Mi querida mamaíta, como ves, repito casi los mismos términos con los que he comenzado esta carta, probablemente porque estoy también emocionado.

Una noche, en el momento en que me iba a ir a la cama y ya me había quitado la ropa, recibí una llamada telefónica del hospital en la que me anunciaban que habías muerto. Yo esperaba que ocurriera de un minuto a otro. No por ello dejó de resultarme una conmoción violenta la realidad.

Volví a vestirme a toda prisa. Me precipité hacia el hospital, hacia tu cuartito, al que ya me había acostumbrado y cuya personalidad había olvidado.

Te encontré con el rostro sereno, con una serenidad que no se tiene en vida.

Te besé en la frente, como había besado a mi padre, y me senté a tu lado. La monja seguía allí, tan inmóvil como si nada hubiera ocurrido. Le pregunté si habías sufrido y me respondió que no.

Contra mi voluntad, seguí pensando. Echaba de menos aquella semana que acabábamos de pasar juntos, por así decirlo, sin hablarnos. Me parecía que no había acabado, que el contacto no había sido completo.

Ahora bien, no quería dejarte marchar sin haberte conocido, sin haberte comprendido. Tus ojos ya no tenían expresión, sino una fijeza extraterrestre. Tus labios habían cobrado de una vez por todas un pliegue misterioso, que yo no lograba definir. ¿Ironía, placidez, qué sé yo qué? Me inclino por la placidez.

Te habían lavado. Estabas hermosa. Estabas regia, imperial, en tu camita y en torno a ti no había sino seres humanos con todas sus vacilaciones, sus problemillas y sus angustias.

Habías superado todo eso y nos dominabas con tu inmovilidad fija.

Seguí pensando. Seguí intentando comprenderte. Y comprendí que durante toda tu vida habías sido buena.

No necesariamente para los otros, sino buena para ti, buena en el fondo de ti misma. Habías luchado para alcanzar el fin que la niña de cinco años se había fijado. Habías apretado los dientes. Pero tenías necesidad, siempre tuviste necesidad, de ser buena, de sentirte buena. Y, por eso, madre, pasaste tu vida sacrificándote. Te sacrificabas por el primer desdichado que pasaba, por las familias que se rompían, por los aislados, iba a decir por todos cuantos pasaran por la calle.

Para todos tenías en tu corazón tesoros de ternura y paciencia. Nada te desalentaba. Al contrario, cuanto más difícil era la tarea con mayor ahínco te entregabas a ella.

¿Qué tiene de extraño que no te inclinaras, a tu alrededor, sobre aquéllos a los que considerabas los bienaventurados de este mundo?

Eramos nosotros. No nos veías o nos colocabas en la categoría de los satisfechos.

Procedías de muy abajo, de los que no habían recibido nada, para quienes cada pequeña alegría era una conquista que se había de arrancar con la fuerza de los puños.

Seguías luchando. Tu tarea no había terminado. Habías trabajado, con tus inquilinos, hasta que fuimos al colegio. Nuestro porvenir, a tu juicio, estaba asegurado.

No el tuyo, no el de otras personas a las que te encontrabas cuando ibas a hacer recados por el barrio.

Entre nosotros, con nosotros, no era bondad, era el amor materno.

Ahora bien, había de ser bondad. No sólo bondad para los demás. No esperabas agradecimientos ni reconocimiento. Era necesario, era indispensable, que te sintieras buena.

Y, después de los ocho días que pasé en la habitación de tu agonía, creo que por fin lo descubrí.

Habías nacido, como tu padre, como la mayoría de tus hermanos y hermanas, con una tendencia a cierta morbidez, hoy se llamaría neurosis. Teníais, tanto unos como otros, una sensibilidad extrema. Todos intentaban en vano defenderse mediante el alcohol.

La menor, que había asistido a aquella lucha de toda una familia, aquella decadencia progresiva de unos y otros, decidió, de muy joven, salvarse por sí misma.

Era la jovencita de cabellos vaporosos y casi blancos de L'Innovation, la confidente de Valérie, la que admiraba los andares garbosos de Désiré y después, más adelante, su hermoso saludo con el sombrero.

Una vez casada, con un hijo que chillaba, comprendiste que no era bastante. Alquilaste una casa. Tomaste inquilinos. Te impusiste una auténtica vida de esclava.

Hasta la muerte de Désiré. ¿Cuántos años después te volviste a casar? Ya no recuerdo. Te acercabas a tu objetivo: la seguridad, la dichosa pensión.

¿Cómo podría guardarte rencor? Sé que durante la guerra escondías tus monedas de oro bajo el carbón. Se podría haber pensado que eran para ti, que era avaricia. Ahora bien, al mismo tiempo hacías bolsitas de ganchillo para cada uno de mis hijos.

Yo te enviaba dinero para que vivieras desahogada. Llegó el día en que pudiste venir a devolverme todo aquel dinero.

Como ves, madre, eres una de las personas más complejas que he conocido. A menudo, al pensar en ti, evocaba el coche de punto que había venido a buscar a tu hermana. Entre nosotros dos sólo había un hilo.

Ese hilo era la voluntad feroz de ser buena, para los demás, pero tal vez, sobre todo, para ti.