Este inmenso patio, en el que se alzan numerosos edificios y en el que hay enfermos con uniforme sentados en bancos desde que brilla el sol, me he acostumbrado a cruzarlo también yo hacia las diez de la mañana. Hay que dar tiempo a las enfermeras para que te laven, te atiendan; también tienen que barrer y ordenar la habitación.

A veces, a esta hora, sólo está la monja de turno. Lo digo como si fuera siempre la misma. Seguramente no lo es, pero por la ropa, la inmovilidad, la tez pálida, yo no distingo a unas de otras.

—¿Qué tal, Georges?

Me sonríes.

¿Acaso me estás esperando? ¿Te agradan mis dos visitas al día? ¿Preferirías quedarte sola con los parientes lejanos, los vecinos y los extraños que no van a tardar en desfilar? Lo ignoro. En todo caso, nunca has experimentado la necesidad de decirme algo, de comunicarme un mensaje personal.

Ayer fui con Teresa a visitar la capilla en la que yo había ido a misa tantas veces. Quería saber si mis recuerdos no me engañaban, si de verdad era hermosa. Fue construida hace varios siglos por cierto Ernest de Bavière. ¿Quién era? ¿Había sido conde, duque, príncipe o emperador? Poco importa. En Lieja hemos conocido reinados de muchos extranjeros.

Lo que da un carácter particular a la capilla es que está construida en dos planos. La planta baja la ocupan los enfermos. Una escalera de una docena de peldaños, cubierta de una alfombra roja, conduce al piso de arriba, en el que se encuentra, frente a los fieles, el altar mayor y, a cada lado, una galería reservada a las monjas.

Los domingos había dos misas, una a las seis, como los demás días, y la otra, más solemne, a las ocho. Entre las dos, me llevaban a un comedor, en el que me servían dos huevos pasados por agua, rebanadas de pan con mantequilla y café con leche.

Lo que recuerdo es el olor. No sólo el olor denso de la habitación, que he vuelto a sentir en otros conventos, sino también el olor e incluso el gusto de las rebanadas, de los huevos, del café con leche.

Pregunté a una monja que pasaba si vivía aún la anciana sor Sacristine. Fueron a buscarla. Ahora es una mujer muy anciana, que ya no oye bien, ya no ve bien y tampoco —me parece— comprende ya bien.

Naturalmente, no me reconoció. Yo quería comprobar un recuerdo. Los domingos y días festivos, yo llevaba una sobrepelliz de encaje fino que desplegaban con precaución y que me ponían con gestos minuciosos.

¿Habría existido sólo en mi imaginación? Por fin conseguí que me comprendiera sor Sacristine, la que antes me ponía esas sobrepellices y las guardaba. Abrió unos cajones. Sacó cofres de madera en los que estaban guardados aquellos vestidos preciosos.

Le hablé de la época en que ayudaba a misa, en que me ponía aquel vestido, pero mis palabras no despertaban eco alguno en ella.

Algunos días, cruzaba los patios caminando a unos pasos delante del sacristán. Yo llevaba un alto palo de madera negra en cuyo extremo había una cruz de plata. En la otra mano, una campanilla cuyo significado conocían todos los enfermos con los que nos cruzábamos.

Ibamos a dar la extremaunción a uno de ellos, que se les había adelantado. En la sala había al menos veinte camas y los enfermos también comprendían, se alzaban sobre un codo, se santiguaban.

Eran los momentos que menos me gustaban y siempre me sentía oprimido.

Sin embargo, la muerte en sí misma no me impresionaba. Dos o tres veces por semana, después de la misa, había un responso y, por tanto, exequias. Ahora bien, aunque sólo recibía dos francos al mes por ir a ayudar a misa todas las mañanas, por cada responso me pagaban cincuenta céntimos, pues eso dependía del Ayuntamiento. Y algunas mañanas había dos responsos, uno tras otro.

Almorzábamos en la ciudad Teresa y yo. Ni una sola vez fuimos a un gran restaurante. Entrábamos en los llamados fritures y nuestro menú era casi siempre el mismo, ya lo he dicho: mejillones y patatas fritas, a veces anguila.

No por ello dejaba de pensar en ti. Me preguntaba siempre si no se habría producido en mi ausencia el acontecimiento que todo el mundo esperaba y me apresuraba a regresar al hospital.

Cuando viviste dos o tres semanas en Epalinges, después de que se te hubiese caído encima el armario en el que estabas buscando tus monedas de oro, no me atrevía a dejarte volver a Bélgica. Tu salud era delicada. No quería imaginarte sola en tu casita. Y tú te negabas, obstinada, a que yo te ofreciese una compañera que velara por ti. Si la palabra «obstinado» puede aplicarse a alguien, es sin duda a ti. Durante varios años intenté que aceptases la instalación de un cuarto de baño. Ponías a los fontaneros en la puerta. Insistí también para regalarte un televisor. Tardé más de dos años en lograrlo.

Es cierto que después disfrutaste mucho con él. La mayoría de tus vecinos y vecinas no tenían; de modo que, casi todas las tardes, se reunían en tu casa algunos de los vecinos de tu calle.

No menos me espantaba tu aislamiento. Una tarde, te caíste en la acera y permaneciste ahí, sin poder levantarte, hasta que un agente de policía que pasaba por casualidad acudió en tu ayuda. No sé si te sangraban las rodillas o los codos. Lo que sé es que quiso acompañarte al hospital. Tú le respondiste, con tu acento liejense mezclado con acento flamenco:

—No, qué va, señor. No tengo nada. Estamos casi delante de mi casa. Acompáñeme sólo hasta allá y descorcharé una buena botella de vino.

El agente no tuvo más éxito que yo. No consiguió llevarte a que te reconociesen, ni siquiera por un médico del barrio. Se vio obligado a seguirte a la casa y a beber el vino que le serviste.

Como ves, la palabra «obstinado» parece haber sido creada para ti.

Pero ¿y si un día no te hubieras sentido con fuerza para levantarte de la cama? ¿Si no hubieses podido ir hasta la Rue Puits-en-Sock a comprar algo de comer?

Yo no quería dejar que te marcharas. Hablé de ello a mi médico de Epalinges, quien te hizo varias visitas. Me dijo que de nada servía llevarte la contraria, que incluso era muy perjudicial.

Yo deseaba instalarte en uno de los asilos de ancianos que existen entre Ginebra y Montreux, es decir, a dos pasos de mi casa. No se parecen en nada a los asilos de viejos, nada tienen de triste o de siniestro. Recuerdan más bien a hoteles de lujo.

Pero tú no querías lujo. No querías asilo de ancianos. Lo que querías, y con todas tus fuerzas, era tu casa, aquella casa que habías podido pagarte después de haber trabajado tanto y que, por fin, era la tuya.

Estoy convencido de que los vecinos de la Rue de l’Enseignement se imaginarían que yo era un «mal hijo», que te había dejado sola, ¿y en la miseria tal vez?

Fue necesaria una carta de una de mis primas, casi de la misma edad que tú y que iba a verte de vez en cuando, para que pudiera yo dar, por fin, muestras de autoridad y llevarte la contraria.

Te habías quedado varios días sin salir. En el refrigerador enmohecían carne, un trozo de tarta, qué sé yo, y con eso te alimentabas.

Para no ceder, ¿comprendes? Yo también comprendía. Mi médico me dijo incluso:

—Si la desarraiga usted, apresurará su fin.

Pero ¿debía dejarte comer alimentos estropeados, correr el riesgo de que un día un vecino preocupado hiciera derribar la puerta y te encontrara muerta desde hacía una semana o dos?

Me informé. Encontré, no lejos de Lieja, una propiedad muy hermosa, entre la vegetación, con un jardín inmenso. Unas monjas admitían en ella a algunos huéspedes y pude comprobar que éstos recibían todas las atenciones necesarias.

Mandé abrir una pared para instalarte un saloncito. También mandé instalar un cuarto de baño. Estabas en tu casa, en un apartamento en el que no dependías de nadie.

Te llevé allí. Mostrabas más que nunca tu sonrisa, a la vez un poco burlona y resignada. Obedecías, pero no de buena gana. Por lo demás, al cabo de unos días, pese al gran confort, insististe para que volvieran a llevarte a tu casita.

—Pero ¿y si hubiera gente que se aprovechara de que no hay nadie para ir a robarme, hermana?

Tenías casi noventa años y te preocupaba que pudieran robarte. Robarte, ¿el qué? ¿Tus muebles? ¿Tu mantelería? ¿Algunos recuerdos traídos de tus viajes con tu segundo marido, una concha de Ostende, una estatuilla de la Virgen, qué sé yo?

Tuvieron que acompañarte dos veces a visitar tu casa y asegurarte de que las puertas estaban bien cerradas. Después, un día, hubo que llevarte al hospital de Bavière para operarte.

No fue ésa la visita de la que estoy hablando.

Fui a verte. Habías resistido admirablemente la operación y ya estabas de pie en tu habitación.

Mi amigo Orban no salía de su asombro.

—Normalmente, debería haber fallecido en la operación. Ahora ha firmado un arriendo para varios meses.

¡Qué brillo de triunfo, de desafío, en tus ojos grises azulados!