Ocurre un fenómeno curioso. Por lo general, soy muy sensible al tiempo que hace, a una acera que brilla por el sol o a un cielo sombrío surcado por grandes nubes, al cierzo, al calor de un soplo de aire. Ahora bien, del tiempo que pasé en Lieja —y no puedo decir si fueron seis, ocho o diez días, si no más— sólo recuerdo un tono plomizo uniforme, como un dibujo a lápiz en un papel blanco.

Una mañana en que estábamos solos, salvo la inevitable monja, me preguntaste:

—¿Qué vas a hacer con la casa?

Era la primera vez, desde que me encontraba en aquella habitación, donde agonizabas lentamente, que hacías una alusión indirecta a la muerte. Cuando yo era niño, y después adolescente, hablabas con frecuencia de ella, con cierta —me atrevería a decir— satisfacción.

—Cuando yo me muera, hijos…

O bien:

—Cuando yo ya no esté, comprenderás…

Pero eso fue hace más de cincuenta años. Ahora que la muerte está, por así decirlo, rondando ya en tu habitación, no dices ni palabra. No pareces temerla. Supongo que la miras de frente y que a veces te impacientas un poco incluso, al ver que tarda mucho en llegar.

—¿Qué harás con la casa?

Te respondí lo que ya te había dicho antes:

—Se la dejaré enteramente a mi sobrino.

—¿Con los muebles, la mantelería y todo lo que contiene?

—Todo.

Era una promesa que había hecho hacía mucho a mi hermano. Murió más o menos a la edad de mi padre, es decir, hacia los cuarenta o cuarenta y cinco años, y dejó mujer y un hijo ya mayor de edad. Los dos se ganaban la vida. Sin embargo, no había ni que pensar en que yo aceptara una parte de la herencia de mi madre.

Con motivo de uno de mis escasos viajes a Lieja, me miraste largo rato, con una atención sostenida, y pronunciaste esta frase que no he podido olvidar:

—Qué pena, Georges, que fuera Christian el que muriese.

¿Acaso no quería decir eso que, a tu juicio, según tu corazón, era yo el primero que debería haber desaparecido?

Por lo demás, añadiste:

—Era tan tierno, tan afectuoso…

Seguramente yo no lo era o procuraba no dar muestras de ello.

¡La casa! ¡Tu casa! La tuya de verdad, ladrillos, ventanas, suelos que sólo te pertenecían a ti. Tenías más de ochenta años, cuando mi prima Maria, tu última parienta, que tenía más o menos la misma edad que tú y seguía escribiéndome de vez en cuando, me dijo que te había encontrado en lo alto de una escalera pintando las paredes del pasillo. También pintaste las paredes del patio.

Tu casa no era una casa cualquiera: era un símbolo. El símbolo del éxito final de la hija menor de la Rue Féronstrée, el símbolo también del resultado de tu voluntad.

El barrio de Outremeuse está habitado por la gente humilde, como me gusta a mí llamarla, a falta de poder calificarla de otro modo. La Rue Puits-en- Sock, estrecha, hormigueante, con su ruidoso tranvía que parece colarse entre las tiendas, es la arteria central.

Eso es el Outremeuse de los Simenon. Raras veces pisabas la cocina acristalada y apenas conocías a mis tíos, mis tías y sus hijos. Ignoro cuántos primos y primas tuve por esa parte, como decíamos. ¿Unos treinta? No creo exagerar mucho y todos iban, los domingos por la mañana, a buscar su moneda de cinco céntimos.

El campanario de Saint-Nicolas estaba a menos de cincuenta metros. Antes de que yo me marchara, a los diecinueve años y medio, viví contigo en dos o tres casas y todas se encontraban, como la tuya, a la sombra del campanario de Saint-Nicolas.

Nos mudábamos porque expiraba el arrendamiento o porque habías encontrado una casa un poco más espaciosa. Los muebles recuperaban su lugar exacto, porque todas las casas del barrio están construidas más o menos a partir de un mismo modelo.

Viven en ellas modestos jubilados, empleados, encargados, viudas con pensión, lo que yo llamo la gente humilde y, aún hoy, me considero uno de ellos.

Tu casa era la última, a unos pasos de aquella en la que viví antes de trasladarme a París. Nunca dormí en ella. Nunca me quedé en ella más de una hora o dos, de paso.

Y las últimas veces que fui a verte me sentí desconcertado. Siempre había conocido, por ejemplo, el mismo comedor más o menos de estilo Enrique III con cabezas de leones esculpidos en las cuatro esquinas de la mesa, el aparador con vidrios multicolores, las sillas con asientos de imitación de cuero de Córdoba.

Un buen día, encontré dos comedores, dos mesas más o menos iguales, dos aparadores con cristales coloreados, sin contar unos sillones que no conocía.

Lo más extraño —no me atrevo a decir: lo más divertido— es que tú misma no te orientabas. En efecto, había en tu casa el mobiliario comprado por mi padre y por ti, cuando os casasteis, tanto tiempo atrás; pero también había el mobiliario del tío André, casi igual. Y te equivocabas. Me decías, por ejemplo:

—Mira, Georges, la mesa en que escribiste Au pont des Arches.

No era aquella mesa. Era una que yo nunca había visto, que había formado parte de otra casa que no conocía.

Por lo demás, no pudiste decirme qué había sido de aquella mesa, de caoba bien pulida, de reflejos como a mí me gustan. Me jurabas que era la que me indicabas y yo ya sabía que se la habías dado a la prima Maria, la última parienta que tuviste.

Pues, por ser la menor, con mucha diferencia de edad entre tus hermanos y tus hermanas, eras la única que quedaba de la familia y no sobrevivía contigo una hermana, sino una sobrina, que tenía tu edad, un año más o menos, y estaba tan lisiada como tú.

Cuando su estado de salud no le permitió visitarte más, no volví a tener muchas noticias tuyas, aparte de tus cartas, una vez muy de tarde en tarde. Pero empezabas a mezclar las ideas, a mezclar las fechas, incluidas las épocas, hasta el punto de que llegaste a hablar del tío André como de mi padre.

¿Mezclas aún personas y fechas en tu cama del hospital? Lo dudo. Tu mirada es de una lucidez inesperada. Hablas poco, desde luego, sobre todo, como ocurre casi siempre, cuando estás rodeada de visitas.

No por ello dejas de seguir esperando lo que quieres, lo que has decidido.

—Mira, Georges, sabes que nunca me ha gustado la tumba que mandaste hacer para tu padre…

Una gran losa de granito en bruto con un nombre y una fecha simplemente. Siempre me han horrorizado los monumentos funerarios, los mármoles, las columnitas o incluso los retratos encastrados.

—¿Sabes que está empezando a ladearse…?

No es indiferencia por mi parte, muy al contrario. Sentí y conservé un auténtico culto por el gran Désiré. Pero nunca me he preocupado demasiado de su sepultura. Nunca he ido a recogerme ante ella. Cuando necesito sentirlo cerca de mí, me basta el pensamiento.

Aquella vez añadiste, madre, sin darte cuenta de la barbaridad que decías:

—Preferiría que me enterraran en el panteón del tío André y su mujer.

Me quedé petrificado. Con los años, habías acabado confundiendo a los dos hombres que habían compartido una parte de tu vida. ¿Habías querido de verdad a mi padre? Hoy me lo pregunto. Los proyectos que hacías desde el comienzo de tu matrimonio no eran proyectos para los dos, sino para ti.

Pensabas ya en tu casa y ahorrabas sin decírselo. Era tu dinero. Era el que tú ganabas atendiendo a tus inquilinos. Pero no por ello dejaba de ser una especie de hucha personal —por así llamarla— que, a mi juicio, es lo opuesto al amor.

Es cierto que no amaste más al tío André. Me pregunto, de pasada, por qué lo llamabas el tío André. No era tío de nadie. Nunca tuvo hijos.[1] Tampoco perteneció a orden religiosa alguna.

A pesar de todo, era el tío André. El que era mi padre era Désiré.

La casa de la Rue de la Loi constaba de dos habitaciones en la planta baja, aparte de la cocina de puerta acristalada, que se encontraba al fondo del pasillo. Esas dos habitaciones estaban atestadas de muebles de comedor, de antiguos sillones, y tenían las paredes adornadas con fotografías de Christian, de mí, del tío André, de su mujer, de mi padre.

En una palabra, dos familias se encontraban mezcladas en las paredes, dos mobiliarios que tú misma no podías distinguir, pues atribuías a un matrimonio joven lo que pertenecía, en realidad, a un viejo jubilado.

Eso siempre me trastornó. Me pregunto incluso si no sigue trastornándome aún.

Yo he estado casado dos veces. Vivo con una tercera mujer. Pero no se me ocurriría mezclarlas en mis recuerdos.

Mis hijos conocen el origen de cada mueble, de cada objeto, de cada cuadro.

Pero estoy seguro de que no les interesa.

Como ves, madre, no tengo nada que reprocharte y no te reprocho nada. Seguiste el curso de tu vida con una fidelidad extraña, si no extrañísima, a tu objetivo.

Lo has conseguido. Tal vez por eso, en tu cama del hospital, tu mirada es tan serena, por eso también pasa a veces por ella un destello de ironía.

Vulgarmente, podríamos decir:

—¡Se la has pegado a todos!