—Eso es lo que llaman un viento ocioso.
—¿Un qué?
—Un viento ocioso —repitió con voz áspera tío Jos, que se había visto empujado por los anchos peldaños de piedra hasta la puerta del museo como si fuese una pelota pequeña—. No se molesta en rodearte; te atraviesa.
—Entremos —sugirió tiritando tía Melba, que era tan delgada como redondo era Jos, y había sido zarandeada peldaños arriba detrás de él.
Tom los siguió y se apiñaron en el gélido y gris amanecer ante la gran puerta de madera.
—Una lamprea en un barco casa —murmuró Jos, volviendo del revés uno de sus bolsillos y luego el otro—. Habría jurado que…
—Jos, no puede ser.
—Me temo que sí, melocotoncito.
—¡No es posible!
Tía Melba parecía a punto de explotar.
—¿Te has dejado la llave? —preguntó Tom.
—Según parece, sí, por desgracia…
Jos paró al ver que Tom rebuscaba en su chaqueta y sacaba una llave larga y ornamentada, que encajó en la pesada cerradura.
—Mira eso. —Jos exhibió una gran sonrisa—. ¿Qué haríamos sin este chaval?
—Seguiríamos aquí como idiotas, sin poder entrar en nuestro propio museo.
—Gracias, Melba.
La puerta se abrió con un chirrido y los tres se colaron aliviados en el interior. Tras dejar el viento fuera de un portazo, tío Jos penetró entre las tinieblas y encendió las luces.
—Bueno, ¿qué os parece si desayunamos para animarnos?
No tardaron en estar sentados en círculo al pie de las escaleras con bocadillos de beicon y humeantes tazas de té. Alrededor de la entrada de alto techo abovedado había vitrinas llenas de piezas de taxidermia de todos los tamaños y formas: un pájaro dodo, un mamut, un gorila en un árbol, selvas sudamericanas y paisajes africanos, maquetas de islas perdidas y ríos congelados… Para cualquier otra persona, aquella colección húmeda y excéntrica podía resultar espeluznante e incluso un poco rara, pero para Tom Scatterhorn resultaba familiar, tan familiar que era casi como un álbum de fotografías de sus propias increíbles aventuras… Y, aunque le avergonzaba reconocerlo, el museo era propiedad suya.
Aquellos especímenes fueron coleccionados más de cien años atrás por el hermano de su tatarabuelo, sir Henry Scatterhorn, el mejor cazador del mundo por aquel entonces. Su mejor amigo, August Catcher, el mejor taxidermista del mundo, los disecó. Fundaron juntos aquel extraordinario museo que el padre dejos cuidó y luego pasó a Jos y Melba, quienes lo gobernaron a través de los fuertes vientos y tormentas de medio siglo hasta que al final estuvo a punto de hundirse bajo las olas… En ese momento, dos años atrás, Tom Scatterhorn cruzó la puerta, y todo empezó a cambiar. Gracias a la venta de un zafiro perdido, el Museo Scatterhorn fue restaurado, heredó magníficas exposiciones y volvió a ser popular… Bueno, casi… Seguía siendo, en el fondo, un lugar oscuro y misterioso congelado en el tiempo, y no resultaba del gusto de todo el mundo…
—Por cierto, ¿alguno de vosotros sabe lo que le sucedió a Ern Rainbird? —preguntó Tom mientras masticaba el último de sus bocadillos.
El chico había dado saltos de alegría al enterarse de la desaparición del viejo conserje. Pero desde entonces había transcurrido casi un año.
—¿Ern Rainbird? —dijo Jos entrecortadamente, juntando las pobladas cejas hasta formar una sola—. No creo que nadie lo haya visto ni haya tenido noticias suyas desde aquel día en que El Diluvio se desplomó. Hice unas cuantas averiguaciones, pero su casera no tenía la menor idea de adonde había ido. Debió de pasar algo extraño. El viejo Ern era siempre muy pulcro y exigente. Se pasaba la vida sacando brillo a sus zapatos y planchándose la ropa interior. Sin embargo, pareció esfumarse.
—A mí me contaron que se había convertido en un vagabundo y que vivía en un contenedor de basura —comentó Melba en tono desdeñoso.
—Hummm, bueno, si es así estoy seguro de que está como los chorros del oro —replicó Jos—. Al fin y al cabo, Ern no era tan malo. Limpiaba bien. Siempre estaba abrillantando las piezas de latón, controlando los turnos, haciendo listas, cerrando las puertas con llave… En su guarida del sótano tenía sus galletas numeradas y escondidas…
—Desde luego —dijo Melba con desprecio—. Me sentía como si hubiese ingresado en la marina.
Tío Jos carraspeó con fuerza.
—Por desgracia, Tom, Ern no habrá ido demasiado lejos —continuó ella—. Estará oculto en alguna parte. En Dragonport siempre ha habido gente con ese apellido.
—Eso es cierto —convino Jos, limpiándose las gafas con el puño de la chaqueta—. Pero ya no lo necesitamos, porque no hay nada que hacer. Todo está arreglado. ¡Hurra!
Tom se desperezó y miró a su alrededor. Sí, todo estaba extrañamente silencioso y limpio. No había cubos en el suelo para recoger las goteras, armarios podridos, animales deshechos, tuberías ruidosas, calderas que resoplasen ni pasamanos ausentes. Todo el lugar olía a cera de suelo.
—Creo que iré a dar una vuelta —dijo.
—Inspeccionar la flota, muy buena idea —murmuró Jos mientras se dirigía al vestíbulo arrastrando los pies—. En ese caso yo revisaré los cañones para repeler la incursión de los piratas. Nunca se sabe, hoy podríamos recibir a diez visitantes.
—Tú sueñas —masculló Melba, que se levantó y miró a Tom con amabilidad—. Y si necesitas sentarte un poco, ya sabes, levantar los pies un rato, el despacho está muy tranquilo.
—Ya me encuentro bien. Gracias.
—Estoy segura de ello, pero de todas formas ahí está por si te apetece.
Tom asintió. Era muy consciente de que su madre había advertido a Melba acerca de sus extraños desmayos, y no podía fingir que no había sucedido nada en la estación. Pero lo último que quería era ser tratado como un inválido.
—El Diluvio ha quedado de maravilla —añadió, retirándose complacida hacia el vestíbulo—. ¿Por qué no le echas un vistazo?
Tom sonrió. Sí, casi se había olvidado de aquella pequeña aventura. Mientras subía las escaleras, repasó recuerdo tras recuerdo: la maqueta de Dragonport nevado donde aprendió a patinar, el tigre de Bengala al acecho entre la maleza, a punto de abalanzarse sobre su presa, la maqueta de Tithona, esa isla tropical que lo había llevado a Scarazand… incluso la garza luchando contra una anguila que había visto por primera vez congelada en el taller de August Catcher… Esa era toda su vida. Se detuvo en el umbral del ala oeste y contempló la confusión de sombras contra la pared del fondo. Allí estaba lo que parecía ser el contenido de un zoo volcado sobre un acantilado ante una vasta ola cristalina… Buitres, leones, monos, serpientes, incluso un rinoceronte. una imagen de cincuenta animales sorprendidos en el aire mientras caían de cabeza a un abismo. El Diluvio. «La pieza de taxidermia más llamativa que jamás hizo August Catcher» según tío Jos, fruto de una imaginación desbordante. Y sin embargo Tom sabía que incluso esa escena fantástica era real también. Se había desarrollado ante sus propios ojos…
Al acercarse a la vasta construcción, un escalofrío le recorrió el espinazo. Hasta el día anterior, aquel era también el último lugar en el que había visto a don Gervase Askary. Fue el verano anterior, y luego intentó matarlo en venganza por haber entrado en Scarazand y tomarse la libertad de huir… Así que, ¿qué había podido cambiar?
«Defensor del pueblo… Defensor de Scarazand.»
Las palabras se arremolinaban y danzaban en su cabeza. No tenía sentido. ¿Por qué iba a decir eso don Gervase? ¿Qué quería en realidad?
Tom estaba tan absorto que le costó darse cuenta de que el museo se había llenado de voces. Al salir al balcón, vio a un grupo de niños que corrían entusiasmados con linternas.
—¡Huy!
Dos niñas pasaron corriendo y apuntándole con una linterna directamente a la cara.
—¡Te pillamos!
—¿Qué estáis haciendo?
—Es él —susurró una—. Ya sabes. El. ¡Vamos!
Las niñas soltaron una risita y salieron corriendo. Confuso, Tom bajó a la sala principal.
—La excursión navideña de la escuela de Saint Denis —explicó Jos mientras salía arrastrando los pies de detrás de la vitrina de los mandriles—. Había olvidado por completo que venían. Se me ha ocurrido mantener las luces apagadas y darles linternas para que se diviertan un poco. Cuanto más espeluznante, mejor —añadió con una sonrisa—. Por cierto, acaba de llegar una carta para ti. Melba la ha dejado en el despacho.
—¿Una carta?
Tom estaba sorprendido. ¿Quién podía haberle escrito? Casi nadie sabía siquiera que estaba allí.
—Seguramente es de algún admirador —dijo Jos, apretándole el brazo—. No olvides, chaval, que cuando vienes a Dragonport eres una celebridad. Todo el mundo se ha enterado de que Tom Scatterhorn anda por la zona. ¡Fuera de aquí, mocosos! —rugió cuando tres niños saltaron sobre él desde detrás del pájaro dodo. A continuación, con una risita, se adentró en la penumbra.
Tom se volvió, se abrió paso por la maraña de vitrinas hacia el paisaje africano y cruzó la puerta de madera del rincón. El despacho era una habitación estrecha rebosante de cajas y dominada por un amplio escritorio situado ante la ventana. Estaba tan oscuro que no vio a Melba hasta que esta se levantó de un salto detrás del escritorio y escondió su periódico con aire de culpabilidad.
—Oh, solo estaba ordenando —dijo sin que viniera a cuento—. ¡Vaya, menudo lío!
—Hola. ¿Te…?
—No, no, no me interrumpes. Estooo…, sí, hay una carta para ti. La han entregado en mano esta mañana. Estooo…, pues sí. Sí… —Melba lo miró por encima de sus gafas de media luna. Parecía extrañamente preocupada—. Escucha, Tom, sé que no quieres hablar de lo que ocurrió en la estación, pero…
—En serio que estoy bien. No me pasa nada.
Melba sonrió débilmente. Era evidente que aquello le resultaba difícil de creer.
—Vale, a veces, como ayer, me desmayo, y luego vuelvo a despertarme. No es un problema.
—Bueno, mientras estés seguro de eso…
—Lo estoy. Seguro del todo.
Se hizo un incómodo silencio. Los dedos de Melba rascaban el escritorio.
—¿Y estás bien seguro de que tu enfermedad…?
—No es una enfermedad.
—Por supuesto que no, cariño. Lo comprendo, pero… O sea… ¿Es posible que hayas podido estar accidentalmente en alguna parte, de alguna forma, y hummm… que no lo recuerdes?
Tom notó que se ruborizaba.
—¿A qué te refieres?
Melba parecía dudar.
—¿En Escocia, quizá?
—¿En Escocia?
—Probablemente esto es una coincidencia extraordinaria, lo sé, pero… verás… —Melba sacó el ejemplar del Dragonport Mercury de esa mañana, que había escondido bajo una caja, y se lo pasó a Tom por encima del escritorio—. Página cinco, creo.
Tom hojeó el periódico hasta que sus ojos se detuvieron en el titular: «Asesinatos con lejía lo revelan todo».
Debajo había una fotografía de un gran cuadro antiguo, que a primera vista parecía representar una descomunal escena de batalla. Grandes salpicaduras de un producto químico habían sido lanzadas contra el cuadro y habían quemado la pintura. Tom comenzó a leer.
Detectives de Stirlingshire investigan los misteriosos asesinatos de Miriam y Edward Marchmont, propietarios del castillo de Marchmont. El feroz ataque fue llevado a cabo por perros «o algún otro animal no identificado». Ademáis, se utilizó lejía para revelar el rostro del caballero cuya identidad secreta ha sido durante mucho tiempo objeto de especulación. El chico, que lleva una curiosa armadura, está presente en muchos de los cuadros de Betilda Marchmont, una artista nacida hace más de cien años. La mujer pasó su vida decorando la vieja buhardilla del castillo con escenas fantásticas hasta que fue ingresada en un manicomio, y los expertos siguen considerando su trabajo «la mayor obra de arte pintada por una loca».
Tom volvió a mirar la fotografía. En el centro se hallaba lo que parecía ser san Jorge matando al dragón. El caballero cabalgaba a lomos de un escarabajo, pero su cara, sus ojos, su expresión… Tom dejó el periódico, atónito. No sabía qué decir.
—Es extraño, ¿verdad?
Tom asintió impotente.
—Pero es solo una coincidencia. Tiene que serlo.
Melba enarcó las cejas.
—Fue un terrible asesinato. Murieron destrozados, ¿y para qué? ¿Por qué destruir el cuadro, matar a los propietarios y luego sencillamente marcharse? —Melba volvió a mirar a Tom con curiosidad—. Por supuesto, salvo que revelar la identidad del misterioso caballero fuese el motivo del asalto.
—¿Qué quieres decir?
Melba sonrió incómoda.
—Como sabes, cariño, la vida en este sitio puede ser tremendamente aburrida, y supongo que he leído muchas más historias de detectives de lo que me conviene. No he podido evitar darme cuenta de que hay otra persona en el cuadro que también me resulta un poco familiar.
Dicho esto, desapareció en la oscuridad. Tom se quedó mirando el periódico con expresión culpable. ¿Quién era aquella Betilda Marchmont? ¿Dónde había estado, qué había visto?
Se inclinó hacia delante y miró con concentración la bulliciosa escena. Había una explosión de insectos, hombres deformes, escarabajos, cañones, torres medio derrumbadas y extrañas serpientes plateadas por todas partes… ¿De quién se trataba? Debajo del caballero, cortado a medias por la fotografía, había otro hombre, con los rasgos emborronados y quemados por el ácido… pero allí estaban aquellos ojos amarillos, aquella frente dividida por un profundo surco vertical, la boca pequeña y oscura…
Tom tenía ganas de vomitar.
—Es imposible —murmuró—. Es imposible.
¿No era aquello una loca fantasía? En su fuero interno, Tom anhelaba que lo fuese. Pero tenía la terrible sensación de que no lo era. «Defensor de Scarazand», le había dicho… La frase rebotó por el cerebro de Tom como una bala perdida. ¿Don Gervase Askary había asesinado a aquellas personas para revelar eso? ¿Era ese su descubrimiento?
La carta. Tom cogió el sobre, incapaz de controlar el temblor de sus manos. Allí estaba su nombre, escrito en pulcras letras mayúsculas con la fecha de ese mismo día. No reconoció la letra. Como le había ocurrido tantas otras veces, Tom tuvo la sensación de que, si abría la carta, todo cambiaría en ese mismo momento, y no necesariamente para mejor… Tras desgarrar el sobre, desplegó el trozo de papel y lo miró mareado. La carta estaba escrita en letras mayúsculas, y el lápiz había presionado con mucha fuerza el papel.
QUERIDO TOM SCATTERHORN:
ME ALEGRO DE VER QUE HAS VUELTO. HE ESTADO ESPERANDO TU REGRESO DURANTE MUCHO TIEMPO. VERÁS, TENGO QUEDARTE UNA INFORMACIÓN IMPORTANTE. SE REFIERE A CIERTO SEÑOR CUYA FOTO APARECE HOY EN EL MERCURY, JUNTO CON LA TUYA. ESTOY SEGURO DE QUE SABES QUIÉN ES. VENA RE-UNIRTE CONMIGO AL ATARDECER Y TE LO CONTARÉ TODO. PUEDE QUE NO LO CREAS, PERO TÚ Y YO ESTAMOS EN EL MISMO BARCO. QUIZÁ TU VIDA DEPENDA DE LO QUE TENGO QUE DECIRTE RESPETUOSAMENTE,
ERN RAINBIRD LOS GARAJES, SPONG BOTTOM
P. D: NO OLVIDES QUE LAS PAREDES OYEN. ES PREFERIBLE QUE NO SE LO CUENTES A NADIE, Y MENOS A LA POLICÍA. NO QUEREMOS QUE SE ENTEREN DE NUESTROS SECRETILLOS, ¿ VERDAD?
Tom tuvo que leer la carta varias veces para captar su sentido. Podía creer que Ern Rainbird seguía vivo y residía en Dragonport. Pero ¿de verdad se estaba escondiendo de don Gervase Askary y podía verdaderamente ofrecerle a Tom un consejo capaz de salvarle la vida? No parecía demasiado probable. En realidad, cuanto más pensaba Tom en Ern Rainbird, más improbable le parecía. Seguramente, Ern Rainbird era el hombre menos digno de confianza que había conocido en su vida, y sin embargo: «Quizá tu vida dependa de lo que tengo que decirte»… ¿Era eso una amenaza?
—Oh, sí, señora Scatterhorn. Pero ahora soy inspector.
Tom alzó la vista de la carta. Allí, en el vestíbulo, había dos policías hablando con tía Melba.
—¿Inspector Moon? ¡Qué bien suena!
—Ha subido como la espuma, señora Scatterhorn. Moon es uno de los hombres más inteligentes y brillantes que tenemos, y el que vale siempre sale adelante, aunque hay que reconocer que intentamos evitarlo.
El inspector Moon soltó una risita nerviosa. Tom observó como se acercaban; sus radios resonaban en la oscuridad. Tenía un vago recuerdo de haber visto a aquellos dos policías en su primera visita al museo. ¿Podía ser que estuvieran buscándolo a él? Pero ¿qué podía decirles?
—jamás olvido una cara, señora Scatterhorn. Lo registro todo.
—Tiene una memoria de elefante. Enciclopédica, diría yo, señora Scatterhorn.
—pero debe de ser una simple coincidencia —dijo Melba, nerviosa— No irán ustedes a creer que Tom es…
—Claro que no. Pero nunca se sabe la utilidad que puede tener una breve charla.
Tom se encogió detrás de la cúpula de colibríes mientras Melba introducía en el despacho a los dos policías.
—¡Qué raro! —murmuró, asomándose a la habitación vacía—. Estaba aquí hace un momento. Puede que haya subido al piso de arriba.
Tom abrazó las sombras mientras el equipo de búsqueda avanzaba sorteando las vitrinas y llegaba al rellano. No habría podido explicar por qué actuaba de aquel modo. Sencillamente, sucedía. Tal vez fuese por la minúscula posibilidad de que Ern Rainbird tuviese algo útil que decir. Y Tom quería oír como lo decía.
Tom esperó a que desaparecieran en la sala de las aves. Luego se puso el abrigo en silencio y se escabulló por la gran puerta principal. Se bajó la visera de la gorra, rodeó el coche de policía y se vio empujado por la calle gris. Spong Bottom… ¿Cómo iba a encontrar eso? Daba toda la impresión de ser el final de una calle.
—Supongo que te habrá atraído lo curioso del nombre, ¿verdad?
Tom exhibió una sonrisa encantadora. Por suerte, el bibliotecario era muy corto de vista y no pareció reconocer a Tom con la gorra puesta. El hombre miró el plano con los ojos entornados.
—Hay un montón de Spong. Spong Street, Spong Drive, Spong Crescent… Spong Bottom, ¿no?
Spong Bottom resultó ser una hilera de casas declaradas en ruinas que se hallaba al borde mismo de la población. Más allá no había nada, salvo los kilómetros del bosque de Hellkiss. «Un lugar perfecto para esconderse», pensó Tom mientras bajaba los escalones de la biblioteca a toda velocidad y salía a la calle llena de gente que hacía las compras de Navidad enfrentándose al fuerte viento. Tal vez Melba estuviese en lo cierto y, después de todo, Ern viviese en un contenedor de basura. Media hora más tarde, Tom se encontró tiritando al borde de un terreno baldío en las afueras de la ciudad. A sus pies yacían las casas de Dragonport apiñadas al borde del amplio estuario gris. Tom miró su reloj: apenas eran las dos y media y ya estaban encendidas las farolas. Echó otro vistazo a sus arrugadas instrucciones y luego se volvió hacia una hilera de casas situadas en una hondonada, lejos de la calle. Más allá no había nada más que maleza y bosque. Debía de ser la dichosa Spong Bottom…
Al acercarse, Tom vio la placa, «ong Bot»; habían tachado el resto. Todas las casas estaban vacías o tenían tapiadas las puertas y las ventanas. Las únicas señales de vida eran un par de cuervos sentados en un coche quemado, que graznaron y luego se fueron irritados, armando mucho alboroto, al ver que se aproximaba. En la última casa, un camino roto de hormigón conducía a un pequeño grupo de garajes dispuestos en forma de herradura. Un humo negro se alzaba de detrás de uno de ellos. ¿Estaba allí Ern Rainbird? Seguramente. Tom se armó de valor. ¿De verdad quería hacer aquello? Sí, de verdad. ¿Y si ocurría algo? Pues correría el riesgo. Rainbird podía estar en forma, pero Tom estaba seguro de que no lo atraparía. Correr era una de las pocas cosas que se le daban bien.
Después de bajar por el camino fangoso, llegó a la entrada del callejón sin salida. Al fondo, dos puertas de garaje de acero se hallaban entornadas. Junto a una de ellas vio un pequeño remolque con un montón de viejas radios. Tom se dirigió hacia ellas.
—Llegas pronto.
Tom se dio un susto de muerte. Entre dos garajes apareció un hombre bajo y robusto que llevaba un viejo abrigo verde mugriento. Su gruesa gorra negra con borla le ocultaba a medias la arrugada cara pecosa, y sus ojos de lagarto contemplaban a Tom con suspicacia. Se pasaba una cerilla de un lado al otro de la boca.
—Me alegro de verte, chaval. No has cambiado.
Ern se adelantó y, con una bota, levantó la esquina de la puerta del garaje. En el interior había un hornillo sobre el que una tetera despedía vapor.
—Entra y tómate un té. No te preocupes, no te morderé.
Ern entró arrastrando los pies y cogió dos tazas del alféizar de la ventana. Luego se sacó del bolsillo un paquete grande de galletas de jengibre.
—Las acabo de comprar para ti. Yo tampoco les hago ascos, ¿te acuerdas?
Ern se puso a preparar el té y Tom recorrió el garaje con la mirada. Desde luego, daba la impresión de que Ern Rainbird había pasado mucho tiempo allí. Fueran cuales fuesen sus pertenencias, estaban metidas en bolsas de plástico y colgaban del techo en hileras. En un rincón había un pequeño saco de dormir, pulcramente enrollado, como si estuviese listo para una inspección.
—¿Cómo has sabido que yo estaba aquí?
—Bueno, ya sabes, me lo ha dicho un pajarito —contestó Ern con voz áspera, sentándose y estrujando las bolsitas de té—. No hay muchos secretos en un lugar como Dragonport, ¿verdad?
—¿No los hay?
Ern levantó la vista y sonrió.
—Entra y cierra esa puerta. Fuera hace un frío que pela.
—Estoy bien aquí, gracias.
Ern Rainbird añadió la leche y se metió una galleta en la boca. Se encogió de hombros, fingiendo indiferencia.
—Como quieras. Pero yo creo que no tendría sentido que huyeras ahora que has llegado hasta aquí. ¿Y cómo podría hacerte daño? No voy armado. Tengo las rodillas destrozadas. Soy un viejo.
Tom vio como echaba cuatro cucharadas colmadas de azúcar en su té y lo removía.
—¿Azúcar?
Tom asintió. Ern añadió cuatro medidas generosas y removió.
—Te agradecería mucho que cerrases la puerta, en serio. Hace un frío de muerte. Entra y te contaré lo que quieres saber.
Tom siguió sin moverse.
—¿Qué quiero saber?
—Cómo deshacerte de don Gervase Askary. Aquí arriba. —Ern se dio unos golpecitos en la frente—. Porque es ahí donde acecha, ¿verdad? Es ahí donde lo tienes metido, ¿no es así?
Tom se movió, incómodo.
—Primero una pequeña larva en la oreja, y luego esas olas que te sobrevienen, las voces que te dicen a gritos que hagas esto o aquello, que hagas de criado… Oh, lo sé todo sobre eso. Yo era como un puñetero robot. Hasta que me deshice de él.
—¿Te deshiciste de él?
—Así es. Puede hacerse.
Aquello no era en absoluto lo que Tom esperaba. En el rostro de Ern se dibujó una sonrisa radiante.
—¿A que no sabías eso?
—No.
—El tampoco lo sabe. Pero es algo que nosotros los viajeros hemos aprendido a hacer. Y nos ayudamos unos a otros. Es una especie de código no escrito. Betilda Marchmont me dijo cómo hacerlo.
—¿Betilda Marchmont?
Ern asintió astutamente.
—La artista que les pintó cuadros. Estaba infectada y todo eso. Yo la conocía, ¿sabes? Pero si no quieres saberlo, me trae al fresco. Como quieras. Solo pensé que podía interesarte.
Ern parecía un pequeño gnomo con su gorra con borla y su abrigo grasiento, sentado a oscuras y masticando sus galletas con solemnidad. ¿Qué podía hacer para perjudicarlo? Tom decidió confiar en sus instintos. Con precaución, entró en el garaje y bajó la puerta, aunque no acabó de cerrarla.
—Así está mejor. Es más civilizado. Porque sopla un viento ocioso. Vamos, acomódate.
Tom se sentó con prudencia y Ern le pasó la taza caliente.
—¿Cómo supiste que yo era un viajero?
—Solo tuve que sumar dos y dos, camarada. De hecho, siempre lo sospeché. No te acuestas y te levantas al día siguiente bronceado accidente. Además, se tiene una mirada especial, ¿verdad? Un o reservada, como si hubieses estado en lugares de los que no le puedes hablar a la gente. Se te ve un poco confuso, no muy seguro de dónde estás.
Tom no dijo nada. ¿Tan evidente resultaba? Esperaba que no.
—Al fin y al cabo, Scarazand es un lugar de aquí te espero.
—¿Has estado allí?
—Viví allí, hijo, durante dos años. Tenía una tienda que vendía recuerdos militares a los turistas. Era un negocio muy provechoso. Los Souvenirs de Rainbird. Pero eso fue antes de que conociese a Betilda y ella me ayudase.
Tom sopló en su taza de té caliente y luego dio un pequeño sorbo. Estaba dulce como la miel. Ern lo miró de soslayo.
—Bueno, ¿cómo se hace?
—Con medicina tradicional china. Preparas una pasta y luego te la bebes. Cada día durante una semana. Es asquerosa.
—¿Qué lleva?
—¡Más valdría preguntar qué es lo que no lleva! —dijo Ern con una carcajada—. Escarabajos, ortigas, lombrices, cabezas de pescado, gusanos secos, pero lo peor de todo son las… —Ern tosió ruidosamente—. Las… las mos…
—¿Las mos?
—Las moscas gudu —masculló Ern—. Saben a tripas de ratón. ¿Una galleta?
—O dos. Sí. —Tom mordisqueó una con nerviosismo—. ¿Y dónde puedo conseguir esa medicina china?
Ern Rainbird había recuperado el aliento y parecía echar cuentas.
—Oh, estooo… bueno, es muy sencillo. Hay una farmacia en Londres. Un negocio discreto, como puedes imaginarte. Te daré la dirección. Señor… Wong. Detrás de Leicester Square. Diles que tienes verrugas… o callos, cualquier problema de pies, y te la dará. Es el código, ¿sabes?
Tom se terminó la galleta y observó su taza humeante. La medicina del señor Wong parecía más un cuento chino con cada segundo que pasaba.
—¿Por qué debería creerlo?
Ern Rainbird lo observó con sus ojos amarillos. Tom no si interpretar su expresión, pero sus labios aún parecían contar.
—Tendrás que aceptar mi palabra, hijo. A falta de pan, bue son tortas. Soy lo único que tienes.
Rainbird se levantó y se dirigió hacia el colchón. Cuando se < la vuelta llevaba un trozo de cuerda y una manta en su mano.
—¿Qué vas a hacer con eso?
—Oh, es que tengo que quitarme un asunto de encima, ¿sabes?
—¿Negocios?
—Así es. Más tarde.
Tom se quedó mirando la cara sonriente de Ern, que paree aguardar expectante. Tom era vagamente consciente de que los d dos se le estaban entumeciendo, y también los pies. Una sensación de hormigueo empezó a invadir su cuerpo…
—Aquí dentro hace mucho frío.
Ern miró la puerta del garaje y luego su reloj.
—Sí. Es curioso que el viento lo atraviese todo.
Tom se estremeció. El garaje parecía haberse vuelto borroso. D pronto le entró el pánico.
—¿Qué había en ese té, Rainbird?
—¿En el té? Nada, hijo. En el té había té; lo normal, ¿no? —respondió él con una sonrisa antes de acabarse su taza—. Oh, no creo que debas preocuparte por el té. Tómate otra galleta.
Tom advirtió que Ern Rainbird se adentraba en las sombras y arrancaba un motor. Trató de darse la vuelta, pero se encontró con que no podía mover ninguno de sus músculos. Trató de hablar, pero notó un extraño hormigueo en los labios. Luego su taza de té cayó ruidosamente al suelo desde su mano paralizada, haciéndose añicos. Tom bajó la mirada horrorizado. No lo había envenenado el té, sino las galletas, numeradas… y luego no hubo nada.