Poco importa la gente que va y viene en tu cuarto. Por lo demás, no parece que vayan y que vengan. Caminan con pasos tan sigilosos, que no se les oye entrar ni salir. Permanecen allí, sentados, si encuentran una silla, o de pie, durante horas —parece—, esperando seguramente a ver pasar la muerte.

La monjita es la única que no cambia, la que conserva su inmovilidad de cera, con un rosario de enormes cuentas carmelitas en su regazo. No sé lo que esperaría ella. Probablemente lo mismo que los otros.

El más fiel es un hombre relativamente entrado en carnes, pariente lejano, y que me ha pedido dos o tres veces por carta que le compre una casa en los alrededores de Lieja para él y su familia. Yo no te lo he dicho. Pero sé que lo adivinas.

En el fondo, estamos solos nosotros dos, afrontándonos en cierto modo. Tú tienes noventa y un años, pero, para mí, no has envejecido. Siempre has tenido ese rostro fino, esa tez mate, esos labios que a veces se estiran.

Yo tengo unos setenta años. Nos separan cincuenta años, cincuenta años de los que yo apenas sé nada en lo que a ti respecta y menos aún sobre los años que los han precedido.

¿Cómo es que tú, la menor, tienes en tu poder el álbum de familia? ¿No te lo han disputado tus hermanas mayores, tus hermanos? ¿Te lo has ganado a fuerza de obstinación, como todo lo que has ganado en tu vida?

Es un grueso álbum de cuero verde, con las esquinas doradas y una flor, dorada también, en la cubierta.

Varias veces, te pregunté por las personas que figuran en las diferentes páginas. En aquella época, la fotografía estaba poco difundida. Había que ir a la casa del fotógrafo, quien, para enfocar, ocultaba el rostro tras un velo negro. Por lo general, sólo se iba en las ocasiones importantes.

Tu padre, tu madre figuran en lugar destacado. Reconozco también a algunas de tus hermanas y a algunos de tus cuñados, a quienes conocí de niño.

Pero hay otros de los que nunca pudiste decirme nada. Me pregunto si sabrías tú misma quiénes eran. En particular, una mujer muy estirada, de mirada fija y rostro austero, que llevaba un uniforme para mí desconocido entonces y ahora, el de una secta religiosa alemana, por lo que he podido saber. Un joven también, en uniforme de oficial del káiser, que debe de ser uno de mis tíos.

Pero, mientras te miro, no es en ellos en quien pienso, sino en otra fotografía: una mujer muy joven, todavía en edad de crecer, bajo un velo de gasa negra que baja, desde su sombrerito, también de gasa negra, hasta el suelo.

Eres tú. No sé a qué edad. No sé por quién llevarías luto. ¿Lo sabes tú misma? Hubo tantos lutos en la familia en aquella época, que a ti y a tus hermanas os vi con mayor frecuencia bajo velos de gasa que con vestidos claros.

A veces me pregunto si, durante todos estos días, no estaremos jugando —tú en tu cama, yo en una silla incómoda— a un jueguecito extraño.

Tú sabes que vas a morir. Mi amigo Orban no te lo ha ocultado, y ha hecho bien. Por lo demás, nunca ha sido fácil ocultarte algo.

Así pues, vives ya como fuera del mundo —me refiero al mundo de los seres humanos— y nos miras con lo que tal vez sea una cierta ironía, pero también piedad.

Pues nosotros, que también te miramos, tenemos aún un camino más o menos largo que recorrer. Nada puede darnos idea de lo que ese camino será.

Tú lo sabes y en eso consiste tu superioridad sobre nosotros. ¿Es tal vez, también, la explicación de esa ligera sonrisa que de vez en cuando se dibuja en tus labios?

Sin embargo, has tenido diecisiete años. Esa es la edad que yo calculo que tiene la joven de luto del retrato. Tal vez dieciocho. Y aún te quedaba un no sé qué de la infancia.

Hacia aquella época, te presentaste a L’Innovation, uno de los principales grandes almacenes de Lieja, adonde acudiste —según me repetiste con frecuencia— segura de ti misma, casi con mirada desafiante, a ver a un tal señor Bemheim, que entonces era director de los almacenes.

Ya ves que recuerdo incluso el nombre. ¡El señor Bernheim! Este constituyó un hito en una primera etapa de tu vida, ya que, el día siguiente mismo, empezabas a trabajar detrás de un mostrador.

De niño fui con frecuencia a L’Innovation contigo. Conocías a la mayoría de las dependientas. Ibas de una sección a otra a estrechar manos y contar cosas de tu vida.

Aquellas cosas, en tu interior, no debían de ser alegres, pues las conversaciones terminaban casi siempre con un pañuelo en los ojos.

Me habría gustado y me gustaría aún tener una fotografía de ti cuando eras una niña de verdad, cuando tu padre acababa de morir y vivías cerca de la Rue Féronstrée con tu madre. No hay ninguna en el álbum. Hay todo un fragmento de tu pasado que no ha dejado huellas y precisamente es ése el que me apasiona.

Eras ya —tengo toda clase de motivos para suponerlo— una niña de nervios exacerbados, de sensibilidad extraordinariamente viva, pero que conservaba, gracias a no sé qué milagro, su equilibrio y su voluntad.

Voluntad has tenido toda la vida y, ahora que estás en la cama de hospital que va a ser tu lecho de muerte, no estoy seguro de que no hayas elegido la hora. ¡Eres muy capaz!

Otro misterio: ¿cómo os conocisteis mi padre y tú? En la sección en la que trabajabas, en L’Innovation, tenías una compañera, Valérie, que era tan bajita como tú, pero de rostro poco agraciado. Erais muy amigas. A veces, cuando el alto Désiré pasaba ante los escaparates, decíais Valérie o tú, no sé cuál:

—¡Qué andares más garbosos!

Pues mi padre, que medía metro ochenta y cinco y era delgado, caminaba a grandes pasos regulares, de metrónomo.

¿Se establecería a través de aquel escaparate el contacto entre vosotros dos y nacería lo que para vosotros hizo las veces de amor? Cuando yo era joven e incluso más tarde, cuando empecé a hacerme hombre, los padres nunca hablaban de esas cosas.

Todos los días a la misma hora, Désiré daba un beso a su madre, en la Rue Puits-en-Sock, y se dirigía, como maquinalmente, a su oficina, cercana a la estación de Guillemins. Era ya uno de los empleados más importantes de la agencia de seguros para la que trabajaba, el único que había estudiado en el colegio.

¿Daría a propósito Désiré un rodeo de más de media hora para verte a través del escaparate de L’Innovation al volver a casa para almorzar?

¿Se habría fijado ya en ti? ¿Se habría enamorado de la muchacha bajita y de cabellos de un rubio casi blanco?

Lo ignoro también. He tenido que llegar a los setenta años y superarlos para darme cuenta de que todo mi pasado, todo el tuyo y el de tu padre, que tanta importancia tuvieron en la formación de mi personalidad, son como una pared blanca.

De vez en cuando una silueta, rostros conocidos y aún más que me son desconocidos en el álbum de fotografías. Retazos de frases captadas aquí y allá.

Al menos dos de tus hermanas eran tan nerviosas como tú, nerviosas e impresionables en exceso, lo que no quiere decir desequilibradas, aunque una muriera en lo que entonces se llamaba un asilo de alienados y la otra, hacia los cuarenta años, de resultas de la bebida.

Yo prefiero decir que eras enormemente sensible, y no soy el único que heredé más o menos esa característica. De niño y de joven, era con frecuencia sonámbulo. Hubo ocasiones en que me alcanzasteis, en camisón blanco de felpa, en la esquina de la calle. El médico os aconsejó que instalarais barrotes en mis ventanas y, hasta que me marché de Lieja, tuve aquellos barrotes ante los ojos, como un preso, en cierto modo.

Aún tengo ataques de sonambulismo, a mi edad, lo que es muy raro. Dos de mis hijos, por lo menos, son sonámbulos, pese a no haber sido concebidos por la misma madre. Por último, mi nieto también es sonámbulo.

¿Vendrá de ti? Es probable, pues mi padre era un hombre tranquilo, al que nunca vi nervioso y que nunca perdió el control de sí mismo.

Yo salí a la menor de Féronstrée y ésa es, sin duda, la razón por la que mis ojos interrogan con tanta intensidad.

¿Sería una reacción tuya buscar la seguridad a toda costa?

No existían las pensiones de vejez ni los seguros sociales. Una simple enfermedad podía desequilibrar la vida de una familia.

El pobre Désiré ejercía una profesión que no llevaba aparejada una pensión ni garantía alguna de estabilidad.

—¡Cuando pienso que ni siquiera te has hecho un seguro de vida!

Esa frase te la oí muchas veces cuando estabas triste. Désiré no decía nada y volvía la cabeza: era lo único que podía hacer.

Más adelante, cuando murió, a los cuarenta y cuatro años, de una angina de pecho, supe por su médico la causa.

A los veinticinco años, ya estaba afectado: en todo caso, para las compañías de seguros, incluida aquella en la que trabajaba, presentaba lo que se llama, con más o menos elegancia, «demasiado riesgo».

Calló hasta el final. No te lo reprocho. No era a él a quien me ponías como ejemplo para el futuro, sino a cierto señor Reculé, que tenía sesenta y tantos años y, por no sé qué meandros, había llegado a ser algo amigo de la familia.

Ya no trabajaba ni tenía que hacerlo, pues estaba «jubilado».

Había trabajado en los ferrocarriles del Nord Belge y en las compañías de ferrocarriles ya existía la jubilación.

Se le veía pasearse, sonriente, seguro de sí mismo, gozando de todos los años que había pasado tras una ventanilla. Ni siquiera tenía que preocuparse por el porvenir de su mujer, pues, a su muerte, ella también recibiría una pensión.

Como ves, madre, los hijos observan y escuchan. A causa de la enfermedad de mi padre o, más bien, de que no tuviera un seguro, tú me incitabas a orientarme hacia la administración, hacia una ventanilla o un negociado de la compañía del Nord Belge o una compañía de ese tipo.

¿Podría reprochártelo?