiese trabado amistad desde el primer momento con aquel don Gervase de mirada rebelde… Debería haber aprovechado la oportunidad… Pero era fácil distraerse con todo aquello: la fábrica, el manicomio, el futuro… y tal vez, lo reconocía, nunca creyó realmente que esos ecos pudiesen ser distintos entre sí, o que tuviesen la capacidad de ayudarlo. Parecía tan improbable… ¿Cómo podían conocer el modo de destruir Scarazand, el lugar que los había creado?

—¡Ten cuidado!

Tom estaba tan absorto en sus pensamientos que no vio a Evie arrodillada en las tinieblas, barriendo los rincones de la oscura y sinuosa escalera. Bajo la boina anaranjada apareció la cara angelical y enfadada de la niña, que bajó a tientas para recoger el cepillo que Tom le había arrancado de la mano de una patada.

—Lo siento. No… te he visto.

Evie gruñó algo en respuesta.

—Lo siento.

Se hizo un incómodo silencio.

—Trabajar en domingo no puede ser muy divertido —dijo Tom, buscando con poca convicción algo que decir.

—Es mejor que lo que tienes que hacer tú. Tuve suerte de conseguir esto —murmuró Evie, volviendo a barrer—. Mi hermano detesta este sitio. Dice que lo quemaría si pudiera.

—¿Tu hermano trabaja en la fábrica?

Evie asintió con la cabeza.

—Piensa que, para ser un chalado, eres buen chaval —dijo, sonriendo para sus adentros.

Tom estaba sorprendido: apenas había hablado con Evie desde que se encontraba allí, pero era consciente de que ella lo había estado observando. Ahora, por primera vez, parecía contenta de hablar. Tal vez fuese porque el señor Grimal no estaba.

—¿Y quién…?

—Slim. Ese es. Slim Spry.

Cuando ella pronunció las palabras, Tom vio inmediatamente el parecido de familia: los ojos muy separados, los pómulos marcados… Sonrió; así que Slim pensaba que era un buen chaval, vaya, vaya.

—Por cierto, no soy un chalado.

—Eso le he dicho yo.

Tom miró a Evie con curiosidad.

—¿Así que te das cuenta?

—He visto a bastantes. Debería saberlo. —Lo miró—. Tienen algo en los ojos, ¿verdad? Algo que muestra que no están bien de la cabeza.

Tom reflexionó un momento. ¿Debía decirle algo más? ¿Podía confiar en ella? No estaba seguro… Evie se puso a barrer el peldaño superior y dijo:

—Y entonces, ¿por qué te han metido aquí? Debe de ser algo malo. ¿Has cometido un crimen o algo así?

—¿Un crimen? Claro que no.

—Pues tiene que ser algo grave, porque estás en la celda especial. Es la celda de los chiflados de primera clase.

Tom asintió con expresión sombría: ya lo sospechaba.

—Pero Slim dice que no eres nada violento.

—Evie, no he asesinado a nadie —respondió Tom secamente—. Estoy aquí porque quieren quitarme de en medio por algún motivo.

—¿Quiénes?

—Ya sabes, don Gervase Askary y todos sus colegas de Scarazand . El jefe del doctor Logan. Los escarabajos.

Evie vació la basura en el cubo y lo observó con suspicacia.

—¿Los escarabajos? —repitió, como si aquello confirmase de algún modo que Tom era efectivamente un chalado.

—Sí. Los escarabajos. Como toda la gente que hay en este sitio. Son copias. Duplicados. Escarabajos eco.

Evie se quedó mirando a Tom.

—Por eso están aquí. Por ese motivo llevan todos tatuajes en los brazos y no viven mucho tiempo. Puede que parezcan normales, pero aquí arriba —se dio unos golpecitos en el cráneo— son insectos.

—¡Bah!

Estaba claro que a Evie todo aquello le resultaba difícil de creer.

—¿Pues qué crees que son?

—Ni idea… ¿Simples chalados?

—No son chalados, Evie. Sin duda debes haberte dado cuenta de que muchos de ellos tienen el mismo aspecto, ¿no es así?

Eso es porque son impostores, dobles.

—¿Qué?

Todos tienen la fantasía de ser el mismo tipo, don Comosellame, ¿no? —respondió ella, negándose a cambiar de postura—. Es el jefe de otro país o algo así, y todos lo quieren, y desean parecerse a él, y eso está causando muchos problemas. Así que alguien ha decidido que lo mejor es encerrarlos a todos aquí, en la isla de Dragonport, para quitarlos de en medio. ¡Insectos! —exclamó—. ¡Escarabajos! Nadie ha oído hablar de eso.

Tom la miró frustrado y se preguntó cuánto sabía nadie realmente de aquel manicomio en Dragonport.

—Lo siento, Evie, pero te prometo que eso es lo que son. Sé que suena raro y extraño, y créeme, en el lugar de donde vengo no se considera nada probable. Sin embargo, es cierto. Eso es lo que son, y yo no lo soy. Yo soy normal, igual que tú. Por eso te diste cuenta de que era diferente.

Evie dejó de barrer. Lo miró con cautela y Tom intuyó que por fin empezaba a creerlo.

—Escarabajos, ¿eh?

Tom asintió con la cabeza.

—Copias indeseadas de don Gervase Askary. No pueden matarlos porque eso lo debilitaría. Así que los envían aquí para que trabajen hasta morir.

—¡Evie! ¿Dónde se ha metido esa niña? ¡Evie Spry!

La voz de loro de la enfermera Manners graznó desde el pasillo del piso superior. Evie se apresuró a esconder cepillo y recogedor en el cubo. Era evidente que la buscaban.

—Por eso tengo que irme de aquí —susurró Tom, tan alto como juzgó prudente.

—Oh, ¿de verdad?

—Sí.

—¿Y cómo va a pasar eso?

—No lo sé. Me estaba preguntando… —Tom hizo una pausa: ¿cómo decirlo?—. Conoces muy bien este lugar, ¿no es así?

Evie se encogió de hombros.

—Bastante bien.

—Puede que aún esté… En los viejos tiempos, muchos años atrás, solía haber lugares en este museo que conducían de un sitio a otro. Como portales. Había una cesta de mimbre debajo de las escaleras cuyo fondo no se podía palpar, y un agujero en una pared de la planta baja, que transportaba…

Tom se interrumpió al ver la expresión de Evie.

—¿No?

Evie negó con la cabeza.

—No. He limpiado cada rincón de este edificio y puedo asegurarte que aquí no hay nada así. De hecho, parecen muy empeñados en manteneros a todos encerrados.

Oyeron el sonido de unas pisadas malhumoradas y decididas que subían las escaleras.

—¡Evie Spry! ¿Eres tú?

—¡Ya voy! —exclamó ella, reuniendo sus trastos.

—Si alguna vez encuentras algo así, ¿podrías hacérmelo saber? Porque estoy decidido.

Evie Spry cogió su cubo. Tom estaba muy serio; casi parecía viejo y joven al mismo tiempo.

—No se lo digas a nadie.

—Puedes estar seguro de que no lo haré.

Y se alejó. Tom permaneció unos momentos en la oscuridad, preguntándose si Evie se confiaría a la enfermera Manners, o al señor Grimal, o incluso al doctor Logan… Algo le decía que no, que a Evie le gustaba aquel sitio casi tan poco como a él. Ambos estaban atrapados allí, aunque fuese de distinta forma. Despacio, Tom empezó a subir fatigosamente la estrecha escalera de caracol, y casi había llegado arriba cuando llamó su atención un objeto brillante que ocupaba el centro del oscuro peldaño que tenía delante. Se agachó y lo cogió. Era una pequeña pluma irisada, que lanzaba destellos verdes y dorados en la oscuridad. Resultaba evidente que había pertenecido a algún pájaro exótico: un loro, o tal vez un colibrí… Lo primero que se le ocurrió a Tom fue entregársela a Evie, creyendo que debía de ser suya, pero enseguida cambió de idea… Tras meterse la pluma en el bolsillo con mucho cuidado, Tom subió corriendo el resto de las escaleras y salió al largo pasillo del piso superior.

—¡No hables con ella, Scatterhorn, está ocupada! —exclamó la enfermera Manners desde la mesa del fondo sin alzar la vista.

Allí estaba Evie, barriendo frenéticamente el rincón con la frente fruncida.

—Así es, ya se ha pasado demasiado rato charlando y tiene que tener barrido este pasillo antes de que me vaya a casa.

—Oh.

Tom puso su mejor cara inexpresiva y atisbo inocentemente dentro del cubo de Evie. Entre el polvo había otra pluma, azul y bordeada de oro, y en el fondo otra más de un rojo intenso.

—¿De dónde han salido las plumas?

Evie no se atrevió a dejar de barrer, pero le indicó con un gesto la estrecha escalera.

—Del rellano de abajo —susurró—. No paran de salir de debajo del zócalo. Bueno, ya me has causado bastantes problemas…

—¡He dicho que la dejes en paz, señor Scatterhorn! —chilló la enfermera Manners con irritación—. ¡Evie Spry, ignóralo!

Evie bajó la cabeza y empezó a barrer más deprisa, tratando de no mirar a Tom, que hurgaba en el cubo.

—No te pases, ¿vale? —murmuró la niña.

Tom se metió la pluma roja en el bolsillo y le guiñó un ojo.

—Soy un chalado, ¿te acuerdas?

—¡Señor Scatterhorn, por favor!

Con su mejor sonrisa, miró a la enfermera Manners y luego le hizo una profunda reverencia.

—Lo siento mucho —dijo—. De verdad.

La enfermera Manners puso los ojos en blanco y volvió a sus notas.

Tom bajó las escaleras como si tal cosa. En cuanto llegó al rellano de abajo se puso de rodillas y vio de inmediato a qué se refería Evie. En el rincón, cerca de la pared, el zócalo se había separado de las tablas del suelo dejando una estrecha rendija negra, lo bastante ancha para que Tom metiese el dedo. Curiosamente, no pudo palpar ninguna pared detrás. De haber tenido una linterna, habría podido atisbar el interior… ¿Qué había allí? Sin duda era alguna clase de hueco, tal vez lleno de polvo procedente de las escaleras. ¿O era algo muy distinto? Tom no lo sabía, pero su imaginación empezó a desbordarse. Quizá… quizá…

A lo largo de la semana siguiente, la estrecha rendija negra situada bajo el zócalo se convirtió en la obsesión de Tom. Metió un cuchillo a través del hueco para averiguar hasta dónde llegaba (con resultados no concluyentes); trató de arrancar el zócalo de la pared (imposible); incluso apoyó un vaso en la madera y escuchó por si oía sonidos en el interior (nada de nada). A pesar de todo ello, Tom estaba seguro de que había un espacio sin explicación entre los dos pisos nuevos que dividían la vieja ala oeste. Una y otra vez, subía y bajaba por la estrecha escalera haciendo ruido con los zuecos, contando el número de peldaños y comparándolo luego con su cálculo de la altura del techo en el piso inferior. Las matemáticas nunca habían sido su fuerte, pero Tom estaba convencido de que la altura del techo no se correspondía con el número de peldaños, lo que significaba que debía de haber alguna clase de espacio intermedio entre el segundo y el tercer piso… No sabía por qué debía ser; tal vez guardase relación con la distribución de las ventanas, aunque aquello no explicaba la presencia de las plumas. Las plumas… La mente de Tom rebosaba de posibilidades; ¿quedaban algunas reliquias del museo allí abajo, dejadas allí por accidente, o tal vez incluso…?

El auténtico avance se produjo el viernes, justo cuando Tom extendía fatigado su última pieza de laca sobre la tabla. Tras volverse sin aliento hacia la cinta transportadora, hacía cola detrás de los demás niños agotados cuando vio algo que rodaba por el fondo de uno de los compartimentos de madera vacíos que llegaban allí desde abajo. Era un cincel corto y sólido con un extremo ancho y plano. Era evidente que había caído allí por accidente.

—¡Ojo con lo que haces, Tomsk! —gritó la niña que estaba delante cuando Tom la apartó de un empujón y, rápido como un rayo, agarró la herramienta y se la guardó en el calcetín.

Se incorporó sacudiendo la pernera del pantalón y se encontró con la mirada de Slim.

—¿Para qué quieres eso, chalado?

Tom se encogió de hombros con gesto evasivo y cogió su tabla —No es asunto tuyo, Slim. Y, por cierto, no soy un chalado.

Slim frunció el entrecejo.

—Me han dicho que tienes pensado escaparte.

—Puede que sí.

—¿Qué sentido tiene eso? Pronto estarás muerto.

—No lo creo.

Slim miró a Tom y vio en sus ojos una feroz determinación que resultaba sumamente insólita para un recluso.

—Estás decidido, ¿no es así, Tomsk?

Tom asintió con la cabeza.

—Tal vez puedas ayudarme.

—¿Ayudarte a ti? —preguntó Slim, antes de echarse a reír con brutalidad—. ¿Y por qué debería yo ayudarte?

—Porque no tienes nada mejor que hacer. Porque detestas este sitio tanto como los demás. ¿Y por qué no?

Era una pregunta para la que Slim no pudo pensar una respuesta de inmediato. Miró a Tom con la frente fruncida y se apartó.

Esa noche, cuando el hueco de la escalera estaba en silencio, Tom se puso a trabajar con su pequeño cincel de acero. Tras unos cuantos intentos vacilantes, lo pasó por la parte superior del zócalo y descubrió que funcionaba como una palanca perfecta. Al cabo de pocos minutos, se oyó un fuerte crujido y un extremo del zócalo se apartó de la pared. Un tirón más y… A Tom se le aceleró el corazón. Palpó con los dedos la parte de atrás: no había nada, nada, estaba vacío, y eso resultaba alentador; si lo apartaba conseguiría colarse por el hueco y entrar en… ¿dónde? ¿Y si no había nada allí abajo? ¿Y si el señor Grimal o la enfermera Manners encontraban el zócalo tirado en el rellano? Seguramente ordenarían volver a clavarlo con tanta fuerza que Tom nunca podría volver a salir. No, debía dejarlo. Ser paciente. Planearlo bien. Eso era lo más sensato. Pero en ese momento Tom no se sentía muy sensato, sino desesperado. Sin embargo, la desesperación no lo llevaría a ninguna parte. Con el corazón en un puño, Tom volvió a colocar el zócalo en su lugar, cerrando la puerta que se había abierto para él.

—. Entonces, ¿no tardarás?

Eran las dos y media de la tarde del domingo siguiente, y todo el manicomio roncaba. Evie estaba sentada un par de escalones por encima, observando con impaciencia mientras Tom empezaba a abrir cada extremo del zócalo haciendo palanca con cuidado. El chico había decidido confiarse a ella a sabiendas de que la niña podía volver a colocar el zócalo en su sitio si pasaba alguien. Y para ponérselo más fácil había quitado los viejos clavos oxidados que lo sujetaban y los había sustituido por unos pegotes de miel al chocolate procedentes del comedor para que hiciesen de cola.

—Es difícil de saber —susurró Tom, sin querer confesar que esperaba no volver jamás—. Tanto puedo tardar cinco minutos como una hora. Pero si tardo más, no te preocupes. Ciérralo y sigue con lo tuyo.

Evie, nerviosa, lo miró ceñuda.

—Pero ¿qué pasará cuando vengan a cerrar las celdas esta noche y vean que no estás? Seguro que me preguntan a mí, porque saben que hemos estado hablando y todo eso.

—Cuéntales cualquier cosa, Evie, salvo que he bajado por aquí.

Tom apartó el zócalo y se asomó a la oscuridad que se extendía más allá. No veía nada en el vacío, pero el hueco era lo bastante grande para poder colarse.

—Pero habrá problemas, ¿no? ¿Y si te quedas atrapado?

Tom se volvió a mirar su pálida cara de preocupación.

—Solo voy a explorar un poco, Evie, eso es todo. Volveré.

—Más te vale —dijo ella, mirando cómo Tom conseguía pasar a través de la estrecha rendija.

—Adiós, pues.

Tras encajar el zócalo encima del hueco, Evie se sentó de mala gana en las escaleras, dispuesta a montar guardia.