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De no ser por un hecho fortuito, aquella noche el gesto de Frank Friedmaier sólo habría tenido una importancia relativa. Evidentemente, Frank no había previsto que su vecino Gerhardt Holst fuera a pasar por la calle. Pero bastó con que pasara Holst por allí y le reconociera para que todo fuese distinto. No obstante, Frank acabó aceptando también eso y todo lo que sucedió después.

Ésta es la razón por la cual lo que sucedió aquella noche cerca del muro de la curtiduría no se pareció en nada, por lo que respecta al presente y al futuro, al hecho de perder la virginidad.

Porque en eso pensaba Frank al principio, que iba a perder su virginidad, y esta comparación le divertía y a la vez le irritaba. Fred Kromer, su amigo —hay que decir que Kromer tenía veintidós años—, ya había matado a un hombre una semana antes, precisamente al salir del bar de Timo, donde Frank estaba unos minutos antes de ir a pegarse al muro de la curtiduría.

¿Acaso el muerto de Kromer podía contar para algo? Kromer se dirigía hacia la puerta abrochándose la pelliza, dándose importancia, como de costumbre, con un ostentoso puro entre sus gruesos labios. Estaba reluciente. Como siempre. Tenía una piel gruesa como la de ciertas naranjas, y esa piel parecía rezumar.

Alguien le había comparado con un torete que nunca está del todo satisfecho. En cualquier caso, su cara maciza y brillante, sus ojos húmedos, aquellos labios hinchados hacían pensar en algo sexual.

Un hombrecillo flaco, un poco pálido y febril como tantos otros, sobre todo de noche, había aparecido incongruentemente cortándole el paso —al verle, nadie hubiera supuesto que tenía suficiente dinero como para ir a beber al bar de Timo— y empezó a hacerle reproches, cogiéndole por la solapa de piel.

¿Qué era lo que le había vendido Kromer y le tenía tan descontento?

Kromer siguió adelante, muy digno, chupando su cigarro. El otro, el mal alimentado, tal vez porque iba con una mujer con la que quería lucirse, le siguió por la misma acera en la que había empezado a increparle.

En la calle de Timo la gente no se sorprende demasiado por los gritos. Las patrullas pasan por allí lo menos posible. Pero, claro, si un coche de los de la policía hubiera pasado por las cercanías, no habría tenido más remedio que acudir a ver qué pasaba.

—¡Vete a dormir! —le dijo Kromer a esa especie de gnomo, pues tenía una cabeza demasiado grande para su cuerpo, y una pelambrera de color rojo vivo.

—No sin que hayas oído lo que tengo que decirte.

Si hubiera que escuchar todo lo que la gente nos quiere decir, al cabo de cuatro días uno estaría entre rejas.

—¡Vete a dormir!

Tal vez el pelirrojo había bebido demasiado. Tenía más bien la expresión de un tipo que se droga. Quizá fuera Kromer quien se la proporcionaba y era demasiado adulterada. Qué más da.

Kromer, en medio del asfalto, negro entre dos bancos de nieve, se sacó el puro de la boca con la mano izquierda. Golpeó con el puño derecho una sola vez. Y entonces se vieron dos piernas y dos brazos en el aire, literalmente como un títere; luego el bulto negro fue a incrustarse en el montón de nieve que bordeaba la acera. Lo más curioso es que llevaba sobre sus hombros una piel de naranja, algo que sin duda no hubiera podido encontrarse en toda la ciudad, excepto delante del bar de Timo.

Timo salió en mangas de camisa, sin gorra, como solía ir en su bar. Palpó el títere y adelantó un poco el labio inferior.

—Éste ya no se levanta —gruñó—. Antes de una hora estará tieso.

¿Mató Kromer al pelirrojo de un puñetazo? Parece que sí. El tipo no iba a llevarle la contraria, porque, haciendo caso a Timo, que nunca pierde el tiempo, fueron a arrojarlo a doscientos metros de allí, en la antigua dársena en la que se vacían las alcantarillas para impedir que se hiele el agua.

De este modo, Kromer puede afirmar que mató al hombre. Quizá también Timo tenga que ver algo con ello, aunque el títere, que se han visto obligados a lanzar una vez más al aire para arrojarlo por encima de un murete de ladrillo, aún no estuviese completamente muerto.

La prueba de que Kromer no considera el hecho como algo serio es que sigue contando la historia de la chica estrangulada. La única diferencia es que eso no sucedió en la ciudad o en algún lugar que los demás conozcan. No hay pruebas. Y por eso mismo todo el mundo puede presumir de cualquier cosa.

—Tenía los pechos muy grandes, chata, con los ojos claros… —dijo.

En esto no había variaciones. Pero cada vez añade detalles.

—Fue en una granja.

Bueno. Pero ¿qué hacía Kromer en una granja, él, que nunca ha sido soldado y que detesta el campo?

—Habíamos hecho el amor sobre la paja, y las briznas de paja no dejaban de hacerme cosquillas y me habían puesto de mal humor.

Kromer cuenta esta historia dando caladas al cigarro y mirando fijamente ante sí, con un aire ausente, como por modestia. Hay también otro detalle que siempre es el mismo. Una frase de la mujer: «Ojalá ahora me estés haciendo un niño».

Asegura que fue esta frase el origen de todo, que la idea de tener un hijo de aquella mujer tonta y sucia que tenía la sensación de amasar como si fuera pasta le pareció grotesca, inaceptable.

—Completamente in-a-cep-ta-ble.

Y que ella estaba cada vez más tierna y pegajosa.

Y que incluso, sin tener que cerrar los ojos, podía ver una cabeza monstruosa, rubia y pálida, sin rasgos, que era su hijo y el de la muchacha.

¿Sería porque Kromer era moreno, duro como un árbol?

—Sentí asco —concluyó, dejando caer la ceniza de su puro.

Es muy listo. Sabe los gestos que hay que hacer. Hay tics que le hacen parecer interesante.

—Me pareció más seguro estrangular a la madre. Era la primera vez. Pues, bueno, es muy fácil. No impresiona en absoluto.

Kromer no era el único. En el bar de Timo, ¿quién no ha matado al menos una vez? En la guerra o en otra ocasión. O lo ha denunciado, que es más fácil. Ni siquiera se necesita firmar con el propio nombre.

Timo, que no presume de ello, ha debido de matar a muchísima gente, de lo contrario los ocupantes no dejarían que su bar estuviera abierto toda la noche sin ir a ver qué es lo que pasa allí. Aunque los postigos siempre están cerrados, aunque haya que meterse en el callejón y darse a conocer a través de la puerta, no son tan tontos como para no saberlo.

¿Qué ocurre pues? Para Frank dejar de ser virgen, tiempo atrás, no tuvo mucha importancia. Porque vivía en un ambiente propicio. Para otros es toda una historia que años después aún siguen contando con adornos, como hace Kromer con lo de la chica estrangulada en la granja.

A los diecinueve años Frank ha matado a su primer hombre, y no ha sido algo más impresionante que cuando dejó de ser virgen. Únicamente le ha sucedido lo mismo, no ha sido premeditado: se ha encontrado haciéndolo. Diríase que hay momentos en los que es a la vez indispensable y natural tomar una decisión que en realidad hace ya mucho tiempo que se tomó.

Nadie le había empujado a ello. Nadie se había reído de él. Además, sólo los imbéciles se dejan impresionar por los compañeros.

Hacía semanas, tal vez meses, que se decía a sí mismo, porque se sentía como en una especie de inferioridad:

—Tendré que probar.

No en una riña. Eso no va con él. Para que cuente es indispensable que sea algo hecho a sangre fría.

Y la ocasión se acababa de presentar. ¿Porque estaba al acecho y eso fue lo que le proporcionó la ocasión?

Estaban en el bar de Timo, sentados a su mesa, cerca del mostrador. Allí estaba Kromer, con su pelliza siempre puesta, incluso en los lugares más calurosos. Y por supuesto con su cigarro. Y su piel reluciente. Y sus ojos enormes, que tienen, la verdad, algo de bovino. Kromer debe de creerse de una sustancia diferente a la del resto del mundo, porque no se toma la molestia de guardar los billetes grandes en una cartera, sino que se los mete en los bolsillos a fajos y muy arrugados.

Con Kromer hay un tipo, al que Frank no conocía, un tipo de otro lugar que dijo al momento, a manera de presentación:

—Llamadme Berg.

Debe de tener al menos cuarenta años. Es frío, secreto. Es alguien. La mejor prueba es que Kromer casi se muestra humilde con él.

Le contó la historia de la chica estrangulada, sin insistir, como si dijera que tenía poca importancia, que era como una broma, de pasada.

—Mira, Frank, la navaja que mi amigo acaba de darme.

Y la navaja, como una joya que luce más al sacarse de un precioso estuche, aún adquiría más prestigio al extraerse de la cálida pelliza y exhibirse sobre el mantel a cuadros de la mesa.

—Palpa el filo.

—Sí.

—¿Puedes leer la marca?

Era una navaja fabricada en Suecia, una navaja de muelles, con tal pureza de líneas y con tal «brío», que daba la impresión de que la hoja tendría inteligencia propia para abrirse camino en la carne.

Ante eso Frank dijo, avergonzado del tono infantil que adoptaba sin quererlo:

—Préstamela.

—¿Para qué?

—Para nada.

—Estos juguetes no son para no hacer nada.

El otro personaje sonreía, con una sonrisa un poco protectora, como si escuchase las bravatas de dos chiquillos.

—Préstamela.

No para no hacer nada, desde luego. Sin embargo, eso aún no lo sabía. Fue en aquel instante cuando vio en la mesa del rincón, bajo la lámpara con pantalla de seda malva, a aquel gordo suboficial, ya de color carmesí —violeta a causa de la luz—, que se quitaba el cinturón y lo dejaba entre los vasos.

A aquel suboficial todos le conocían. Era casi una mascota, una especie de animal doméstico que tenían la costumbre de ver en su lugar. Era el único de los ocupantes que acudía regularmente al bar de Timo sin esconderse, sin tomar precauciones, sin recomendar discreción.

Debía de tener un nombre. Aquí se le llamaba el Eunuco. Porque era gordo, tan gordo que se le veía embutido en su uniforme, y la carne le formaba pliegues en la cintura y bajo los brazos. Recordaba a una matrona que se desnuda y cuyo corsé ha dejado sus huellas en las carnes fofas. Se formaban otros pliegues en la nuca y bajo la barbilla, y sobre su cráneo revoloteaban escasos cabellos incoloros, sedosos.

Siempre se sentaba en el mismo rincón, invariablemente con dos mujeres, sin que le importara quienes fueran, con tal de ser morenas y delgadas. Decían que las prefería peludas. Cuando los clientes que entraban se sobresaltaban viendo su uniforme de policía de ocupación, Timo bajaba un poco la voz para decirles:

—No tengáis miedo. No es peligroso.

¿Lo oía el Eunuco? ¿Lo comprendía? Encargaba el alcohol por garrafas. Con una mujer sentada en sus rodillas y otra a su lado en la banqueta, contaba historias en voz muy baja, al oído, y se reía. Bebía, contaba sus historias, reía y las hacía beber, con las manos metidas bajo sus faldas.

Debía de tener familia en algún lugar de su país. Nouchi, que había jugado con su cartera, aseguraba que estaba repleta de fotografías de niños de todas las edades. Llamaba a las chicas por nombres que no eran los suyos. Eso le divertía. Les pagaba la comida. Adoraba verlas comer, platos caros que sólo se encuentran en el bar de Timo y en algunas casas de acceso aún más difícil, de hecho reservadas a los oficiales de alta graduación.

Casi las obligaba a comer. Comía con ellas. Las sobaba delante de todo el mundo. Miraba sus dedos mojados y se reía. Luego, regularmente, llegaba el momento en que se desabrochaba el cinturón y lo dejaba sobre la mesa.

De aquel cinturón colgaba una funda que contenía un revólver.

Todo eso en el fondo carecía de importancia. El suboficial, el Eunuco, era un gordo vicioso del que sólo se hablaba en broma. Incluso Lotte, la madre de Frank.

También ella lo conocía. Todo el barrio lo conocía, porque, para ir a la ciudad, donde debía de tener su despacho, atravesaba dos veces al día la calle del tranvía y bajaba hasta el Puente Viejo.

No vivía en el cuartel, sino a pupilaje, en casa de la señora Mohr, viuda de un arquitecto, dos casas más arriba de la calle del tranvía.

Era un vecino más. Se le veía a horas fijas, siempre sonrosado y peripuesto, pese a sus veladas en el bar de Timo. Tenía una sonrisa muy suya, que a algunos les parecía astuta, pero que tal vez no fuese más que una sonrisa de bebé.

Se volvía para mirar a las niñas, les hacía carantoñas, a veces les daba bombones que se sacaba de los bolsillos.

—Apostaría algo a que cualquier día veremos cómo sube a nuestra casa —había dicho Lotte, la madre de Frank.

El oficio de ésta estaba prohibido por la ley. Claro que tenía derecho a regentar un salón de manicura en el barrio de la dársena vieja, pero era evidente que a nadie se le iba a ocurrir subir tres pisos, en una casa repleta de inquilinos, para que le arreglaran las uñas.

Se sabía, no sólo en la calle, sino, por así decirlo, en toda la ciudad, que allí había habitaciones traseras.

El Eunuco, que pertenecía a la policía de los ocupantes, también tenía que saberlo.

—¡Ya verás como viene!

Sólo con ver a un hombre desde la ventana del tercer piso, Lotte era capaz de decir si acabaría por subir o no. Incluso podía prever el tiempo que tardaría en decidirse, y raras veces se equivocaba.

Y en efecto, el Eunuco terminó subiendo un domingo por la mañana —a causa de sus horas de oficina— con aire apurado y simplón. Precisamente aquel día Frank no estaba en casa, y lo sintió, pues un ventanuco le permitía espiar a los clientes subiéndose a la mesa de la cocina.

Se lo contaron. Aquel día sólo estaba Steffi, una chica alta y desgarbada, de piel mate, que apenas era capaz de tenderse en la cama y separar las piernas mirando al techo.

El suboficial quedó decepcionado, sin duda porque con Steffi no había nada que hacer si no se llegaba hasta el final. Ni siquiera era lo bastante lista como para escuchar debidamente las historias que se le contaban.

—Chica, tú no eres más que un agujero —le decía Lotte a menudo.

El Eunuco debía de figurarse que las cosas sucederían de otro modo. ¿Quizás era de verdad impotente? Sea como fuere, nunca había salido del bar de Timo con una mujer.

¿O tal vez se daba placer él solo cuando las manoseaba, sin que nadie se diera cuenta? Era posible. Todo es posible en los hombres, Frank lo sabía desde que había hecho su aprendizaje de pie, sobre la mesa de la cocina, mirando por el ventanuco.

¿No era natural que, puesto que tendría que matar a alguien un día u otro, se le ocurriese la idea de probar con el Eunuco?

En primer lugar, estaba obligado a utilizar la navaja, que acababan de dejar en sus manos, y que era verdaderamente un arma muy hermosa. A pesar suyo, despertaba el deseo de probarla, de experimentar el efecto que hacía al penetrar en la carne deslizándose entre los huesos.

Hay un truco que le habían explicado: girar ligeramente la mano, como con una llave en una cerradura, una vez clavada la hoja entre las costillas.

El cinturón estaba sobre la mesa, con el revólver pesado y liso dentro de su funda. ¡Qué es lo que no se puede hacer con un revólver! ¡Y en qué clase de hombre se convierte uno en cuanto lo tiene!

Además, estaba aquel tipo de cuarenta años, aquel Berg, un amigo de Kromer, es decir, alguien de toda confianza, sin duda alguien con quien se podía contar, y a quien seguramente habían hablado de él como de un chiquillo.

—Préstamela sólo una hora y te la estreno. Palabra que vuelvo con un revólver.

En aquellos momentos todo eso no era, pues, nada del otro mundo. Frank conocía el lugar donde podía apostarse. En la calle Verde, por la que el Eunuco tenía forzosamente que pasar para subir desde la dársena e ir a la calle del tranvía, se levantaba un viejo edificio sin luces que aún llamaban la curtiduría, aunque allí no se había curtido nada desde hacía quince años. La verdad es que Frank nunca había visto funcionar la curtiduría: se decía que en la época en que trabajaba para el ejército había llegado a tener hasta seiscientos obreros.

Ahora no era más que paredones desnudos de ladrillo negro, con altas ventanas parecidas a las de la iglesia, que comenzaban a seis metros del suelo, con todos los cristales rotos.

Un oscuro callejón sin salida, de apenas un metro de ancho, separaba la curtiduría del resto de la calle.

La primera farola encendida —la ciudad estaba llena de farolas dobladas o rotas— estaba lejos, en la parada del tranvía.

Por todo ello, no sería nada difícil, ni siquiera emocionante. Allí estaba, en aquel callejón, con la espalda pegada a la pared de ladrillo de la curtiduría y, aparte de los pitidos desgarradores de los trenes al otro lado del río, rodeado de silencio. Ni una luz en las ventanas. Todo el mundo dormía.

Entre las dos paredes veía un trozo de calle, tal como la conocía desde siempre durante los meses de invierno: en las aceras la nieve formaba dos banquetas grisáceas, una del lado de las casas, otra del lado de la calzada; entre las dos, un estrecho sendero negruzco que los vecinos mantenían abierto con arena, sal o cenizas. Delante de cada puerta cortaba este sendero otro que conducía a la calzada, donde las huellas de las ruedas eran más o menos profundas según los lugares.

Muy sencillo.

Matar al Eunuco…

Todas las semanas mataban a gente de uniforme, y las muertes se atribuían a organizaciones patrióticas; los que se fusilaban o se llevaban Dios sabe dónde eran rehenes, consejeros, notables. En cualquier caso, no se volvía a oír hablar de ellos.

Para Frank se trataba de matar a su primer hombre y de estrenar la navaja sueca de Kromer.

Nada más.

Lo único que ahora le preocupaba era tener las piernas, hasta la altura de las rodillas, metidas en la nieve endurecida, porque a nadie se le había ocurrido sacar la nieve del callejón, y sentir poco a poco cómo los dedos de la mano derecha se le iban quedando rígidos; pese a todo había decidido no ponerse el guante.

No se alteró al oír pasos. Además sabía que no era su suboficial. Éste, con sus pesadas botas, hubiera provocado que la nieve rechinara más.

Estaba intrigado, sólo eso. Los pasos eran demasiado largos como para ser los de una mujer. Hacía ya mucho que había sonado la hora del toque de queda. Aunque gente como él, como Kromer, como los clientes de Timo, hacían caso omiso por multitud de razones, los habitantes del barrio no tenían la costumbre de pasear de noche.

El hombre se acercaba al callejón, y ya antes de verle Frank comprendió, mejor dicho, adivinó, y haberlo adivinado le proporcionó una cierta satisfacción.

En efecto, una lucecita amarilla oscilaba sobre la nieve. Era la de una linterna eléctrica que el hombre balanceaba al andar.

Aquella zancada larga, casi silenciosa, a un tiempo blanda y sorprendentemente rápida, evocaba automáticamente para Frank la silueta de su vecino Gerhardt Holst.

El encuentro no podía ser más natural. Holst vivía en la misma casa que Lotte, en el mismo rellano. La puerta de su vivienda estaba justo delante de la suya. Era conductor de tranvías y sus horas de trabajo cambiaban todas las semanas; a veces salía muy de mañana, antes de que amaneciera; otras, bajaba la escalera hacia media tarde, con su tartera de hojalata invariablemente bajo el brazo.

Era muy alto. Andaba de un modo silencioso, porque llevaba botas que él mismo se había hecho, con fieltro y trapos viejos. Es normal que un hombre que se pasa horas enteras en la plataforma de un tranvía haga lo posible por mantener los pies calientes, y sin embargo, Frank, sin ninguna razón de peso, no podía ver aquellas botas informes, de un gris de papel secante —parecían tener la consistencia del secante—, sin sentir una especie de malestar.

El hombre entero era del mismo gris, como si fuese de la misma materia. Parecía no mirar a nadie, no interesarse por nada, excepto por la tartera de hojalata que llevaba bajo el brazo y contenía su comida.

Y no obstante, Frank desviaba la cabeza para evitar su mirada, u otras veces miraba a Holst de hito en hito, ex profeso, con aire agresivo.

Holst iba a pasar. ¿Y qué?

Según todas las probabilidades, seguiría andando sin desviarse, sobre la nieve, por el sendero negro, siguiendo el círculo luminoso de su linterna. Frank no tenía ningún motivo para hacer ruido. Con la espalda pegada a la pared era prácticamente invisible.

¿Por qué, pues, tosió justo en el momento en que el hombre llegó al callejón? No estaba resfriado. No tenía la garganta seca. Aquella noche casi no había fumado.

En el fondo tosió para atraer la atención. Ni siquiera fue a modo de desafio. ¿Qué interés podía tener para él desafiar a un pobre hombre que es conductor de tranvías?

Holst no era un verdadero conductor de tranvías, de acuerdo. Era evidente que aquello no era lo suyo, que su hija y él habían llevado otra clase de vida. Las calles están llenas de personas así, sobre todo en las colas que se forman delante de las panaderías. Ya nadie vuelve la cabeza para mirarlos. Son ellos los que se avergüenzan de no sentirse completamente iguales a los demás y adoptan un aire humilde.

Con todo, Frank había tosido deliberadamente.

¿Fue a causa de Sissy, la hija de Holst? No tenía ningún motivo. No estaba enamorado de Sissy. Aquella muchacha de dieciséis años no le impresionaba. Al contrario, era él quien la impresionaba a ella.

¿Acaso no entreabría la puerta cuando le oía subir las escaleras silbando? ¿No corría a la ventana cuando él salía, y desde la calle aún podía ver cómo se agitaba la cortina?

Si la desease podía conseguirla cuando quisiera. Tal vez con paciencia y unos cuantos cumplidos, cosa nada difícil.

Lo más sorprendente es que Sissy sabe sin ningún género de dudas quién es y a qué oficio se dedica su madre. Toda la escalera les desprecia. Pocas son las personas que les saludan.

Holst tampoco le saluda, pero en realidad no saluda a nadie. Por orgullo. Más bien por humildad, o porque la gente no le interesa, porque vive con su hija en un pequeño círculo del que no siente la necesidad de salir. Hay personas así.

Ni siquiera es misterioso.

Puede que haya sido sencillamente por hacer una chiquillada por lo que ha tosido Frank. Hasta ahora todo ha sido demasiado fácil, demasiado aburrido.

Holst no tuvo miedo. Ni siquiera aflojó el paso. No pensó que era a él a quien podían estar acechando en el callejón. También eso es muy curioso, porque en resumidas cuentas un hombre no se pega sin razón contra una pared, en medio de la noche, con un frío de veinte grados bajo cero.

Sólo en el momento de pasar delante del callejón cambia la dirección de su linterna eléctrica, un instante nada más, el tiempo necesario para iluminar la cara de Frank.

Éste no se ha tomado la molestia de levantarse el cuello del abrigo o de volver la cabeza. Ha permanecido completamente al descubierto, con ese aire serio y obstinado que tiene siempre, incluso cuando sólo piensa en cosas fútiles.

Holst lo ha visto y lo ha reconocido. Sólo le faltaban recorrer cien metros para llegar a la casa. Iba a sacar la llave del bolsillo, pues a causa de su trabajo nocturno es el único de los inquilinos que posee una llave.

Mañana se enterará por los periódicos —o simplemente en una cola, ante cualquier tienda— que el suboficial ha sido asesinado en la esquina del callejón.

O sea que lo sabrá.

¿Qué decidirá hacer? Los ocupantes ofrecerán una recompensa, como de costumbre cuando se trata de uno de los suyos, y con mayor motivo si es alguien de graduación. Holst y su hija son pobres, no deben de comer carne más de una vez cada quince días, y suelen tener que conformarse con desechos que hacen hervir con nabos. Por los olores que despiden cada una de las puertas se sabe lo que se come en cada casa.

¿Qué hará Holst?

Seguro que no le hace feliz ver un negocio como el que tiene Lotte instalado enfrente de su casa, donde Sissy se pasa el día.

¿No es una buena ocasión para desembarazarse de ellos?

Sin embargo, Frank ha tosido y ni por un solo momento ha llegado a pensar en renunciar a su proyecto. ¡Al contrario! Durante unos instantes ha musitado una especie de oración pidiendo que el suboficial doble la esquina de la calle antes de que Holst haya tenido tiempo de entrar en su casa.

Holst lo oiría, lo vería. ¿Tal vez esperase un momento, con la llave en la mano, y así podría asistir al hecho?

No ha pasado eso. ¡Qué lástima! Frank estaba muy excitado ante esa idea. Le parece que hay un vínculo secreto entre él y aquel hombre que está subiendo la escalera en la oscuridad de la casa.

Desde luego, no es a causa de Holst por lo que va a matar al Eunuco, puesto que ya lo había decidido antes.

Sólo que en aquel momento hacerlo carecía de todo sentido. Era casi una broma, una chiquillada. ¿Cómo lo había llamado también? Sí, era como dejar de ser virgen.

Ahora es otra cosa lo que desea, lo que acepta, con pleno conocimiento de causa.

Están Holst, Sissy y él; y el suboficial pasa a un segundo término, Kromer y su compañero Berg pierden toda su importancia.

Sólo quedan Holst y él.

En el fondo, es como si acabase de elegir a Holst, como si siempre hubiese sabido que éste iba a llegar en aquel preciso momento, porque no hubiera hecho aquello para nadie más que no fuese el conductor de tranvías.

Alrededor de media hora más tarde llamaba al bar de Timo, a la puertecilla del fondo del callejón, haciendo la señal convenida. El propio Timo le abrió. Ya no quedaba casi nadie, y una de las chicas que poco antes estaba bebiendo con el Eunuco, vomitaba en el fregadero de la cocina.

—¿Se ha ido Kromer?

—¡Ah, sí! Me ha dicho que te lo dijera. Estaba citado con alguien en la parte alta de la ciudad.

La navaja, bien limpiada, descansaba en el bolsillo de Frank. Timo no le prestaba atención y enjuagaba unos vasos.

—¿Quieres tomar algo?

Estuvo a punto de contestar que sí. Pero prefirió demostrarse a sí mismo que no estaba nervioso, que no necesitaba alcohol. No obstante, había tenido que hacerlo dos veces, a causa de la grasa que protegía la espalda del suboficial. El bulto del revólver era visible en su otro bolsillo.

¿Se lo enseñaría a Timo? No había ningún peligro. Timo callaría. Pero también era demasiado fácil. Es lo que todo el mundo hubiera hecho.

—Buenas noches.

—¿Duermes en casa de tu madre?

A veces dormía en cualquier sitio, en la casucha que había detrás del bar de Timo, donde se alojaban algunas de las chicas, a veces en casa de Kromer, que tenía una habitación espléndida y un diván, a veces en otras casas, según le daba. Pero siempre había un camastro para él en la cocina de Lotte.

—Me vuelvo a casa.

Corría peligro a causa del cadáver, que aún estaba atravesado en la acera. Más peligroso era aún dar un rodeo por la calle mayor —cruzando el puente—, porque por allí se arriesgaba a tropezar con una patrulla.

El bulto oscuro estaba todavía sobre la acera, en parte en el sendero negro, en parte sobre el montón de nieve, y Frank tuvo que dar una zancada para pasar por encima. Fue el único momento en que tuvo miedo. No sólo de oír pasos tras él, sino, por ejemplo, de ver cómo el Eunuco se levantaba.

Llamó y esperó largo rato a que la portera abriese la puerta, que apretara un botón situado junto a la cabecera de su cama. Subió los primeros escalones bastante aprisa, luego aflojó el paso y por fin, en el momento de pasar ante la puerta de Holst, bajo la cual se veía una rendija de luz, se puso a silbar para que supieran que era él.

No entró en el cuarto de su madre, que tenía el sueño profundo. Se desvistió en la cocina, donde encendió la lámpara. Se acostó. La casa olía a caldo y a puerro, y el olor era tan fuerte que le impedía dormir.

Entonces se levantó, entreabrió la puerta de atrás y se encogió de hombros.

Aquella noche era Bertha la que ocupaba la cama. Su cuerpo grande y pálido estaba muy caliente. La empujó por la espalda y ella gruñó, alargó un brazo que él tuvo que doblar para hacerse sitio.

Un poco más tarde estuvo a punto de poseerla, porque no conseguía dormirse, luego pensó en Sissy, que sin duda era virgen.

¿Le diría su padre lo que Frank había hecho aquella noche?