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No les guarda rencor. Su oficio consiste en tratar por todos los medios de reducir su resistencia. Creen que el mejor modo es el sueño. Se las arreglan para en ningún caso dejarle dormir varias horas seguidas, y no han adivinado —es preciso evitar que lo adivinen— que ha aprendido a dormir; que en resumidas cuentas han sido ellos quienes le han enseñado.

Puesto que la ventana de enfrente está cerrada, sabe que no tardarán en llamarle. Ningún día sucede a la misma hora. Otro de sus truquitos. Eso sería demasiado fácil. Para las sesiones de tarde, y sobre todo las nocturnas, a menudo hay diferencias de tiempo considerables. Para las de la mañana son más limitados. Los presos de al lado han vuelto de su paseo. Deben de detestarle, de considerarle como un traidor. No sólo no ha escuchado sus mensajes ni ha respondido a ellos, sino que además ha roto la cadena. Otra cosa que también ha comprendido. Los mensajes se transmiten de aula a aula, de pared a pared, aunque no se comprendan, porque es posible que lleguen a alguien para quien sean preciosos.

No es culpa suya. No tiene tiempo. Tampoco tiene la menor gana. Aquello le parece pueril. Aquella gente se preocupa por lo que pasa fuera, por su vida, niñerías. Hacen mal en guardarle rencor. Él es consciente de estar jugando una partida mucho más importante que la de ellos, y esa partida ha de ganarla. Sería espantoso irse sin haber ganado en última instancia.

Duerme. Duerme inmediatamente después de haberse cerrado la ventana. Se hunde todo lo que puede en el sueño, para recuperar. Oye pasos en el aula vecina, lamentos en el cuarto de la izquierda, donde alguien, sin duda un viejo, o una persona muy joven, se pasa el tiempo gimiendo.

Como siempre, o casi como siempre, vendrán antes de la sopa. Frank aún conserva un poco de tocino, un pedazo de salchichón. Y también se pregunta por qué le habrán entregado aquellos dos paquetes, porque sin ellos estaría más debilitado.

Casi está tentado de atribuir a aquel señor viejo una cierta honradez en los medios que pone en práctica, una especie de deportividad. ¿O hay que suponer en él una inclinación a la dificultad? ¿O tal vez a causa de la edad de Frank, a quien debe de considerar un chiquillo, se empeña, para no avergonzarse de su victoria, en darle alguna ayuda suplementaria?

En cualquier caso, por lo que respecta a la sopa, hoy también le hacen la jugada. No tiene importancia el día, dado que ya no cuenta por días ni por semanas. Tiene otros puntos de referencia. Cuenta según el tema principal de los interrogatorios, en la medida en que se puede hablar de tema principal con un hombre que lo enreda todo a placer.

Es el día después de Bertha, cuatro días después de la gran limpieza en el cuarto de la ventana abierta. Con eso basta.

Además, lo esperaba. Ha acabado por advertir una especie de ritmo, como el vaivén de las mareas. Un día le llaman muy temprano; otro bastante tarde; algunas veces, apenas unos instantes antes de que repartan la sopa, cuando ya se oye en la escalera el ruido de las latas.

Al principio no hubiera debido tragarla hasta la última gota. No es buena. No es más que agua caliente con nabos, y a veces dos o tres alubias. No obstante, algunas veces la sopa tiene ojos, como el agua del fregadero, y entonces es posible tener la suerte de descubrir en el fondo un pedacito de carne grisácea.

Eso no hubiera debido interesarle, ya que dispone de salchichón y de tocino. Pero le gusta sentarse al borde de la cama, con el plato de metal entre las rodillas, sentir el calor que le baja por la garganta hasta el estómago.

El señor viejo, a quien no se ve nunca en el patio, y mucho menos aún en las pasarelas, debió de adivinarlo, porque siempre le hace bajar antes de la sopa.

Frank reconoce los pasos a través de su sueño; son pasos de un hombre con zapatos y de las botas de un soldado. Vienen a por él; aquellos dos siempre vienen invariablemente a por él. Como si fuese el único preso al que interrogan. El no pierde ni un bocado de sueño. Espera a que la puerta se abra. Incluso entonces finge roncar para ganar unos segundos. Tienen que tocarle el hombro. Se ha convertido en un juego, pero ellos por lo visto no se han dado cuenta.

Ahora apenas se lava, para ganar también tiempo. Dedica todo el tiempo de que dispone al sueño. Y lo que ahora entiende por sueño es infinitamente más importante que el sueño de todo el mundo. De lo contrario no valdría la pena rebañar hasta las migajas más pequeñas de tiempo como él lo hace.

No les sonríe. No se saludan. Todo sucede sin mediar ni una palabra, con una sombría indiferencia. Se quita el abrigo para ponerse la chaqueta. Abajo hace mucho calor. Los primeros días lo pasó mal porque se había llevado el abrigo. Es mejor correr el riesgo de enfriarse en la pasarela o en la escalera. El calor de su cuerpo no tiene tiempo de disiparse en un trayecto tan corto.

No tiene espejo, pero nota que sus párpados están enrojecidos, como los de una persona que no ha dormido suficientemente. Están calientes, le escuecen. Su piel está demasiado tirante, demasiado sensible.

Echa a andar detrás del hombre de paisano, delante del soldado, y durante este tiempo continúa durmiendo. Aún duerme cuando penetran en el edificio pequeño en el que a veces le hacen esperar durante mucho rato —¿una hora?— en la primera habitación, en un banco, cuando sin embargo no hay nadie con aquel señor viejo.

Sigue recuperando. Es una cuestión de costumbre. Hay ruidos, a veces gritos y, a intervalos regulares, el estruendo del tranvía en la calle. Incluso hasta allí se cuelan gritos de niños, sin duda en el momento de salir de una escuela próxima.

Los niños tienen un maestro. En el colegio hay profesores, y siempre hay al menos uno que desempeña el papel de aquel señor viejo. Para la mayoría de las personas mayores existe el patrón, el jefe de la oficina o del taller, el propietario.

Todo el mundo tiene su señor viejo. Él lo comprende, y por eso no le guarda rencor. Cerca de él oye pasar páginas, hojear papeles. Luego, un hombre de paisano se enmarca en la puerta y le hace una señal, como en la consulta del médico o del dentista, y él se pone en pie.

¿Por qué se quedan en el cuarto dos hombres de paisano? Le ha dado vueltas a ese detalle, y ha encontrado varias soluciones posibles, pero no le satisfacen. Tan pronto son los que le llevaron a la ciudad el día de la regla de cobre, como reconoce al que le detuvo en la calle Verde, o descubre que son distintos, pero no son numerosos: son siete u ocho en total turnándose. No hacen nada. No están sentados delante de un escritorio. Nunca participan ni en lo más mínimo en el interrogatorio, sin duda nunca se atreverían a hacer una cosa así. Permanecen de pie, con aire indiferente.

¿Para impedir que huya o que estrangule a aquel señor viejo? Es posible. Es la primera respuesta que se le ocurre. No obstante, hay soldados armados en el patio. Podrían poner un centinela en cada puerta.

También puede que no tengan confianza unos en los otros. En principio no rechaza la idea, absurda en apariencia, de que aquellos hombres estén allí para observar todo lo que hace aquel señor viejo y tomar nota de sus palabras. ¡Quién sabe! Tal vez uno de ellos es más poderoso que él. Tal vez el señor viejo no sepa quién es, en realidad tal vez tiemble ante la sola idea de los informes que se transmiten acerca de su actuación a una autoridad superior.

Su apariencia es más bien la de unos acólitos. Hacen pensar en los monaguillos que rodean al cura durante las ceremonias. No se sientan, no fuman.

El señor viejo no para de fumar. Es casi su único lado humano. Fuma un cigarrillo tras otro. Sobre su mesa hay un cenicero demasiado pequeño, y Frank se irrita al pensar que a nadie se le haya ocurrido cambiarlo por otro más grande. Es un cenicero verde, en forma de hoja de parra. Desde la sesión de la mañana rebosa colillas y ceniza.

También hay una estufa en el cuarto, un cubo de carbón. En último extremo, bastaría de vez en cuando, aunque sólo fuese una o dos veces al día, con vaciar el cenicero en el cubo del carbón.

Pero no lo hacen. ¿Es que él no quiere? Las colillas se amontonan, y son colillas sucias. El señor viejo fuma suciamente, sin quitarse nunca el cigarrillo de la boca. Lo moja de saliva, deja que se apague varias veces, vuelve a encenderlo, pega nuevamente el papel, masca las briznas de tabaco.

Tiene la punta de los dedos de color pardusco. Igual que los dientes. Y dos manchitas, encima y debajo de los labios, indican el lugar del cigarrillo.

Lo más inesperado en un hombre como él es que se lía los cigarrillos. Parece no conceder ninguna importancia a la vida material. Uno se pregunta cuándo come, cuándo duerme, cuándo se afeita. Frank no recuerda haberle visto nunca recién afeitado. Sin embargo, se toma la molestia, incluso en medio de un interrogatorio, de sacarse del bolsillo una bolsa de piel en la que lleva el tabaco. De un bolsillo del chaleco extrae el librillo de papel de fumar.

Es minucioso. La operación lleva tiempo, exasperante, porque durante este tiempo toda vida queda como suspendida. ¿Es un truco?

Aquella noche, casi ya de madrugada, hacia el final del interrogatorio, le habló de Bertha. Como siempre, cuando lanza un nombre nuevo a la arena, lo hizo de la forma más inesperada. No pronunció su apellido. Se hubiera dicho que aquel señor viejo era un cliente de la casa, o un hombre parecido al inspector en jefe Hamling, para quien los asuntos de Lotte no tienen secretos.

—¿Por qué le dejó Bertha?

Frank ha aprendido a ganar tiempo. ¿Acaso no está allí únicamente para eso?

—No me dejó. Dejó a mi madre.

—Viene a ser lo mismo.

—No. Yo nunca me he ocupado de los asuntos de mi madre.

—Pero se acostaba con Bertha.

Lo saben todo. Sabe Dios a cuántas personas han tenido que interrogar para llegar a saber todo lo que saben. Cuántas horas puede representar un trabajo así, cuántas idas y venidas.

—Porque se acostaba con Bertha, ¿verdad?

—Alguna vez.

—¿A menudo?

—No sé qué es lo que usted llama a menudo.

—¿Una vez, dos veces, tres veces por semana?

—Es difícil de decir. Dependía.

—¿La quería?

—No.

—Pero se acostaba con ella.

—A veces.

—¿Y hablaba con ella?

—No.

—¿Se acostaba con ella y no le hablaba?

En ocasiones, cuando le acorralan en temas como éste, tiene ganas de responder con alguna obscenidad. Como en la escuela. Pero no se sueltan obscenidades al profesor. Y al señor viejo tampoco. Éste no quiere alterarse.

—Digamos que pronunciaba las menos palabras posibles.

—¿Qué quiere decir las menos?

—No lo sé.

—¿No le hablaba nunca de lo que había hecho durante el día?

—No.

—¿Ni le preguntaba lo que había hecho ella?

—Menos aún.

—¿No le hablaba de los hombres que se acostaban con ella?

—No estaba celoso.

Éste era el tono. Sólo que hay que tener en cuenta que aquel señor viejo elige cuidadosamente sus palabras, las pasa por la criba antes de pronunciarlas, y eso lleva su tiempo. El escritorio es un escritorio americano monumental, con múltiples casilleros y cajones. Está lleno de pedacitos de papel que parecen no tener importancia, que él saca de aquí y de allá en el momento preciso, según las necesidades, y a los que echa una ojeada.

Frank conoce esos pedacitos de papel. Aquí no hay escribano. Nadie toma nota de sus respuestas. Los dos hombres, que están siempre de pie cerca de las puertas, no tienen estilográfica ni lápiz. A Frank no le extrañaría mucho que no supieran ni escribir.

Es el señor viejo quien escribe, siempre en trocitos de papel, en pedazos de sobres usados, en la parte baja de cartas o de circulares que recorta cuidadosamente. Tiene una letra pequeñísima, de una finura inaudita, que debe de ser ilegible para cualquier otra persona.

Si hay en sus casilleros un pedazo de papel en el que se hable de Bertha eso significa que han interrogado a la chica. ¿Es así como hay que interpretarlo? A veces Frank al entrar husmea buscando olores, rastros de alguien a quien han podido llamar durante su ausencia.

—La madre de usted recibía a oficiales, a funcionarios.

—Es posible.

—¿Solía encontrarse en el piso durante estas visitas?

—Supongo que a veces sí.

—Usted es joven y curioso.

—Soy joven, pero no curioso, y de todas formas vicioso no lo soy.

—Usted tiene amigos, relaciones. Es muy interesante saber lo que hacen y lo que dicen los oficiales.

—No para mí.

—Su amiga Bertha…

—No era mi amiga.

—Ya no lo es, puesto que les ha dejado, a usted y a su madre. Me pregunto por qué. También me pregunto por qué aquel mismo día se oyeron gritos en su piso, hasta el punto de que algunos vecinos se alarmaron.

¿Qué vecinos? ¿A quién han interrogado? Piensa en el viejo señor Wimmer, pero no sospecha de él.

—Es curioso que Bertha, que según decía su madre era como de la familia, les dejara precisamente entonces.

¿Le han dado a entender intencionadamente que han interrogado a Lotte? Frank no se inmuta. Lleva oídas muchas cosas semejantes.

—Bertha era una ayuda muy valiosa para su mamá —ignora que Frank nunca ha llamado a su madre así, que no se llama mamá a una persona como Lotte—. No recuerdo qué dijo exactamente —finge buscar entre sus pedacitos de papel—, que era fuerte como un caballo.

—Como una yegua.

—Como una yegua, sí. Ya volveremos a hablar de eso.

Al principio Frank creía que era hablar porque sí, una manera de intimidarle. No se imaginaba que su vida y milagros fuesen tan importantes para aquel señor viejo como para que se pusiera en movimiento una máquina tan complicada como la que tenía que estar funcionando.

Lo más extraordinario es que, desde su punto de vista, aquel señor viejo no se equivoca. Sabe adónde va. Lo sabe mejor que Frank, quien sólo ahora empieza a descubrir cosas ocultas de las que no tenía ni la menor idea.

En esta casa no se pronuncian palabras huecas. Nadie se permite faroles. Si el señor viejo dice: «Ya volveremos a hablar de eso», es que no se conformará con hablar. Pobre Bertha, ¡tan infeliz!

No obstante, no siente por ella, ni por nadie, verdadera compasión. Ha dejado atrás esas cosas. No le guarda rencor. No la desprecia. En él no hay odio. Termina por mirar a ciertas personas con los ojos de pez de aquel señor viejo, como a través de los cristales de un acuario.

La mejor prueba de que no habla por hablar la tuvo a propósito de Kromer. Era muy en los comienzos, cuando aún no había comprendido. Se figuraba que, como con el oficial de la regla, bastaba con negar.

—¿Conoce a un tal Fred Kromer?

—No.

—¿Nunca ha tratado a nadie que se llame así?

—No recuerdo.

—Sin embargo, frecuenta los mismos sitios que usted, los mismos restaurantes, los mismos bares.

—Es posible.

—¿Está seguro de que nunca ha bebido champán con él en el bar de Timo?

Le está tendiendo la mano.

—Hay mucha gente con la que he bebido en el bar de Timo, incluso champán.

Una imprudencia. Se da cuenta enseguida, pero es demasiado tarde. El señor viejo acumula las patas de mosca en sus papelitos. Eso no parece serio en un hombre de su edad y de su posición. Sin embargo, ni uno solo de esos trocitos de papel se pierde, ni uno solo que no vuelva a aparecer en el momento oportuno.

—¿Tampoco le conocía por su nombre de pila, Fred? Hay personas que en algunos lugares sólo son conocidos por el nombre. Por ejemplo, seguro que hay mucha gente con la que usted se ve, por así decirlo, todos los días, y que no saben que se llama Friedmaier.

—No es el mismo caso.

—¿No es el mismo caso que Kromer?

Todo cuenta. Todo es significativo. Todo se apunta. Pasa dos horas extenuantes negando sus relaciones con Kromer sin ninguna razón, simplemente porque es la norma que se ha trazado. A partir del día siguiente ya no vuelve a hablarse de su amigo. Cree que lo ha olvidado. Luego, en medio de una sesión nocturna, cuando tiene la sensación de que literalmente se va a desmayar, de que le arden los ojos, de que le tienen de pie ex profeso, se le tiende una fotografía de aficionado en la que está en compañía de Kromer y de dos mujeres, en pleno verano, a orillas de un río. Se habían quitado la chaqueta, como en una merienda campestre. Kromer siente la necesidad de apretar con su manaza el pecho de la rubia que le acompaña.

—¿No le conoce?

—No recuerdo su nombre.

—¿Y el de las chicas?

—¡Si tuviera que acordarme del nombre de todas las chicas con las que he ido a remar!

—Hay una, ésta, la morena, que se llama Lilí.

—Si usted lo dice.

—Su padre trabaja en el Ayuntamiento.

—Es posible.

—Y su compañero es Kromer.

—¿Ah sí?

No recordaba aquella fotografía, de la que nunca había tenido una copia en las manos. De lo que sí se acuerda es de que aquel día eran cinco, tres hombres y dos mujeres, lo cual siempre resulta complicado. Afortunadamente, el tercero estaba muy ocupado haciendo fotografías. Y también remando en la barca. Aunque quisiera decir su nombre a aquel señor viejo Frank sería incapaz de recordarlo.

Eso prueba la seriedad con la que investigan. ¿De dónde demonios habrán sacado aquella fotografía? ¿Habrán hecho un registro en casa de Kromer? Sería curioso que Frank nunca hubiese visto la fotografía estando allí. ¿En casa del compañero? ¿En la tienda del fotógrafo que reveló el carrete?

Esto es precisamente lo que tiene de bueno aquel señor viejo, lo que da ánimos a Frank, lo que le hace tener esperanzas. Sin duda el oficial le hubiese hecho fusilar inmediatamente para quitárselo de encima, para no complicarse la vida. Pero él disponía de mucho tiempo.

A decir verdad, para expresar lo que realmente pensaba, tiene la convicción —no, es más fe que convicción— de que sólo depende de él. Como todos los que duermen poco y han aprendido a dormir, piensa sobre todo con imágenes, con sensaciones.

Tendría que volver a su sueño del vuelo, cuando bastaba apoyar las palmas de las manos en el vacío con todas sus fuerzas, con toda su voluntad, para elevarse, al principio lentamente, luego con más facilidad, hasta que toca el techo con la cabeza.

No puede hablar de eso. Aunque el propio Holst estuviera aquí en persona no le confesaría su secreta esperanza. Todavía no. Es exactamente como en un sueño, y es maravilloso que haya tenido ese sueño varias veces, porque ahora esto le ayuda. Tal vez también sea un sueño lo que está viviendo. Hay momentos en los que a fuerza de necesitar dormir ya no lo sabe. También esta vez depende de él, de su voluntad.

Si tiene energía, si continúa poseyendo fe, esto durará todo el tiempo que haga falta.

No se tratar de volver afuera. No son en su caso esperanzas como deben de alimentar las personas encerradas en el aula vecina. Estas esperanzas no le interesan, más bien le desagradan.

Ellos hacen lo que pueden. No es culpa suya.

Por lo que respecta a él, tiene que ganar cierto tiempo. Si le preguntaran la importancia de ese periodo de tiempo o que determinara, por ejemplo, cuántos días, semanas o meses, sería incapaz de responder. ¿Y si le preguntaran qué es lo que debe de haber al final?

Ya está bien. Es preferible discutir con el señor viejo. Hay horas para todo. Es un interrogatorio de pie. Distingue los interrogatorios sentados y los interrogatorios de pie. En resumidas cuentas, un truco bastante inocente. Siempre con el fin de ponerle en un estado de menor resistencia. Él no permite que sepan que prefiere estar de pie. Cuando le hacen sentar es en un taburete sin respaldo, y a la larga la postura es aún más cansada.

El señor viejo no se levanta, no siente nunca la necesidad de dar unos pasos por la habitación para estirar las piernas. Ni una sola vez, ni siquiera en el curso de un interrogatorio de cinco horas, salió para hacer sus necesidades o beber un vaso de agua. Se contenta con fumar cigarrillos, y aun suele dejar que se apaguen dos o tres veces cada uno.

Se sirve de una multitud de trucos. Está, por ejemplo, el de dejar siempre el revólver de Frank sobre su mesa, como si lo hubiera olvidado, como si fuera un objeto anónimo, sin importancia. Lo utiliza como pisapapeles. Desde el primer día, desde el registro, nunca ha hecho la menor alusión a él. Pero el arma sigue estando allí, como una amenaza.

Hay que razonar fríamente. En su sector Frank no es el único. A pesar del tiempo que le dedica el señor viejo, y que es considerable, es de suponer que un hombre de su importancia tenga que resolver otros problemas, tiene otros presos a los que interrogar. ¿Continúa allí el revólver mientras interroga a los otros? ¿No se trata de un efecto teatral que cambia según las personas? En algunos momentos, el revólver ¿no será sustituido por tal o cual objeto, un puñal, un cheque, una carta, cualquier prueba acusadora?

¿Cómo explicar que aquel hombre es una bendición del cielo? Otros no lo comprenderían, sentirían odio hacia él. Pero, de no ser por él, Frank no tendría siempre presente la noción del tiempo que le queda. Sin él, sin aquellos interrogatorios extenuantes, quizá nunca hubiese sospechado la lucidez que conoce ahora, y que se parece tan poco a lo que antes llamaba con ese nombre.

Hay que mantenerse en guardia, evitar soltarle demasiado hilo a la vez. De hacerlo, se correría el peligro de ir demasiado aprisa, y se llegaría muy pronto al final.

Y eso aún no tiene que terminarse. Hay muchas cosas que Frank ha de completar. Es lento. Es rápido y lento a la vez.

No puede, pues, ocuparse de los hombres que van a buscar al aula de al lado, al amanecer, para fusilarlos. En resumidas cuentas, lo más impresionante es el momento del día que eligen para eso, el hecho de que los presos, aún medio dormidos, tienen la cara desencajada, sin lavar y sin afeitar, sin una taza de café en el estómago, y que el frío les hace, sin excepción, levantar el cuello de su chaqueta. ¿Por qué no dejan que se pongan un abrigo? Misterio. No será a causa del valor de la prenda. Y el tejido, por recio que pueda ser, no impide el paso de las balas. ¿Tal vez es sólo para que sea más siniestro?

¿Se levantaría Frank el cuello de la chaqueta? Es posible. No piensa en ello. O piensa raras veces. Por otra parte, está convencido de que no le fusilarán en el patio, cerca del lugar donde se amontonan los pupitres.

Éstos son hombres que ya han sido juzgados, que han cometido un crimen, a los que se puede juzgar, inscribir en los grandes libros de la justicia. Haciendo un poco de trampa, si es necesario.

Si tuvieran que juzgarle, lo más probable es que hubiera vuelto al despacho del oficial de la regla de cobre.

Cuando todo haya terminado, cuando el señor viejo crea en conciencia que ya le ha sonsacado todo lo que es posible sonsacarle, le hará desaparecer sin ceremonia, aún no sabe dónde, no conoce suficientemente la casa: le dispararán un tiro por la espalda, en una escalera o en un pasillo. Deben de tener un sótano que sirva para eso.

En aquel momento le será indiferente. No tiene miedo. Su único temor, lo que le produce ansiedad, es que esto se produzca demasiado aprisa, antes de la hora que él haya fijado, antes de que él haya concluido.

Él será el primero, si se empeñan, en decirles: «¡Adelante!».

Si pudiera formular una última voluntad, un último deseo, les pediría que hicieran lo que tuviesen que hacer mientras estuviera tendido boca abajo en su cama.

¿No prueba todo eso que el señor viejo es providencial? Aún encontrará más cosas nuevas. Todos los días descubre algo nuevo. Se trata de estar alerta en todos los frentes a la vez, de pensar tanto en Timo como en las personas que conoció en la tienda de Taste, el pastelero, sin olvidar a los anónimos vecinos de la casa. Aquel viejo demonio con gafas lo embrolla todo a propósito.

¿Cuál es su nuevo hallazgo? Se ha tomado su tiempo para limpiar el cristal de sus gafas con un inmenso pañuelo de color que siempre asoma del bolsillo del pantalón. Ha jugueteado, como de costumbre, con sus pedacitos de papel. Para alguien que le observase por una ventana, y que no supiera qué es lo que está haciendo, casi podría parecer una lotería o un juego de sobremesa. Lo cierto es que parece elegir los papeles al azar. Luego lía un cigarrillo con una lentitud irritante de maníaco. Saca la lengua para pegar el papel, busca su caja de cerillas.

Nunca encuentra sus cerillas, extraviadas en medio del papelorio. No mira a Frank. Raras veces le mira a la cara, y entonces es con una indiferencia total. ¿Quién sabe si los otros dos, los monaguillos, no están allí precisamente para espiar las reacciones de Frank, y si después no presentan unos informes?

—¿Conoce a Anna Loeb?

Frank no parpadea. Hace mucho que no parpadea. Reflexiona. Es un nombre que no conoce, pero eso en principio no significa nada. Para ser más exactos, conoce el apellido Loeb, como todo el mundo, la cervecería Loeb, cuya cerveza bebe desde que tiene edad de beber. Este nombre se despliega en letras muy grandes en las fachadas de las casas, en los letreros de los cafés y de las tiendas de comestibles, en los calendarios e incluso en los cristales de los tranvías.

—Conozco la cerveza.

—Le pregunto si conoce a Anna Loeb.

—No.

—Sin embargo, ha sido una de las chicas que trabajaban en casa de su madre.

Se trata, pues, de alguien que no usaba este nombre.

—Tal vez tenga razón. No lo sé.

—Sin duda esto le ayudará a recordar.

Le tiende una fotografía que saca de un cajón. Es un hombre que siempre tiene fotografías en reserva. Frank ha de contenerse para no exclamar: «¡Annie!».

Porque es ella, pero una Annie muy diferente de la que conoció, tal vez porque lleva ropas de vestir, un traje de verano, con un gran sombrero de paja en la cabeza, y que sonríe, dando el brazo a alguien a quien el señor viejo le oculta con el pulgar.

—¿La conoce?

—No estoy seguro.

—Estos últimos tiempos ha vivido en el mismo piso que usted.

—Es posible.

—Ha declarado que se acostaba con usted.

—También es posible.

—¿Cuántas veces?

—No lo sé.

¿Han detenido a Annie? Tratándose de ellos, nunca se sabe. Les gusta decir una mentira para averiguar la verdad. Eso forma parte de su oficio. Frank nunca se deja engañar del todo por los papelitos.

—¿Por qué la llevó usted a casa de su madre?

—¿Yo?

—Sí.

—Yo no la llevé a casa de mi madre.

—¿Entonces quién la llevó?

—Lo ignoro.

—¿Insinúa que fue ella quien se presentó allí por decisión propia?

—Eso no tendría nada de increíble.

—En ese caso habría que suponer que alguien le dio su dirección.

Todavía no comprende, olfatea una trampa, no responde. Se suceden así largos silencios que alargan estos interrogatorios una eternidad.

—La actividad de su madre es una actividad ilícita sobre la cual no es necesario insistir.

Eso también podría significar que Lotte también ha sido detenida.

—Dicho en otras palabras, su madre estaba interesada en que se enterase la menos gente posible. Si Anna Loeb se presentó en su casa es que sabía que allí podía encontrar refugio.

La palabra refugio avisa a Frank, que ha de luchar a la vez contra el sueño y contra unos pensamientos vagos que, a la menor distracción, se apoderan de él, y que sólo rechaza a pesar suyo, porque en realidad ahora son toda su vida. Repite como un sonámbulo:

—¿Un refugio?

—¿Pretende decirme que ignora el pasado de Anna Loeb?

—Ni siquiera conocía su nombre.

—¿Cómo se hacía llamar?

Es lo que él llama soltar hilo. No tiene más remedio.

—Annie.

—¿Quién la mandó a su casa?

—Nadie.

—¿La aceptó su madre sin ninguna recomendación?

—Era una chica guapa y dispuesta a hacer el amor. Mi madre no pide más.

—¿Cuántas veces se acostó con ella?

—No me acuerdo.

—¿Estaba enamorado de ella?

—No.

—¿Y ella de usted?

—No creo.

—Pero se acostaron.

¿Sería una especie de puritano o de vicioso, ya que concedía tanta importancia a esas cuestiones? ¿Acaso impotente? Con Bertha hizo lo mismo.

—¿Ella qué le decía?

—Nunca decía nada.

—¿Qué solía hacer?

—Leer revistas.

—¿Revistas que usted iba a comprar?

—No.

—¿De dónde las sacaba? ¿Salía a la calle?

—No. Me parece que no salía nunca.

—¿Por qué?

—Lo ignoro. En casa sólo estuvo unos días.

—¿Se ocultaba?

—No me dio esa impresión.

—¿De dónde sacaba esas revistas?

—Debió de traerlas consigo.

—¿Quién echaba sus cartas al correo?

—Supongo que nadie.

—¿Nunca le había pedido que echara sus cartas al correo?

—No.

—¿Ni que transmitiera ningún mensaje en su nombre?

—No.

Es fácil porque es verdad.

—¿Se acostaba con los clientes?

—Naturalmente.

—¿Con quiénes?

—No lo sé. Yo no estaba siempre en casa.

—¿Pero cuando usted sí estaba?

—No me ocupaba de eso.

—¿No se sentía celoso?

—En absoluto.

—Aun siendo guapa.

—Estoy acostumbrado.

—¿Había clientes que sólo iban por ella?

—Eso tiene que preguntárselo a mi madre.

—Ya se le ha preguntado.

—¿Y qué ha respondido?

De este modo le obligan, casi cada día, a revivir un poco la vida de la casa. Él habla de eso con un despego que sorprende visiblemente al señor viejo, sobre todo porque comprende que habla con sinceridad.

—¿Nadie la llamaba por teléfono?

—En toda la casa sólo hay un aparato que funcione, el del portero.

—Ya lo sé.

¿Entonces, qué es lo que quiere saber?

—¿Ha visto alguna vez a este hombre?

—No.

—¿Y a éste?

—No.

—¿Y a éste?

—No.

Gente a la que no conoce. ¿Por qué el señor viejo se las ingenia para ocultar una parte de las fotografías, sin dejar ver más que la cara, impidiendo que distinga la ropa?

¡Diablos, porque son oficiales! ¿Oficiales tal vez de alta graduación?

—¿Sabía usted que se buscaba a Anna Loeb?

—Nunca lo había oído, nunca.

—¿Ignoraba también que su padre fue fusilado?

Sí, al menos hace un año que el cervecero Loeb fue fusilado, porque encontraron todo un arsenal clandestino en las cubas de su fábrica de cerveza.

—No sabía que fuese su padre. Nunca llegué a saber cuál era su apellido.

—Sin embargo, buscó refugio en su casa.

En efecto, es extraordinario. Se había acostado dos o tres veces con la hija del cervecero Loeb, que era uno de los hombres más ricos y más conocidos de la ciudad, y no se había enterado. Todos los días, gracias al señor viejo, descubre nuevos subterráneos.

—¿Les dejó?

—Pues no lo sé. Me parece que aún estaba en la casa cuando me detuvieron.

—Pero no está seguro de eso.

¿Qué debía responder? ¿Qué es lo que saben? Jamás tuvo simpatía por Annie, que tenía un aire tan despectivo —ni siquiera eso, tan ausente, que aún es peor— cuando se acostaba con él. Ahora todo eso ya no tiene importancia. ¿La han detenido? ¿Han hecho una redada después de haberle metido a él en la cárcel?

—Creo que no. La noche anterior había bebido.

—¿En el bar de Timo?

—Tal vez. Y en otros lugares.

—¿Con Kromer?

¡Aquel viejo caimán no se olvidaba de nada!

—Con mucha gente.

—Antes de refugiarse en su casa, Anna Loeb fue sucesivamente la amante de varios oficiales, y los elegía cuidadosamente.

—¡Ah!

—Más por el puesto que ocupaban que por su físico o su dinero.

Él no responde. No le preguntan nada.

—Trabajaba para una potencia extranjera, y fue a refugiarse en su casa.

—A una mujer que no es un adefesio no le resulta difícil que la admitan en un burdel.

—¿Admite usted que era un burdel?

—Llámelo como quiera. Un lugar donde había mujeres que hacían el amor con los clientes.

—¿Incluso con oficiales?

—Quizá. Yo no estaba de guardia en la puerta.

—¿Ni en el ventanuco?

Lo sabe todo. Lo adivina todo. Sin duda ha inspeccionado la casa con todo detalle.

—¿Sabía cómo se llamaban?

—No.

¿Acaso el sector del señor viejo trabaja contra el otro sector, aquél donde recibió un golpe con la regla de cobre? La palabra oficial se repite con una frecuencia que le intriga.

—¿Les reconocería?

—No.

—A veces se quedaban bastante rato, ¿verdad?

—El tiempo necesario para hacer lo que tenían que hacer.

—¿Hablaban?

—Yo no estaba en el cuarto.

—Hablaban —dice el señor viejo—. ¡Los hombres siempre hablan!

Parece como si tuviera tanta experiencia como Lotte. Sabe dónde quiere ir, con su paciencia y su minuciosidad. Quiere llegar lejos. Tiene mucho tiempo por delante. Coge un cabo del hilo, delicadamente, y devana la madeja.

Se ha pasado la hora de la sopa. Frank encontrará el líquido helado en su escudilla, como casi todos los días.

—Cuando las mujeres hacen hablar a los hombres es para repetir a alguien lo que han dicho.

Se encoge de hombros.

—Anna Loeb hacía el amor con usted, pero usted asegura que no le decía nada. No salía a la calle, y sin embargo enviaba mensajes.

La cabeza le da vueltas. Hay que aguantar hasta el final, hasta la cama, hasta las planchas contra las que al fin se va a tender, con los ojos cerrados, los oídos zumbándole, escuchando cómo circula la sangre por sus arterias, sintiendo vivir su cuerpo, pensando por fin en otra cosa, en algo que no sean todas aquellas estupideces que le permiten durar, pensando en una ventana, en cuatro paredes, en un cuarto con una cama, un hornillo —no se atreve a añadir la cuna—, en un hombre que se va por la mañana sabiendo que volverá, en una mujer que se queda y que sabe que no está sola, que nunca estará sola, en el sol que sale y que se pone siempre por los mismos lugares, en una tartera de hojalata que se lleva bajo el brazo como un tesoro, en unas botas de fieltro gris, en un geranio que florece, en cosas tan sencillas que nadie llega a conocerlas, o que la gente desdeña, que incluso llega a quejarse de ellas cuando las posee.

Su tiempo está tasado.