Frank sólo había entrado para no quedarse esperando en la calle, pero no le gustaban los lugares así. Se bajaba por unas escaleras, y el suelo estaba cubierto de losas, como en una iglesia; también había viejas vigas en el techo, madera en las paredes, un mostrador muy trabajado y mesas pesadísimas.
Conocía de vista y de nombre al dueño, el señor Kamp, y el señor Kamp debía de conocerle también. Era un hombre bajo y calvo, tranquilo y cortés, que siempre calzaba zapatillas. Había debido de ser gordo, pero su vientre empezaba a ablandarse; sus pantalones le estaban ya demasiado grandes. En lugares así, que cumplen las ordenanzas, o que fingen cumplirlas con los clientes desconocidos, apenas puede beberse mala cerveza.
Uno comprende que estorba. En el bar de Kamp siempre hay cuatro o cinco habituales, viejos del barrio, que fuman en largas pipas de porcelana o de espuma de mar, y que se callan cuando uno entra. Mientras uno esté allí permanecen pacientemente callados, fumando sus pipas sin dejar de mirar al intruso.
Frank usa zapatos nuevos con gruesas suelas de cuero de verdad. Su abrigo calienta, y cualquiera de aquellos viejos viviría un mes, con toda su familia, con lo que valen sus guantes forrados de piel.
Vigila la llegada de Holst mirando por los cristales de la ventana. Si ha salido es por Holst, porque tiene ganas de mirarle cara a cara. Puesto que el conductor de tranvías volvió la noche anterior, que era lunes, a las doce saldrá de su casa hacia las dos y media para estar en su cochera a las tres.
¿De qué hablaban los viejos cuando él ha entrado? Le da lo mismo. Uno de ellos es zapatero y tiene una tienda un poco más lejos en la misma calle, pero como no hay materiales casi no trabaja. Debe de mirar de reojo los zapatos de Frank y calcular su precio, indignándose de que el joven no se tome la molestia de protegerlos con chanclos.
En realidad hay lugares a los que se puede ir y lugares en los que es mejor no poner los pies. En el bar de Timo está en su sitio. Aquí no. Aquí, ¿qué dirán de él cuando salga?
Holst también debe de ser un antiguo gordo que ha adelgazado. Forman como una raza aparte que se reconoce al primer golpe de vista. Hamling, por ejemplo, es voluminoso, pero se adivina que tiene carnes prietas. Holst, mucho más alto, con hombros que sin duda fueron anchos, sólo tiene perfiles de blandura. Y no se trata solamente de su ropa, que se ve ajada y flotante. Es su propia piel la que se ha vuelto demasiado ancha y debe de formar pliegues. Como los que se le ven en la cara.
Desde el comienzo de los hechos —él apenas tenía quince años en aquella época—, Frank ha sentido desdén por la miseria y por los que se abandonan a ella. Es como una especie de rebeldía, una repugnancia. Hasta por las chicas que van a trabajar con su madre, delgadas y demasiado blancas, y que enseguida se abalanzan sobre la comida. Algunas lloran de emoción, se llenan el plato y luego son incapaces de comer.
La calle del tranvía es blanca y negra, y allí la nieve está más sucia que en otros lugares. Hasta donde alcanza la vista, las vías, negras y brillantes, subrayan la perspectiva trazando curvas en las que los dos carriles se juntan. El cielo está encapotado, con demasiada luz, con esa luminosidad que aún da más tristeza que los colores grises. Aquel blanco lívido y traslúcido, tiene algo de amenazador, de definitivo, de eterno; los colores se vuelven duros y malignos, el pardo o el amarillo sucio de las casas, por ejemplo, el rojo oscuro del tranvía, que parece flotar y querer subirse a la acera. Y, delante del bar de Kamp, se alarga la fea cola de la casquería, las mujeres con toquilla, las niñas de piernas escuálidas que hacen sonar sus suelas de madera para calentarse.
—¿Cuánto es?
Paga. El precio es ridículo. Casi es ofensivo desabrocharse el abrigo por tan poco. En esos cafés los precios son absurdamente bajos. Claro que por lo que dan…
Holst está al borde de la acera, de aspecto completamente gris, con su largo abrigo informe, su pasamontañas y sus famosas botas atadas a las pantorrillas con cordeles. En otros tiempos, en otros países, la gente se detendría para mirarle, con tan extraña indumentaria, sin duda cubierto de periódicos bajo la ropa para abrigarse, y aquella tartera de hojalata que aprieta como un tesoro bajo el brazo. ¿Qué puede llevar para comer?
Frank se pone a su lado, como si también esperase el tranvía. Va y viene; diez veces queda frente a él y le mira cara a cara, lanzándole el humo del cigarrillo. Si tirase la colilla, ¿la recogería el padre de Sissy? Quizá no en su presencia, por respeto humano, aunque hay mucha gente que lo haga sin ser mendigos ni obreros.
Nunca ha visto fumar a Holst. ¿Fumaría años atrás?
Frank, despechado, se ve a sí mismo como un perrillo rabioso que se esfuerza en vano por llamar la atención. Gira una y otra vez en torno a la larga silueta gris, y el otro, inmóvil, no parece advertir su presencia.
No obstante, la noche anterior Holst le vio en el callejón. Se habrá enterado de la muerte del suboficial. También sabe, seguro que sí —porque el portero ha hecho entrar a todos los vecinos, uno a uno, en la portería—, que han detenido al violinista del primero.
¿Qué pasa, pues? ¿Por qué no rechista? Poco falta para que Frank le dirija la palabra, a modo de desafío. Tal vez hubiera acabado por hacerlo, soltando cualquier frase, de no llegar el tranvía de color rojo oscuro con su habitual estruendo metálico.
Frank no subirá. A estas horas no tiene nada que hacer en el centro. Sólo quería ver a Holst, y lo ha visto a sus anchas. Holst, que se ha instalado en la plataforma delantera, vuelve la cabeza y se asoma en el momento de arrancar, no para mirarle, sino para mirar su casa, su ventana, en la que se adivina la claridad de un rostro enmarcado por visillos.
De este modo se despiden padre e hija. Una vez el tranvía se ha ido, la muchacha sigue en la ventana porque Frank está en la calle. Y Frank, de repente, toma una decisión. Evita levantar la cabeza, vuelve a entrar en la casa, sube los tres pisos sin apresurarse y, sintiendo como una opresión en el pecho, llama a la puerta, la que está justo enfrente de la puerta de Lotte.
No ha preparado nada, no sabe lo que va a decir. Sólo ha decidido adelantar un pie para impedir que la puerta vuelva a cerrarse; pero no se cierra. Sissy le mira sorprendida, y él casi está tan sorprendido como ella de estar allí. Él sonríe, y no suele sonreír a menudo. Más bien tiene la costumbre de fruncir el ceño, de mirar con dureza, incluso cuando está completamente solo, o de adoptar un aire tan indiferente que deja helado a todo el mundo.
—Y sin embargo —dice Lotte—, cuando sonríes no se te puede negar nada. Tienes la misma sonrisa que cuando tenías dos años.
No sonríe adrede. Lo hace porque se siente incómodo. Ve mal a Sissy, que está a contraluz, pero sobre una mesa, cerca de la ventana, ve unos platitos, pinceles, potes de pintura.
Entra sin decir nada, porque no puede hacer otra cosa. Dice, sin pensar en disculparse o en explicar su visita:
—¿Usted pinta?
—Hago motivos decorativos sobre loza. Tengo que ayudar a mi padre.
Ya había visto estos platitos, estas tazas, estos ceniceros, estas palmatorias supuestamente artísticas, en algunas tiendas del centro. Todo eso lo compran únicamente los ocupantes, como recuerdo. Allí se pintan flores, o una campesina con traje típico, o la flecha de la catedral.
¿Por qué ella le mira de hito en hito? Si no le mirase, todo sería más fácil. Le devora con los ojos tan cándidamente que la situación es embarazosa. Se acuerda de la chica de aquella mañana, Minna, la nueva, que tal vez ahora esté ocupada, y que no dejaba de examinarle con una especie de respeto estúpido.
—¿Trabaja mucho?
Ella responde:
—Las jornadas son largas.
—¿No sale nunca?
—De vez en cuando.
—¿Va alguna vez al cine?
¿Por qué se sonroja Sissy? Él aprovecha la ocasión:
—Me gustaría ir al cine con usted.
Sin embargo, no es ella quien más le interesa, ahora se da cuenta. Mira a su alrededor, huele, exactamente igual que lo hace Hamling cuando les visita. El piso es mucho más pequeño que el de Lotte. Enseguida se encuentra uno con la cocina, donde hay una cama plegable adosada a la pared. Sin duda es el padre quien duerme en la cama plegable, de la que le deben de sobresalir los pies. Una puerta abierta permite ver el cuarto de Sissy… así lo deja entender la confusión que ella muestra cuando ve que mira hacia aquel lado.
Hay un ventanuco, como en su casa, pero lo han tapado con cartón porque da a casa de unos vecinos.
Se han quedado de pie. Ella no se atreve a invitarle a que se siente. Para vencer su nerviosismo él le tiende su pitillera.
—Gracias. Nunca fumo.
—¿Porque no le gusta?
Hay una pipa encima de la mesa, una caja metálica con colillas. ¿Acaso se figura Sissy que él no comprende?
—Pruebe uno. Son muy suaves.
—Ya lo sé.
Ha reconocido la marca extranjera. Aquellos cigarrillos representan más que billetes de banco, y todo el mundo sabe lo que vale cada uno de ellos.
Ella se sobresalta porque acaban de llamar a la puerta. Frank ha pensado lo mismo. ¿Será que Holst, por un motivo u otro, tal vez por haber visto al joven en la parada del tranvía, ha vuelto a su casa?
—Perdóneme, señorita Holst.
Es un viejo al que Frank recuerda haber visto por los corredores, un vecino, a cuya casa da precisamente el ventanuco. Apenas disimula, mira a Frank como una porquería que un gato hubiese dejado en el suelo; en cambio se muestra muy afectuoso, muy paternal con Sissy.
—Vengo a pedirle si no tendría usted una cerilla.
—Desde luego que sí, señor Wimmer.
Pero no se va. Se queda allí, con las manos sobre la estufa, en la que aún hay un rescoldo. Dice con indiferencia:
—Volverá a nevar dentro de poco.
—Es probable.
—Para algunos el frío no es problema.
Es una alusión a Frank, pero Sissy se pone de su lado guiñándole un ojo.
El señor Wimmer tendrá unos sesenta y cinco años, y tiene la cara cubierta de pelos blancos y tiesos.
—Seguro que volveremos a tener nieve antes de que acabe la semana —repite, esperando que Frank se vaya.
Entonces éste se juega el todo por el todo.
—Discúlpeme, señor Wimmer…
Hace un momento aún no sabía cómo se llamaba, y el viejo le mira con asombro escandalizado.
—La señorita Holst y yo estábamos a punto de salir.
El señor Wimmer mira fijamente a la muchacha, seguro de que ella va a desmentirlo.
—Es verdad —dice ella, descolgando su abrigo—. Tenemos que hacer un recado.
Éste ha sido uno de sus mejores momentos. Los dos han estado a punto de soltar una carcajada. No eran más que dos niños que se ponen de acuerdo para gastar una broma… y precisamente el señor Wimmer, a pesar de que no lleva corbata y a pesar del botón de cobre que se superpone a su nuez, parece un maestro de escuela jubilado.
Sissy cierra la llave de la estufa. Vuelve atrás en busca de sus guantes. El viejo no se mueve. Parece como si, a modo de protesta, esté dispuesto a dejarse encerrar en el piso. Les ve bajar la escalera y no es posible que no haya sentido toda la juventud que había en sus pasos.
—Me gustaría saber si se lo dirá a mi padre.
—No se lo dirá.
—Sé que a papá no le gusta, pero…
—La gente nunca dice nada.
Lo afirma con seguridad porque es cierto, porque lo sabe por experiencia. ¿Acaso le ha denunciado Holst? Siente deseos de contárselo a Sissy, de enseñarle el revólver que aún lleva en el bolsillo. Se juega la vida llevando encima esta arma, y ella no sabe nada. Una vez en la calle, la joven le pregunta:
—¿Qué vamos a hacer?
Ha sido un momento verdaderamente extraordinario, algo inesperado: cuando él ha respondido al viejo vecino y ella ha descolgado el abrigo, cuando han pasado por delante de aquel individuo triste como una purga y han empezado a bajar la escalera como si se pusieran a bailar.
En aquellos instantes faltó poco para que ella no le hubiera cogido con toda naturalidad del brazo. Pero ya están en la calle y todo ha terminado. ¿Se da cuenta Sissy? No saben hacia dónde dirigirse. Afortunadamente, Frank ha hablado del cine. Dice con mucha más seriedad.
—En el Lido dan una buena película.
Está al otro lado de los puentes. No tiene ganas de tomar el tranvía con ella. No por su padre, sino porque no sabría cómo comportarse. Tienen que pasar por la antigua dársena. En los puentes el viento frío les impide hablar, y él no se atreve a ir del brazo de su compañera, aunque ella se apriete instintivamente contra él.
—Nosotros nunca vamos al cine.
—¿Por qué?
Lamenta haberlo preguntado. Evidentemente es demasiado caro. Y evocar el dinero de pronto le desazona. Para compensarlo, le gustaría invitarla a merendar en una pastelería. Aún hay algunas en las que, cuando conocen al cliente, le sirven todo lo que desea. Hasta sabe de dos casas en las que se baila, y sin duda a Sissy le encantaría bailar.
Seguramente no ha bailado nunca. Es demasiado joven. Antes de que empezara todo no era más que una niña. No ha probado todavía licores ni aperitivos.
Es él quien se siente incómodo. En la parte alta de la ciudad la hace entrar en el vestíbulo del Lido, donde ya han encendido la luz eléctrica, que ilumina precariamente.
—Dos entradas de palco.
Y al decirlo se sobresalta. Porque ha ido muchas veces a aquel lugar. Igual que sus amigos. Cuando salen con chicas toman un palco en el Lido, ya se sabe. Son muy oscuros, con tabiques lo suficientemente altos para que allí se pueda hacer casi todo lo que uno quiera. De esa manera ha proporcionado muchachas a Lotte más de una vez.
—¿Trabajas?
—El taller cerró la semana pasada.
—¿Te gustaría ganar dinero?
Sissy le sigue como las otras, impresionada por poder entrar en el cine donde hay calefacción, porque la guíe hasta un palco una acomodadora de uniforme que lleva un gorrito rojo en la cabeza, con la palabra LIDO en letras doradas.
Esto es lo que va a ponerle de mal humor: ella es como las otras. Se porta exactamente igual que las otras. En la oscuridad, se vuelve hacia él para sonreírle, porque es feliz de estar allí, porque le está agradecida, y no dice nada, apenas se estremece cuando él rodea con su brazo el respaldo de la butaca.
Aquel brazo no tardará en rodear sus hombros. Ella tiene los hombros delgados. Espera que él la bese, y Frank no lo ignora y lo hace como a pesar suyo. Ella no sabe besar. Mantiene la boca entreabierta, y produce una sensación de humedad un poco ácida. Al mismo tiempo Sissy aprisiona su mano en la suya y la aprieta con fuerza, manteniéndola así, como algo que hubiera conquistado.
¡Todas son iguales! Ella cree en eso. Le hace callar cuando él murmura algo a su oído, porque trata de entender la película, cuyo comienzo no han visto, y en determinados momentos sus dedos se crispan a causa de lo que sucede en la pantalla.
—Sissy.
—Sí.
—Mira.
—¿Qué?
—Lo que tengo en la mano.
Es el revólver, que brilla débilmente en aquel claroscuro. Ella se estremece, mira a su alrededor.
—¡Cuidado!
Le ha producido efecto, pero no parece muy sorprendida.
—¿Está cargado?
—Creo que sí.
—¿Ya lo has utilizado?
Él duda. Es sincero.
—Todavía no.
Luego, de pronto, aprovecha la ocasión para ponerle la mano sobre la rodilla y para levantarle un poco la falda.
Ella también le deja hacer, como las otras. Y entonces se apodera de él una sorda cólera, contra ella, contra sí mismo, contra Holst. ¡Sí, también contra Holst, aunque sería incapaz de decir por qué!
—¡Frank…!
Es ella quien acaba de pronunciar su nombre. O sea que lo sabía. Lo repite en el momento en que trata de apartarle la mano.
En este momento se ha acabado para él toda emoción. Está furioso. Hay imágenes que bailan, cabezas enormes que aparecen en la pantalla para luego desaparecer, blanco y negro, voces, música. Lo que quiere saber, lo que sabrá, haga lo que haga ella, es si es virgen, pues aún le queda esto por saber para aferrarse a Sissy.
Esto le obliga a besarla, y cada vez que la besa ella se abandona y languidece. Gana terreno en el muslo desnudo, donde una mano rechaza débilmente la suya, que sigue el surco de una liga.
Lo sabrá. Porque si ni siquiera es virgen, es Holst quien va a perderlo todo, quien se convertirá en un ser grotesco. Y también Frank. ¿A qué viene interesarse tanto por padre e hija?
La piel aún debe de ser muy blanca, como la de Minna. Una piel de pollo, según la expresión de Lotte. Muslos de pollo. Minna a estas horas estará desnuda en el cuarto, delante de un señor al que no conoce.
Está tibia. Él prosigue. Sissy no tiene ánimos para defenderse de continuo, y cuando pierde terreno sus dedos aprietan suavemente los de Frank, como si le suplicase.
Acerca sus labios a la oreja de él para balbucear:
—Frank…
Y por su manera de pronunciar el nombre, que él no ha necesitado decirle, se reconoce vencida.
Él hubiera supuesto por lo menos ocho días, y sin embargo ya estaba; sólo era una cuestión de centímetros, la carne era más suave, más cálida, muy húmeda.
Es virgen, y se paró en seco. Pero no sentía compasión. No estaba emocionado.
¡Como las otras!
Se da cuenta de que no es ella quien le interesa, sino su padre, y pensar en Holst es grotesco teniendo su mano donde la tiene.
—Me has hecho daño.
El dice cortésmente:
—Perdona.
Y de pronto volvía a mostrarse correcto, mientras que en la oscuridad, la cara de Sissy debía de expresar decepción. Si ella hubiese podido verle, aún hubiera sido peor. Cuando era correcto se convertía en terrible, tan sereno, tan frío, tan ausente que nadie sabía por dónde cogerle, e inspiraba miedo a la propia Lotte.
—¡Enfádate! —le decía exasperada—. ¡Grita, golpea, haz algo, cualquier cosa!
Sissy lo tenía mal. Ya no le interesaba. Durante los últimos días, al pensar en ella evocaba varias veces las parejas que se ven por la calle, cadera contra cadera, dándose besos cálidos e interminables por los rincones. Había creído sinceramente que esto podía ser exaltante. Un detalle, entre otros, siempre le había seducido: el vaho que sale de los labios de los dos, a la luz de un farol, cuando se acercan para besarse.
¡Mezclar el aliento de ambos!
—¿Y si fuéramos a comer algo?
Ella no iba a dejar de seguirle. Además, ¿cómo iba a rechazar la oferta de comer pasteles?
—Iremos a Taste.
—Dicen que está lleno de oficiales.
—¿Y qué?
Ella tenía que ir viendo que no era un jovencito cualquiera, una especie de primo con el que se intercambian cartitas de amor. Ni siquiera la dejaba ver cómo terminaba la película. Se la llevaba. Y al pasar delante de unos escaparates iluminados, él veía que Sissy le observaba a hurtadillas con una curiosidad ya respetuosa.
—Es caro —aún se atrevió a decir la muchacha.
—¿Y qué?
—No voy vestida para entrar en un sitio así.
También a eso estaba acostumbrado: aquellos abrigos demasiado cortos, demasiado estrechos, a los que se ha añadido un cuello con unas pieles de la madre o de la abuela. En Taste vería a otras vestidas de aquel modo. Hubiera podido responderle que siempre es así la primera vez que van las chicas.
—Frank…
Es una de las pocas puertas todavía rodeadas de luces de neón, de un azul muy suave. En el pasillo hay una mullida alfombra apenas iluminada, pero aquí la falta de luz no es pobreza; al contrario, es para presumir de ricos, y el portero con librea va tan bien vestido como un general.
—Entra.
Suben al primer piso. Una barra de cobre brilla entre cada escalón, y unos apliques eléctricos imitan velas. Entre dos misteriosas colgaduras, una joven tiende la mano para que Sissy le entregue su abrigo.
Y Sissy pregunta, resignada:
—¿Tengo que dárselo?
¡Como las otras! Frank está como en su casa. Sonríe a la chica del guardarropa, le da su abrigo, se detiene delante de un espejo para alisarse los cabellos con un peine.
Con su vestidito negro de punto, Sissy parece una huérfana cuando aparta una de las colgaduras y descubre una sala tibia y perfumada donde vibra una música suave y donde la piel de las mujeres rivaliza en brillo con los galones de los uniformes.
Ha habido un momento en que ella tenía ganas de llorar, y él se ha dado perfectamente cuenta.
¿Y qué?
Kromer llegó muy tarde al bar de Timo, a las diez y media, cuando hacía más de una hora que Frank le esperaba. Kromer había bebido, se ve enseguida por su piel demasiado tirante, por sus ojos más relucientes, por la brutalidad de sus gestos. Ha estado a punto de hacer caer la silla al sentarse. Su cigarro huele bien. Es un cigarro aún mejor que los que suele fumar, y no obstante siempre elige lo mejor que hay.
—Acabo de cenar con el general que tiene el mando de la ciudad —anuncia a media voz.
Después se calla, a fin de dar tiempo de apreciar el alcance de sus palabras.
—Quería devolverte la navaja.
—Gracias.
La coge sin mirarla y se la mete en el bolsillo. Está demasiado preocupado por sí mismo para pensar mucho en Frank, pero al acordarse de lo que se dijeron el día anterior pregunta por cortesía:
—¿La has utilizado?
Aquella noche, si Frank volvió al bar de Timo después de matar al suboficial, fue para enseñar a Kromer el revólver que acababa de conquistar. Se lo ha enseñado a Sissy. Estaría dispuesto a enseñarlo a muchas personas, y sin embargo, sin saber muy bien por qué, responde:
—No he tenido ocasión.
—Tal vez sea mejor así. Oye, ¿sabes dónde pueden encontrarse relojes?
Hable de lo que hable, Kromer siempre parece tratar asuntos importantes y misteriosos. No importa la gente con la que trata, con la que cena, con la que se bebe una botella. Casi nunca menciona nombres. Susurra:
—Alguien de muy arriba… ¿Me entiendes? Pero que de muy arriba…
—¿Qué clase de relojes? —pregunta Frank.
—Relojes viejos, si es posible. Necesitaría muchos. Montañas de relojes. No sabes para qué, ¿verdad?
Frank también bebe mucho. Todo el mundo bebe. Para empezar, por la simple razón de que se pasa la mayor parte del tiempo en lugares como el bar de Timo. Y en segundo lugar porque las bebidas de calidad son raras, difíciles de encontrar, carísimas.
Contrariamente de lo que le pasa a la mayoría, a Frank no se le pone brillante la piel, no habla en voz alta, no gesticula. Al contrario, está cada vez más pálido, de un color mate, sus rasgos se afilan, los labios se hacen tan delgados que acaban por ser como un plumazo en su rostro. Sus ojos se vuelven diminutos, con una llama dura y fría, como si estuviera odiando al género humano.
Lo cual tal vez sea cierto.
No le gusta Kromer. Y a Kromer tampoco le gusta él. A Kromer, que adopta fácilmente un aire cordial y de buen chico, no le gusta nadie, pero está dispuesto a halagar a las personas que le admiran; siempre lleva muchísimas cosas en los bolsillos, puros extraordinarios, mecheros, corbatas, pañuelos de seda que tiende negligentemente en el momento en que uno menos lo espera.
—Quédatelo.
Frank se fía más de Timo que de él. Además, ha notado que Timo tampoco tiene mucha confianza en Kromer.
Evidentemente, se dedica al mercado negro. A veces trafica con cosas conocidas, que él mismo cuenta en detalle porque necesita a los demás, y entonces les da una parte bastante buena de los beneficios. Frecuenta mucho a los ocupantes. Ésta es otra de sus actividades provechosas.
¿Hasta dónde llega exactamente? ¿Hasta dónde sería capaz de llegar, si se presentara el caso, estando en juego sus intereses?
Decididamente, Frank no le hablará del revólver. Prefiere ocuparse de los relojes, porque la palabra ha despertado en él ciertos recuerdos.
—Precisamente es el tipo del que acabo de hablarte, el general. ¿Sabes lo que hacía hace tan sólo diez años? Trabajaba como obrero en una fábrica de lámparas. Tiene cuarenta años y es general. Nos hemos bebido entre los dos cuatro botellas de champán. Enseguida me ha hablado de sus relojes. Los colecciona. Está loco por ellos. Asegura que ya tiene varios centenares. «En una ciudad como la suya», me ha dicho, «donde han vivido tantos burgueses, altos funcionarios y rentistas, deberían de encontrarse muchísimos relojes antiguos. Ya sabe a lo que me refiero: relojes de plata o de oro que tienen una o varias tapas. Algunos dan la hora. También los hay con personajillos que se mueven».
Mientras Kromer habla, Frank está viendo de nuevo los relojes del viejo Vilmos, vuelve a ver al viejo Vilmos, en aquel cuarto siempre medio a oscuras, sólo con unos rayos de sol que se filtran por entre las tablillas de las persianas, dando cuerda a los relojes uno a uno, acercándolos al oído, haciéndolos sonar, accionando minúsculos autómatas.
—Se le puede sacar lo que queramos —suspira Kromer—. Dada su posición, ya me entiendes… Ésa es su chifladura. Por ella pierde la cabeza. Ha leído en algún sitio que el rey de Egipto tiene la mejor colección de relojes del mundo, y daría cualquier cosa porque su país declarase la guerra a Egipto.
—¿Vamos a medias? —pregunta fríamente Frank.
—¿Sabes dónde encontrar relojes?
—¿A medias?
—¿Te he engañado yo alguna vez?
—No. Pero ahora necesitaría un coche.
—Eso es más difícil. Podría pedir uno al general, pero no sé si me conviene hacerlo.
—No. Un coche civil durante dos o tres horas.
Kromer no insiste en que le dé más detalles. En el fondo es mucho más prudente de lo que aparenta. Si Frank le propone conseguirle los relojes, prefiere no saber de dónde salen ni cómo va a obtenerlos.
Sin embargo, aquello le intriga. Lo que le intriga sobre todo es el mismo Frank; su manera de tomar una decisión, con tanta calma.
—¿Por qué no te llevas un coche cualquiera de la calle?
Naturalmente, sería lo más sencillo, y de noche: para los treinta kilómetros que tiene que recorrer, el riesgo es muy pequeño. Pero Frank no quiere confesar que no sabe conducir.
—Encuéntrame un cacharro con alguien de confianza y estoy casi seguro de conseguirte los relojes.
—¿Qué has hecho hoy?
—He ido al cine.
—¿Con una chica?
—Siempre lo mismo.
—¿Te la has trajinado?
Kromer es un vicioso. Siempre anda persiguiendo a chicas, sobre todo a las pobres, porque es más fácil, y las elige muy jóvenes. Adora hablar de ello, con las aletas de la nariz dilatadas, los labios gruesos, empleando las palabras más crudas, mencionando los detalles más íntimos.
—¿La conozco?
—No.
—¿Me la presentarás?
—Tal vez. Es virgen.
Kromer rebulle en su silla y moja en saliva el extremo de su cigarro.
—¿Te interesa?
—No.
—Entonces pásamela.
—Ya veremos.
—¿Es joven?
—Tiene dieciséis años. Vive con su padre. No te olvides del coche.
—Mañana te contesto algo. Ve a Leonard hacia las cinco.
Es el otro bar que frecuentan, en la parte alta de la ciudad, aunque Leonard, debido a la situación de su local, se ve obligado a cerrar a las diez de la noche.
—Cuenta lo que habéis hecho en el cine… ¡Timo!, una botella. Anda, cuéntanos.
—Siempre es lo mismo. La media, la liga, luego…
—¿Y ella qué decía?
—Nada.
Regresa a su casa. Con un poco de suerte, su madre habrá hecho que Minna duerma en el piso. No le gusta dejarlas sueltas los primeros días, porque hay algunas que ya no vuelven.
Irá a meterse en su cama, y en resumidas cuentas será como si se acostara con Sissy. A oscuras no notará ninguna diferencia.