1

Está tendido boca abajo y duerme. Es consciente de que duerme. Esto es algo que ha descubierto recientemente, como otras muchas cosas. Antes sólo por la mañana, sobre todo cuando ya había sol, era consciente de dormir. Y como esta sensación era más fuerte cuando la noche anterior había bebido, a veces volvía tarde después de haber bebido demasiado con el único propósito de saborear ese sueño.

Pero tampoco se trataba de su nueva manera de dormir. Antes no dormía boca abajo. ¿Es que todos los presos aprenden a dormir boca abajo? No lo sabe. Y le da lo mismo. Sin embargo, aprendería de buena gana su complicado sistema de correspondencia si tuviera la paciencia y la afición de estudiarlo, sólo para aconsejarles: «¡Dormid boca abajo!».

No es solamente tenderse boca abajo. Es pegarse como un animal, como un insecto, a las planchas que constituyen el somier de su cama. Por duro que sea, tiene la impresión de que va a dejar allí la huella de su cuerpo, como cuando uno se tiende sobre la tierra de un campo.

Está boca abajo, y eso le hace daño. Muchos huesecillos o músculos le duelen, no todos a la vez y simultáneamente, sino siguiendo un orden que empieza a conocer y que ya es capaz de orquestar, como una sinfonía. Reconoce los dolores graves y sombríos, y los dolores agudos, tan intensos que le hacen ver las estrellas. Algunos sólo duran unos segundos, pero su intensidad los hace voluptuosos, y se les echa de menos cuando desaparecen, mientras que otros son como el fondo, se mezclan, se armonizan tan bien que uno acaba siendo incapaz de señalar el punto sensible.

Ha hundido la cara en la chaqueta arrollada que ahora le sirve de almohada, aquella chaqueta que era casi nueva, qué lástima, cuando Frank entró allí. Los primeros días cometió la estupidez de reservarla, quitándosela durante la noche, y esto impidió que oliera tan bien como podría oler.

Olerle bien a él. Porque le huele bien a la tierra, a lo que vive, a lo que suda. Hunde voluntariamente la nariz en el lugar donde huele más, en los sobacos. Quisiera apestar, como dice la gente de afuera, apestar como apesta la tierra, porque la gente de fuera opina que el hombre apesta, que la tierra apesta.

Sentir el latido del corazón, sentirlo en todas partes, en las sienes, en la muñeca, en los dedos de los pies. Notar el olor de la respiración propia, el calor de la respiración. Y mezclar las imágenes, más grandes, más verdaderas que al natural, cosas que se han visto, oído y vivido, otras también que hubieran podido suceder, mezclar todo eso con los ojos cerrados, el cuerpo inerte, acechando no obstante ciertos pasos en la escalera de hierro.

Ha acabado por estar muy fuerte en ese juego. ¿Quién habla de juego? En el colegio se decía: «Está muy fuerte en matemáticas».

No lo decían de él, sino de un compañero cabezón.

Ahora Frank está fuerte en vida. Sabe pegarse a las planchas, hundir la cara en la chaqueta, cerrar los ojos, sumergirse, echar lastre, bajar y volver a subir cuando quiere, o casi. En algún lugar existen días, horas, minutos. Aquí no, no para él. A veces, cuando quiere verdaderamente contar, cuenta por «chapuzones».

Puede parecer idiota. Pero no se ha vuelto idiota. No ha perdido pie, y está más decidido que nunca a no abandonarse. Lo que ocurre es lo contrario, que progresa. ¿Para qué, por ejemplo, preocuparse de las horas, tal como pasan fuera, en una casa en la que nada se rige por ellas?

Si se corta un pastel en cuartos y uno es goloso, es natural preocuparse de los cuartos. Pero ¿y si se corta en rebanaditas? ¿Y si se corta en dados?

Todo ha de aprenderse, empezando por dormir. ¡Y pensar que los hombres se figuran que saben dormir! Porque tienen demasiadas horas para dedicar al sueño, si les da por ahí. Los hay que se atreven a quejarse de que son esclavos de su despertador, cuando son ellos mismos los que lo ponen en hora en el momento de acostarse, y que incluso salen de su duermevela para asegurarse de que el botoncito está salido.

Hacerse despertar por un despertador que uno mismo ha puesto en hora. En resumen, hacerse despertar por uno mismo. Eso es, según ellos, una esclavitud.

Que aprendan primero a dormir boca abajo, a dormir donde sea, en el suelo, como los gusanos, como los insectos. Y a falta del olor de la tierra, que aprendan a contentarse con su propio olor.

Lotte suele vaporizarse perfumes en las axilas y sin duda entre los muslos, y obliga a sus chicas a hacer lo mismo.

Es inconcebible.

Dormir boca abajo, dosificar, acechar, orquestar las agujetas, introducir la lengua en el hueco dejado por los dos dientes que faltan y decirse que, si todo va bien, si el día es fasto, verá abrirse la ventana más allá de los patios, muy lejos, dormir así, pensar así ya nos acerca a la verdad. Aún no es la verdad completa, no lo ignora. Pero reconforta saber que se está en el buen camino.

Esta señal es para el aula de al lado, que sale al recreo. ¿Cómo hablar de otra manera? Andan alegremente. Les da lo mismo, hasta los que serán fusilados mañana andan alegremente, tal vez porque aún no lo saben.

Pasan, sí. Todo depende de si aquel señor mayor tiene suficiente trabajo o no. Sus decisiones tienen mucha más importancia que las de cualquier otra persona en el mundo. No debe de estar casado. Si lo está, su mujer se ha quedado en su país, lo cual viene a ser lo mismo. Aunque esté muy ocupado, es un hombre como para levantar de golpe la cabeza y ordenar: «Que me traigan a Frank Friedmaier».

Afortunadamente, casi nunca lo hace a estas horas. Afortunadamente él no lo sabe, nadie lo sabe, y ésta es una de las razones por la que Frank ha adquirido la costumbre de dormir boca abajo. Si se supiera lo que él está acechando, si se sospechara por un momento la alegría que esto le proporciona, sin la menor duda se trastornarían los horarios de la escuela.

Ya ha pasado el invierno. Mejor dicho, estamos en pleno invierno, evidentemente. Los mayores fríos aún no han pasado, aún tienen que venir. Generalmente vienen en febrero o en marzo, y cuanto más tarde llegan más terribles son. A veces duran hasta mediados, incluso hasta finales de abril.

Supongamos que ya hemos dejado atrás lo más negro del túnel. Este año nos ofrece lo que de vez en cuando ofrece el final de enero, una falsa primavera; en todo caso, fuera llaman a eso una falsa primavera. El aire y el cielo son límpidos. La nieve brilla sin fundirse y, sin embargo, no hace frío. El agua se hiela todas las mañanas, y durante todo el día luce un sol tan hermoso que uno juraría que los pájaros van a hacer sus nidos. Por otra parte los pájaros deben de estar confundidos, porque se los ve volando por parejas y persiguiéndose en celo como para el amor.

A lo lejos, la ventana, más allá de la sala de gimnasia o sala de actos, permanece abierta más tiempo. En una ocasión adivina por los movimientos de la mujer que está planchando. Y otra vez ha sido magnífico, inesperado. Aprovechaba sin duda uno de los días más templados para hacer limpieza total. ¡La ventana ha permanecido abierta más de dos horas! ¿Habrá puesto la cuna en otro cuarto y abrigado muy bien al bebé dormido? Ha sacudido la ropa de vestir, incluyendo los trajes de hombre. Los sacudía, los golpeaba como si fueran alfombras, y cada uno de sus gestos causaba a Frank un mal horrible, al mismo tiempo que una sensación de bienestar.

De lejos, no es mayor que una muñeca. Por la calle no la reconocería. Eso no tiene importancia, porque nunca se presentará la ocasión. No es más que una muñeca. No se distinguen sus rasgos. Pero es una mujer, una mujer que trabaja en su casa. ¡Con qué entusiasmo se dedica a eso! Él lo siente, lo adivina.

Gracias a ella pasa la mañana al acecho. Lógicamente, a aquella hora él debería estar sumido en un profundo sueño. Al principio temía perdérsela. Pero sólo se la ha perdido una sola vez, una vez en la que estaba verdaderamente agotado. Era en la época en la que aún no había aprendido a orquestar su sueño.

Ella no sospecha nada. Nunca sospechará nada. Es una mujer, una mujer que no es rica, una mujer pobre a juzgar por el lugar donde vive. Tiene un marido y un hijo. El hombre debe de irse a trabajar muy temprano, porque Frank nunca le ha visto. ¿Le prepara la mujer el almuerzo en una tartera de hojalata, como la que Holst se llevaba al tranvía? Es posible, incluso probable. Inmediatamente después, ella se pone a trabajar, en su casa, en la de los dos. Seguro que a ratos canta, que ríe con el bebé. Porque los bebés no sólo lloran, como intentaba hacerle creer su nodriza. «Cuando llorabas…». «Aquel día en que llorabas tanto…». «Aquel domingo en que estabas tan insoportable…». Ni una sola vez le dijo: «Cuando reías…».

Y la cama, la cama que huele a los dos. Ella no lo sabe. Si lo supiera no pondría las sábanas y las mantas en la ventana para que se ventilasen. Ni siquiera abriría la ventana. Afortunadamente para él, ella es de fuera. En su lugar, él lo cerraría todo, lo protegería todo, no dejaría que se escapase nada de su vida.

Aquella mañana de la limpieza general le pareció tan excepcional que no se atrevía a creer que la suerte aún pudiera reservarle alegrías así. A lo lejos ella celebraba la falsa primavera a su modo, ventilando, limpiando, fregando. Sacudiéndolo todo, cambiándolo todo de sitio. ¡Era tan hermosa!

No la había visto nunca de cerca, pero eso qué importa. ¡Era muy hermosa!

Y existe un hombre en algún lugar de la ciudad que por la mañana sale de su casa con la certidumbre de volver a encontrar a aquella mujer a la caída de la tarde, y el niño en su cuna, y la cama oliendo a los dos.

Qué importa lo que haga, lo que piense. Qué importa que, desde lejos, la mujer de la ventana quede reducida a las proporciones de un teatro de marionetas. Frank es quien vive más intensamente su vida. Aunque, tendido boca abajo, sólo deje asomar un ojo, porque si se dieran cuenta de lo que le apasiona cambiarían su horario.

Les conoce. ¿No era Timo quien decía conocerles? Timo sólo sabía algunos retazos de la verdad, o más bien verdades prefabricadas, como las que pueden leerse en los periódicos.

Cuando era niño, su nodriza, la señora Porse, le ponía furioso cuando le decía: «Has vuelto a pegarte con Hans porque…».

Y ese «porque» siempre era falso… Porque Hans era el hijo de un importante colono. Porque era rico… porque era el más fuerte… porque… porque…

Durante toda su vida había visto a la gente equivocarse con sus porqués. ¡Y la primera, Lotte! Lotte entendía las cosas menos que cualquier otro.

No hay porqués. Es una palabra para los imbéciles. Al menos para la gente de fuera. Con los porqués no tendría nada de extraño que algún día le pusieran una medalla que no ha merecido, o que le condecoraran a título postumo.

Porque ¿qué?

¿Por qué no respondió al oficial que le echaba a la cara el humo de su cigarro, cuando le interrogaron en el cuartel general, arriba, en el último piso? No era más heroico que cualquier otro.

—Tendrás que saberlo, Friedmaier.

Esa historia de los billetes con agujeritos no tenía nada que ver con él. Bastaba con que respondiese: «Pregúnteselo al general».

¡Era una tontería tan grande! Un simple asunto de relojes. Como Frank no conocía personalmente al general, se hubiera visto obligado a añadir: «Yo entregué los relojes a Kromer, y Kromer fue quien me dio los billetes que me correspondían».

No siente compasión por Kromer. Y aún tiene menos ganas de jugarse la vida por él. Al contrario. Desde hace algún tiempo, Kromer es uno de los pocos hombres a quien le gustaría ver muertos, sino el único.

Entonces, ¿qué pasó exactamente allí arriba, en el despacho?

El oficial estaba ante él, todavía con aire de buena persona, con su cigarro de color claro, su piel sonrosada. Frank no había visto nunca al general. No tenía ningún motivo para sacrificarse por él. Lo más sencillo era decirles: «Así fue exactamente como pasaron las cosas, y tendrá usted que admitir que yo no tengo nada que ver con los billetes de banco».

¿Por qué no lo hizo así? Nadie lo sabrá nunca. Ni siquiera él. Encontró explicaciones dos, cinco, diez días más tarde, todas diferentes, todas buenas.

La verdadera, la única, quizá sea que no tenía ganas de que le pusieran en libertad, de que le devolviesen a la vida de todo el mundo.

Ahora lo sabe. En realidad, el hecho de hablar o no hablar carecía de importancia, por lo menos en lo que se refería al resultado final. No tendría nada que responder a alguien que explicase su actitud afirmando: «¡Sabías muy bien que de todas formas no te iban a soltar!».

Es evidente. No que lo supiera, sino que no le iban a soltar. Aunque esta verdad sólo la admitió después.

En el fondo, resistió por resistir. Casi físicamente. Tal vez, si se llegara al fondo del asunto, lo que quiso fue responder así a la familiaridad insultante del oficial. Frank le contestó:

—Lo siento.

—Sientes lo que has hecho, ¿no?

—Lo siento, nada más.

—¿Qué es lo que sientes?

—Lo siento por usted, siento no tener nada que decir.

Y lo sabía. Era consciente de todo, de las probables torturas, de su muerte, de todo. Parecía que lo hiciera adrede.

Ya no se acuerda. La escena se ha difuminado. Él se había erguido, como un gallito, ante aquel poder extraordinario que tenía ante él, y se portaba como un chiquillo que quiere recibir bofetadas.

—Lo sientes, ¿verdad, Friedmaier?

—Sí.

Miraba al oficial de hito en hito. ¿Esperaba vagamente la ayuda del otro, que trabajaba a la luz de la lámpara, a su espalda? ¿Contaba con las mecanógrafas que pasaban por los pasillos? Se repetía:

—Esas cosas seguro que aquí no pasan.

En cualquier caso, aguantó. Ni siquiera quería parpadear. Repetía: «Lo siento».

Se juraba no pronunciar, ni siquiera bajo tortura, la palabra «general» o el nombre de aquel mal bicho de Kromer. Ningún nombre. Nada.

—Lo siento.

—¿O sea que lo sientes? Dime exactamente qué es lo que sientes, Friedmaier. Piénsatelo antes de contestar.

Su respuesta fue una estupidez, pero enseguida la corrigió.

—No lo sé.

—Sientes no haber sabido a tiempo que hacíamos agujeritos en los billetes, ¿verdad?

—No lo sé.

—¿Sientes haber enseñado ese dinero a todo el mundo?

—No lo sé.

—Y ahora sientes saber demasiado, claro. ¡Sientes saber demasiado, Friedmaier!

—Yo…

—Dentro de muy poco vas a sentir no haber hablado.

Todo ocurría en medio de una especie de niebla. Ni el uno ni el otro se preocupaba ya del significado de las palabras. Las lanzaban al azar, como piedras que se recogen sin mirar al suelo.

—Seguro que ahora te acuerdas. Que vas a acordarte.

—No.

—Claro que sí. Estoy seguro de que te acuerdas.

—No.

—Te digo que sí. Y más con un fajo de billetes como éste.

Su cara tan pronto parecía bromear como adquiría una expresión feroz.

—Te acuerdas, Friedmaier.

—No.

—A tu edad uno acaba siempre por acordarse.

El cigarro. Lo único que recuerda es el cigarro, acercándose y alejándose de su rostro, mientras la otra cara se ponía muy roja, cubriéndose de manchas, luego, de repente, con una cierta inmovilidad en las pupilas, de un azul porcelana. Nunca había visto, sobre todo de tan cerca, unas pupilas así.

—Friedmaier, eres un crápula.

—Ya lo sé.

—Friedmaier, vas a hablar.

—No.

—Friedmaier…

Es curioso cómo las personas mayores siguen repitiendo durante toda su vida los mismos comportamientos de la escuela. El oficial se portó igual que si fuera uno de los mayores de la clase, o como un profesor que se enfrenta con un joven rebelde. Estaba furioso. Resoplaba, casi suplicaba:

—Friedmaier…

Frank había decidido de una vez por todas decir no.

—Friedmaier…

Encima del escritorio había una regla, una regla de cobre macizo.

El oficial la cogió, repitió como si ya no pudiera seguir dominándose:

—Friedmaier, ya es hora de que entiendas…

—No.

¿Quería Frank recibir un reglazo en la cara? Es posible. Eso fue lo que pasó. Brutalmente. En el momento que menos esperaba, cuando quizá también el otro menos lo sospechaba, aunque tuviese la regla en la mano.

—Friedmaier…

—No.

No es un mártir ni un héroe. No es nada de nada. Lo comprendió cuatro, tal vez cinco días después. ¿Qué hubiera ocurrido si en lugar de decir «no» hubiese dicho «sí»?

Verosímilmente, eso no hubiera cambiado nada en lo que respecta a los demás. Kromer anda huido, de eso está casi seguro. En cuanto al general, a Frank le importa un rábano. Además, no será el testimonio de un desgraciado como él lo que decida la suerte de un general. Desaparecerá de la circulación, si no ha desaparecido ya. A él qué le importa.

Lo que cuenta, lo que Frank no descubrió hasta más tarde, es que la suerte que iba a correr él hubiese sido la misma, tanto si hablaba como si no, exceptuando el reglazo en la cara.

Ahora sabe demasiadas cosas. No se vuelve a dejar en la calle a chiquillos que saben todo lo que él sabe. Si mañana se anuncia el suicidio del general, no conviene que alguien vaya gritando por todas partes: «¡No es verdad!».

Si se habla de oficiales, nadie tiene derecho a decir: «¡Son unos ladrones!».

En aquel momento, estando en el despacho del último piso, no cayó en la cuenta. Dijo que no. Y ahora no está seguro de si se debió a que quería sufrir. Desde luego sintió la atracción de la tortura, el reto de si resistiría o no, como tantas veces se había preguntado.

Lotte suele decir de él: «Pone la casa patas arriba cuando se corta al afeitarse».

Qué importa Lotte. No se trata de ella. Ni de nada que tenga que ver con ella. Si dijo «no» fue sólo por él. Solamente por él. Holst no tiene nada que ver. Y Sissy aún menos.

Que nadie hable nunca de su amistad con Kromer, ni de su deuda con el general. Si ha dicho «no» es por él, por Frank, ni siquiera por Frank, sólo por él.

A ver qué pasaba.

Y aquel oficial gordo, en el momento de perder la sangre fría, repitió dos o tres veces:

—¿Comprendes? ¿Comprendes?

Frank debía de poner aquella cara de tozudez que tenía la virtud de poner fuera de sí a Lotte. Así se vengaba de tantas cosas… más tarde ajustará estas cuentas; en cualquier caso, empujaba deliberadamente, casi científicamente, al oficial hacia la exasperación.

—Tendrás que…

—No.

—Tendrás que hacerlo, ¿verdad?

—No.

¡Y zas! Un reglazo en plena cara. Frank sabía que iba a recibir el golpe. Hasta el último segundo hubiera podido decir que sí, o por lo menos agacharse. No rechista, se ha oído un crujido de huesos.

Deseaba aquel golpe. Lo temía, pero lo deseaba. Todos los huesos, de la cabeza a los pies, se resintieron. Cerró los ojos. Creyó, esperó que iba a caer al suelo, pero siguió de pie.

Pero lo más difícil —y en resumidas cuentas esto fue lo único difícil— fue no llevarse la mano a la cara. Sin embargo, tenía la impresión de que su ojo izquierdo se había salido de la órbita. Igual que el gato del jardín de la señora Porse. El gato del jardín de la señora Porse le hizo pensar en Sissy. Cuando a ella se le ha hecho lo que le hizo, ¿cómo va a tener derecho a quejarse por un ojo?

La sangre le corría por todas partes, por el cuello, por la barbilla, y no dijo nada, ni levantó la mano para palparse, continuaba frente al oficial, con la cabeza erguida.

¿Fue en aquel momento cuando se dio cuenta de que, pasara lo que pasase, ya estaba perdido, pero que eso no tenía importancia? De ser así, fue una impresión breve. El verdadero descubrimiento lo hizo pacientemente en su rincón, boca abajo.

Da lo mismo.

Él no creía que se procediera a aquellas operaciones en las oficinas. No se equivocó de mucho. El oficial, después de haberle golpeado, pareció confuso, y dijo unas palabras a su colega, de graduación inferior, que trabajaba a la luz de la lámpara. Sin duda le dijo algo así como: «Arrégleselas con él».

Había hecho algo que no debía al golpear con la regla de cobre. Frank ahora lo sabe. Eso no hubiera debido pasar en aquel edificio. ¿Quién sabe si el oficial no habrá sido sancionado o trasladado?

Los sectores, como dice Timo.

El oficial de la lámpara, alto, delgado, aún joven, suspiró como si no fuese la primera vez que el otro hacía cosas así, luego abrió una puerta que tenía por la parte de dentro un lavabo de esmalte y una toalla.

Habían crujido unos huesos, o cartílagos, Frank estaba seguro. No sabía cuáles. Cuando abrió la boca escupió dos dientes y soltó un chorro de sangre.

—No se ponga nervioso. No es nada.

El segundo oficial parecía apurado.

—Si sangra es que no es nada —decía, buscando las palabras.

Pero le fastidiaba aquella sangre que manchaba el parquet, y mientras su jefe, poniéndose desafiantemente la gorra, salía del despacho. Parecía decir: «No cambiará nunca».

El ojo no se había salido de la órbita, pero ése era sin duda el efecto que le producía a Frank. Estuvo a punto de desmayarse. Hubiese sido fácil. Debía de ser lo que temía el oficial. Pero Frank quería seguir mostrándose fuerte. «No será nada. Un moretón. Le ha puesto nervioso. ¡Demonios! Ha hecho mal».

¿Era mejor el flaco que el otro? ¿O era una comedia para hacerle hablar? El flaco era alto, caballuno, lento y de movimientos suaves. Lo que le consternaba era que la sangre no dejase de correr, que brotase de la nariz, de la boca, de la mejilla.

Por fin, sin saber qué hacer, se resignó a llamar a los dos hombres de paisano que esperaban a cada lado. Los dos se miraron, luego uno de ellos salió.

Todo lo demás fue muy rápido. El hombre que había salido reapareció. Envolvieron la cara de Frank en una especie de chal muy grueso de color oscuro. Y, sujetándolo cada uno por un brazo, le llevaron hasta el patio, donde el coche, que les había dejado fuera, había ido a esperarles.

¿Estarían aquellos individuos furiosos entre sí? ¿Existiría una verdadera rivalidad entre ellos? El coche arrancó. Frank se encontraba bien, sólo con la sensación de que la cabeza se le vaciaba lentamente. No era una sensación desagradable. Se acordaba de que debía tratar de ver la casa, de la que no conocía más que una ventana, pero en el último momento no tuvo ánimos para abrir los ojos.

Seguía sangrando. Era asqueroso. Había sangre por todas partes. Apenas tuvo tiempo de ver a aquel señor mayor que daba órdenes en pocas palabras. Tampoco él estaba satisfecho.

Así fue como Frank conoció la enfermería, justo debajo de la escalera de hierro, en la que nunca había reparado. También había sido un aula, pero habían hecho algunas reformas e instalado muebles lacados y un montón de utensilios.

¿Era médico el hombre que le atendió? Lo fuera o no, miró la herida con desdén, igual que el señor mayor de las gafas. No con desdén por la herida, sino por quien la había causado. Parecía pensar: «¡Otra vez ése!».

Y ése no era Frank, era el oficial.

Le curaron. Acabaron de arrancarle un tercer diente que se movía. Ahora son tres los dientes que le faltan, dos de ellos exactamente en medio de la mandíbula, el otro, una muela bastante hacia atrás. De vez en cuando, cuando sale, aún le hace sentir punzadas agradables.

No le han vuelto a llevar a las oficinas. ¿Se debe a la manera como le trató aquel oficial del puro? Seguro que no. Recuerda los golpes que oyó aquí mismo, la misma mañana de su llegada.

Son cuestiones de táctica. En líneas generales, por lo que se refiere a muchas cosas, Timo tiene razón. Timo no lo sabe todo, pero tiene una idea de conjunto bastante acertada.

Aquí le cuidan. Le han hecho bajar varias veces a la enfermería. Eso es lo peor, porque casi siempre van a buscarle a la hora de la ventana abierta.

¿Se debe a eso que se haya curado tan aprisa?

Ha reflexionado. Al día siguiente de su regreso a la ciudad decidió no señalar el día con un palito grabado en el yeso de la pared. Y lo mismo hizo durante cinco o seis días seguidos. Luego intentó borrar las antiguas señales.

Ahora le estorban. Son el testimonio de una época pasada. Entonces aún no sabía. Creía que la vida estaba fuera. Pensaba en el momento en que iba a volver a ella.

Es curioso. Cuando grababa minuciosamente un trazo cada día en el yeso estaba desesperado.

Ahora ya no. Ha aprendido a dormir. Ha aprendido a echarse boca abajo sobre las tablas de su cama y a aspirar su propio olor en las mangas de su chaqueta.

Ha aprendido también, y eso es lo más importante, que hay que resistir el mayor tiempo posible, y que eso sólo depende de él. Aguanta. Aguanta tan bien y está tan orgulloso de sí mismo que si pudiera comunicarse con el exterior escribiría un tratado sobre la manera de aguantar.

Antes que nada hay que hacerse un rincón propio, hundirse profundamente en su rincón. ¿Significa eso algo para las personas que andan por las calles?

Al menos durante diez días su miedo consistió en que le llamaran abajo para ponerle en presencia de Lotte. Ella le habló de que esperaba hacerle otras visitas. No han debido de darle autorización, para que no viese a Frank en el estado en que se encuentra. ¿Esperan a que su cara vuelva a ser más o menos normal?

Lo prefiere así. Lotte ha venido, o quizás ha ido a una de las oficinas de los ocupantes, se mueve, y la mejor prueba es que ha recibido dos paquetes de ella, que contenían, como la primera vez, salchichón, tocino, chocolate, jabón y ropa interior.

¿Qué más esperaba encontrar en los paquetes para registrarlos como lo ha hecho? Todas las noches, en el cuarto que está encima del gimnasio, se baja una persiana, una lámpara se enciende, y ya sólo se ve un rectángulo dorado.

¿Es que en aquel momento el hombre está en casa? ¿Existe verdaderamente un hombre? Probablemente sí, a causa del niño, pero es muy posible que también él esté preso, o en el extranjero.

Si vuelve, ¿cómo conseguirá, viniendo de fuera, asumir de golpe la casa, el cuarto, el calor quieto, la mujer, el bebé en su cuna? ¡Y los olores de la cocina, y sus zapatillas que le están esperando!

A pesar de todo, Lotte tiene que venir. Él hará todo lo necesario para conseguirlo. Durante un tiempo se portará bien. Simulará que les da carrete.

Ahora les conoce. Terminan por saber todo lo que quieren saber. No los del edificio grande, en la ciudad, donde los oficiales fuman cigarros y ofrecen cigarrillos antes de golpear con una regla de cobre, como si fueran mujeres histéricas. A éstos Frank no les tiene en cuenta para nada.

Los verdaderos son los que se parecen al señor viejo de las gafas.

Con él, la lucha es de otra clase. Y al final, pase lo que pase, sean cuales fueren las peripecias, acabarán con Frank. El señor viejo ganará. No hay manera de que pase otra cosa. Lo único que se puede impedir es que gane demasiado aprisa. Y hay medios, a costa de muchos esfuerzos y de dominarse a uno mismo, de ganar tiempo.

No pega. Tampoco hace que otros peguen a Frank. Frank está dispuesto, después de dos semanas de experiencia personal, a afirmar que si aquí se pegó a alguien el día de su llegada fue porque este alguien se lo había merecido.

No pega y no es avaro de su tiempo. No sabe lo que es la impaciencia. Parece ignorar al general y los billetes, a los que nunca ha hecho la menor alusión.

¿Se trata realmente de otro sector? ¿Existen compartimientos estancos entre los sectores? ¿Tal vez rivalidad o algo peor? En cualquier caso, aquel señor viejo miró la cicatriz, sigue mirándola aún todos los días como si estuviera consternado.

Su desdén no se dirige a Frank, sino al oficial rubio del cigarro. No dice nada de él, finge ignorar que existe. No pronuncia nunca ni una palabra fuera de su interrogatorio, que, por desordenado que pueda parecer, y aunque es muy sinuoso, no deja de seguir un camino terriblemente directo.

Aquí no le ofrecen cigarrillos. No le llaman Friedmaier ni le dan palmaditas en la espalda, no se toman la molestia de parecer cordiales.

Es otro mundo. En la escuela, Frank nunca entendió nada de las matemáticas, y la misma palabra le pareció siempre un poco misteriosa.

Pues bien, aquí hacen matemáticas. Es un mundo sin límites, iluminado por una luz fría, en el cual no se agitan hombres, sino entidades, nombres, números, signos, que cambian de lugar y de valor todos los días.

La palabra matemáticas tampoco es exacta. ¿Cómo se llama el espacio donde se encuentran los astros?

No acierta con la palabra. ¡Hay momentos en que está tan cansado! Aparte de que esas precisiones ya no tienen importancia. Lo que cuenta es que se comprenda, que él se comprenda.

Hubo un tiempo en que Kromer era como un astro de primera magnitud. Con esa expresión alude Frank al tiempo de los dos interrogatorios, por ejemplo. Y éstos no se parecen en nada, ni en ritmo ni en duración, a los del oficial.

Pero ahora ya casi ha olvidado a Kromer, que vaga por las alturas entre las estrellas anónimas de donde le saca de vez en cuando —pescándolo— con un gesto indiferente, para hacerle una o dos preguntas, antes de rechazarle.

Está la lógica de los unos y la lógica de los otros. La del oficial, que no pensaba más que en los billetes y probablemente en el general, y la de aquel señor viejo, que él juraría que le importa un rábano todo eso, si es que sabe algo del asunto.

Todo esto conduce fatalmente al mismo punto. No se pone en libertad a un hombre que sabe lo que sabe él.

En resumen, para el oficial ya está muerto.

Le golpeó en la cara y Frank no habló.

¡Muerto!

Pero está aquel señor viejo que aparece a su vez, que husmea y que decide: «¡No tan muerto!».

Porque incluso de un muerto, o de tres cuartas partes de un muerto, aún puede sacarse partido. Y el oficio de aquel señor viejo es sacar partido de la gente.

Qué importan los billetes y el general, con tal de que haya algo.

Y fatalmente hay algo, puesto que Frank está allí.

Aunque no fuese Frank, aunque fuese cualquier otro, siempre habría algo.

Lo que importa, para hacer frente a aquel señor viejo, es dormir. Él no duerme. No necesita el sueño. Aunque dé una cabezada, debe de tener un mecanismo parecido al de un despertador, y encontrarse así cada día despabilado, frío y lúcido, a la hora que él mismo determina.

Es un pez, un hombre con sangre de pez. Los peces tienen la sangre fría. Seguro que éste no aspira el sudor de sus sobacos y no se dedica a acechar una silueta semejante a una muñeca en una ventana lejana.

El viejo ganará. La partida está decidida. Tiene todas las bazas, y además puede permitirse hacer trampas. Por lo que respecta a Frank, ya hace mucho que no puede ganar.

¿Quisiera aún ganar si fuese posible?

No está muy seguro. Es improbable. Lo que cuenta es durar, durar mucho, volver a ver todas las mañanas la ventana, la mujer que se asoma, los pañales que se secan al sol en una cuerda tendida encima del vacío.

Lo que importa es ganar cada día un día más.

Y ésta es la razón por la que sería ridículo grabar en el yeso de la pared palitos que ya no significan nada.

La cuestión está en no ceder, no por principio, no para salvar algo, no por salvar el honor, sino porque un día, cuando aún no sabía por qué, decidió no ceder.

Aquel señor viejo, ¿acaso duerme con un ojo abierto, igual que él?

Será un ojo de pozo completamente redondo, sin párpado, de mirada fija, mientras que Frank, deliberada, voluptuosamente, hunde su vientre en la tierra como si fuera una mujer.