2
Principio, mitad…

—¿Tom?

—¡Ahora voy!

—¡Por favor, date prisa! ¡Llevas horas ahí arriba!

Tom Scatterhorn se arrodilló en el suelo de su habitación, en mitad del caos, mirando enfadado su bolsa medio llena. Ya lo había metido y sacado todo dos veces.

—¿Cómo puedes tardar tanto? Solo estarás fuera dos semanas.

—Es que no sé qué llevarme.

—No entiendo que no lo sepas. ¿No es evidente?

Pero ese era precisamente el problema. No era nada evidente. La última vez que Tom se había alojado en el Museo Scatterhorn había evitado por poco un maremoto en Polinesia. En la ocasión anterior había participado en una cacería de tigres en la India después de pasar por una feria del hielo celebrada cien años antes. El Museo Scatterhorn era un lugar viejo, oscuro y muy peculiar de Dragonport, una ciudad muy pequeña situada en el otro extremo del país. Tom era su propietario, lo amaba y había costeado su restauración, pero le causaba tanta vergüenza que prefería mantenerlo separado de su propia vida normal. El Museo Scatterhorn era su mundo extraño y secreto, y, además, era la vía de entrada a otros muchos mundos extraños y secretos…

—El taxi está aquí, Tom —dijo su madre, abriendo la puerta de la calle mientras un coche entraba en Middlesuch Cióse.

—Vale, vale.

Tom echó una ojeada al desorden, más esperanzado que inspirado. ¿Qué llevarse? Hacer acopio de objetos superfluos era un rasgo de los Scatterhorn, y Tom parecía haber adquirido ese gusanillo a una edad especialmente temprana. Su habitación estaba llena de todo tipo de cosas, desde cuernos de alce hasta peces globo secos… Había amonitas, galletas de mar, arañas disecadas, relojes rotos, envoltorios de caramelos, un huevo de avestruz… ¿Cómo llegaron allí todos esos objetos?

—¡Tom, perderás el tren!

—¡Ahora voy! —gritó, mirando el desorden con desesperación.

¿Pasamontañas? ¿Chancletas? Echó un vistazo a una postal de una chica risueña de pelo oscuro y piel muy bronceada, con un loro azul sobre la cabeza. «Preciosas islas Marquesas», decía. Era Pearl Smoot, amiga de Tom, a quien no había visto desde la última vez que fue a Dragonport. ¿Qué se llevaría ella? Algo práctico, como una brújula, una navaja o… No, claro… Tom avanzó con dificultad y, tras levantar una tabla del suelo suelta, sacó un ajado cuaderno de ejercicios titulado «Scarazand». Scarazand no se hallaba en ningún mapa ni página web, y muy pocas personas sabían de su existencia. Tom era una de ellas y Pearl Smoot era otra. Habían estado allí juntos el verano anterior para rescatar al padre de Pearl, Arlo. Scarazand era una colonia subterránea de insectos en el futuro lejano, gobernada por un tal don Gervase Askary, un hombre que atormentaba a Tom en sueños… Tom hojeó las páginas garabateadas, los esquemas… Ese libro contenía todo lo que podía recordar sobre aquel lugar, y también los recuerdos de Pearl. Era muy valioso, único… ¿Y si lo perdía?

—Vale, ya voy.

Tom oyó el eco de unas fuertes pisadas en las escaleras. Se apresuró a meter el cuaderno bajo la tabla del suelo y un puñado de calcetines en su bolsa.

—¡Maldita sea!

El padre de Tom, un hombre alto y enjuto con una mata de pelo rubio, apareció en la puerta y se quedó mirando el caos.

—No es buen momento para hacer limpieza, Tom.

—Solo estoy… preparando la maleta.

Tom metió los pies en las zapatillas deportivas y cogió del suelo un jersey grueso.

—¿De verdad piensas dejar tu habitación así?

—Si la ordenase ahora perdería el tren, y tenemos prisa, ¿no?

Por un instante, Sam Scatterhorn consideró la posibilidad de decir algo, pero decidió que aquel no era el momento. Contempló el mar de objetos y sacudió la cabeza.

—No se lo digas a tu madre —susurró.

Tom miró su habitación por última vez. Echó un vistazo a la tabla del suelo, con el valioso cuaderno que ocultaba. De pronto tuvo la sensación abrumadora de que nunca volvería a ver esa habitación.

—¿Seguro que lo tienes todo? —dijo su padre.

—Eso creo.

—Bien. Vámonos.

Cerró la puerta y bajó corriendo las escaleras. La madre de Tom salió nerviosa de la cocina.

—No puedes hacer esto, Tom, es demasiado estresante. Faltan veinte minutos para que salga el tren. ¿Tienes el billete?

—Sí.

—¿Los dos? Porque hay dos, ¿no? —dijo ella, metiendo unos bocadillos en su bolsa.

—Sí, sí. Lo he comprobado.

—Le irá bien, Poppy —dijo su padre mientras pasaba junto a la vieja autocaravana sin ruedas en dirección a la puerta oxidada.

—¿Tienes el número dejos y Melba por si no los encuentras? Ya sabes lo despistados que son. Seguramente hasta se habrán olvidado de que vas. Seguramente…

—Relájate, mamá, de verdad. No pasa nada. Lo tengo todo.

—Lo siento, ya sé que eres mayor y todo eso, pero…

La madre de Tom respiró hondo una vez, y luego otra, pero no funcionó. Se quedó mirando a su hijo y le apartó de los ojos la maraña de pelo rubio. Se parecía mucho a su padre.

—Es que me preocupo por ti, cariño. No puedo evitarlo.

Lo abrazó con fuerza.

—Yo también —dijo Tom, estrechándola entre sus brazos.

De hecho, le inquietaba mucho más el viaje que sus padres iban a hacer a Ecuador para estudiar las polillas que cualquiera de los viajes que habían emprendido antes.

—Bueno, pues te veremos después de Año Nuevo —dijo su padre alegremente, antes de darle a Tom una palmada en el hombro y echar su bolsa dentro del taxi.

—Papá…

—¿Sí?

Tom alzó la mirada hasta el rostro ancho y curtido de su padre, arrugado por los años de buscar insectos en todas las condiciones meteorológicas y en todos los continentes de la Tierra.

—¿Serás… serás prudente en ese río? Me refiero a que… no harás ninguna locura, ¿verdad?

—Soy famoso por mi prudencia —respondió sonriente—, aunque de todos modos siempre hago alguna locura.

—Exactamente.

A Sam Scatterhorn, sorprendido ante la inquietud de su hijo, le brillaron los ojos.

—Nos dedicamos a cazar polillas, no serpientes venenosas con aliento de fuego. Polillas, Tom. —Sam Scatterhorn se dio cuenta de que su hijo no estaba convencido—. Pero vamos a hacer algo emocionante. La noche de nuestro regreso estamos invitados a una fiesta de cumpleaños en Londres. Una fiesta de cumpleaños muy interesante.

—Vete, vete, vete —dijo su madre, plantándole otro beso en la frente y empujándolo al interior del coche.

—Te lo contaré todo cuando volvamos —le aseguró Sam con un guiño—. No te preocupes por nosotros. Pásalo bien. ¿Lo prometes?

—¡Adiós!

Sam y Poppy Scatterhorn se quedaron en la puerta de la casa más desaliñada de Middlesuch Cióse, saludando con la mano. Tom se volvió y correspondió a su saludo, y siguió saludando hasta que el taxi dobló la esquina y las dos siluetas desaparecieron. Tom se quedó mirando como pasaban a toda velocidad las aceras grises, los árboles desnudos, las hileras de casas idénticas… De pronto tuvo la clara sensación de que una puerta se estaba cerrando sobre su antigua vida. Tal vez nunca regresase a Middlesuch Cióse, ni volviese a la escuela, ni a ver a sus amigos… Nunca volvería…

—Eres un poco joven para escaparte de casa, ¿no, chaval?

Tom alzó la vista y vio que el taxista le sonreía en el espejo.

—¿Cómo dice?

—Has dicho que nunca volverás.

—Oh, estaba… nada. Hablaba solo.

—Ah.

A Tom se le hizo un nudo en la garganta. Se sorprendió al notar lágrimas en los ojos y parpadeó furioso para contenerlas.

Más tarde, en el tren, Tom se quedó mirando por la ventana su propio reflejo sobre los campos inundados. Tal vez debería habérselo dicho. Quizá eso lo habría facilitado. Pero el problema era que, en el transcurso de sus increíbles aventuras, había reunido tantos secretos que se habían vuelto realmente fáciles de guardar. Se sacó del bolsillo trasero un trozo de papel arrugado y lo miró. Lo había leído y releído tantas veces que empezaba a romperse.

Zumbidos. Selva. Río a lo lejos. ¿Aparece una criatura grande?

—Oh, Dios… Dios mío… ¿Qué es eso?

Ruido fuerte. Grito (¿Es un animal?)

—¿Quién es usted?

Pausa. Arañazos. ¿Algo escarbando?

—¿Qué quiere de nosotros?

Risas de G. A. Crueles.

—No saben quién soy, ¿no?

—No.

Hurga en un bolsillo.

—¿Son los padres de este chico?

Silencio ensordecedor.

—Lo interpretaré como un sí.

—¡Él no tiene nada que ver con esto! ¡Nada en absoluto!

(Bien dicho, Sam.)

—No se lo imaginaban, ¿no?

—¿El qué?

Poppy insegura. Nerviosa.

—¿Imaginarnos qué?

—Tom es el motivo de que estén aquí. Y es la razón de que también lo estemos nosotros.

Silencio.

—Les ha tendido una trampa. Les ha delatado.

—¿Qué? ¿De qué está hablando? —grita Sam.

—Oh, sé que cuesta aceptarlo. ¿Por qué iba a hacer una cosa así? —G. A. se ríe con desdén—. Tan confiados. Tan necios. Es una tragedia.

Golpeteo de dedos. Gritos; una pelea. Un ruido sordo. Silencio. ¿Sam y Poppy Scatterhorn muertos? Difícil de saber. Mucho ruido de insectos.

—Lleváoslos. Destruid las pruebas. Aseguraos que los llevan abajo con el resto de gentuza.

Tom conocía las palabras tan bien que ya no necesitaba leerlas. Estaban escritas por su amiga Pearl, quien las había copiado del cuaderno secreto de su padre. Arlo Smoot era un espía radiofónico que podía sintonizar con voces del pasado, presente y futuro. Había oído esta escena en sus cascos y la había copiado. No era una predicción, era un hecho. Arlo Smoot no cometía errores. Un día, en alguna parte, de alguna forma, don Gervase Askary, el gobernante de aquel vasto imperio de insectos, secuestraría o mataría a los padres de Tom, y todo sería culpa suya. El chico no sabía cómo ni por qué, aunque la pregunta importante era cuándo.

Sin embargo, la probabilidad de que traicionase a sus padres no era el mayor secreto de Tom. Estaba viajar a través del tiempo, hallar un elixir de la vida… Todo eso, y también lo que ocurría dentro de su cabeza, en cierto modo el secreto más valioso de todos.

En pocas palabras, la mente de Tom Scatterhorn se había vuelto como la de un escarabajo. Sucedió el año anterior en una isla remota, donde un insecto gris de aspecto corriente le puso un huevo en la oreja. Cuando salió del cascarón, la diminuta larva excavó a través del blando cartílago y le entró en el cerebro; su ciego serpenteo creó una tormenta de nuevas conexiones en los recovecos olvidados de su mente… Por fortuna, obligaron a Tom a tomar un antídoto que mató la larva y detuvo al instante la transformación. No obstante, se habían producido daños.

¿Qué significaba eso? Por fuera, nada. Tom tenía el mismo aspecto de siempre. Pero dentro, como millones y millones de otros seres, podía oír el latido de Scarazand. Esas palpitaciones procedían de la reina, un escarabajo del tamaño de un submarino nuclear, que se hallaba en el centro de esa vasta colonia subterránea oculta en el futuro. Unas veces era solo un golpe sordo en la distancia, pero otras era como un alambre caliente que le atravesaba el cráneo. Podía estar andando por un pasillo de la escuela, yendo en bicicleta, esperando un autobús o incluso a punto de cruzar la línea de meta en una carrera cuando cerraba los ojos y se encontraba con una ola roja que se abalanzaba en la oscuridad hacia él, como un mensaje rugiente, a gritos, que retumbaba a través del universo. ¿Qué podía hacer?

Fingir que se desmayaba. Esa acostumbraba a ser la mejor idea. Tom se dejaba caer al suelo al instante, cerraba los ojos con fuerza y se concentraba en otra cosa, lo que fuese, mientras la pared de sonido lo devoraba.

—¡Mirad, el despistado de Scatterhorn tiene otro ataque!

Voces ansiosas, sacudidas, golpecitos, unas cuantas patadas… Tom lo ignoraba todo hasta que la ola se rompía y se alejaba bramando. Al abrir los ojos, su cabeza bullía y el sonido había desaparecido. No tenía la menor idea de lo que significaba. Pero no dudaba de su origen. Don Gervase Askary poseía una pequeña pelota gomosa llamada pelota-escarabajo con la que emitía instrucciones, órdenes, y hasta su propia voz en la mente de cada individuo, usando el gran poder de la reina. Era como una radio conectada a todo volumen en la cabeza de Tom, e imposible de apagar.

Los médicos tardaron algún tiempo en explicar aquellos extraños desmayos. Primero creyeron que era epilepsia, luego diabetes, luego rabia, peste bubónica… Tom fue de consulta en consulta de mala gana, y las preguntas fueron haciéndose cada vez más exóticas. ¿Has comido un huevo de mil años de antigüedad? No. ¿Has compartido una comida con un simio? No. ¿Qué color ves cuando cierras los ojos? Ufff… La peor pesadilla de Tom era que le hiciesen un escáner cerebral y le dijesen que un pequeño insecto había excavado desde su oreja hasta su cerebro y que tenía la cabeza como una manzana agusanada. Seguramente nunca le permitirían abandonar el hospital. Pero eso nunca sucedió, y al final los médicos se vieron obligados a reconocer que no podían encontrar nada que estuviese mal: Tom era un chico normal de trece años, y sus curiosos desmayos solo eran «dolores de crecimiento», una expresión misteriosa y conveniente que Tom no acababa de entender. Pero resultaba que todas las personas que estaban creciendo los tenían. Sencillamente, la sangre no circulaba por su estrecho cuerpo a la velocidad suficiente. Dolores de crecimiento. Sus padres suspiraron aliviados y lo llevaron a comer pizza para celebrarlo.

—Bueno, ya es algo. Eres oficialmente normal —comentó su madre, soltando una risita.

—Más o menos —añadió su padre con ojos risueños—. No conozco a demasiados chicos de trece años a los que un hombre de ciento cincuenta años les dé un zafiro para comprar un museo.

—Bueno, sí, aparte de eso.

Si Sam Scatterhorn hubiese estado enterado de la visita de su hijo a Scarazand tal vez la habría mencionado también, pero no era así. Porque la cuestión era que Tom no le había contado a nadie lo que le había ocurrido de verdad. No quería que nadie pensara que era un raro extraterrestre mitad insecto, mitad humano; desde luego que no. De todos modos, no era una transformación completa. No era esclavo de Askary, y nunca lo sería. Por fortuna, desde que visitó el museo el año anterior, don Gervase Askary no le había hablado directamente. Era evidente que, entre los millones de convertidos, él no resultaba demasiado importante. Tom empezaba a preguntarse incluso si se habría olvidado de él…

Gracias a ello, a pesar de su apurada situación, Tom estaba contento. Estaba deseando volver al museo, ver a tío Jos y a tía Melba, vez encontrarse otra vez con August y sir Henry de alguna forma inesperada y hallarse en alguna nueva aventura, muy lejos de los tentáculos de Scarazand… si eso era posible.

Tom recorrió con la mirada el tren, lleno de viajeros cansados que leían en silencio el periódico de la tarde. «La hija del primer ministro a enfermado por la picadura de un misterioso insecto», decía el titular. Tom recogió del suelo un periódico sucio y lo abrió. Habían descubierto las huellas de un ciempiés gigante en el desierto e Australia. Había una fotografía de ocho levantadores de pesas búlgaros idénticos. Un hombre que salía de un bar solitario en Escocia Juraba haber visto dos escarabajos grandes como sabuesos cruzando el páramo a toda velocidad…

—Próxima parada, estación de Waterloo, final de la línea…

Tom sacudió su confusa cabeza, cogió la bolsa y se unió a la multitud que entraba en el gran vestíbulo. El problema era que, incluso cuando más buscabas indicios de Scarazand, más los encontrabas.

Incluso en ese momento, todas aquellas personas que se precipitaban en todas las direcciones, que salían bruscamente de las tiendas, que cruzaban barreras, que bajaban por las escaleras mecánicas, como si fuesen… Tom cerró los ojos y respiró hondo.

«Tienes que parar te estás volviendo loco. Solo son imaginaciones tuyas. Ignóralas.»

Se abrió paso con tenacidad hacia gran panel informativo y alzó la vista hasta los números intermitentes. Era allí donde tenía que esperar a Jos y Melba, y luego viajarían juntos a Dragonport.

Pero la madre de Tom tenía razón, era más que probable que se hubieran olvidado de que habían quedado, y seguramente Tom tendría que regresar allí solo. Tom se acercó a la entrada del metro y contempló a los pasajeros descontentos que rodeaban las barreras.

—¡Atrás, señoras y señores! ¡Atrás, por favor! Los andenes están temporalmente cerrados… Hay demasiados viajeros… Rogamos paciencia, por favor…

Palabras indescifrables resonaban por encima del griterío creciente de voces airadas.

—Yo que tú no me molestaría en bajar.

Tom levantó la mirada y vio que un hombre movía nerviosamente los pies a su lado. Parecía ir un poco torcido y llevaba una gran caja blanca.

—Menudo caos, ¿verdad? Menudo caos.

—¿Se ha averiado? —preguntó Tom, agarrando firmemente el trozo de papel en el que había garabateado los horarios de los trenes.

—¡Que si se ha averiado! —dijo el hombre con una carcajada—. Aquí no funciona nada, chaval. ¿Y de dónde sale toda esta gente? Alguien ha llamado a la caballería.

Tom observó que de repente parecía haber cientos de personas detrás de él, empujando para bajar por las escaleras. De hecho, el vestíbulo entero era un hervidero de gente. Echó un vistazo a su reloj. Seguramente Jos y Melba llegarían tarde, y tenían menos de una hora para hacer el enlace. Tal vez debía olvidarse del metro y coger un autobús…

—Así que estás aquí.

Tom se dio la vuelta. El hombre torcido se había desvanecido entre la multitud.

—Te he estado buscando.

Tom notó que se le erizaba el vello de la nuca. Aquella voz, poco más que un gruñido… La conocía demasiado bien…, como un trueno distante dentro de su cabeza. Cerró los ojos y vio unas llamas que lamían el oscuro horizonte…

—Por aquí.

Tom giró y volvió a girar entre una nube emborronada de rostros irritados…

—¡Mira por dónde vas! —gritó un hombre cuando la bolsa de Tom lo golpeó en la espalda.

—Lo siento, estoy…

—Aturdido, ¿verdad? —dijo otro, limpiándose el traje ostentosamente.

—Por este lado.

Tom notó que se le ponía la piel de gallina.

—Déjeme en paz —murmuró.

—¿Que te deje en paz? Pero si no has oído lo que tengo que decirte.

—No me importa… No…

Al instante, un estallido de energía tiró al suelo a Tom, que vio las estrellas.

—No quiero montar una escena, ¿de acuerdo? —siseó la voz dentro de su cabeza—. Solo quiero hablar contigo.

—No pienso escuchar —dijo Tom con un grito ahogado.

—Ya lo estás haciendo.

Otro impulso de electricidad lo atravesó con fuerza, quemando todos sus nervios.

—Sé que puedes oírme aunque nadie más pueda hacerlo, por lo que te sugiero que colabores.

A través del aire cada vez más denso, Tom oyó voces ansiosas a su alrededor.

—¿Está enfermo?

—Alguien debería telefonear a una ambulancia.

—¿Hay algún médico…?

—¡Levántate! —le ordenó la voz que sonaba en su cabeza—. ¡YA!

Tom temblaba sin poder contenerse mientras se levantaba tambaleándose.

—¿Te encuentras bien, guapo? —Una mujer con un abrigo rojo le pasó un brazo por el hombro—. Tienes mala cara. ¿Has perdido tus pastillas?

—No, estoy… p-p-perfectamente —trastabilló Tom, tratando de ignorar el dolor de la cabeza—. Por favor…

Y entonces vio que una negra sombra salía de detrás de un pilar, al otro extremo del vestíbulo. Una silueta inconfundible… hombros estrechos y una enorme cabeza bulbosa, un hombre que casi parecía estar de puntillas. En la mano sostenía una bola transparente del tamaño de un huevo. Sus dedos finos la acariciaban nerviosamente.

—Eso es. Ya ves que no te he olvidado, Tom. Au contraire, de pronto te has convertido en una cuestión prioritaria para mí.

—¿Qué quiere? —murmuró Tom, abriéndose paso entre la multitud desconcertada.

—¿Con quién habla?

—¿Estás seguro de que te encuentras bien, chaval?

Tom ignoró las voces y se aproximó al pilar junto al que se hallaba la delgada silueta. A pesar del dolor burbujeante, estaba muy concentrado en su siguiente acción. Tom se quedó mirando los ojos amarillos de gruesos párpados de don Gervase, la frente dividida por un profundo surco vertical, la boca extrañamente pequeña, casi sin labios. Era horroroso, aunque no carecía de cierta elegancia.

—¿Y bien?

Don Gervase Askary miró a Tom de arriba abajo con una mueca desdeñosa. Y pensar que aquel golfillo, aquel zarrapastroso, esquelético y descuidado…

—Como he dicho, solo un pequeño tête-à-tête, nada más. ¡Vaya, Tom, cómo has crecido! Eres todo un joven caballero.

—Al grano. Tengo que coger un tren.

En otras circunstancias, el glorioso líder habría castigado semejante insolencia de forma violenta e instantánea. En cambio, optó por contener su ira con una sonrisa.

—Verás, tenemos que afrontar un problema o, mejor dicho, un enigma. —Don Gervase miró de frente aquellos ojos oscuros y airados—. Necesito saber hasta qué punto puedo confiar en ti. Necesito saber si serás de fiar cuando llegue el momento.

Tom le dedicó al hombre alto una mirada asesina.

—Si seré de fiar, ¿para hacer qué?

—Defender lo que te corresponde defender, y proteger… a tu líder.

Era una pregunta sumamente inesperada.

—¿Se refiere a que yo lo proteja a usted? —bufó Tom—. ¿Por qué debería protegerlo?

—porque si no lo haces haré de tu vida un infierno. Con esto —alzando la pelota-escarabajo—. Todos los días de tu vida.

Tom se encogió de hombros con tanta indiferencia como pudo. Sabía que era posible.

—Me da igual.

—¿Te da igual?

—No pienso defender Scarazand. Para eso ya tiene a millones de esclavos descerebrados. Quíteselo de la cabeza.

La respuesta de Tom era apenas un susurro, pero surtió el efecto deseado. El hombre alto miró al chico con mala intención, y sus dedos giraron sobre la bola. Tom sintió como si una bomba le hubiese estallado en el cerebro. Sus rodillas parecieron ceder y, tambaleándose un poco, se desplomó contra el pilar, cerrando los ojos con fuerza. El sudor le corría por las mejillas. Trató de concentrarse en otra cosa, lo que fuese, algo agradable, como…

—¡Escúchame cuando te hablo! —gritó la voz.

Tom abrió los ojos obediente y vio al hombre alto, pálido de ira, ante él. Don Gervase se sentía sumamente irritado al no poder acabar con aquel fideo en ese instante, pero logró contenerse recordando el cuadro. Y entonces la idea más curiosa surgió en su mente.

—Supongamos que lo afrontamos de otra forma. Supongamos que te hago una oferta.

Tom no estaba seguro de haber oído bien. Levantó la cabeza y se quedó mirando la oscura sombra.

—Supongamos que te conviertes en un caballero. En mi caballero. Que aprendes las artes de la guerra, que te vuelves un experto en el combate, que haces algo con tu vida.

—¿Por qué?

—¿Por qué no? Conviértete en algo más de lo que eres, un chico corriente y llorica, que crecerá para ser un hombre corriente y llorica, vivir una vida breve y aburrida, y morir de muerte prematura. Porque esa es la alternativa.

Don Gervase estaba yendo mucho más allá de lo que pretendía en un principio; sus propias palabras lo arrastraban. Pero la emoción y el peligro lo entusiasmaban.

—Podrías convertirte en un héroe, Tom Scatterhorn. En el héroe. Defensor del pueblo —anunció con una sonrisa escribiendo letras imaginarias en el aire—. Defensor de Scarazand.

«Durante un breve período —podría haber añadido—. Hasta después de la batalla, momento en que te mataré. Porque te mataré, chico. De eso no cabe duda.»

A pesar del intenso dolor de cabeza, la mente de Tom se disparó. Sentía una extraña euforia. Don Gervase debía de necesitarlo; ¿por qué si no iba a hablarle así?

—No lo dice en serio, ¿verdad?

—Pues me parece que sí —respondió el hombre con una sonrisa feroz—. Sería…, podría ser… mucho más conveniente.

—Conveniente…

—¿Estás seguro de que te encuentras bien, guapo?

La mujer del abrigo rojo se había abierto paso a codazos entre la multitud y se agachó junto a él. Le echó un vistazo a don Gervase y se encogió un poco ante su penetrante mirada.

—¿Te ha hecho daño este hombre?

Tom se levantó tembloroso, mirando a don Gervase de frente, pero negó con la cabeza.

—No, no me ha hecho daño. No puede hacérmelo.

Don Gervase hizo un gesto de desprecio.

—¡Tom!

El chico se dio la vuelta y vio bajo el panel informativo a una figura masculina familiar que llevaba una gorra de lana con visera. Junto a él se hallaba una mujer esbelta con gafas y un corte de pelo medieval. Eran tío Jos y tía Melba.

—¡Hola! —lo saludó Jos levantando su bastón.

—¡Yuju! —exclamó Melba.

Don Gervase les dedicó una mirada de furia y volvió a deslizarse en la sombra del pilar. La voz resonó en los oídos de Tom:

—Cometes un gravísimo error, chico. Si me desafías, lo lamentarás durante el resto de tu miserable vida.

—¿De verdad? —jadeó Tom.

—¿De verdad qué, guapo?

Don Gervase sonrió con desgana, y Tom notó otro golpe entre las sienes Cayó sobre el hombro de la mujer, que lo tuvo que agarrar.

—•Tranquilo, chico, tranquilo. Eso es.

Tembloroso, Tom consiguió volver a ponerse de pie solo con su fuerza de voluntad. Luego se marchó, haciendo caso omiso de las palpitaciones que sentía en la cabeza. Jos y Melba ya cruzaban el vestíbulo atestado, y la expresión de ambos cambió al ver su rostro contraído por el dolor.

—Te lo advierto, esto es solo el principio —siseó la voz—. No creas que puedes alejarte y olvidarlo.

Pero Tom siguió alejándose, poniendo despacio un pie delante del otro, y recuperando a cada paso la confianza en sí mismo… Era capaz de desafiar a don Gervase Askary y, por alguna razón, se había vuelto mucho más importante para él de lo que nunca imaginó.

Más tarde, don Gervase fruncía el entrecejo, acomodado en el asiento trasero del Bentley mientras miraba pasar las luces del tráfico nocturno. La sensación de veneno resultaba palpable.

—La primera vez que lo vi debería haberlo sabido —murmuró.

El conductor de tez rojiza echó un vistazo al retrovisor.

—¿Señor?

—Ese joven Scatterhorn. ¿Cómo puede ser que ese miserable fideo me haya causado más problemas que toda la gente que he conocido en mi vida?

Ern Rainbird masticó con aire pensativo. No sabía si su amo esperaba de él que encontrase una respuesta a esa pregunta, pero anhelaba desesperadamente complacerlo.

—Ha tenido cierta utilidad —contestó Ern Rainbird, eligiendo sus palabras cuidadosamente—. Le dio a usted el elixir, y luego le proporcionó la pelota-escarabajo. Eso no está mal.

El hombre alto se quedó mirando la pelota gomosa que llevaba en la mano. Sus dedos la manipulaban con nerviosismo.

—Pero no hay que confiar en él, Rainbird. No se convirtió del todo. Además, es obstinado y arrogante.

Ern Rainbird asintió. Ya había tenido tratos con Tom Scatterhorn y podía dar fe de todo eso.

—Supongo que el tema no está exactamente solucionado.

El glorioso líder negó con la cabeza. La verdad resultaba muy dolorosa, casi tan dolorosa como tener que estar de acuerdo con Ern Rainbird. ¿De verdad debía dar tanta importancia a las pinturas de una loca?

—Podría matarlo, señor. Acabar con el tema. Romperle ese cuello raquítico. Un chasquido, y adiós. Problema resuelto.

Don Gervase no dijo nada. No tenía la menor intención de jugar con el futuro, ni tampoco lo hipotecaría por una testigo tan poco fiable como Betilda Marchmont. Si iba a librarse alguna gran batalla en el futuro, él la ganaría. Y si al parecer el miserable de Tom Scatterhorn iba a salvarle la vida…, si… Don Gervase Askary hizo crujir los dedos con irritación. Necesitaba más pruebas, obviamente, pero mientras tanto… Se quedó mirando los destellos de las oscuras calles mojadas. Las gotas de lluvia se deslizaban ante sus rasgos crueles y duros. La oferta que le había hecho al chico era solo un comentario improvisado, un ardid… Pero había algo en ella. ¿No sería eso lo más prudente? El glorioso líder sonrió mientras los principios de un plan laberíntico empezaban a formarse en su mente. Claro… por supuesto… y la ironía resultaría deliciosa…

—¿Enviarlo adonde, señor?

Don Gervase no era consciente de haber hablado en voz alta.

—¿Qué?

—Ha dicho algo sobre asegurarse por completo y trasladarlo de forma permanente.

—No he dicho nada semejante, Rainbird. Estás aquí para conducir, no para escuchar lo que no te importa, ¿entiendes?

Rainbird bajó los ojos furtivamente e hizo girar el gran coche negro dentro de la plaza. Don Gervase Askary vio aparecer el alto edificio gris delante de él. El nombre IMPAI estaba estampado con grandes letras encima de la puerta. Era su cuartel general: allí tenía a cientos de trabajadores, y a millones más en Scarazand… Se podían ocupar de ese joven delincuente rápidamente, al instante, pero no podía permitir que aquel inconveniente fuese de dominio público…, así que…

El coche redujo la velocidad. Don Gervase vio que la arrugada cara pecosa de Rainbird lo observaba por el retrovisor. Rainbird poseía cierta astucia simple. Después de todo, quizá no fuera tan mala idea…

—Sigue conduciendo, Rainbird.

—¿Señor?

—Continúa, hombre. Da otra vuelta a la plaza.

Rainbird hizo lo que le ordenaban, dejando al comité de recepción esperando en los escalones azotados por la lluvia.

—Rainbird, tengo una pequeña tarea para ti.

—Desde luego.

—No es difícil, pero debe quedar entre nosotros, entre tú y yo.

—Oh. Entiendo. —En la cara correosa de Ern Rainbird se dibujó una amplia sonrisa. El hombre intuía que aquel era un privilegio extraordinario—. A la chita callando, ¿verdad?

—Exactamente. Como tú dices. Un secreto bien guardado. No se lo dirás a nadie. A nadie en absoluto.

—¿Y la señorita Askary también lo sabrá, excelencia?

—Desde luego que no.

Ern Rainbird no pudo disimular una sonrisa irónica. La animosidad entre él y la hija adolescente de don Gervase era legendaria.

—De hecho, si todo va según el plan, Lotus va a encontrarse en un entorno muy poco familiar.

—¿De veras?

—Sí, Rainbird. A todo el mundo se le acaba la suerte algún día. Incluso a Lotus Askary.

Rainbird sonrió de oreja a oreja, y don Gervase se encontró sonriendo comprensivo. En el placer sencillo que Ern Rainbird hallaba en las desgracias ajenas había algo que le reconfortaba de forma extraña.

—¿Cuándo empezamos, señor?

—Ahora mismo, Rainbird. Ahora mismo.