3

Aquella noche sufrió una de las sesiones más agotadoras. Debieron despertarle en plena noche, y aún estaba en el despacho cuando oyó una descarga en el patío, luego un tiro aislado, más débil, como de costumbre. Miró hacia la ventana y vio que estaba amaneciendo.

Fue una de las pocas veces en que estuvo al borde de la irritación. La verdad es que tenía la impresión de que alargaban el interrogatorio por el placer de alargarlo, que le hacían cualquier pregunta, al azar. Se le preguntó, entre otros, acerca de Ressl, el redactor jefe. Frank respondió que no le conocía, que sólo había hablado con él una vez.

—¿Quién les presentó?

Siempre Kromer… Sería mucho más sencillo y menos cansado meterle en el ajo de una vez por todas, sobre todo teniendo en cuenta que, por lo que Frank puede ver, ha tenido buen cuidado de esconderse fuera de su alcance.

Le hablaron de personas a las que no conocía. Le enseñaron fotografías. O es para fatigarle, para hacer que se exaspere, o imaginan que sabe mucho más de lo que realmente sabe.

Al salir del despacho el aire olía al alba, con el sabor de los humos del barrio. ¿Vio la ventana abierta? No lo sabe. La vio, pero sería incapaz de afirmar, delante del señor viejo, por ejemplo, y contestando a preguntas precisas, si fue en sueños o no. Sin embargo, debe de haber abierto los ojos. Está convencido de ello.

En definitiva, no lo sabe. Y otra vez le sacan de la cama. Anda, con el hombre de paisano delante, el soldado detrás, enmarcado por el ruido de dos pares de zapatos. Vuelve a salir. Tiene tiempo. Suelen hacerle esperar en el banco pintado de gris. Esta vez no le hacen esperar, cruzan la habitación sin detenerse, y al momento entran en el despacho.

En el interior de la estancia ve a Lotte y a Minna.

¿Las ha mirado con aire de contrariedad? No se da cuenta. Ve que su madre se sobresalta, que abre la boca como para soltar un grito, que se contiene, balbucea, dejando asomar en su voz una compasión que él ya no comprende:

—¡Frank!

Necesita sonarse con uno de esos pañuelos de encaje que tiene la manía de perfumar demasiado intensamente. Minna no se mueve, no dice nada, la nota muy rígida, muy pálida, con lágrimas que le corren por las mejillas.

Ya no se acordaba: son los dientes que le faltan, la barba, y también probablemente los párpados enrojecidos, la chaqueta que ya no tiene ninguna forma. No se ha tomado la molestia de cambiarse de camisa.

Evidentemente, eso las impresiona. A él no. Está casi tan glacial como el señor viejo. Enseguida observa que su madre viste de gris y blanco. Es una antigua manía cada vez que se las quiere dar de distinguida. Viste casi igual que como vestía cuando iba a verle al colegio —al verdadero colegio—, y ya entonces, aunque todavía no había vuelto aquella moda, llevaba velillos cortos de color claro.

Huele bien, a limpio. Huele a polvos de arroz. O sea que viene de su casa. Si estuviera en la cárcel no hubiese podido acicalarse de aquel modo.

¿Por qué ha traído a Minna? Viéndolas, parecen la madre y la primita que van a visitar al joven preso. Minna tiene todo el aire de ser de la familia, con su traje sastre azul marino y la blusa blanca, casi sin maquillar.

Frank busca con los ojos la maleta, el paquete que le han traído. No ve nada en el cuarto, y cree comprender; el embarazo de Lotte le demuestra que tiene razón. No sabe por dónde empezar. A quien mira es al señor viejo más que a su hijo, quizá con la intención de hacer comprender a éste que si ha ido a visitarle no ha sido del todo por iniciativa suya.

—Han sido muy amables al dejarnos que te viéramos, Frank. Y yo he pedido venir con Minna, que siempre habla de ti, y el señor nos ha autorizado amablemente.

No es verdad. Ha sido una idea del señor viejo, lo juraría. Hace quince días que se ocupó de Bertha, ocho días que habló de Annie. Ahora, como si quisiera entretenerse por el camino, le toca el turno a Minna. No necesita darse prisa, ya que le tiene en sus manos. Minna, incómoda, desvía la mirada.

De todas formas hay que ver. Porque Frank no cree en la casualidad. El señor viejo ha acabado por comprender que, de todas las chicas que han desfilado por la casa, si había una por la que Frank podía tener un sentimiento un poco diferente, era Minna.

En realidad, Frank no la quiere. Fue duro con ella a sabiendas. Ya no recuerda exactamente qué fue lo que le hizo. Son muchas las cosas que él hizo fuera y que ha borrado de su memoria. Pero conserva respecto a Minna una cierta humildad. Es consciente de que se portó muy mal con ella.

Los tres están de pie. Es un poco ridículo. El señor viejo es el primero que se da cuenta, hace que acerquen unas sillas para Lotte y para su acompañante. Con un movimiento de la mano autoriza a Frank a usar el taburete de los interrogatorios sentados.

Luego vuelve a su aire absorto. Viéndole se juraría que lo que pasa no le concierne en lo más mínimo. Hojea expedientes, encuentra y clasifica pedacitos de papel.

—Tengo que hablarte, Frank. No tengas miedo.

¿Por qué añade aquellas últimas palabras? ¿De qué va a tener miedo?

—He reflexionado mucho en las últimas seis semanas.

¿Seis semanas ya? ¿O sólo? Aquella frase le impresiona. Quisiera mirarla menos severamente, pero no puede. Por su parte, ella no se atreve a levantar la vista para mirarle, temiendo que vaya a echarse a llorar. ¿Tan espantoso es su aspecto? ¿Sólo porque le faltan dos dientes de delante y presenta un aire desastrado?

—Mira, Frank, estoy segura de que si has hecho algo malo, incluso algo que haya sido grave, ha sido por dejarte llevar. Eres demasiado joven. Te conozco. Cometí el error de permitirte que tuvieras amigos mayores que tú.

Miente mal. Y eso que habitualmente Lotte sabe mentir. Cuando habla de sus clientes, de los hombres en general, siempre se jacta de saberles engañar. ¿Miente mal adrede, para confirmarle que si está allí es porque la han obligado?

No hay ningún coche en el patio. Han debido de venir en tranvía.

—Me han aconsejado personas de peso, Frank.

—¿Quién?

—Por ejemplo, el señor Hamling.

Si pronuncia este nombre es que tiene derecho a hacerlo.

—Ya sé que a ti no te gusta mucho, y te equivocas. Más tarde lo comprenderás. Es un viejo amigo, tal vez mi único amigo. Me conoció cuando yo era jovencita, y si no hubiese sido tan tonta…

Las pupilas de Frank se achican. Ha brotado una idea que nunca se le había ocurrido. Si el inspector en jefe va a visitarles tan a menudo, con tanta familiaridad, a pesar de la situación más que falsa de Lotte, si tiene un vago aire de tomarla bajo su protección, y si se arroga el derecho de hablar a Frank como a veces le habla, ¿no habrá una razón poderosa para todo eso?

Está casi tan tenso como antes. Por un momento vuelve a tener la fisonomía de los días peores de la calle Verde, y Lotte, que quizás iba a hacerle una confidencia, se bate en retirada.

Lo prefiere así. Si por casualidad Kurt Hamling fuese su padre, no quiere saberlo a ningún precio.

—Siempre se ha interesado por nosotros, por ti…

Él la interrumpe:

—¿Y qué?

—Te conoce mejor de lo que crees. También él está convencido de que te has dejado llevar por otros, pero que no querrás admitirlo. Como muy bien dice, es un falso pundonor, Frank.

—¿Pundonor? Yo no tengo honor.

—Estos señores tienen paciencia contigo, lo sé.

Pero ¿qué significa esto?

—Han dejado que recibieras mis paquetes. Hoy me han permitido venir con Minna, que sufre tanto por ti.

—¿Está enferma?

—¿Quién?

—Minna.

¿Por qué corta el hilo de las ideas de Lotte? Ahora ya no sabe qué contestar, parece que interroga al señor viejo con la mirada.

—Claro que no, no está enferma. ¿Cómo se te ocurre pensar esto? La semana pasada hice que volvieran a examinarla a fondo. Un médico joven, que no entendía nada, quería operarla, pero el otro ha dicho que no era necesario. Ya está mejor.

Presiente algo misterioso, asfixiante. Dice al azar:

—En fin, ahora tiene tiempo para descansar.

Su madre vacila. ¿Por qué? Luego, como el señor viejo no parece querer protestar, se arriesga a decir:

—Hemos vuelto a abrir la casa.

—¿Con mujeres?

—Hay dos, dos nuevas, aparte de Minna.

—Creía que tu amigo Hamling te había aconsejado que cerraras.

—En aquel momento sí. Aún no sabía qué mal había podido hacer Annie.

Comprende. De golpe comprende por qué están aquí. Lo comprende todo. El señor viejo no deja que se pierda ni una oportunidad.

—¿Te han pedido que continuaras?

—Me han explicado que era mejor, desde todos los puntos de vista.

En otras palabras, la casa de la calle Verde se ha convertido en una especie de ratonera. ¿Quién es el que, al servicio de aquellos señores, mira por el ventanuco y trata de oír las conversaciones?

Por eso Lotte se siente tan incómoda.

—En resumen —dice por decir algo, ni siquiera con ironía—, todo va bien en casa.

—Muy bien.

—Sissy, ¿se encuentra mejor?

—Creo que sí.

—¿No la has visto?

—Tengo tanto trabajo, ¿sabes? No sé si es el mejor momento…

¿Qué más pueden decirse? Les separan mundos, un vacío infinito. Hasta aquel pañuelo perfumado, que adquiere tanta importancia en la habitación, que Lotte se da cuenta y lo guarda en el bolso.

—Escúchame, Frank.

—Sí.

—Eres joven…

—Ya me lo has dicho.

—Sé mejor que tú que no eres malo. No me mires así. Tienes que saber que únicamente he pensado siempre en ti, que todo lo que he hecho desde que naciste lo he hecho por ti, y que ahora daría el resto de mi vida para que fueras feliz.

No es culpa suya si está distraído, sin proponérselo. Apenas comprende el significado de las frases. Mira el bolso de Minna. Es exactamente, sólo que en rojo, el mismo bolso que Sissy tenía en negro, el famoso bolso con la llave que él agitaba en la mano en aquel descampado, y que acabó dejando sobre un montón de nieve. Nunca llegó a saber si ella lo recogió.

—Les he dicho que conocías a Kromer, porque es verdad. Era amigo tuyo, y no quiero que lo niegues. Nadie me quitará de la cabeza que fue tu ángel malo, y lo suficientemente listo como para escurrir el bulto dejándote solo.

¿Es eso lo que en resumidas cuentas ha venido a decirle? ¿Que Kromer está a salvo? Está demasiado cerca de la estufa. Tiene calor. Por la ventana —es la primera vez que se sienta en aquel lugar— ve la verja, la garita, el centinela y un trozo de calle. No le produce ningún efecto volver a ver la calle, volver a ver tranvías que pasan.

—Es indispensable que les digas toda la verdad, todo lo que sabes, y ellos te lo tendrán en cuenta. Estoy segura. Confío en ellos.

El señor viejo nunca había parecido tan lejano.

—Mañana tal vez me dejen venir a traerte un paquete. ¿Qué te gustaría que te trajera?

Siente vergüenza por ella, por él, por todos. Está cansado. Tiene ganas de responder: «¡Trae mierda!».

Tiempo atrás lo hubiera hecho. Pero ahora ha aprendido a tener paciencia. Si no es debilidad. Balbucea por decir algo:

—Lo que quieras.

—No es justo que pagues por los otros, ¿comprendes? También yo, sin quererlo, he obrado muy mal, ahora me doy cuenta.

Y ahora lo paga aceptando que su burdel se convierta en una trampa para viciosos. Lo más sorprendente es que todo esto le hubiera parecido muy natural a Frank hace cuatro o cinco meses. Pero ahora no se indigna. Piensa en otra cosa. Durante toda aquella entrevista piensa en otra cosa, sin darse cuenta que su mirada no se aparta del bolso de Minna.

—Diles francamente lo que sabes. No quieras parecer más listo que ellos. Saldrás de aquí, ya lo verás. Te cuidaré bien y…

Ya no la oye. Está muy lejos. Claro que siempre tiene sueño, y que a ciertas horas del día, sobre todo por la mañana, sufre vértigos. Es el cansancio.

Su madre se levanta. Huele bien. Es toda claridad y frufrús, con las pieles alrededor del cuello.

—Prométemelo, Frank. Prométeselo a tu madre… Minna, díselo también.

A Minna, que no se atreve a mirarle, le cuesta mucho articular:

—Lo estoy pasando muy mal, Frank.

Y Lotte se apresura a añadir:

—Todavía no me has dicho qué es lo que quieres que te traiga.

Entonces pronuncia la frase. Él es el primero que se queda estupefacto. Tenía la impresión de que eso sucedería mucho más tarde, muy cerca del final. De pronto se siente demasiado cansado. Habla sin haberlo pensado, sin tener la impresión de haber tomado una decisión.

Dice como al desgaire, consciente de que aquellas palabras sólo tienen un significado para él, sólo para él:

—¿No podría ver a Holst?

Lo que pasa en aquel momento no deja de ser asombroso. Quien responde no es su madre. Además, seguro que no lo entiende, que debe de sentirse muy confusa. Minna ahoga una especie de sollozo que trata de disimular como un hipido. Minna sabe mucho más de todo aquello que Lotte.

Pero es el señor viejo quien levanta la cabeza, quien le mira, quien pregunta:

—¿Se refiere a Gerhardt Holst?

—Sí.

—Es curioso.

Hurga en sus pedacitos de papel, termina por pescar uno que examina atentamente, y durante todo este tiempo Frank contiene la respiración.

—Precisamente ha hecho una petición de visita.

—¿Para visitarme a mí?

—Sí.

No va a dar un brinco de alegría, no va a ponerse a bailar delante de ellos. Pero su rostro queda transfigurado. Ahora es él quien, como Minna, tiene los ojos arrasados en lágrimas. Sin embargo, aún no se atreve a creerlo. Sería demasiado hermoso. Significaría que no se equivoca. Significaría…

—¿Ha pedido verme?

—Espere… No…

Se pone rígido. En definitiva, el señor viejo debe de ser un sádico.

—No es exactamente eso. Un tal Gerhardt Holst ha hecho una petición de visita a las autoridades superiores. Se ha dirigido muy arriba. Pero no ha cursado una solicitud para él.

¡Deprisa, Dios mío! Y pensar que Lotte lo escucha como si escuchara la radio.

—Es para su hija.

¡No, no, no! Sobre todo no llorar. Que haga cualquier cosa, pero llorar no. Si no, corre el peligro de estropearlo todo. ¡No es verdad! ¡No es posible! El señor viejo descubrirá otro papelito y entonces comprobará que se ha equivocado.

—Ya ves, Frank —dice Lotte con voz conmovida, felizmente conmovida, como si la radio acabara de ponerle un disco sentimental—, ya ves que todo el mundo confía en ti. Ya te decía que tienes que salir de aquí, y que para eso hay que hacer caso a esos señores.

Imbécil. Idiota. Ni siquiera es capaz de guardarle rencor, y es preferible que ella no mida nunca el vacío que hay entre ambos.

Es también Lotte quien pregunta, como si fuera una devota que se dirige a Monseñor:

—¿Le ha concedido usted el permiso?

—Todavía no. Acaban de transmitirme esta petición desde otra oficina. Aún no he tenido tiempo de estudiarla.

—¡La haría usted tan feliz! Es nuestra vecina de rellano. Hace años que se conocen.

No es verdad. ¡Qué se calle! O, mejor dicho, ¡qué importa lo que diga! Aunque ahora todo se estropeara, aunque ella no fuese a verle, seguiría en pie el hecho de que Holst había formulado la petición.

Se han comprendido. Frank tenía razón. Que venga Holst, y será lo mismo, no exactamente lo mismo, pero tendrá el mismo significado.

Que acaben de una vez, Señor. Que le concedan la gracia de no hacerle más preguntas aquella mañana, de dejar que vuelva a subir a su cuarto. ¡Vaya! Le ha llamado sencillamente su cuarto. Poder arrojarse sobre su cama, apretando contra su pecho aquella verdad aún caliente, y que hay que impedir que se evapore.

—Es una joven formal, una joven como debe ser, puede usted creerme.

¿Cómo odiar a alguien tan tonto, aunque sea la propia madre? Y la otra con su falso aire de prima, que aprovecha la circunstancia de estar de pie para acercarse a él, para tocarle sin que nadie se dé cuenta.

—Yo creía —interviene el señor viejo— que lo que ha pedido usted es ver a Gerhardt Holst.

—A él o a ella.

—¿Cualquiera de los dos?

Con tal de que no esté cometiendo un error.

—Cualquiera.

Bastó una mirada a través de las gafas para indicar a uno de los acólitos bigotudos que era la hora de que se lo llevaran. No sabe muy bien cómo se lo llevaron del despacho. Su madre y Minna se quedaron allí. ¿Quién sabe lo que Lotte va a seguir contando a propósito de Sissy?

Llega a su cuarto casi al mismo tiempo que la escudilla, aún muy caliente, y se contenta con apretarla entre las rodillas, sin comer, sólo para que le transmita su calor. A lo lejos, encima del gimnasio, la ventana está cerrada. Qué más da. Ahora lo cierto es que puede prescindir de ella. Siente un nudo en la garganta. Quisiera hablar. Quisiera hablar a Holst, como si Holst estuviera aquí.

Tiene, ante todo, una pregunta esencial que hacerle: «¿Cómo lo comprendió usted?».

Parece imposible. Es prodigioso que una cosa así sea posible. Frank hizo todo lo que pudo para que no comprendiese. Además, él mismo no lo comprendía. Se conformaba con merodear alrededor de Holst, y en algunos momentos se obligaba a creer que le detestaba, o que le despreciaba; se reía de la tartera de hojalata y de las botas mal ajustadas.

¿Cuándo sucedió?

¿La noche en que Holst, volviendo de la cochera de los tranvías, le encontró pegado a la pared de la curtiduría, con la navaja abierta en la mano?

Hay que hacer un alto. Es demasiado fuerte. Tiene que conservar la calma, permanecer sentado al borde de la cama, con serenidad. Ni siquiera va a acostarse, porque entonces sería peor. No va a ponerse a chillar mirando por la ventana.

No se volverá loco. No es el momento. Recobrará poco a poco la sangre fría. Si ha pasado eso, significa que está muy cerca del final.

Siempre lo ha comprendido. Es una de esas certidumbres que uno no trata de explicarse. De todas formas, no tiene fuerzas para aguantar mucho tiempo más.

Holst ha comprendido.

¿Y Sissy?

¿Acaso ella también ha sabido siempre que todo sucedería de este modo? Frank lo sabía. Holst lo sabía. Es terrible decirlo. Suena a blasfemia. Pero es la verdad.

Holst hubiera debido ir a matarle, aquel domingo, durante la noche, o al día siguiente por la mañana, y no lo hizo.

Las cosas tenían que pasar así. Frank no podía hacer algo distinto. Aún no sabía por qué, pero lo intuía.

Si no ha tenido miedo de la tortura, del oficial de la regla o del señor viejo y de sus sicarios, es que nadie podrá nunca hacerle sufrir tanto como se hizo sufrir a sí mismo cuando empujó a Kromer dentro del cuarto.

¿Dirá sí el señor viejo?

Es imprescindible darle una esperanza, para que se imagine que aquello servirá de algo. Frank tiene prisa de que le vayan a buscar. No prometerá nada, porque sería cometer una torpeza, pero dejará entender que será mucho más locuaz después. Que se den prisa en irle a buscar.

Soltará hilo. A partir de ahora soltará hilo, y bastante. A propósito de lo que quieran. De Kromer, por ejemplo, ya que eso carece de importancia puesto que está a salvo.

En el fondo, no llega a preguntarse qué es lo que preferiría: hablar con Holst o con Sissy. En realidad, a Sissy no tiene nada que decirle. Sólo tiene que mirarla. Y que ella le mire.

«Dígame, señor Holst, ¿cómo descubrió usted, señor Holst, que el hombre, fuera quien fuese…?».

Faltan las palabras. Ninguna expresa lo que querría decir.

«Se puede conducir un tranvía, ¿no?, o cualquier cosa. Se pueden llevar botas que hacen que los chicos de la calle vuelvan la cabeza y que los jovencitos se encojan de hombros. Se puede… Se puede… Ya sé lo que va a decirme… Lo importante no es eso… Basta con que se haga lo que hay que hacer, porque todo tiene la misma importancia… Pero yo, señor Holst, yo, ¿cómo hubiese podido?».

No es posible que Holst haya solicitado un permiso de visita para Sissy. Frank empieza a ablandarse, a interrogarse, a dudar. ¿No será una maquinación del señor viejo? ¡Oh, de ser así, con qué odio Frank iba a perseguirle hasta el fondo de los infiernos!

Holst, que evita todo contacto con los ocupantes, que ha debido de sufrir por su culpa, ¿se habrá dirigido, según dice el señor viejo, a una autoridad «muy alta»? Para eso, se ha visto obligado a recurrir a intermediarios, a comprometerse, a humillarse delante de la gente…

No van a buscarle. Se hace largo. No es capaz de dormir. No quiere dormir. Quisiera terminar con aquel asunto ahora mismo.

Sin embargo, continúa echado, sin voluntad. Ya no recuerda si ha dejado en el suelo el plato con la sopa. No debe volcarlo, si no quiere que apeste toda la noche. Ya pasó una vez. Tiene ganas de llorar. No dirá a Holst que ha llorado. A nadie. Nadie le ve. Extiende un brazo como si hubiera alguien cerca de él, como si aún fuese posible que algún día hubiese alguien cerca de él.

Hubiera podido suceder, pero todo hubiese tenido que ser diferente.

No acepta que su padre sea el inspector en jefe Kurt Hamling.

¿Por qué piensa en eso?

No piensa en nada. Llora como un bebé. Tiene sueño. En esos casos su nodriza le ponía un biberón entre los labios, y él después de sorberse los mocos dos o tres veces, empezaba a chupar y se calmaba.

Ya no tardarán mucho. Y el tiempo no es lo que importa. ¿Qué edad tiene la mujer de la ventana? ¿Veintidós años? ¿Veinticinco? ¿Dónde estará dentro de diez años, dentro de cinco? ¿Habrá muerto su compañero? ¿O quizás ella misma lleve ya en el cuerpo el germen de alguna enfermedad mortal?

¿Qué le dirá Holst? ¿Qué actitud adoptará?

Sissy estará callada, lo sabe. O bien dirá simplemente: «Frank».

El señor viejo estará presente. Eso no tiene importancia. Ahora siente calor. ¿Tendrá fiebre? Con tal de que no caiga enfermo precisamente en este momento. El señor viejo usa gafas, va vestido de negro de la cabeza a los pies. ¿Por qué, puesto que suele ir de gris? Frank es católico. Ha tenido amigos protestantes y alguna vez ha asistido a sus oficios. Ha visto a pastores.

Hay que prestar atención porque el escritorio cambia de forma, se convierte en una especie de altar. Lotte es ridícula vistiéndose como lo hace. Eso le pasa cada vez que cree necesario tener un aire distinguido. Entonces abusa de los grises y de los blancos. Se acuerda vagamente de la fotografía de una reina que se vestía de este modo, aunque de una forma más vaga, más vaporosa aún. Pero era una reina. Lotte regenta un burdel y también es vaporosa. En cuanto a la pobre Minna parece que acabe de salir del convento. Es su prima Minna.

¿Por qué llora? Lotte deja caer su pañuelo hecho una bola, y Holst se agacha para recogerlo, para tendérselo extendiendo su largo brazo. No dice nada porque no es el momento de hablar. El señor viejo lee sus papelitos y está a punto de hacerse un lío. Es una oración muy complicada y de la máxima importancia.

Sissy mira a Frank a los ojos con tanta intensidad que a él le duelen las pupilas.

Ya no lleva un revólver, sino una llave. Es una llave que les entregarán en vez de anillos. La idea no es ninguna tontería. Nunca había oído decir que eso se hiciese, pero está muy bien. ¿A quién se la dan? Evidentemente es la llave de una habitación, con una ventana, una cortina. Ya ha anochecido. Habrá que bajar la persiana y encender la lámpara.

Mira. Sus ojos están abiertos. Acaban de encender la bombilla de su aula. El hombre de paisano está de pie junto a su cama, el soldado espera en la puerta.

—Ya voy —balbucea—. Les digo que ya voy…

No se mueve. Se ve obligado a hacer un violento esfuerzo. Las piernas están rígidas, la espalda le duele. El hombre espera. El patio es negro. El proyector lo barre como un faro a orillas del mar. Frank nunca ha visto el mar. No lo verá nunca. Sólo lo conoce por el cine, y siempre hay faros.

Fue al cine con Sissy dos veces. ¡Dos veces!

—Ya voy…

Se pone la chaqueta. Tiene la impresión de olvidar algo. Ah, sí. Tiene que ser muy amable con el señor viejo, para animarle.

El despachito. La estufa que ronronea. Hace demasiado calor. Tal vez también lo hagan adrede. Le dejan de pie, es una sesión de pie, y precisamente hoy, aunque no sabe por qué, hubiese sido un alivio sentarse.

—¿Y si me hablase un poquitín de Kromer?

El tipo no deja pasar ni una. ¡Comprende que es el momento idóneo!

—De acuerdo.

Hubiese preferido hablar del revólver, que ve encima de la mesa. Así hubiera acabado de una vez con esa amenaza que deben de reservarle para el final.

—¿Por qué le dio dinero?

—Porque le proporcioné mercancías.

—¿Qué clase de mercancías?

—Relojes.

—¿Comerciaba con relojes?

Está a punto de suplicar: «¿Concederá la autorización?».

Durante todo el interrogatorio tragará saliva para no hacer esta pregunta.

—Alguien le había pedido relojes.

—¿Quién?

—Creo que es un oficial.

—¿Sólo lo cree?

—Eso fue lo que me dijo.

—¿Qué oficial?

—No conozco su nombre. Un oficial superior que colecciona relojes.

—¿Dónde le conoció?

—Nunca le he visto.

—¿Cómo le pagó?

—Pagó a Kromer, y él me dio mi parte.

—¿Qué parte?

—La mitad.

—¿Dónde compró usted los relojes?

—No los compré.

—¿Los robó?

—Los cogí.

—¿Dónde?

—En casa de un relojero al que conocía y que ya ha muerto.

—¿Usted le mató?

—No. Murió hace un año.

Va demasiado aprisa, exageradamente aprisa. Normalmente, aquello hubiera tenido que dar para tres o cuatro sesiones, pero ahora tiene vértigo. Parece como si fuese él quien está precipitando el movimiento, para llegar más aprisa al final.

—¿Quién tenía los relojes?

El señor viejo consulta uno de sus papelitos. Lo saben. Frank juraría que lo saben todo desde el comienzo. Entonces, ¿para qué representar aquella comedia? ¿Qué más quieren saber? ¿Qué esperan? Porque, al fin y al cabo, están perdiendo su tiempo más que el suyo.

—Estaban escondidos en casa de su hermana. Fui allí. Cogí los relojes y me fui.

—¿Es eso todo?

Lo suelta, como refunfuñando, igual que un chiquillo sorprendido en falta:

—Volví atrás para matarla.

—¿Por qué?

—Porque me había reconocido.

—¿Quién le acompañaba?

—Estaba solo.

—¿Dónde fue eso?

—En el campo.

—¿Lejos de la ciudad?

—A unos diez kilómetros.

—¿Fue hasta allí a pie?

—Sí.

—¡No!

—Tiene usted razón: no.

—¿Cómo fue hasta allí?

—En bicicleta.

—Usted no tiene bicicleta.

—Me prestaron una.

—¿Quién?

—La alquilé.

—¿Dónde?

—Ya no me acuerdo. En un garaje de la parte alta de la ciudad.

—¿Reconocería el garaje si se le llevara a la parte alta de la ciudad?

—No lo sé.

—Y si viera la camioneta que utilizó, ¿la reconocería? También saben eso. Es deprimente.

—Mañana por la mañana la verá en el patio.

No contesta. Tiene sed. La camisa está empapada bajo los brazos, las sienes empiezan a latir.

—¿Cómo conoció a Carl Adler?

—No le conozco.

—Pero era él quien conducía la camioneta.

—Estaba muy oscuro.

—¿Qué sabe de él?

—Nada.

—¿Pero no debe de ignorar que se ocupaba de la radio?

—Lo ignoraba.

—Tenía un aparato emisor en la camioneta.

—No lo vi. Estaba muy oscuro. No miré la parte de atrás.

—¿Quién iba detrás?

—No lo sé.

—¿Había alguien?

—Sí.

—Seguro que se lo presentaron. ¿Quién era?

—Kromer.

—¿Dónde lo recogió?

—En un bar, delante del cine.

—¿Con quién estaba?

—Estaba solo.

—¿Bajo qué nombre le presentó a sus compañeros?

—Bajo ningún nombre.

—¿Reconocería al que iba detrás?

—Creo que no.

—Descríbale.

—Era bastante gordo, con bigote.

Miente. Así gana tiempo.

—Siga.

—Llevaba un mono de mecánico.

—¿En el bar?

—Sí.

A éste no deben de conocerle, se nota. Así que Frank procura no arriesgarse.

—Espere. Creo que tenía una cicatriz.

—¿Dónde?

Piensa en la regla de cobre. Improvisa.

—En una mejilla. La izquierda… Sí…

—Está mintiendo, ¿no?

—No.

—Sería una lástima que mintiera, porque esto me impediría de entrada conceder la autorización que se me ha pedido.

—Le juro que no le conozco.

—¿La cicatriz?

—No lo sé.

—¿Los datos?

—Tampoco lo sé. Sin duda le reconocería si le viese, pero soy incapaz de describirlo.

—¿El bar?

—Lo del bar es verdad.

—¿Carl Adler?

—Me pregunto por qué recuerdo su nombre. Le volví a ver dos veces por la calle. Él no me reconoció. O hizo como si no me reconociera.

—¿La radio?

—No me dijeron nada de eso.

¿Tendrá su autorización? Escruta angustiadamente la cara del señor viejo, que debe de sentir un secreto placer mostrándose más hermético que nunca. Lía un cigarrillo. Luego habla lentamente, con suavidad:

—Carl Adler fue fusilado ayer por otro servicio. No habló. Es necesario que encontremos a sus cómplices.

Entonces, de pronto Frank se pone rojo. ¿Van a proponerle un trato como el que ha aceptado Lotte?

Claro que él no sabe nada. Acabarán por darse cuenta. Pero podría saber. Podrían servirse de él para saber.

Respira con dificultad. No sabe hacia dónde dirigir la mirada. Una vez más tiene vergüenza. ¿Qué hará si le hacen brutalmente la pregunta, si le ofrecen un trato? ¿Qué haría Holst?

Cierra los ojos, se pone rígido. Era demasiado hermoso. No hay que contar con eso. Sin duda no sucederá nunca una cosa así. No llora. No va a ponerse a llorar en un momento como éste.

Espera. El señor viejo debe de estar jugando con sus papelitos. ¿Por qué se calla? Sólo se oye el ronroneo de la estufa. Pasa el tiempo. Luego Frank se aventura a abrir los ojos y ve al acólito, de pie, junto a él, que espera para acompañarle. El soldado ya está en la puerta.

Se acabó. Quizás hasta dentro de muy poco, quizás hasta mañana.

No se saludan. Aquí nadie se saluda. Debe de ser una de las costumbres de la casa, y eso produce una impresión de vacío.

Fuera hace mucho frío, mucho más frío que los días anteriores. El cielo está claro como una cuchilla, las crestas de los tejados parecen más agudas que de costumbre.

Mañana por la mañana habrá flores de escarcha en los cristales.