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Minna está enferma. La han acostado en el camastro habitualmente reservado para Frank, y la llevan de una habitación a otra, según las horas, porque es una casa en la que no hay lugar para un enfermo. Tampoco pueden dejar que vuelva a la casa de sus padres en el estado en que se encuentra, ni es posible llamar a un médico.

—Ha sido Otto otra vez —dice Lotte a su hijo.

Su verdadero apellido es Schonberg. Su nombre de pila no es Otto. Casi todos los clientes tienen aquí un apodo, sobre todo los que son muy conocidos, como Schonberg. Es abuelo. Millares de familias dependen de él, y por la calle se le saluda temerosamente.

—Cada vez me promete tener más cuidado, y la vez siguiente vuelve a empezar.

Minna, con su bolsa de agua caliente de caucho rojo, es trasladada de cuarto en cuarto, y gran parte del tiempo lo pasa en la cocina, con aire muy avergonzado, como si fuese culpa suya.

También está la historia de la tarjeta verde, que ha obligado a idas y venidas, porque en el último momento se necesitaban montones de papeles, y cinco fotografías en vez de tres, que eran las que Frank presentó.

—¿Cómo se explica que se llame usted Friedmaier igual que su madre? Debería llevar el apellido de su padre.

El funcionario pelirrojo, de piel gruesa como de naranja, encuentra ese particular sospechoso. También él tiene miedo de las responsabilidades. Desde su despacho, Kromer, delante del azarado funcionario, tiene que telefonear al general.

Frank tiene por fin su tarjeta, pero le ha costado horas. Sigue pareciendo que tiene la gripe, pero sin tener fiebre. A menudo Lotte le mira a hurtadillas. Se pregunta por qué de repente se agita tanto.

—Sería mejor que descansaras, que te quedases en cama un día o dos.

Para el sábado, que es el día más importante en casa de Lotte, también él es quien se ocupa de encontrar una sustituta a Minna. Sabe dónde debe dirigirse. Conoce a varias.

Todo eso exige tiempo. Está atareado sin cesar, y no obstante, diríase que aquellos dos días se niegan a transcurrir.

La nieve sigue estando sucia, los montones de nieve parecen podridos, con marcas negras e incrustaciones de desechos. El polvo blanco, que a veces se despega de la corteza del cielo y cae en pequeños grumos, como el yeso de un techo, no consigue recubrir esa mugre.

Ha vuelto a ir al cine con Sissy. Para entonces todo estaba ya completamente decidido, acordado, entre Kromer y él, sin que Sissy, desde luego, supiera nada.

Aquel mismo día le preguntó a su madre:

—¿Sales el domingo?

—Es probable. ¿Por qué?

Lotte sale todos los domingos. También ella va al cine, y luego a tomar unas pastas y a escuchar música.

—¿Crees que Bertha irá a ver a sus padres?

La casa cierra los domingos. Bertha irá seguramente a ver a sus padres, que viven en el campo, y que creen que ella trabaja sirviendo en casa de unos señores.

En el piso sólo se queda Minna. Con ella no se puede hacer nada.

En el cine —era viernes—, inmediatamente después de haberse sentado, Sissy pregunta como si fuera una niña que suplica:

—¿Me dejas hacer lo que me apetezca?

Cambia un poco de lugar su silla, aparta el brazo de Frank, se quita el sombrero y apoya la cabeza en el hombro de él.

Casi parece que vaya a ronronear, porque su primer suspiro expresa una cándida satisfacción.

—¿No estás incómodo? ¿No te importa?

Frank no dice nada. Es posible que ella haya cerrado los ojos y que esta vez sea él quien haya visto la película.

Aquella tarde no la tocó. La sola idea de besarla le producía inquietud. Fue ella quien pegó sus labios a los suyos, bruscamente, una sola vez, en el momento en que se acercaban a la casa, y cuando ya se separaban, ella le dijo muy aprisa, como si hubiera tomado carrerilla:

—Gracias, Frank.

Es demasiado tarde. En cierto modo todo ha comenzado. El sábado la policía militar decide hacer un registro en el piso del violinista y de su madre. Frank había salido cuando ellos llegaron. A su vuelta, desde la misma calle cree ver algo anormal en el aspecto de la casa, sin que pueda precisar qué. En el portal un policía de paisano está de pie al lado del portero, que trata de parecer natural.

Cuando Frank llega al rellano del primero —había salido para telefonear a Kromer—, encuentra a varios hombres de uniforme, tres o cuatro, que impiden que las amas de casa suban a sus pisos, al mismo tiempo que prohíben salir a los vecinos.

Todo el mundo calla. El ambiente es lúgubre. Se entrevén otros uniformes en el corredor, la puerta del violinista —tal vez lo hayan traído para asistir al registro— está abierta, se oyen ruidos como si estuvieran rompiendo los muebles, a veces una voz suplicante de una vieja que parece cansada de llorar.

Frank, con mucha parsimonia, saca su tarjeta verde, que aún no ha utilizado; y todo el mundo la ve, todo el mundo sabe lo que significa; los soldados se apartan para dejarle pasar; tras él el silencio se hace aún más espeso.

Lo ha hecho a propósito. Igual que el día anterior, cuando le regaló a Minna una bata. No la compró en una tienda, porque hace mucho tiempo que las tiendas ya no tienen batas acolchadas de satén. Además, no se hubiera tomado la molestia de empujar una puerta para comprarla.

Entonces llevaba en el bolsillo todo el dinero que aún tiene y que no sabe dónde guardar, su parte de lo de los relojes, un fajo de billetes grandes que bastarían para alimentar a una familia corriente, e incluso a dos o tres familias, durante años. En un rincón del bar de Timo alguien desempaquetaba la mercancía, como tantas otras veces, y Frank compró la bata.

Tenía un poco la impresión de comprarla para Sissy. Aunque no era exacto, porque todo estaba ya decidido, hasta los detalles prácticos. No tenía explicación. La dio a Minna, desde luego, aunque sin que ello le impidiera pensar en Sissy. Lotte se puso furiosa. Dijo que parecía que se le pidiera perdón a Minna por el accidente que tuvo con aquel animal de Otto.

Es la primera vez que compra algo para una mujer, una prenda personal, y por absurdo que pueda parecer, lo ha hecho pensando en Sissy.

Ha pasado todo eso. También lo de la sustituta del sábado —que ya se ha presentado, y tiene muy mal genio—. ¿Qué más ha pasado?

Nada. Esa gripe que no acaba de manifestarse, que no se declara, esa jaqueca persistente, ese malestar en todo el cuerpo, demasiado vago para merecer el nombre de enfermedad. El cielo blanco como una sábana, más blanco y más puro que la nieve, que parece haberse endurecido, y del que sólo cae un polvillo helado.

El domingo por la mañana hace un esfuerzo por leer, luego pega la cara a los cristales escarchados y contempla la calle vacía durante tanto tiempo y permaneciendo tan inmóvil, que Lotte, cada vez más inquieta por él, masculla:

—Sería mejor que te bañaras mientras quede agua caliente, luego tiene que bañarse Bertha. Si dejas que ella entre primero sólo va a quedarte agua tibia.

Dado que el domingo los cuartos no se utilizan, querían instalar para todo el día a Minna en la cama del cuarto pequeño, y Lotte se sorprende al oír que su hijo decide secamente:

—No. Que se acueste en el cuarto grande.

Lotte presiente algo. Sabe que él espera una visita. Debe de adivinar que se trata de Sissy. Precisamente por eso quería que estuviese libre el cuarto grande, creyendo que esto le iba a gustar. Ahora ya no comprende nada.

—Como quieras. ¿Piensas quedarte en casa?

—No lo sé. Pero preferiría que no volvieras demasiado pronto.

Minna le está tontamente agradecida por la bata, que aquel día se empeña en ponerse estando en cama. Cree que es una delicadeza por su parte. Sólo a causa de esto, antes de bañarse y meterse en la cama, tumba a Bertha, que, como todas las mañanas, no lleva sobre su cuerpo de bebé enorme más que el peinador, y le hace el amor.

Aquello sólo dura tres minutos. Él parece furioso, como si se vengase. Su mejilla ni siquiera roza la de la muchacha. Sus cabezas no se tocan. Cuando ha terminado, la deja sin una palabra.

Mientras, un agradable olor procedente de la cocina inunda las habitaciones. Todo el mundo acaba de lavarse y vestirse. Comen. Lotte casi viste igual que cuando iba a verle al campo, apenas ha envejecido. Frank sospecha vagamente que si ha montado su negocio de manicura, si ha renunciado a ser ella misma quien sirva a los clientes, es a causa de él.

Se equivoca de lleno con tantos escrúpulos.

Bertha, que ha de coger dos tranvías, es la primera en irse. Luego Lotte se empolva, se mira al espejo, aún se entretiene un poco, sin ningún motivo, siempre inquieta.

—Me parece que cenaré fuera.

—Lo preferiría.

Le besa una vez en cada mejilla, después una segunda vez en la primera mejilla, cosa que él detesta, porque le recuerda a su nodriza. En algunas es una verdadera manía. Cuenta maquinalmente a media voz:

—… Dos… tres.

Se va y también ella espera el tranvía en la esquina de la calle. Frank sabe que Minna, incómoda por pasar todo el día en la cama grande del cuarto —el lecho de Lotte por la noche— no consigue interesarse por la novela de Zola que él le ha prestado.

Espera, sin atreverse demasiado a creerlo, que él vaya a verla, que le hable. También ella le ha visto por la ventana en compañía de Sissy. También ella le ha oído llamar a la puerta de Holst.

No puede permitirse tener celos, en cualquier caso, no puede permitirse manifestarlos. No ignora que no era virgen, que fue ella misma quien se presentó en casa de Lotte, que no puede esperar nada.

No obstante, después de una hora, prueba una pequeña estratagema. Empieza a respirar agitadamente, luego gime, deja caer el libro sobre la alfombrilla.

—¿Qué te pasa? —pregunta Frank cuando acude.

—Esto me hace daño.

Él coge la bolsa de agua y va a la cocina para volver a llenarla, se la vuelve a poner sobre el vientre, y para dejar bien claro que no tiene el menor deseo de entablar una conversación, recoge el libro y lo deja sobre la colcha.

Minna no se atreve a volverle a llamar. No le oye moverse. Se pregunta qué es lo que hace. No lee, porque como todas las puertas están abiertas, le oiría pasar las páginas. No bebe. No duerme. De vez en cuando se acerca a la ventana y allí se queda largo rato.

Tiene miedo por él, y no se le ocurre que éste es el medio más seguro de provocar el enfado de Frank. Ya tiene edad para saber lo que hace. Lo que hace es lo que quiere hacer. Y lo hace fríamente. Y aquella tarde incluso va a mirarse furtivamente al espejo para asegurarse de que sus facciones mantienen una calma absoluta.

¿No fue él quien en el callejón atrajo la atención de Holst, cuando no era necesario, y que, de no ser por eso, aquello no hubiera tenido ningún testigo?

Y en el caso de la vieja Vilmos, ¿acaso intentó esquivar, hacer trampa?

No acepta ninguna compasión de nadie. Nada que pueda parecerse a la compasión. Es preciso que nunca pueda llegar a ser tan cobarde como para sentirla por sí mismo.

Esto las mujeres no lo comprenderán nunca, ni Lotte, ni Minna, ni Sissy. Por lo que respecta a Sissy, dentro de muy poco habrá dejado de contar.

¿En qué pensaba, con la mejilla contra su hombro, durante toda la película? A veces levantaba un poco la cabeza y preguntaba:

—¿No te canso?

Él tenía el brazo entumecido, pero no lo hubiera reconocido por nada del mundo.

Kromer tampoco lo comprenderá. Ya no comprende nada. En el fondo, está nervioso, aunque no lo quiera admitir. Nervioso por todo y por nada. Frank le tiene confuso. Cuando tuvo en el bolsillo su tarjeta verde, apenas habían cruzado el umbral de la policía militar cuando Kromer le preguntó:

—¿Qué vas a hacer con ella?

Frank se permitió el maligno placer de responderle:

—Nada.

Kromer no le cree. Trata de adivinar sus intenciones, sus planes. Tampoco le tranquiliza mucho todo lo referente a Sissy.

—¿De verdad no la has tocado?

—Lo justo para asegurarme de que es virgen.

—¿Y no te gusta? —Kromer finge reír, exclama guiñándole el ojo—: ¡Eres demasiado joven!

Le ve tan incómodo que Frank pasa una buena parte de la tarde preguntándose si acudirá a la cita. Kromer está excitado. Ha debido de pensar en Sissy toda la noche, dando vueltas en su cama. Pero, conociéndole, puede haber tenido miedo en el último momento, e irse a emborrachar al café de Leonard o en cualquier otro sitio, en vez de acudir a la cita.

—¿Por qué no le has dicho la verdad?

—Porque se hubiese echado atrás.

—¿Crees que está enamorada de ti? ¿Es eso lo que quieres decir?

—Quizás.

—¿Y cuando se dé cuenta?

—Supongo que ya será demasiado tarde.

En el fondo, todos tienen un poco de miedo de él, porque está yendo hasta el final.

—¿Y si apareciera su padre?

—No puede dejar el tranvía por las buenas.

Y como el domingo los tranvías funcionan…

—¿Y si algún vecino…?

Frank prefiere no hablarle del señor Wimmer, que está al corriente de muchas cosas, y al que, en efecto, podría ocurrírsele intervenir.

—El domingo los vecinos no están en casa —responde con aplomo—. Y si es necesario les enseño mi tarjeta y se callan.

Lo cual suele ser verdad. Pero también hay imbéciles que se dejan enjaular por cualquier bobada, por el gusto de insultar a unos soldados delante de los amigos. Casi siempre son personas del tipo del señor Wimmer.

Éste aún no ha dicho nada a Holst. Quizá no quiera preocuparle, o tal vez se cree lo suficientemente listo como para vigilar a Sissy él solo. ¿O es que está convencido de que ella es tan buena chica que no va a cometer ninguna tontería? Los viejos son así. Incluyendo a los que hicieron un niño antes de casarse. Lo olvidan enseguida.

Minna vuelve a suspirar. Ha anochecido. Acude muy solícito a encenderle la lámpara, a correr las cortinas, a llenar por última vez la bolsa de agua caliente.

Él hubiese preferido que no estuviese allí, que no hubiera testigos. Pero ¿qué más da? ¿Acaso no prefiere, por el contrario, que alguien lo sepa, alguien que no va a decir nada?

—¿Vendrá?

Frank no responde. Si ha elegido la habitación de atrás es sobre todo porque tiene una puerta que comunica directamente con el pasillo. Y también porque da a la cocina.

—¿Vendrá, Frank?

Aquello es una falta de tacto. Delante de su madre le llama señor Frank. Le irrita que se permita familiaridades cuando están solos, y le contesta nerviosamente:

—Eso no te importa.

Ella parece que va a pedirle perdón, pero al momento no puede por menos que preguntar:

—¿Es la primera vez?

¡No, eso sí que no! Nada de emocionarse, por favor. Le horroriza la compasión que las chicas de la vida sienten por las que aún no han pasado por lo que ellas han tenido que pasar. A lo mejor hasta le recomendará que no haga daño a Sissy.

Afortunadamente, Kromer llama a la puerta. Ha venido a pesar de todo. Incluso se ha presentado diez minutos antes, lo cual es un fastidio porque Frank no tiene ningunas ganas de hablar. Kromer acaba de bañarse; su piel, demasiado rosada, demasiado tirante, huele a puta.

—¿Estás solo?

—No.

—¿Tu madre?

—No.

Y levantando la voz, para ser oído, añade:

—En el cuarto de al lado hay una que se ha dejado destripar por un vicioso.

Faltó poco para que Kromer se batiera en retirada, pero Frank había tomado la precaución de cerrar la puerta tras él.

—Entra. No tengas miedo. Quítate la pelliza.

Observa con desdén que Kromer no fuma su puro de costumbre, sino que está chupando una pastilla de cachunde.

—¿Qué quieres beber?

Le da miedo beber, cree que eso podría limitar sus capacidades.

—Ven a la cocina. Allí puedes esperar. En casa la cocina es el sancta sanctórum.

Frank bromea como si hubiera bebido, y sin embargo el vaso de alcohol con el que brinda con Kromer es el primero del día. Afortunadamente su amigo no lo sabe. De saberlo se asustaría.

—Bueno. Ya te he dicho cómo van a ir las cosas.

—¿Y si enciende la luz?

—¿Sabes de alguna chica que encienda la luz en estos casos?

—¿Y si me habla y yo no le contesto?

—No hablará —afirma.

Incluso aquellos diez minutos se hacen largos, Frank sigue con los ojos el lento avance de la manecilla en la esfera del despertador que está encima de la estufa.

—Fíjate bien en el camino que tendrás que hacer a oscuras. Ven conmigo. La cama está aquí, o sea, justo a la derecha después de la puerta.

—Sí.

Habrá que obligarle a beber otra copa, de lo contrario será él quien se eche atrás. Y no debe echarse atrás pase lo que pase. Frank lo ha organizado todo como un mecanismo de relojería, con la minuciosidad de un niño.

Son esas cosas que no se explican, que es inútil tratar de hacer comprender a alguien: es absolutamente necesario que sea así; después de todo esto se quedará tranquilo.

—¿Te has fijado bien?

—Sí.

—A la derecha, justo después de la puerta.

—Sí.

—Apago la luz.

—¿Y tú? ¿Dónde estarás?

—Aquí.

—¿Me prometes que no te irás?

¡Y pensar que diez días atrás aún consideraba a Kromer como alguien mayor que él, como un hombre más fuerte que él, como un hombre a secas, mientras que se veía a sí mismo como un niño!

—Estás liándote con toda esa historia —le suelta, despectivo, para acabar de decidir al otro.

—Te digo que no, hombre. Es por ti. Yo no conozco la casa. Lo que quiero evitar…

—¡Chitón!

Llega Sissy. Como un ratoncito. Y en aquel momento Frank tiene puesta tanta atención que oye cómo Minna se levanta, descalza, sin hacer ruido, para ir a escuchar detrás de la puerta con su preciosa bata. O sea que Minna ha oído desde su cama cómo se abría y volvía a cerrar la puerta de los Holst. Lo que le ha empujado a levantarse e ir a ver ha sido sin duda el no haber oído después pasos en la escalera, como de costumbre.

¿Quién sabe? Todo es posible. Tal vez Minna haya visto otra puerta que no estaba cerrada del todo, que vibraba, la del viejo Wimmer. Frank está convencido de que el viejo Wimmer está al acecho.

Pero Minna no lo sabe. Frank se convence de que ella no lo sabe, porque de saberlo hubiera sentido mucho miedo por él, y se hubiese precipitado a avisarle.

Sissy ha recorrido el pasillo rozando apenas el áspero suelo. Ha llamado a la puerta, más bien ha arañado la puerta del cuarto pequeño.

Él ya tenía apagadas las luces. Si hubieran hablado en voz alta, Kromer, desde la cocina, hubiese podido oírles.

Ella dice:

—He venido.

Él la nota muy rígida al abrazarla.

—Tú me lo pediste, Frank.

—Sí.

Cierra la puerta a sus espaldas, salvo la de la cocina, que ella no puede ver en la oscuridad, y que sigue entreabierta.

—¿Sigues queriéndolo?

No ven nada, salvo el vago reflejo de la farola de gas de la esquina, por entre las cortinas de la ventana.

—Lo quiero.

Frank no ha tenido necesidad de desnudarla. Apenas ha empezado a hacerlo, y ella sigue sola, sin despegar los labios, junto a la cama.

Tal vez ella le desprecia pero no puede evitar amarle. Frank no lo sabe. No quiere saberlo. Kromer les oye. Frank dice, y encuentra estúpidas las palabras que apenas articula:

—Mañana ya hubiera sido demasiado tarde. Tu padre vuelve a tener el turno de mañana.

Sissy debe de estar casi desnuda, está desnuda. Frank siente bajo sus pies la blandura del vestido y de la ropa interior. Ella está esperando. Aún queda por hacer lo más difícil: que se eche en la cama.

La muchacha tantea en la oscuridad en busca de su mano. Murmura, y es la primera vez que pronuncia su nombre de esa forma; afortunadamente, Kromer está detrás de la puerta.

—Frank.

Entonces él le dice muy aprisa, en voz muy baja:

—Vuelvo enseguida.

Se ha rozado con Kromer al cruzarse. Casi ha tenido que empujarle dentro del cuarto. Y al momento ha vuelto a cerrar la puerta con un apresuramiento que le hubiera resultado muy difícil explicar. Y se queda allí, de pie, inmóvil.

La ciudad ha dejado de existir, y también Lotte, y Minna, ya no existe nadie, no existen los tranvías en la esquina de la calle, ni el cine, ni el universo. Nada, sólo un vacío cada vez mayor, una angustia que le llena las sienes de sudor y que le obliga a llevarse la mano al lado izquierdo del pecho.

Alguien le toca, y él está a punto de lanzar un grito; se contiene recurriendo a todas sus fuerzas. Sabe que es Minna, Minna que ha dejado entornada la puerta del cuarto grande, del que se filtra un poco de luz.

¿Acaso ella puede verle? ¿Acaso le ha visto en el momento de entrar, antes de despertarle tocándole, como se toca a un sonámbulo?

Frank calla. Le guarda rencor y se lo guardará mientras viva por no haber pronunciado cualquier frase estúpida, como tan bien saben decir las mujeres.

¡Pero no! Ella permanece a su lado, tan rígida y tan blanca como él, en la penumbra, que no permite distinguir los rasgos, y sólo al cabo de mucho él se da cuenta de que la joven ha posado la mano sobre su muñeca.

Como si le tomara el pulso. ¿Acaso tiene aire de estar enfermo? No le tolera que le considere como un enfermo, que le siga mirando, no le tolera que vea lo que nadie tiene derecho a ver.

—¡Frank!

Ha oído gritar su nombre. Sissy ha gritado. Sissy ha gritado el nombre de él; y es también Sissy quien corre descalza, sacudiendo la puerta del pasillo, Sissy la que pide socorro o la que trata de huir.

Tal vez porque la otra, a la que Frank detesta, a la que desprecia, que no es más que una cualquiera, menos que nada, tal vez porque Minna continúa estúpidamente sujetándole la muñeca, no se mueve.

Ahora se oye un estruendo en la habitación, como cuando la policía militar registraba la casa del violinista. Dos personas van y vienen, descalzas, persiguiéndose, agitándose, suena la voz de Kromer que trata de contenerse.

—¡Al menos póngase algo de ropa! —suplica—. ¡Se lo ruego! Le juro que no volveré a tocarla…

—La llave…

De eso se acordará más tarde. Ahora no piensa, no se mueve. Va hasta el final.

Kromer, a pesar de todo, ha tenido la presencia de ánimo de coger la llave. Claro está que en el cuarto hay luz. Se ve una delgada franja de un rosado luminoso debajo de la puerta. ¿Ha sido Sissy la que ha encendido la luz? ¿Ha encontrado casualmente la pequeña pera eléctrica que cuelga en la cabecera de la cama?

¿Qué hacen? Se agitan. Diríase que es como una batalla, con enfrentamientos sordos, inexplicables. Kromer repite como un disco rayado:

—Pero antes póngase algo de ropa…

Ella ya no habla de Frank. Sólo ha pronunciado su nombre una vez; lo ha gritado con todas sus fuerzas.

Si hay algún vecino en la escalera debe de oírlo. Esto es lo que piensa Minna. Frank sigue sin moverse. Sólo quisiera hacer una pregunta, hacerla de cualquier manera, de rodillas si fuese necesario, porque de pronto se ha convertido en algo esencial:

—¿Es que Kromer…?

Algo se rompe dentro de él.

Sissy se ha ido. Con un portazo. Se oyen pasos en el pasillo. Minna suelta su muñeca y se precipita a la habitación, porque piensa en todo, hasta en entreabrir la puerta del rellano.

Kromer tarda un poco en dejarse ver. Frank le conoce y sabe que ha de estar muy preocupado por mostrar un aspecto digno. Por fin empuja la puerta.

—Oye, hay que ver, me acordaré de ésta.

Frank no dice nada.

—¿Qué te pasa?

—Nada.

—Si me hubieras avisado de que había un interruptor eléctrico en el cabezal de la cama, hubiera tomado mis precauciones.

Frank sigue sin hablar, no dirá ni una palabra.

—Yo ya sabía que no tenía que contestar. Notaba que su mano tanteaba la oscuridad, pero no me figuraba que iba a encender la luz.

Frank no ha hecho la pregunta. Sus ojos se han achicado, su mirada se ha hecho dura, tan dura que Kromer tiene miedo y por un momento se pregunta si aquello no era una trampa.

Pero sería absurdo. ¿Por qué una cosa así?

—En cualquier caso, puedes presumir…

Minna vuelve y pulsa el interruptor, inundándoles con una luz blanca que les hace parpadear.

—Ha bajado como una loca. Ni siquiera ha querido volver a su casa. Un vecino, el señor Wimmer, ha intentado detenerla. Apostaría a que ni le ha visto.

Bueno. ¡Ya está hecho!

Kromer puede irse. Está muerto de miedo. Sólo piensa en irse. Está furioso.

—¿Cuándo nos vemos?

—No lo sé.

—¿Pasarás esta noche por el bar de Timo?

—Es posible.

Ella se ha ido, y el señor Wimmer ha tratado de detenerla. Ha bajado la escalera corriendo.

—Oye, mi pequeño Frank, me parece que tú…

Afortunadamente se interrumpe. Ya no es el pequeño Frank de nadie. Nunca lo ha sido. Todos se han imaginado lo que les ha dado la gana.

Ahora ha pagado su lugar.

Pregunta con la mirada ausente de alguien que no estaba escuchando:

—¿Qué?

—¿Qué quieres decir?

—Nada. Te pregunto: ¿qué?

—Te preguntaba si nos veríamos esta noche en el bar de Timo.

—Y yo te contesto: ¿qué?

No puede más. La sensación, en el lado izquierdo de su pecho, se hace completamente intolerable, como si se fuese a morir.

—Bueno, tú…

—Sí, vete.

Aprisa, tiene que sentarse, tiene que echarse enseguida. ¡Que el otro se vaya! ¡Que vaya a contar a Timo y a sus amigos lo que le dé la gana!

Frank ha hecho lo que quería. Ha cruzado la raya. Ha mirado más allá, al otro lado.

No ha visto lo que esperaba ver.

¡Qué más da!

¡Que se vaya! ¡Maldita sea, que se vaya!

—¿Qué estás esperando?

—Pero…

Minna, que ha entrado en el cuarto, cosa que nunca hubiera debido permitirse, incapaz de comprender esas cosas, vuelve con una media negra en cada mano.

Sissy se ha ido sin sus medias, con los pies desnudos dentro de los zapatos.

Y Kromer tampoco lo comprende. Si continúan allí los dos va a volverse loco, echarse al suelo, morder cualquier cosa.

—¡Lárgate, por el amor de Dios! ¡Lárgate!

¿Es que nadie va a darse cuenta de que está al otro lado de la esquina y que ya no tiene nada en común con ellos?