Hacía un rato que la niebla se concentraba en el fondo del valle. Formaba charcos en las hondonadas, asediaba los árboles y anidaba en torno a los muros como un huésped indeseado. Miriam Marchmont no estaba contenta. No era por la niebla, sino por los faros de un automóvil, que se aproximaban por el largo camino particular. Echó un vistazo a su reloj: eran las cuatro y veinte de la tarde. El personal ya se había ido a casa; el salón de té estaba cerrado, pues era 31 de octubre, el último día antes de que cerrasen el castillo para la temporada invernal. Aunque técnicamente no echaban el cierre hasta las cinco, y las últimas visitas eran a las cuatro y media, Miriam esperaba, siendo viernes, y además el último día, poder recoger un poco antes. No podría ser.
—¿Qué pasa? —preguntó su hermano Edward, que estaba haciendo la escasa caja del día.
—Ha venido alguien —respondió Miriam con sequedad, limpiando una raya de polvo del marco de la ventana.
—¿Qué? ¿Ahora? Pero si estamos cerrando.
—Ya sé que estamos cerrando.
—Entonces tendrás que decirles que se vayan, Midge.
—Pero no puedo decirles que se vayan.
—Sí puedes. Diles que llegan demasiado tarde. Ya hemos cerrado para la temporada invernal, y tendrán que volver el año que viene. Esa es la verdad —añadió, cerrando la puerta y corriendo apresuradamente por un pasillo.
Miriam lo vio marcharse. Edward siempre se portaba como un cobarde ante esa clase de situaciones. Qué típico de él.
—Madre mía.
Con un suspiro, Miriam descendió por la gran escalera de roble hacia el vestíbulo. Aquello iba a ser desagradable. En muchos casos, los visitantes del castillo de Marchmont habían hecho un gran esfuerzo para llegar hasta allí. Aunque estaban en el centro de Escocia y lejos de cualquier carretera principal, no era raro que acudiesen turistas de Texas e incluso de Nueva Zelanda.
Se oyó un crujido de pisadas sobre la grava seguido de un fuerte golpe en la puerta. Miriam fingió no haberlo oído.
—¿Hola?
Otro golpe. Más fuerte.
—¿Hola?
Miriam se preparó para una negativa cortés pero firme y alcanzó el pestillo.
—Excelente. Entonces no llego demasiado tarde. —Una silueta alargada y oscura salió de la penumbra y entró resueltamente en el vestíbulo—. La última visita es a las cuatro y media, y según mi reloj faltan tres minutos, ¿verdad?
—Me temo que ya hemos…
—No quisiera habérmelo perdido. Vengo de muy lejos, ¿sabe? Nada menos que desde Perú.
¿Perú? Miriam ya retrocedía. El hombre se quitó los guantes y miró a su alrededor. Era sumamente alto. Sus hombros eran rectos y estrechos, y vestía un largo e impecable abrigo de lana gris. Tenía la frente abombada y llevaba el cabello muy engominado. Miriam no pudo evitar fijarse en que parecía estar de puntillas.
—Lo siento mucho, de verdad, pero…
—No se preocupe, señorita Marchmont, no tengo interés alguno en su amplia colección de dedales, carretes de pesca, cabezas de ciervo y ositos de cuadros escoceses, ni quiero ver la patética colección de rastrillos de madera que pasan por antigüedades en el cobertizo.
El hombre sonrió y Miriam se enfureció visiblemente. Puede que a su hermano y a ella los hubiese obligado la mala suerte a abrir al público el castillo medio derrumbado, con la promesa de unos salones bastante oscuros, un bollo casero y la posibilidad remota de ver al fantasma de la familia atravesar un muro (que en realidad se había «aparecido» por última vez a un criado borracho más de cien años atrás); no obstante, seguía siendo la Señora de la Casa. Si cualquier otra persona se hubiese atrevido a hablarle así, la habría echado inmediatamente…, pero el visitante poseía una extraña autoridad. Casi sentía como la taladraban sus ojos amarillentos mientras hablaba.
—Bueno, ¿y qué es exactamente lo que ha venido a ver? —le espetó ella—. ¿Es algo concreto?
—Lo cierto es que sí —contestó él con voz resonante—. La sala de increíbles pinturas realizadas por su tía abuela, Betilda Marchmont. Tengo entendido que era artista, ¿no es así?
La frase cogió a Miriam desprevenida. Aquella era una petición insólita, y le resultaba difícil de rechazar. Que la obra de Betilda hubiese sido ignorada por la historia era una injusticia con la que ella estaba decidida a terminar.
—Entonces, ¿ha oído hablar de ellas? —murmuró mientras su frialdad se fundía por momentos.
—Así es —dijo el hombre con una sonrisa, intuyendo que había pulsado el botón correcto—. De hecho, desde que tuve conocimiento de la curiosa vida de la dama, ver esos cuadros se ha convertido en una especie de obsesión. ¿Sería posible, señorita Marchmont?
Miriam vaciló.
—¿Y eso es todo lo que quiere ver?
—Más que nada en el mundo.
El hombre sonreía extrañamente ilusionado. Decía la verdad.
—Muy bien. ¿Cómo puedo negarme?
El visitante inclinó cortésmente la cabeza, disimulando su emoción. Miriam cogió el dinero del extranjero y subió delante de él por la gran escalera hasta la buhardilla.
—Habrá leído que Betilda era una mujer excéntrica que vivía aislada, una loca cuya familia la tenía encerrada en la buhardilla, ¿no?
—Algo así.
—Bueno, es cierto que ocupó el ala norte durante muchos años, y con el tiempo fue encerrada en un manicomio por su propio hermano. Pero, en mi humilde opinión, Betilda no estaba loca, en absoluto. Simplemente tenía una imaginación desbordante, que le resultaba mucho más interesante que el mundo real. Por eso optó por pasar todos sus momentos de vigilia perdida en su interior.
—Pero ¿nunca abandonó esta casa?
—Nunca. Apenas salió de su habitación. Eso lo hace todo más increíble. —Miriam se detuvo y cogió al visitante por la manga—. Si yo hubiese tenido una décima parte de su imaginación, qué cosas habría hecho. —El extranjero se quedó mirando a su anfitriona, que llevaba una bufanda y tres chaquetas distintas para protegerse del frío. Parecía guiñarle el ojo—. Jardín clásico.
El hombre miró por la ventana hacia el pequeño patio, donde los setos bajos aparecían curiosamente cortados en forma de punta y formando dibujos simétricos.
—¿Son insectos?
—Escarabajos. Betilda sentía fascinación por ellos. Ella misma los plantaba y podaba. Le gustaba caminar por ahí abajo por las noches.
El visitante se quedó mirando con aprobación las oscuras formas. Todo aquello tenía mucho sentido…, pero debía ser paciente. Siguieron por un laberinto de pasillos estrechos con las paredes cubiertas de oscuros retratos.
—Y aquí es donde vivía. —Miriam se detuvo ante una pequeña puerta de paneles—. Nunquam minus sola quam cum sola.
—¿Qué?
Miriam señaló la inscripción pintada en oro sobre el dintel.
—«Una dama nunca siente menos soledad que cuando está sola.» ¿Sabe usted latín?
El hombre alto negó vagamente con la cabeza.
—Mi hija sí. A mí no me sirve de mucho.
—Lástima. Betilda lo leía con fluidez, por supuesto.
Esbozando una sonrisa, Miriam entró en una pequeña habitación cuadrada cubierta de paneles por todas partes. En un rincón había una cama estrecha, y junto a ella, un sencillo escritorio y una silla. Unos cuantos bocetos raros colgaban de las paredes. Allí no había nada más.
—Es como una cárcel.
—Página en blanco —corrigió Miriam—. Betilda detestaba el contacto con otras personas, que para ella representaba una terrible distracción. Incluso instaló eso. —Miriam señaló un pequeño panel en el que habían pintado a un camarero montado en bicicleta. El hombre no tenía boca.
—¿Qué es?
—Es un camarero mudo.
El visitante pareció desconcertado.
—Quizá en Perú no los tengan. Es un pequeño ascensor, para los alimentos. Se le subían las comidas desde la cocina, junto con las cartas y supongo que muchas cosas más. ¿Camarero… mudo? Es un chiste.
—Qué divertido.
—Sí. Imagino que no todo el mundo lo entiende.
El hombre alto gruñó de impaciencia. Aquella mujer menuda y mandona empezaba a resultarle un tanto irritante. Miró por la ventana el final del día.
—Bueno, ¿y dónde están las pinturas?
Miriam sonrió. Se dirigió hacia una puerta pequeña en los paneles y giró la llave en la cerradura.
—Cuidado con la cabeza —dijo, haciéndolo pasar.
La habitación era inesperadamente larga y ancha, y cuando los ojos del hombre alto se adaptaron a la luz se sorprendió al encontrarse en mitad de un profundo bosque. En cada superficie había grandes árboles, cuyas ramas subían serpenteando hasta el techo.
—¿Luz?
Miriam se sacó un par de linternas del bolsillo y entregó una al visitante, que la cogió con gratitud y la encendió. A través de los interminables bosques empezó a distinguir castillos, ríos, pueblos y personas, aunque, por supuesto, no eran personas propiamente dichas, sino fantásticos duendes, hadas, elfos, enanos, caballeros…
—El disparate de siempre.
—¿Cómo dice?
—Ajá.
El visitante miró de cerca y vio que había juzgado de manera precipitada. Aquí y allá, entre los árboles, había otras criaturas mucho más siniestras, insectos que reconoció: arañas de color rojo fuego, grandes ciempiés marrones, espíritus malignos de cabeza quemada sujetando bandas de salvajes escarabajos rojos que tiraban de la correa…
—Impresionante, ¿verdad?
El extranjero tosió para disimular su emoción y proyectó la luz de su linterna sobre una fila de escarabajos muy cargados. Todos iban unidos por una cuerda, y los conducía un pastor con una característica boina negra.
—Hasta el viejo Rainbird —murmuró, inspeccionando aquella sonriente cara de gárgola—. Extraordinario.
—Sí, es un tipo gracioso, ¿verdad? —dijo Miriam, un tanto perpleja ante la reacción del extranjero—. Todo esto tiene su historia, ¿sabe? Es una fantasía que Betilda tardó muchos años en imaginar. Es aquí donde empieza todo.
Miriam cruzó la habitación e iluminó con su linterna una oscura columna de roca que se alzaba en el centro de una vasta cueva. Tejados y balcones se aferraban a la parte alta, y estrechos pasos elevados de piedra sobresalían de los costados. La construcción entera rebosaba de insectos extravagantes de todas las formas y colores.
—Se llama Scarazand —dijo la mujer en tono seguro—. Un nombre raro, ¿no le parece?
El visitante asintió: sabía muy bien dónde estaba aquello. Era su hogar.
Miriam iluminó con su linterna el estandarte en latín que se agitaba sobre sus cabezas.
—«De la oscuridad de Scarazand surgió una gran luz» —tradujo^ añadió—: El reino del diablo es también el lugar de nacimiento del héroe.
—¿El héroe?
—Suponemos que eso es él. Es imposible no verlo. Está por todas partes. —Miriam recorrió la sala con la luz de su linterna, proyectándola sobre un caballero ataviado con una magnífica armadura negra—. Allí, allí, allí, también allí…
El visitante parecía sinceramente sorprendido. Adelantándose, alumbró una imagen del caballero galopando por el bosque. Durante unos instantes observó su armadura en silencio: las capas arremolinadas de reluciente quitina que formaban el peto, la intrincada maraña de pinchos oscuros en torno al cuello y aquel extraordinario yelmo, mitad lobo, mitad escarabajo.
—Scararmadura —murmuró el extranjero para sí, como si acabase de recordar el nombre—. Scararmadura.
—¿Cómo dice?
—¿Quién es ese caballero?
—Nadie lo sabe con exactitud, pero según la tradición familiar era un conocido de ella.
—Ah, ¿sí?
—Los criados solían oír a Betilda hablar sola mientras trabajaba. Pensaban que podría haber alguien de quien ella estuviese enamorada en secreto. O eso, o un fantasma.
—¿Un fantasma? —bufó el visitante—. Qué pintoresco.
Miriam se enfureció. Como conservadora autoproclamada de la llama de Betilda Marchmont, no apreció demasiado aquella burla.
—En realidad, creo que era una persona real.
—¿Y eso por qué?
—En algún lugar de esta habitación, Betilda pintó en secreto su retrato bajo el yelmo. Lo anotó en su diario. —El visitante se volvió a mirarla—. Y ahora supongo que va a preguntarme dónde está, pero me temo que no puedo ayudarlo.
—¿Por qué no?
—Porque no lo sé —dijo Miriam con tono categórico—. Me gustaría saberlo, a todos nos gustaría, pero Betilda lo disimuló muy bien. Podría estar en cualquier parte.
El hombre alto miró con furia todas las pinturas del caballero en los interminables bosques. Desde luego, había muchas.
—Un héroe secreto. Un misterio muy conveniente.
Miriam Marchmont se encogió de hombros.
—Los artistas hacen cosas así, ¿no? Siguen sus propias fantasías, hacen pequeñas bromas. —Con su linterna iluminó a una mujer menuda que bailaba entre los árboles con un hombre grueso y dorado—. Quién sabe quiénes se supone que son estas personas, y si son o no reales…
El visitante tenía sus sospechas. Y había en aquel hombre dorado algo familiar que lo desconcertaba, aunque pareciese estar totalmente cubierto de mariposas azules. Desde luego, Betilda Marchmont estaba loca de remate.
—Leí algo sobre una gran batalla con serpientes —dijo con voz resonante, disimulando su curiosidad—. ¿También está aquí?
Miriam suspiró.
—Ah, sí. No me extraña que lo leyese.
Por desgracia, aquella era la imagen más famosa que Betilda había pintado en su vida, pero, a ojos de Miriam, por todas las razones equivocadas. Un psicólogo austríaco había visitado una vez la casa y describió la escena como la mejor visión del futuro pintada por una loca. Desde entonces, una oleada constante de colegiales había ido a reírse y curiosear. La mujer fue hacia una esquina e iluminó con su linterna la amplia escena que dominaba toda la pared.
—Aquí lo tiene: «La muerte de la colonia».
—¿Qué ha dicho usted?
Miriam señaló la gran inscripción en latín que ondeaba en la parte superior.
—Entiendo.
El visitante se adelantó, inquieto, barriendo la pintura con su linterna. Desde luego, era impresionante. A cada lado, el bosque daba paso a un amplio valle nevado, sobre el cual hordas de serpientes plateadas se abalanzaban sobre hombres de rostro sombrío, escarabajos e insectos de todas clases formando los escaques de un tablero de ajedrez. La representación de la batalla era vasta, sangrienta y complicada, pero ninguno de esos detalles interesaba al visitante. Su mirada se vio atraída de inmediato por los acontecimientos que se desarrollaban en primer plano. Allí, Betilda había pintado una fortaleza de oscuras torres en cuyo interior una serpiente gigantesca se alzaba por encima del caos. Era una especie de cobra, con la capucha extendida y unos ojos amarillos que lanzaban destellos, y se disponía a atacar a una oscura figura envuelta en una capa, que yacía en el suelo ante ella. Pero en ese momento preciso el caballero misterioso había llegado al galope y enterrado su lanza en la blanca panza de la bestia.
—-Jorge y el Dragón —dijo Miriam—. Al menos, eso es lo que siempre he pensado. El caballero de Betilda llega a caballo y resuelve la situación. —Sonrió y se volvió hacia el visitante, que no sonreía en absoluto. De hecho, en la penumbra, su rostro había adquirido un tono gris—. Está claro que es el fin.
—¿El fin?
—Ut moreras vives. —Miriam señaló la inscripción que ondeaba sobre los escombros—. «Morirás tal como viviste.»
El hombre reflexionó unos momentos sobre esas palabras.
—¿Qué significa eso? —preguntó, con un tono de urgencia que no pudo disimular.
—Es un acertijo. O una profecía. Probablemente, ambas cosas. Si esta es la muerte de la colonia, algo o alguien morirá.
—Pero ¿quién?
Miriam se encogió de hombros. El visitante se quedó mirando al caballero, que mataba la serpiente para salvar a la figura que yacía en el suelo envuelta en una capa. Al examinar detenidamente aquella figura, vio que tampoco era del todo humana. Sobre los estrechos hombros tenía una gran cabeza negra y fauces de escarabajo.
—Todo esto me resulta muy difícil de comprender, señorita Marchmont.
—Tal vez sea ese el objetivo.
—¿Qué?
—Nec habet victoria laudem.
—¡Basta! —El hombre alto apretó los ojos, rabioso—. ¿Quiere dejar de soltar latinajos?
—Solo estoy…
—Traducción. Deme solo la traducción, señorita Marchmont.
Miriam se puso nerviosa ante la violenta reacción del extranjero. La luz de su linterna saltó hacia un pájaro que se hallaba en el borde del valle, con el pico metido en la concha de una ostra.
—«Aunque sea el vencedor, puede que no obtenga elogios.»
—Por fin. Un hecho claro y simple. Entonces, ¿el ganador de esta batalla es impopular?
Miriam asintió.
—Es una interpretación.
Curiosamente, estas palabras parecieron calmar al visitante.
—¿Hay más?
—Este fue el último panel que pintó Betilda antes de ingresar en el manicomio —respondió Miriam, mirando su reloj bruscamente. La hora de cierre había pasado, y ella hacía rato que había perdido la paciencia con aquel señor tan peculiar—. Me doy cuenta de que el sentido no es sencillo de entender, pero Betilda tejió un complicado tapiz, utilizando acertijos que pueden interpretarse de muchas formas distintas. Esto no son fotografías, ¿sabe?
El hombre alto frunció el entrecejo. Por desgracia, sospechaba que eran eso exactamente.
—¿Ha visto ya suficiente?
El extranjero dejó de mirar a los insectos en lucha para clavar la vista en su anfitriona, que hacía entrechocar sus llaves en el bolsillo con impaciencia.
—Señorita Marchmont, necesito saber una cosa.
Miriam apretó los labios en un gesto de frustración.
—Puede preguntar, pero, tal como he intentado explicarle…
—Cállese. Verá, como usted, yo también quiero descubrir la identidad de ese caballero misterioso. Es muy importante para mí. Más importante de lo que pueda imaginarse.
Al principio, Miriam no lo entendió. Luego, el extranjero dio un paso adelante y pasó las manos por el borde de un panel. De pronto, a la mujer se le ocurrió una idea muy desagradable.
—Como podrá observar, cada una de estas pinturas está bien sujeta a la pared.
—No lo dudo.
El visitante se sacó hábilmente del puño del abrigo una pequeña cuchilla negra. A Miriam se le aceleró el pulso: ¿qué iba a hacer con aquello? ¿Era un ladrón? No parecía un ladrón, pero…
—Antes de que siga adelante, le advierto que estamos conectados directamente con la comisaría de policía.
El extranjero la ignoró y se aproximó a la gran escena de la batalla, cuchillo en mano.
—¡Si hago una llamada estarán aquí en cuestión de minutos!
El hombre sonrió con satisfacción: habría podido decirle que ya había cortado las líneas telefónicas que salían de la casa, pero no se molestó. Con serena premeditación levantó la cara de la cuchilla y empezó a rascar violentamente. Miriam ahogó un grito.
—¡Pare! ¡Deténgase! ¡Eso es una obra de arte!
El visitante la ignoró, arañando con fuerza el complicado yelmo del caballero… Grandes trozos de pintura empezaron a caer al suelo.
—¡Pare! ¡Le ordeno que pare ahora mismo!
Miriam Marchmont caminaba frenética de un lado al otro, mirando cómo volaban las delicadas escamas. ¿Qué podía hacer para detener a aquel vándalo enloquecido? ¿Asestarle un puñetazo en la cabeza? ¿Darle una patada en la espinilla? Pero no pudo evitar observar que cuanto más rascaba más revelaba algo oculto debajo… Media oreja, parte de un ojo…
—Esto va a tardar demasiado.
El extranjero se volvió y descubrió un cubo de agua en un rincón, junto a un gran frasco de lejía…
—¡Oh, no! ¡De eso nada! —exclamó Miriam, interponiéndose valerosamente entre el hombre y la pintura—. No crea que puede irrumpir aquí y…
El visitante empujó sin contemplaciones a Miriam, que acabó en el suelo.
¡Plaf! Tiró la lejía, salpicando toda la pintura y quemando su superficie. Hilos de color corrieron en líneas hasta el suelo. Miriam Marchmont miró al extranjero boquiabierta y luego se puso de pie como pudo.
—¡Se acabó! Me voy a buscar a Edward y… y…
¡Chof!
Tiró el agua. Miriam soltó un chillido.
—¡Diablos! ¡Ya lo ha hecho!
El hombre alto apenas oyó el portazo a sus espaldas. Después de limpiar la pintura negra con la manga retrocedió para admirar su obra. Mientras observaba fijamente la imagen, sus ojos revelaron una leve chispa de emoción. Aquello no era en absoluto lo que él esperaba.
—Betilda Marchmont, ¿cómo te las has arreglado para escapar de mis garras? —masculló.
Luego, con lejía y cuchillo se puso a trabajar en la figura del escarabajo negro con capa que yacía en el suelo. Un gorro de pieles, una chaqueta ajustada… insignias de color rojo y oro… La verdadera imagen no tardó en mostrarse. Con una última e irritada rociada de agua, el hombre alto la reveló tal como era. El rostro estaba contraído y goteaba pintura rosa, pero no cabía duda de que era un retrato.
—¿Lo ves?
La pequeña puerta de madera se abrió de golpe y Miriam Marchmont entró, encolerizada, dando grandes zancadas, seguida de mala gana por su hermano.
—¡Mira lo que ha hecho! ¡Insisto en que lo detengas! ¿Edward?
Necesitaron casi dos segundos para asimilar la imagen que se hallaba ante ellos. Allí estaba la gran pintura, chorreante y llena de marcas, y sin embargo era diferente. La misteriosa figura con cabeza de escarabajo que yacía en el suelo había desaparecido, sustituida por el horroroso y retorcido retrato de un hombre de negro. Su rostro aparecía ensangrentado, y en sus ojos había una mirada de puro terror mientras la serpiente se abalanzaba sobre él. Pero eso no era todo. El elaborado yelmo del heroico caballero había desaparecido también para revelar una cara. No era un hombre, sino un muchacho de mandíbula decidida y penetrantes ojos oscuros que contrastaban con su mata de pelo rubio. También parecía un poco aterrador.
Esto es p-p-puro y absoluto v-v-vandalismo —tartamudeó Miriam, incapaz de disimular su curiosidad ante el héroe de Betilda, por fin revelado.
—pero ¿quién… o sea, quién es? —preguntó Edward, sin dirigirse a nadie en concreto.
—Se llama Tom Scatterhorn —dijo una voz grave y resonante desde la oscuridad.
Era tal la conmoción de ver el cuadro alterado que Miriam y su hermano casi se habían olvidado de la persona que lo había revelado. Allí estaba, apoyado contra el bosque del rincón, con las mangas cubiertas de pintura negra y rosa.
—¿Tom Scatterhorn? —repitió Edward, que nunca había oído el nombre—. ¿Y cómo es que…?
El cerebro de Edward tardó un instante en asimilar lo que veía.
La pequeña barbilla, la frente amplia… y aquellos extraordinarios ojos de lagarto que parecían mirar directamente dentro de tu propio cráneo… Soltó un grito ahogado y dio un involuntario paso atrás. Incluso encogido e indefenso bajo aquella gran serpiente, era él. El visitante. Eran una misma persona.
—Así es —masculló el hombre, saliendo directamente de las visiones de Betilda Marchmont y entrando en la habitación.
Miriam se estremeció; el aire parecía haberse enfriado de pronto. Había una sonrisa irónica e indolente en el rostro del extranjero.
—Entonces, usted conoció a B-B-Betilda…, ay…, ¿no es así?
—Lo cierto es que no, Miriam. Y eso lo hace aún más increíble, ¿no le parece? —Se volvió para admirar su retrato encolerizado—. ¿Cómo consiguió semejante parecido sin ver ni una sola vez a su modelo?
—¿Quién es usted? —bufó Edward.
Observó que el hombre alto había sacudido el puño del abrigo para dejar caer algo parecido a una pelota de goma transparente y sus dedos rozaban su ornamentada superficie.
—Me llamo don Gervase Askary —dijo el visitante—. Dudo que hayan oído hablar de mí. —Con un gesto de sus largos dedos abarcó toda la habitación—. Este es mi mundo.
—Seguro que sí —bufó Edward secamente.
Resultaba evidente que aquel hombre era un chalado fugado del manicomio, eso era, uno de los amigotes de Betilda. Todo estaba quedando muy claro, aunque… Edward, a quien nunca se le habían dado demasiado bien las matemáticas, recordó de pronto que Betilda era su tía abuela y había muerto hacía muchos años; de hecho, antes de que naciese su padre. Eso significaba que aquel hombre debía de tener por lo menos una edad de ciento… Oh. Madre mía. Ay, ay, ay…
—¿Y usted es… el rey de este mundo? —preguntó Miriam, dispuesta a seguirle la corriente al loco.
Tenía que reconocer que no podía explicar lo del retrato, pero había activado la alarma de robo, así que la policía no tardaría en llegar para llevárselo. Lo que se hacía con los locos era distraerlos.
—¿Rey? —El visitante pareció un poco desconcertado—. Algo más, Miriam, que un simple «rey».
—¿Emperador?
Don Gervase sonrió ferozmente, revelando una hilera de dientes rotos.
—¿Supremo señor de los interminables bosques, gobernante de la noche?
—No, ni siquiera eso, Miriam. Aunque soy muy especial. Casi único. Puedo convertirme en escarabajo y recuperar mi aspecto habitual. Metamorfosis. A voluntad.
—Qué emocionante. Qué divertido.
Miriam empezó a retroceder poco a poco. Aquel tipo estaba realmente chiflado. Majareta. Ya llegaba la policía, oía movimiento en el pasillo… Debía de ser la unidad canina. Aquí llegan los chicos de azul, y no hay momento que perder…
El visitante se puso extrañamente tenso, y sus dedos se deslizaron por aquella curiosa pelota.
—Lamento mucho esto. Es una verdadera lástima, con lo bien que nos llevábamos. Pero es lo que hay.
De pronto una cosa roja y brillante irrumpió en la habitación. Dos cosas… como perros, aunque…
Don Gervase Askary susurró con voz muy baja y, antes de que Miriam y Edward pudiesen pronunciar una palabra, las fauces metálicas de los escarabajos bombarderos se cerraron en torno al pecho de ambos, aplastándolos como si estuviesen hechos de papel.
—¡Abajo! —gritó.
Los insectos los soltaron al instante. Miriam y Edward Marchmont cayeron al suelo con el cuerpo horriblemente retorcido. Los dos escarabajos de ojos amarillos se echaron con estrépito a los pies de su amo y aguardaron la siguiente orden.
—Me temo que han visto demasiado. Lástima.
Aterrorizada, Miriam se quedó mirando a las criaturas, idénticas a las que aparecían en las pinturas.
—Entonces usted… en realidad es…
—¿Quien he dicho que era? Sí, Miriam. Soy tan real como Scarazand , un lugar del futuro lejano en el que, evidentemente, se coló su querida Betilda. Cómo lo hizo, no lo sé, pero tuvo mucha suerte de que no la atrapase. La habría hecho pedazos.
Miriam abrió unos ojos como platos.
—Y ese muchacho…
—¿Tom Scatterhorn? Es otro viajero, y en este momento está vivo. ¿Por qué decidió pintarlo Betilda? No tengo ni idea. Pero no importa, porque no seguirá vivo mucho más tiempo.
Edward clavó la vista en el extranjero alto mientras su vida se apagaba.
—¿Quiere decir que va a asesinarlo?
Don Gervase exhibió una horrorosa sonrisa.
—Pero no puede hacer eso.
—¿No?
Miriam jadeó y señaló la vasta tela salpicada de lejía.
—¿No va a salvarle la vida?
Don Gervase Askary frunció el entrecejo con gesto sombrío. Nunca creyó que la verdad fuese a resultarle tan incómoda.
—¿Cree usted, Miriam, que voy a permitir que las visiones de una loca hipotequen mi futuro?
—Pero usted…
—¡Basta! Esa batalla es pura fantasía, como el resto de todo este disparate. Aún no se ha producido, y ya me encargaré yo de que nunca se produzca.
Con un chasquido de los dedos, dirigió a sus escarabajos hacia la puerta. Miriam no lo entendía.
—Pero ¿y si es la verdad? —insistió—. ¿Y si Betilda no se lo inventó?
Don Gervase Askary puso mala cara al oír la sugerencia. Se volvió y miró fríamente a sus víctimas.
—Por favor, no lo mate…
—No creo que esté en situación de decirme lo que puedo y no puedo hacer.
Con una mueca, echó un último vistazo a la gran pintura. Incluso en la penumbra, el pelo rubio de aquel muchacho resplandecía como una lámpara, mofándose de él. ¿Cómo podía ser cierto? ¿Cómo podía?
—Ut moreris vives —susurró Miriam mientras la vida se le escapaba.
Don Gervase Askary no dijo nada. Giró sobre sus talones y salió.