El jueves tuvo lugar la escena con Bertha. Eran casi las doce y Frank, que había vuelto hacia las cuatro de la madrugada, aún dormía. Era la tercera vez desde el domingo. Y el hecho de que aún siguiera acostado siendo tan tarde, desorganizando así el trabajo de la casa, tal vez guardase alguna relación con el origen de la disputa. Después ya no pensó en preguntar nada.
Había bebido mucho. Se había empeñado en servir de guía por los cabarets a dos parejas desconocidas y a las que pagaba la bebida, sacando cada vez del bolsillo el grueso fajo de billetes. Cuando la patrulla les detuvo mientras cantaban en la calle, exhibió su tarjeta verde y les dejaron en paz.
En la casa había una nueva pupila a la que nadie había ido a buscar, que se había presentado por sí misma y con una segura tranquilidad. Su nombre era Annie.
—¿Ha trabajado ya? —le preguntó Lotte, examinándola de pies a cabeza.
—¿Quiere usted saber si he hecho el amor? En esto puede estar tranquila. Más que de sobra.
Y cuando Lotte le preguntó acerca de su familia, ella repuso:
—¿Qué prefiere que le diga? ¿Que soy hija de un militar de graduación o de alto funcionario? Mire usted, si tengo familia en algún lugar, no vendrá a incordiarla, se lo prometo.
Al lado de las otras, de todas las que habían pasado por allí, parece un pura sangre. Sin embargo, era muy bajita, delgada y a la vez rechoncha, de cabellos oscuros, con una piel dorada sin el menor defecto, que recordaba a un trabajo de orfebrería. Aún no tenía dieciocho años, pero ya era tiñosa.
Cuando vio que las otras lavaban los platos, por ejemplo, fue a sentarse en el salón y se puso a leer una de las revistas que había traído. Por la noche hizo lo mismo, y al día siguiente le dijo a Lotte:
—Supongo que no esperará que encima le sirva de fregona, ¿no?
Minna había vuelto a trabajar, aunque le persistían los dolores. Sin embargo, los clientes elegían casi siempre a la nueva. No dejaba de ser curioso. Frank, intrigado, se había subido a la mesa. La chica conservaba una dignidad sorprendente. Eran ellos quienes parecían envilecerse, mostrarse bajo una apariencia ridícula u odiosa. Frank adivinaba las palabras que ella pronunciaba sin sonreír, también sin mal humor, con una indiferencia de gran estilo:
—¿Quieres que me vuelva del otro lado? ¿Más arriba? ¿Más abajo? Así. ¿Y ahora qué?
Mientras los hombres la manipulaban, ella miraba al techo con sus hermosos ojos de animal libre. De este modo su mirada se cruzó con la de Frank, a quien debía de ver vagamente a través de los cristales. Él estuvo preguntándose durante largo rato si la muchacha había llegado a verle, porque no tuvo ni un estremecimiento, no manifestó la menor sorpresa; seguía esperando, con el pensamiento puesto en otra parte, a que el hombre se diera por satisfecho.
—¿La patrona te encarga que vigiles? —preguntó un poco más tarde.
—No.
—¿Eres un vicioso?
—Tampoco.
Se encogió de hombros. A causa de ella, Minna y Bertha dormían en la misma cama, y Frank había vuelto a su catre de la cocina. El martes por la noche se metió en la cama de Annie, y ella le dijo:
—Si es para que se te pase el capricho, date prisa, porque supongo que tengo que hacerlo con el hijo de la patrona. Pero no creas que vas a pasar la noche en mi cama. Me horroriza dormir con alguien al lado.
Minna había intentado hacer amistad con ella, pero la nueva dedicaba todo su tiempo a leer. Bertha se veía reducida progresivamente al papel de criada, y evitaba dirigir la palabra a la recién llegada, sirviéndola de mala gana, porque Annie se hacía servir como si ejerciese un derecho. Incluso tuvieron que ayudarla a lavarse el pelo y a secarlo.
Frank dormía cuando empezó la riña. Como todas las mañanas, habían empujado su cama —con él dentro— hasta el cuarto del fondo. Mucho más tarde oyó los gritos y reconoció el acento de Bertha, a quien nunca había visto furiosa. Las palabras que articulaba tampoco formaban parte de su vocabulario habitual, que era tímido, bien educado.
—Estoy harta de esta barraca, no me quedaré aquí ni un día más. Además, con las cochinadas que pasan aquí no es posible que esto dure mucho, y prefiero estar lejos cuando se las carguen.
—Bertha —ordenaba Lotte con voz muy aguda—, por favor, cállate, ¿me oyes?
—Por mí, puede usted gritar todo lo que quiera. Pero no se lo aconsejo. Hay mucha gente en la casa que no la pierde de vista, y que si se atreviera le iba a dar que sentir.
—Bertha, te lo ordeno…
—¡Ordene, ordene! Ayer mismo, en el mercado, un chiquillo que no levantaba dos palmos del suelo me escupió en la cara, y no era por mí. Era por usted. ¡Me gustaría saber por qué ahora no le devuelvo el escupitajo!
¿Lo hubiera hecho? Probablemente no. Era alguien que acumulaba durante largo tiempo sus rencores, y ahora que les daba rienda suelta, salían como en cascada. No había visto a Frank entrar en la cocina tras ella, descalzo, en pijama. Por eso se quedó como alelada cuando, hablando del escupitajo con la mirada fija en Lotte, recibió inesperadamente un bofetón, un bofetón que venía de un lugar donde creía que no había nadie.
Cuando reconoció a Frank, apretó las mandíbulas.
—¿Eres tú, eres tú, mocoso? A ver si te atreves a volver a hacerlo de nuevo.
Lotte no tuvo tiempo de interponerse entre los dos y se oyeron dos nuevas bofetadas, tan sonoras como las que se dan los payasos en el circo. Bertha, con la cara como un tomate, se abalanzó sobre él, tratando de cogerle por algún sitio, mientras Frank se esforzaba por mantenerla a distancia.
—¡Bertha! ¡Frank!
Minna se había refugiado en el salón, mientras que Annie asistía a los hechos con la espalda apoyada en el marco de la puerta, fumando un cigarrillo con una larga boquilla de marfil.
—Un mocoso, sí, eso es lo que eres. ¡Un jovencito crápula que se cree que puede permitírselo todo porque su madre tiene un burdel! Y capaz de cochinadas que ruborizarían a la más tirada de las putas. ¡Suéltame! Suéltame o grito con todas mis fuerzas para que acudan los vecinos. Ni con tu revólver ni con tus malditos papeles podrás desembarazarte de ellos cuando se lancen sobre ti…
—¡Frank!
La soltó. Su mejilla arañada sangraba un poco.
—Espera a que te acorralen. No te falta mucho. No siempre habrá soldados extranjeros en el país para protegerte, a ti y a los que son como tú.
—Ven conmigo y saldaremos cuentas, Bertha.
—Me iré cuando me dé la gana, señora. Mañana por la mañana ya verán todos, cuando aquí no haya nadie para hacer el café y vaciar los orinales… ¡Y pensar que hasta tenía que traer carne de cerdo de la casa de mis padres!
—Ven, Bertha.
Se volvió por última vez hacia Frank, con los ojos brillantes, y le escupió a manera de adiós:
—¡Canalla! ¡Asqueroso canalla!
Y sin embargo, era la más afectuosa cuando se acostaba con ella, de una ternura un poco maternal.
Es probable que Bertha no diga nada. Lotte está inquieta. Debería pensar que ya se ha visto en muchas situaciones así. Escenas como aquella las ha habido muchas veces en su casa, sin que tuviesen consecuencias. Ha tratado de escuchar, cuando Bertha baja con su hatillo, para saber si se entretiene hablando con algún vecino o con el portero. Era improbable, porque Bertha tenía tan mala fama como ellos. ¿No fue a ella a quien escupió aquel niño? Lo más fácil es que también se metieran con ella.
Ve cómo espera un tranvía en la esquina de la calle, quizá ya lamentando lo que ha hecho.
Pero Lotte lamenta mucho más que se vaya. Aunque Bertha no entusiasmaba a los hombres, a pesar de todo siempre terminaba por satisfacerles, y además tenía la ventaja de que ella sola hacía casi todo el trabajo de la casa.
Ahora tendrá que hacerlo Minna, que no es tan fuerte, y que todavía sufre de dolores en el vientre. En cuanto a Annie, lo máximo que puede esperarse de ella es que se haga la cama por la mañana.
Y luego están los encargos, las colas, donde es inevitable encontrarse con la gente del barrio, a veces con los otros vecinos de la casa.
—No deberías haberla abofeteado. En fin, ahora ya está hecho.
Observa la piel pálida, las ojeras de su hijo. Frank nunca había bebido tanto. Nunca había salido tanto sin decir adónde, con la mirada dura y el revólver siempre cargado en el bolsillo.
—¿Crees que es prudente pasearse con eso?
No se toma la molestia de contestar ni de encogerse de hombros. Ha tomado una nueva costumbre que pronto se convierte en un tic: mira a la gente que le habla como si no la viese, y sigue actuando como si no hubiera oído nada.
Ni una sola vez ha tenido la suerte de tropezar con Holst en la escalera, que sube y baja cinco o seis veces al día, mucho más a menudo que antes. Es probable que Holst haya pedido algunos días libres a la compañía de tranvías para poder cuidar a su hija. Frank creía que iba a verse obligado a salir, aunque sólo fuese para comprar medicamentos, comida. Pero lo han arreglado de otro modo. Por la mañana, el viejo Wimmer llama a casa de sus vecinos, y es él quien se encarga de irlo a buscar todo. En una ocasión en la que la puerta se había quedado entornada, Frank le vio con un delantal de mujer y limpiando el piso.
El médico viene una vez al día, alrededor de las dos. Frank se las ingenia para cruzarse con él cuando se va. Es un hombre bastante joven, que tiene un aire atlético. No parece inquieto. Claro que no es ni su hija ni su mujer. ¿Acaso Holst también está enfermo? Frank ha pensado en esta posibilidad. Pero el miércoles, en el momento de coger el tranvía, se volvió maquinalmente hacia la ventana y lo vio junto a la abrazadera de las cortinas. Sus miradas se cruzaron desde lejos, Frank está convencido. Evidentemente, no podía pasar nada, y sin embargo Frank se quedó turbado por aquel cruce de miradas. Los dos habían permanecido tranquilos y serios, sin odio, sólo como si entre ellos se abriese un gran vacío.
Su madre se preocuparía más si supiera que todos los días, y en ocasiones, dos veces, entra en el cafetucho de la parada del tranvía, el local en el que hay que bajar un escalón. Esto es casi una provocación, porque allí no se le ha perdido nada. Los clientes habituales se callan cuando entra, y se ponen a mirar ostensiblemente hacia otra parte. El patrón, el señor Kamp, casi siempre sentado a una mesa con ella —con la que a menudo juega a las cartas—, se levanta refunfuñando para ir a servirle.
El lunes Frank pagó su consumición con un billete muy grande que desprendió de su fajo.
—Lo siento —dijo el señor Kamp rechazándolo—. No tengo cambio.
Frank dejó el billete sobre el mostrador y se limitó a decir mientras salía:
—¡Quédese con la vuelta!
Hubiese jurado que el martes los habituales le estaban esperando, y eso le produjo como un leve estremecimiento. Ahora le suceden esas cosas. Un buen día pasará fatalmente algo, es imposible prever cuándo ni exactamente qué. Pero también puede ocurrir en ese cafetucho antañón y tranquilo. ¿Por qué los clientes han mirado al señor Kamp con aire de complicidad y unas sonrisas apenas disimuladas?
El patrón le ha servido sin decir ni una palabra, y en el momento en que Frank iba a pagar, ha sacado un sobre que estaba muy a la vista sobre un estante, entre dos botellas, y se lo ha tendido.
Por el tacto Frank ha reconocido billetes de banco y calderilla. Es el cambio del billete grande de la víspera.
Ha dado las gracias y se ha ido. Eso no le ha impedido volver. Ha estado a punto de pelearse con Timo. Eran las dos de la madrugada. Había bebido mucho. Veía en un rincón, en compañía de una mujer, a un hombre cuya cara no le gustaba. Frank, apoyado en el mostrador, ha enseñado su revólver a Timo diciendo:
—¡Cuando salga, a ese tipo me lo cargo!
Timo le ha mirado con dureza, sin la menor amistad.
—¿Estás loco o qué?
—No estoy loco. Tiene mala pinta y me lo cargaré.
—A ver si soy yo quien se te carga de un puñetazo.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que últimamente no me gustan tus modales. Si te gustan esas cosas ve a divertirte a otro sitio, pero no en mi casa. Te advierto que si tocas a ese tipo hago que te encierren inmediatamente. Eso para empezar. Y a partir de ahora me harás el favor de dejar tu juguete donde te dé la gana, porque si no no entrarás aquí. Ya lo sabes. Ahora, el único consejo que puedo darte es que bebas un poco menos. Eso te hace chulear y aún no tienes edad para esas cosas.
A decir verdad, al cabo de un rato Timo fue a disculparse. Y esta vez intentó hacerle entrar en razón.
—A lo mejor me he pasado un poco, pero es por tu bien. Hasta tu amigo Kromer opina que te estás volviendo peligroso. Yo no quiero saber lo que os lleváis entre manos. Lo único que sé es que desde hace algún tiempo tú te figuras que has llegado arriba de todo. ¿Te parece juicioso exhibir tus fajos de billetes delante de cualquiera? ¿Te crees que la gente no sabe cómo se gana el dinero?
Frank le enseñó su tarjeta verde. Timo no pareció impresionado. Aunque sí un poco incómodo. Hizo que se la volviera a guardar en el bolsillo.
—Eso también es mejor que no lo enseñes demasiado.
Por tercera vez volvió a la carga. Con Timo las conversaciones se desarrollan en varias etapas, porque los clientes le llaman sin cesar desde todos los rincones.
—Escucha, chico. Ya sé que vas a pensar que me das envidia, pero lo que tengo que decirte te lo diré. No quiero decir que esos papeles no valgan nada. Pero la manera de utilizarlos… Y además hay cosas más complicadas.
No tenía ganas de dar más explicaciones.
—Por ejemplo, ¿qué?
—¿De qué sirve hablar de eso? Siempre se habla demasiado. Yo me llevo bien con ellos. Me dejan en paz. Hay algunos que me traen la mercancía y son bastante formales haciendo negocios. Quizá porque veo a muchos y de todas clases, hay cosas que adivino.
—¿Cuáles?
—Voy a citarte un caso. Hace aproximadamente un mes, estaba allí, en la tercera mesa, un oficial superior, un coronel, todo un tipo, aún joven, sanguíneo, con el pecho lleno de medallas. Estaba acompañado de dos mujeres, y no sé lo que les contaba, yo estaba ocupado en otras cosas; en cualquier caso, se reían estrepitosamente. En un determinado momento sacó la cartera del bolsillo, probablemente con la intención de pagar. Las mujeres la cogieron y se pusieron a jugar con ella. Los tres estaban borrachos. Se iban pasando de una a otra papeles, fotografías. Yo estaba en el mostrador. Entonces vi que se levantaba un tipo al que no había prestado atención, un tipo cualquiera, vestido de paisano, como se ven tantos por la calle. Ni siquiera iba bien vestido. Se acercó a la mesa y el coronel le miró con aire azorado, tratando aún de sonreír. El otro le dijo una palabra, sólo una, y el oficial superior se levantó rápidamente y se cuadró ante él. Recuperó la cartera que tenían las mujeres. Pagó. Era como si presenciáramos cómo se deshinchaba. Dejó plantadas a sus amigas, sin ninguna explicación, y se fue con el paisano.
—¿Y a mí qué me importa todo eso? —gruñó Frank.
—Parece ser que al día siguiente le vieron en la estación tomar un tren con destino desconocido. Esto es lo que significa. Hay tipos que parecen muy importantes y que tal vez lo sean llegado el momento. Pero nunca, fíjate bien en eso, nunca tanto como dicen, porque por muy poderosos que sean aún hay otros más poderosos que ellos. Lo que pasa es que a éstos no se les suele conocer.
»Uno trabaja en una oficina en la que todo el mundo te estrecha la mano, y cree que tiene las espaldas bien guardadas. Pero en aquel mismo momento, en otra oficina que no tiene nada que ver con la primera, alguien está fichándote.
»Si quieres que te diga lo que pienso, tienen varios sectores. Y que tú estés a bien con un sector no significa que puedas correr muchos riesgos en otro.
Frank recordó la conversación al día siguiente por la mañana, y entonces le inquietó, sobre todo porque tenía resaca. En él era ya una costumbre. Todas las mañanas se promete ir con cuidado, pero vuelve a empezar enseguida, precisamente porque necesita beber un trago para sentirse otra vez con ánimos.
Ahora le sorprende la relación que ve entre lo que le dijo Timo y una frase pronunciada por Lotte y a la que entonces no prestó atención.
—Se nota que se acerca la Navidad —dijo—. Las caras empiezan a cambiar.
Eso significa que su clientela cambia, al menos por lo que se refiere a los ocupantes. Para ella es cada vez un período desagradable, porque la hace vivir en la inquietud. Cada tres meses, o cada seis —por lo común coincidiendo con las grandes fiestas del año, pero eso probablemente no es más que una casualidad—, hay traslados de personal, tanto civil como militar. Unos vuelven a su país, y otros vienen de allí, otros que aún no tienen las mismas costumbres, y cuyo carácter se desconoce. Todo tiene que volver a empezar. Cada vez que llama alguien nuevo, Lotte se cree obligada a representar la comedia de la manicura, y sólo se tranquiliza cuando el cliente pronuncia el nombre de pila del camarada que le ha enviado.
Sin saber exactamente por qué, a Frank no le gustaría que su general se fuese. Le llama su general, aunque no le conozca ni nunca le haya visto. Quien le conoce es Kromer. Su pasión por los relojes tiene algo de ingenuo y de tranquilizador. Frank es como su madre. Se siente más cómodo con las personas que tienen una pasión. Por ejemplo, cuando uno conoce los vicios de Otto, ya no es posible tenerle miedo. Por cierto, éste es alguien de quien Frank podrá echar mano algún día. Seguro que estará dispuesto a pagar lo que sea para evitar que se divulguen algunos de sus hechos y sucesos.
Ha vuelto a salir el sol, y la helada cobra un aspecto alegre. La última nieve aún no ha tenido tiempo de ensuciarse, y en algunos barrios los parados que ha contratado la ciudad, aún se ocupan de formar montones deslumbrantes a lo largo de las aceras.
Tiene la impresión de que Kromer le evita. Claro que también Frank evita a Kromer. Entonces, ¿por qué se preocupa? ¿Y por qué decir que se preocupa cuando está completamente tranquilo y es él, por su propia voluntad y con todo conocimiento de causa, quien hace todo lo posible por atraer sobre sí mismo la mala suerte?
Como ir al café de Kamp, por ejemplo. Sin duda hay agentes clandestinos y miembros de las ligas patrióticas entre los parroquianos de aquel cafetucho. Como los hay en las colas, ante las que pasa sabiendo bien que ya sus ropas y sus zapatos constituyen una provocación.
Se ha encontrado dos veces con Carl Adler, el chófer de la camioneta que le llevó al pueblo, la noche de la señorita Vilmos. Es curioso: dos veces en cuatro días, casualmente, y las dos en lugares imprevistos: la primera delante del Lido; la otra, en un estanco de la parte alta de la ciudad.
Ahora bien, antes nunca se habían encontrado. O, mejor dicho, como no le conocía, es posible que se cruzaran cien veces sin que se fijara en él.
Así es como uno empieza a preocuparse.
¿Ha sido intencionado, por prudencia o por una especie de honradez por lo que Adler ha fingido no conocerle?
Todo eso carece de importancia. En caso de tenerla, habría algún manejo oculto, y Frank estaría encantado. Aunque hay un detalle en el que no deja de pensar. Delante del cine, Adler no estaba solo. Le acompañaba un hombre que vive precisamente en su misma casa.
Es alguien que sólo ha visto de pasada por las escaleras. Sabe que vive en el segundo piso, en la puerta de la izquierda, que está casado y que tiene una hija pequeña. Debe de tener veintiocho o treinta años. Es un joven delgado, sin mucha salud, de barba rala y demasiado rubia. No es un obrero. ¿Tal vez un funcionario? No, porque Frank observa que no se tropieza con él a horas fijas, sino a cualquier hora del día, y tampoco parece un viajante de comercio.
Probablemente es un técnico, como Adler, y en este caso es natural que se conozcan.
Nunca se sabe quién pertenece a la clandestinidad o a una liga. A menudo son las personas de apariencia más inofensiva, y el rubio del segundo, con su mujer y su niñita, es el prototipo del vecino que pasa inadvertido.
Pero ¿por qué iban a querer ejecutarle aquellas gentes? Él no les ha hecho nada. En realidad, matan sobre todo a aquellos de los suyos que les traicionan, y Frank no puede traicionarles porque no les conoce. Le desprecian, eso sí es seguro. Pero, lo mismo que su madre, si algo tiene que temer es sobre todo la cólera de los vecinos, que se funda en la envidia, que no es más que un asunto de carbón, de ropa de abrigo y de comida.
Lotte no teme peligros exteriores al barrio. Comprende, ya que hasta ahora han dejado tranquilo a Frank, que no le pedirán cuentas por lo de la señorita Vilmos. Incluso la actitud de Kurt Hamling, las pocas palabras que dejó caer, sólo suponen un peligro local. De lo contrario no tendría por qué aconsejar a Frank que fuese a pasar unos días al campo o en casa de sus amigos.
Frank no ha conseguido coincidir con Holst, tal como hubiese deseado, pero se han visto de lejos. Holst, que debe de reconocer sus pasos, como Frank reconoce los suyos, le oye entrar y salir diez veces al día y podría atacarle en el rellano.
Frank no tiene miedo. No se trata de miedo. Es algo infinitamente más sutil. Es un juego que ha inventado, como cuando de niño inventaba juegos que él era el único en entender. La mayoría de las veces era por la mañana, en la cama, mientras la señora Porse preparaba el desayuno, y sobre todo cuando hacía sol. Con los ojos cerrados, pensaba, por ejemplo: «Mosca».
Luego entreabría los párpados, mirando únicamente una parte determinada del papel de las paredes. Si allí había una mosca había ganado.
Ahora hubiera podido decir: «Destino».
Porque quería que el destino se ocupase de él; había hecho todo lo posible para obligarle a ello, seguía desafiándolo desde la mañana a la noche. El día anterior le soltó a Kromer, negligentemente:
—Pregúntale a tu general qué le gustaría tener, aparte de los relojes.
No necesitaba dinero. Incluso gastando como gastaba, tenía para varios meses. No necesitaba nada. Se había comprado un abrigo aún más llamativo que el otro, un abrigo como no debía de haber más de cuatro o cinco en toda la ciudad, gris claro, de auténtica piel de camello. No era suficientemente grueso para la estación, pero lo llevaba como un reto. Del mismo modo que siempre llevaba en el bolsillo su revólver, molesto por su peso y que, a pesar de su tarjeta verde, podía ocasionarle un disgusto serio.
No tenía ningunas ganas de convertirse en mártir, ni siquiera en víctima, pero le gustaba pensar, cuando, sobre todo por la noche, caminaba por su barrio, que una bala podía salir inesperadamente de alguna sombra.
No le hacían caso. Ni siquiera Holst parecía hacerle caso, y eso que Frank había hecho todo lo posible para atraer su atención.
Sissy debía de odiarle. Cualquiera, en el lugar de Frank, después de lo que había pasado, se hubiese marchado de la casa.
El destino estaba emboscado en algún lugar. Pero ¿dónde? En vez de esperar que se manifestase a su tiempo, Frank iba a su encuentro, le buscaba por todas partes. En resumidas cuentas, gritaba, como cuando en aquel descampado alargó la mano con el bolso y la llave:
—Estoy aquí. ¿A qué esperas?
No tenía suficientes enemigos y se esforzaba por creárselos. ¿Acaso no fue por eso por lo que abofeteó a Bertha? Y ahora, cuando Minna se arriesgaba a mostrarse afectuosa o simplemente bien predispuesta, él le contestaba para herirla:
—Me horrorizan los vientres enfermos.
Compraba chocolates para Annie, pero a ésta no se le ocurría ni compartirlo con las demás ni dar las gracias. Lo cierto es que le gustaba mirarla. Hubiese mirado su cuerpo durante horas enteras, pero no le satisfacía hacer el amor con ella. Y tampoco Annie lo deseaba. La segunda vez que Frank se metió en su cama, ella suspiró, de mal humor: «¿Otra vez?».
Su cuerpo era una obra de arte, pero sólo tenía eso, un cuerpo. Y además era algo como sin vida, sin vibraciones. Lo ponía donde querían, como querían, pero pareciendo decir: «Miradlo, acariciadlo, haced lo que tengáis que hacer, pero ¡daos prisa!».
Fue el jueves cuando Bertha se fue. El viernes, a las tres y media de la tarde, cuando iba por la calle vio al vecino del segundo inmóvil ante un escaparate. Sólo más tarde cayó en la cuenta de que la tienda era una corsetería. Al menos luego pasó una hora. Había ido, con un vago conocido llamado Kropetzki a comer unos pastelillos en Taste. Ressl, el jefe de redacción, se encontraba allí. Aquí verdaderamente está en su sitio. Es el ambiente refinado que le corresponde, y Frank pocas veces había visto a una mujer tan bien vestida y con tanta clase como la que le acompañaba.
Ressl le hizo el honor de saludarle con la mano. Frank y su amigo estuvieron oyendo música, porque Taste es el único lugar donde, a partir de las cinco de la tarde, aún puede oírse música de cámara. Esto le hizo pensar en el violinista, porque había un violinista alto y delgado.
¿Le habrán fusilado? La gente siempre se asusta, pero la mayoría de las veces los que se suponían muertos un buen día vuelven a sus casas. Algunos hablan entonces de torturas, pero eso es infrecuente. A menos que los demás, los que no dicen nada, se callen por prudencia.
La idea de la tortura le hiela la sangre en las venas, y sin embargo, en el fondo, la tortura no le asusta. ¿Sería capaz de resistirlo? Está convencido de que sí. Es un pensamiento que tiene a menudo, que le resulta familiar. Incluso antes de que se convirtiera en algo habitual, ya que, cuando era niño, se divertía haciéndose daño delante del espejo, por ejemplo clavándose un alfiler al tiempo que miraba las muecas de su cara.
No le torturarán. No se atreverán. Los otros también torturan, al menos eso dicen.
¿Por qué van a torturarle si no tiene nada que decir?
Dentro de pocos días será Navidad. Una falsa Navidad, una vez más. Excepto cuando era muy pequeño, siempre ha visto las Navidades como falsas. A veces, con siete u ocho años, iba a la ciudad por estas fechas, y las calles estaban más iluminadas que una sala de baile; hombres con pellizas, mujeres con abrigos de piel, se apretujaban por las aceras, y los escaparates parecían a punto de desmoronarse en la calle, porque estaban atestados de mercancías.
En casa de Lotte pondrán un arbolillo en el salón, como los demás años. Sobre todo para los clientes. ¿Quién va a quedarse? Minna sin duda tiene familia. Aunque no se ocupen de ellas durante el resto del año, cuando llegan las fiestas las chicas no dejan de pensar en la familia. En cuanto a Annie, no se sabe de dónde ha salido. ¿Se quedará? Es probable que se contente con atracarse y luego se dedique a seguir leyendo sus revistas.
Por Navidad hasta Kromer va a su casa, que está a una treintena de kilómetros.
Sissy aún seguirá en cama. Holst se gastará hasta el último céntimo que tenga, si es que le queda, o venderá alguno de sus libros para poner regalos en un árbol. E invitarán al viejo Wimmer, que parece haber descubierto su vocación sirviéndoles de criada para todo.
—¿En qué piensas? —le pregunta su amigo.
Él se sobresalta.
—¿Yo?
—No será el Papa.
—En nada. Perdona.
—Parecía como si quisieras estrangular a los músicos.
—¿Ah sí? Ni les estaba mirando. Los había olvidado.
—Oye, quisiera pedirte un favor, pero no me atrevo.
—¿Cuánto?
—No es lo que tú crees. No es para mí. Es para mi hermana. Hace tiempo que necesita que la operen. Me han dicho que tú tienes mucho dinero.
—¿Qué tiene tu hermana?
Y Frank piensa con ironía que a pesar de todo no ha pasado por casa de Lotte.
—Son los ojos. Si no la operan se volverá ciega.
Es un muchacho de su edad, pero blando, tímido, de esos que nacen para ser triturados. Enseguida suelta una lágrima.
—¿Cuánto necesitas?
—No lo sé exactamente, pero creo que si pudieras prestarme…
Frank maneja el fajo de billetes como un prestidigitador. Para él se ha convertido en un juego.
—Si me das las gracias es que aún eres más idiota de lo que creo.
—Frank, amigo mío…
—¿No me has comprendido? Larguémonos.
¿Es casualidad que el tipo del segundo piso esté precisamente allí cerca, también plantado delante de un escaparate, pero esta vez de un escaparate donde hay muñecas? Tiene una hija pequeña. Se acerca la Navidad. Podría responder que es natural que mire los escaparates.
¿Y si Frank fuese resueltamente a preguntarle qué es lo que quiere, si es preciso a ponerle ante las narices su tarjeta verde o su revólver?
En el fondo, le ha causado efecto lo que le dijo Timo. Sigue su camino, vuelve la cabeza. El tipo no le sigue. Sólo Kropetzki se pega a él, y le cuesta muchísimo trabajo quitárselo de encima.
Si el destino le está acechando no será esta noche, porque puede cenar fuera de casa, encontrarse con Kromer —preocupado, como distante—, beber en tres salas de baile diferentes y discutir durante largo rato en un bar con un desconocido sin que pase nada.
Desde el bar de Timo a su casa, pasando delante del callejón de la curtiduría, tampoco pasa nada. Sería gracioso que la suerte eligiera precisamente aquel lugar para darle una sorpresa. Éstas son ideas que a uno se le ocurren a las tres de la madrugada, cuando ha bebido mucho.
Hay luz en casa de los Holst. Tal vez sea la hora de las compresas, o de las gotas, o de Dios sabe qué medicamento. Escucha en la puerta. Sin duda han oído sus pasos. Holst sabe que está en el rellano, y Frank lo hace adrede, se queda allí un buen rato y pega la oreja a la puerta.
Holst no abre, no se le oye decir nada.
¡Imbécil!
Sólo le queda irse a dormir, y si no está tan cansado, hacer el amor con Annie, sólo para que rabie. En cuanto a Minna, le asquea. Está tontamente enamorada. Seguro que hasta llora pensando en él. Tal vez rece. Y se avergüenza de su vientre.
Se acuesta solo. Queda un rescoldo en la estufa, y durante largo rato mira fijamente el disco rojo por donde se introduce el atizador.
¡Imbécil!
Y por la mañana, cuando una vez más tiene resaca, por fin se produce. Ha estado buscando la suerte por todos los rincones y no estaba en ninguno de los sitios donde la buscaba.
Otra casualidad: no queda nada de beber en casa, las dos garrafitas están vacías, hace varios días que Lotte se olvida de darle el aviso de que se han agotado las reservas.
Hay que ir al bar de Timo. Para estas cosas es mejor verle por la mañana. A Timo no le gusta vender, aunque sea a un precio muy alto. Dice que siempre se sale perdiendo, que unas buenas botellas valen más que una moneda mala.
Frank tiene sed. Los cabellos de Lotte están arrollados en bigudíes. Se ha puesto una amplia blusa de color claro para trajinar por la casa junto con Minna, mientras que Annie no dice nada ni siquiera cuando barren el suelo entre sus piernas. Está allí impasible como una diosa, sumida, no en el sueño o en la contemplación, sino en la lectura de su revista, y deja caer al suelo la ceniza de su cigarrillo.
—No compres demasiado a la vez, Frank.
Es curioso. Ha estado a punto de dejar el revólver en el piso, no a causa de lo que le dijo Timo, sino porque eso le parece que es como hacer trampa.
No quiere hacer trampa.
Se ha cruzado con el señor Wimmer, que subía con provisiones, una bolsa de red en la que había una col, y el señor Wimmer no ha despegado los labios, ha pasado junto a él sin decir nada.
¡Imbécil!
Recuerda haberse parado en el rellano del segundo piso para encender su primer cigarrillo —que tiene mal sabor, como siempre que ha bebido demasiado el día anterior— y haber mirado maquinalmente hacia el pasillo de la izquierda. No ha visto nada. El corredor está desierto, con un cochecillo de niño al fondo. Se oye el vagido de un bebé.
Llega al pie de la escalera, al corredor, va a pasar por delante de la garita del portero. En aquel preciso momento esta puerta se abre.
Nunca había pensado que esto pudiera suceder así. A decir verdad, no se da cuenta de que pasa algo.
El portero tiene la cara y la gorra de todos los días. A su lado hay un individuo bastante vulgar, que sin embargo tiene un vago aire de extranjero, y que lleva un abrigo demasiado largo.
En el momento en que pasa Frank, el desconocido se lleva la mano al borde del sombrero, como para dar las gracias al portero, echa a andar detrás de Frank, le alcanza antes de que haya llegado a media acera.
—¿Sería usted tan amable de acompañarme?
Así de sencillo. Le enseña un objeto en la palma de la mano, un carnet protegido por celofán, con una fotografía y unos sellos. ¿Un carnet de qué? Frank no lo sabe.
Dice con mucha calma, envarándose un poco:
—Bueno.
—Démelo.
No tiene tiempo de preguntarse qué es lo que debe entregar a su interlocutor. Inmediatamente éste mete la mano en el bolsillo adecuado y le quita el revólver, que guarda en su abrigo.
Si en aquel momento alguien les estuviera viendo —cosa que Frank no sabe—, no comprendería nada.
Y no hay ningún coche junto a la acera. Andan uno al lado del otro hacia la parada del tranvía. Esperan el tranvía, como todo el mundo, sin mirarse siquiera.