5
Luchar contra el poder

—¡Levántense y salgan! ¡Levántense y salgan! ¡Préstenme atención, señoras y señores!

Tom se incorporó en la cama y abrió los ojos con aire aturdido. Le daba la impresión de haber dormido durante varios días. Había soñado que estaba en la cárcel por un crimen que no había cometido, y justo cuando se disponía a fugarse utilizando una cuerda que colgaba convenientemente del techo, el señor Grimal apareció golpeando un cazo…

—¡Y usted también, señor Scatterhorn!

El señor Grimal golpeó la puerta con el cazo.

—¡Levántate!

Frotándose la cabeza, Tom se bajó de la cama y vio que los insectos negros de la cuadrícula se retiraban a sus agujeros, dejando vacías las paredes blancas. Sí, estaba en la cárcel. No era un sueño.

—Ajá… Si está aquí el propietario. Ya nos encontramos mejor, ¿no es así?

Tom vio que el señor Grimal caminaba hacia él con paso decidido mientras una fila de reclusos bajaba las escaleras arrastrando los pies.

—¿Cuánto tiempo he dormido?

—Veinticuatro horas, lo cual es más que suficiente, joven —bramó Grimal—. Iba a despertarte, pero al parecer tienes amigos en las altas esferas. No puedo imaginar por qué.

por un momento, Tom tampoco pudo.

Tal vez esperaban que, si dormía el tiempo suficiente, pudiese olvidar quién soy realmente.

El vigilante entornó los ojos y miró al nuevo y desaliñado recluso.

—Veo que sigues empeñado en eso. —La cara rosada y descamada del señor Grimal se acercó, y Tom observó que el hombre parecía muy limpio. De hecho, hasta su aliento parecía oler a jabón—. Un consejo, joven Scatterhorn. No vayas a pensar que tu nombre te hace especial. Porque no es así. Aquí no.

Tom se encogió de hombros con aire inocente.

—No lo pienso.

—Bien. Encontrarás el desayuno por ahí. —El señor Grimal extendió un ancho antebrazo rosado hacia la escalera de caracol que se hallaba al fondo del pasillo—. Pero te sugiero que antes te pongas tu nueva ropa. Es decir, siempre que no quieras parecer tonto. ¿O acaso sí quieres?

El señor Grimal indicó con un gesto el interior de la habitación. Al volverse, Tom vio una gruesa camisa de algodón marrón y unos pantalones a juego pulcramente doblados sobre la silla. Debajo había un par de zuecos de plástico y un pequeño gorro redondo. Parecía una especie de uniforme.

—Correcto.

Tom suspiró hondo. Tenía mucha hambre y, aunque el señor Grimal no resultaba nada agradable, no tenía sentido enemistarse con él la primera mañana. Quién sabía qué clase de poder tenía allí.

—Eso está mucho mejor —dijo el señor Grimal con una sonrisa radiante al ver salir a Tom de su celda cinco minutos después con su uniforme, que no le quedaba bien. Tom levantó el pequeño sombrero redondo.

—¿Esto también?

—Tenga la bondad, señor Scatterhorn, tenga la bondad. Así será igual que todos los demás.

Tom se encajó el gorro sobre la mata de pelo rubio y luego echó a andar por el pasillo con despreocupación. Se sentía un poco más alto con los zuecos, pero su pavoneo era pura apariencia. Al fondo había una niña fregando el suelo, que lo miró mientras pasaba por su lado.

—Ignóralo, Evie —vociferó el señor Grimal desde su escritorio—. Se llama Tom Scatterhorn y cree que es el dueño. No tardará en decirte lo que tienes que hacer.

Evie sonrió para sí y volvió a su tarea con una expresión extrañamente decidida. Debía de tener un par de años menos que él, y su rostro angelical estaba medio oculto bajo una gran boina anaranjada. A Tom no le apetecía dar explicaciones. De hecho, no tenía la menor idea del comportamiento que se esperaba de él. El de un eco indeseado, fuera el que fuese… Al pie de las escaleras, Tom siguió los sonidos por un estrecho pasillo y, tras armarse de valor, empujó la pesada puerta basculante y se encontró en la sala principal del museo. Todas las vitrinas de animales habían desaparecido, sustituidas por un ruidoso comedor que le recordó el de una escuela. La habitación estaba llena de reclusos, y todos desayunaban en largas mesas vestidos con el uniforme marrón obligatorio. En el centro había un pequeño pulpito desde el que un vigilante canoso mantenía el orden con su intensa mirada. Flotaba en el aire un olor empalagoso, pero eso no bastó para impedir que Tom se dirigiese hacia el punto en el que trabajaba una hilera de cocineros y se situase al final de la cola. Cuanto más se acercaba más hambre tenía. Los cocineros apenas lo miraron mientras le llenaban el plato con montones brillantes de algo que parecía judías con patatas fritas y guisantes, cada montón bañado en un color distinto. Tom encontró el extremo tranquilo de un banco y, cuando había tomado el primer bocado, un hombre se sentó frente a él.

—Sorprendente, ¿verdad?

La conmoción de Tom fue tan grande que la cuchara se le cayó sobre el plato con estrépito.

—Como chocolate por fuera… pero por dentro…

—¿Detecto notas de berza? Creo que sí. Hummm, me gustan.

Otro hombre se había sentado junto al primero; su aspecto era también descuidado, aunque de forma diferente. Llevaba barba, y el gorro hacia atrás, torcido con desenfado.

Es mucho más fácil cuando te das cuenta de que, comas lo que comas, todo sabrá a chocolate. Mucho más fácil. —El hombre masticó ruidosamente y le sonrió a Tom—. Eres nuevo aquí, ¿verdad?

—Claro que es nuevo. ¿Qué se supone que significa eso?

Tom se quedó mirando a los dos hombres, que en cualquier otra circunstancia le habrían provocado escalofríos.

—¿Don Gervase Askary?

—Soy yo —dijo el hombre de la izquierda con voz grave.

—Eso es verdad. Pero yo también lo soy —dijo el hombre de la derecha con voz grave.

—Y también lo son aquellos de allí.

Tom miró a su alrededor. Era cierto: había copias de don Gervase por todas partes. Unos tenían bigote, otros exhibían espesas patillas, otros llevaban la cabeza afeitada y los había también con cola de caballo… Debía de haber cincuenta de ellos entre la multitud.

—Buscadores del elixir.

—Amos de la pelota-escarabajo…

—Salvadores de Scarazand.

—Aunque, por supuesto, no lo somos, ¿verdad? —dijo uno, guiñando el ojo.

Tom se esforzó por encontrar las palabras adecuadas.

—Entonces, ustedes… ustedes saben… que no son…

—¿El original? Claro que lo sabemos —dijo el hombre de la izquierda sin pestañear—. Somos ecos. Ecos, ecos, uno y todos.

—Y… ¿no les importa?

Ambos hombres miraron a Tom con curiosidad.

—De verdad eres nuevo, ¿no es así?

—¿Cómo podría no importarnos?

—Pero ellos creen que no nos importa. Creen que todos los ecos somos tontos de remate, ignorantes como ladrillos, pero están completamente equivocados. Lo sabemos tutti.

—¿Tutti?

—Tutti difrutti. Pero somos demasiado perezosos para hacer algo al respecto —dijo el del bigote retorcido, masticando las últimas judías de su plato—. Para eso es todo el chocolate.

Tom no lo entendió.

—Para tenernos contentos —aclaró con una sonrisa radiante y miró a Tom con sus lechosos ojos verdes—. Tiene ese efecto, ¿no?

—Aquí habría muchos más problemas si no lo tuviera —convino el otro don Gervase, sacándose un pañuelo de la manga y limpiándose con delicados toques las comisuras de la boca—. ¿Por qué molestarse en luchar contra el poder establecido cuando tomas un desayuno todo de chocolate como este todos los días de tu vida?

—Por no mencionar el zumo de escarabajo —intervino su amigo, sorbiendo de su copa—. Elaborado aquí mismo, por supuesto.

—¿Cuál es tu duración, amigo?

—¿Mi duración? —Tom miró a aquellos dos hombres extrañamente similares y decidió que el señor Grimal estaba en lo cierto: podían tener un aspecto idéntico al de don Gervase, pero de alguna forma eran su exacto contrario—. No tengo duración —susurró, echándole un vistazo al vigilante.

—¡Claro que la tienes! Todo el mundo tiene una duración.

—No soy un eco —insistió él—. Y tampoco debería estar aquí. Me han secuestrado.

Ambos don Gervase pusieron los ojos en blanco al mismo tiempo.

—Tendrás que esforzarte más, compadre.

—De verdad. Soy Tom Scatterhorn. El auténtico.

—Pero ¿tienes uno de estos? —dijo el hombre de la izquierda, señalando los números de su muñeca.

—Es falso —protestó Tom, escondiendo inconscientemente el brazo debajo de la mesa—. Ellos me lo han puesto; no ha estado siempre ahí.

Los dos don Gervase lo miraron fijamente y luego se miraron uno al otro.

—¿Delirante?

—Definato. Totalicos.

—Es la verdad —siseó Tom, esforzándose por controlar su ira.

—¿Y por qué iban «ellos» a hacer eso?

La nota de sarcasmo era inconfundible. Tom los miró alternativamente, presa de la impotencia.

Es así No sé. Es como… Evidentemente me esconden porque… —Tom se planteó la posibilidad de mencionar su encuentro con don Gervase en la estación, pero decidió no hacerlo—. No sé por qué. Quizá ni siquiera el doctor Logan sabe porqué. Pero él lo sabe.

—¿Quién lo sabe?

—Vuestro original. Sabe que no soy un auténtico eco.

El don Gervase de la izquierda enarcó las cejas y lo miró con recelo.

—Entonces, es como una venganza entre nosotros, me refiero a él, y tú. ¿Es eso lo que estás diciendo?

—Sí. Más o menos. Aunque…

—¿He oído la palabra «venganza»?

Otro don Gervase con una mirada especialmente rebelde se sentó en el banco. Llevaba una cola de caballo y unas largas patillas, y olía fatal.

—¿Qué ha hecho? ¿Qué ha hecho? ¿Quemar tu casa? ¿Asesinar a tu familia?

—No. Pero de hecho creo que podría…

—Y entonces, ¿qué? ¿Meterte en la cárcel con un puñado de locos?

—Bueno, en cierto modo.

—¿Tirar la llave?

—Sí.

—¿Sí? Y luego, ¿qué? ¿Darte una comida que tú no le darías ni a un perro?

Tom sonrió.

—¡Caramba!

—Tom Scatterhorn, este es el Jabón —dijo el del bigote a modo de presentación.

—Encantado de conocerte, joven —dijo el Jabón, estrechándole la mano furiosamente—. Bueno, ¿quién es ese tipo?

—En realidad, eres tú —dijo su amigo.

—¿Yo?

—¡No! Viejo merluzo, ya sabes quién…

—¿Te refieres al rey diablo de los insectos?

—Se refiere al que gobierna todas las cosas finas y bastas…

—Patachunta? ¡Vale, vale! Ya veo. Perfetto. —El Jabón se frotó nervioso la barbilla, cubierta de una barba incipiente—. ¿Y cómo vas a desquitarte de ese individuo? ¿Qué puedes hacer?

—Pues, esto… —Tom sonrió de mala gana; nunca le habían hecho esa pregunta—. Primero tendría que salir de aquí.

—Por supuesto. ¿Y luego?

—Y luego… ¿si fuese posible cualquier cosa?

—¿Por qué no cualquier cosa? —sonrió el Jabón.

Sin pensar siquiera, Tom sabía la respuesta.

—Destruiría Scarazand —susurró—. Me libraría del lugar para siempre. Y de él también… si pudiera.

El Jabón dio una palmada en la mesa y sonrió con cara de loco.

—¡CARAMBA! ¡Así se habla! ¡Este joven me cae bien!

Tom esbozaba una sonrisa estúpida. Ya estaba, lo había dicho, y, por alguna razón, expresar su más profundo deseo ante aquellos tres hombres extraños había hecho que se sintiera aliviado. El vigilante del pulpito giró sobre sí mismo para mirarlos.

—Pero si destruyeses Scarazand nos destruirías a nosotros —susurró el don Gervase del centro—. ¿Es eso buena idea?

Tom se encogió de hombros, confuso. La verdad resultaba brutal.

—Sé que no es culpa tuya, pero él está envenenando el mundo, matándolo todo, destruyéndolo todo. —«Incluso a mí», podría haber añadido Tom, aunque no lo hizo—. No tiene por qué ser así.

—Ah, ¿no?

—No. En absoluto.

Los tres don Gervase reflexionaron un momento. Tom los observaba. ¿Podían esos ecos ayudarle realmente a planear la caída de Scarazand, el lugar en el que habían sido creados? La idea le aceleró el corazón. Tom se sentía ansioso, casi mareado.

—¡Sería una locura total! —dijo el Jabón al final entre risitas, tamborileando con los dedos sobre la mesa—. Y no tan difícil como podrías pensar.

—Hay un inconveniente —dijo el don Gervase de la izquierda.

—¿Cuál es? —preguntó Tom.

—¡Se acabaría el chocolate!

Sonó un gong, y el señor Grimal pasó a grandes zancadas entre las mesas.

—¡Que todo el mundo forme ahora dos filas ordenadas, si sois tan amables!

Se levantó un murmullo generalizado de voces descontentas mientras todos se levantaban de mala gana y empezaban a dirigirse hacia la puerta de doble hoja del rincón.

—¿Qué viene ahora? —preguntó Tom siguiendo a los tres hombres, que se situaron en la fila más cercana arrastrando los pies.

—La otra parte, señor Tom Scatterhorn —gimió uno de los don Gervase—. Eso es lo que viene ahora.

—La parte que hay entre los chocolates —añadió su amigo.

—Entonces, ¿tenemos que trabajar?

—¡Y de qué manera! —vociferó el Jabón—. ¡Estoy loco! ¡Debería estar encerrado! El trabajo es demasiado bueno para mí; no lo merezco. ¡Exijo que me pongan al instante una camisa de fuerza!

—¡Los más bajos delante, los más altos detrás! —rugió el señor Grimal, empujando al Jabón hasta una desastrosa fila que empezaba a formarse vagamente al otro lado de la sala—. ¡Daos prisa! ¡Si no, todos seguiremos aquí a la hora de comer!

—Con un poco de suerte —murmuró uno de los don Gervase.

—Ahí no, señor Scatterhorn, haz el favor. —La enfermera Manners sacó a Tom de la fila por un hombro y lo arrastró hasta la parte de delante—. Ahora haz exactamente lo mismo que él y mantén cerrada esa bocaza —gritó, haciéndole un hueco detrás de un chico moreno de aspecto demacrado.

—Hola —dijo Tom.

—¡Cállate! —chilló ella.

El chico se volvió y le tendió la mano a Tom con gesto formal.

—¿Cómo estás? Me llamo Francis. Francis Catchpole.

La piel del chico era tan pálida que casi era verde. No tenía buen aspecto.

—¿Y quién eres tú?

—Tom Scatterhorn.

—Oh, como el nombre que hay sobre la puerta principal. —Francis lo miró sin interés—. ¿Por qué estás aquí?

—Hum… —Por alguna razón, a Tom no le apetecía volver a compartir su secreto—. Simplemente estoy.

—¿Cuál es tu duración?

—¡Prestadme atención!

Se abrió una ancha reja de acero, revelando un largo túnel con cables y tuberías que serpenteaban a lo largo del techo.

—¡Paso ligero!

Las dos filas avanzaron de forma desordenada, y el retumbar de los zuecos llenó la oscuridad.

—¿Adonde vamos? —preguntó Tom por encima del jaleo.

Aquello no era ninguna parte del museo que recordase.

—A la fabrica —respondió Francis.

—¿Y qué tenemos que hacer?

Francis se encogió de hombros con aire ausente.

—Ya lo verás.

Tom se estaba preguntando vagamente si sería el mismo trabajo que había mencionado el señor Vee cuando por fin llegaron a unos escalones, atravesaron un puente y luego entraron en otro edificio por un costado; se dirigían hacia el sonido metálico de alguna maquinaria. Los recibieron unas bocanadas de aire caliente mientras cruzaban un amplio espacio hexagonal situado a varios pisos de altura, en cuyo centro colgaba una gruesa chimenea suspendida sobre tres grandes hogueras.

—Eso es la purificación —dijo Francis, señalando a los hombres sentados al borde de las brasas, que rociaban con agua unos largos cilindros de algodón y retiraban una melaza densa, negra y brillante que rezumaba por los lados. Otros apretaban los extremos de los cilindros como si fuesen enormes tubos de pasta de dientes.

—¿Qué purifican?

—Cochinillas de la laca —respondió Francis, que parecía de pronto un poco más entusiasmado.

—¿Cochinillas de la laca?

—Jachardia lacca. Viven en las ramitas, a millones, y excretan esa sustancia. La recogen en el Lejano Oriente y la envían a Dragont donde la transformamos en laca.

para entonces, Tom se sentía muy ignorante, y se daba cuenta de que Francis estaba más que contento de explicarle todo aquello. De hecho, parecía casi orgulloso de la importancia de aquel trabajo.

—Laca. Ya sabes, está en todas partes: barniz, cera para suelos, tinte, fuegos artificiales, comida, zumo…

—¿Zumo?

—Zumo de escarabajo. Lo que te has tomado en el desayuno.

Y esto es Spongs, la mayor fábrica de laca elaborada a mano del mundo.

Justo cuando Tom empezaba a preguntarse si todo lo que había desayunado estaba bañado en laca, un capataz de rostro sudoroso empezó a dirigir a los ecos hacia varias puertas en función de su tamaño.

—Con él, hijo —gruñó el hombre, girando a Tom por la cabeza y empujándolo detrás de Francis a la Nueve A, una larga sala de techo bajo que daba a la chimenea. Allí había ya un grupo de niños y niñas, tumbados en el suelo. Parecían tanto aburridos como hostiles.

—Bienvenidos todos los chalados —dijo un niño delgado de rostro anguloso, rompiendo el hosco silencio.

—Hola, Slim —murmuró Francis, sentándose dócilmente en un rincón. Parecía muy tenso.

—¿Quién es tu amigo, chalado?

—Oh, se llama…

—Tom. Hola —dijo Tom, mirando las caras hastiadas que lo rodeaban.

—Vaya, pero si habla y todo —intervino una niña, riéndose tontamente.

—¿Tom qué? —quiso saber Slim.

—Tom Ssk…

Francis tocó el brazo de Tom y sacudió la cabeza. Se oyeron unas risitas al fondo. En ese momento apareció el fornido capataz.

Tras aproximarse a la pared, en la que un cartel decía: «Sala 9A. Cuota de hoy:», conectó la grasienta máquina. Los números giraron hasta inmovilizarse en el 7, el 0 y el 3.

—¡Setecientas! ¡Setecientas tres!

La sala estalló en un coro de gritos de indignación.

—¡Pero tenemos a dos chiflados! —protestó una niña bajita—. ¿Cómo vamos a conseguirlo?

—¡Sí!

—¡Eso es imposible!

—¡Silencio! —gritó el capataz, abriendo varias trampillas y revelando así la maquinaria que estaba detrás—. Sois diecinueve, así que, si no me equivoco, son treinta y siete por cabeza.

—¡Pero ellos jamás lo conseguirán! —le espetó la niña, señalando a Tom—. ¡El no! ¡Nunca ha hecho nada! ¡Si llega a diez…!

—Bueno, pues tú tendrás que trabajar más, no, encanto? —gruñó el capataz—. Ya conoces las normas; ¡si no hay cuota, no hay paga!

Dicho esto, cerró la puerta de golpe y echó la llave.

Los niños insultaron y protestaron mientras las pesadas botas se alejaban por el pasillo. Luego dedicaron a Tom y a Francis una mirada asesina, como si todo fuese culpa suya.

—¿Qué vamos a hacer, Slim?

—Encargarnos de que estos chiflados arrimen el hombro como los demás. De lo contrario… —respondió Slim, caminando hacia ellos con aire beligerante y decidido.

—¿Es difícil? —preguntó Tom.

Le sacaba una cabeza a Slim, y no se sintió intimidado.

—Para nada, chalado, así que no vayas a fingir que lo es.

—No lo haré. —Tom le sostuvo la mirada—. Quizá podrías mostrarme lo que hay que hacer.

Slim miró a Tom con furia. Evidentemente, era el autoproclamado cabecilla de aquel grupo, y parecía sorprendido de que Tom hubiese replicado. Y lo mismo le ocurría a Francis Catchpole.

—El te lo enseñará —gruñó, mirando con desdén a Francis, que seguía sentado en el rincón—. ¿Lo harás, Francis? —añadió, dándole al chico una patada.

Los grandes ojos lechosos lo miraron inexpresivos.

—Lo haré, Slim.

—De acuerdo.

Una alarma sonó a lo lejos, y se oyó un estruendo metálico de ruedas cuando la maquinaria de las trampillas empezó a girar.

«¡Este turno ha comenzado! —declaró un altavoz al otro lado de la puerta, en el pasillo—. ¡Ya llegáis tarde!»

Hastiados, los niños se pusieron de pie con esfuerzo y se reunieron junto a las trampillas. Una serie de compartimentos de madera empezó a ascender verticalmente, y pronto empezaron a aparecer unas pequeñas bandejas metálicas, cada una con un montón de aquella extraña sustancia semejante a la melaza que Tom había visto preparar abajo, junto con una pieza larga y plana de madera.

—¿Qué hacemos con esto? —le susurró Tom a Francis mientras cogían una bandeja cada uno y se dirigían hacia el rincón.

Francis señaló la trampilla del otro lado de la sala, donde los niños levantaban cilindros de acero de una cinta transportadora horizontal y los llevaban rodando hasta una zona vacía del suelo.

—Extiéndelo en uno de esos —dijo.

—¿Que lo extienda?

Tom se quedó estupefacto, pero siguió a los demás. Agarró un tarro y se sorprendió de lo tibio y pesado que resultaba.

—Pero si está lleno de agua —murmuró, colocándolo con cuidado en el suelo.

Estaba a punto de preguntar qué venía luego cuando vio que la niña que tenía delante estaba utilizando ya su palo largo y plano para extender la dorada sustancia semejante a la melaza sobre la superficie curva con gestos largos y pausados.

—Así, Tomsk, utiliza tu palo —dijo, nivelándola hacia las esquinas con movimientos expertos—, y luego haz esto.

Tras ponerse de pie, cogió una esquina del cuadrado plano, lo retiró con cuidado del costado del cilindro y lo sostuvo ante sí como si fuese una bayeta.

Ahora viene lo difícil —dijo, quitándose los zuecos—. Observa con atención, chalado, porque solo voy a mostrártelo una vez.

La niña se agachó y se deslizó la cara inferior del cuadrado bajo los dedos de los pies, sujetó la cara superior entre los dientes y movió las manos a cada lado de la laca. Luego, con un violento movimiento, empezó a tirar del material. Increíblemente, empezó a estirarse, no mucho, pero sí un poco. Y la niña lo hizo otra vez, y luego otra, y luego otra, en cada ocasión subiendo las piernas unos centímetros más, abriendo los brazos un poco más.

—¿Lo ves? —preguntó jadeando—. No es difícil.

Al mirar a su alrededor, Tom vio que todos los niños hacían lo mismo, agachándose y estirándose en una extraña danza de pájaros, apretando los dientes mientras iban abriendo brazos y piernas cada vez más hasta que la laca era una blanda y translúcida lámina de oro alargada entre sus miembros estirados como una cometa. Algunos de los niños más altos habían alargado ya sus primeras hojas tanto como podían y se hallaban en la fase siguiente, extendiéndolas con cuidado encima de unas tablas en forma de estrella y dejándolas sobre una cinta transportadora. ¡Ding! Sonaba una campana cada vez que caía una lámina en la oscuridad, y así los números empezaron a girar: once, doce, trece…

—¡Muévete, chalado! —gritó Slim mientras cruzaba la sala con su lámina alargada—. ¡La laca no se extiende sola!

Tom respiró hondo. En ningún momento imaginó que los obligasen a hacer un trabajo así. Retiró la laca y, después de quitarse los zuecos, se agachó, clavó los dientes en la parte superior y se puso la parte inferior bajo los dedos de los pies. Empezó a tirar. La laca se movió un poco. La segunda vez lo intentó con algo más de fuerza, pero no tardó en perder el equilibrio y caerse al suelo. Se puso de pie con esfuerzo, esperando oír gritos de burla, pero no hubo nada, solo caras de enfado permanente. Todos sabían que si se quedaba corto serían ellos quienes completarían lo que faltase.

—Prueba con muchos tirones pequeños y no uno solo grande —dijo Francis, estirando su lámina—. Tienes que ir forzándola.

—Vale.

Tom se enjugó la frente, se agachó y agarró la laca entre los dientes. Ir forzándola, ser paciente. Despacio.

Tras media hora de tirar, alargar, perder el equilibrio, dejar caer la laca en un pegajoso desorden y volver a empezar, Tom colocó orgulloso su primera lámina blanda encima de una tabla. Le escocía el cuello, le dolían los dedos, y le parecía que tenía los muslos pulverizados y hechos papilla, pero lo había logrado. ¡Ding! Sonó la campana y la lámina cayó en la oscuridad. Una menos, solo faltaban treinta y seis… Treinta y seis…

Tom miró a todos los demás niños, que se inclinaban y estiraban mecánicamente como robots. Incluso Francis, pálido e inexpresivo, había terminado ya su tercera lámina. Aquello era trabajo de esclavos: ¿cómo iban a poder seguir a ese ritmo todo el día? Setecientas tres… era imposible.

Esa noche, cuando entró tambaleándose en su celda, Tom estaba más muerto que vivo. Casi todos sus músculos despedían fuego, y apenas podía echarse en la cama de lo agarrotado que se sentía.

—¡Buenas noches, amigos míos! —gritó alegremente el señor Grimal cerrando de un portazo las puertas de las celdas, una tras otra.

En la penumbra, Tom entrevio aquellos curiosos escarabajos negros descendiendo a su alrededor para formar su cuadrícula viviente y vigilante. Tom estaba tan cansado que ya no le importaba. Cerró los ojos y una tormenta de cintas transportadoras, láminas de laca y rostros jóvenes y enojados danzó ante él. Extrañamente, casi envidiaba a los demás prisioneros: al menos su breve longevidad significaba que no tenían que soportar mucho tiempo aquel tormento. Pero ¿qué iba a hacer él? No podía vivir en esa celda y trabajar en aquella fábrica infernal durante el resto de su vida, porque a él no le quedaban semanas, sino años, tal vez décadas… Se moriría, ¿no?

Le costaría la vida. Tom sabía que le costaría la vida. Esa debía de ser la intención de don Gervase. Las palabras que pronunció en la estación de Waterloo volvieron a su mente: «Conviértete en algo más de lo que eres, un chico corriente y llorica, que crecerá para ser un hombre corriente y llorica, vivir una vida breve y aburrida, y morir de muerte prematura».

Tom se quedó mirando los insectos de ojos rosa que brillaban a la luz cada vez más intensa. Aquello era esa vida. Había empezado. Al final se convertiría en una vacía máquina de estirar y nada más: en un insecto. En un trabajador. En un eco. Tom cerró los ojos. La noche anterior había tenido ganas de reír ante el apuro en el que se encontraba; pero esa noche tenía muchas ganas de llorar. Sin embargo, justo cuando en su interior brotaban olas de desesperación, empezó a surgir otra emoción. Tom sintió una rabia tan feroz que encendió su cuerpo como si fuese electricidad, provocándole un hormigueo en los dedos y creciendo en su corazón hasta que pareció a punto de explotar. El chico se quedó mirando los escarabajos, a pocos centímetros de su cara.

«Don Gervase Askary me ha mandado aquí para que muera. Me ha escondido con todos los demás ecos olvidados. Pero voy a sobrevivir. Y voy a escaparme. Y luego voy a destruir Scarazand. El no podrá detenerme. Nunca. Debe de haber algún modo…»