Cuando se levantó Bertha, él se despertó a medias y abrió suficientemente los ojos como para ver grandes flores de escarcha en los cristales.
La rolliza muchacha se dirigió descalza al interruptor de la cocina, y dejó la puerta entornada, de modo que el cuarto sólo quedó iluminado por un reflejo. Y desde el fondo de la habitación él la oía mientras se ponía las medias, la ropa interior, el vestido, hasta que al fin salió cerrando la puerta. El próximo ruido provendría de la habitación de al lado, el atizador hurgando en la rejilla del hornillo.
Su madre sabía meterlas en cintura. Siempre quería que al menos una se quedara en la casa durante la noche. No por los clientes, porque desde las ocho de la tarde, cuando la puerta de abajo se cerraba, ya no subía nadie más. Sino porque Lotte necesitaba compañía. Y necesitaba sobre todo que la sirvieran.
—Yo ya pasé demasiada hambre cuando era joven y tonta, y ya es hora de que me entregue a la buena vida. Ahora me toca a mí.
Siempre era la más boba, la más pobre, la que se quedaba con ella, con el pretexto de que vivía demasiado lejos, que tenía el fuego encendido o había preparado una buena cena.
Para todas tenía la misma bata de algodón color violeta, que la mayoría de las veces les llegaba a los talones.
Tenían invariablemente entre dieciséis y dieciocho años. Con más edad Lotte ya no las aceptaba. Y salvo raras excepciones, nunca estaban allí más de un mes.
A los clientes les gustaba cambiar. Era inútil decírselo a las chicas por anticipado. Ellas se creían en su casa, sobre todo las que venían del campo, y casi siempre eran éstas las que se quedaban por la noche.
Lotte debía de ser como Frank, que sólo dormía a medias, consciente de la hora, del lugar en que se encontraba, de los ruidos del piso y de los ruidos de la calle. Por eso aguardaba maquinalmente el estruendo del primer tranvía, que se oía venir desde muy lejos en el helado vacío de las calles, y del que creía ver el enorme faro amarillo.
Luego, repentinamente, se oían chocar dos cubos de carbón. La mañana era lo más duro para la chica que se quedaba de guardia. Incluso hubo una que, a pesar de ser fuerte y de carne maciza, se fue a causa de esta pesada obligación. Había que bajar los tres pisos con los dos cubos de palastro negro, y luego descender un piso más hasta el sótano para subirlos llenos.
En la casa todo el mundo se levantaba temprano; era como una casa de fantasmas, porque, a fuerza de restricciones y cortes de corriente, la gente ya sólo usaba bombillas eléctricas demasiado débiles. Además, no había fuego; apenas se atrevían a usar un suspiro de gas para calentarse el café de bellotas.
Cada vez que salían con los cubos de carbón, Frank aguzaba el oído, y Lotte debía de hacer lo mismo en su cama.
En el sótano cada vecino tenía su carbonera, cerrada con un candado. Pero aparte de ellos ¿quién más tenía carbón y leña?
Cuando la muchacha volvía a subir con los cubos, los brazos tiesos, la cara congestionada, casi siempre había puertas que se entreabrían a su paso. Miradas duras se clavaban en ella, en sus cubos. Algunas mujeres intercambiaban reflexiones en voz alta. Una vez, un inquilino del segundo —que después fue fusilado, aunque no por esto— le volcó los dos cubos gruñendo: «¡Puta!».
Todos, de arriba abajo del cuartel —porque la casa se parecía a un cuartel—, iban arrebujados en sus abrigos, con dos o tres chalecos, y la mayoría con guantes. También los niños, que tenían que ir a la escuela.
Bertha había bajado. No tenía miedo. Era una de las pocas, quizá porque era fuerte y plácida, que había aguantado durante más de seis semanas.
Pero para el amor no valía nada. A veces prorrumpía en un rugido tan extraño que el hombre se quedaba a medio camino de su operación.
«¡Es como una vaca!», pensaba Frank.
Como pensaba, refiriéndose a Kromer: «Un torete».
Hubiera debido emparejarlos, Bertha encendía las estufas, incluso la del cuarto, dejando de nuevo la puerta de la cocina entornada. En aquella vivienda se encendían cuatro fuegos, más que en todo el resto de la casa, cuatro fuegos para ellos solos. ¿Quién sabe si un día la gente no iba a robarles un poco de calor pegándose a su pared en el pasillo?
¿Tendría Sissy Holst fuego?
Frank sabía lo que había en su casa; conocía la llamita azul que salía de la estufilla de gas, solamente entre las siete y las ocho de la mañana.
La gente se calentaba los dedos con una bolsa de agua. Y había quien ponía los pies o el vientre sobre la estufilla. Y todos cubiertos de andrajos, de todo lo que tenían para ponerse, cualquier cosa encima de cualquier cosa.
¿Sissy?
¿Por qué había pensado en Sissy?
En la casa de enfrente, más pobre que la suya porque era más vieja y ya en estado ruinoso, habían pegado papel de embalar sobre los cristales, para oponer algún obstáculo al frío, no dejando más que unos agujeritos en el papel para la luz y para mirar hacia afuera.
¿Veían al Eunuco? ¿Se había descubierto ya el cadáver?
No habría revuelo. Estas cosas nunca causaban revuelo. Muchos ya se habían ido a su trabajo, las mujeres salían para ir a hacer cola.
De no ser por una patrulla improbable —casi nunca pasaban por la calle Verde, que no conduce prácticamente a ninguna parte—, los primeros, los más madrugadores, habrían visto el bulto oscuro sobre la nieve, y habrían apretado el paso dirigiéndose hacia la parada del tranvía.
Los otros, ahora que ya había amanecido, debían de distinguir el color del uniforme. Y eso aún les haría tener más prisa por alejarse de allí.
Sería uno de los porteros. Porque son como una especie de funcionarios. No pueden excusarse diciendo que no han visto nada. Tienen un teléfono a su disposición en el pasillo de su inmueble.
De la cocina salía un olor a astillas ardiendo. Luego hubo aludes de cenizas en las otras estufas, y por fin la música del molinillo de café.
Bertha era como un pobre animal grasiento. Hace un instante, de pie y descalza sobre la alfombrilla, se frotaba todo el cuerpo para borrar los pliegues que habían dibujado en su piel las sábanas. No se había puesto las bragas. Sudaba. Debía de estar hablando sola. Dos meses atrás, a aquella hora daba de comer a las gallinas, y sin duda les hablaba en un lenguaje que ellas podían comprender.
Una y otra vez, el tranvía, su brusco parón en la esquina de la calle, donde escupía arena sobre los raíles para frenar. Todo el mundo estaba acostumbrado a aquello, y no obstante se quedaban como en suspenso, esperando que volviese a arrancar con su ruido de chatarra.
¿Cuál de los porteros había sentido el miedo suficiente como para telefonear a las autoridades? Todos los porteros tienen miedo. Es su oficio. A éste se le adivina gesticulando ante dos o tres coches llenos de ocupantes.
Hubo un tiempo en que hubieran cercado el barrio y registrado las casas una a una. Pero esto ya pasó. También lo de los rehenes. Diríase que los hombres se han hecho filósofos a ambos lados de la barrera. Pero ¿existe aún alguna barrera?
Se salvarán las apariencias.
Aquel gordo vicioso ha muerto. ¿A ellos qué puede importarles? Seguro que sabían mejor que nadie lo que valía. La desaparición del revólver les inquietará más, porque a quien lo ha cogido podría ocurrírsele la idea de disparar contra ellos.
En resumidas cuentas, también tienen miedo. Todo el mundo tiene miedo.
Dos, tres coches pasan y vuelven a pasar. Hay otro que va de casa en casa.
Para cubrir las apariencias. No pasará nada.
A menos, claro está, que Holst decida hablar. Pero Holst no hablará. Frank confia en él.
¡Eso es! Ésta es la explicación. Quizá no sea el término exacto, pero da cierta idea de lo que pensó confusamente el día anterior: confía en él.
Holst debe de estar durmiendo. No. A esta hora ya se ha levantado, tiene que bajar a la calle, porque, cuando no tiene servicio es él quien hace cola.
Para comprar ciertas cosas, en casa de Lotte también hacen cola; es decir, envían a una de las chicas. Para otras no. Hay productos por los que vale la pena molestarse, incluso personas como ellos.
Todas las puertas interiores están abiertas. La estufa de la cocina irradia su calor por todas las habitaciones, hasta el punto de que en el fondo sería suficiente con ella; luego se va esparciendo el olor a auténtico café.
Al otro lado de la cocina, con salida al rellano, justo a la izquierda de la escalera, está el salón de manicura, donde hay una estufa siempre encendida.
Y cada estufa, cada fuego, tiene un olor característico, tiene su propia vida, su manera de respirar, sus ruidos más o menos incongruentes. La del salón huele a linóleo, evoca una estancia con muebles encerados, piano de cola, con bordados y labores de ganchillo sobre las mesitas y en los brazos de los sillones.
—Los más viciosos —asegura Lotte— son los burgueses. Y a los burgueses les gusta hacer sus cochinadas en un ambiente que les recuerde su casa.
Por eso las dos mesitas de manicura son minúsculas, por así decirlo, invisibles. En cambio Lotte enseña a las chicas a tocar el piano con un dedo.
—Como sus hijas, ¿comprendes?
La habitación, la habitación grande, como se la llama, en la que Lotte duerme en aquellos momentos, está como acolchada de tapices, colgaduras y pequeñas labores manuales.
Lotte también suele decir:
—¡Si pudiera poner en alguna parte el retrato de su padre, de su madre, de su mujer y de sus hijos, me haría millonaria!
¿Se han llevado ya por fin al Eunuco? Es probable. Las idas y venidas de los coches han cesado.
Gerhardt Holst, con su larga nariz azulada por el frío, en la mano una bolsa de malla, debe de estar inmóvil y digno en alguna cola del barrio. Hay gente que acepta esto, otros no lo aceptan. Frank no lo ha aceptado. Por nada del mundo se conformaría con estar en una cola.
—Hay otros… —le dijo una vez su madre, que le juzga demasiado orgulloso.
¿Es posible imaginar a Kromer haciendo cola? ¿Y a Timo? ¿O a Fulano o Mengano?
¿Tiene carbón Lotte? Hace un momento, cuando se ha levantado, lo primero que ha hecho ha sido hablar de cosas de cocina.
—¡En mi casa se come! —contestó una vez a una chica que nunca se había prostituido, y que le preguntaba cuánto iba a ganar.
Y es verdad. Se come. No comen: se atracan. Se atracan desde la mañana a la noche. Siempre hay algo de comer sobre la mesa de la cocina, y con los restos se podría alimentar a una familia entera.
Ha llegado a ser una especie de juego procurarse los platos más difíciles de conseguir; los que contienen más materias grasas o los comestibles más inencontrables. Es un deporte.
—¿Tocino? Ve a ver a Kopotzki de mi parte. Dile que yo le daré azúcar.
¿Y si añadieran champiñones?
—Coges el tranvía y entras en Blang. Dile que…
Cada comida es una apuesta. Una apuesta y un desafío, porque toda la casa recibe los efluvios de cocina que se filtran por las cerraduras, por debajo de las puertas. Poco falta para que las dejen abiertas. Y mientras tanto, los Holst se contentan con un hueso acompañado de nabos hervidos.
¿A qué viene ahora pensar una y otra vez en los Holst? Se levanta. Ya está cansado de estar en la cama. Entra en la cocina frotándose los ojos turbios. Son las once. Ha llegado una chica a la que no conoce, una nueva, con el aire modoso y un aspecto correcto, que aún no se ha quitado el sombrero y que lleva una blusa blanca de señorita.
—Coge todo el azúcar que quieras —le dice Lotte, que está sentada, en bata, con los codos sobre la mesa, bebiéndose el café con leche a sorbitos.
Siempre se repite lo mismo. Hay que domesticarlas. Al principio no se atreven. Miran los terrones de azúcar como si fueran objetos preciosos. Y lo mismo ocurre con la leche, con todo. Pero al cabo de un tiempo no queda más remedio que ponerlas en la puerta porque desvalijan los armarios. Claro que también las pondrían en la puerta igualmente.
Son modosas. Juntan las rodillas al sentarse. La mayoría llevan traje sastre, como Sissy, falda de color oscuro y blusa clara.
—¡Ojalá no cambiasen!
Así es como les gusta a los clientes.
Nada de ese aspecto descuidado de las mañanas, por ejemplo. Aunque, ¿quién sabe? Todo el mundo está allí, en familia, antes de lavarse, relucientes, tomando café, comiendo lo que cada cual quiere, fumando un cigarrillo y holgazaneando.
—¿Me plancharás el pantalón? —pregunta Frank a su madre.
Y como el enchufe está en el salón, Lotte instala allí una tabla de planchar entre dos sillones.
¿Y el Eunuco?
Sin duda han sido unos vecinos que han sentido miedo, todos los que han visto el cadáver aquella mañana en la nieve, y que por eso ya no tendrán la conciencia tranquila durante todo el día.
A Frank sólo le preocupa el revólver. Hacia las nueve se ha levantado un momento con la idea de sacarlo del bolsillo de su abrigo y ocultarlo en algún lugar.
Pero ¿dónde esconderlo? ¿Y esconderlo de quién?
Bertha es demasiado blanda, demasiado floja para revelar cualquier cosa, de no ser que intervenga alguna tontería.
La otra, la chiquita del traje sastre de la que aún no conocía el nombre, callará porque es nueva, porque está en la casa de ellos, porque tiene hambre.
En cuanto a su madre, no le preocupa. Él es el jefe. Por mucho que ella diga, por mucho que a veces se rebele, sabe que no tiene nada que decir y que siempre acabará haciendo lo que Frank quiera.
No es alto. Más bien es bajo. Hubo una época —pero de eso hace ya mucho tiempo— en que llevó tacones altos, casi tacones de mujer, para aparentar una mayor estatura. Tampoco está grueso, pero sí fornido, con los hombros muy anchos.
Su piel es clara, como la de Lotte, los cabellos rubios, los ojos entre azules y grises.
¿Por qué, si todavía no ha cumplido los diecinueve años, las chicas le tienen miedo? En algunas ocasiones podría pasar por un niño. Probablemente podría ser tierno si se lo propusiese. Pero no se toma esa molestia.
Y lo que más sorprende a su edad es su calma. Cuando era muy pequeño y apenas sabía andar, con una cabezota llena de rizos, ya se decía de él que parecía un hombre en miniatura.
No se agita. No gesticula. Raras veces se le ve correr, raras veces se le ve enfadado, y aún es más raro que levante la voz.
Una de las chicas de la casa, a cuya cama iba Frank a menudo, le cogía la cabeza entre las manos y le preguntaba por qué estaba siempre tan triste.
Se negaba a creerle, cuando él le respondía en un tono seco, haciendo que ella le soltara:
—No estoy triste. En mi vida he estado triste.
Tal vez fuese verdad. No estaba triste, pero no sentía la necesidad de reír ni de bromear. Permanecía siempre impasible, y era esto sin duda lo que desconcertaba a la gente.
Así, también ahora, al pensar en Holst, está completamente impasible. No siente la menor inquietud. Quizá tan sólo un poco de intriga.
Aquí se toma café con azúcar y crema de leche de verdad, se unta el pan con mantequilla, confitura o miel. El pan es casi blanco, como el que, en todo el barrio, sólo podría encontrarse en el bar de Timo.
¿Qué es lo que comen enfrente? ¿De qué se alimenta Gerhardt Holst? ¿Qué come su hija Sissy?
—Casi no has desayunado —observa Lotte, que, como de costumbre, se ha atiborrado de comida.
En otros tiempos, cuando los otros comían, pasó tanta hambre que siempre tiene miedo de que su hijo no coma lo suficiente, y si por ella fuera le cebaría como a una oca.
No tiene ánimos para vestirse. Además, a aquella hora no hay nada que hacer en la calle. Holgazanea. Mira a Lotte, que plancha su pantalón cuidadosamente, y que con la punta de sus pintadas uñas hace saltar algunas manchas. Luego sigue con la mirada a la recién llegada. Ve cómo alinea sobre la mesita los instrumentos de manicura que aún no sabe utilizar.
Sobre su nuca todavía delgada, en su piel muy fina, que le recuerda a la de un pollo, crece un leve vello que a veces trata de recogerse con un gesto maquinal.
Sissy hace a menudo lo mismo cuando baja o sube por la escalera.
Tal como ya le ha enseñado Lotte, le llama señor Frank. Él, por cortesía, le pregunta cómo se llama.
—Minna.
La falda que lleva es de buena hechura, el tejido parece casi nuevo, y parece limpia. ¿Ya ha hecho el amor? Es probable, de lo contrario no hubiese ido a parar a casa de Lotte. Pero seguramente aún no lo ha hecho por dinero, con cualquiera.
Dentro de poco, cuando haya un cliente, él se subirá a la mesa de la cocina. Está seguro de que una vez en combinación se volverá hacia la pared y se entretendrá mucho con los tirantes antes de quedarse desnuda.
Sissy está al otro lado del rellano. En el lugar donde desemboca la ancha escalera se abren dos puertas, una a la derecha y otra a la izquierda, antes de llegar al pasillo al que dan otras. Algunos inquilinos ocupan todo un piso, otros solamente un cuarto, y aún hay tres plantas más sobre sus cabezas. Se oye sin cesar a gente que sube y que baja. Las mujeres llevan las bolsas de la compra, paquetes, y cuanto más tiempo pasa más les cuesta subir aquellas escaleras; hay una, de no más de treinta y tantos años, que días atrás se desmayó sobre los escalones.
Frank nunca ha entrado en casa de Holst. Conoce algunos interiores, porque algunos vecinos dejan a veces la puerta abierta; hay mujeres que hacen la colada en el pasillo, aunque el propietario lo tenga prohibido.
Durante el día en todas partes reina una luz demasiado cruda, que parece helada, porque las ventanas son altas y anchas, el hueco de la escalera y los pasillos están pintados de blanco, y la nieve de fuera reverbera en toda la casa.
—¿Nunca ha aprendido a tocar el piano? —pregunta Lotte a la nueva.
—Sé tocarlo un poquito, señora.
—Bueno, pues tóquenos algo.
Aquella noche Lotte la tuteará, pero siempre empieza por tratarlas de usted.
Lotte tiene el pelo de un rubio rojizo, sin una cana; su cara sigue siendo joven. Si no comiese tanto, si se cuidara para no engordar, sería muy guapa, pero se ríe de la línea, diríase que, al contrario, está contentísima de engordar; sin duda lo hace adrede, porque siempre deja que la bata se entreabra permitiendo ver dos pechos muy fuertes, muy suaves, que tiemblan a cada movimiento.
—Ya tienes el pantalón planchado. ¿Sales?
—Aún no lo sé.
A veces de buena gana se quedaría durmiendo durante todo el día. Pero no es posible, porque hay que limpiar los cuartos, y a veces a las doce ya llama un cliente. Raras veces se ve con los amigos antes de las cinco. Todos a los que conoce no empiezan realmente a vivir hasta que el día se acaba, por lo que durante horas y horas se dedica a holgazanear.
A menudo, todavía en bata, sin haberse peinado ni lavado, se queda en la cocina, con los pies sobre la puerta del homo, o metidos en el horno, leyendo cualquier libro, y si se le antoja se sube a la mesa cuando oye voces en el cuarto.
Hoy, sin ser demasiado consciente de ello, no pierde de vista a la nueva que toca el piano, y que no lo hace mal. Pero en realidad no es en ella en quien piensa. Su pensamiento vuelve una y otra vez a Holst, a Sissy, y eso le pone de mal humor. No le gusta que una idea le persiga como una mosca antes de la tormenta.
—Han llamado, Frank.
El piano casi no ha dejado oír el timbre. Lotte guarda la tabla y la plancha, comprueba que todo está en orden y dice a Minna:
—Continúe.
Luego entreabre la puerta, reconoce al visitante, murmura sin entusiasmo.
—Ah, es usted, señor Hamling. Pase. Déjenos, Minna.
Y con la bata en una mano, ofrece una silla al visitante.
—Siéntese. Tal vez debería quitarse los chanclos.
—No puedo quedarme mucho tiempo.
Minna va a reunirse con Frank en la cocina. Al lado, Bertha hace la cama. La nueva está nerviosa, inquieta.
—¿Es un cliente? —pregunta.
—Es el inspector en jefe de policía.
Ella aún se asusta más, pero Frank permanece tranquilo, un poco desdeñoso.
—No tenga miedo. Es un amigo de mi madre.
Casi es verdad. Conoció a Lotte tiempo atrás, cuando ella era una jovencita. ¿Hubo algo entre ellos? Es posible. En cualquier caso, ahora es un hombre de unos cincuenta años, corpulento, sin grasa. No debe de estar casado. Si lo está, nunca habla de su mujer y no lleva alianza.
En el barrio todo el mundo le teme, excepto Lotte.
—Puedes entrar, Frank.
—Buenos días, señor inspector.
—Buenos días, Frank.
—¿Por qué no sirves una copa al señor Hamling? Yo también tomaría una.
Las visitas del inspector en jefe siempre son iguales. Al entrar parece de veras que sólo quiere hacer una visita de vecino, de amigo. Acepta la silla que le tienden, la copa que le ofrecen. Se fuma su cigarro, se desabrocha el grueso abrigo negro, lanza un leve suspiro de satisfacción, como un hombre que está encantado de estar en una casa bien caldeada, de tener un momento de descanso en un ambiente cómodo y simpático.
Siempre parece que va a decir algo, hacer una pregunta. Al principio Lotte estaba convencida de que estaba tratando de saber lo que pasaba en aquella casa.
Aunque tiempo atrás se hubieran conocido, se perdieron de vista durante años, y él no deja de ser inspector de policía.
—Es bueno —afirmó, dejando sobre una mesilla su vaso de alcohol.
—Es el mejor que se puede encontrar hoy en día.
Luego se hace el silencio, y el silencio no pone nervioso a Kurt Hamling. Tal vez lo haga adrede, porque sabe que esto desorienta a los otros, sobre todo a Lotte, que sólo calla cuando tiene la boca llena.
Mira tranquilamente el piano abierto, de un aire tan cándido, las dos mesitas con los estuches de manicura. Ha visto a Minna salir del cuarto para ir a la cocina y ha debido de comprender que era una nueva. Desde el rellano ha oído el piano.
¿Qué piensa? Nadie lo sabe. Muchas veces ha sido tema de conversación.
Es inevitable que esté al corriente de la actividad de Lotte. Una vez se presentó a primera hora de la tarde —fue la única vez, cuando había un cliente en el cuarto—. Desde el salón se oían ruidos que no podían engañar a nadie.
Con el pretexto de vigilar su guiso, Lotte fue a la cocina para decir al hombre que no saliese hasta que ella le hiciera una señal.
Esta vez, excepcionalmente, Hamling se quedó dos horas, sin razón, sin excusa, siempre como si estuviera haciendo una visita de cortesía.
¿Acaso conoce a Minna? ¿O la muchacha tiene unos padres que han avisado a la policía?
Lotte es todo sonrisas. Frank, por el contrario, le mira duramente, sin tratar de ocultar su falta de simpatía. Hamling tiene los rasgos duros, el cuerpo duro; es un hombre de piedra, y aún es más sorprendente el contraste con sus ojillos chispeantes de ironía. Siempre parece estar burlándose de uno.
—Parece que hoy esos señores han tenido trabajo en esta calle.
Frank no se inmuta. Su madre apenas puede evitar mirarle, como si comprendiese que su hijo tiene algo que ver con todo aquello.
—Un suboficial gordo ha sido asesinado cerca de la curtiduría, a cien metros de aquí. Ha pasado la noche en la nieve. Salía del bar de Timo.
Todo eso lo dice como casualmente. Vuelve a coger la copa, que calienta en el hueco de la mano, y en la que moja los labios con lentitud.
—Yo no he oído nada —dice Lotte.
—No ha habido tiros. Han utilizado una navaja. Ya han detenido a alguien.
¿Por qué Frank piensa inmediatamente?: «¡Holst!».
Es estúpido. Sobre todo porque no tenía nada que ver con el conductor de tranvías.
—Usted debe de conocerle, Frank, es un chico de su edad que vive con su madre en esta casa. En el primer piso, al fondo del pasillo a la izquierda. Es violinista.
—Alguna vez me he cruzado con un joven que lleva un estuche de violín.
—No me acuerdo de cómo se llama. Asegura que no ha salido de su casa en toda la noche, y su madre, claro está, lo afirma. También dice que nunca ha puesto los pies en el bar de Timo. A nosotros eso no nos concierne. Son esos señores los que se ocupan de la investigación. Yo sólo he oído decir que el violín le servía de pretexto, que la caja negra que siempre llevaba bajo el brazo solía contener documentos. Parece ser que pertenecía a un grupo armado de terroristas.
¿Por qué Frank iba a poner la menor objeción? Enciende un nuevo cigarrillo.
—Parecía tuberculoso —dice.
Es cierto. Varias veces se había cruzado en la escalera con un joven alto y flaco, siempre vestido de negro, con un abrigo demasiado delgado y un estuche de violín bajo el brazo. Siempre estaba pálido, con manchas rojas bajo los ojos, una boca demasiado roja, y a veces se paraba en un peldaño para toser hasta quedarse sin aliento.
Hamling ha dicho terrorista, como los ocupantes. Otros emplean la palabra patriota. Eso no significa nada. Sobre todo cuando se trata de un funcionario. Es muy difícil adivinar lo que piensa.
¿Es que Kurt Hamling les desprecia, a su madre y a él? No a causa de las chicas, eso no le interesa. Sino a causa de lo demás, del carbón, de sus relaciones con un montón de gente, a causa de los oficiales que frecuentan la casa…
Suponiendo que Hamling quisiera hacer algo contra Lotte, ¿qué pasaría? Lotte acudiría a ciertos personajes de la policía militar que ella conoce, o bien Frank hablaría del asunto con Kromer, que tiene buenos contactos.
Finalmente, esos señores convocarían al inspector en jefe y le ordenarían que no hiciese nada.
En el fondo, ése es el motivo por el que Lotte ya no tiene miedo. ¿Lo sabe Hamling?
Toma asiento en su casa, se calienta en su estufa, acepta beber su alcohol.
¿Y Holst?
De algunos vecinos se sabe exactamente lo que piensan. La mayoría detestan y desprecian a Frank y a su madre. Algunos labios se curvan de cólera a su paso.
Unos, sencillamente porque Lotte tiene carbón y come. Tal vez éstos harían lo mismo si pudieran. Otros, sobre todo mujeres de cierta edad o padres de familia, a causa de su oficio.
Pero hay también algunos cuyo caso es diferente. Frank lo sabe, lo adivina. Y éstos son precisamente los que menos manifiestan sus sentimientos. Ni siquiera le miran, fingiendo, como por pudor, ignorar su presencia.
¿Es de ésos Holst? ¿Acaso pertenece, lo mismo que el joven del violín, a una organización terrorista?
No es probable. Frank lo pensó alguna vez, debido a su calma, a su aparente serenidad. Y también porque no es un verdadero conductor de tranvías, porque se ve que es un intelectual. Tal vez era profesor y le han despedido por sus ideas. O ha dejado voluntariamente aquel trabajo para no enseñar algo que contradice sus convicciones.
Fuera de sus horas de trabajo no sale a la calle, si no es para hacer cola. Nadie les visita.
¿Sabe ya que el violinista ha sido detenido? Es inevitable que acabe por enterarse. El portero, que está al corriente, se lo dirá a todos los vecinos, excepto a Lotte y a su hijo.
Y Hamling sigue allí sin decir nada más, pensativo, fumándose su cigarro y expulsando el humo ante sí en pequeñas bocanadas.
Aunque sepa o sospeche algo, ¿qué puede importarle a Frank? No se atreverá a hablar.
El que cuenta es Gerhardt Holst, que ya debe de haber vuelto de la compra, y que se ha encerrado con Sissy en el piso de enfrente.
¿Algunas verduras, nabos, tal vez un pedacito de tocino rancio, como el que distribuyen muy de tarde en tarde?
No ven a nadie, no hablan con nadie. ¿Qué pueden decirse los dos?
Y Sissy espía a Frank, levanta la cortina para ver cómo se aleja por la calle, entreabre su puerta cuando le oye silbar por la escalera.
Hamling suspira y se pone en pie.
—¿Una copita más?
—Gracias. Tengo que irme.
De la cocina sale un olor muy bueno que él aspira maquinalmente al salir, y aquel olor se desliza tras él por el pasillo, quizá penetre en casa de los Holst por debajo de la puerta.
—¡Es un viejo idiota! —dice Frank tranquilamente.