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Bienvenidos todos los extraños

—Señoras y señores, pronto llegaremos a Dragonport. Dragonport, final de la línea…

Tom oyó el sonido de una campana en alguna parte. El suelo temblaba.

—Estamos en Dragonport. Hay que cambiar de tren.

Tom parpadeó y volvió a parpadear. Parecía estar tumbado en el furgón de equipajes de un tren. Dos cajones y un revoltijo de paquetes ocupaban su campo de visión. Cuando trató de colocarse boca arriba se encontró con que estaba atado de pies y manos, y envuelto en una manta gris. Los frenos chirriaron y el tren se detuvo con una sacudida. Unas pisadas se acercaron por el andén.

—Está aquí, ¿no?

—Así es.

De pronto se oyó un sonido metálico y se abrió la puerta.

—Ajá.

Tom decidió inmediatamente cerrar los ojos y hacerse el dormido mientras dos hombres lo agarraban y lo lanzaban sin miramientos sobre un carro. Pronto estuvieron cargados los demás paquetes y empezaron a avanzar lentamente por el andén. Tom se atrevió a abrir un ojo. Niebla, sombras y gente bien abrigada. Poco a poco se fue dando cuenta de que tenía el cuello rígido. Le dolía tanto la cabeza que apenas era capaz de pensar. ¿Cuánto tiempo llevaba allí echado? Tal vez toda la noche; no tenía la menor idea.

Su mente estaba completamente vacía. Pero esa manta le resultaba familiar, y olía a hojas húmedas…

—¿Dónde han encontrado a este?

—El billete no lo dice. Envío urgente, así que supongo que lo habrán recogido en el bosque. Vee está de camino.

—Más le vale. No quiero cargar con uno de estos todo el día.

Los hombres avanzaban despacio por la estación, y Tom vio hologramas brillantes de lo que parecía un barco flotando de lado en un mar embravecido. ÚLTIMAS NOTICIAS SOBRE EL DESASTRE DEL TRANSBORDADOR ESTADOUNIDENSE. VEINTE MIL VÍCTIMAS. Tom se devanó los sesos: aquello le inspiraba cierto aire familiar; un vago recuerdo flotaba en su mente, un periódico, de mucho tiempo atrás… Salieron a la niebla blanca. No había automóviles ni vehículos de ninguna clase. La estación parecía desierta.

—Hablando del rey de Roma… —murmuró uno de los hombres cuando un solo faro surgió de las tinieblas.

Momentos después, una furgoneta abollada de tres ruedas se detuvo petardeando ante ellos. Parecía un pan de molde sobre ruedas. Se abrió la puerta corredera y salió un hombre bajito y moreno que llevaba una bufanda alrededor de la cabeza. El hombre se frotó con fuerza el rostro cansado.

—Lo siento, lo siento. El motor no está de buenas esta mañana. Demasiado frío. Como yo.

Los hombres soltaron un gruñido.

—¿Tenéis a un tal señor Tom Scatterhorn?

—Así es.

—¿Está dormido?

Tom cerró los ojos de golpe. El húmedo amanecer estaba agudizando rápidamente sus sentidos, y tenía cierta idea de lo que iba a suceder a continuación.

—Pues adentro; es mejor antes de que se despierte.

Tom oyó que se abría la puerta trasera de la furgoneta. Enseguida, los dos hombres levantaron a Tom del carro y lo sentaron en el asiento.

—Aún está muy amodorrado. Me parece que podemos desatarlo ahora.

—¿Ahora?

—Creo que ahora está bien.

Tom dejó caer la cabeza hacia delante y notó que le deshacían los nudos de los tobillos y las muñecas. Más tarde pensaría que aquel había sido el momento perfecto para escapar… pero aún estaba demasiado confuso, demasiado sorprendido… En un instante se cerró la puerta y Tom abrió los ojos. Estaba sentado en un viejo asiento de cuero marrón. Había dos estrechas ventanillas a cada lado y una reja que lo separaba del conductor. Todo el artilugio olía vagamente a gasolina. El hombre ojeroso se sentó al volante y le echó un vistazo por el retrovisor.

—Ah. Usted despierto. Hola. Soy el señor Vee.

El acento ruso le resultaba familiar. Tom tenía un vago recuerdo de que aquel hombre, o alguien como él, llevaba el cibercafé situado junto a la estación. El señor Vee limpió el parabrisas empañado con un trapo viejo y el motor arrancó con un chirrido. Era una especie de moto de gasolina.

—¿Dónde estoy?

—Esto es Dragonport. Dragonport, ciudad nueva. Bienvenido.

—¿Adonde vamos?

—Vamos museo. Vengo a recogerlo.

La furgoneta iba dando tumbos a toda velocidad sobre los adoquines. Tom miró con ansiedad los mugrientos edificios que emergían a ambos lados.

—Entonces, ¿sabía que venía?

—Sí, sí. Lo esperan.

—¿Y seguro que esto es Dragonport?

—Ciudad nueva. Ciudad vieja, otro lado paso elevado. Vamos allí.

La furgoneta dobló una esquina traqueteando. De pronto empezaron a atravesar un puente largo y bajo a toda velocidad hacia una pequeña isla separada por una ancha extensión de aguas grises. Más allá, Tom solo pudo distinguir una selva de tubos de acero que se alzaban desde el estuario. El lento movimiento de las palas en lo alto de los tubos le indicó que se trataba de aerogeneradores. ATom se le aceleró el corazón.

—Entonces… ¿ha habido una inundación?

El señor Vee agitó alegremente la mano hacia delante.

—No, no. Ciudad vieja es isla desde hace muchos años. Es lugar especial. Mucha historia allí.

Tom miró hacia delante, con los ojos como platos. Allí estaba la inconfundible silueta del Museo Scatterhorn, con sus torres y pináculos alzándose sobre los tejados dispuestos de cualquier manera hasta llegar al agua. Más allá se distinguía a través de la niebla la silueta gris de Catcher Hall… No, aquello era un sueño, no podía ser real… y entonces, a la izquierda, oyó una nota larga y lúgubre. Se asomó a la diminuta ventanilla y vio un campanario que se alzaba directamente desde las aguas grises. En su cima, un hombre tocaba una campana.

—¡Tiene que parar!

—¿Parar? No, no…

—¡Ha habido un error! ¡Pare!

El señor Vee miró por el retrovisor mientras el chico trataba de forzar la puerta. Le habían advertido que aquello podía suceder. En realidad, le sorprendía haber llegado hasta allí sin problemas.

—No se para en el paso elevado, señor. No es posible para nosotros.

Tom hizo caso omiso y empezó a aporrear el techo y a dar empujones contra las pequeñas ventanillas.

—Por favor, señor Scatterhorn. Mantenga la calma.

—¡DÉJEME SALIR!

La furgoneta entera empezó a estremecerse mientras Tom se lanzaba de un lado al otro.

—Por favor… Así no ayuda. Por favor…

El chico acomodado en el asiento trasero parecía estar volviéndose loco, y el señor Vee comprendió que si continuaba era muy posible que volcasen. Esa debía de ser su intención… De pronto, el señor Vee detuvo el vehículo, que chirrió.

—No sirve de nada, señor —dijo tristemente—. No funcionará.

Usted me da pena.

Tom lo ignoró y continuó empujando. Una larga hilera de pequeñas figuras surgió de la bruma y se quedó mirando la furgoneta con curiosidad. Todas llevaban una gruesa capa de lana negra, adornada con gotitas de niebla, y zuecos de madera. Eran niños.

—Está chalado, ¿verdad, señor Vee? —dijo uno de los niños con voz cantarina.

—No chalado. Un caso muy especial. Vamos, volved a casa.

Pero los niños lo ignoraron y se apiñaron alrededor, apretando las caras contra las ventanillas. El interior de la furgoneta se hizo más oscuro y, al alzar la mirada, sin aliento, Tom se encontró con una fila de caras sucias que lo observaban.

—Vaya un bicho raro —dijo una niña, con un gruñido.

—¡Eh, tú, chalado! —gritó un niño mientras daba puñetazos contra el cristal—. ¿Qué problema tienes, majareta?

—Largaos, por favor —ordenó el señor Vee, bajándose del vehículo y tratando de espantarlos.

Sin embargo, los niños se apretaron más contra la furgoneta para ver mejor al extraño.

—¿Qué habrá hecho, eh?

—Debe de ser algo terrible. Miradlo.

—Nada delicioso.

Una risotada estalló en torno a la furgoneta y Tom miró frenético a su alrededor. Se sentía como un animal en un zoo.

—Está raquítico, ¿a que sí?

—Le doy una semana.

—No sé si aguantará tanto.

—¡Por favor! ¡Marchaos! ¡Fuera!

El señor Vee empujó bruscamente a los niños y volvió a su asiento. Arrancó el motor y dio un acelerón.

—¡Nos vemos luego, chalado! —gritaron los niños, aporreando los costados de la furgoneta.

Tom miró hacia atrás por la minúscula ventanilla mientras las sombras desaparecían en la niebla.

—¿Quiénes eran esos?

—No preocuparse por ellos —dijo el señor Vee, encantado de ver que el chico parecía haberse calmado—. Solo trabajadores.

—¿Qué hacen?

—Fábrica —se limitó a decir el señor Vee indicando vagamente con la mano—. Ya lo verá.

La pequeña furgoneta abandonó el paso elevado y entró en las calles estrechas que rodeaban los embarcaderos. Todo estaba tan sucio de aceite y porquería que Tom tuvo que esforzarse para intentar reconocer algo.

—Ya falta poco, señor Scatterhorn —dijo el señor Vee.

Con una sonrisa radiante hizo girar la pequeña furgoneta en torno a un muro exterior y cruzó un par de altas puertas de acero que se abrieron misteriosamente y luego se cerraron a sus espaldas. Tras bajarse del vehículo de un salto, el señor Vee abrió ceremoniosamente la puerta corredera.

—Por favor.

Tom vaciló un instante: seguía creyendo que podía escapar de aquello… pero ¿adonde? Nervioso, salió al aire húmedo. El estrecho patio estaba rodeado por completo de un alto muro de hormigón erizado de cristales rotos. Varios guardias merodeaban ociosamente junto a la puerta. Ante él se hallaba el Museo Scatterhorn, con su fachada negra, húmeda y antigua. Sobre la entrada se encontraban los dos dragones de piedra, antes feroces, aunque en ese momento les faltaba a ambos la cabeza. Entre ellos, la deteriorada placa de piedra, apenas legible, decía solo:

MUSEO SCATTERHORN

Habían colgado un gastado cartel blanco en el centro:

BIENVENIDOS TODOS LOS EXTRANOS

Debajo de aquellas palabras había otra inscripción, apenas visible bajo los liqúenes y la mugre:

Fondos proporcionados por el señor Tom Scatterhorn

Tom miró la agrietada placa y notó un repentino nudo en la garganta. De pronto, ver su propio nombre casi oculto por el tiempo confirmaba de algún modo que realmente estaba en algún lugar muy, muy lejano, mucho más lejos que cualquier sitio conocido. ¿Estaba cien años más adelante, quinientos, mil incluso? Lo asaltó una oleada de desesperanza. Pero ¿por qué había sido enviado allí? Tom levantó la vista a las ventanas enrejadas y vio unas fantasmales caras que lo miraban con curiosidad. Chalado… Chiflado… Debía de ser una especie de manicomio.

—¿Señor Scatterhorn?

El señor Vee lo observaba expectante. Tom notó que el frío viento le lamía hambriento el cuello de la camisa. Aunque todo lo demás pudiese haber cambiado, eso seguía igual.

—¿Entramos?

Tom echó un último vistazo al miserable patio, los altos muros y la pesada puerta cerrada. Luego siguió obediente al señor Vee y penetró en las tinieblas.

—¿Has tenido un buen viaje?

Quien hizo la pregunta fue la enfermera, o al menos Tom supuso que era algo así, dado su uniforme blanco.

—¿Y bien?

La mujer, de generosas proporciones y ojillos vivos, observó a Tom por encima de sus finas gafas. Tom se sentó al otro lado de un amplio escritorio de caoba y le devolvió la mirada en silencio. Parecía la clase de persona que no soportaba de buen grado a los locos, pero él no se sentía nada inclinado a colaborar.

—Quiero saber por qué estoy aquí.

La enfermera se quitó las gafas y miró al hombre sentado junto a ella. Estaba despeinado, tenía un rostro alargado y moreno, que Tom estaba seguro de haber visto antes, y llevaba un traje cruzado, curiosamente pasado de moda. Por las pocas estanterías que cubrían las desconchadas paredes blancas, Tom supuso que aquel era su despacho.

—Claro —dijo el hombre con cierta simpatía—. Y apuesto a que también quieres saber qué es este lugar. Todo debe de resultarte muy extraño. —El hombre sonrió alegremente—. Soy el doctor Logan y dirijo este establecimiento. Ella es la enfermera Manners, y creo que ya conoces al señor Grimal.

Tom no necesitó volverse para saber que el corpulento vigilante se hallaba de pie en la puerta, detrás de él. Lo había visto en el vestíbulo: era un hombre con un ojo vago y una piel como el queso desmenuzado, que le dejó muy claro que debía hacer exactamente lo que le ordenaran. Tal vez algunos de los reclusos armasen bronca y hubiese que reducirlos. A Tom no le costaba imaginar que al señor Grimal se le daba bien esa tarea.

—Bueno, ¿por qué estoy aquí?

El doctor Logan se puso un poco rígido, preparándose para soltar un sermón que había practicado muchas veces.

—Estás aquí porque no eres quien crees ser.

—¿No? —bufó Tom—. ¿Y quién creo ser?

—Crees ser Tom Scatterhorn. Pero por desgracia eso es una ilusión. Lo que eres en realidad es un duplicado accidental de Tom Scatterhorn. Lo que aquí llamamos una copia eco. Algo que, a su modo, tampoco es tan malo.

Tom abrió unos ojos como platos. Había imaginado muchas excusas extrañas, pero no aquello.

—Sé que te resultará difícil de creer, pero me temo que es la incómoda verdad. Un pequeño escarabajo eco muerde a alguien en plena noche, regresa volando a Scarazand para poner unas cuantas docenas de huevos y antes de que te des cuenta hay montones de pequeños ecos vagando por ahí, y quién sabe qué podría pasar luego. Consecuencias desafortunadas, eso es lo que pasa luego. Así que se ha decidido que debías ser enviado aquí, muy lejos del bullicio, para mayor seguridad. Algo que está bastante bien, ¿verdad?

Tom miró asombrado al doctor Logan, no del todo seguro de que aquello no fuera una broma. Su sonrisa no le indicaba nada.

—pero es que realmente yo soy Tom Scatterhorn. No soy una copia eco.

Los otros dos lo miraron y, por un momento, se quedaron los tres en silencio.

—Soy Tom Scatterhorn. Mi nombre está escrito ahí fuera, sobre la puerta. Estuve aquí, en Dragonport, ayer, en casa de mis tíos.

La enfermera Manners hizo una breve mueca con los labios.

—Miren, es muy sencillo. He sido secuestrado. Ern Rainbird me envió una carta diciéndome que me reuniese con él en un garaje en el que vivía porque tenía algo importante… —Tom se contuvo—. No importa, solo era una trampa para atraerme hasta allí, para que me tomase su té y me comiese sus galletas, que estaban envenenadas. Y luego debió de envolverme en una manta, me ató y me metió en ese tren que me trajo hasta aquí… de alguna manera. Esa es la verdad.

La enfermera Manners respiró hondo e hizo con los labios otra mueca más larga. Tom tuvo la clara sensación de que su explicación había empeorado mucho el apuro en el que se encontraba.

—¿Por qué no me creen?

El doctor Logan sonrió.

—Porque no es verdad, aunque tú creas que lo es. Esa historia es solo un recuerdo accidental que no tiene nada que ver contigo. Nunca has estado aquí.

Tom se quedó mirando al médico.

—¿Sabe en qué año estamos?

—¿Qué tiene eso que ver?

El doctor Logan hizo girar el calendario de sobremesa curiosamente pasado de moda. Los números eran el 13, el 12 y el 68.

—Hoy es 13 de diciembre de 2168.

Tom esbozó una sonrisilla triunfante mientras intentaba sin éxito disimular su conmoción. Había adivinado que aquello era el futuro, pero por alguna razón ver que lo confirmaban aquellos números hacía que pareciese muchísimo peor. ¿Cómo se las había arreglado Rainbird? Un portal, oculto en aquellos garajes, o en algún punto del bosque…

—Enséñame la muñeca izquierda —ordenó el doctor.

—¿Qué?

El doctor Logan sonrió con educación.

—Hay algo escrito en ella. Enséñamela.

—¿Por qué debería hacerlo?

Con un parpadeo, el doctor Logan le indicó al señor Grimal que se aproximase. El vigoroso vigilante levantó sin contemplaciones la mano izquierda de Tom y la apoyó en la mesa dando un golpetazo.

—¿Lo ves, Tom?

Tom bajó la vista y notó que se le hacía un nudo en la garganta al ver la señal roja de la picadura de un insecto. Sobre ella había una línea de pequeños números de color azul marino, grabada en la piel como un tatuaje.

—Pero… pero alguien me ha debido poner esto de alguna forma —dijo Tom con un grito ahogado, alzando la voz—. Ustedes han… es falso, es…

—No es falso, Tom —lo interrumpió el médico con tranquilidad—. Es la marca de un escarabajo eco. Todos y cada uno de ellos son grabados en el criadero antes de ser enviados al mundo. Tú no eres distinto.

Tom rascó los números, desgarrándose la piel con las uñas. ¿Cómo habían hecho aquello? ¿Y qué era esa picadura?

—Naciste en Scarazand, Tom, y ese número es tu longevidad. —El doctor Logan consultó el expediente que tenía delante—. Veintinueve días, tres horas y cuarenta y un minutos, para ser exactos. El promedio habitual. No es mala duración.

Tom miró las cifras tatuadas en su muñeca. 29, 3, 41… El corazón le latía tan deprisa que apenas podía pensar.

—Me imagino que empiezas a encontrarle sentido, ¿no es así? —dijo la enfermera Manners. Tom la miró furioso. Cada vez le era más antipática—. Eres un eco, una copia, y cuanto antes lo aceptes, mejor. No tenemos tiempo para alborotadores, ¿verdad, señor Grimal?

Se oyó un gruñido detrás de Tom.

—Créeme, Tom, todos y cada uno de nuestros reclusos se consideran importantes —dijo el doctor Logan suavemente—. Muchos llegan llenos de ira, pero después de unos cuantos días de vigorosa actividad todos se adaptan. Somos una gran familia feliz, ¿no es así, enfermera Manners?

Ella sonrió con desgana. Hablar de familia feliz era llevar las cosas demasiado lejos. Aquello era un loquero, no una colonia de verano.

—Pero ¿qué sentido tiene?

El chico había hablado escupiendo cada sílaba como si fuese veneno.

—Si soy una copia indeseada, ¿por qué no me matan y ya está? No soy útil, ¿verdad que no?

En el incómodo silencio que siguió, el doctor Logan se puso a juguetear con su bolígrafo y la enfermera Manners encontró de pronto una mancha fascinante en el puño de su blusa. Lo cierto es que ella estaba de acuerdo con aquel pillastre: a su modo de ver, matar a todo quisque sería mucho más fácil. Pero el doctor Logan se puso muy serio.

—Descubrirás que sí eres útil, joven. Y en cuanto al asesinato, de eso ni hablar. El glorioso líder nunca consideraría semejante posibilidad.

—¡Ja! —Tom contuvo un bufido, a sabiendas de que nada podía estar más lejos de la verdad. Eso era exactamente lo primero que don Gervase Askary consideraría—. ¿Por qué no me dicen la auténtica razón por la que estoy aquí? La verdad.

El doctor Logan se quedó mirando al chico, enfadado. En circunstancias normales no se molestaría en explicar semejantes cosas a un simple eco, pero aquel parecía mostrar más inteligencia que la mayoría.

—Es que esa es la verdad. No se puede matar a los ecos significativos porque matar a un eco debilita al original. No me preguntes por qué, pero es un hecho demostrado. Muchas mentes más sabias que la mía se han pasado años estudiando este fenómeno. Y en cuanto a dejar que te valgas por ti mismo… —El doctor Logan soltó una risita—. Muchacho, eso solo causaría auténtico caos y confusión. No podemos dejar que vaguen por el mundo montones de tipos llamados Tom Scatterhorn. ¡Imagínatelo!

—Entonces, ¿hay otros?

—¿Scatterhorn? No, en este momento no los hay. Tú eres el primero.

Tom no dijo nada. Eso era un alivio.

—¿Y qué tiene de especial Tom Scatterhorn?

—Aunque supiese la respuesta, no podría decírtelo —dijo el doctor Logan con firmeza, tapando su bolígrafo—. En lo que a mí respecta, tú estás aquí porque estás aquí, y permanecerás aquí hasta que tu vida llegue a su fin natural. Veintinueve días, tres horas… ahora un poco menos.

El doctor Logan metió los papeles de Tom en un archivo marrón, bastante sorprendido de mantener aquella conversación con una simple copia eco. La técnica de duplicación de escarabajos estaba haciendo rápidos progresos.

—El señor Grimal te acompañará a tu habitación.

Tom se quedó mirando los números de su muñeca. ¿De verdad debía tomar parte en aquella farsa? ¿Y si echaba a correr en ese momento por el corto pasillo y salía al patio? Tal vez pudiese escalar el muro, evitando de alguna forma los cristales rotos, o cruzar la puerta, volver a atravesar el paso elevado a toda velocidad y luego… luego se hallaba a más de ciento cincuenta años en un futuro de pesadilla, en una época de escarabajos e inundaciones… Las burbujas de la inspiración flotaron durante un segundo en su mente, pero estallaron casi al instante.

—¿Tom Scatterhorn?

Todos estaban de pie, mirándolo expectantes.

—Sé que no soy un eco —masculló Tom—, aunque ustedes lo ignoren.

El doctor Logan sonrió con generosidad.

—Por supuesto. Señor Grimal, tenga la bondad…

El corpulento vigilante cogió a Tom y la silla en la que estaba sentado como si fuesen de aire, y echó a andar por un oscuro pasi —¡lo hasta llegar a una pequeña escalera de caracol. Desde las tinieblas llegaba el sonido de voces y cazuelas golpeadas.

—Puedo caminar, ¿sabe? No soy un inválido.

—Como quiera, señor —respondió Grimal con una risita, dejando la silla en el suelo.

Tom reconoció la estrecha escalera, que antes estaba en la parte posterior del museo. Mientras subían fatigosamente, Tom vio que aquí y allá asomaban partes de la vieja estructura: las cornisas, los paneles de caoba y poco más. Era como si hubiesen construido un avispero dentro de una casa de muñecas.

—¿Qué pasó con toda la taxidermia?

El señor Grimal sonrió con satisfacción.

—¿Te refieres a los animales disecados? Todos desaparecieron hace tiempo, hijo. Hace años y años que esto dejó de ser un museo. Antes de la época de mi tatarabuelo, porque también trabajaba aquí. Imagino que todo era muy sofisticado.

—Así es. Mucho.

—Tú lo debes de saber.

Poniendo los ojos en blanco, el señor Grimal echó a andar entre las hileras de celdas hacia una amplia ventana que Tom reconoció: antes se hallaba encima de El Diluvio, a gran altura. Ahora la ventana estaba al nivel del suelo, lo que significaba que la antigua ala oeste había sido dividida por la mitad y que ahora había dos pisos apiñados en el lugar de uno. Debían de necesitar el espacio. Tal vez el doctor Logan tuviese allí a cientos de ecos indeseados en espera de la muerte. Era un pensamiento inquietante.

—Aquí me siento yo —dijo el señor Grimal, indicando con un gesto el escritorio situado delante de la ventana—. Y ahí es donde estarás tú, en la celda especial. Así que seremos vecinos. —Abrió con el pie la puerta de la celda más cercana—. Llegaremos a conocernos muy bien a lo largo de las próximas semanas, ¿eh?

Tom se asomó al pequeño cuarto. Paredes blancas, una estrecha cama y un trozo de ventana, muy arriba. Nada más. Olía a lejía.

—¿Qué tiene de especial?

—Es bonita y está cerca de mí. Me gusta vigilar por si hay jaleo.

—¿Hay mucho jaleo? —preguntó Torn, imaginando esperanzado todo tipo de actos de rebeldía entre los otros reclusos.

—Todo depende. Puede que el eco tenga el mismo aspecto, pero su mente puede ser impredecible, aunque te parezca extraño. —El señor Grimal se rió entre dientes—. Mi trabajo es interesante.

Tom cayó de pronto en la cuenta de que quizá su mejor estrategia fuese parecer lo más semejante posible a un eco. El problema era que no sabía exactamente cómo hacerlo… Se sentó al borde de la dura cama y se puso a balancear los pies.

—Bueno, ¿ahora qué?

—Ahora toca descansar. Como has hecho un largo viaje, puede que te venga bien dormir un poco, y después nos ocuparemos de la cena. ¿Qué te parece?

—Me parece estupendo.

—Bien, bien.

Tom se daba perfecta cuenta de que el señor Grimal lo trataba como si tuviese tres años, pero ya le estaba bien. El vigilante se disponía a cerrar la puerta cuando a Tom se le ocurrió una última pregunta:

—Suponiendo que me quede dormido… ¿me despertará usted?

—No te preocupes de eso —respondió sonriendo.

Su cara blanca salió por la puerta flotando como un globo. Cuando se cerró la puerta se oyó un fuerte chasquido, y Tom se dio cuenta enseguida de que no había picaporte por dentro. Resultaba evidente que no debía salir. El silencio apenas duró unos segundos, tras los cuales se oyó un sonido susurrante. Algo empezó a descender del techo. Mirando hacia arriba y a su alrededor, Tom vio que unas líneas negras verticales surgían de unos agujeros en el techo, como tinta extendida sobre una página en blanco. ¿Qué era aquello? Saltó de la cama y se quedó de pie en el centro de la habitación, con el corazón desbocado. Eran escarabajos… Otros empezaron a surgir de los rincones, moviéndose en líneas horizontales, separados por igual… Al cabo de un minuto la cuadrícula viviente estaba completa. Silencio. Las criaturas permanecían quietas, inmóviles como piedras.

•Era un mecanismo de seguridad? ¿Podían verlo?

por alguna razón, Tom no quería moverse, pero lo hizo. Dio un pasito hacia la pared. No sucedió nada. Luego otro… y otro, hasta que estuvo tan cerca que podía ver a todos y cada uno de los insectos de una fila. Un tórax negro y delgado, un abdomen rojo y unos brillantes y prominentes ojos rosa. ¿Cuál era su finalidad? Solo había una forma de averiguarlo. Con movimientos pausados, Tom sacudió la fila hasta que cayó uno. Al instante sonó un zumbador en el pasillo y se abrió la trampilla de la puerta.

—Más vale que los dejes en paz, Scatterhorn. No les gustan los manejos turbios, y a mí tampoco.

Tom miró el ojo furioso del señor Grimal en la trampilla y le dedicó su mejor sonrisa.

—Lo siento. Ha sido un accidente. Lo siento.

El ojo lo observó.

—Bueno, señor Scatterhorn, ¿qué le parece si descansa un poco?

Tom fue dócilmente hasta la estrecha cama, se tumbó obediente y volvió la cara hacia la pared. Así que esa era la celda especial… La trampilla se cerró con un chasquido a sus espaldas y cerró los ojos. Por segunda vez en esa mañana, Tom sintió que lo invadía una gran fatiga. En las últimas veinticuatro horas había sido drogado, secuestrado, enviado en un tren doscientos años en el futuro y luego encerrado en una especie de cárcel para ecos indeseados, que estaba ubicada en el Museo Scatterhorn, Dragonport, ahora una isla desierta frente a las costas de Inglaterra… Tom sonrió con aire sombrío; tal vez se habría echado a reír de no ser porque era cierto. Era evidente que aquello tenía algo que ver con su negativa a ayudar a don Gervase Askary. Tal vez todo. Tal vez aquel fuese el extravagante concepto de un castigo que tenía don Gervase. Y tal vez el doctor Logan y su gente creyesen de verdad que él era un eco y nada más. Fuera cual fuese la verdad, Tom estaba decidido a averiguarla…