Acabo de llenar, por curiosos meandros de los pensamientos, un vacío en la historia de tu juventud. Me preguntaba, al mirarte, si los moribundos derramarían lágrimas y si tú misma lo harías.
La palabra «lágrimas» es la que ha provocado un recuerdo.
Tenías una hermana muy hermosa casada con un mayorista de comestibles. Esa hermana, que iba a morir de resultas de la bebida, había tenido primero un niño y después una niña.
Tu madre debía de haber muerto ya en aquella época, puesto que te tomaron, no como parienta, sino como niñera. No comías en su mesa. Tomabas tus comidas en la cocina con dos o tres criadas más. No sólo te ocupabas primero de uno de los niños y después de los dos, sino que, además, cuando te veían desocupada, te encargaban otras tareas.
Si me ha venido a la memoria eso al pensar en las lágrimas, es porque te he oído contar que nunca en tu vida habías llorado tanto.
Mi tío era un hombre duro. Mi tía, tu hermana, era unas veces la mujer más afectuosa y otras la más rencorosa.
La recuerdo muy bien. En la planta baja del edificio había un gran almacén al que iban a abastecerse los pequeños tenderos y las mujeres de los mercados. Cuando ibas a ver a tu hermana, se sabía en seguida en qué estado se encontraba.
O bien insistía en llenarte la cesta con provisiones de latas de sardinas y otras conservas y tú te esforzabas en vano por rechazarlas o bien te interpelaba aviesa:
—¡Ya estás aquí otra vez, pordiosera!
Imagino la vida que llevarías en su casa cuando estabas a su servicio, una joven fregona que nunca se atrevía a protestar, y creo que, en efecto, lloraste mucho.
¿Cómo tuviste el valor de escaparte y vivir sola? ¿Adónde fuiste a dormir? ¿Quién te brindó la idea de pedir un puesto de trabajo al señor Bernheim?
Como ves, si no hubiésemos vivido cara a cara en el silencio, habría tenido muchas preguntas que formularte.
Tal vez vivieras con Valérie y su madre, a las que también conocí. Parecían dos enanas, con caras extrañas, como de monas, pero tenían —por emplear una de tus expresiones— un gran corazón.
Désiré, como todos los empleados de aquella época, llevaba una chistera. Yo te oí hablar de sus andares garbosos. Te oí hablar también de su «hermoso saludo con el sombrero».
¿Tuvo una noche, a la salida de los almacenes, valor para acercarse a Valérie y a ti y haceros uno de sus hermosos saludos con el sombrero? Pero entonces, ¿qué palabras balbuciría él, que era tímido?
En el Círculo recreativo, formaba parte de un grupo de teatro. Pero no aparecía en escena. Durante años, prefirió ocupar la concha del apuntador.
¿Cómo es que aquel hombre tuvo el valor de acercárseos, en una época en la que era de muy mal tono abordar a una mujer en la calle?
¿Por cuánto tiempo fuisteis novios?
El era muy alto, medía metro ochenta y cinco, y tú bajita, menos de metro sesenta.
Debía de resultaros difícil caminar del brazo.
Tú se lo presentaste a la hermana cuyos hijos habías vigilado y te desaconsejaron el matrimonio con un vulgar empleado sin porvenir.
Mi padre te presentó a sus padres y, en la cocina acristalada de la Rue Puits-en-Sock, detrás de la sombrerería, todo el clan Simenon adoptó una actitud fría ante la flamenquita sonrojada.
En la familia no había flamencos. Y tú no eras flamenca de verdad. Tú lo eras o, mejor dicho, eras holandesa sólo por tu madre, cuyos padres poseían una extensa granja en el Limburgo holandés.
Era gente orgullosa, que tenía tierras, pero tú no heredaste de ellos. No heredaste nada, salvo una pequeña cómoda de madera blanca, pintada de color roble, de la que ya he hablado y que llegué a conocer.
¿Adonde ibais, Désiré y tú, los domingos? Al teatro, no. No había cines. Mi padre no pisaba nunca el café, salvo para la partida de cartas del domingo por la mañana.
Seguramente pasearíais, como más adelante lo hice yo con vosotros dos, por el parque d’Avroy, que yo llamaba el «parque de los patos», pues había un estanque poblado de patos.
No tengo ninguna foto de vuestra boda, ni de aquel período de vuestra vida en común. Como yo me conocía a mi padre, supongo que los domingos por la mañana te llevaría a la cocina de la Rue Puits- en-Sock, donde todos los Simenon se reunían en torno al padre y la madre.
¿Te dirigirían la palabra? ¿Te atreverías a tomarla tú misma? Lo dudo. Los Simenon formaban un clan tan cerrado que debías de sentirte tan lejos allí como en tierra extranjera.
Durante poco más de un año vivisteis en la Rue Léopold, en el centro de la ciudad, donde yo nací. Después os instalasteis en Outremeuse, a dos pasos de la Rue Puits-en-Sock, y ya no abandonasteis nunca más el barrio.
Ahora, en el hospital, tú tienes noventa y un años. Yo voy a superar los setenta. Y entre nosotros ha transcurrido todo este tiempo. ¿Te ha marcado? ¿Has conservado el recuerdo de las horas y los días?
Por tu expresión, pareces más bien liberada de ver acercarse el fin.
He hablado del ratoncito que se deslizaba de noche por los patios de Lakeville para ir a buscar su corsé. Toda tu vida, has caminado con el trotecillo de un ratoncito. Raras veces te he visto sentada. Y, mira por dónde, ahora te veo, por primera vez, me atrevería a decir, acostada.
Al observar tu rostro, que ha cambiado tan poco, tus ojos claros, de un azul grisáceo, que han conservado su viveza, me pregunto si tu último suspiro no será un suspiro de alivio.
En tu habitación del hospital hay algo que me oprime un poco y que a veces me impide pensar. Es el silencio que reina, con el deslizarse por el suelo de tarde en tarde de la silla de alguien que se va, los pasos sigilosos de alguien que entra, los balbuceos violentos que los recién llegados te dirigen. Se parece mucho a la iglesia. Una iglesia de la que tú eres el centro y en la que, con tu inmovilidad, adquieres dimensiones extraordinarias.
Pues nos dominas a todos, los extraños que van y vienen y entre los cuales tal vez pueda contarme yo, que he sido un extraño para ti, la puerta que empujan y vuelve a cerrarse silenciosamente y que todas las veces deja entrar un poco de aire más fresco.
Lo único que cambia la atmósfera es la visita del capellán. Es un hombre alto y fuerte, que en la vida corriente debe de ser —se adivina— bastante jovial.
En cuanto aparece, todo el mundo sale, incluido yo. La única que no abandona su silla es la monja del rosario.
En el corredor se forman grupitos. Se ve pasar a enfermos en camilla. Se vislumbran miradas vacías o resignadas.
Yo me obstino en la búsqueda de tu verdad, es decir, que sigo intentando comprenderte.
En Pedigree, tú eras un personaje más o menos esquemático. Yo describía algunos de tus hechos y gestos, recordaba alguna de tus frases.
Hoy, es de la Henriette de verdad de la que quisiera encontrar el alma.
En la Rue Léopold, donde pasaste tu primer año de mujer casada, teníais, mi padre y tú, una vivienda de dos habitaciones, encima de una sombrerería, y habías de bajar medio piso para encontrar un grifo.
Era un piso de gente humilde y se podía pensar que, toda tu vida, tuviste interés en formar parte del mundo de los humildes.
Te asombraría mucho enterarte de que a mi edad yo me acerco cada vez más a él, porque siento que es también mi mundo y porque es el mundo de la verdad.
El señor Reculé representaba para ti, con su pensión de jubilado del Nord Belge, la seguridad. Existía otro que, sabe Dios por qué y cómo, formó parte por un momento de nuestros allegados.
Se llamaba señor Rorive. Era bajo, regordete, de tez sonrosada como la de los bebés. Además, estaba exageradamente atento a su persona y sospecho que debía de llevar un trapo en uno de sus bolsillos para limpiarse el polvo que se posara sobre sus zapatos amarillos.
El señor Rorive había regentado una mantequería durante muchos años, entre el olor un poco agrio de la mantequilla y el queso. Su mujer no era más alta que él y era también gruesa.
Cuando se los veía a los dos, muy limpios, bien vestidos, con una sonrisa ingenua en los labios, se sentía, aún sin quererlo, una impresión de plenitud.
Tú admirabas mucho al señor y a la señora Rorive. Un día pediste incluso a tu hermano, el que tenía un castillo, que te prestara un poco de dinero para abrir una mantequería. Tu hermano se negó. Era un hombre de negocios y las mantequerías, las Hermanitas de la caridad, no eran de su competencia.
Entonces, para ganar el dinero a toda costa, para asegurar tu porvenir y tener la certeza de no volver a conocer nunca más la miseria, convenciste a Désiré para que alquilara una casita en la calle vecina de aquella en la que vivíamos.
Todas las casas del barrio eran modestas, casi todas iguales, salvo el color de las puertas y los marcos de las ventanas. Pusiste en la fachada un cartelito: «Se alquilan habitaciones amuebladas».
Al mirarte, tan frágil en la cama, yo me pregunto si habría sido un acto de crueldad por tu parte. Debías de conocer el carácter de mi padre. Era un hombre que tenía mucho apego a su tranquilidad, a su sillón de mimbre, al que volvía todas las noches, a sus zapatillas, a la lectura de su periódico.
Después de tan sólo tres años de matrimonio, la pequeña Henriette, a la que sus hermanas llamaban un «pajarillo para el gato», se atrevía a imponer su voluntad al gran Désiré.
A mí me disgustó. Siendo muy niño aún, sentí que una especie de desequilibrio se había establecido en la casa, en la que sólo contabas tú, en la que trabajabas intensamente tú, de la mañana a la noche, en la que te desgastabas las manos haciendo grandes coladas, y el hombre que, al volver a casa, encontraba a menudo su sillón ocupado por un polaco y un ruso, su periódico entre las manos de otro.
Ahora sé que nunca hubo maldad por tu parte, ni siquiera —podría decir— egoísmo. Seguías tu destino, como el tío del castillo, y nada, ninguna sensibilidad, podía interponerse.
Cuando se llevaron a una de tus hermanas a un asilo de alienados, yo, que tenía ocho o nueve años, sentí espanto. Estaba presente. Vuelvo a ver el coche de punto en la puerta, al marido que sollozaba, con los brazos apoyados en la pared y el rostro entre las manos.
Me pregunté, te lo confieso hoy: «¿Y si un día viniera un coche de punto a buscar a mi madre?».
De ti decían que eras un manojo de nervios. Eso quería decir que sentías intensamente las menores contradicciones, las más pequeñas contrariedades.
Recuerdo, entre otros, los domingos por la tarde. Habíamos decidido por la mañana ir a pasear al campo, muy cerca de Lieja, pues sólo disponíamos del tranvía. Tú estabas en tu alcoba, después del almuerzo, intentando equilibrarte el moño. No lo lograbas y, todas las veces que se deshacía, te subía la fiebre, te aparecían lágrimas en los ojos y acababas arrojándote sobre la cama sollozando.
Mi hermana y yo estábamos listos con nuestra ropa de los domingos. Esperábamos en la acera, impacientes, sin poder comprender.
Mi padre también, listo para salir, iba de nosotros a ti y de ti a nosotros.
—Sólo unos minutos más, hijos. Vuestra madre no se encuentra bien.
Ocurrió cien, doscientas veces. Christian y yo no nos atrevíamos a subir. Oíamos a veces gritos y después largos monólogos jadeantes, que eran reproches.
Reproches a mi padre, impasible y paciente.
¿Cómo pudiste soportar a algunos de tus inquilinos, que invadían tu cocina para economizar la calefacción de su cuarto y casi te ponían en la puerta?
Con ellos siempre te mostrabas sonriente y yo me preguntaba por qué. Ahora ya lo sé: aquellos inquilinos representaban lo que más adelante te oí llamar tu vejez.
Pues conservabas, tal vez por tu madre —cacerolas vacías en el fuego—, la obsesión por tu vejez.
Désiré ya no iba a estar ahí con su sueldo mensual, humilde pero suficiente. En cuanto a nosotros, tus hijos, te negabas a contar con ellos.
Tenías que asegurar tu vejez. En aquella idea fija tal vez hubiera algo de enfermizo. Tu hermana había muerto demente. Tu padre había tenido un fin precoz y un poco extraño. Había encontrado cierto equilibrio, o desequilibrio, en el alcohol, hasta el punto de hundir a los suyos en la miseria. Uno de tus hermanos se había vuelto una especie de vagabundo al que se veía a veces errar, zigzagueando, por las aceras.
Y cuando mi prima, la hija del mayorista de comestibles, recibía a amigas, encerraba con llave a su madre en su alcoba por miedo a que la vieran borracha.
Tú nunca bebiste, sólo un vaso de vino ligero, el día de Año Nuevo, en casa de otra de tus hermanas.
Por lo demás, aquella hermana había hecho como tú: había tomado en sus manos, firme, implacable, la dirección de la familia.
Su marido, que era mucho mayor que ella, llevaba ya una larga barba blanca como los santos de las vidrieras, trabajaba el mimbre en un cuartito obscuro que daba al patio y confeccionaba cestos para los marineros.
Tu hermana, por su parte, dominaba desde el mostrador del establecimiento de comestibles en el que también se servían bebidas.
Nunca supe de dónde procedía aquel tío, que recordaba a la Biblia, nunca lo vi tampoco sentado en la cocina con nosotros y menos aún en el salón en que mis primas tocaban el piano.
Tenía su rinconcito, un poco como un perro en su caseta, en aquel cuarto en el que nunca penetraba el sol.
Seguiste tu destino, como los demás. Apenas guardo ya rencor a mi abuela Simenon, que te vio entrar en la familia con desconfianza.
Eras de otra raza. Además, tenías miedo, un miedo que se había engendrado casi en tu nacimiento.
Y, con tu sonrisa poco precisa, difícil de definir, habías decidido luchar.