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¡Qué extraño! Se ha pasado la mayor parte de su vida —la mayor parte, con mucho— odiando al destino con un odio casi personal, hasta el punto de buscarlo por los rincones para desafiarlo, para pelear con él.

Y de pronto, cuando ya no piensa en ello, el destino le hace un regalo.

No es posible decirlo de otra manera. Evidentemente, puede pensarse que el señor viejo, a pesar de su sangre de pez, ha tenido un momento de debilidad, de compasión. También puede haber cometido un error técnico, pero esto no es muy verosímil, porque hasta entonces nunca se había equivocado. Lo más probable es que aquello se haya producido en otro lugar, en otras instancias, en las «muy altas instancias» a las que se dirigió Holst, y en las que alguien que no sabe nada del asunto ha puesto en la petición un garabato que quiere decir «sí».

Holst está abajo. En el despachito, cerca de la estufa, y a su lado, un poco más atrás, aguarda Sissy.

¡Los dos están allí!

A Frank no le han avisado. Han ido a buscarle como para un interrogatorio. Hace unos cinco días que le visitaron su madre y Minna, luego ha habido doce o quince interrogatorios, él estaba casi agotado, se siente tan débil que en algunos momentos no se entera de nada.

Holst está allí y Frank se ha parado en seco mirándole. Desde luego ha visto a Sissy, pero ha seguido mirando a Holst, y sus pies no pueden moverse, su cuerpo está inmóvil. Lo más maravilloso es que Holst no piensa abrir la boca.

¿Qué iba a decir?

Como si comprendiese la pregunta que contiene la mirada de Frank, como si respondiese a ella, empuja ligeramente a Sissy para que se adelante.

Desde luego, el viejo está presente, detrás de su escritorio. También, sin ningún género de dudas, los ayudantes ocupan su lugar. Como también lo ocupan la estufa, la ventana, el patio, el centinela cerca de su garita.

En realidad, nada de nada. Está Sissy con un abrigo negro que la hace parecer muy delgada, con una boina negra de la que se escapan algunos cabellos rubios. Le mira. No tiene ganas de llorar, como Lotte. No se compadece, como Minna. ¿Acaso no ve los dos dientes que le faltan, la barba crecida, la ropa arrugada?

No se acerca a él. No se atreven ni el uno ni el otro. ¿Lo harían si se atrevieran? Quién sabe.

Sissy entreabre los labios. Va a hablar. Empieza diciendo, tal como él ha previsto tantas veces:

—Frank…

Quiere pronunciar otras palabras y siente miedo.

—He venido para decirte…

Él murmura, confuso:

—Lo sé.

Creía que ella iba a decir, tiene miedo de que ella diga: «… que no te guardo rencor». O bien: «… que te perdono».

Pero no son estas sílabas las que articula. Sigue mirándole. No es posible que dos seres se hayan contemplado alguna vez con tanta intensidad. Sissy dice sencillamente:

—He venido para decirte que te quiero.

Lleva en la mano su bolso, su bolsito negro. Las cosas suceden casi como en un sueño, salvo que el señor viejo, que acaba de liar cuidadosamente un cigarrillo, saca la lengua para pegar el papel.

Frank no responde. No tiene nada que responder. No tiene derecho a responder nada. Tiene que darse prisa en mirarla. También tiene que mirar a Holst. No lleva las botas de fieltro que se ponía para conducir el tranvía. Lleva zapatos como todo el mundo. Va de gris. Sostiene el sombrero en la mano.

Frank no se mueve, no se atreve a moverse. Nota que sus labios se abren, pero no es para hablar. Tal vez sea algo nervioso, no lo sabe. Entonces Holst se adelanta, sin preocuparse por el señor viejo ni por los acólitos con bigote, y le pone una mano sobre el hombro, exactamente como Frank siempre ha pensado que lo haría un padre.

¿Acaso cree Holst que le debe una explicación? ¿Teme que Frank no lo haya comprendido del todo? ¿Conserva una duda?

Su mano aprieta ligeramente el hombro y recita, verdaderamente parece como si recitara, con una voz a un tiempo grave y neutra que recuerda ciertas ceremonias de la Semana Santa:

—Yo tenía un hijo, un chico un poco mayor que tú. Su sueño era ser un gran médico. Le apasionaba la medicina, para él no existía nada más. Cuando me quedé sin dinero decidió continuar sus estudios a toda costa. Un día, desaparecieron unos productos caros, mercurio, platino, del laboratorio de física. Luego en la universidad empezaron a quejarse de pequeños hurtos. Por fin, un estudiante que entró corriendo en el guardarropa descubrió a mi hijo robando una cartera.

»Tenía veintiún años. Mientras le llevaban al despacho del rector se tiró por una ventana del segundo piso.

La presión de los dedos se había acentuado.

Frank hubiera querido decirle algo. Sobre todo le hubiera gustado decir alguna cosa, pero piensa que no significa nada, que tal vez iba a ser mal interpretada: hubiera querido ser el hijo de Holst, quisiera ser el hijo de Holst. Sería tan feliz —y sería librarse de un peso tan grande— pronunciar la palabra: «Padre».

Sissy tiene ese derecho. Ella no deja de mirarle. Sería incapaz de decir, como en el caso de Minna, si ha adelgazado o está más pálida. Qué importa. Ha venido. Ha sido ella quien ha querido venir, y Holst ha aceptado, Holst la ha cogido de la mano y la ha llevado junto a Frank.

—Ya ves —concluye—. El oficio de hombre es difícil.

Diríase que sonríe levemente al articular estas palabras, como si se disculpase.

—Sissy habla todo el día de ti al señor Wimmer. Yo he encontrado trabajo en una oficina, pero termino temprano.

Se vuelve hacia la ventana para que ellos puedan mirarse, sólo ellos.

No hay anillos. No hay llave. Tampoco hay oraciones, pero las palabras de Holst hacen las veces.

Sissy está allí. Holst está allí.

No será necesario que se queden mucho tiempo, porque Frank tal vez no podría soportarlo. Es sólo eso. No habrá pasado más que eso. Es todo lo suyo. Antes no hubo nada, y no hay después.

Es su boda, su luna de miel, su vida, que hay que vivir de un solo golpe, comprimida, cerca del señor viejo que manosea sus papelitos.

No tendrán una ventana que se abra, una ropa que se tiende, una cuna.

De haberse dado todo eso, tal vez no hubiese tenido nada, sólo un Frank encarnizándose con el destino. Lo que cuenta no es la duración. Lo importante es que suceda.

—Sissy…

No sabe si ha murmurado su nombre o si lo ha pensado. Sus labios se han movido, pero no puede impedir que se muevan. Sus manos también se mueven, se adelantan sin cesar en un movimiento que siempre interrumpe a tiempo. Las de Sissy hacen lo mismo. Sissy ha encontrado la manera de dominarse aferrándose con fuerza al bolso.

También para ella, como para Holst, aquello no ha de durar demasiado.

—Intentaremos volver —dice Holst.

Frank sonríe, siempre sin dejar de mirar a Sissy, y asiente con la cabeza, sabiendo bien que no es verdad, como Holst lo sabe, como Sissy sin duda lo sabe.

—Sí, volverán.

Eso es todo. Sus ojos ya no pueden más. Tiene miedo de desmayarse. No ha comido nada desde la víspera. Acaba de pasar una semana casi sin dormir.

Holst va hacia su hija para cogerla del brazo. Es él quien dice:

—Ánimo, Frank.

Sissy no vuelve a hablar. Deja que su padre se la lleve, siempre con la cabeza vuelta hacia él, con los ojos fijos en él, con una expresión que nunca ha visto en otros ojos humanos.

No se han llegado a tocar, ni siquiera con los dedos. No era necesario.

Se han ido. Aún les ve por la ventana, en la blancura del patio, y la cara de Sissy sigue vuelta hacia él.

¡Aprisa! Está a punto de gritar. Es superior a sus fuerzas. ¡Aprisa!

No puede quedarse quieto, se dirige hacia el señor viejo, abre la boca. Va a gesticular, a hablar con vehemencia, pero de su garganta no sale ningún sonido, y se queda inmóvil.

Ella ha venido. Está aquí. Está en él. Es de él. Holst les ha bendecido.

¿Por qué aberración o por qué generosidad inaudita el destino, después de hacerle un regalo como aquél, como hace a tan pocos hombres, le concede otro? En lugar de interrogarle, como hubieran tenido que hacer, según toda verosimilitud, el señor viejo se levanta, y por primera vez se pone el sombrero y la pelliza y deja que conduzcan de nuevo a Frank a su cuarto.

Debía pasar su noche nupcial sin dormir, y no la han interrumpido.

Es mejor que ya no se sienta cansado, que esté tan sereno al levantarse, tan dueño de sí mismo. Les espera. Mira por la ventana, hacia lo lejos, pero poco importa que vayan a buscarle antes de que la abran.

Sissy está en él.

Sigue al hombre de paisano, precede al soldado. Le hacen esperar, y eso no le incomoda. Es la última vez. Tiene que ser la última vez. Sin duda hay un reflejo nuevo en su rostro, porque el señor viejo, al levantar la cabeza, parece quedarse confuso por un momento, luego le observa con una inquieta curiosidad.

—Siéntese.

—No.

No será un interrogatorio de taburete, lo ha decidido así.

—Antes que nada, le pido permiso para hacer una declaración importante.

Hablará con calma. Eso dará más peso a sus palabras.

—Yo robé los relojes y maté a la señorita Vilmos, la hermana del relojero de mi pueblo. Antes ya había matado a uno de sus oficiales, en la esquina del callejón de la curtiduría, para quitarle el revólver, porque quería tener un revólver. Pero he cometido acciones mucho más vergonzosas: he cometido el mayor de los crímenes del mundo, pero éste no tiene nada que ver con ustedes. No soy un exaltado, ni un agitador, ni un patriota. Soy un crápula. Desde que empezó a interrogarme me las he ingeniado para ganar tiempo, porque era indispensable que lo ganara. Ahora todo ha terminado.

No toma aliento. Podría creerse que trata de imitar la voz glacial del señor viejo, pero de vez en cuando su voz se parece más bien a la voz de Holst.

—De todo lo que usted quería saber, no sé nada. Puedo asegurárselo. Si supiera algo tampoco le diría nada. A partir de ahora puede interrogarme durante todo el tiempo que quiera, no le responderé ni una palabra. Si quiere puede torturarme. No tengo miedo a la tortura. Si quiere puede prometerme la vida. No la quiero. Deseo morir, lo antes posible, de la forma que usted decida.

»No me guarde rencor por hablarle así. Personalmente no tengo nada contra usted. Usted ha hecho su oficio. Yo he decidido callarme, y éstas son las últimas palabras que le dirijo.

Le pegaron. Le hicieron bajar tres o cuatro veces para pegarle. La última vez le desnudaron completamente en el despacho. Los ayudantes hicieron su trabajo sin pasión, pero sin maldad. Sin duda cumpliendo órdenes, le dieron fuertes rodillazos en los genitales, y él se sonrojó, porque por un momento pensó en Kromer y en Sissy.

Ya sólo le dan sopa para comer. Le han quitado todo lo demás.

No tardará mucho. Si no se dan prisa podría suceder por sí mismo.

Aún espera que le lleven al sótano. En el fondo, persiste su vieja manía de reclamar un trato distinto al de los demás.

Encima del gimnasio sigue viéndose la ventana que hubiera podido ser su ventana, la mujer que hubiera podido ser Sissy.

Por fin, se deciden, una mañana en la que empieza a nevar. Parece que han madrugado mucho, porque el cielo está oscuro y nublado. Primero van al aula vecina. No había pensado que sucedería así. Luego, dejan a los tres hombres que han elegido esperando en la pasarela, y abren la puerta de un empujón.

Está preparado. Es inútil que se ponga el abrigo. Sabe lo que va a pasar. Se apresura. No quiere hacer esperar a los otros tres, que tienen frío. En la semioscuridad intenta distinguir sus rasgos, y es la primera vez que manifiesta curiosidad por los de la otra aula.

Les hacen avanzar en fila india a lo largo de la galería.

Vaya. Se ha levantado el cuello de la chaqueta, como los demás.

Y se olvida de mirar por la ventana, se olvida de pensar. Claro que después dispondrá de mucho tiempo.

Tucson (Arizona), 20 de marzo de 1948