Al escribirte, me pregunto si, durante todo el tiempo en que nos mirábamos en silencio, casi fijamente, se nos ocurrirían en algún momento las mismas cosas. Por mi parte, me vino un recuerdo penoso, el de un incidente del que me avergüenzo y eso que en mi vida no hay muchos acontecimientos de los que tenga motivos para avergonzarme.

Fue durante el viaje a Lieja, en 1952. Me acompañaba mi segunda mujer, D…, que intentaba a toda costa ocupar el primer plano.

El alcalde y las autoridades municipales habían hecho los preparativos magníficamente, habían organizado, entre otras cosas, un gran almuerzo en el museo de Assembourg, antigua casa patricia que se había conservado tal como había sido en tiempos, con sus muebles, sus cuadros, sus alfombras, sus figuritas decorativas.

En un cuarto contiguo al monumental comedor, una orquesta de cámara interpretaba obras de César Franck, Grétry y Mozart.

Pero, cuando empezó a tocar, el incidente ya se había producido. Tú viste una tarjetita con tu nombre a la derecha del lugar reservado para mí. Con gesto impulsivo, D… cogió la tarjeta y dijo de forma perentoria:

—Por aquí, mamá.

Y te condujo al lugar reservado para ella.

¿Lo advertirían otras personas? Seguramente. Por mi parte, yo no tuve valor para rechistar, pero durante todo el almuerzo no presté atención a la música ni después a los discursos, pues me sentía muy poco orgulloso de mí mismo.

Es uno de los peores recuerdos de mi vida.

Para borrarlo, por así decirlo, con un recuerdo más divertido, que data del mismo viaje, voy a recordarte la cena en una de las grandes brasseries de la ciudad. Los periodistas, mis colegas, con algunos de los cuales había trabajado en el pasado, habían cedido a los oficiales la mayor parte de mi tiempo. Sólo habían pedido una velada, una cena campechana, sin fausto, que iba a celebrarse en aquella brasserie.

Sólo me recomendaron que no te llevara, pues se trataba de una reunión muy poco protocolaria, que podía terminar con una alegría que tú no habrías apreciado.

Conque te anuncié que aquella noche no estabas invitada.

Tú siempre te tomabas las cosas por la tremenda en lo que a mí se refería. A veces fuiste más lúcida que yo. Pero con mayor frecuencia te equivocabas.

Vuelvo a verte menear la cabeza, con expresión contrariada, y te oigo decirme:

—Por Dios, Georges, ten cuidado. Ya verás cómo te arrastran a una orgía.

Naturalmente, no hubo orgía.

Por lejos que me remonte en el pasado, es decir, desde mi más tierna infancia, nunca comprendí esa desconfianza casi innata que tenías respecto a mí y que probablemente contribuyese a alzar una especie de barrera entre nosotros. Parecía como si me creyeses siempre capaz de las peores fechorías y, si mi hermano Christian, tres años menor que yo, se echaba a llorar, te volvías hacia mí y preguntabas:

—¿Qué le has hecho otra vez?

Yo no le había hecho nada. Lloraba por una razón ajena a mí. Ahora me pregunto si no sería necesario que hubiese un villano en la familia y que ese villano fuese yo.

No te guardo rencor. A veces estuve resentido contigo, entre otras, cuando, en Pedigree, hacia 1942, te describí con el nombre de Elise. Ahora me doy cuenta de que el retrato, bastante detallado, que hice de ti no era exacto.

Por lo demás, en aquella época, me abstuve de publicarlo. Lo guardé en mis cajones durante casi diez años por miedo de causarte pena. Cuando por fin apareció, me sorprendió saber por unos vecinos que se lo dabas a leer, orgullosa, a todo el mundo en la calle y que firmabas tus cartas como Elise en lugar de Henriette.

Lo que más me gustó fue enterarme de que, después de mi visita a Lieja, de la que acabo de hablarte, las autoridades, desde el alcalde hasta el gobernador, no sólo te invitaron a todas las ceremonias y cenas oficiales, sino que, además, enviaban un coche para que te recogiera.

Ya ves que en mi memoria hay recuerdos buenos y malos, como, supongo, en todas las memorias, y es probable que en tu habitación del hospital de Bavière hubiese momentos en que tú también pensaras que, en el fondo, tal vez yo no fuera tan «malo» como habías imaginado.

Algo después, te invité a pasar todo el tiempo que quisieras en Connecticut, en Estados Unidos. Tenía yo allí una gran propiedad y temía un poco tu reacción, la que tenías siempre que descubrías algún lujo en mi casa o en mi círculo.

Fui a buscarte con mi coche al aeropuerto internacional. Me quedé atónito al verte vestida como una pobre, pues sabía a ciencia cierta que una de nuestras parientas, quien poseía varias casas de costura, te había ido haciendo un guardarropa bastante importante.

Una vez en casa, te pregunté si tenías otra ropa que ponerte y me respondiste que no. Como por desafío. Sí, por desafío, pero un desafío que ahora comprendo y que siento tentación de aprobar.

La menor de la Rue Féronstrée, la dependienta de L’Innovation, a quien sus hermanos que habían llegado a ricos nunca habían ayudado, se rebelaba instintivamente ante todo lo que fuera costoso.

—¡Ay, Maria! ¡Y pensar que yo vivo con lo estrictamente necesario!…

Es lógico. Te llevé a Nueva York y te compré varios vestidos. Y aquí transcurre una historia tragicómica, más trágica, en el fondo, que cómica.

D… siempre tuvo la manía de hurgar en los cajones y entre la ropa de los demás. Descubrió que sólo tenías un viejo corsé, todo raído y deformado. Fue a comprarte otro y, sin decírtelo, tiró el tuyo a la basura.

A la mañana siguiente, se quedó muy sorprendida ai darse cuenta de que el corsé había desaparecido del cubo de la basura. Tú debías de haberte levantado por la noche, haber recorrido pasillos bastante complicados, haber abierto la puerta, sabe Dios cómo, y haber bordeado las paredes como un ratón, hasta que te encontraste con las basuras. No dijiste nada. Nadie dijo nada. Aquella misma noche, D…, verdaderamente obstinada, volvió a llevar el corsé a la basura. Y, aquella vez, también tú fuiste a recogerlo.

Aquello se estaba convirtiendo en una batalla de mujeres, un combate entre dos voluntades. Por un lado, D…, orgullosa, agresiva, despiadada, y, por otro, la mujercita llegada de Lieja y vestida con lo más viejo que tenía, como para proclamar:

—Me habéis invitado. Habéis insistido para que venga. Bueno, pues, tendréis que aceptarme como soy, porque yo no me dejo impresionar por vuestros aires de grandeza.

¿Volverías a pensar en aquello, madre? Yo sí y en muchas otras cosas que intentaré decir y que, durante años, han permanecido enterradas en el fondo de mi memoria.

Cara a cara en un cuartito de hotel, sabiendo que a la otra persona le quedan sólo unos días de vida, siente uno la tentación de hacerse preguntas y entonces las hace sinceramente, sin ninguna evasiva.