(L’amante di Gramigna)
A Salvador Farina.
Querido Farina: He aquí no un cuento, sino un esbozo de cuento. Al menos tendrá el mérito de ser brevísimo e histórico —un documento humano, como ahora se dice—, que tal vez te interese a ti y a todos los que estudian en el gran libro del corazón. Te lo referiré tal como lo he recogido por los senderos campesinos, con las mismas sencillas y pintorescas palabras sobre poco más o menos de la referencia popular, y tú preferirás ciertamente encontrarte frente a frente con el hecho desnudo y escueto, sin buscarlo entre las líneas del libro, a través de la lente del escritor. El simple hecho humano hará pensar siempre; tendrá siempre esa realidad de lo sucedido, de las lágrimas verdaderas, de las calenturas y sensaciones que han tomado carne. El misterioso proceso en que se acuerdan, se entrelazan, maduran y se desenvuelven las pasiones en su camino subterráneo, en su ir y venir, que parecen a veces contradictorios, constituirá por mucho tiempo aún el poderoso atractivo del fenómeno psicológico que forma el argumento de un cuento, y que el moderno análisis se esfuerza en estudiar con científico escrúpulo. De lo que hoy te refiero te diré únicamente el punto de partida y el punto de llegada; a ti te bastará, y espero que algún día baste para todo el mundo.
Nosotros rehacemos el proceso artístico a que debemos tantos momentos gloriosos, con diferente método más minucioso y más íntimo. Sacrificamos de grado el efecto de la catástrofe, al desarrollo lógico, necesario, de las pasiones y los hechos a la catástrofe, menos imprevista de esta suerte, tal vez menos dramática, más no menos fatal. Somos más modestos, si no más humildes; pero la exposición de este enlace obscuro entre causas y efectos no será ciertamente menos útil al arte del porvenir. ¿Se llegará nunca a tal perfeccionamiento en el estudio de las pasiones que sea inútil proseguir el estudio del hombre interior? ¿La ciencia del corazón humano, que será fruto del arte nuevo, desarrollará de tal modo y tan generalmente todas las virtudes de la imaginación, que en el porvenir las únicas novelas que se escriban sean simples sucesos?
Cuando la afinidad y cohesión entre cada parte de la novela sea tan completa que el proceso de su creación quede en el misterio, como el desenvolvimiento de las pasiones humanas, y la armonía de sus formas tan perfecta, tan evidente la sinceridad de su realidad, su modo y razón de existir tan necesarios, que la mano del artista quede absolutamente invisible, entonces tendrá el sello del suceso real, la obra de arte parecerá que se ha creado por sí misma, haber madurado y surgido espontáneamente, como un hecho natural, sin conservar ningún punto de contacto con sus actos, sin mancha alguna del pecado original.
Hace ya algunos años, allá por el Limeto, andaban a caza de un bandido, cierto «Abrojo», si no yerro el nombre, maldito como la hierba que lo lleva, quien de punta a punta de la provincia había dejado tras de sí el terror de su fama. Carabineros y soldados, incluso de caballería, seguíanle dos meses hacía, sin haber logrado echarle mano; iba solo, pero valía por diez, y la mala planta amenazaba multiplicarse. Por añadidura, se acercaba el tiempo de la siega, abandonada la cosecha en manos de Dios, que los propietarios no se arriesgaban a salir del pueblo por miedo al «Abrojo», de suerte que las quejas eran generales. El prefecto mandó llamar a todos aquellos señores de la comisaría, carabineros y gentes de la compañía de armas, y hete luego en movimiento patrullas y escuadrillas por todos los barrancos y detrás de cada tapia; iban batiéndole como a una fiera por toda la provincia, de día, de noche, a pie, a caballo, con el telégrafo. Pero el «Abrojo» se les escurría de entre las manos y contestaba a escopetazos si le pisaban demasiado los zancajos. En los campos, en los pueblos, por las haciendas, bajo los emparrados de las tabernas, en los lugares de reunión, no se hablaba sino de él, del «Abrojo», de aquella caza encarnizada y aquella desesperada fuga. Los caballos de los carabineros reventaban de cansancio; los de la compañía de armas se tiraban rendidos en el suelo, por las cuadras; las patrullas dormían de pie; sólo el «Abrojo» no se cansaba nunca, ni nunca dormía, luchando siempre, trepando por los precipicios, arrastrándose entre las mieses, corriendo agazapado en la espesura de las chumberas, gateando como un lobo por los lechos secos de los torrentes. En doscientas millas a la redonda corría la leyenda de sus gestas, de su valor, de su fuerza, de aquella desesperada lucha de él solo contra mil, cansado, hambriento, abrasado por la sed, en la inmensa y achicharrada llanura, bajo el sol de junio.
Pepa, una de las chicas más guapas de Licodia, iba a casarse por entonces con el compadre Finu, «Vela de sebo», que tenía sus buenas tierras y una mula baya en la cuadra, y era un mozo grandote y hermoso como el sol, que llevaba el estandarte de Santa Margarita como si fuese un pilastrón, sin doblarse al peso.
La madre de Pepa lloraba del contento por la mucha suerte que le había tocado a su hija, y se pasaba las horas colocando y revolviendo en el baúl el ajuar de la novia, de ropa blanca «bordada como el de una reina», pendientes que le llegaban a los hombros y anillos de oro para los diez dedos de la mano; tenía cuanto oro pudiera tener Santa Margarita, y por Santa Margarita justamente se iban a casar, que caía en junio, después de la siega del heno. «Vela de sebo», al volver todas las noches del campo, dejaba la mula a la puerta de la Pepa e iba a decirle que los sembrados eran un encanto, si el «Abrojo» no les pegaba fuego, y que las trojes no bastarían para todo el grano de la cosecha; que se le hacían mil años lo que tardaba en llevarse a su mujer a casa, a la grupa de la mula baya. Pero Pepa, un buen día, le dijo:
—Deja en paz a tu mula, porque yo no quiero casarme.
¡Figúrate el baturrillo! La vieja se tiraba de los pelos, y «Vela de sebo» se quedó con la boca abierta.
Por sí o por no, a Pepa se le había calentado la cabeza por el «Abrojo», sin conocerlo siquiera. ¡Aquél sí que era un hombre! «¿Tú qué sabes? ¿Dónde le has visto?» Nada. Pepa ni siquiera respondía, con la cabeza baja, la cara dura, sin piedad para su madre, que estaba como loca y con los cabellos grises al viento parecía una bruja.
—¡Ay! ¡Qué demonio ha venido a hechizarme la hija!
Las comadres, que habían envidiado a Pepa el sembrado próspero, la mula maya y el buen mozo que llevaba el estandarte de Santa Margarita sin doblarse al peso, decían toda clase de historias sobre si el «Abrojo» iba a buscar a la muchacha por la noche a la cocina, y que lo habían visto escondido debajo de la cama. La pobre madre tenía encendida una lámpara a las ánimas del purgatorio, e incluso el cura había ido a casa de la Pepa a tocarle el corazón con la estola para espantar a aquel diablo del «Abrojo» que se había apoderado de ella.
Pero ella seguía diciendo que ni aun de vista conocía al tal cristiano; pero que pensaba siempre en él, que lo veía en sueños por la noche, y a la mañana se levantaba con los labios ardientes, como él sedienta.
La vieja entonces la encerró en casa para que no volviese a oír hablar del «Abrojo», y tapó todas las rendijas con estampas de santos. Pepa escuchaba lo que decían en la calle, detrás de las estampas benditas, y se ponía pálida y colorada como si el diablo le soplase todo el infierno en la cara.
Al cabo, oyó que habían descubierto al «Abrojo» en las chumberas de Palagonia.
—¡Dos horas ha estado haciendo fuego! —decían—. Hay un carabinero muerto y más de tres de la compañía de armas heridos. Pero le han disparado tal granizada de fusilería, que esta vez han encontrado un lago de sangre donde ha estado.
Una noche, Pepa se santiguó ante la cabecera de la vieja y huyó por la ventana.
El «Abrojo» estaba en las chumberas de Palagonia —no habían podido atraparle en aquella madriguera de conejos— herido, ensangrentado, pálido por el hambre de dos días, abrasado por la fiebre y con la carabina cargada.
Cuando la vio llegar resuelta, por entre los espesos matorrales, a la fosca claridad del amanecer, pensó un momento si disparar o no.
—¿Qué quieres? —le preguntó—. ¿Qué vienes a hacer aquí?
Ella no respondió, mirándole fijamente.
—¡Vete! —dijo él—. ¡Vete, y que Cristo te ayude!
—Ahora ya no puedo volver a casa —contestó—; el camino está lleno de soldados.
—¡Qué me importa! ¡Vete!
Y la apuntó con la carabina. Como no se movía, el bandido, espantado, se fue a ella mostrándole los puños:
—Pero ¿estás loca… o eres… una espía?
—¡No! —dijo ella—. ¡No!
—Bueno, si es así, ve a buscarme una botella de agua al torrente.
Pepa fue sin decir nada, y cuando el «Abrojo» oyó los tiros, se sonrió y dijo entre sí:
—Ésos eran para mí.
Pero poco a poco después vio volver a la muchacha, con la botella en la mano, herida y ensangrentada. Se abalanzó sobre ella, sediento y luego que bebió hasta faltarle el resuello, le dijo al fin:
—¿Quieres venir conmigo?
—Sí —dijo ella con la cabeza, ávidamente—; sí.
Y le siguió por montes y valles, hambrienta, medio desnuda, corriendo muchas veces a buscarle una botella de agua y un mendrugo de pan con riesgo de su vida. Si volvía con las manos vacías, en medio de los tiros, su querido, devorado por el hambre y la sed, le pegaba.
Una noche en que había luna y se oía ladrar a los perros, lejos, en la llanura, el «Abrojo» se puso en pie de un brinco y le dijo:
—¡Tú quédate aquí, o te mato, como hay Dios!
Ella se quedó pegada a la roca, en el fondo del barranco; él, por el contrario, salió corriendo entre las chumberas. Pero los otros, más avisados, le salían al encuentro precisamente por aquel lado.
—¡Alto, alto!
Sonaron unos escopetazos. Pepa, que sólo por él temblaba, le vio llegar herido, arrastrándose apenas, andando a gatas para volver a cargar la carabina.
—¡Se acabó! —dijo—. Ahora me cogen —y tenía la boca llena de espuma, y los ojos relucientes como de lobo.
Apenas cayó sobre las ramas secas como un haz de leña, los de la compañía de armas se le echaron encima todos a la vez.
Al día siguiente le pasearon por las calles del pueblo en un carro, herido y sangriento. La gente se agolpaba en derredor para verle, y también a su querida, maniatada como una ladrona, ¡ella que tenía tanto oro como Santa Margarita!
La pobre madre de Pepa tuvo que vender toda la ropa blanca del ajuar, los pendientes de oro y los anillos de los diez dedos, para pagar los abogados de su hija y llevársela de nuevo a casa, enferma, deshonrada y con el hijo del «Abrojo» a cuestas. En el pueblo nadie volvió a verla. Estaba arrinconada en la cocina como una fiera, y sólo salió cuando su vieja se murió de pena y hubo que vender la casa.
Entonces, de noche, se marchó del pueblo, dejando su hijo en el hospicio, sin mirar atrás siquiera, donde le habían dicho que estaba el «Abrojo» en la cárcel.
Rondaba en torno al tétrico edificio, mirando las rejas, buscando dónde podría estar él, con los esbirros siguiéndole los pasos, insultada y echada de todas partes. Al cabo, supo que su amante no estaba allí ya, que se lo habían llevado a Ultramar, maniatado y con el hatillo a cuestas. ¿Qué hacer? Se quedó donde estaba, a buscarse el pan haciendo algún servicio a los soldados y a los carceleros, como si formase parte ella también de aquel gran edificio tétrico y silencioso. Por los carabineros, que habían cogido al «Abrojo» en la espesura de las chumberas, sentía una especie de ternura respetuosa, algo así como admiración bruta de la fuerza, y estaba siempre por el cuartel, barriendo las salas y limpiando polainas, tanto que «el estropajo del cuartel» la llamaban. Sólo cuando salían para alguna expedición arriesgada, y les veía cargar las armas, se ponía pálida y pensaba en el «Abrojo».