En la vida siempre hay personas que nos acompañan a cada uno de nosotros durante un camino más o menos largo. Hasta la hora del balance no se puede hacer el recuento y reconocer la influencia que cada una de ellas ha tenido en nuestro destino.
Tu padre te dejó, cuando tenías cinco años; tu madre, según la reconstrucción de los acontecimientos que puedo hacer, cuando tenías catorce o quince años.
Cuando poco después entraste en L’Innovation, iba a aparecer alguien, Valérie, que desempeñó —juraría yo— un papel en tu vida más importante de lo que parece, en el momento en que las muchachas se susurran confidencias y proyectos para el futuro. Como ya he dicho, Valérie no era hermosa, era incluso fea, la verdad, pese a su bondad. ¿Estás segura de que no fue ella quien, a través de los cristales de L’Innovation, te señaló a Désiré, el hombre de andares garbosos, y observó su paso para ti?
Yo conocí muy bien a Valérie hasta el momento en que abandoné Lieja a los diecinueve años. No debía de haber cambiado demasiado. Apenas se había arrugado un poco.
Venía a cenar a casa una vez a la semana, primero con su madre y después sola. Recuerdo las miradas que echaba a mi padre, su risa excitada cuando éste la pinchaba. Y la pinchaba a menudo, tal vez para aprovechar esa excitación superficial.
Eso me recuerda unas palabras tuyas. Por una razón misteriosa, tal vez porque la madre de Valérie estaba muy enferma, tuviste que ir a pasar la noche con ella y, al volver a casa, el día siguiente, dijiste:
—Me resulta imposible dormir al lado de una mujer. El olor de mujer me repugna.
Son pinceladas muy pequeñas. Pero debo buscar esas pequeñas pinceladas en mi memoria para reconstruir una vida de más de noventa y un años, para leer en aquellos ojos que me miran y para imaginar las palabras de aquella boca de labios estirados que nada me dice.
Tuviste muchos inquilinos. Tres o cuatro a la vez. Algunos estaban de paso, es decir, que permanecían sólo un año en la Universidad de Lieja. En cambio, otros vivieron en casa tres o cuatro años.
Con todos tenías la misma paciencia, el mismo buen humor, con todos, sobre todo con los más pobres, retrasabas la hora de irte a la cama para remendarles los calcetines.
Había uno que era tan pobre, que ni siquiera tenía calcetines. Vivía con un huevo y un mendrugo de pan al día. Mediante astucias sutiles intentabas lograr que aceptara un trozo de embutido o un poco del plato que comíamos nosotros aquel día. Pero habías dado con un pobre más orgulloso aún que la pobre que tú deseabas ser.
No sé lo que habrá sido de él. Ingeniero, seguramente, en Polonia. A no ser que fuese a trabajar a otra parte, cosa que le deseo, pues era judío y habría perecido en los hornos de gas.
Tres o cuatro veces fuimos a pasar la tarde del domingo en casa de la tía cuyos hijos habías criado en parte, la mujer del mayorista de comestibles, que iba a morir de alcoholismo. ¿Qué ocurrió entre vosotros? Más probablemente entre ellos y Désiré, pues me pareció comprender que por culpa de Désiré no volvimos a verlos.
Hubo así épocas, algunas largas, otras cortas, en que pasábamos cada domingo en casa de una tía determinada. Por lo demás, siempre en casa de tías por parte tuya. En efecto, para ti era como si la familia Simenon, el mundo de la Rue Puits-en- Sock, no existiera.
Mi padre iba todas las mañanas a dar un beso a sus padres al dirigirse a la oficina, incluso después de que muriera su madre. El domingo por la mañana, todos los chicos y las chicas estaban ahí, en la cocina, donde reinaban olores de platos preparados a fuego lento. Mi bisabuelo, ciego, estaba sentado en su sillón y sus nietos venían a darle un beso.
En cuanto a mi abuelo, daba cinco céntimos a cada uno de ellos y a mí diez. Parece curioso. No es que me quisiera más que a los otros. Era muy propio de la mentalidad Simenon: yo era el hijo mayor del mayor de sus hijos o, dicho de otro modo, el futuro jefe de la familia.
Todas estas imágenes me asaltan, madre, mientras intento comprenderte antes de que te vayas definitivamente. Dentro de uno o dos días, dentro de tres días, habrás dejado de existir. La gente, inmóvil en su silla, en tu cuartito, ya no se ocupará sino de sus asuntos. Yo mismo volveré a mi casa con mis propios hijos.
¿Se harán preguntas algún día sobre mí, como yo me las hago sobre ti? Lo dudo. Y, de todos modos, no me enteraré.
Cuando abandoné Lieja, mi padre acababa de morir y, una vez más, dejaba tras de mí a una mujer de luto con largos velos negros. Pese a ser muy joven y carecer de situación estable, sentía cierta responsabilidad y te enviaba un poco de dinero todos los meses.
También te escribía. No sé si he recuperado esas cartas, pero tengo motivos para suponer que eran afectadas, carecían de entusiasmo, pues nunca hubo auténtica intimidad entre nosotros.
Por ejemplo, una escena que nunca he podido borrar de mi memoria dejó marcada mi juventud. Debía de tener doce o trece años. He olvidado la razón por la que te habías enfadado conmigo, mientras que yo, por mi parte, te hacía frente. Pues yo tampoco, lo reconozco, quería ceder nunca cuando creía tener razón.
El caso es que tuviste uno de esos ataques de nervios que te daban con frecuencia antes del paseo de los domingos por la tarde. Te precipitaste hacia mí, incapaz de controlarte. Yo no comprendía las palabras que decías, pues, por instinto, hablabas flamenco o alemán. Me arrojaste al suelo y te pusiste a darme patadas sin dejar de gritar.
Acabé escapando. Caminé por las calles hasta la oficina de mi padre. No me atrevía a decir la verdad. Aún iba temblando de miedo contenido.
—¿Qué te pasa, hijo?
Mi padre nunca me llamaba Georges, sino hijo, como yo a mis hijos la mayoría de las veces.
No le dije toda la verdad. Le dije que estabas enfadada, que te había enfurecido mucho y que me habías abofeteado.
Mi padre, por su parte, nunca me abofeteó, como tampoco a mi hermano.
Al imaginar de nuevo aquella escena, no siento rencor. La auténtica razón es que ayuda a explicar tu personalidad. Durante mucho tiempo viví con el miedo de que un coche de punto viniera a buscarte, como había ido a buscar a tu hermana. En ti había algo excesivo que no podías controlar, pero al mismo tiempo había una extraordinaria lucidez.
Voy a recordarte otra anécdota, aún más próxima, que tiene relación con aquélla, pero en sentido contrario.
Hace tres o cuatro años, te invité a pasar una temporada en mi casa de Epalinges. Como ya eras anciana y nunca habías viajado en avión, envié a mi secretaria a Lieja para que te acompañara.
Te preparamos una alcoba en la sala de televisión de los niños. Instalamos, entre otras cosas, un armario bastante ligero. Comías en tu habitación, pues estabas bastante cansada y no querías bajar al comedor, en la planta baja. Acabado el almuerzo, hacías la siesta.
Un día, no te despertaste a la hora habitual ni siquiera media hora más tarde. Yole, que entonces era nuestra doncella, acabó entreabriendo despacio la puerta. Te encontró sentada en una silla, con cardenales en el rostro y expresión de dolor, pese a la sonrisa que te esforzabas por ofrecer.
Aprovechando que estabas sola, te habías dirigido hacia el armario. Como eras demasiado pequeña para llegar al estante superior, te habías subido al pedestal y el armario había caído sobre ti.
En lugar de llamar, en lugar de gritar, te habías arrastrado hasta la silla, te habías levantado, a saber cómo, y habías esperado, estoica, ahí, sin decir palabra, estrechando entre tus flacas manos el tesoro que habías ido a buscar.
Pues era un tesoro. Unas bolsitas con monedas de oro cada una de las cuales llevaba el nombre de uno de mis hijos.
Habías trabajado toda tu vida para asegurar tu vejez, como decías, y nos aportabas el fruto de tus ahorros, en oro. Aún no he distribuido esas bolsitas entre mis hijos. Espero a que sean todos mayores y estén todos instalados en la vida, a fin de que no derrochen tontamente lo que tanto esfuerzo te costó adquirir.
Por lo demás, el mismo día tuviste otro gesto que, por un lado, me hirió mucho, pero, por otro, me obligó a admirarte. En mi despacho, me tendiste un sobre con todo el dinero que te había enviado, mes tras mes, durante más de cincuenta años.
Querías ser pobre, querías asegurarte un fin digno, pero no querías deber nada a nadie, ni siquiera y menos aún a tu hijo.
Antes he cometido un error, pero se debe a que, cuando Yole abrió tu puerta, yo no estaba presente. No era de cardenales de lo que tenías cubierta la cara, sino de sangre. Te la lavaron antes de que pudiera yo verla, por temor a impresionarme, y llamaron aprisa a uno de mis amigos médicos. Tuve que llevarte en ambulancia a Lausana para que te curaran y te hicieran radiografías, pues te dolía mucho una de las piernas y las costillas.
Por suerte, no había huesos rotos, pero cojeaste ligeramente, al brazo de uno u otro, durante varios días.
Acabo de recordar otro detalle. He hablado de mi obsesión por el coche de punto que podría detenerse ante la puerta para llevarte a donde otro coche de punto había llevado a tu hermana.
Tú alimentaste ese miedo en mí, voluntaria o involuntariamente. Cuando te enfadabas, había veces que gritabas de repente:
—¡Oh! Mi vientre… Ya verás, Georges, como me enviarán al hospital…
Yo era un niño. Ayudaba a la misa de las seis de la mañana en aquel mismo hospital en que nos encontrábamos. Pero en aquella época los hospitales estaban reservados más que nada para los indigentes y vuelvo a verlos todavía con su uniforme rayado, como presos, con una bata de sayal.
La idea de verte marchar hacia el hospital, verte con aquella ropa, me perturbaba hasta tal punto, que, aun cuando tuviera razón o creyese tenerla, caía de hinojos para pedirte perdón.
Y resulta que, después de tantos años, volvemos a encontrarnos cara a cara, viejos los dos, en este hospital, con personajes de cera a nuestro alrededor.
Existen dos o tres mil millones de hombres en la Tierra. Seguramente no sea una cifra exacta, pues soy alérgico a las estadísticas y a las cifras en general.
¿Cuántos habrá habido desde la prehistoria? Nadie lo sabe. Lo que podemos suponer es que, como ahora, se pelearon unos contra otros, se mataron unos a otros, debieron de luchar con sus vecinos, con los grandes cataclismos cósmicos y las epidemias.
Sin embargo, todos se formularon más o menos la misma pregunta:
—¿Qué es el hombre? ¿Quién es mi vecino?
Hoy, la etnografía busca los rastros de aquellos hombres de la antigüedad, que son, a fin de cuentas, nuestros abuelos. La biología, en los laboratorios del mundo entero, intenta conocer al hombre actual.
Y, sin embargo, no conocemos a la gente que vive en la puerta contigua a la nuestra, aquéllos con los que nos cruzamos todos los días en la calle, aquéllos con los que trabajamos codo a codo.
Somos dos, madre, mirándonos; tú me trajiste al mundo, yo salí de tu vientre, tú me diste mi primera leche y, sin embargo, yo te conozco tan poco como tú a mí.
Estamos, en tu habitación del hospital, como dos extraños que no hablan la misma lengua —por lo demás, hablamos poco— y desconfían el uno del otro.
Sin embargo, créeme, yo te observo, reúno retazos de recuerdos y reflexiono para borrar las falsas ideas que haya podido haberme hecho sobre ti, para penetrar en la verdad de tu ser y quererte.
Tuviste tu día de victoria. No puedo siquiera situarlo, aportar una fecha aproximada.
Cuando yo tenía veinte años, tú tenías unos cuarenta y me parecía casi indecente que pudieras hacer el amor. En mi opinión, había pasado tu momento, habías empezado a ser una mujer vieja.
No se trata de un sentimiento totalmente personal. Veo el mismo asombro en la mirada de mis hijos y de mi hija. Lo mismo debe de suceder en la casa vecina y en toda la ciudad.
Para mí, eras una viuda. Habías vivido aquello a lo que la vida te había destinado. Ya no había más cambios que esperar.
Sin embargo, hubo uno, y muy importante, ya que, mediante él realizabas por fin tus sueños de juventud y de mujer.
No recuerdo dónde estaba yo cuando me enteré. ¿Sería en Francia, en África, en Estados Unidos? El caso es que recibí una carta, con tu picuda y nerviosa escritura, en la que me anunciabas que ibas a casarte de nuevo.
Te confieso que, en ese momento, me escandalizó. Conservaba tal culto por mi padre, que no imaginaba siquiera la posibilidad de que lo substituyeras. Cuando leí los detalles, comprendí. Acababas de casarte con un jefe de tren jubilado, un jefe de tren del Nord Belge, como el señor Reculé había sido jefe de negociado del mismo Nord Belge.
Por fin ibas a recibir una pensión. Por fin, ¡tu vejez estaba asegurada, ocurriera lo que ocurriese!
Posteriormente, recibí fotografías y postales. Tú, que nunca —por así decirlo— habías abandonado Outremeuse, ibas a Lourdes, a Niza, a Ostende, a qué sé yo qué otros sitios, y gratuitamente, pues tu nuevo marido tenía derecho a determinado número de kilómetros todos los años sin soltar un céntimo.
También me enviaste su retrato. Era un ardenés delgado y nudoso, de facciones angulosas, de mirada casi inexpresiva.
Sólo lo conocí una vez, con motivo de no recuerdo qué viaje a Lieja. En aquel momento, reinaba cierta paz en la casa. Dónde os habíais conocido no me lo dijisteis ni uno ni otro. Pero tú me contaste que habías velado y atendido a su mujer enferma hasta su último suspiro.
Él no era de nuestro barrio. Vivía incluso en el extremo opuesto de Lieja.
Como en el caso de Désiré, me formulé la siguiente pregunta:
—¿Dónde? ¿Cómo?
Pero ésas no son preguntas que se puedan formular a tu propia madre.
—¿Cómo está Valérie?
Valérie, quien había recorrido un camino tan largo contigo y con quien habías intercambiado tantos pensamientos íntimos. Me respondiste seca:
—He dejado de verla.
Después añadiste con una sonrisa forzada:
—Imagínate, está celosa de que me haya vuelto a casar.
Curiosamente, aunque habías substituido a mi padre por otro hombre, habías conservado su apellido. El de tu nuevo marido era André. Así, que, en tus cartas e incluso en ciertos documentos oficiales que tuve entre las manos, escribías: señora de André Simenon.
Eso me hirió. En mi opinión, era como un abuso de confianza. Un hombre que no era mi padre había ocupado su sitio en tu casa, en tu cama, pero tú te empeñabas en conservar el apellido de tu primer marido.
¿Sería porque yo ya era célebre? ¿Te parecería aquel apellido algo así como un talismán?
Así lo creí. Pensé incluso que, en el fondo, conservabas también tú el culto del gran Désiré y que, después de tus segundas nupcias, deseabas conservar como un vínculo con él.
Iba a desengañarme en tu habitación del hospital.
No creas, madre, que te guardo rencor o te juzgo. Yo no juzgo a nadie. Si desde tiempos prehistóricos los hombres se matan unos a otros, ¿acaso no es por no comprender al vecino, a las personas de la tribu vecina?
Pasabas a ser la señora André, mujer de funcionario que gozaba de una pensión para sí y más tarde para su viuda. No por ello dejabas de seguir siendo la señora Simenon.
Yo sólo vi una vez a aquel hombre al que llamabas el tío André. No me pareció antipático, ni extravagante ni atormentado por complejos.
Sólo me explicó que el oficio de jefe de tren era uno de los más duros y delicados del mundo, que los temblores continuos eran un peligro permanente para el organismo y que su gran distracción era ir todos los días a cuidar el jardín en torno a una casita que poseía en la colina. La casita en la que había vivido unos veinte años con su primera mujer, aquella a la que tú, madre, atendiste tan bien durante su enfermedad.
Al mirarte ahora, en el hospital, al pensar en aquel pasado, me siento un poco sorprendido de tu serenidad.
El tío André y tú no tardasteis en desconfiar el uno del otro. El te acusaba de tener prisa por que se muriera para recibir sola su pensión. Dios sabe si no te acusaría también de haber apresurado la muerte de su primera mujer.
En la casa de la Rue de l’Enseignement, donde ya no había inquilinos, permanecíais solos, frente a frente, como dos extraños, si no dos enemigos. Nadie anotó las frases que intercambiasteis. Debían de ser terribles y expresar un odio profundo, ya que, un día, decidisteis no hablaros más, sino utilizar notas garabateadas cuando necesitabais comunicaros.
Cuando hablo de odio, no exagero. Yo no estaba presente, desde luego. Pero cuando un hombre y una mujer que viven juntos, unidos por el matrimonio, llegan a preparar cada uno su comida, a tener su propia fresquera cerrada con llave, a esperar a que la cocina esté vacía para comer a su vez, ¿cómo puede explicarse eso?
Uno y otro teníais miedo a ser envenenados. Se había vuelto una idea fija, ¿enfermiza tal vez?
No puedo por menos de pensar en tu hermana y en el coche de punto que se la llevaba, mientras un hombre sollozaba, con los brazos apoyados en la pared.
Y, sin embargo, vivisteis así varios años. Tú ibas a hacer tu compra. Él iba a hacer la suya. Tú preparabas tu comida. El esperaba a que hubieras comido para preparar la suya.
¿Y el resto del tiempo? No podíais quedaros cara a cara en la cocina o en el salón en silencio. Él se iba a su jardincito de la colina y tú ibas seguramente a tomar una taza de café a casa de una vecina. Habías ganado, desde luego. Habías ganado la pensión con la que habías soñado toda tu vida. No te avergonzaba aquel dinero, ya que un día viniste a devolverme orgullosa el que yo te había enviado.
El tío André murió. Bruscamente, se desplomó, como mi padre.
Me gustaría tanto saber, saber lo que piensas en este momento, en el hospital, las imágenes que te pasan por la cabeza. Unas veces pareces plácidamente adormilada y otras tienes una sonrisa casi burlona.
¿De quién te burlas? ¿De Désiré? ¿Del tío André? ¿De todos nosotros, que estamos inmóviles en tu habitación, y de la monja, que desgrana, impasible, su rosario?
Tal vez sea de la vida de lo que te burlas, de la vida que debe de verse de otro modo cuando se está a punto de perderla.