Se ha pasado todo el día en la cocina, con los pies sobre el hornillo, sin afeitarse ni lavarse, leyendo una edición barata de Zola. ¿Sospecha algo su madre? A las doce suele decirle que se arregle de una vez, porque no hay más que un cuarto de baño y por la tarde lo necesitan para los clientes y para las chicas.
Pero no dice nada. Sin duda alguna ha oído el estrépito que hacían la noche anterior Minna y él, y Minna se ha levantado con la cara desencajada y la mirada ansiosa; se dedica a ponerse junto a la ventana, como si esperase ver aparecer a la policía, o mirándole fijamente a los ojos, decepcionada al verle sólo preocupado por el resfriado que cree haber cogido.
Él va tomando aspirinas, se pone gotas en la nariz y vuelve a sumirse en su lectura, con aire de obstinación.
Sissy ha debido de esperarle en vano. Varias veces Frank, sobre todo después de la hora en que se va Holst, ha mirado el despertador que está encima de la estufa, pero no se ha movido. En la casa ha habido idas y venidas, como siempre, voces detrás de las puertas, ruidos que conoce muy bien. Ni una sola vez ha tenido la curiosidad de subirse a la mesa y mirar por el ventanuco. Minna, completamente desnuda, con una mano sobre el bajo vientre, la mirada extraviada, ha ido a buscar una bolsa de agua caliente sin conseguir atraer su atención.
Sin embargo, ha acabado por vestirse una vez ha caído la noche. Ha pasado delante de la puerta de los Holst. Hubiese jurado que la hoja de la puerta se agitaba, como si Sissy estuviese detrás, a punto de abrir, pero él ha seguido su camino tranquilamente, fumando un cigarrillo que sabía a mentol.
Hasta pasadas las siete Kromer no se ha presentado en el bar de Leonard. Ha hecho lo posible por ocultar su excitación.
—He visto al general.
Frank no despega los labios.
Kromer menciona una abultada cifra.
—Mitad y mitad, y los otros dos tipos corren de mi cuenta.
Kromer ya trata de comportarse con él como antes, otra vez como una persona importante y muy ocupada.
—Quiero el sesenta por ciento —decide Frank.
—De acuerdo.
El otro piensa que de todas formas le engañará, ya que Frank no verá al general ni sabrá lo que ha pagado.
—Mejor dicho, no, cincuenta, tal como convinimos. Pero exijo una tarjeta verde.
Kromer no dispone de ninguna. Si Frank la ha pedido sin duda es porque es lo más difícil de conseguir. Estas tarjetas sólo se ven de vez en cuando. Un hombre como Ressl debe de tener una, que por otra parte se guarda mucho de enseñar. En el orden jerárquico, existen unos pases para los coches, otros que permiten circular toda la noche, y finalmente los que autorizan al portador a penetrar en determinadas zonas.
La tarjeta verde, con fotografía y huellas dactilares, firmas del comandante de las fuerzas armadas y del jefe de la policía política, ordena a todas las autoridades que permitan al portador «realizar su misión».
Dicho de otra manera, nadie tiene derecho a registrarle a uno. Las patrullas, cuando ven una tarjeta verde se ponen firmes, y se disculpan por si acaso, vagamente inquietas.
Lo más sorprendente es que Frank nunca había pensado en ello antes de su entrevista con Kromer. La idea se le ha ocurrido de repente, mientras discutían el porcentaje y se preguntaba qué exorbitante petición podía hacer.
Y, cosa rara, Kromer, después de un momento de estupor, no se echa a reír, ni siquiera protesta.
—Puedo proponerlo.
—Mira, que decida tu general: lo toma o lo deja. Si quiere los relojes ya sabe lo que ha de hacer.
Obtendrá su tapeta verde, está convencido.
—¿Y la chica?
—Sin novedad. Todo bien.
—¿Aún no la has tocado?
—No.
—¿Me la pasas?
—Ya veremos.
—¿No es demasiado flaca? ¿Está limpia?
¿Por qué ahora Frank tiene casi la certidumbre de que la historia de la chica estrangulada en la granja es pura invención? Le da lo mismo. Desprecia a Kromer. Y le divierte pensar que un hombre como Kromer va a molestarse en proporcionarle una tarjeta verde que no se atrevería a pedir para él.
—Oye, ¿quién es ese Carl Adler?
—¿El que conducía la camioneta? Me parece que es ingeniero, está en la radio.
—¿Qué hace?
—Trabaja con ellos, les ayuda a descubrir las emisoras clandestinas. Es de confianza.
—¡Seguro!
Y Kromer vuelve a la idea que le obsesiona.
—¿Por qué nunca la traes?
—¿A quién?
—A la chica.
—Ya te he dicho que vive con su padre.
—¿Y eso qué más da?
—Ya veremos. Tal vez pueda arreglarlo.
La gente debe de figurarse que es duro. Hasta su madre está asustada. Y de pronto puede quedarse ensimismado, como ahora, contemplando una mancha verde con verdadera ternura. Y no es nada. Es un tablero decorativo que hay en el café de Leonard. Representa un prado, y cada brizna de hierba es diferente, las margaritas tienen todos sus pétalos.
—¿En qué piensas?
—No pienso.
Ésta es una pregunta que ya le hacía su nodriza, y que luego le hacía su madre cada vez que iba a verle los domingos.
—¿En qué piensas, mi pequeño Frank?
—En nada.
Respondía malhumorado, porque no le gustaba que le llamasen «mi pequeño Frank».
—Oye, si te consigo la tarjeta verde…
—La conseguirás.
—Bueno. Supongamos que sí. Podremos dedicarnos a asuntos interesantes, ¿no?
—Quizás.
Aquella noche sabe que su madre ha comprendido. Frank ha vuelto temprano, porque tiene de veras un comienzo de resfriado, y siempre tiene miedo a las enfermedades. Estaban en el primer cuarto, el que llaman salón. Bertha, la gorda, estaba zurciéndose unas medias, Minna tenía una bolsa de agua caliente sobre el vientre, y Lotte leía el periódico.
Estaban las tres inmóviles, tan inmóviles, tan silenciosas, en la casa dormida, que parecían un cuadro, casi era sorprendente ver que abrían la boca.
—¿Ya de vuelta?
El periódico debe de traer lo que le ha pasado a la señorita Vilmos. Ya no llama tanto la atención, como antes, porque todos los días ocurren cosas así. Pero aunque sólo fueran tres líneas en la última página Lotte no dejaría de verlas; nunca se le pasa por alto una noticia cuando tiene que ver con personas a las que conoce.
Ha debido de comprender una parte de la verdad, y adivinar el resto. Seguro que hasta se ha acordado del ruido que hizo la noche anterior con Minna, y para ella, que conoce tan bien a los hombres, detalles así tienen un significado concreto.
—¿Has cenado?
—Sí.
—¿No quieres una taza de café?
—No, gracias.
Ella le tiene miedo. Da vueltas en torno a él temerosamente, y en el fondo, aunque de manera menos manifiesta, menos confesada, siempre ha sido así.
—Te estás sorbiendo los mocos.
—Me he resfriado.
—¿Por qué no tomas un ponche y dejas que te ponga ventosas?
De acuerdo con el ponche, pero no con las ventosas. Le dan horror esas campanas de cristal que su madre tiene la manía de pegar en la espalda de las chicas a la menor tos, y que les dejan manchas redondas, rosadas o pardas en la piel.
—¡Bertha!
—Ya voy —se apresuró a contestar Minna, con una mueca de dolor en el momento en que se pone en pie.
Hace calor y el ambiente es tranquilo, el humo de Frank se arremolina en torno a la lámpara, se oye el ronquido de la estufa; hay cuatro fuegos encendidos que parecen roncar en la casa, mientras una nieve muy fina vuelve a caer del cielo y pasa lentamente en la oscuridad al otro lado de los cristales.
—¿De veras no quieres comer nada? Hay salchichón de hígado.
En el fondo, las palabras no significan nada. Sólo sirven para establecer contacto. Comprende que lo que Lotte necesita oír es su voz, como si quisiera comprobar si ha cambiado.
¡Por culpa de la vieja Vilmos!
Se fuma su cigarrillo sentado en la parte más honda de un sillón de terciopelo granate, con las piernas tendidas hacia el fuego. Lo más curioso es que adivina en su madre un atisbo de culpabilidad. De haber reconocido a tiempo sus pasos, ¿hubiera hecho desaparecer el periódico? ¿Lo ha hecho adrede lo de subir las escaleras de puntillas, saltándose escalones?
La verdad es que no pensaba en Lotte, sino en Sissy, y que tenía miedo de ver entreabrirse la puerta de los Holst.
A aquella hora, ¿está sola con sus platitos? ¿Se acuesta mientras espera a su padre? ¿O se queda despierta, sola, hasta medianoche?
Tenía miedo, lo reconoce, de ver abrirse la puerta, de tener que entrar, de encontrarse a solas con ella en la cocina mal iluminada, tal vez con las sobras de la cena todavía encima de la mesa.
Por la noche debe de desplegar la cama plegable. Y la puerta del cuarto se queda abierta para dejar que entre el calor.
Demasiado pegajoso. Demasiado triste, demasiado feo.
—¿Por qué no te quitas los calcetines? ¡Bertha!
Es Bertha quien se los quitará. Sissy también se los quitaría, no le importaría arrodillarse ante él.
—Pareces cansado.
—Es el resfriado.
—Conviene que pases una buena noche.
Sigue comprendiendo. Es como si tradujera automáticamente de una lengua extranjera. Lotte le aconseja que duerma solo, que esta noche no haga el amor. Hay algo que ella no sabe, que ella no sabe aún, que él mismo sólo presiente: que no siente ningún deseo de Minna ni de Bertha, ni siquiera de Sissy.
Un poco más tarde, Lotte vigila la preparación de su cama.
—¿No pasarás frío?
—No.
No dormirá allí. Aquella noche dormiría en cualquier cama, hasta en la de una vieja, porque necesita tener a alguien a su lado.
Diríase que Minna, que no tenía ninguna experiencia al llegar, y que aún tiene la parte interior de los muslos en forma de arco, como las niñas, lo ha aprendido todo en tres días. Extiende el brazo para que él apoye allí la cabeza. Se guarda mucho de hablar. Le acaricia suavemente, como lo hacen las nodrizas.
Su madre lo sabe. Ya no le cabe la menor duda. La mejor prueba es que aquella mañana el periódico ha desaparecido. Hay un pequeño detalle que a Frank no le pasa por alto, y que ella seguramente se negaría a admitir. En el momento de darle un beso, como todas las mañanas, ha tenido, a pesar suyo, un leve movimiento de retroceso. Inmediatamente se lo ha reprochado a sí misma, y entonces ha sido más cariñosa que nunca.
Conseguirá la tarjeta verde, está convencido. Para otros aquello representaría un éxito extraordinario, una meta a la que apenas se puede aspirar, porque aquello le da a uno los mismos privilegios que tiene, en el otro bando, un jefe de la clandestinidad.
Frank hubiera podido ser un jefe de la clandestinidad.
Intentó enrolarse al comienzo, cuando aún se luchaba con tanques y cañones, y le devolvieron a la escuela.
Durante mucho tiempo anduvo rondando a un vecino del quinto, un solterón de unos cuarenta años, de espesos bigotes color pardo y un aire misterioso, y que, por otra parte, fue el primero a quien fusilaron.
¿Habrán ya fusilado o deportado al violinista? ¿O estarán torturándole? Lo más probable es que nunca vuelva a saberse nada más de él, y su madre estará cada día más encorvada, como tantas otras; durante cierto tiempo seguirá haciendo cola, llamando a la puerta de unas oficinas, la echarán de todas partes, luego nadie más la verá, nadie se acordará de ella, y un buen día el portero se decidirá a llamar a un cerrajero.
La encontrarán en su alcoba, rígida, muerta desde ocho o diez días atrás.
Él no siente compasión. De nadie. Tampoco de sí mismo. No pide ninguna compasión ni la acepta, y eso es lo que le irrita de Lotte, que no deja de mirarle de un modo ansioso y conmovido.
Lo que le interesaría es hablar con Holst, de una vez por todas, largamente, los dos solos. Hace mucho tiempo que lo desea, incluso antes de que fuese consciente de desearlo.
¿Por qué Holst? No lo sabe. Tal vez no lo sepa nunca. Se niega a pensar que se debe a que nunca ha tenido padre.
Sissy es estúpida. Aquella mañana bajo la puerta del salón había un sobre que llevaba el nombre de Frank, y que Bertha ha encontrado al barrer. Dentro del sobre una hoja de papel con un signo de interrogación a lápiz y una firma: Sissy.
¡Porque el día anterior no le dijo nada! Ahora le da por llorar. Se figura que su vida ha terminado. Sólo por ese motivo, por esa insistencia, decide no verla y, si es necesario, ir solo al cine mientras espera la hora de reunirse con Kromer.
Pero aún es más terca de lo que él suponía. Apenas sale a la escalera —cuidándose mucho de no hacer ruido—, ella sale con abrigo y sombrero, dispuesta a salir a la calle, lo cual indica que ha estado esperando vestida detrás de la puerta, tal vez durante horas.
No tiene más remedio que esperarla en la calle, donde los copos de nieve van a fundirse sobre sus labios.
—¿No quieres volver a verme?
—Claro que sí.
—Pues ya hace dos días que me rehuyes.
—Yo no rehúyo a nadie. He estado muy ocupado.
—Frank.
¿También ella ha pensado en la vieja Vilmos? ¿Es lo bastante inteligente como para haberle relacionado con la noticia del periódico?
—¿Por qué no confías en mí? —le reprocha ella.
—Confío en ti.
—No me cuentas nada de lo que haces.
—Porque no son cosas de mujeres.
—Tengo miedo, Frank.
—¿De qué?
—Tengo miedo por ti.
—¿Y tú qué tienes que ver con eso?
—¿No lo entiendes?
—Sí.
Comienza a anochecer. Siguen cayendo finos copos de nieve. Ocurre lo mismo que con las tormentas de verano: cuando duran demasiado tiempo, la gente acaba por desear angustiadamente que caiga una buena nevada, que limpie el cielo y permita volver a ver el sol, aunque sólo sea durante unos momentos.
—Ven.
Se abrazan, se cogen de los hombros. Eso siempre gusta a las chicas.
—¿No te ha dicho nada tu padre?
—¿Por qué?
—¿No sospecha nada?
—Si lo sospechara sería terrible.
—¿Tú crees?
El escepticismo de Frank la subleva.
—Frank.
—Es un hombre como los demás, ¿no? También él ha hecho el amor, ¿no?
—Cállate.
—¿Ha muerto tu madre?
Ella vacila, se azara.
—No.
—¿Están divorciados?
—Se fue.
—¿Con quién?
—Con un dentista. No hablemos de eso, Frank.
Han dejado atrás la curtiduría. Llegan a la antigua dársena, que antes de que se construyese el dique, fue puerto. Ya casi no hay agua, y los viejos barcos que dejaron allí, Dios sabe por qué, terminan de pudrirse, algunos con la panza el aire.
Por la explanada por donde pasean crece en verano un talud con hierba en el que van a jugar los niños del barrio.
—¿Era guapo el dentista?
—No lo sé. Yo era muy pequeña.
—¿No ha intentado tu padre que volviera con él?
—No lo sé, Frank. No hablemos de papá.
—¿Por qué?
—Porque no.
—¿A qué se dedicaba antes?
—Escribía libros y artículos en las revistas.
—¿Libros de qué?
—Era crítico de arte.
—¿Iba a los museos?
—Conoce todos los museos del mundo.
—¿Y tú?
—Algunos.
—¿París?
—Sí.
—¿Roma?
—Sí. Y Londres, Berlín, Amsterdam, Berna…
—¿Os hospedabais en buenos hoteles?
—Sí. ¿Por qué me preguntas todo esto?
—¿Qué hacéis cuando estáis los dos solos?
—Cuando estamos ¿dónde?
—En vuestra casa, cuando tu padre ha terminado de conducir el tranvía.
—Lee.
—¿Y tú?
—Lee en voz alta. Y me lo explica.
—¿Qué lee?
—Libros de todas clases. Muchas veces poesía.
—¿Eso te divierte?
¡Desea ella tanto cambiar de conversación! Nota que él está tenso, que la detesta. Se apoya con más fuerza en su brazo y entrecruza sus dedos con los suyos, pero él finge no entenderla.
—Ven —decide por fin.
—¿Adónde quieres llevarme?
—Muy cerca de aquí. Al bar de Timo. Ya verás.
Aún no es la hora. No hay música. La gente que encuentran son clientes habituales que se dedican al mercado negro con Timo o entre ellos. No ven a ninguna mujer. Y los colores de las paredes y de las pantallas parecen más vivos. Se tiene la sensación de penetrar en un teatro con todas las luces encendidas, donde están leyendo por primera vez una comedia a los actores.
—Frank…
—Siéntate.
—Hubiera preferido que me llevases al cine.
Porque todo está oscuro, ¿verdad? Pero él no tiene ganas de oscuridad. Ni del sabor ácido de su saliva. Ni de acariciar con su mano la piel junto a la liga.
—¿No le importa no ver a nadie?
Sissy tarda un poco en comprender que sigue hablándole de su padre.
—No. ¿Por qué le va a importar?
—No sé. ¿Erais ricos?
—Creo que sí. Durante mucho tiempo tuve una institutriz.
—¿Da dinero eso de conducir tranvías?
Ella busca su mano bajo la mesa, suplica:
—Frank.
Sin hacerle ningún caso, él levanta la voz:
—¡Timo! Ven, quisiéramos comer algo bueno. Para empezar, unos entremeses. Luego, chuletas con patatas fritas. Y antes nos traes una botella de vino de Hungría, ya sabes de cuál.
Se vuelve hacia ella. Va a seguir hablándole de su padre. Suena el teléfono. Timo, mientras se seca las manos con el mandil blanco, responde mirando a Frank.
—Sí, sí. Se lo encontraré… No demasiado caro, no, pero tampoco le saldrá gratis… ¿Quién? Hoy no le he visto. El que está aquí es su amigo Frank.
Tapa el micrófono con la mano y dice a Frank:
—Es Kromer. ¿Quiere hablar con él?
Frank se levanta y coge el aparato.
—¿Eres tú? ¿Lo has conseguido? Bueno, sí. Te los entregaré esta noche. ¿Ahora dónde estás? ¿En tu casa? ¿Estás vestido? ¿Solo? Convendría que te dieras una vuelta enseguida por el bar de nuestro amigo Timo. No puedo explicártelo… ¿Cómo? Sí, más o menos… ¡No, hoy no! Tendrás que conformarte con mirar… Desde lejos… ¡Te digo que no! Si haces el idiota todo se va al agua…
Cuando vuelve a la mesa, Sissy pregunta:
—¿Quién era?
—Un amigo.
—¿Vendrá?
—Claro que no.
—Me ha parecido que le pedías que viniese.
—Ahora no… Esta noche…
—Escucha, Frank.
—¿Qué pasa?
—Quiero irme.
—¿Por qué?
Les traen gruesas chuletas con patatas fritas en una fuente de plata. Debe de hacer meses, probablemente años, que Sissy no ha comido patatas fritas. Menos aún chuletas empanadas con papelillos adornando el hueso.
—No tengo hambre.
—Pues lo siento por ti.
No se atreve a decir que tiene miedo, pero él comprende que es eso lo que le pasa.
—¿Qué es este local?
—Un restaurante. Un bar. Un garito. Todo lo que se quiera. Un lugar donde siempre te reciben con los brazos abiertos. El bar de Timo.
—¿Vienes a menudo?
—Todos los días.
Ella se esfuerza por masticar la carne, no puede, deja el tenedor y suspira, como si estuviese muy cansada.
—Te quiero, Frank.
—¿Y es eso una catástrofe?
—¿Por qué lo dices?
—Porque lo has dicho con un aire trágico, como si hablaras de una catástrofe.
Sissy repite con la mirada perdida en el vacío:
—Te quiero.
Él está tentado de responder: «Pues yo no».
Pero enseguida piensa en otra cosa, porque entra Kromer con su pelliza, su grueso puro, su aire de ser, aquí como en cualquier sitio, el personaje principal. Sin parecer reconocer a Frank, se dirige hacia el mostrador y se encarama, suspirando de satisfacción, en uno de los altos taburetes.
—¿Quién es? —pregunta Sissy.
—¿Y a ti qué te importa?
¿Por qué, por puro instinto, Sissy tiene miedo de Kromer? Éste les mira, sobre todo a ella, a través del humo de su cigarro, y, cuando ella inclina la cabeza sobre su plato, aprovecha la ocasión para guiñar el ojo a Frank.
Maquinalmente, Sissy se pone a comer, quizá para disimular su confusión, para que su mirada no tropiece con la de Kromer, y come tan concienzudamente que no deja nada más que los huesos. Incluso se come la grasa. Y rebaña el plato con su pan.
—¿Qué edad tiene tu padre?
—Cuarenta y cinco años. ¿Por qué?
—Yo le hubiera echado sesenta.
Él adivina la lágrima que está a punto de brotar, y que Sissy se esfuerza por contener. Adivina su cólera, que lucha contra otro sentimiento, sus ganas de dejarle plantado, de salir sola, muy erguida. ¿Pero sería capaz de encontrar la salida?
Kromer, muy excitado, dirige a Frank miradas cada vez más elocuentes.
Entonces Frank dice que sí con la cabeza.
Asunto concluido.
Peor para ella.
—Hay pastel de moka.
—No tengo más apetito.
—Trae dos mokas, Timo.
En este momento Holst conduce su tranvía, hace adelantar, como si lo tuviese sobre el vientre, un gran faro que produce charcos amarillos sobre la nieve, surcada por los dos trazos negros y brillantes de las vías. Debe de haber dejado su tartera de hojalata cerca de sus manivelas. De vez en cuando, tal vez toma un bocado que mastica lentamente, con los pies metidos en sus botas de fieltro atadas a las piernas por cordeles.
—Come.
—¿De verdad crees que me quieres?
—¿Te atreves a preguntarme esto?
—Si yo te pidiera que te escapases conmigo, ¿lo harías?
Ella le mira fijamente a los ojos. Están en su casa, donde él la ha acompañado. Sissy aún lleva puestos el abrigo y el sombrero. El viejo debe de empezar a prestar oídos detrás de su ventanuco. Seguramente llamará a la puerta. No disponen de mucho tiempo.
—¿Quieres irte, Frank?
Él niega con la cabeza.
—¿Y si te pidiera que te acostaras conmigo?
Ha empleado a propósito una expresión que puede ofenderla.
Ella sigue mirándole fijamente. Diríase que desea ardientemente que él lo vea todo en el fondo de sus ojos claros.
—¿Lo quieres? —articula por fin.
—Hoy no.
—Cuando quieras.
—¿Por qué me quieres?
—No lo sé.
Ha habido una vacilación en su voz, y su mirada es menos clara. ¿Qué es lo que ha estado a punto de contestar? Tenía otras palabras en la punta de la lengua.
Él quisiera saberlo, y, sin embargo, no se atreve a insistir. Tiene un poco de miedo de lo que ella podría decir. Tal vez se equivoque. Juraría —es estúpido, porque nada permite pensar algo así—, juraría que ella ha estado a punto de confesarle: «Porque eres desgraciado».
Y no es verdad. No se lo tolera, no tolera a nadie que piense una cosa así. Además, ¿por qué se preocupa por él?
El vecino se ha puesto en movimiento. Se oye su respiración detrás de la puerta. Duda antes de llamar. Llama.
—Perdone, señorita Sissy. Vuelvo a ser yo.
Ella no ha podido por menos que sonreír. Frank se ha marchado mascullando una vaga despedida. No regresa a su casa. Baja los escalones de cuatro en cuatro y se dirige al bar de Timo.
—¿Esta noche? —pregunta Kromer, a quien ya se le hace la boca agua.
Frank le mira duramente y responde con sequedad:
—No.
—¿Qué demonios te pasa?
—Nada.
—¿Has cambiado de opinión?
—No.
Pide de beber, pero no tiene sed.
—¿Cuándo?
—Tiene que ser antes del domingo por la noche, porque el lunes su padre vuelve a tener el turno de mañana, y está en casa desde media tarde.
—¿Se lo has dicho?
—No tiene por qué saberlo.
—No lo entiendo.
Kromer está un poco asustado.
—¿Quieres…?
—Claro que no. Tengo un plan. Ya te lo explicaré cuando llegue el momento.
Sus ojos se han achicado. Le duele la cabeza. Tiene la piel húmeda, y de vez en cuando se estremece de nerviosismo, como cuando se incuba la gripe.
—¿Tienes la tarjeta verde?
—Tendrás que irla a buscar mañana por la mañana conmigo a las oficinas.
Bueno. Se ocupan de los relojes.
¿Qué necesidad tiene, poco antes de las doce, de vagar por la calle para ver cómo vuelve a su casa Holst?
No obstante, no duerme en casa de Lotte, a la que no avisa, y se conforma con el diván de Kromer.