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Lleva dieciocho días. Aguanta. Aguantará. Ha descubierto que todo se reduce a aguantar, y que si lo consigue se saldrá con la suya. ¿Se trata verdaderamente de salirse con la suya? Éste es otro problema que resolverá a su debido tiempo. Ha reflexionado mucho. Ha reflexionado demasiado. Reflexionar también es peligroso. Hay que someterse a una disciplina estricta. Cuando piensa que se saldrá con la suya en realidad quiere decir simplemente que saldrá de aquella, y el verbo «salir» no se limita tan sólo al lugar donde se encuentra.

Hay que ver cómo, cuando uno está fuera, se emplean las palabras sin pensar en su verdadero sentido. Desde luego, él no tiene mucha instrucción, pero hay montones de gente como él, son los más numerosos, y ahora se da cuenta de que siempre se ha conformado con palabras aproximadas.

Este asunto del significado de las palabras le ha ocupado durante dos días. ¿Volverá otra vez a pensar en ello?

En cualquier caso, aquél es el día decimoctavo, y eso constituye una certidumbre absoluta. Cuida de que esta certidumbre sea absoluta. Ha elegido un trozo de pared casi virgen. Cada mañana traza una línea con la uña del pulgar. Es más difícil de lo que se cree. No lo de trazar una línea, aunque la uña esté ya desgastada. Lo difícil es no trazar más que una. Estar seguro de haberlo hecho. La pared está recubierta de yeso, lo cual facilita la operación. Pero no ha sido fácil encontrar un lugar limpio, a causa de todos los que le han precedido.

Tampoco conviene, y éste es otro de sus descubrimientos, ser demasiado escrupuloso, preguntarse esto o aquello, porque aquí se tiene tendencia a dudar, y ha comprendido que el que empieza a dudar está perdido.

Resolverá su problema él solo, con tal de que se atenga a sus propias disciplinas, que no se abandone a la ensoñación. Uno se hace muy estricto acerca de ciertos asuntos. Por ejemplo, la última mañana que pasó fuera no sabía en qué fecha estaba. Lo sabía sin saberlo. Ahora no está seguro, de manera que, aunque puede garantizar los dieciocho días de aquí, no se atrevería a jurar que no se equivoca de un día respecto a la fecha de su llegada.

Así es como se vive.

Pero lo más probable es que sea el 7 de enero. ¿Tal vez el 8? Por lo que se refiere a antes le faltan puntos de referencia indiscutibles; pero desde que está aquí responde de sus trazos.

Si aguanta, si no se abandona, si se concentra suficientemente —aunque sin concentrarse demasiado—, no tardará mucho en comprender, y todo se acabará. Eso le recuerda un sueño que ha tenido varias veces. Ha habido varios, pero el más evidente es el del vuelo. Se eleva en el espacio. No al aire libre, en un jardín o en la calle, sino siempre en una habitación, siempre en presencia de testigos que no saben volar. Él les dice, por ejemplo:

—¡Ya veis que es muy fácil!

Extiende las dos manos en el vacío y se apoya en ellas. El despegue es lento, penoso. Tiene que desplegar una fuerte dosis de voluntad. Una vez en el aire, basta con que haga ligeros movimientos, tan pronto con las manos como con los pies. Su cabeza roza el techo. Nunca comprende por qué los otros se quedan tan maravillados. Les sonríe, condescendiente.

—Os digo que es fácil. ¡Se trata simplemente de querer!

Pues bien, aquí pasa lo mismo, y si lo quiere con suficiente intensidad, comprenderá. Está en unas condiciones difíciles. Enseguida ha comprendido que la dislocación es muy importante.

Un ejemplo minúsculo: su llegada… Eran sus últimas horas, sus últimos minutos fuera. O antes. Emplea indiferentemente los dos términos. Debería, pues, conservar de aquellos momentos un recuerdo de una precisión casi matemática. Lo tiene. Lo guarda preciosamente. Pero es a costa de constantes esfuerzos. Cada día corre el riesgo de cambiar detalles, conoce esa tentación, y se obliga a recordar los hechos uno a uno, a encadenar cada imagen con la siguiente.

De manera que no es verdad que Kamp haya salido a la puerta, ni que los clientes soltaran carcajadas en el café. Ha estado a punto de añadirlo. Por poco se lo cree. La verdad es que no ha visto a nadie, absolutamente a nadie antes de que el tranvía, que daba bandazos, como de costumbre, se parara ante ellos. Ni se miraron para saber si subirían por delante o por detrás. Como si el hombre conociese las costumbres de Frank y quisiera complacerle, porque subieron por delante.

Frank fumaba su cigarrillo, el otro tenía como un cuarto de puro en la boca. Hubiera podido tirarlo y haber preferido sentarse en el interior. Pero Frank, excepto cuando era muy niño y le obligaban a ello, nunca se sentaba en el interior de un tranvía. Le producía angustia, no sabía por qué motivo.

El hombre se quedó en la plataforma.

El tranvía, después de cruzar los puentes, atraviesa casi toda la parte alta de la ciudad y termina su recorrido en un barrio de viviendas obreras, a dos pasos del campo. Pero pasaron cerca de las oficinas militares, y el hombre no bajó. Sólo tres calles más allá hizo una seña a Frank, y fueron a esperar otro tranvía bajo un disco amarillo.

El cielo era brillante, aquella mañana se tenía la impresión de que la ciudad centelleaba en todos sus cristales, en toda su nieve, en todos sus tejados blancos. ¿Está deformando alguna cosa? Sin embargo hay un detalle que no engaña. Mientras esperaban su segundo tranvía dejó caer en la nieve la colilla de su cigarrillo. La nieve suele ser dura y estar recubierta de una corteza. El tabaco hubiera debido seguir consumiéndose durante un rato. Pero el cigarrillo se apagó, como absorbido por la humedad de la nieve al sol. Con menos rigor, diríase que se hundió en la nieve con un pequeño ruido.

Éste es el tipo de pormenores a los que está atento, porque son los puntos de referencia. De no ser por ellos, se abandonaría a pensar cualquier cosa y a creerlo.

El segundo tranvía que cogieron sigue una especie de bulevar periférico que cruza barrios que ya no son propiamente la ciudad, pero que tampoco son aún los arrabales. En varias ocasiones subieron para un corto trayecto mujeres que llevaban bolsas con comida; Frank las ayudaba, si era preciso, sin que el hombre tuviese nada que decir.

Por un momento llegó a preguntarse si todo aquello no era una broma. ¿De Kromer? ¿De Timo? ¿Una venganza del inspector en jefe Kurt Hamling?

Hizo bien al no manifestar nada. En general, está contento de sí mismo, incluso ahora que ha tenido tiempo de pasar por el tamiz hasta los detalles más nimios. Otros, sin duda, hubieran hecho preguntas, o se hubieran indignado, o quizás hubiesen bromeado groseramente. Con sencillez, con dignidad, adoptó una actitud calcada a la del hombre, que debe de ser un funcionario subalterno, un simple inspector sin instrucciones especiales respecto a él.

Sin duda le habían ordenado: «Tráiganos a ese joven». Y añadieron: «Vete con cuidado. Va armado».

La práctica es lo que le permitió saber enseguida en qué bolsillo llevaba Frank el revólver. Frank aún está más orgulloso, por lo que se refiere a su propia actitud, de no haberse puesto a fumar nerviosamente un cigarrillo tras otro. Cuando tiraba uno, se imponía mentalmente: «No encender otro antes de dos paradas de tranvía».

Bajaron en un barrio muy claro, un barrio nuevo, que la gente de la ciudad apenas conocía, donde los ladrillos son aún de color rosa, la pintura reciente, y justo enfrente de la parada del tranvía había unos edificios espaciosos precedidos de un patio, con una verja muy alta.

Es un colegio. En la puerta hay una garita con un centinela, pero el lugar no tiene nada de siniestro; justo enfrente, Frank ha visto un pequeño café parecido al del señor Kamp, aunque más nuevo.

—Quizá tengamos que esperar un poco. Hemos llegado antes de tiempo.

Desde la frase que le dirigió al abordarle, éstas son las primeras palabras que pronuncia el hombre. Las ha dicho con aire preocupado, como si temiese estar en falta. Frank se percata de que los demás días nunca salía tan temprano, y que si lo había hecho aquella mañana era debido a que no quedaba nada de beber en la casa.

¿Lo sabe ya Lotte? ¿Y Holst? ¿Y Sissy?

Se mantiene tranquilo. Nunca ha dejado de estar tranquilo. Por mucho que luego haya reflexionado sobre lo que hizo o dijo, está satisfecho de sí mismo. No es impresionante entrar en el patio de una escuela, aunque haya una garita con un centinela junto a la verja.

Se dirigieron hacia la derecha, subieron unos peldaños, el hombre le precedió hasta una puerta acristalada, que abrió para dejar pasar primero a Frank.

Es difícil decir lo que había sido antes aquel pequeño edificio. ¿Tal vez la vivienda de los porteros? Hay un banco, y el cuarto queda cortado en dos por un pupitre que parece un mostrador. El maderamen y los muebles están pintados de gris claro. El hombre se dirigió hacia una estancia contigua, donde pronunció unas palabras, y volvió para sentarse al lado de Frank.

No parecía más contento que éste. Al contrario. Parece una persona triste, escrupulosa. Ha cumplido su deber sin alegría o contra su conciencia. Aún conserva entre los labios la colilla del puro empapada de saliva que empieza a oler mal. No protesta cuando Frank aplasta su cigarrillo en el suelo y enciende otro.

Es lo que Frank llama un «desgraciado», un tipo como Kropetzki, alguien que ha nacido para que le zurren. Debe de haber personajes más importantes en la habitación de al lado, cuya puerta continúa abierta, pero de la que no se ve más que la parte superior, a causa del mostrador que oculta el resto. Frank y su compañero han llegado en una pausa. Apenas ha encendido el cigarrillo cuando se oye el golpe sordo de un puñetazo en una cara; luego no se oye ningún gemido, sólo la voz del que ha pegado, o de otro, que pregunta:

—Desembucha.

Frank lamenta no poder ver, pero no se atreve a ponerse en pie; espera los golpes que se suceden, sin otro resultado, una sola vez, que arrancar un leve estertor de aquel que los recibe.

—Desembucha, puerco.

Frank permanece impasible. Se siente seguro. Ha tenido dieciocho días para pensarlo, y es completamente sincero consigo mismo.

Aunque aquello le despertó la curiosidad. Y se preguntó: «¿Será verdad que los desnudan del todo?».

Verosímilmente le llegaría el turno de un momento a otro. ¿Por qué se le ocurre pensar en el vientre de Minna? Porque según cuentan, dan puntapiés y rodillazos en las partes. Esto le hace palidecer. Sin embargo, el tipo del otro cuarto no rechista. En los momentos de silencio se adivina su respiración un poco silbante.

—¿Sigues diciendo que no eres tú?

Un golpe. Con un poco de costumbre, debe de ser posible determinar por el ruido la parte del cuerpo que es golpeada.

Un alud de golpes esta vez. Luego un gemido sordo. Luego nada más.

Sólo unas pocas palabras pronunciadas en tono de reproche en una lengua extranjera.

¿Y si han organizado todo esto únicamente para asustarle? Tendrá que averiguarlo. Claro que es difícil de creer. Ya no piensa como la gente de fuera. Pero todavía no piensa como sus vecinos. Se esfuerza por permanecer lúcido, por buscar en todo el término medio. Está convencido de que lo conseguirá. No se saldrán con la suya.

Sobre todo porque tal vez todo sea una prueba. No hay que hablar así a Lotte ni a Kromer, ni siquiera a Timo. Él ha adelantado mucho desde la última vez que los vio. Ellos no. Siguen con su vida mezquina, siguen razonando de la misma forma, de modo que no pueden avanzar.

Tiene ganas de sonreír cuando recuerda lo que Timo le dijo a propósito de la tarjeta verde y de los sectores.

¿Está Frank ahora en un sector o no?

¿Es un sector serio?

Si Timo pasara por la calle, vería la verja con el centinela y no sospecharía nada. Hay que ver las cosas desde dentro, y Frank está dentro. ¿Reconocerán que está dentro?

Por su parte él reconoce que había algo de verdad en lo que le dijo Timo. Timo no era consciente de ello, hablaba porque sí, como se habla cuando se está fuera. La tarjeta verde existe. Ya que la han inventado es que tiene su importancia. Si tiene su importancia, no es menos importante que se la respete.

Tiempo atrás, para llegar a ser un simple masón, como lo eran todos los funcionarios, había que pasar unas pruebas.

Esto es lo que Timo no comprendía, esto es lo que ni Frank ni los otros supusieron. Esta idea no es la que le tranquiliza, si no se despreciaría, pero todos los días dedica cierto tiempo a considerarla, establece relaciones, profundiza en ciertos aspectos de la cuestión.

¿Por qué, en el despacho al que le llevaron no le trataron igual que a su predecesor? A éste se lo llevaron dos hombres, uno por la cabeza y otro por los pies, porque ya le habían dado lo suyo, y tal vez un poco más. Seguramente habían ido demasiado aprisa, habían tenido la mano demasiado dura. El jefe no está contento. La frase que pronuncia con voz neutra, dando un golpe sobre la mesa con una plegadera, debía de significar: «¡El siguiente!».

El compañero de Frank se ha puesto en pie, guardando la colilla del puro en el bolsillo de su chaleco. Frank se ha levantado también, con toda naturalidad.

¿Estaba convencido en aquel momento de que unos minutos más tarde se le pondría en libertad y volvería a coger el tranvía en dirección contraria?

Ya no está seguro de ello. Hay preguntas que se ha hecho demasiadas veces, que se complican cada día más. Las hay que él reserva para la mañana y otras para la tarde, para la salida o para la puesta del sol, para antes o después de la sopa. Esto también es una disciplina a la que se somete a sí mismo severamente.

—¡Venga!

¿Ha dicho «venga» el hombre? Probablemente no. No ha dicho nada. Solamente ha hecho una seña a Frank para que rodee el mostrador, o bien le ha indicado el camino guiándole.

Y entonces todo aquello se ha convertido casi en ridículo. El jefe ante el cual se presentaba se parecía tan poco a un jefe como el señor Wimmer. No llevaba uniforme. Iba vestido de gris, con una chaqueta demasiado estrecha, un cuello demasiado alto, una corbata mal anudada. Parecía embutido en sus ropas.

Era un hombre bajo de media edad, como los de las oficinas donde se distribuyen las cartillas de racionamiento, los bonos de carbón, cualquier cosa administrativa. Usaba gafas de cristales gruesos como lupas, y daba la sensación de estar esperando con cierta impaciencia la hora del almuerzo.

Y ésta era la pregunta fundamental que era la base del problema: ¿se han equivocado, sí o no?

Timo parecía suponer que son como todo el mundo, que una de sus oficinas puede muy bien ignorar lo que ocurre en la oficina de al lado. En abastos, personas que no la pedían recibían por error dos cartillas en vez de una, y otras no conseguían que les dieran una cartilla en sustitución de la que habían perdido.

Es grave, no hay que ir demasiado lejos, pero es necesario prever esta posibilidad tan cuidadosamente como las otras. Tampoco hay que olvidarse de tener en cuenta que era la hora del almuerzo, que el jefe tenía hambre y que acababa de manifestar su mal humor al ver que el cliente precedente se desmayaba.

Sin embargo, es imposible deducir algo preciso de su comportamiento. ¿Se ha dignado mirar a Frank? ¿Le conocía? ¿Tenía delante un expediente suyo?

Cuando Frank esperaba en la habitación de al lado, en el banco gris, debía de haber cinco personas en el despacho, porque ahora sólo quedaban tres, el jefe sentado y los otros dos de pie, uno de ellos muy joven, más joven que Frank, vestido con mal gusto.

O sea, dos de pie y uno sentado.

Inmediatamente Frank le tendió su tarjeta por encima del escritorio. La tenía preparada desde hacía media hora. Durante todo el trayecto del tranvía la había estado acariciando en el bolsillo. Si Timo tenía razón, aquel señor viejo podía encogerse de hombros o lanzarle un sarcasmo.

Cogió la tarjeta y, sin mirarla, la dejó cerca de él, sobre un montón de papeles. Mientras, los otros dos le registraban metódicamente los bolsillos, sin brutalidad.

No le decían nada. No le preguntaban nada. El que le había traído estaba en la puerta, no parecía vigilarle de un modo especial.

El señor viejo debía de estar pensando en otra cosa, examinando un expediente que no tenía nada que ver con él, y dejaba sin curiosidad que el contenido de los bolsillos de Frank se amontonara en un ángulo de su escritorio, incluyendo el fajo de billetes de banco.

Una vez terminado el registro, levantó la cabeza como para preguntar: «¿Ya está?».

El policía recordó un detalle y fue a dejar el revólver sobre la mesa.

—¿Nada más?

Entonces por fin, con un leve suspiro, cogió un largo impreso, una hoja de papel de un formato especial, con espacios en blanco que había que rellenar.

—¿Frank Friedmaier? —preguntó sin concederle importancia.

Escribió el nombre con letras formadas por palitos, y luego aquello duró cerca de un cuarto de hora, porque en una columna especial fue anotando, sin olvidar una caja de cerillas o un trozo de lápiz, todos los objetos que había en los bolsillos de Frank.

No le maltrataban. Nadie se ocupaba de él. Si se hubiera precipitado hacia la puerta y hubiese corrido con todas sus fuerzas, es probable que sólo el centinela hubiese disparado sobre él y que hubiera fallado.

¿Tan ridículo es pensar en una prueba? ¿Por qué van a dar una tarjeta verde a personas a las que no conocen, de las que no están seguros?

¿Por qué no le han pegado, como al otro? ¿Pero es que al otro le han pegado de veras? No es razonable que pasen esas cosas en un despacho que está abierto al primero que llega.

En dieciocho días ha reflexionado. Ha reflexionado muchísimo. No sólo sobre esto. Ha tenido tiempo de pensar en la Navidad, en Año Nuevo, en Minna, en Annie, en Bertha. Todas se quedarían muy sorprendidas, incluyendo a Lotte, si supiesen todo lo que ha descubierto acerca de ellas.

Aunque no es fácil pensar, por culpa de los vecinos. Porque aquí, igual que en la calle Verde, también hay vecinos. Semejantes al señor Holst o al señor Wimmer. Lo único diferente es que no se les ve, y eso hace tener aún menos confianza en ellos que en cualquier otro lugar.

Ya desde el primer día han intentado jugársela, pero él recela. Recela de todo. Está convirtiéndose en el hombre más desconfiado de la tierra. Si su madre fuese a verle, él se preguntaría si no han sido ellos quienes le han enviado.

Los vecinos golpean los muros, las cañerías, los radiadores. La calefacción no funciona, pero subsisten los antiguos radiadores.

No hay que olvidar que no le han metido en una verdadera prisión, sino en una escuela, en un colegio, que por lo que ha podido ver debía de ser un colegio bastante elegante.

Sus vecinos se han apresurado a mandarle mensajes. ¿Por qué?

Él no es tan tonto como para no darse cuenta de cómo es aquel lugar, y de no haber deducido de todo ello que es un privilegiado. ¿Cuántos hay a su derecha? Al menos diez, según sus cálculos. A juzgar por el acento, porque a veces puede captar palabras cuando pasan por la pasarela, casi todos son gente del campo.

Son, con toda probabilidad, lo que los periódicos llaman saboteadores. ¿Verdaderos o falsos? ¿O falsos mezclados con verdaderos?

No caerá en esa trampa.

No le han pegado. Han sido corteses con él. Le registraron, pero sin malas maneras. Se lo quitaron todo: los cigarrillos, el encendedor, la cartera, los papeles. También le quitaron la corbata, el cinturón y los cordones de los zapatos. Mientras, aquel señor de edad, con aire ausente, seguía llenando el impreso, y cuando terminó le tendió la hoja con un portaplumas, señalándole una línea de puntos y diciéndole casi sin acento:

—Firme aquí.

Él firmó. Sin pensárselo. Firmó maquinalmente. No sabe lo que firmó. ¿Hizo mal? ¿No fue, por el contrario, darles una prueba de que no tiene nada que reprocharse? Si firmó no fue por miedo a que le pegaran. Simplemente comprendió que era un trámite indispensable y que no serviría de nada rebelarse.

También sobre eso ha reflexionado mucho, y no se arrepiente de nada. Si de algo se arrepiente es de haber abierto la boca para decir: «Quisiera…».

No tuvo tiempo de decir más. El señor mayor hizo una señal con la mano, se lo llevaron y le hicieron cruzar un segundo patio, éste con el suelo enladrillado, por lo que pudo suponer viendo los caminos abiertos en la nieve. ¿Qué iba a decir? ¿Qué es lo que hubiera querido? ¿Un abogado? Claro que no. No es tan ingenuo. ¿Comunicarse con su madre? ¿Revelar el nombre del general? ¿Avisar a Kromer, o a Timo, o a Ressl, que se acordó de él en el café de Taste y le saludó con la mano?

Ha sido mucho mejor que no tuviera tiempo de terminar la frase. Hay que perder la costumbre de pronunciar palabras inútiles.

No sabía aún que todo lo que veía tenía su importancia, tendría cada día que pasaba un poco más de importancia. Solemos pensar: «Una escuela».

Y eso da una imagen convencional.

Cuando en realidad, los detalles más pequeños acaban convirtiéndose, en ciertos casos, en tan valiosos que uno se reprocha a sí mismo no haberse fijado más.

Un espacioso patio interior que ha debido de parecerle aún más grande, porque en aquel momento estaba inundado de sol. Un edificio alargado, de dos plantas, con ladrillo nuevo, y que no debe de tener escaleras interiores, porque, lo mismo que en un barco, se ven por la parte de fuera escaleras de hierro, corredores suspendidos que parecen pasarelas y que dan acceso a todas las aulas.

¿Cuántas aulas hay? Lo ignora. Se tiene la impresión de inmensidad. Al otro lado del patio se levanta otro edificio, la sala de actos o el gimnasio, iluminado por ventanas muy altas, como ventanas de iglesia; eso recuerda un poco la curtiduría. Luego está el patio de recreo cubierto, que tiene en parte ante los ojos, desde hace dieciocho días, con bancos de madera negra, pupitres, todo el mobiliario escolar amontonado hasta el techo.

Aunque hubieran añadido barrotes a las ventanas, no es una verdadera prisión. Casi no se ven guardianes. Lo único que ha visto en el patio al pasar han sido dos soldados armados con metralletas.

De todas formas, de noche todo se vuelve un poco más impresionante, cuando los proyectores iluminan las cercanías.

Como las ventanas no tienen postigos, la luz no deja dormir, uno se despierta sobresaltado.

En resumen, ya que no hay centinelas tiene que haber una torre de vigía en el tejado, de donde sale la luz de los proyectores, con ametralladoras y bombas. A ciertas horas se oyen pasos por una escalera de hierro que no puede conducir a ningún otro sitio.

De todos modos, de una forma u otra, por la razón que sea, no le tratan como a los prisioneros ordinarios. No se engañó al notar la cortesía —fría, pero cortesía a pesar de todo— de aquel señor mayor con gafas.

A su derecha, pues, hay al menos diez, quizá más, es imposible saberlo, porque continuamente hay cambios. A la izquierda son tres, tal vez cuatro, y uno de ellos es un enfermo o está loco.

No es una celda, es un aula. ¿Para qué debía de servir cuando funcionaba la escuela? Para clases que no tenían muchos alumnos, clases del último año probablemente. Sin embargo, como celda es inmensa, en modo alguno a la escala de un solo hombre. Eso le desazona, no sabe dónde meterse. Su cama parece minúscula. Es una cama metálica, del antiguo ejército, sin muelles, con unas planchas de madera que sirven de somier. No le han dado colchón. Sólo dispone de una manta gris y rasposa que huele a desinfectante.

Eso le repugna más que si oliera a sudor, incluso más que si estuviera impregnada de olores humanos. Ese olor a productos químicos le hace pensar en un cadáver. Sólo hay que desinfectar las mantas cuando se han utilizado con alguien que ha muerto. Y ha habido hombres que sin duda han muerto en este sitio. Algunas inscripciones han sido cuidadosamente borradas. Aún pueden verse corazones con iniciales, como en las cortezas de los árboles, en el campo, banderas que ya no se pueden identificar, pero lo que más hay son palitos marcando los días, con una barra transversal para las semanas.

Le resulta difícil encontrar un lugar virgen, apartado, para llevar su propia cuenta, y ya está en su tercera barra transversal.

No responde a los mensajes. Ha decidido no responder, ni siquiera tratar de entenderlos. Durante el día un soldado va y viene por la pasarela, y de vez en cuando pega su cara a los cristales. De noche confían en los proyectores y casi no se oyen los pasos de las botas.

Como oscurece muy temprano, no tarda en oírse un verdadero estruendo; las paredes y las cañerías resuenan. Él no comprende nada. Sólo necesitaría hacer un esfuerzo y tener un poco de paciencia. Eso debe de ser como un alfabeto morse simplificado.

Definitivamente no quiere enterarse. Está solo. Así es mejor. Le han hecho el favor de dejarle solo, y debe de haber una causa. Peor para él si eso significa que su caso es más grave. Por otra parte, tiene ya suficiente experiencia como para ponerlo en duda.

Del cuarto de la derecha, donde casi todos los días encierran a nuevos presos, llevan a fusilar como mínimo varias veces por semana. Su cuarto parece el de cualquiera. Como si echaran mano de él un poco al azar, como en un vivero.

Esto sucede justo antes de que salga el sol. ¿Consiguen dormirse? A menudo se oye a alguien que gime o que, en medio de la noche, prorrumpe en un grito. Probablemente sean los jóvenes.

Del patio llegan soldados, siempre dos, y sus pasos resuenan en la escalera de hierro y luego en la pasarela. Al principio Frank se preguntaba cada vez si irían a por él. Ahora no rechista. Los pasos se detienen delante del aula contigua. Tal vez entre los que están allí encerrados haya alguien que fue alumno.

Entonces todo el mundo se pone a aullar un canto patriótico, luego se ve pasar vagamente, en la noche que termina, a los soldados precedidos de dos o tres individuos.

Si lo hacen intencionadamente no puede estar mejor calculado. La hora está tan bien elegida que Frank ni una sola vez ha podido distinguir los rasgos de una cara. Sólo siluetas. Hombres que andan, con las manos a la espalda, sin abrigo, sin sombrero, a pesar del frío. E invariablemente con el cuello de la chaqueta levantado.

Deben de conducirles a un último despacho, porque aún transcurre cierto tiempo, y empieza a amanecer en el momento en que los pasos cruzan el patio. Sucede cerca de la parte cubierta de recreo. Si estuviera dos o tres metros más allá Frank podría verlo todo por la ventana, pero nunca ve más que la parte superior del cuerpo del oficial que manda el pelotón.

Puede volver a dormirse. Porque le dejan dormir. Ignora qué es lo que pasa en las otras aulas. Sin duda no es lo mismo, porque siempre se oye ruido muy de mañana. A él le dejan tranquilo hasta el momento en que le llevan el desayuno, un cocimiento de bellotas sin azúcar con un pedacito de pan viscoso.

La estúpida de Bertha estaría contenta. Pero no le hace ascos. Bebe hasta la última gota. Se lo come todo. No está dispuesto a que puedan con él. Ha trazado sus planes desde el primer día.

Sólo se permite pensar en tal o cual asunto a su hora. Lo tiene todo distribuido en la cabeza. A veces es difícil ajustarse al horario. Los pensamientos tienen tendencia a mezclarse. Entonces, para tener tiempo de ordenar sus ideas, fija los ojos en un punto negro de la pared, bastante arriba, donde en la época de la escuela debía de colgar el crucifijo.

—Bertha es una puta idiota, pero no ha sido ella.

Pero como no es su hora, como no le toca el turno a la calle Verde, reanuda su razonamiento en el punto en que lo abandonó la víspera.

A veces Sissy o Holst se interponen. Sissy, por ejemplo, recogiendo el bolso con la llave, cuando en realidad no sabe si lo recogió, ni siquiera si lo vio. No tiene importancia, pero está prohibido por la regla que se ha fijado. En cuanto a Holst, se ha convertido, por así decirlo, en el enemigo número uno. Él es quien vuelve a su mente con mayor frecuencia, con sus botas de fieltro gris, su abrigo, su tartera de hojalata, sus facciones blandas, y lo más curioso es que Frank es incapaz de reconstruir su rostro. No es más que una mancha. Más exactamente una expresión.

¿La expresión de qué? Si no anda con cuidado, se abandona a pensar en ello durante minutos y minutos, bueno, durante demasiado tiempo, porque aquí no tiene nada para contar los minutos… si fuera indispensable tendría que tomarse el pulso para medir el tiempo.

¿Cómo podría llamarse la mirada que cambiaron cuando Holst estaba junto a su ventana y Frank esperaba el tranvía?

¿No hay un nombre para eso?

Pues bien, la expresión de Holst tampoco tiene nombre. Es un misterio, un enigma. Y cuando uno se encuentra en la situación de Frank no tiene derecho a preocuparse por los enigmas, aunque de momento parezca que esto le tranquiliza.

Hay que volver a las cuestiones una a una, incansablemente, esforzándose por permanecer frío, lúcido, y no dejarse dominar por una mentalidad de prisionero.

Esto era así.

Pasó aquello.

Fulano, y el otro y el otro pudieron actuar de esta forma.

Sin descuidar nada, ni los detalles ni las personas.

Durante todo el día lleva puesto el abrigo, con el cuello levantado, sin quitarse el sombrero, y pasa casi todo el tiempo sentado al borde de la cama. Sólo le vacían el cubo una vez al día, y este cubo no tiene tapadera.

¿Por qué es otro preso quien se lo vacía? ¿Por qué Frank no participa del paseo, cuando al menos tres de sus vecinos de la izquierda sí toman parte en él?

No tiene ningunas ganas de dar vueltas y vueltas por el patio. No los ve. Los oye. No tiene ganas de nada. No se queja. Nunca ha intentado conmover a sus guardianes, que cambian casi todos los días, no gime, como otros deben de hacerlo, con la esperanza de obtener un cigarrillo, o al menos dar una calada al del soldado.

Esto era así.

Estaba Frank.

Luego pasaba esto y aquello.

Los vecinos de la calle Verde, Kromer, Timo, Bertha, Holst, Sissy, tío Kamp, el viejo Wimmer, y otros más, incluyendo al violinista, Carl Adler, el rubio del segundo piso, y hasta Ressl, hasta Kropetzki. No hay que omitir a nadie, no tiene lápiz ni papel, pero todos los días repasa su lista completa, infatigablemente, anotando al margen todo lo que pueda tener algún interés, por ínfimo que sea.

Estaba Frank…

La cara de Holst, o, mejor dicho, la expresión de Holst, no va a distraerle de la tarea a que se dedica.

Probablemente Sissy está curada.

Curada o muerta.

Lo que cuenta es la lista, reflexionar, no olvidar nada, evitando dar a las cosas más importancia de la que tienen.

Estaba Frank, hijo de Lotte…

Esto le recuerda la Biblia, y sonríe desdeñosamente porque le suena a juego de palabras. No ha venido a la cárcel para hacer juegos de palabras.

Además, no le han metido en una cárcel, sino en una escuela, y esto tiene que significar algo.