4

Con las manos en los bolsillos, el cuello del abrigo levantado, un poco de vaho ante la boca, camina por la calle mejor iluminada de la ciudad, en la que hay sin embargo grandes huecos de sombra. Tiene una cita para dentro de media hora.

Es jueves. Fue el martes cuando Kromer le habló de los relojes. El miércoles, cuando Frank se reunió con él a las cinco en el bar de Leonard, Kromer le preguntó:

—¿Sigues decidido?

Para algunas personas de otra edad, debe de producir un efecto muy raro verles, tan jóvenes, conversando con tanta seriedad. Pero deberían conocer de qué cosas hablan. Frank se mira en un espejo del café, tranquilo y rubio, con el abrigo bien cortado.

—¿Tienes el coche?

—Te presentaré al chófer dentro de cinco minutos. Te espera ahí enfrente.

Un establecimiento más vulgar, más ruidoso, donde sin embargo aún pueden encontrarse bebidas que no están mal. Un hombre se levanta, es muy flaco, de unos veintitrés o veinticuatro años y a pesar de la chaqueta de cuero parece un estudiante.

—Es él —dice Kromer señalando a Frank.

Luego, dirigiéndose a éste:

—Carl Adler. Puedes confiar en él. Es un experto.

Han tomado una copa, porque siempre se toma una copa.

—¿Y el otro? —pregunta Frank en voz baja.

—¡Ah, sí! ¿Habrá que…?

Titubea. No le gusta hablar claramente, hay palabras que es preferible no pronunciar, que algunos, por superstición, han suprimido de su vocabulario.

—¿Habrá que hacer algo «duro»?

—No es probable.

Kromer, que conoce a todo el mundo, mira a su alrededor, elige una cara en medio del humo, desaparece un momento por la acera llevando consigo a alguien. Cuando vuelve le acompaña un tipo de rasgos muy toscos y populares. Frank no ha oído su nombre.

—¿A qué hora crees que podrás terminar? Debe volver a casa de su madre a las diez. Más tarde la portera se niega a abrir la puerta, y su madre, que está enferma, le necesita a menudo durante la noche.

Frank está a punto de renunciar al proyecto, no a causa de este segundo joven, sino por el primero, por Adler, que no ha abierto la boca cuando se han quedado solos esperando. No está seguro del todo, pero juraría que le ha visto con el violinista del primer piso. Dónde, no lo sabe. Tal vez no sea más que una asociación de ideas. Pero basta para que se sienta incómodo.

—¿Cuándo nos encontramos?

—Lo antes posible.

—¿Mañana? ¿A qué hora?

—A las ocho de la tarde. Aquí.

—Aquí no —interviene Adler—. Tendré el coche estacionado en la calle de atrás, delante de la pescadería. Sólo tendremos que meternos dentro.

Cuando se quedan solos Frank no puede evitar preguntarle a Kromer:

—¿Son de fiar?

—¿Te he presentado alguna vez a alguien que no fuese de fiar?

—¿A qué se dedica ese Adler?

Hace un gesto vago.

—No te preocupes.

Es curioso. Uno desconfía y a la vez tiene confianza. Quizás eso se deba a que todo el mundo depende más o menos del otro, y a que en el fondo no hay nadie que no tenga algo que reprocharse. En resumen, si no traicionamos es por miedo a que los demás nos traicionen.

—¿Y qué me dices de la chica?

Frank no responde. No le dice que ese día, miércoles —fue el martes cuando estuvo en el cine con ella—, volvió a ver a Sissy. No mucho rato. Ni tampoco inmediatamente después de que se fuera Holst, a quien siguió con la mirada desde su ventana mientras se dirigía a la parada del tranvía.

Esperó hasta las cuatro. Finalmente se encogió de hombros y se dijo: «Pues vamos a ver».

Llamó a la puerta, como si pasara por allí. No tenía intención de entrar a causa de aquel viejo imbécil apostado detrás del ventanuco. Se limitó a decir:

—Te espero en la calle, ¿bajas?

No tuvo que esperar mucho. Enseguida la vio aparecer. Sissy echó a correr en los últimos metros de acera, con una ojeada maquinal a las ventanas de la casa, y luego, sin duda también maquinalmente, se colgó de su brazo.

—El señor Wimmer no le ha dicho nada a mi padre —se apresuró a anunciar.

—Estaba seguro.

—Hoy no podré quedarme mucho tiempo.

El segundo día nunca pueden quedarse mucho tiempo.

En ese momento empezaba a oscurecer. La llevó hasta el callejón. Y fue ella quien le tendió los labios, quien le preguntó:

—¿Has pensado en mí, Frank?

No la manoseó. Sólo metió por un instante la mano en su blusa, porque el día anterior, en el Lido, se olvidó de sus pechos y todavía no sabe cómo son. Cayó en la cuenta. En la cama de Minna, por la noche, de que Sissy casi no tiene tetas.

¿Fue por eso, por curiosidad, por lo que llamó a su puerta y le pidió que bajara?

Hoy la ha vuelto a ver, a la misma hora y esta vez ha sido él quien ha dicho:

—Sólo tengo unos minutos.

Ella no se ha atrevido a hacerle preguntas, aunque no le faltaban ganas. Ha murmurado con una mueca:

—¿Me encuentras fea, Frank?

Como las otras, lo mismo que hacen siempre, y la verdad es que le pondrían en un apuro si tuviera que decir si una chica le parece fea o no.

¿Qué más da? No promete nada a Kromer, pero no dice que no. Ya veremos. Minna asegura que está enamorada de él, que ahora que le conoce siente vergüenza de lo que está obligada a hacer con los clientes. No ha tenido suerte con el primero. ¡Más complicaciones! Frank ha hecho todo lo posible por calmarla. Además ella le tiene miedo. Ha visto el revólver y está horrorizada.

Hoy se ha visto obligado a prometerle que la despertaría al volver, aunque volviese muy tarde.

—Además, no pienso dormirme —le ha dicho ella.

Ya huele como las otras mujeres de la casa. Debe de ser la limpieza a que las obliga Lotte y el jabón que les da. En cualquier caso, la transformación es rápida. Y durante toda la mañana se ha paseado por el piso con una camisola negra de encaje.

Se había prometido acudir a su cita con Adler y el otro tipo sin volver a ver a Kromer, pero en el último momento claudica. No tanto a causa de Kromer, sino porque necesita agarrarse a alguna cosa estable, conocida. En la calle el gentío siempre le da un poco de miedo. A la luz de los escaparates o de las farolas se ven pasar caras demasiado pálidas, desencajadas, y algunos ojos tienen una expresión ausente o esquiva. La mayoría son secretos. Los más terribles son los ojos muertos, y uno tropieza cada vez más con gente que tiene los ojos muertos.

¿Como Holst? No es exactamente lo mismo. Los ojos de Holst no contienen odio, no están vacíos; sin embargo, uno comprende que no hay complicidad posible con ellos, y resulta humillante.

Empuja la puerta del café de Leonard. Allí está Kromer, con un hombre que no se parece a ninguno de los dos, Ressl, el jefe de redacción del diario de la tarde, siempre acompañado de un guardaespaldas con la nariz rota.

—¿Conoces a Peter Ressl?

—Le conozco de nombre, como todo el mundo.

—Mi amigo Frank.

—Encantado.

Tiende una mano larga y huesuda, muy blanca. En realidad tal vez sean las manos de Carl Adler, el chófer de aquella noche, las que han sobresaltado a Frank, porque se parecen a éstas.

La familia Ressl es una de las más antiguas de la ciudad, y el padre ha sido consejero de Estado. Ya antes de la guerra estaban arruinados, pero en su palacete se instaló el gran Estado Mayor; no pasa un mes sin que en el edificio se hagan obras.

Se cuenta que el consejero Ressl, a quien se ve andar pegado a las casas como una sombra, nunca les ha dirigido la palabra, que cualquier otro en su lugar ya hubiese sido ahorcado o fusilado.

Peter, que es abogado y que tiempo atrás se dedicó al cine, aceptó enseguida el puesto de jefe de redacción del diario de la tarde. Es probablemente el único en todo el país a quien se ha autorizado a cruzar las fronteras por razones misteriosas. Ha ido a Roma, a París, a Londres. El traje oscuro que lleva esta noche lo compró en Londres, y fuma ostensiblemente cigarrillos ingleses.

Es un joven nervioso, de salud precaria. Dicen que se droga. Según otros es pederasta.

—Creía —dice Kromer, muy orgulloso de que le vean con él, pero un poco inquieto por la presencia de Frank a aquellas horas— que tenías una entrevista importante. ¿Qué quieres beber?

—Pasaba por aquí y sólo he entrado para saludarte.

—Tómate algo. ¡Camarero!

Unos minutos después, cuando Frank se haya ido, Kromer sacará del bolsillo un objeto que meterá en el de su amigo.

—Nunca se sabe…

Es una botella plana que contiene alcohol.

—Buena suerte. No te olvides de aquella chica.

Casi no han intercambiado palabra. El coche es en realidad una camioneta. Carl Adler esperaba sentado al volante, con el pie en el embrague.

—¿Y el otro? —pregunta Frank inquieto.

—Detrás.

En efecto, en medio de la negrura de la camioneta ve la punta incandescente de un cigarrillo.

—¿Dirección?

—Primero hay que atravesar toda la ciudad.

En el camino se atrapan jirones de paisajes familiares. Hasta pasan delante del cine Lido, y por un momento Frank piensa en Sissy, que ahora estará trabajando, a la luz de la lámpara, pintando flores mientras espera el regreso de su padre.

El tipo que va detrás es de baja extracción. Frank ya reparó en ello la víspera. Tiene manos grandes, con la piel profundamente incrustada de negro, una cara que, una vez limpia, se parecería bastante a la de Kromer, pero con una expresión más abierta, más franca. Parece imperturbable. Aunque no sepa qué es lo que van a hacer, no hace preguntas.

Carl Adler tampoco. Sólo que él tiene una manera desagradable de mirar fijamente al frente. Así ofrece a Frank un perfil con un exceso de indiferencia voluntaria, y una expresión despectiva, en cualquier caso superior.

—¿Y ahora?

—A la izquierda.

Como ningún coche puede circular sin un permiso de las fuerzas de ocupación, y normalmente se resisten a concederlo, está claro que Adler trabaja con ellos. Hay mucha gente que está en los dos bandos. Fusilaron a uno a quien se veía todos los días en compañía de oficiales superiores, y era tan conocido que los niños escupían en el suelo cuando pasaba. Ahora dicen que era un héroe.

—Otra vez a la izquierda en la próxima bocacalle.

Frank fuma cigarrillos y pasa el paquete al que va detrás, y que debe de estar sentado sobre el neumático de recambio. Carl Adler ha dicho que no fumaba. Peor para él.

—Cuando veas una torre eléctrica tuerce a la derecha y sube la cuesta.

Ya están cerca del pueblo, adonde Frank podría ir con los ojos cerrados. Habría podido llamarlo «su» pueblo, si hubiese algo en el mundo que fuera suyo. Aquí fue donde se crió, porque al nacer, Lotte, que entonces tenía diecinueve años, lo dejó con una nodriza.

Suben una pendiente bastante pronunciada, con casas llamadas de abajo, que son casi todas pequeñas granjas. Luego la carretera, ensanchándose, forma una especie de plaza mayor, con piedras redondas sobre las cuales saltan los automóviles. La iglesia está detrás del estanque, que en realidad no es más que una gran charca, con el cementerio, donde el sepulturero —¿seguirá el viejo Pruster?—, trabajando con su azada, encuentra agua a menos de un metro de profundidad.

—Yo no los entierro, los ahogo —dice cuando lleva unas copas de más.

Los faros iluminan una casa de color rosa, con unos ángeles pintados de tamaño natural en el aguilón. Todo el pueblo está pintado como si fuera de juguete. Hay casas rosadas, verdes, azules y amarillas. Casi todas tienen una pequeña hornacina con una virgen de porcelana, y todos los años celebran una fiesta en la que se encienden velas delante de todas estas imágenes.

Frank sigue imperturbable. Cuando Kromer le habló de los relojes decidió que aquello le dejaría indiferente.

¡Al contrario, es una buena ocasión! No debe nada a aquellas gentes, ni a nadie. Es demasiado fácil dar caramelos a un niño y hablarle con una vocecilla ridícula.

Vivió aquí hasta los diez años, y su madre iba a verle casi todos los domingos, al menos en verano… recuerda sus sombreros de paja blanca. No había mujer más hermosa en todo el mundo. Cada vez que les visitaba, la nodriza cruzaba sus manos rojas sobre el vientre y se quedaba en éxtasis.

Lotte no siempre venía sola. Cuatro o cinco veces la acompañaba un hombre, cada vez distinto, con aire reservado, a quien ella miraba temerosamente, y a quien decía con falsa alegría:

—¡Éste es mi Frank!

Por una razón u otra aquello debió de ser siempre un fracaso. Cuando le mandó a un colegio de la ciudad como interno, Frank ya había comprendido y le suplicaba que no fuese a verle, aunque siempre apareciera con las manos llenas.

—Pero ¿por qué?

—Por nada.

—¿Te han dicho algo los compañeros?

—No.

Quería que fuese médico o abogado. Era su manía.

Afortunadamente, estalló la guerra, las escuelas cerraron durante varios meses. Cuando volvieron a abrir las puertas ya tenía más de quince años.

—No pienso volver al colegio —anunció.

—¿Por qué, Frank?

—¡Porque no!

Nunca ha conseguido saber si le recuerda a alguien, pero cuando aún era un niño descubrió que cuando ponía cierta cara su madre no insistía, parecía asustada, acababa haciendo lo que él quería.

Era cuando se ponía «atravesado», como ella decía.

Luego la vida se hizo tan complicada para todo el mundo que Lotte ya no volvió a ocuparse de su educación. Se acostumbró a decir: «Más tarde, cuando todo esto termine».

Pero todo esto dura. Y él ya es un hombre. Aún no hace mucho que en una discusión en el curso de la cual él era el que se mostraba más sereno, soltó a Lotte fríamente, achicando los ojos:

—¡Puta!

Ahora, con la misma tranquilidad, da órdenes a Adler:

—¡Alto!

Ha sido poco antes de llegar a la plaza. A la derecha hay una calle por la que la camioneta pasará inadvertida. Además, no se ve un alma. Son muy pocas las ventanas iluminadas, porque la gente del pueblo mantiene los postigos bien cerrados; apenas se adivinan indicios de vida. Las ventanas de la escuela también están a oscuras; las cinco ventanas de las que rompió tantos cristales con su pelota.

—¿Vienes? —dice al tipo de detrás.

Y éste, vulgar y cordial:

—Llámame Stan.

Añade, dándose manotadas a los bolsillos vacíos:

—Tu amigo me ha dicho que no trajera nada. ¿Está bien así?

Frank tiene su revólver, con eso basta. Adler les esperará en el coche.

—¿Seguro? —cuestiona, buscando su mirada.

Y Adler, condescendiente, como desganado:

—De eso me encargo yo.

La nieve cruje más que en la ciudad. Se ven los jardines traseros de las casas, abetos, setos erizados de hielo. La casa de Vilmos está a la derecha, en la misma plaza, aunque un poco más atrás.

No se percibe luz alguna, pero las habitaciones en las que se suele vivir quedan en la parte trasera.

—Tú déjame hacer a mí.

—Bueno.

—Es posible que haya que asustarles.

—Claro.

—Quizá tengamos que ponernos un poco violentos.

—Ya.

Hacía años que no volvía por aquí, pero le parece imposible que ahora no esté pisando sus propias huellas de tiempo atrás. El relojero Vilmos y sus relojes, y su famoso jardín, todo eso es quizá lo que aún tiene más vida de su infancia.

Incluso antes de llegar a la puerta tiene la impresión de reconocer el olor de la casa, una casa que siempre ha sido una casa de viejo, porque el relojero Vilmos y su hermana nunca han tenido edad.

Frank saca del bolsillo un pañuelo de color oscuro que se anuda alrededor de la cara, dejando al descubierto los ojos. Stan parece a punto de protestar.

—Contigo es diferente. No te conocen. Pero si quieres…

Y le tiende otro foulard igual, porque ha pensado en todo.

Aún se acuerda de las pastas de la señorita Vilmos, como sólo ha comido en aquella casa, insípidas, amazacotadas, con dibujos de azúcar color rosa o azul. Las guardaba en una caja con viñetas en colores de las aventuras de Robinsón Crusoe.

Y tenía la manía de llamarle «querubín…».

Vilmos debe de rondar los ochenta años, y su hermana los setenta y cinco. Le cuesta hacerse una idea aproximada de su edad, sobre todo teniendo en cuenta que cuando se es pequeño se calcula de una forma distinta la edad de la gente. Para él siempre han sido viejos, y Vilmos es la primera persona del mundo que le reveló que es posible sacarse de golpe todos los dientes de la boca, porque llevaba una dentadura postiza.

Son unos avaros. Los dos hermanos son igualmente avaros.

—¿Llamo? —pregunta Stan, impresionado de verse en una plaza desierta iluminada por la luna.

Es el propio Frank quien llama, sorprendido de encontrar el cordel de la campanilla tan abajo, cuando antes tenía que ponerse de puntillas. Lleva el revólver en la mano derecha. Está preparado para adelantar el pie e impedir así que la puerta vuelva a cerrarse, como la primera vez que fue a casa de Sissy. Se oyen pasos lejanos, como en la iglesia. También eso le trae recuerdos. El pasillo largo y ancho, de paredes oscuras, con puertas misteriosas como las de sacristía, con baldosas grises, y dos o tres de ellas siempre desencajadas.

—¿Quién es?

Es la voz de la señorita Vilmos, que no tiene miedo a nada.

—Vengo de parte del cura —responde.

Oye retirar la cadena, empuja con el pie, le pone el cañón del revólver en el vientre. Dice a Stan, que de pronto parece haberse vuelto torpón:

—Entra.

Luego, dirigiéndose a la vieja:

—¿Dónde está Vilmos?

¡Dios mío! ¡Qué bajita es! ¡Y con el pelo tan blanco! La mujer junta las manos y balbucea con voz cascada:

—Pero, señor, todo el mundo sabe que murió hace un año.

—Deme los relojes.

Reconoce el pasillo, el papel de las paredes, pardo oscuro, que imita el cordobán y en el que aún son visibles los filetes de oro. La tienda está a la izquierda, con el banco sobre el cual se inclinaba Vilmos, con una lupa guarnecida con un aro negro metida en la órbita de un ojo.

—¿Dónde están los relojes? —Y añade, más nervioso—: La colección.

Y después, apuntándola con el revólver:

—Sería mejor para usted que se diese prisa.

¿Acaso ha estado a punto de equivocarse? No había previsto que Vilmos podría haber muerto. Con él todo hubiese sido fácil. El relojero era tan miedoso que hubiera entregado sus relojes en el acto.

La vieja cascarrabias es de otro talante. Desde luego ha visto el revólver, pero se nota que busca una escapatoria, que está decidida a no rendirse, que luchará hasta el final, agotando todos los recursos.

Entonces se oye una voz, la de Stan, de quien Frank ya no se acordaba, diciendo con acento gutural:

—Tal vez podríamos ayudarla a que recobre la memoria.

Debe de estar acostumbrado. Kromer no ha elegido a un principiante. ¿O lo ha hecho adrede porque no tenía suficiente confianza en Frank?

La vieja tiene la espalda pegada a la pared. Un mechón amarillento y ralo le cuelga sobre la cara. Tiene los brazos muy abiertos, con la palma de las manos sobre el falso cordobán. Repite casi maquinalmente:

—Los relojes…

Frank, que no ha bebido mucho, tiene no obstante la misma sensación de cuando está borracho. Todo es vago, confuso, aunque algunos detalles resalten con una nitidez exagerada: el mechón de un gris amarillento, las manos abiertas sobre la pared, las gruesas venas azules de esas manos de vieja…

Él, que nunca pierde la calma, ha debido de volver la cabeza con un movimiento demasiado brusco para ponerse de acuerdo con Stan, y se le ha caído el foulard. Antes de que pueda recogerlo, mientras aparta la cara, ella le reconoce y exclama:

—¡Frank!

Y añade enseguida —qué estúpida—:

—¡El pequeño Frank!

Él repite, con voz dura:

—¡Los relojes!

—Ya sé que a pesar de todo acabarás por encontrarlos. Siempre has conseguido lo que querías. Pero no me hagas daño. ¡Dios mío! ¡Frank! ¡Es el pequeño Frank!

Se ha tranquilizado, y al mismo tiempo tiene más miedo que antes. Ha perdido su inmovilidad. Se nota que su mente vuelve otra vez a trabajar. Se va trotando hacia el fondo del pasillo, hacia la cocina, donde él ve el sillón de mimbre con un enorme gato rubio arrollado sobre el almohadón rojo.

Ella parece estar hablando para sí, recitando oraciones, mientras agita sus miembros huesudos dentro de aquellos pingos demasiado holgados.

¿O es que sólo trata de ganar tiempo? De vez en cuando observa a Stan de reojo, sin duda preguntándose si no sería más fácil inspirarle compasión.

—¿Qué vas a hacer con eso? Cuando pienso que mi pobre hermano era tan feliz mostrándotelos, haciéndolos sonar uno a uno al oído y que siempre te daba caramelos… Mira, la caja aún está sobre la chimenea, pero está vacía. Ya no se encuentran caramelos, ya no se encuentra nada. Lo mejor sería morirse…

Llora. A su manera, pero llora, y es posible que esto sea también una estratagema.

—¡Los relojes!

—Como los cambió de lugar, con todo lo que ha pasado… Murió hace un año, y tú ni siquiera lo sabías. Ya nadie sabe nada. Si estuviera aquí, estoy segura…

¿De qué estaba segura? Es absurdo. Ya es hora de que acabemos. Adler debe de impacientarse, y sería capaz de irse sin ellos.

—¿Dónde están los relojes?

Aún tiene ánimos para dar la vuelta a un leño en el hogar de la chimenea, y él comprende que lo hace ex profeso al volverle la espalda y decir rabiosamente:

—Debajo de la baldosa.

—¿Qué baldosa?

—Ya lo sabes. La que está agrietada. La tercera.

Stan se queda en la cocina vigilando a la vieja, mientras Frank va a buscar una herramienta para despegar la baldosa del pasillo. Ella le ofrece café. Frank ha oído vagamente que le decía:

—Venía a vernos casi todos los días, y yo siempre tenía pastas para él en esta caja.

Luego añade en voz más baja, como si no estuviese hablando con un hombre que tiene media cara cubierta con un foulard:

—Dios mío, ya ve usted, ¿cómo es posible que se haya convertido en un ladrón? Y además armado. ¿Lleva cargado el revólver?

Frank ha encontrado los relojes, con sus estuches, protegidos por varias telas de saco. Llama con voz tajante:

—¡Stan!

Ya sólo falta que se vayan. Se acabó. Estúpidamente, la vieja balbucea:

—¿Cree usted que querrá tomar una taza de café?

—¡Stan!

No se separa de ellos, les sigue por el pasillo.

—Señor, ya no me queda nada por ver. Yo que…

Sólo tienen que salir, volver al coche que les espera a doscientos metros de allí. Aunque la anciana fuese capaz de gritar con tanta fuerza que pusiera sobre aviso a los vecinos no tendría importancia, porque ningún coche del pueblo tiene gasolina, y por la noche el teléfono no funciona.

Ha entreabierto la puerta y ante él está la plaza bañada por la luna, sin un rastro de vida. Dice a su compañero:

—Anda…

Y el otro sabe lo que quiere decir. La vieja ha visto a Frank con la cara descubierta. Le conoce. A veces puede contarse con la protección de los ocupantes. Otras se despreocupan de uno, nadie sabe por qué, y la policía no deja de aprovechar la ocasión. Por mucho que se les conozcan cada día más, siempre son un poco misteriosos en su comportamiento.

Resumiendo, nadie está seguro.

Stan da unos pasos fuera de la casa, con el saco que contiene los relojes colgando del brazo. Se oye el crujido de la nieve endurecida.

La puerta se ha cerrado tras él. Ha debido de oír una detonación sorda. Luego la puerta se abre de nuevo, ve un rectángulo de luz amarillenta que va menguando hasta desaparecer por completo.

Unos pasos se acercan a él. En la sombra una mano le coge el saco.

Entonces, poco antes de llegar al coche, aprovechando que los dos están solos, Stan suelta:

—¡Una solterona!

Su voz no despierta ningún eco, y en el coche, Frank, después de tender su paquete de cigarrillos al hombre que está tras él, sin volver la cabeza, enciende el suyo y da secamente una orden:

—¡Volvamos a la ciudad!

Tiene que pasar un mal rato, pero sabe muy bien que no durará mucho. Le sobreviene una vez está ya en el coche. Hasta entonces ha dominado sus nervios.

De pronto se le disparan. Los otros no se dan cuenta de nada. Siente en su interior una especie de estremecimiento, de espasmo. Tiene que hacer un esfuerzo para impedir que le tiemblen los dedos, y siente como una burbuja de aire que trata de escapársele del pecho.

Baja el cristal. El aire helado en la frente le sienta bien. Respira con avidez.

Sólo al ver las luces, cuando se acercan a la ciudad, comienza a calmarse. Y no ha tocado el frasco de alcohol que Kromer le ha metido en el bolsillo.

Ya casi se le ha pasado. Es meramente físico. Sintió casi lo mismo con el suboficial, aunque con menos intensidad.

Está contento. Había que pasar por esto de una vez, y ahora ya está. Lo del Eunuco no contaba. No tenía ningún significado. Era, por así decirlo, pura técnica.

Y es curioso, ahora le parece que acaba de realizar un acto cuya necesidad presentía desde mucho tiempo atrás.

—¿Dónde os dejo?

¿Sospecha Adler lo que ha pasado? No es probable que oyera la detonación. No ha hecho ninguna pregunta. Sólo ha apartado el saco, que le estorbaba para conducir, y que tiene entre los pies.

Frank está a punto de contestar:

—En mi casa.

Enseguida se impone su desconfianza.

—En el bar de Timo. Pero no demasiado cerca.

Sigue pensándoselo y decide no ir de inmediato al bar de Timo. Es mejor no dejar todos los relojes a la vez en manos de Kromer. En la casa de atrás, donde duermen las chicas, su botín estará más seguro.

Antes de llegar a la ciudad mete la mano en el saco, palpa los estuches, porque reconoce a alguno de ellos, y saca uno que se mete en el bolsillo.

Está perfectamente bien. Se alegrará de encontrarse con Kromer. Se alegrará de tomar una copa.

El coche sólo se detiene un momento, vuelve a arrancar sin él. Recorre el pasaje, entra en la casa de una de las chicas de alterne que no está allí, pero que encontrará en el bar de Timo. Mete el saco debajo de la cama, después de haber guardado en él el revólver que no ha tenido tiempo de limpiar.

El instante casi es solemne. Reconoce las luces, las caras, el olor a vino y a licores, a Timo, que desde el mostrador le saluda con la mano.

Anda lentamente, achaparrado dentro del abrigo, con las facciones distendidas y una ligera llama en los ojos. Kromer no está solo. Nunca está solo. Frank conoce a los dos que le acompañan, y prefiere no hablarles por ahora.

Se inclina hacia Kromer.

—¿Tienes un momento?

Se dirigen hacia la parte trasera, entran en los lavabos, y sin decir una palabra Frank pone el estuche en la mano de su compañero. No se ha equivocado, a pesar de la oscuridad del coche. Es el gran estuche azul que contiene un reloj con esfera de porcelana, en la que hay grabados un pastor y una pastora.

—¿Sólo uno?

—Tengo unos cincuenta, pero primero tienes que hablar con él, que sepamos lo que va a soltar.

¿Ha cambiado algo? En el coche, mientras volvían, Adler se ha guardado mucho de volverse hacia él, y ni una sola vez se han rozado con los hombros.

También Kromer está diferente, incómodo. No se atreve a hacer preguntas, su mirada rehúye la de Frank, sólo se posa en él de vez en cuando, a hurtadillas.

Las otras veces, cuando trataban un negocio, él era el jefe, y quería que quedase muy claro.

Ahora no discute. Tiene prisa por volver al bar. Dice dócilmente:

—Intentaré verle mañana.

Luego, cuando vuelve a sentarse a su mesa:

—¿Quieres beber algo?

Frank se olvidaba de devolverle la botella, que no ha utilizado, y se la tiende mirándole cara a cara.

¿Acaso Kromer comprende?

Después, se mete en la cama con Minna, y le hace el amor con tanta furia que ella se queda asustada.

También ella comprende. ¡Todos comprenden!