Jueves, 18 de abril de 1974

Querida mamá:

Hoy hace tres años y medio, aproximadamente, que moriste, a la edad de noventa y un años, y tal vez hasta ahora no haya empezado yo a conocerte. Viví mi infancia y mi adolescencia en la misma casa que tú, contigo, y, cuando me separé de ti para trasladarme a París a la edad de diecinueve años, seguías siendo una extraña para mí.

Por lo demás, nunca te llamé «mamá», sino «madre», como tampoco llamaba «papá» a mi padre. ¿Por qué? ¿A qué se debió ese uso? Lo ignoro.

Posteriormente, hice algunos breves viajes a Lieja, pero el más largo fue el último, durante el cual asistí a tu agonía de una semana, día tras día, en el hospital de Bavière, en el que en tiempos había ayudado a misa.

Por lo demás, esa palabra no es la más apropiada para los días que precedieron a tu muerte. Estabas tumbada en la cama, rodeada de parientes o gente a la que yo no conocía. Algunos días apenas podía llegar hasta ti. Te observé durante horas. No sufrías. No temías abandonar la vida. Tampoco rezabas rosarios de la mañana a la noche, pese a que todos los días había una monja vestida de negro e inmóvil en el mismo sitio, en la misma silla.

A veces, con frecuencia incluso, sonreías. Pero la palabra «sonreír», aplicada a ti, tiene un sentido un poco diferente del habitual. Nos mirabas a nosotros, que íbamos a sobrevivirte y seguirte hasta el cementerio, y a veces una expresión irónica te estiraba los labios.

Parecía que estuvieras ya en otro mundo o, mejor dicho, que estuvieses en tu mundo, tu mundo interior y familiar.

Pues aquella sonrisa, teñida también de melancolía, de resignación, la conocía desde mi infancia. Sufrías la vida. No la vivías.

Se podía haber pensado que esperabas el momento en que, por fin, estarías tumbada en tu cama del hospital antes del gran reposo.

Tu médico era uno de mis amigos de la infancia. Me dijo que, después de la operación que te había practicado, te apagarías despacio.

Fueron ocho días, aproximadamente —mi estancia más larga en Lieja desde mi marcha a los diecinueve años—, y, cuando abandonaba el hospital, no podía por menos de recobrar placeres de mi juventud, como ir a comer mejillones con patatas fritas o anguila en salsa verde.

¿Debería darme vergüenza mezclar imágenes gastronómicas con las de tu habitación del hospital?

No lo creo. Todo eso está relacionado. Todo está relacionado, un todo que intento desenmarañar y que, tal vez, comprendieras tú antes que yo, cuando me mirabas con una mezcla de indiferencia y ternura.

Mientras viviste nunca nos quisimos, bien lo sabes. Los dos fingimos.

Hoy, creo que cada uno de nosotros tenía una idea inexacta del otro.

¿Se adquirirá, cuando se está a punto de partir, una lucidez que no se ha tenido antes? Aún lo ignoro. Sin embargo, estoy casi seguro de que tú catalogabas con mucha exactitud a quienes venían a verte: sobrinos, sobrinas, vecinas, qué sé yo.

Y, en cuanto llegaba yo, me catalogabas también.

Pero lo que yo buscaba en tus ojos y en tu sereno rostro no era la idea que tenías de mí: era la idea verdadera de ti que yo empezaba a percibir.