5

Día decimonoveno.

No le han metido en una cárcel, sino en una escuela.

Automáticamente reanuda la idea del día anterior. Se ha convertido en su gimnasia. Uno se acostumbra a ella muy aprisa. El resorte acaba disparándose solo, y después el mecanismo empieza a girar por sí mismo, como en un reloj. Se hace esto y aquello. Se hacen siempre los mismos gestos a las mismas horas, y, a poco que uno preste atención, el pensamiento continúa rumiando.

La escuela en sí misma no tiene nada de humillante, y, si existen sectores, según la expresión de Timo, Frank debe de encontrarse en un sector serio, puesto que en él fusilan casi todos los días. Lo que tal vez sea inquietante es que se obstinen en no ocuparse de él, o en fingirlo.

No le han interrogado y siguen sin interrogarle. No le espían. Si espiasen todo lo que hace se daría cuenta. Le dejan solo. No se preocupan de su ropa interior, que lleva desde hace diecinueve días. No ha podido lavarse el cuerpo debidamente ni una sola vez, porque no le dan suficiente agua.

No les guarda rencor. Desde el momento en que esto no supone una especie de desdén por él, le da lo mismo. No se ha afeitado. Otros, a su edad, aún no tienen propiamente barba, pero él empezó a afeitarse muy joven, por juego. Antes se afeitaba todos los días. Ahora su barba mide más de un centímetro. Al comienzo era dura, pero empieza a ser suave al tacto.

Existe una verdadera cárcel en la ciudad, de la que naturalmente también son dueños, y que debe de estar llena. No tienen que encerrar necesariamente allí los casos más interesantes.

Nada demuestra que se estén burlando de él. Si los guardianes no le hablan nunca, él comprende que es debido a que no conocen su lengua. Los presos que le llevan el jarro de agua y que le vacían el cubo también evitan dirigirle la palabra. Éstos van de un lado a otro. Algunos van afeitados y se ve que les cortan el pelo, lo cual indica que hay un peluquero en la escuela. Si no le llevan a la peluquería, como a los demás, ¿por qué eso tiene que querer decir que le olvidan? ¿Es que esto no significa que está incomunicado?

El origen de todo ha sido alguien, una denuncia o algo parecido. Repasa los nombres, la vida y milagros de cada uno, estudia sus posibilidades. Siempre está incómodo cuando tiene que utilizar su cubo, a causa del gran ventanal por el que puede verse todo desde la pasarela. Pero ya no le avergüenza ir sin afeitar, ni llevar la ropa sucia, o continuar con el mismo traje, arrugadísimo desde que duerme con él.

Los otros bajan a las nueve para el paseo. Deben de hacerlo intencionadamente, para que pasen frío, por eso les hacen bajar tan temprano, sobre todo porque algunos de ellos no tienen abrigo. ¿Por qué no esperar a las once o a las doce, cuando el sol ha tenido tiempo de templar el aire?

A él qué más le da, puesto que no baja. Si bajase, no podría disfrutar del espectáculo de la ventana.

El mecanismo se ha puesto en marcha, la rumia de los pensamientos prosigue, sin que eso le impida, a partir de las nueve, empezar a esperar. No es nada, menos que nada. Si estuviese en una prisión de veras eso no existiría, porque hay que evitar cuidadosamente todo contacto con el exterior, aunque sea muy lejano. Aquí nadie ha debido de pensar en esta ventana. De hecho es una imprudencia no haber tomado medidas, porque podría desempeñar un papel importante.

Encima de la sala de actos o gimnasio, al otro lado del patio, se advierte un vacío, tal vez una calle, tal vez casas bajas, como lo son la mayoría de las del barrio, cada una de ellas habitada por una familia. Más lejos aún, mucho más lejos, se levanta contra el cielo la parte trasera de un edificio que tiene al menos tres plantas, y que queda casi completamente oculto por la sala de actos. Gracias al ángulo que forma el tejado es visible una ventana, una sola, en la parte superior, probablemente del tercer piso, lo cual significa que los que viven allí son bastante pobres.

Todas las mañanas, poco antes de las nueve y media, una mujer abre la ventana, vestida con un salto de cama, igual que Lotte, un pañuelo de color claro le sujeta los cabellos, y sacude encima del vacío mantas y alfombrillas.

Desde tan lejos no se distinguen sus rasgos. Por la viveza de sus movimientos y por su actividad deduce que es joven. A pesar del invierno, deja largo rato la ventana abierta, mientras va y viene, vigila algo en el interior, unos pucheros o un bebé; seguramente tiene un bebé, porque siempre pone ropa a secar en una cuerda tendida a través de la ventana, y son prendas diminutas.

¿Quién sabe? Es posible que esté cantando. Debe de ser feliz. La supone feliz. Cuando vuelve a cerrar la ventana se encuentra de nuevo en su casa, con los olores de su hogar que lo invaden todo.

Le pone de mal humor que aquel día, el decimonoveno, le interrumpan a las nueve y cuarto, en cualquier caso antes de que ella se asome a la ventana. Desde que llegó espera que le vayan a buscar. Piensa en ello durante días y días. Pero cuando por fin se produce, maldice porque le molestan un cuarto de hora antes.

Es un hombre de paisano acompañado de un soldado, se detiene delante de su puerta, en la pasarela. Tiene un bigote castaño. Recuerda a un celador de colegio. Frank supone en el acto que debe de ser uno de los dos que pegaban a aquel tipo, mientras él esperaba en la habitación de al lado, el día en que llegó. Es un hombre que sin duda pega cuando se lo mandan, tranquilamente, sin odio, con celo, lo mismo que si estuviera en una oficina haciendo sumas.

¿Será por eso por lo que hacen bajar a Frank? Ni el hombre de paisano ni el soldado conceden una mirada a su cuarto. No le dicen nada. Se limitan a hacerle una señal para que salga. El de paisano va delante, y él le sigue sin que se le ocurra mirar las otras aulas, como tantas veces se había prometido hacer. Hay algo mejor. Es la hora en la que los presos se pasean por el patio grande. Los ve cuando recorre la pasarela y baja por la escalera exterior.

Se olvida de observarles. Sólo se acordará de una especie de larga serpiente oscura. De que están en fila india, aproximadamente separados entre sí por un metro de distancia, y eso forma un óvalo casi cerrado, con varias ondulaciones.

¿Qué significará si le pegan? Que se equivocan, que le atribuyen delitos que no ha cometido…, porque a ellos no les importa nada la señorita Vilmos. Es curioso, no se le ocurre pensar en el suboficial, eso le parece tan venial que se siente inocente.

Se dirigen —le dirigen— hacia el pequeño edificio donde le recibieron el primer día, y sube los mismos escalones. Esta vez no le hacen esperar. Hacen que pase al despacho de aquel señor viejo, sentado en el mismo sitio, y Frank al mirar a su alrededor ve a su madre.

Su primer reflejo ha sido fruncir las cejas, pero antes de mirarla más, de dirigirle la palabra, espera las instrucciones del funcionario. Éste sigue mostrando la misma indiferencia. Escribe, con las letras muy juntas, y Lotte es la primera en hablar. Su voz tarda bastante en encontrar su registro normal. Es demasiado sorda, como cuando se habla en el vacío de una gruta.

—Ya ves, Frank, estos señores me han autorizado a venir a verte y a traerte unas cosas. No sabía dónde estabas.

Ha dicho las últimas palabras muy aprisa. Deben de haberle dado instrucciones. Sin duda hay temas que tiene derecho a tratar, y otros están prohibidos.

¿Por qué parece que la mira con malos ojos? En el fondo no se siente a gusto. Como si no tuviera confianza. Ella viene del exterior. ¡Y es tan parecida a sí misma! Es terrible cómo se parece a sí misma. Reconoce el olor de sus polvos. Se ha puesto colorete en los pómulos, como cada vez que sale. Lleva su sombrero blanco, con un medio velo que oculta un poco sus ojos, por coquetería, a causa de sus finas arrugas, de su piel de cebolla, como dice hablando de sus párpados. Se ha pasado más de media hora delante del espejo, en el cuarto grande. Se la imagina poniéndose los guantes de piel satinada, ahuecándose el pelo a ambos lados del sombrero.

—No podré quedarme mucho rato, Frank.

Han limitado el tiempo de su visita. ¿Por qué no lo dice francamente?

—Tienes buen aspecto. Si supieras lo contenta que estoy de verte con tan buen aspecto.

Eso significa: «De verte vivo».

Porque le creía muerto.

—¿Cuándo te han avisado?

Ella responde en voz más baja, dirigiendo una mirada furtiva a aquel señor viejo:

—Ayer.

—¿Quién?

Y ella, con una vivacidad artificial, sin responderle:

—Figúrate que me han permitido traerte algunas cosillas. Y sobre todo una muda, por fin vas a poder cambiarte, mi pobre Frank.

Eso no le produce el placer que se había imaginado. Hace un mes este placer hubiera sido superior a todo.

Ella está impresionada. Impresionada por su aspecto. Mira el traje arrugado, el cuello del abrigo levantado sobre una camisa sucia, sin corbata, los cabellos sin peinar, barba de diecinueve días y con los zapatos mal ajustados. Siente lástima, eso se nota. Pero no necesita la lástima de nadie, y menos la de Lotte, que está repugnante, con la cara pintada y el sombrero blanco.

¿Podría tentar a aquel viejo? Es posible que lo haya intentado. Por si acaso, seguro que se ha puesto la mejor ropa interior.

—Lo he puesto todo en una maleta. Estos señores te la darán.

Lotte busca con los ojos la maleta, que él reconoce y que está junto a la pared.

—Y sobre todo no te abandones.

Abandonarse, ¿a qué?

—Todo el mundo ha sido muy amable. Todo va muy bien.

—¿Qué es lo que va bien?

Se muestra duro, casi agresivo. Se arrepiente de ser así, pero no consigue adoptar otra actitud.

—He decidido dejar mi negocio.

Su pañuelo es como una bola en el hueco de la mano, y sabe que está a punto de echarse a llorar.

—Hamling me lo ha aconsejado. Haces mal en desconfiar de él. Ha hecho todo lo que ha podido.

—¿Sigue Minna viviendo contigo?

—No quiere dejarme sola. Me ha dicho que te dé muchos recuerdos. Si encontrase otra casa nos mudaríamos, pero es casi imposible encontrarla.

Esta vez la mirada que Frank posa en ella se hace implacable, casi feroz.

—¿Dejarás la casa?

—Ya sabes cómo es la gente. Ahora que tú no estás, es peor que nunca.

Él pregunta secamente:

—¿Ha muerto Sissy?

—¡No, claro que no! ¿Cómo se te ocurre pensar eso?

Mira la hora en el relojito de oro que lleva en el brazalete. Para ella el tiempo aún cuenta. Sabe a cuántos minutos tiene derecho todavía.

—¿Sale?

—No, no sale de casa. Está… Verás, Frank, no sé exactamente qué es lo que tiene. Creo que está deprimida. Le cuesta reponerse.

—¿Pero qué le pasa?

—No lo sé. Yo no la he visto personalmente. Nadie la ve, aparte de su padre y del señor Wimmer. Dicen que tiene neurastenia.

—¿Ha vuelto Holst a trabajar en el tranvía?

—No. Trabaja en casa.

—¿Qué hace?

—Tampoco lo sé. Supongo que hace de contable. Lo poco que me he enterado ha sido por Hamling.

—¿Él les ve?

—Ha estado varias veces en su casa.

—¿Por qué?

—Pero, Frank, ¿cómo quieres que lo sepa? Haces preguntas como si no conocieras la casa. Yo no veo a nadie. Annie se ha ido. Parece ser que es la entretenida de un… —seguramente no tiene derecho a hablar de los ocupantes aquí—. Si Minna también me hubiese dejado no sé qué es lo que hubiera sido de mí.

—¿Has visto a algún amigo mío?

—A nadie.

Está desconcertada, decepcionada. Ha debido de venir muy contenta, como si fuera a ver a un enfermo al hospital, llevándole uva o naranjas, y él ni siquiera le agradece la buena intención, como si le guardara rencor, haciéndola responsable de su decepción.

Señala un paquete que hay en una silla, cerca de su madre, y pregunta:

—¿Qué es eso?

—Nada. Objetos que estaban en la maleta y que no tengo derecho a dejarte.

—No quiero que dejes la casa.

Ella suspira, con impaciencia. ¿No comprende que no puede decir todo lo que quisiera? Sí, lo sabe. Pero le da lo mismo. ¿Acaso los vecinos hacen la vida imposible a Lotte? ¿Y qué? Él le prohíbe que deje la casa, y se acabó. ¿Quién tiene que decidir, ella o él? ¿Quién es el que cuenta en aquel momento?

—¿Te ha hablado Holst?

¿Por qué parece tan apurada cuando responde: «No directamente»?

—¿Te ha dicho algo a través de Hamling?

—No, Frank. ¿Por qué te preocupas por eso? Por ese lado no pasa nada. No tienes por qué preocuparte. Ha pasado la hora. Si quiero volver a tener la ocasión de venir a verte, no hay que exagerar la primera vez. Me gustaría darte un beso, pero es mejor que no te lo dé. Podrían creer que me pasas un mensaje o que me hablas al oído.

Además, él no tiene ningunas ganas de besarla. Debía de estar allí desde hacía un rato cuando él ha bajado, antes de su llegada, porque han tenido tiempo de registrar la maleta.

—Que sigas bien. Cuídate mucho. Sobre todo no te preocupes.

—No me preocupo.

—Estás muy raro.

Ella también tiene prisa por terminar. Irá a esperar su tranvía delante de la verja, y lloriqueará durante todo el trayecto.

—Hasta la vista, Frank.

—Hasta la vista, madre.

—Cuídate mucho.

¡Claro que sí, claro! ¡Como si tuviera la intención de dejarse morir!

El señor viejo alza los ojos para mirarles uno tras otro a los dos, luego señala la maleta de Frank. Un hombre de paisano acompaña a Lotte a través del patio, y se oyen sus pasos que se alejan, sus altos tacones sobre la nieve endurecida. El señor viejo habla lentamente, buscando las palabras. Pone empeño en emplear la expresión justa, y pronuncia tan correctamente como le es posible. Ha tomado lecciones y continúa practicando.

—Tiene que ir a prepararse.

Separa las sílabas. No parece malo. Solamente quiere cuidar la corrección. Duda antes de lanzarse a una frase más larga, la repite mentalmente antes de aventurarse.

—Si desea que le afeiten, le acompañarán.

Frank se niega. Hace mal. Eso le hubiera permitido conocer otra parte de los edificios. Es incapaz de decir por qué ha dicho que no. No tiene ningún interés particular por estar sucio, por dárselas de preso hirsuto. La verdad —tardará días en aceptarlo— es que, cuando le han hablado de su barba ha pensado automáticamente en las botas de fieltro de Holst.

No hay ninguna relación. Quisiera precisamente que no hubiera ninguna relación. Prefiere cambiar el curso de sus pensamientos.

Y ahora no es materia lo que le falta. Le dejan que lleve la maleta. Un hombre de paisano le precede de nuevo, y el soldado le sigue mientras vuelven a llevarle a su aula; por un momento tiene la sensación de dirigirse a la habitación de un hotel. Cierran la puerta y le dejan solo.

¿Por qué le han ordenado que se preparase? Porque es una orden, de eso no cabe la menor duda. Ha llegado el momento. Le van a llevar a algún sitio. ¿Harán que se lleve la maleta? ¿Volverá luego aquí? Han debido de quitar los periódicos que envolvían los objetos; y todo está revuelto. Hay pastillas de jabón de olor de color rosado que recuerdan la piel de Bertha, un salchichón ahumado, un pedazo bastante grande de tocino, una libra de azúcar y tabletas de chocolate. También encuentra media docena de sus camisas y varios pares de calcetines, así como un jersey nuevo que su madre ha debido de comprarle. En el fondo hasta hay un par de guantes de punto, de lana muy gruesa, como nunca los hubiera llevado fuera de allí.

Se cambia. Se ha perdido la escena de la mujer en la ventana. Piensa demasiado aprisa. Eso no cuenta. Todo se precipita, lo cual aumenta su mal humor. Llega hasta a echar de menos su soledad y las pequeñas costumbres de entonces. Cuando vuelva, si es que vuelve, tendrá que poner todo eso en claro dentro de su cabeza. Mordisquea el chocolate sin caer en la cuenta de que diecinueve días atrás una cosa así era imposible, y lo que predomina en él después de la visita de Lotte es un sentimiento de decepción.

Ignora qué es lo que hubiera podido suceder, pero está decepcionado. No advierte en sí mismo ningún punto de contacto con ella. Él le hacía preguntas y le parecía, aún se lo parece, que lo que ella contestaba no tenía nada que ver con lo que le preguntaba.

Sin embargo, le ha dado noticias, tan aprisa y tan directamente como ha sido posible. Las autoridades no la han molestado, ya que el día anterior aún no sabía dónde estaba él. O sea que los periódicos no han hablado de él. La policía local no se ocupa del asunto. Si no, su madre lo hubiera sabido por Kurt Hamling.

Éste sigue frecuentando la casa, pero ha cruzado el rellano, como el que cruza un río. Ahora va a casa de los Holst. ¿Para qué va? Holst ya no trabaja como conductor de tranvías. Y eso tiene una razón muy sencilla. Aquel trabajo le obligaba, una semana de cada dos, a volver en plena noche, y durante su ausencia Sissy estaba sola. Habrá podido encontrar otro empleo que sólo sea de día.

No dejan nunca sola a Sissy. Sabe muy bien que su madre y las personas como ella hablan de esas cuestiones. Si ha pronunciado la palabra neurastenia, si le ha parecido estar incómoda, es que es más grave.

¿Estará loca Sissy?

El no tiene miedo a las palabras. Se obliga a pronunciar aquella en voz alta.

—¡Loca!

Eso es. Con los dos hombres, su padre y el viejo Wimmer, que se turnan a su lado, y el inspector en jefe que va de vez en cuando a sentarse en una silla, sin quitarse el abrigo ni los chanclos, que dejan huellas mojadas en el suelo.

Van a llevarse a Frank a algún sitio. De lo contrario no tendría sentido que le dijeran que se preparara. Él está preparado con demasiada anticipación. No tiene nada más que hacer, y no vale la pena pensar durante esa especie de entreacto. Eso sólo conduciría a privarle de una parte de sus recursos. Después del chocolate come un poco de salchichón. Su madre no ha caído en que no dispone de cuchillo para cortarlo. Y ya no le queda agua para lavarse la cara. Huele a carne ahumada.

Que vengan enseguida. Que se lo lleven. Y sobre todo que le devuelvan allí lo antes posible y que le dejen tranquilo.

Es el mismo hombre de paisano de un rato antes. En el fondo, aparte de los soldados, que cambian continuamente, no son muy numerosos. Todos tienen un aire de familia. Si Timo tiene razón, el sector al que pertenecen debe de ser un sector de categoría muy alta. ¿Acaso no le dijo Timo que el hombre ante el cual se puso a temblar el coronel parecía un pequeño funcionario?

Aquí todos parecen eso. Ni uno solo de ellos se muestra alegre o pulcro. Uno no se los imagina ante una buena cena ni acariciando a unas chicas. En apariencia, estos hombres están hechos para alinear cifras.

Dado que, siempre según Timo, en lo que se refiere a ellos la verdad es lo contrario de las apariencias, deben de ser condenadamente poderosos.

Otra vez el despachito. El señor mayor ya no está allí. ¿Acaso se ha ido a almorzar? Frank ve la corbata y los cordones de sus zapatos que le arrebataron sobre el mueble. Con un acento defectuoso, le dicen señalándole estos objetos:

—Puede.

Se sienta en una silla. Ya no está nada impresionado. Si aquellas gentes comprendieran mejor su lengua se pondría a hablarles de cualquier cosa.

Hay dos que esperan con el sombrero puesto. En el momento de salir uno de los dos le tiende un cigarrillo, luego una cerilla.

—Gracias.

Hay un coche estacionado en el patio, no un coche celular ni un coche militar, sino un coche negro y reluciente como los que «antes» tenía la gente rica que podía pagarse un chófer. Muy suavemente, sin ruido, franquea la verja y se dirige hacia la ciudad siguiendo las vías del tranvía. Aunque las ventanillas estén cerradas, el aire tiene a pesar de todo un poco el sabor del aire de fuera. Se ve gente en las aceras, escaparates, un niño que empuja medio ladrillo con el pie saltando sobre una pierna.

No le han dicho que se llevara la maleta. No ha tenido que firmar papeles. Volverá. Tiene la convicción de que volverá y que una vez más podrá ver cómo la mujer tiende la ropa del bebé en su ventana. Lástima. Si hubiese vuelto la cabeza a tiempo quizás hubiese reconocido la casa. Tendrá que acordarse a la vuelta.

El trayecto es mucho más corto en coche que en tranvía. Ya están en el centro de la ciudad. Rodean un importante edificio en el que están la mayoría de las oficinas militares. Allí es donde el general debe de tener su despacho. Hay centinelas en todas las puertas, y unas vallas impiden circular por la acera.

No se detienen delante de la escalinata monumental, sino ante una puerta baja, en una calle transversal, donde antes hubo una comisaría de policía que han trasladado a otro lugar. No es necesario que le indiquen por señas que baje. Ha comprendido. Se queda un momento de pie, inmóvil, en mitad de la acera, apenas unos segundos. Ve a gente al otro lado de la calle. No reconoce a nadie. Nadie le reconoce, nadie le mira. No se entretiene allí. Seguro que tampoco se lo permitirían.

Entra decididamente. Deja que alguien le preceda por un dédalo de pasillos oscuros y complicados con inscripciones misteriosas en las puertas, por los que se cruza de vez en cuando con una secretaria que lleva expedientes bajo el brazo.

No es aquí donde van a torturarle. No habría tantas funcionarias con blusa de color claro. No le miran cuando pasan junto a él. Aquí no hay nada dramático. Son simplemente oficinas, muchas oficinas donde se amontona el papeleo, y donde oficiales y suboficiales de uniforme trabajan fumando cigarros. Los signos misteriosos de las puertas, letras seguidas de cifras, indican evidentemente los diferentes servicios.

Es otro sector, Timo tiene razón. Se nota enseguida la diferencia. ¿Es un sector inferior o superior? Aún no es capaz de decirlo. Aquí, por ejemplo, se oyen voces, susurros, risas. Hay hombres bien alimentados que hinchan el pecho y se abrochan el cinturón antes de salir; en las mujeres se adivinan los pechos bajo sus blusas, las blandas caderas bajo las faldas. Seguro que también hay parejas que hacen el amor en algún rincón de las oficinas.

El propio Frank se comporta de un modo distinto. Mira a su alrededor como lo haría en cualquier otro lugar y se siente un poco incómodo por no haberse afeitado. Se comporta casi como antes. Ha tratado de verse en el cristal de una puerta, y se ha llevado la mano a la corbata.

Ya han llegado. Es casi la parte más alta del edificio. Las habitaciones tienen un techo más bajo, las ventanas más pequeñas, los pasillos polvorientos. Le hacen entrar en un primer despacho en el que no hay nadie, donde sólo se ven archivadores verdes en todas las paredes y una mesa grande de abeto cubierta por unos secantes sucios.

¿Se estará equivocando? Le parece que sus dos compañeros no se sienten cómodos, que han adoptado una expresión a la vez distante y humilde, quizá con un leve matiz de ironía o de desdén. Se interrogan con la mirada antes de que uno de ellos llame a una puerta lateral. El hombre desaparece, vuelve al instante con un oficial gordo que lleva la guerrera desabotonada.

Desde el umbral, el oficial examina a Frank de pies a cabeza, dando caladas a su puro con aire importante.

Parece satisfecho. Al principio parecía un poco sorprendido al ver que era tan joven.

—Acércate.

Es a un tiempo bondadoso y malhumorado. Para hacerle entrar le pone la mano sobre el hombro. Los dos hombres de paisano no le siguen hasta aquel despacho, del que el oficial cierra la puerta. En un rincón, cerca de otra puerta, un oficial más joven, de un grado inferior, trabaja a la luz de una lámpara, porque esta parte de la habitación está mal iluminada.

—Friedmaier, ¿no?

—Ése es mi apellido.

El oficial echa un vistazo a la hoja de papel mecanografiado que tenía preparada.

—Frank Friedmaier. Muy bien. Siéntate.

Le señala una silla con asiento de paja al otro lado de su escritorio, empuja hacia él un paquete de cigarrillos y un encendedor. Debe de ser una costumbre. Los cigarrillos están allí para los visitantes, porque él fuma un puro extraordinariamente rubio y aromático.

Está retrepado en su sillón, con una gran barriga. Tiene el cabello escaso, y el color de la piel de un aficionado a la buena mesa.

—Vamos a ver, amigo mío, ¿qué nos cuentas?

Aunque tiene acento, conoce a fondo el idioma, domina los matices, y su familiaridad es deliberada.

—Pues no sé —dice Frank.

—¡Ja, ja! No sé.

Y, dirigiéndose al otro oficial, traduce esta respuesta, que parece encantarle.

—Pero habrá que saber algo, ¿no? Te hemos dejado bastante tiempo para reflexionar.

—¿Para reflexionar sobre qué?

Esta vez el oficial frunce el ceño, se pone en pie, va hacia un mueble y saca un expediente para consultarlo. Probablemente todo aquello no es más que teatro. Vuelve a sentarse, en la misma postura, y de nuevo desprende la ceniza de su cigarro con la uña del meñique.

—Estoy esperando.

—Yo sólo deseo contestar a sus preguntas.

—Claro. A qué preguntas, ¿verdad? Apostaría a que no lo sabes.

—No.

—¿No sabes lo que has hecho?

—No sé de qué se me acusa.

—Claro, claro.

Es una muletilla. Pronuncia la palabra de un modo curioso, y la usa continuamente.

—Quisieras saber qué es lo que quisiéramos saber, claro. ¿Es eso?

—Sí, es eso.

—Porque es posible que además sepas otras cosas, ¿no?

—Yo no sé nada.

—Nada de nada. No sabes nada de nada. Pero en tus bolsillos se ha encontrado esto.

Por un momento Frank esperaba verle sacar el revólver del cajón en el que el oficial metió la mano. Palideció. Se da cuenta de que le está mirando fijamente. Como a pesar suyo se fija en la mano de su interlocutor y se queda muy extrañado al reconocer el fajo de billetes de banco que llevaba en los bolsillos y que exhibía sin cesar.

—Claro. Y eso no es nada, ¿verdad?

—Es dinero.

—Sí, es dinero. Mucho dinero.

—Lo he ganado.

—Lo has ganado, claro. Cuando se gana dinero, es porque hay alguien que lo da. Es así, ¿no? Yo sólo quiero saber quién te dio este dinero. Es sencillo. Muy fácil. No tienes más que decirme el nombre, claro.

—No lo sé.

—¿No sabes quién te dio todo ese dinero?

—Ha salido de muchos sitios.

—Vaya, vaya.

—Me dedico al comercio.

—Vaya, vaya.

—Se cobra un poco de allí, un poco de allá, se intercambian billetes, no se apuntan las…

Súbitamente el hombre cambia de tono, vuelve a cerrar el cajón con un ruido seco, antes de pronunciar categóricamente:

—¡No!

Parece furioso, amenazador. Frank cree que quiere abofetearle cuando rodea el escritorio y se acerca a él para tocarle de nuevo el hombro. Quiere obligarle a que se ponga en pie, sin dejar de hablar como si hablara para sí.

—Dinero cualquiera, ¿verdad? Que se cobra de unos y de otros, y que se guarda en el bolsillo sin tomarse la molestia de contarlo.

—Sí.

—¡Pues no!

Frank tiene un nudo en la garganta. No sabe dónde quiere ir a parar su interlocutor. Siente una amenaza inconcreta, un misterio. Ha estado pensando durante dieciocho días, casi diecinueve, desesperadamente… Ha intentado preverlo todo, y no pasa nada de lo que debería pasar. De manera inesperada, acaban de situarlo en otro plano. La escuela, el señor mayor con gafas, representan de pronto un mundo casi tranquilizador, y sin embargo ahora tiene un cigarrillo en los labios, oye en el cuarto vecino el tableteo de una máquina de escribir, pasan mujeres por el corredor.

—Mira bien esto, Friedmaier, y dime si aún te parece que es dinero normal y corriente.

Ha cogido uno de los billetes de la mesa. Lleva a Frank hasta la ventana, siempre con una mano sobre el hombro, y sujeta el billete de forma que lo vea al trasluz.

—¡Acércate! No tengas miedo. No hay que tener miedo.

¿Por qué aquellas palabras parecen más amenazadoras que el ruido de los golpes que oyó el primer día en el despacho de aquel señor mayor?

—Míralo bien. En el ángulo de la izquierda. Unos agujeritos muy pequeños. Seis agujeritos. Los ves, supongo. Y los agujeritos forman un dibujo. Y hay agujeritos como éstos en todos los billetes que tenías, y en todos los que has gastado.

Se ha quedado sin voz, sin poder pensar. Es como si un foso se abriese ante él en el lugar más imprevisto, como si la pared dejara de existir en torno a la ventana, dejando a los dos hombres al borde del vacío de la calle.

—No sé nada.

—No sabes nada, ¿verdad?

—No.

—Y tampoco sabes lo que significan esos agujeritos, claro. No lo sabes.

—No.

Es la verdad. Nunca ha oído hablar de eso. Tiene la impresión de que bastaría conocer el significado de lo que el oficial llama los agujeritos para que le pudieran acusar de algo mucho peor que cualquier crimen. Quiere que le miren a los ojos, que lean en ellos su buena fe, su absoluta sinceridad.

—Le juro que no sé nada.

—Pero yo sí que lo sé.

—¿Qué quiere decir?

—Yo lo sé. Y por eso necesito saber de dónde has sacado los billetes.

—Ya le he dicho…

—¡No me sirve!

—Le aseguro…

—Estos billetes fueron robados.

—No por mí.

—¡No!

¿Cómo podía ser tan tajante? Entonces dice silabeando:

—Fueron robados aquí.

Y al ver que Frank mira aterrorizado a su alrededor, corrige:

—Fueron robados aquí, en esta casa.

Frank tiene miedo de desmayarse. A partir de entonces comprenderá la expresión «sudor frío». Comprende otras cosas. Cree comprenderlo todo.

Los agujeritos de los billetes los hicieron los ocupantes. ¿En qué billetes? ¿De qué depósito?

Nadie lo sabe, nadie lo ha sospechado jamás, y es aterrador conocer un secreto así.

No es a él a quien acusan, demonios. Ni tampoco a Kromer. Saben perfectamente que no son más que pequeños traficantes, y que personas como ellos no tienen acceso a ciertas cajas fuertes.

¿Acaso sospechan ya del general? ¿Habrán detenido a Kromer? ¿Le habrán interrogado? ¿Habrá hablado?

Frank había trabajado en el vacío durante dieciocho días y medio. Todo era falso, estúpido. Se preocupaba por gente sin importancia, por gente como él, como si la suerte fuera a servirse de semejantes instrumentos.

La suerte había elegido un billete de banco, sin duda uno de los que él había gastado, tal vez en el bar de Timo, o en la sastrería donde se compró el abrigo de piel de camello. O uno de los billetes que dio a Kropetzki para que operaran de los ojos a su hermana.

—Tenemos que saberlo, ¿verdad? —dijo el oficial sentándose de nuevo.

Y empuja otra vez hacia Frank el paquete de cigarrillos.

—Claro que sí, Friedmaier. ¡A eso se reduce todo!