En el jardín de la señora Porse, su nodriza, no había más que un árbol, un enorme tilo. En cierta ocasión, cuando empezaba a anochecer, y un cielo gris parecía posarse sobre la tierra y absorberlo todo poco a poco, como una niebla, el perro se puso a ladrar, y se descubrió que en el árbol había un gato desconocido.
Fue en invierno. La barrica del agua de la lluvia, debajo del canalón, se había helado. Desde la parte trasera de la casa se veían las ventanas del pueblo que se iban iluminando unas tras otras.
El gato estaba agazapado en la primera rama, a cuatro o cinco metros del suelo, y miraba fijamente hacia abajo. Era blanco y negro, y no pertenecía a nadie del pueblo; la señora Porse, la nodriza, conocía todos los gatos.
Cuando el perro ladró acababan de llenar de agua caliente el barreño que habían puesto sobre las baldosas de la cocina, para el baño de Frank. En realidad no era un barreño, sino la mitad de un tonel debidamente aserrado. Los cristales estaban empañados. Se oía en el jardín la voz del señor Porse, que era peón caminero, diciendo, con la convicción que solía poner en todo, especialmente cuando había bebido un poco, que era lo más común:
—Lo mataré de un tiro de escopeta.
Frank oyó la palabra escopeta. La escopeta de caza estaba colgada en la blanca pared, encima del hogar. Ya medio desnudo, Frank volvió a ponerse el pantalón y la chaqueta.
—A ver si puedes cogerlo. Tal vez no esté tan mal herido.
A esa hora había la suficiente luz como para distinguir el color rojo en las partes blancas del pelaje, y el gato tenía un ojo que se le salía de la órbita.
Frank no hubiera podido decir cómo pasó todo exactamente. Muy pronto hubo allí cinco personas, diez personas, mirando hacia arriba, sin contar los niños, y luego llegó alguien con una linterna.
Intentaron atraer al gato dejando en el suelo, de manera muy visible, un plato con leche caliente. Naturalmente, antes de todo ello tuvieron la precaución de atar el perro a su caseta. Todo el mundo había retrocedido y evitaba hacer movimientos bruscos. Pero el gato no se movía. De vez en cuando maullaba lastimeramente.
—Está bien claro que llama a alguien.
—Es posible que llame a alguien, pero no es a nosotros.
Prueba de ello es que cuando quisieron cogerlo subiéndose a una silla, se encaramó de un brinco a la rama superior.
Aquello duró mucho, cerca de una hora. Seguían llegando vecinos, a los que se les reconocía por la voz. Un joven trepó por el árbol, y cada vez que alargaba el brazo el gato se iba a una rama más alta, hasta el punto en que al final ya sólo se veía desde abajo un bulto oscuro.
—A la izquierda, Helmut. En el extremo de la rama más gruesa.
Lo más sorprendente era que, en cuanto se abandonaba la caza, el animal herido maullaba aún más. Parecía indignarse de que le dejaran en paz.
Entonces fueron a buscar escaleras. Todo el mundo se puso en movimiento, muy excitado; el peón caminero hablaba sin cesar de ir a coger su escopeta, y le decían que se callase.
No hubo forma de coger al gato negro y blanco. Todos tuvieron que volver a sus casas. Dejaron allí leche y un plato con carne picada.
—Si ha sabido subir sabrá bajar.
Al día siguiente el gato seguía encaramado en el tilo, en las ramas más altas, y estuvo maullando muchas horas. Otra vez intentaron cogerlo. No dejaban que Frank fuese a mirar a causa del ojo que le salía de la cabeza. Hasta la señora Porse se puso casi enferma de ver aquello.
Nunca conoció el final de la historia. Al tercer día le dijeron que el gato se había ido. ¿Fue verdad o se lo dijeron para no impresionarle?
Prácticamente lo mismo acaba de pasar ahora, sólo que esta vez no se trata de un gato, sino de Sissy.
Frank termina por entrar en el cuarto de atrás, solo, casi solemne, cerrando cuidadosamente las puertas a su espalda, un poco como si entrase en una cámara mortuoria.
Sin querer mirar las sábanas, vuelve a poner la colcha en su lugar, y cuando está a punto de echarse en la cama, descubre un objeto sobre la mesilla de noche.
Hace un momento tenía en la mano las medias de Sissy, medias de lana negra, con las plantas esmeradamente zurcidas, tal como enseñan a hacerlo a las jóvenes en los conventos.
No cogió el bolso que estaba sobre la mesilla de noche por curiosidad, sino simplemente por tocarlo. Podía hacerlo, ya que se encontraba solo. Y entonces se le ocurrió una idea. Se acordó de Lotte, que al volver a casa casi siempre llamaba a la puerta, y se disculpaba diciendo:
—Ya he vuelto a olvidarme la llave en el bolso viejo.
Sissy también tiene una llave, la del piso de enfrente. ¿Y dónde va a guardar esta llave sino en su bolso? No ha pensado en eso al huir. En aquel momento no tenía intención de volver a su casa. Ni siquiera ha visto al señor Wimmer, que trataba de detenerla.
De manera que su llave estaba aquí, en el bolso, con un pañuelo y unas cartillas de racionamiento, unos cuantos billetes, calderilla y un lápiz.
—¿Adónde va, señor Frank?
Aún no eran las seis. Vio claramente las manecillas negras en la esfera del despertador de la cocina. Minna no se había vuelto a acostar y estaba sentada cerca de la estufa. Otra vez le llamaba señor Frank y le seguía con una mirada asustadiza.
Él no se daba cuenta de que llevaba en la mano un bolsito negro, de hule, que salía sin sombrero y sin abrigo, y que abría la puerta con este aspecto.
—Si va a salir, al menos póngase el abrigo.
Un enfermo deja de sentir su mal cuando tiene que cuidar a alguien más enfermo que él. A Minna ya no le dolía el vientre. De no haber sabido que él jamás se lo permitiría, hubiese acompañado a Frank.
—Volverá enseguida, ¿verdad?, porque no parece encontrarse usted bien.
Enfrente, la puerta estaba cerrada, sin que en su parte inferior se viese la delgada línea de luz color rosa. Frank bajaba las escaleras con aire decidido. Hubiérase dicho que sabía dónde encontrarla.
Al final de la calle Verde hay una calle a la derecha, la de Timo, con la antigua dársena detrás. Siguiéndola se llega a la calle del Puente, prácticamente el centro de la ciudad; allí hay luces, tiendas, gente.
Si, por el contrario, se tuerce a la izquierda, como hizo una vez con Sissy, sólo se ven las fachadas traseras de las casas y los descampados. Algunas partes de la dársena han sido terraplenadas, otras no. Empezaron a construir una escuela de magisterio en esa zona pero la guerra ha impedido que la terminaran; ahora no es más que un inmenso armazón sin tejado, con vigas de hierro y paredes sin rematar. Dos hileras de árboles, aún demasiado pequeños y muy delgados, protegidos con rejas, dibujan lo que algún día ha de ser un paseo; pero está cruzado por barrancos y se interrumpe bruscamente ante el hueco de una cantera de arena.
Había anochecido. Una única farola de gas, que parecían haber olvidado, iluminaba toda aquella porción del universo mientras que en la otra orilla circulaban los tranvías y las luces formaban una guirnalda casi continua ante las casas.
Frank sabía que iba a encontrarla, pero no quería asustarla. No tenía la intención de hablar con ella. Sólo pretendía devolverle la llave. Sabía que Holst no regresaría antes de medianoche y que ella no podía andar por las calles, con los pies y las piernas sin la protección de medias, y además sin dinero.
En una esquina pasó muy cerca de alguien, de un hombre, y se quedó convencido de que era el señor Wimmer. Sintió el impulso de apartarse, tuvo miedo, ya que si el otro hubiese querido golpearle se hubiera visto obligado a no defenderse.
También el señor Wimmer debía de estar buscando a Sissy. Tal vez la había seguido hasta que la perdió de vista en los descampados.
Durante un segundo los dos casi se rozaron. En aquel lugar había un poco de luz. Aunque no se veía la luna, estaba detrás de las nubes, y su claridad permitía distinguir el contorno de los objetos.
¿Ha visto el señor Wimmer el bolso que Frank sigue llevando en la mano? ¿Ha pensado en la llave? ¿Ha comprendido lo que quiere hacer el joven?
En cualquier caso, le ha dejado pasar. Frank anda en todas direcciones, muy aprisa, tropezando con los montones de nieve endurecida; deteniéndose a veces bruscamente para mirar a su alrededor.
Quisiera gritar el nombre de Sissy, pero sin duda éste sería el medio más seguro para que ella no acudiese a su lado, para que continuase hundiéndose cada vez más en la oscuridad de los descampados, o que, como el gato negro y blanco del pueblo, se ocultara en algún rincón.
A veces oye que algo se mueve, se precipita hacia allí, no ve nada, luego oye pasos en otra dirección, echa a correr y se da cuenta de que es el señor Wimmer, que sigue un camino paralelo al suyo.
En varias ocasiones sus pies rompen cortezas de hielo muy duro, y las piernas le desaparecen hasta las rodillas.
Ella está ahí. La ha visto. Ha reconocido su silueta y no se ha atrevido a correr en su busca, ni tampoco a hablar ni a gritar; solamente le tiende el bolso alargando el brazo, como cuando señalaban al gato el plato de leche.
Sissy ya se ha ido. Ha desaparecido entre las sombras, y sólo entonces se aventura a gritar, con una voz de la que se avergüenza, en aquel desierto de silencio:
—¡La llave!
Vuelve a entreverla cuando ella cruza una mancha blanca, y corre, tropieza, repite:
—¡La llave!
No quiere pronunciar su nombre para no asustarla. Hubiera debido entregar el bolso al señor Wimmer, quien tal vez hubiese logrado alcanzarla. No se le ha ocurrido. Tampoco al señor Wimmer. Pero ¿acaso el viejo vecino tiene de verdad más posibilidades que él? Frank ya no le ve, ya no le oye. No tiene edad como para chapotear en aquel terreno tan peligroso. Sissy no está lejos, apenas a cien metros. Pero recuerda que en el jardín de la señora Porse la persona que se subió al árbol tuvo varias veces la mano a pocos centímetros del gato. Todo el mundo creía que éste iba a dejarse coger. Tal vez el gato vacilaba, sin saber por qué decidirse, pero en el último momento saltaba a una rama más alta.
El río está helado, pero la cloaca, que impide que el hielo forme un bloque demasiado grande, no queda lejos.
Vuelve a intentarlo una, dos veces. Se echaría a llorar de puro desaliento.
Se ha convertido en una obsesión: la llave. Aquel bolsito de hule, ajado, con un pañuelo, cartillas de racionamiento, un poco de dinero y una llave.
Entonces, puesto que no está lejos de ella, puesto que ella ha de verle, elige el lugar más claro para inmovilizarse, quedarse allí muy tieso, alargando el brazo con el bolso, y repite elevando la voz, sin preocuparse por hacer el ridículo:
—¡La llave!
Agita el bolso. Quisiera estar seguro de que ella le ve y le comprende. De la manera más ostensible que puede, lo deja sobre la nieve, donde se ve más, repitiendo:
—¡La llave! La dejo aquí…
Es mejor irse, por ella. Mientras ronde por estos parajes, ella desconfiará. Chapotea en la nieve, asqueado. Necesita dejar atrás el descampado, quiere volver a ese sendero negro, entre los bancos de nieve, que constituye la acera de su calle.
No va al bar de Timo, que está a dos pasos. Pasa delante del callejón oscuro de la curtiduría sin fijarse. Cuando entra en su portal, el portero, que le observa detrás de sus visillos, ya está sin duda al corriente. Aquella noche, mañana, toda la casa lo sabrá.
Sube las escaleras. No hay luz en casa del señor Wimmer, o sea que no ha vuelto.
Todo aquello empieza a formar un caos gris, incoherente, monótono. Las horas van sucediendo a las horas. Ciertamente son las más largas que ha vivido. Hasta el punto de que a veces siente deseos de gritar mirando al despertador, donde ve las manecillas inmóviles.
No obstante, del conjunto de aquellas horas no quedará nada más que unas briznas, algunos residuos que emergen como de un montón de cenizas en la chimenea.
Su madre vuelve y su perfume invade enseguida toda la estancia. No le mira más que un segundo. Inmediatamente se gira hacia Minna y le hace señas para que vaya a reunirse con ella en la habitación grande. ¿Se creen que él no las oye cuchichear? ¡Que Minna se lo diga todo! Lo cierto es que no le pide permiso para hacerlo. Seguramente se cree obligada, por su propio bien. ¡A partir de ahora las dos se dedicarán a protegerle!
Le da lo mismo.
—Me gustaría que comieras, Frank, aunque sólo fuera un poquito.
Lotte supone que él va a decir que no. Sin embargo, come. No sabe muy bien qué, pero come. Su madre va a hacer la cama en el cuarto del fondo. Minna no vuelve a acostarse. Adopta un aire inocente. Está sentada en uno de los sillones del salón, lo más cerca posible de la puerta, y parece al acecho.
¿Tienen miedo de Holst? ¿De la policía? ¿Del viejo Wimmer?
Sonríe desdeñosamente.
—Ya puedes acostarte, Frank. Tu cuarto está listo. A no ser que esta noche prefieras el cuarto grande.
No se ha acostado. Sería incapaz de decir lo que ha hecho, en qué ha estado pensando. En algunas ocasiones de su niñez —es lo único de lo que se acuerda— los objetos cobraban vida ante sus ojos, por ejemplo, un cenicero de cobre, cuyos reflejos se convertían en miradas, un taburete recubierto de bordado de cañamazo que estaba ante la estufa, y sobre el cual su madre tenía la costumbre de poner los pies cuando cosía.
Aquellas horas daban la sensación de no tener que pasar nunca, y sin embargo han pasado. Le han hecho beber algo con limón y alcohol. Le han cambiado los calcetines, y él se ha dejado poner sus zapatillas. Las dos hablaban de Bertha, que no va a volver hasta el día siguiente por la mañana, y que hará lo posible por traer algo de cerdo y salchichas.
El señor Wimmer volvió hacia las ocho. Como los demás vecinos de todas las plantas, a los que sin duda el portero ha puesto al corriente a medida que llegaban.
¿Habrá muerto ya Sissy?
El peón caminero repetía una y otra vez que era preferible acabar con el gato de un tiro de escopeta. Y sin duda en la escalera habrá algunos que pensarán lo mismo con respecto a Sissy; otros, si se atrevieran, de buena gana matarían a Frank.
También le es indiferente.
—¿Por qué no te acuestas?
Y como las dos saben lo que espera, Lotte añade:
—Estaremos atentas. Prometo despertarte si hay novedad.
¿Se ha echado a reír? En todo caso no ha sido por falta de ganas.
Esto tiene que terminar de un modo u otro, y lo del gato duró al menos dos días. Aquel animal negro y blanco, con el ojo fuera de la órbita, ¿volvió a lanzarse a nuevas aventuras?
Es probable que, cuando Frank estaba en la escuela, el peón caminero terminara por utilizar su escopeta y que prefiriesen mentirle.
Sobrevienen largos minutos que preceden a la media noche, aún más largos que los que han precedido a las cinco. Estos quedan ya tan lejos que pertenecen a otro mundo.
Las dos mujeres son las primeras en estremecerse cuando se oyen pasos en la escalera, pero fingen continuar, una con su labor, otra con la lectura de la novela de Zola, cuyo argumento difícilmente podría contar.
Se ha oído la puerta de abajo. Es él. Sólo puede ser él, y van a preguntarle cuando pase; el portero debía de estar esperándole para darle la noticia. ¿Cómo es posible que se oigan tan pronto los pasos en la escalera? En principio, es algo confuso. Hasta el primer piso el ruido apenas es perceptible. A partir del segundo, Frank reconoce el sonido blando de unas botas de fieltro sobre los escalones y, al mismo tiempo, el ritmo de otros pasos.
Contiene la respiración. Minna ha estado a punto de levantarse para entreabrir la puerta y mirar, pero Lotte le ha ordenado con una señal que no se mueva. Los tres están escuchando. Los otros pasos son de mujer; se distingue el claveteo de los tacones altos, luego se oye la llave girando en la cerradura. Y la voz de Holst que dice sencillamente, con dulzura:
—Entra.
Frank no sabrá hasta mucho después que ella estuvo esperando a su padre en la esquina del callejón, en el mismo lugar en que él mismo, una noche, también se apostó con la espalda pegada a la pared. Quizá sabrá también que ha estado a punto de dejarle pasar, que Holst ya no era visible desde el rincón en que estaba acurrucada, cuando, sacando fuerzas de flaqueza, ha gritado:
—¡Padre!
Han vuelto juntos a casa. La puerta ha vuelto a cerrarse.
—Ahora, Frank, debes acostarte. Sé razonable.
Él lo adivina. Su madre teme que Holst, una vez esté su hija en la cama, salga y llame a su puerta. Preferiría recibirle ella misma. Si se atreviera —pero la mirada demasiado inmóvil de Frank la impresiona—, aconsejaría a éste que pasara unos cuantos días en el campo, o en casa de un amigo.
Y sin embargo, todo pasa del modo más sencillo. El viejo Wimmer no sale de su cubil. Seguramente tampoco se ha acostado. Por su ventanuco lo oye todo.
¿Se acostó Holst aquella noche? Durante horas se oyó ruido en su piso. Aún debía de quedarles un poco de leña o de carbón, porque encendió fuego; luego lo atizó y puso agua a hervir.
No se apagó la luz. Frank entreabrió la puerta dos veces, la primera a la una y media de la madrugada, la segunda un poco después de las tres, y siempre se veía el trazo rosado bajo la puerta de enfrente.
Él tampoco durmió. Se quedó en el salón, donde las mujeres se empeñaron en armarle el catre. Hicieron lo posible por dormirle a fuerza de tragos, sin conseguirlo. Él bebió todo lo que le dieron, y permaneció despierto. ¡En toda su vida nunca había estado tan despierto! Casi le daba miedo, como si en aquello hubiese algo sobrenatural.
Las dos se desvistieron. Su madre le hizo a Minna una cura. Oyó toda su conversación técnica, en la que se trataba de órganos femeninos, y pronunciaron de nuevo el nombre de Otto.
Llegaron a creer que se había dormido. Lotte tuvo un sobresalto cuando, en el momento de apagar la luz, oyó la clara voz de su hijo diciendo categóricamente:
—No.
—Como quieras. Pero de todos modos intenta descansar.
Hacia las cinco Holst abrió su puerta y fue a llamar a la del señor Wimmer. Tuvo que llamar varias veces. Hablaron en voz baja, en el pasillo, luego sin duda el señor Wimmer fue a vestirse. Y a su vez llamó a casa de Holst, que le abrió enseguida.
Holst salió. A Frank no le fue difícil saber adónde iba. Había ido a buscar un médico. Todavía no es la hora en la que está permitido circular por las calles, pero eso parece darle igual. Hubiera podido tratar de telefonear desde abajo. Frank hubiese hecho lo mismo que él. A menudo, los médicos no se toman demasiadas molestias, sobre todo cuando se les telefonea.
Tiene que ir lejos. No hay médicos en el barrio, exceptuando a un viejo con barba, casi siempre borracho, en quien nadie confía y que tiene por clientela la del centro de beneficencia.
Holst ha de cruzar los puentes. Pero termina encontrando lo que busca, pues a las seis un coche se detiene en la calle. ¿Y si fuera una ambulancia? ¿Y si tuviesen que transportarla a otro lugar? Frank corre hacia la ventana, trata de ver, no distingue nada más que dos faros.
Sólo dos hombres suben las escaleras. Si se llevasen a Sissy los enfermeros subirían con una camilla.
Apaga la luz para que Holst no sepa que está en vela, quizá por pudor, porque sabe que eso podría parecer una provocación. De todas formas, no se trata de miedo. No tiene miedo de Holst. No hará nada por evitarle, ¡al contrario!
El médico ha estado en la casa largo rato, y han vuelto a cargar la estufa; la han atizado, seguramente han puesto más agua a hervir. ¿Habrá ido Sissy a recoger su bolso donde él lo dejó? ¿Llegó a entender lo que él quería decirle? De no ser así, su padre tendrá que empezar interminables trámites para conseguir nuevas cartillas de racionamiento.
El médico se ha quedado cerca de media hora. El señor Wimmer hubiera hecho mejor yéndose. Se ha quedado. Aún está allí. Hasta las siete menos diez no vuelve a su piso.
Esto es lo que ha pasado durante estas horas. Luego Frank se duerme. Duerme tan profundamente que no se da cuenta de que trasladan su cama a la cocina, al lado de la estufa, y que le ponen en los pies una bolsa de agua caliente.
La cocina no da directamente a la calle. Sólo recibe luz natural por el ventanuco. No obstante, cuando abre los ojos sabe en el acto que algo ha cambiado. La estufa ronronea al alcance de su mano. Se ve obligado a incorporarse para ver el despertador, que marca las once. Reconoce en el cuarto de al lado la voz de Bertha, su acento campesino.
—Lo mejor es que sigas acostado, Frank —dice Lotte, que entra apresuradamente—. No te hemos querido despertar para trasladarte a una cama más cómoda porque seguro que tienes fiebre.
No tiene fiebre, lo sabe. Sería demasiado fácil ponerse enfermo. Ya pueden meterle todos los termómetros que quieran en la boca o en el trasero.
La nieve cae, espesa, silenciosa, tan espesa que casi no se distinguen las ventanas de la casa de enfrente, y hasta en la cocina el aire parece distinto.
—¿Por qué nunca quieres que te cuiden?
Él ni siquiera responde.
—Ven conmigo, Frank.
Ya que se ha levantado y se ha puesto la bata, su madre le lleva al salón, donde la alfombra está arrollada a medias —estaban haciendo limpieza— y cierra todas las puertas.
—No quiero hacerte ningún reproche. Ya sabes que nunca te los he hecho. Sólo te pido que me escuches. Créeme, Frank, es mejor que hoy no salgas, incluso que no salgas durante unos días. He mandado a Bertha a hacer la compra. Han estado a punto de no despacharla.
Él no la escucha, y Lotte comprende la mirada que dirige en dirección al piso de los Holst. Se apresura a decir, para tranquilizarle:
—Seguro que no pasará nada.
¿Acaso piensa que está enamorado o que siente remordimientos?
—El médico ha ido a verla esta mañana. Ha ordenado que traigan balones de oxígeno. Se enfrió. Su padre…
… Bueno ¿qué? ¿A qué espera para continuar?
—¿Su padre…?
—No se separa de su lado. Entre todos los vecinos han reunido dinero para comprarles un poco de carbón.
Ellos tienen dos toneladas en el sótano, pero nadie querrá aquel carbón.
—En cuanto se haya restablecido, la gente se olvidará del asunto. Aunque tuviese una neumonía, que dicen que es lo que tiene, eso nunca dura más de tres semanas. Escucha, Frank. Escúchame seriamente, aunque sólo sea por una vez. Soy tu madre.
—Vaya.
—Esta tarde, o, mejor aún, esta noche, como tienes un documento del que has preferido no hablarme, aunque todo el mundo lo haya visto…
La tarjeta verde. También a ella le impresiona. Proporciona chicas apenas núbiles a los oficiales de las fuerzas de ocupación, pero se escandaliza de que su hijo tenga esa famosa tarjeta verde. De todas formas, ya que la tiene, que se aproveche de ella.
—Lo mejor sería que te fueras durante unos días y que no aparecieses por el barrio. No sería la primera vez que lo haces. Tienes amigos. Tienes dinero. Si necesitas más, yo te lo doy.
¿Por qué le dice aquello cuando Minna ya le ha hablado del grueso fajo de billetes que tiene en el bolsillo? Seguro que hasta le ha echado un vistazo mientras él dormía. También eso la asusta. Es demasiado. Sólo por medios peligrosos puede ganarse tanto dinero de una vez.
—Si lo prefieres, te encontraré un cuarto tranquilo. Hay uno a mi disposición en casa de la amiga con la que salí ayer, y que estaría encantada de tenerte como huésped. Yo iré a verte, a cuidarte. Necesitas reposo.
—No.
No se irá de la casa. En el fondo, sabe perfectamente lo que su madre está pensando. Que ha ido demasiado lejos. Está muerta de miedo, ésta es la verdad. Mientras se dedicaba tranquilamente a su comercio de chicas, incluso con los oficiales, la gente la despreciaba, pero no se atrevía a decir nada. Se conformaban con no dirigirle la palabra, con volver la cabeza cuando se cruzaban con ella por la escalera, con hacerle el vacío a su alrededor, si por casualidad tenía que hacer cola.
Ahora la cosa es más seria. Hay un elemento sentimental que indigna a los vecinos: una muchacha que está enferma, tal vez a punto de morir, y que además es pobre.
Lotte tiene miedo, eso es lo que pasa.
Y Lotte, que es tan amable con Otto y demás oficiales que han ordenado fusilar o torturar a docenas de personas, tiene envidia de su hijo, por haber obtenido aquella tarjeta verde con la que ella nunca se ha atrevido a soñar.
Si al menos no se la hubiera enseñado a nadie.
Toda la casa está en contra de ellos. Su víctima está a su alcance, al lado de su puerta. Y encima la gente anda revuelta a causa del registro que se hizo la víspera en casa del violinista. Hasta se dice que dieron culatazos a su madre para mantenerla quieta.
Aunque no se les mezcle directamente con ese asunto, los ánimos están muy excitados. Toda la escalera recordará durante mucho tiempo que Frank, que no es más que un muchacho, fue el único que cruzó el cordón de policías, tranquilamente —había amas de casa cuyos chiquillos estaban solos, sin fuego, y no las dejaron pasar—, con sólo enseñar su tarjeta verde.
Lotte también tiene miedo de Holst.
—Te suplico que me escuches, Frank.
—No.
Peor para ella y para las chicas. Se quedará. No huirá cuando anochezca, como le piden que haga. No irá a refugiarse en casa de Kromer o de la amiga de su madre.
—Nunca haces caso a nadie.
—No.
Y ahora menos que nunca. A partir de ahora no hará caso a nadie, no se preocupará por nadie, y Lotte, como los otros, se dará cuenta.
—Al menos vístete. Puede venir alguien.
No es un cliente quien llama un poco más tarde, cuando ya casi es mediodía. Es el inspector en jefe Kurt Hamling, frío y cortés como siempre, con el aire distraído de una visita de vecino. Frank lo oye llegar mientras se ducha, pero como es costumbre por las mañanas, las puertas están abiertas y se oye todo lo que hablan.
Entre otras cosas, la frase tradicional de su madre:
—¿No quiere quitarse los chanclos?
Hoy no sería un lujo. Nieva muchísimo, y dentro de nada habrá un charco fangoso sobre la alfombra, al pie del sillón donde se sienta el policía.
—Gracias. Sólo pasaba por aquí y he entrado.
—¿Una copita?
Nunca dice que sí, pero acepta tácitamente. Constata:
—El tiempo mejora. Dentro de uno o dos días escampará.
Es difícil saber por qué lo dice, pero Frank no le tiene miedo, se pone el albornoz y aparece desafiantemente en el salón.
—¡Hombre! No esperaba encontrar a su Frank aquí.
—¿Por qué? —pregunta éste, agresivo.
—Me habían dicho que se había ido al campo.
—¿Yo?
—La gente habla mucho, ya sabe. Y nosotros tenemos la obligación de escucharles, porque es nuestro oficio. Afortunadamente, sólo les oímos a medias, si no acabaríamos por detener a todo el mundo.
—¡Qué lástima!
—¿Cómo dice?
—Digo que es una lástima que sólo les escuchen a medias.
—¿Por qué?
—Porque me gustaría que me detuvieran. Sobre todo que me detuviera usted.
Lotte protesta:
—¡Frank, sabes mejor que nadie que no pueden detenerte!
Parece como si tuviese miedo de verdad, porque añade, dirigiendo una mirada retadora al inspector en jefe:
—Con los papeles que tienes.
—Precisamente por eso —insiste él.
—¿Qué quieres decir?
—Nada más que lo que he dicho.
Sirve algo de beber, brinda con Kurt Hamling. Diríase que tienen su pensamiento puesto en la puerta de enfrente.
—A su salud, señor inspector.
—A la suya, joven.
¿Por qué vuelve a lo que ha dicho antes?
—De veras creía que se había ido al campo.
—Nunca he tenido la intención de irme.
—Qué lástima. En el fondo su madre es una buena mujer.
—¿Usted cree?
—Sé lo que me digo. Su madre es una mujer excelente, y haría usted mal de ponerlo en duda.
Frank dice con sarcasmo:
—¡Ya ve, dudo de tantas cosas!
Lotte, mientras tanto, le hace inútilmente señas de que se calle. Se siente desbordada. Parece como si los dos midieran sus fuerzas prescindiendo de ella, y aunque sigue sin comprender, tiene la suficiente intuición como para darse cuenta de que aquello se parece a una declaración de guerra.
—¿Qué edad tiene usted, amigo mío?
—Aunque no sea su amigo, le responderé que tengo dieciocho años, y que voy a cumplir diecinueve. Ahora permítame que sea yo quien le haga una pregunta. Usted es inspector jefe, si no me equivoco, ¿verdad?
—Ése es el título oficial de mi cargo.
—¿Desde hace cuánto tiempo?
—Me nombraron hace seis años.
—¿Cuántos años hace que es usted policía?
—Veintiocho años el próximo junio.
—Como ve, podría ser su hijo. Le debo un respeto. Veintiocho años haciendo el mismo oficio es mucho tiempo, señor Hamling.
Lotte está a punto de abrir la boca para ordenar a su hijo que se calle, porque está yendo demasiado lejos y aquello acabará mal. Sin embargo, Frank llena los vasos amablemente y tiende uno al inspector.
—A su salud.
—A la suya.
—Por sus veintiocho años de servicios buenos y leales.
Han ido peligrosamente lejos. Es difícil seguir durante mucho rato en aquel mismo tono, y no obstante aún es más difícil volver atrás.
—Prosit!
—Prosit!
Es Kurt Hamling quien se bate en retirada.
—Mi querida Lotte, ya es hora de que me vaya, debe de haber montones de gente esperándome en el despacho. Cuida bien del chico.
Se va, con la espalda maciza, los hombros cuadrados, estampando con sus grandes chanclos huellas mojadas en cada peldaño de la escalera.
No se da cuenta de que acaba de hacer a Frank el mayor de los favores que anhelaba: alejar de su cabeza, desde hace varios minutos, el recuerdo del gato.