Apenas conociste a tu padre, ya que murió cuando tenías cinco años. ¿Conociste a tu madre mucho más tiempo? Ignoro cuándo murió y de qué. Ignoro también qué edad tenías y qué trastornos pudo provocar aquello en tu vida.
Me produce estupefacción descubrir el vacío que puede existir entre dos generaciones, cuando cada uno de nosotros, por sus genes, ya que no por su educación, tiene un parecido con sus padres.
Te conozco, sé que, inmóvil en tu cama del hospital, debiste de preguntarte en qué podía pensar yo durante las horas que pasaba mirándote. Como ya te he dicho, sólo tengo una fotografía de tu padre y para mí sigue siendo una persona a la vez extraordinaria y misteriosa.
En tu rostro buscaba yo alguna de sus facciones. Acabé descubriendo una, tu boca, fina, casi siempre apretada, que no se entreabría ni siquiera para la sonrisa, sino que se alargaba un poco.
¿Habrías salido a tu padre? En cualquier caso, no encontré ninguna facción en común con tu madre, de la que también tengo un retrato en el álbum de familia. Al contrario. Con su pobreza casi súbita, tu madre reaccionó, por lo que yo puedo juzgar, alzando la cabeza y mirando al mundo como con un desprecio a la vez altivo y apacible.
Tú bajabas, más bien, la cabeza. Querías ser humilde. Decías «gracias». Decías «gracias» a todo el mundo y a todo, a la lechera e incluso a tus hermanas.
Pero aquellas «gracias», que me enseñaste, ¿acaso no eran una expresión de orgullo interior?
Me habría gustado saber todo lo que ocurrió en el momento de la ruina de mi abuelo. Aquel castillo de Herstal fue demolido cuando yo tenía edad para mirar a mi alrededor. A mis tíos y tías nunca los vi hasta que fueron viejos.
Tú eras la menor, la niña que había nacido cuando ya no se lo esperaban y que habría podido ser la hija de una de sus hermanas o de uno de sus hermanos. Por lo demás, tenías la edad de algunas de mis primas.
En los últimos años de su vida, tu padre —lo sé porque forma parte de la leyenda de la familia— bebía mucho, estaba sumido incluso en el alcoholismo.
Como ya te he dicho, en esa imaginería aparece también firmando letras a un personaje importante que se sentaba con él a la mesa en los cafés. Este personaje quebró y tu padre hubo de pagar las letras que había avalado.
Conozco su nombre. Lo vi escrito con gruesas letras blancas en grandes carros tirados por dos caballos que cruzaban la ciudad, cuando yo era niño.
Más adelante hubo una coincidencia que no te conté. En 1952 fui a Bélgica para asistir a una recepción de la Academia belga. Pasé por Lieja, naturalmente. Tú seguías viviendo en una de aquellas casitas modestas del barrio de la Place du Congrès, donde pasé yo mi infancia.
Lieja me había organizado un recibimiento inesperado, compuesto de recepciones oficiales, almuerzos y cenas no menos oficiales en los palacios de la ciudad. Tú asististe.
Sin embargo, una noche, no lejos de Embourg, donde habíamos pasado tantas vacaciones, hubo una cena a la que me llevaron unos periodistas, pero que no formaba parte del programa.
Me encontré en una quinta muy grande, muy cómoda, lujosa incluso, donde me habían preparado una cena suntuosa.
El mismo día, por la tarde, los periodistas liejenses me habían ofrecido una pipa con anillo de oro, que dejé junto a mi cubierto.
Al terminar la cena, la señora de la casa, aún joven, bastante bonita, regordeta, se me acercó con mirada excitada.
—¿Sabe usted, señor Simenon, que las relaciones entre su familia y la mía datan de muchos años atrás?
¿Qué podía responder? Lo ignoraba. Ignoraba incluso el nombre de mi anfitriona, pues me llevaban de cena a almuerzo y de almuerzo a recepción.
—Soy la hija del señor X… Era un amigo de su abuelo…
Me puse rígido y estuve a punto de salir sin decir palabra. Era la hija del hombre por el que tu padre se había arruinado.
Me quedé un momento y después me fui pensando en la niña de cinco años que tú habías sido. El día siguiente, me di cuenta de que ya no tenía la pipa, en cierto modo conmemorativa, que me habían dado mis colegas liejenses. Se lo conté a uno de ellos, que en seguida inició una investigación.
Se recuperó la pipa. El hijo de la que había sido mi anfitriona la víspera se había apropiado de ella y la había escondido en su cuarto.
Como ves, fuimos robados dos veces por la misma familia.
La pipa tenía poca importancia. Lo que la tiene es aquella época tan importante de tu vida, desde que tenías cinco años hasta el día en que te presentaste, jovencita, tímida y regordeta, a L’Innovation.
¿Sobrevivió mucho tiempo tu padre a su ruina? Lo ignoro. Sólo sé que murió de cáncer. ¿Qué edad tenían tus hermanos? ¿Y tus hermanas? ¿Cuáles eran tus relaciones con ellos?
No puedo por menos de pensar en ti, en aquella época, como un pajarito caído del nido.
Toda la familia, según me pareció comprender, hablaba unas veces alemán, lengua de tu padre, y otras flamenco, lengua de tu madre, que era holandesa.
Te imagino en las tiendas de la Rue Féronstrée, una calle popular y comercial como la Rue Puits-en-Sock, donde había nacido mi padre, balbuciendo las palabras en francés que habías aprendido aquí y allá.
¿Dónde fuiste a la escuela? Fuera donde fuese, eras en ella una extranjerita, de la que los demás debían de burlarse. Tenían que explicarte cada palabra francesa. Y, cuando regresabas al modesto piso de tu madre, volvías a hablar esa mezcla de alemán y francés que toda tu vida te oí emplear con tus hermanos y hermanas.
Os venía de forma natural a los labios. Mi padre, sentado en un rincón, tenía que callar por fuerza, al no conocer nada de vuestras confidencias familiares.
Durante los últimos días de tu vida, cuando estabas acostada, apacible, con una ligera sonrisa en tus labios finos, ¿pensarías a veces en la oveja de tu infancia, en las gabarras de tu padre que surcaban los canales tiradas por sus caballos, en los troncos de árboles que transportaban, en las pilas de madera que se amontonaban en torno al castillo de Herstal?
Nunca, por así decirlo, nos hablaste de ello y parecía como si, en tu cama del hospital, volvieras a ver imágenes que sólo te pertenecían a ti.
Tus hermanos y hermanas habían muerto, pues eran mucho mayores que tú, que ya tenías noventa y un años. La menor había resistido hasta el último momento. Cosa más extraordinaria aún: al final, cuando la familia de cada uno de esos hermanos y hermanas se disolvió poco a poco, como todas las familias, era a tu casa adonde iban a refugiarse.
Todos los demás venían del otro lado del río. El barrio de Outremeuse, en Lieja, tiene fama de ser un barrio popular, si no pobre.
Sin embargo, ellos y ellas fueron, uno tras otro, a comprar o alquilar una casa en él para estar muy cerca de ti.
No voy a llegar hasta el extremo de insinuar que fuera una venganza de la suerte. Sin embargo, tú debiste de pensar en ello, en el secreto de tu interior, pues, cuando eras adolescente y habías adelgazado mucho, tenías los nervios de punta y te daban ataques repentinos de llanto, aquellos mismos hermanos y hermanas te llamaban: un «pajarillo para el gato».
El «pajarillo para el gato» los enterró.