Jeli el pastor

Jeli, el guardián de caballos, tenía trece años cuando conoció a don Alfonso, el señorito; pero era tan pequeño, que no alcanzaba a la panza de la «Blanca», la vieja yegua que llevaba la esquila de la piara. Veíasele de aquí para allá, por montes y llanos, donde pastaba su ganado, derecho e inmóvil sobre algún tesoro sentado en una piedra. Su amigo don Alfonso, cuando estaba de verano, iba a buscarle todos los días de Dios a Tebidi, y partían los buenos bocados del amito, el pan de maíz del pastorcito y la fruta robada al vecino. Al principio, Jeli trataba de «excelencia» al señorito, como es uso en Sicilia; pero luego que se hubieron zurrado de lo lindo, su amistad se estableció sólidamente. Jeli enseñaba a su amigo a trepar hasta los nidos de pegas, en las copas de los nogales, más altas que el campanario de Licodia; a cazar un pájaro al vuelo de una pedrada o a montarse de un salto a pelo en las yeguas sin domar aún, agarrando por la crin a la primera que se ponía a tiro, sin asustarse de los relinchos de cólera de los potros salvajes ni de sus saltos desesperados. ¡Ah, qué escapatorias por los campos segados, con las crines al viento! ¡Los buenos días de abril, cuando el aire encrespaba en ondas la hierba verde, y las yeguas relinchaban en los pastizales! ¡Los claros mediodías estivales, en que el campo blancuzco callaba bajo el cielo fosco, y los saltamontes brincaban entre los surcos, como si los rastrojos se incendiasen! El limpio cielo de invierno, a través de las desnudas ramas de los almendros, que se estremecían al soplo del cierzo, y el sendero que resonaba helado bajo los cascos de los caballos, y las alondras que cantaban en lo alto buscando el calor y el azul. Las hermosas noches de verano, en que subían poco a poco, como la niebla, el buen olor del heno, en que se hundían los codos; el melancólico zumbido de los insectos nocturnos, y aquellas dos notas de la flauta de caña de Jeli, las mismas siempre —¡iuh, iuh, iuh!—, que hacían pensar en las cosas lejanas, en la fiesta de San Juan, en la Nochebuena, en el alba de la jila campestre, en todos los acontecimientos ya pasados, que a lo lejos parecen tristes y hacen mirar a lo alto, húmedos los ojos, como si todas las estrellas que van encendiéndose en el cielo lloviesen en el corazón y lo inundasen.

Jeli no tenía semejantes melancolías; estábase sentado en un ribazo, hinchados los carrillos, dado a tocar y más tocar —¡iuh, iuh, iuh!—. Luego reunía la piara a fuerza de gritos y pedradas y la empujaba a la cuadra, más allá del Cerro de La Cruz.

Subía anhelante la cuesta del otro lado del valle, y gritábale a veces a su amigo Alfonso:

«¡Llama al perro!, ¡eh!, ¡llama al perro!». O también: «Tírale una piedra al zaino, que está antojado y va parándose a cada paso en las matas del valle». O: «Mañana llévame una aguja gruesa, de las de la “señá” Lía».

Sabía hacer toda clase de labores de aguja, y llevaba consigo un lío de trapos para remendarse los calzones y las mangas del jubón; sabía tejer asimismo trencillas de crin de caballo, y él mismo se lavaba también con creta del valle el pañuelo que se ponía al cuello cuando tenía frío. En suma: con tal de tener su zurrón, no tenía necesidad de nadie en el mundo, aunque estuviera en los bosques de Resendone o perdido en lo último de la llamada de Caltagirono. La «señá» Lía solía decir:

—Ahí tenéis a Jeli el pastor; como ha estado siempre solo por el campo, cual si le hubieran parido sus yeguas, sabe manejárselas.

Por lo demás, es muy verdad que Jeli no tenía necesidad de nadie; pero todos los de la hacienda habrían hecho de buen grado cualquier cosa por él, porque era un chico servicial y siempre había que ir a pedirle algo. La «señá» Lía le cocía el pan por amor del prójimo, y él se lo pagaba con preciosos cestillos de mimbre para los huevos, mesas de caña y otras cosillas.

—Hagamos lo que sus animales —decía la «señá» Lía—, que se rascan el pescuezo por turno.

En Tebidi todos le conocían desde pequeño, cuando aún no se le veía entre las colas de los caballos, según pastaban en el llano del literero, y a sus ojos puede decirse que había crecido, aunque nadie le viese nunca, andando, como andaba, de una parte a otra con su ganado, «Había caído del cielo, y la tierra lo había recogido», que dice el proverbio, como los que no tienen casa ni padre. Su madre estaba sirviendo en Vizzini, y no le veía más que una vez al año, cuando iba él con los potros a la feria de San Juan, y el día que se murió fueron a llamarlo, tal que un sábado, por la noche, y el lunes ya había vuelto a Jeli a la piara; de suerte que no perdió ni un día; pero volvió tan desolado el pobre chico, que los potros se le escapaban a veces por los sembrados.

—¡Eh, Jeli! —gritábale entonces el señor Agripino desde la era—. ¿Es que quieres probar el vergajo de las fiestas, hijo de perra?

Jeli se echaba a correr tras los potros desmandados y los llevaba poco a poco hacia el monte. Pero ante los ojos tenía siempre a su madre, con la cabeza envuelta en aquel pañuelo blanco, sin hablar ya.

Su padre estaba de vaquero en Ragoleti, pasado Licodia, «donde se respiraba la malaria», según decían los campesinos de los alrededores; pero en los terrenos pantanosos, los pastos son buenos y las vacas no cogen las fiebres. Jeli, pues, estábase en el campo todo el año, bien en Donferrante, ya en los cercados de La Encomienda o en el valle del Tacitano, y los cazadores o los campesinos que tomaban los atajos veíanlo siempre de aquí para allá, como perro sin amo. No lo pasaba mal, porque estaba acostumbrado a ir con los caballos, que andaban paso a paso delante de él buscando el trébol, y con los pájaros, que revoloteaban en bandadas a su alrededor, en tanto el sol hacía su lento viaje, hasta que se alargaban las sombras, deshaciéndose luego; tenía tiempo para ver amontonarse las nubes poco a poco, figurando montes y valles; sabía cómo sopla el viento cuando hay temporal y de qué color son las nubes cuando está para nevar. Cada uno tenía su aspecto y significación, y había siempre cosas que ver y oír a toda hora del día. Así, cuando al anochecer, el pastor se ponía a tocar en su flauta de saúco, la yegua negra se acercaba, masticando trébol, y se quedaba mirándole fijamente, con grandes ojos pensativos.

Donde únicamente le daba melancolía era en las desiertas landas de Passanitello, donde no hay un arbusto ni una mata, y en los meses de calor no vuela un pájaro. Los caballos reuníanse en corro, con la cabeza baja, para hacerse sombra los unos a los otros, y en los largos días de la trilla llovía aquella gran luz silenciosa, siempre igual y agobiante, durante diez y seis horas.

Pero donde el pasto era abundante y los caballos estaban a gusto, el muchacho se ocupaba en cualquier otra cosa; hacía jaulas de caña para grillos, pipas incrustadas y cestillos de junco con cuatro asas; sabía levantar un cobijo cuando la tramontana empujaba hacia el valle las largas hileras de cuervos, o cuando las cigarras batían las alas al sol que abrasaba los rastrojos; asaba las bellotas del encinar en las brasas de los sarmientos de zumaque, que parecíale comer tostadillas, o cocía las grandes rebanadas de pan cuando empezaba a tener la barba del moho, pues que cuando estaba en Passanitello durante el invierno los caminos se ponían tan malos que, a las veces, transcurrían quince días sin que por ellos pasara alma viviente.

Don Alfonso, que estaba pegado a las faldas de su madre, envidiaba a su amigo Jeli el zurrón en que llevaba todo su menaje, el pan, las cebollas, la botellita de vino, el pañuelo para el frío, el lío de trapos con el hilo y las agujas gruesas, la cajita de hojalata con la yesca y el pedernal; le envidiaba también la soberbia yegua «Pía», el animal aquel de los rizos enhiestos en la frente, que tenía tan malos ojos e hinchaba las narices como un mastín receloso cuando alguien quería montarla. De Jeli, por el contrario, se dejaba montar y rascar las orejas, que le gustaba mucho, y se estaba quieta a escuchar lo que le decía.

—Deja a la «Pía» —le recomendaba Jeli—. No es mala; pero no te conoce.

Luego que Scordu, el recoveco, se llevó la yegua calabresa que había comprado por San Juan, para que se la tuviesen con el ganado hasta la vendimia, el potro zaino, una vez huérfano, no se daba paz y correteaba monte arriba con largos y lamentosos relinchos, al viento las crines. Jeli corría tras él, llamándolo con fuertes gritos, y el potro se detenía a escuchar, tenso el pescuezo y erguidas las orejas, acariciándose los flancos con la cola. «Como le han quitado la madre, no sabe lo que le pasa —observaba el pastor—. Hay que estarle a la mira, porque sería capaz de tirarse precipicio abajo. También yo cuando se me murió mi madre andaba a ciegas».

Cuando el potro comenzó de nuevo a oliscar el trébol y a darle unas cuantas dentelladas de mala gana, repetía: «Mira, poco a poco empieza a olvidársele. Pero también a él le venderán. Los caballos nacen para que se los venda, como los corderos para el matadero y las nubes para traer la lluvia. Sólo los pájaros no tienen más que hacer que cantar y volar todo el día».

No se le ocurrían las ideas rápidamente y una tras otra, porque rara vez había tenido con quién hablar, y por eso no tenía prisa de sacárselas de la cabeza, donde estaba acostumbrado a que surgieran poco a poco, como las yemas de los árboles bajo el sol. «También los pájaros —añadió— tienen que buscarse el cebo, y cuando la nieve cubre la tierra se mueren».

Luego reflexionó un momento. «Tú eres como los pájaros; pero cuando llega el invierno te puedes estar al fuego sin hacer nada».

Don Alfonso contestaba que también él tenía que ir a aprender al colegio. Jeli entonces abría mucho los ojos y se hacía todo oídos si el señorito se ponía a leer, mirando al libro y a él con ojos desconfiados, y permaneciendo atento, con ese ligero temblor de párpados que indica la intensidad de atención en los animales que más se acercan al hombre. Le gustaban los versos, que le acariciaban el oído con la armonía de una canción incomprensible, y a veces fruncía las cejas, sacaba la barbilla y parecía como si en su interior se estuviera forjando un grave pensamiento; entonces decía que sí con la cabeza, sonriendo burlonamente, y se rascaba la cabeza. Cuando luego el señorito poníase a escribir, para hacer ver todas las cosas que sabía, Jeli se habría estado mirándolo horas enteras, y de pronto dejaba escapar una mirada de desconfianza. No podía comprender que se pudiesen repetir en el papel las palabras que él había dicho o que había dicho don Alfonso, y aun cosas que no había pronunciado su boca; tanto, que acababa por echarse atrás, incrédulo, con maliciosa sonrisa.

Toda idea nueva que llamaba a su cabeza queriendo entrar dábale qué sospechar, y parecía como si la oliscase con la misma salvaje desconfianza que su yegua «Pía». Pero no se maravillaba de nada; si le hubieran dicho que en la ciudad los caballos van en coche, se habría quedado impasible, con esa máscara de indiferencia oriental que constituye la dignidad del campesino siciliano. Parecía atrincherarse instintivamente en su ignorancia, como si fuese la fuerza de su pobreza. Siempre que le faltaban argumentos repetía: «Yo no sé nada. Yo soy pobre», con una sonrisa obstinada que quería ser maliciosa.

Había pedido a su amigo Alfonso que le escribiera el nombre de Mara en un pedazo de papel que había encontrado quién sabe dónde, porque recogía cuanto veía por el suelo y lo había puesto en el lío de los trapos. Un día, luego de estar un rato callado, mirando muy pensativo de una parte a otra, dijo serio, serio:

—Yo no tengo mi novia.

Alfonso, aunque sabía leer, abrió los ojos desmesuradamente.

—Sí —repitió Jeli—; Mara, la hija del señor Agripino, que estaba aquí, y que ahora está en Marineo, en ese caserío tan grande del llano que se ve desde el teso del Literero, allá arriba.

—Conque… ¿te casas?

—Sí; cuando sea mayor y tenga seis onzas de salario al año. Mara no sabe nada todavía.

—¿Por qué no se lo has dicho?

Jeli movió la cabeza y se dio a reflexionar. Luego desató el lío y desdobló el papel que había hecho que le escribiera.

—Es verdad que aquí dice Mara; lo ha leído don Jesualdo, el guarda, y fray Colás, cuando bajó en busca de las habas. Uno que sepa escribir —observó luego— es como uno que conservase bien las palabras en la caja del eslabón y pudiese llevarlas en el bolsillo y mandarlas aquí y allá.

—¿Qué vas a hacer ahora con ese pedazo de papel, tú que no sabes leer? —le preguntó Alfonso.

Jeli se encogió de hombros; pero continuó doblando cuidadosamente su papel escrito en el envoltorio de los trapos.

Había conocido a la Mara cuando niña, que bien se pegaron al encontrarse en el valle, cogiendo moras en las zarzas. La chiquilla, que sabía que «aquello era cosa suya», agarró a Jeli por el pescuezo, como un ladrón. Se dieron sus buenas puñadas, por turno riguroso, como hace el tonelero con los aros de los toneles, y cuando se cansaron, calmáronse poco a poco, según se tenían agarrados.

—¿Tú quién eres? —le preguntó Mara.

Y al volver que Jeli, más salvaje, no decía quién era:

—Yo soy Mara, la hija del señor Agripino, que es el campero de todos estos campos.

Jeli entonces soltó la presa sin decir nada, y la chica se puso a recoger las moras que se le habían caído por el suelo, mirando de reojo de cuando en cuando a su adversario con curiosidad.

—Del otro lado del puentecillo, en el seto del huerto, hay muchas moras muy gordas —añadió la pequeña— y se las comen las gallinas.

Jeli, en tanto, se alejaba paso a paso, y Mara, luego que le siguió con los ojos hasta que se perdió en el encinar, volvió las espaldas a su vez y fuese corriendo a casa.

Pero desde aquel día empezaron a domesticarse. Mara iba a hilar estopa al parapeto del puentecillo, y Jeli empujaba el ganado poco a poco hacia las faldas del Cerro del Bandido. Al principio quedábase apartado de ella, revoloteándole, mirándola de lejos con aire desconfiado, y poco a poco iba acercándose con paso cauteloso de perro acostumbrado a las pedradas. Cuando al cabo se encontraban juntos, permanecían horas enteras sin abrir la boca; Jeli, observando atentamente el intrincado trabajo de media que habíale mandado hacer su madre a Mara, o viéndole ella a él incrustar caprichosos zigzag en las varas de almendro. Luego íbanse cada cual por su lado sin decirse palabra, y la niña, cuando llegaba a la vista de su casa, se echaba a correr, levantándose las sayas sobre las coloradas piernezuelas.

Por el tiempo de los higos chumbos, fuéronse a la espesura del matorral, a comer higos todo el santo día. Vagabundeaban juntos bajo los nogales seculares, y Jeli vareaba las nueces, que llovían como granizo; la niña se daba a recoger con gritos de júbilo cuantas podía, y luego escapaba a toda prisa, cogiéndose las dos puntas del delantal y tambaleándose como una viejecilla.

En todo el invierno Mara no se atrevió a asomar la nariz con aquel frío tan grande. A veces al anochecer, veíase el humo de las fogatas de zumaque, que Jeli hacía en el Llano del Literero o en el Cerro de la Abundancia, para no quedarse aterido, igual que los abejarucos que encontraba por las mañanas detrás de una piedra, o al reparo de su surco. También a los caballos les gustaba menear un poco la cola en torno al fuego, y se apretaban unos con otros para calentarse.

Con el marzo volvieron las alondras al llano, los pájaros al tejado, las hojas y los nidos a los setos, y Mara volvió a andar en compañía de Jeli sobre la blanda hierba, entre las matas en flor, bajo los árboles todavía desnudos que empezaban a pintarse de verde, Jeli se metía entre los espinos como un sabueso para coger los nidos de mirlos, que le miraban espantados con sus ojillos de pimienta; los dos niños llevaban muchas veces entre la camisa conejitos desencamados, casi pelados aún, mas ya con largas e inquietas orejas, correteaban por los campos tras la piara de los caballos, entraban en los rastrojos tras los segadores, paso a paso, con el ganado, deteniéndose cada vez que una yegua se paraba a arrancar un matojo. Por la noche, al llegar al puentecillo, se marchaban cada cual por su lado sin decirse adiós.

Así pasaron todo el verano. Entre tanto, el sol empezaba a ponerse tras el cerro de la Cruz, y los pardillos iban siguiéndole hacia la montaña según obscurecía, por entre las chumberas. Ya no se oían grillos ni cigarras, y a aquella hora difundíase por el aire como una gran melancolía.

Por entonces llegó a la cabaña de Jeli su padre, el vaquero que había cogido la malaria en Ragoleti, y ni aun tenerse sobre el burro que le llevaba podía. Jeli encendió el fuego a toda prisa y corrió «a las casas» a buscar algún huevo de gallina.

—Extiende un poco de paja junto al fuego —le dijo su padre—, que siento que me vuelve a fiebre.

El calosfrío de la calentura era tan grande, que el compadre Menu, sepultado bajo su gran tabardo, la albarda del asno y el zurrón de Jeli, temblaba como las hojas en noviembre ante la hoguera de sarmientos, que le hacía una cara blanca como la de un muerto. Los hombres de la hacienda iban a preguntarle:

—¿Cómo va, compadre Menu?

El pobrecillo no respondía más que con un quejido como el de un perrillo nuevo.

—Es malaria de la que mata como un escopetazo —decían los amigos calentándose las manos al fuego.

Llamaron asimismo al médico; pero eran dineros despilfarrados, porque la enfermedad era tan clara que un niño sabría curarla; y si la fiebre no era de las que matan de todos modos, con el sulfato se curaba en seguida. El compadre Menu se gastó un ojo de la cara en sulfato, pero era lo mismo que echarlo al pozo.

—Toma un buen cocimiento de «eucalitus», que no cuesta nada —sugería el señor Agripino—; y si tampoco sirve como el sulfato, por lo menos no te arruinas gastando.

Tomaba el cocimiento de eucalipto, y la fiebre le volvía con más fuerza. Jeli asistía a su padre lo mejor que sabía. Todas las mañanas, antes de salir con los potros, le dejaba el cocimiento preparado en la gamella, el haz de sarmientos a mano, los huevos en la ceniza caliente, y volvía temprano a la noche, con la leña, la botella de vino y algún pedazo de carne de carnero que había ido a comprar a Licodia. El pobre muchacho hacíalo todo con garbo, como una buena ama de casa, y su padre, según le seguía con cansados ojos en sus quehaceres por la cabaña, sonreía de cuando en cuando pensando que el chico sabría salir adelante cuando se quedara solo.

Los días en que remitía la fiebre algunas horas, el compadre Menu se levantaba todo descompuesto, con el pañuelo atado a la cabeza y se ponía a la puerta a esperar a Jeli mientras calentaba el sol. Cuando Jeli dejaba caer junto a la puerta el haz de leña y ponía sobre la mesa la botella y los huevos, le decía:

—Pon a hervir el «eucalitus» para esta noche.

O también:

—Ten en cuenta para cuando yo te falte que el oro de tu madre lo tiene a recaudo la tía Agueda.

Y Jeli decía que sí con la cabeza.

—Es inútil —repetía el señor Agripino cada vez que volvía a ver al compadre Menu con la fiebre—. Tiene ya toda la sangre apestada.

El compadre Menu escuchaba sin parpadear, con la cara más blanca que el pañuelo que llevaba a la cabeza.

Ya no se levantaba. Jeli se echaba a llorar cuando no tenía fuerzas para ayudarle a volverse de un lado; poco a poco, el compadre Menu acabó por no hablar tampoco. Las últimas palabras que le dijo a su chico fueron éstas:

—Cuando me muera, ve al amo de las vacas, a Ragoleti, y que te de las tus onzas y los doce túmulos de trigo que me debe de mayo acá.

—No —respondió Jeli— son dos onzas y quince tan sólo, porque ha dejado usted las vacas hace más de un mes y hay que hacer la cuenta justa con el amo.

—¡Es verdad! —afirmó el compadre Menu, entornando los ojos.

—Ahora sí que estoy en el mundo lo mismo que un potro perdido, que se lo pueden comer los lobos —pensó Jeli cuando se llevaron a su padre al cementerio de Licodia.

Mara fue también a casa del muerto, con esa inquieta curiosidad que despiertan las cosas espantosas.

—¡Mira cómo me he quedado! —le dijo Jeli.

La niña se echó atrás asustada, por miedo a que quisiera hacerle entrar en la casa donde había estado el muerto.

Jeli fue a recoger el dinero de su padre y se marchó con el ganado a Passanitello, donde ya se estaba alta la hierba en el terreno en barbecho y el pasto era abundante; así que los potros estuvieron allí pastando mucho tiempo, Jeli, en tanto, se había hecho muy mayor, y también Mara debía haber crecido, pensaba él muchas veces según tocaba la flauta; luego, cuando volvió a Tebidi, después de tanto tempo, llevando delante de él, poco a poco, las yeguas por los resbaladizos senderos de la Fuente del tío Cosme, iba buscando con los ojos el puentecillo del valle, la casa del valle de Tacitano, y el tejado de las casas grandes, sobre el que revoloteaban siempre las palomas. Pero por entonces el amo ya había despedido al señor Agripino, y toda la familia de Mara estaba desalojando. Jeli se encontró a la muchacha muy crecida y guapetona, a la puerta del corral, viendo cómo cargaban su ropa en la carreta. Ahora la habitación vacía parecía más obscura y ahumada que de costumbre. La mesa, la cama, la cómoda, las estampas de la Virgen y San Juan, incluso los clavos para colgar las calabazas de las semillas, habían dejado señal en las paredes donde estuvieron tantos años.

—Nos vamos —le dijo Mara al ver que miraba—. Nos vamos a Marineo, donde está ese caserío tan grande, en el llano.

Jeli se dio a ayudar al señor Agripino y a la «señá» Lía a cargar la carreta, y cuando ya no hubo nada que sacar de la habitación, fue a sentarse con Mara en el parapeto del abrevadero.

—Tampoco las casas —le dijo luego que la vio cargar la última cesta en la carreta—, tampoco las casas, cuando se saca lo que tienen dentro, parecen las mismas.

—En Marineo —respondió Mara— tendremos un cuarto más bonito, dice mi madre, y tan grande como el almacén del queso.

—Cuando te marches no quiero volver más por aquí: que me parecerá que ha vuelto el invierno al ver esa puerta cerrada.

—En Marineo encontraremos otra gente, a Pudda, «la Roja», y a la hija del campero; nos divertiremos; por la siega irán más de ochenta segadores con su cornamusa, y bailaremos en la era.

El señor Agripino y su mujer habían echado a andar con la carreta; Mara corría tras ellos muy contenta, llevando la cesta con los pichones. Jeli quiso acompañarla hasta el puentecillo, y cuando ya estaba para desaparecer en el valle, la llamó:

—¡Mara, Mara!

—¿Qué quieres? —dijo Mara.

No sabía lo que quería.

—Y tú, ¿qué vas a hacer ahora aquí solo? —le preguntó entonces la muchacha.

—Yo me quedo con los potros.

Mara se fue dando brincos, y él se quedó allí quieto en tanto pudo oír el ruido de la carreta, tambaleándose sobre las piedras. El sol tocaba las altas rocas del Cerro de la Cruz; las grises cabelleras de los olivos se esfumaban en el crepúsculo, y en la lejanía del campo no se oía más que la esquila de la «Blanca» en el silencio inmenso.

Mara, apenas se vio en Marineo entre gente nueva y en las faenas de la vendimia, se olvidó de él; pero Jeli pensaba siempre en ella, porque no tenía otra cosa que hacer en los largos días que se pasaba contemplando la cola de sus caballos. Ahora ya no tenía motivo para bajar al valle, del otro lado del puentecillo, y nadie le veía en la hacienda. Así, ignoró mucho tiempo que Mara tenía novio, porque bajo el puentecillo había pasado mucha agua. No volvió a ver a la muchacha hasta el día de la fiesta de San Juan, según fue a la feria a vender unos potros; una fiesta que se le trocó en veneno y le quitó el pan de la boca por un accidente que le ocurrió a uno de los potros del amo; Dios nos libre.

El día de la feria, el mayoral esperaba los potros desde el amanecer, andando de un lado a otro, con sus polainas relucientes, por detrás de las grupas de los caballos y las mulas, puestos en fila a un lado y a otro de la carretera. La feria estaba ya para acabar, y Jeli no asomaba aún con el ganado por el recodo que hacía la carretera. En las empinadas cuestas del Calvario y del Molino de viento quedaba aún tal cual rebaño de ovejas apretadas en corro, con el hocico en tierra y los ojos cerrados, y tal cual pareja de bueyes de pelo largo, de esos que se venden para pagar la renta de las tierras, esperando inmóviles bajo el sol ardoroso. Abajo, en el valle, la campana de San Juan tocaba a misa mayor, acompañada del largo estampido de los morteretes.

El campo de la feria parecía exaltar en un griterío que se prolongaba entre los tenderetes de los vendedores alineados en la Cuesta de los Gallos, descendía por las calles del pueblo y parecía regresar del valle donde estaba la iglesia.

—¡Viva San Juan!

—¡Santo diablo! —gritaba el mayoral—. Ese maldito Jeli me va a hacer perder la feria.

Las ovejas levantaban el hocico atónito y se daban a balar todas a una, y los bueyes andaban lentamente, mirando en derredor con sus grandes ojos.

El mayoral estaba tan enfadado porque aquel día había que pagar el arrendamiento de los Cerdos grandes, «cuando San Juan llegase bajo el olmo» decía el contrato, y para completar la cantidad se había contado con la venta de los potros. Entre tanto, potros, caballos y mulas había cuantas el Señor hizo, todos limpios y relucientes, adornados de trenzas, lazos y cascabeles, que sacudían para espantar el fastidio, volviendo la cabeza a todo el que pasaba, como si esperasen un alma caritativa que quisiera comprarlos.

—¡Se habrá tumbado a dormir el muy ladrón! —seguía gritando el mayoral—, y me deja colgados los potros…

Jeli, por el contrario, había andado durante toda la noche para que los potros llegasen frescos a la feria y cogiesen un buen sitio al llegar, y al pisar el Llano del Cuervo, aún no se habían puesto los tres reyes que brillaban sobre el monte Arturo con los brazos en cruz. Por el camino pasaban de continuo carros y gentes a caballo que iban a la fiesta; por eso el mozo tenía los ojos bien abiertos, para que los potros no se espantaran con el insólito trajín y fueran todos juntos a lo largo de la cuneta, tras de la «Blanca», que caminaba derecha y tranquila con su cencerro al cuello. De cuando en cuando, como el camino corría por lo alto del monte, se oía allá abajo la campana de San Juan, que hasta el obscuro silencio del campo llegaba la fiesta, y por todo el camino, a lo lejos, lleno de gente a pie o a caballo que iba a Vizzini, se oía gritar: «¡Viva San Juan!», y los cohetes ascendían derechos y relucientes tras los montes de la Canziria, como las estrellas que llueven en agosto.

—¡Es como la Nochebuena! —íbale diciendo Jeli al muchacho que le ayudaba a conducir la piara—, que en todas las haciendas se hace fiesta y luminaria y por todo el campo se ven hogueras.

El muchacho dormitaba, arrastrando muy despacio una pierna tras otra, y no respondía nada. Pero Jeli, a quien aquella campana le hacía hervir la sangre, no podía estar callado, como si aquellos cohetes que rasgaban la obscuridad, callados y relucientes tras el monte, le salieran a él del alma.

—Mara habrá ido también a la fiesta de San Juan —decía—, porque va todos los años.

Y sin preocuparse de que Alfio, el muchacho no respondía nada:

—¡No sabes! Ahora Mara es así de alta, que está más crecida que la madre que la ha parido, y cuando la volví a ver no me pareció la misma con quien iba a coger higos chumbos y a varear, las nueces.

Y se dio a cantar en alta voz cuantas canciones sabía.

—¡Alfio! ¿Te duermes? —le gritó cuando hubo concluido—. ¡Mira que la «Blanca» va siempre tras de ti!

—¡No, no me duermo! —respondió Alfio con voz ronca.

—¿Ves cómo nos mira el lucero allí, sobre Granvilla, como si disparasen cohetes también en Santa Dominica? Ya poco falta para que rompa el alba; pero llegaremos a la feria a tiempo de encontrar un buen sitio. ¡Ya verás, «Morito», cómo tendrás cabezada nueva, con tus jaeces colorados para la feria! ¡Y tú también, «Estrellado»!

Así íbales, pues, hablando a los potros para que se serenasen oyendo su voz en la obscuridad. Pero le dolía que el «Estrellado» y el «Morito» fueran a ser vendidos en la feria.

—Cuando estén vendidos se irán con el amo nuevo, y ya no se los verá en la piara, como ha pasado con Mara luego que se marchó a Marineo.

—Su padre está muy bien en Marineo; que cuando fui a verlos me pusieron delante pan, vino, queso y toda la gracia de Dios, porque él es casi el mayoral, y tiene las llaves de todo, y si hubiese querido, yo me habría comido toda la hacienda. Mara no me conocía casi de tanto tiempo que hacía que no me había visto, y se puso a gritar: «¡Anda! ¡Mira quién está aquí! ¡Jeli, el guardián de los caballos, el de Tebidi!». Es como cuando uno vuelve de lejos, que sólo con ver el pico de un monte reconoce en seguida la tierra donde ha nacido. La «señá» Lía no quería que le llamase de tú a su hija, ahora que ya se ha hecho grande, porque la gente que no sabe nada murmura luego. Mara se reía, y «dián» que acababa de cocer el pan, según estaba de colorada. Y ponía la mesa y extendía el mantel, que no parecía la misma.

—Y qué… ¿te acuerdas de Tebidi? —le pregunté, apenas la «señá» Lía salió para sacar vino fresco del barril.

—Sí; sí que me acuerdo —me dijo ella—. En Tebidi había una campana y un campanario que parecía el asa de un salero, y se tocaba desde el atrio, y había también dos gatos de piedra, que hacían la guardia a la puerta del jardín.

Yo sentía dentro de mí todas aquellas cosas según me las iba diciendo. Mara me miraba de pies a cabeza, con unos ojos así, y tornaba a decirme: «¡Cuánto has crecido!». Y se echó a reír y me dio un pescozón.

De esta manera perdió el pan Jeli, el guardián de los caballos, porque precisamente en aquel momento, sobreviniendo de improviso un coche, que no se había oído antes, según subía la cuesta paso a paso, se puso al trote al llegar al llano, con gran estrépito de látigo y cascabeles, como si lo llevase el diablo. Los potros, espantados, se desbandaron en un relámpago, que parecía aquello un terremoto, y fueron menester no pocos gritos, llamadas y «¡ohí, ohí!» de Jeli y del muchacho antes de que se recogieran en torno a la «Blanca», que trotaba también sin rumbo, con su cencerro al cuello. Apenas contó Jeli sus caballos, se percató de que faltaba el «Estrellado», y se llevó las manos a la cabeza, porque por allí el camino corría a lo largo del barranco, y en el barranco fue donde el «Estrellado» se rompió las patas, un potro que valía doce onzas como doce ángeles del paraíso. Llorando y gritando llamaba Jeli al potro, que no se le veía por parte alguna: «¡Ohí! ¡Ohí! ¡Ohí!». El «Estrellado» respondió, por fin, desde el fondo del barranco con un doloroso relincho, como si hubiese tenido el don del habla el pobre animal…

—¡Ay, madre mía! —gritaban Jeli y el muchacho—. ¡Ay qué desgracia, madre mía!

Los caminantes que iban a la fiesta y oían llorar de aquel modo en la obscuridad, les preguntaban qué se les había perdido, y luego, cuando sabían de lo que se trataban, seguían su camino.

El «Estrellado» permanecía inmóvil donde se había caído, con las patas en alto, y mientras Jeli íbale tocando por todas partes, llorando y hablándole, cual si hubiese podido entenderle, el pobre animal levantaba la cabeza trabajosamente y la volvía hacia él, con un aliento roto por el espasmo.

—¿Qué se le habrá roto? —lloriqueaba Jeli, desesperado de no poder ver nada por la mucha obscuridad; y el potro, inerte como una piedra, dejaba caer la cabeza pesadamente. Alfio, que se había quedado en el camino al cuidado de la piara, tranquilizándose antes que el otro, sacó el pan del zurrón. El cielo se había puesto blancuzco, y los montes de alrededor parecían despuntar uno por uno, altos y negros. Desde la revuelta de la carretera se empezaba a divisar el pueblo, con su monte Calvario, y el del Molino de viento estampado en el amanecer, umbríos aún, sembrados de las blancas manchas de los rebaños; y, como los bueyes que pastaban en lo alto del monte, en el azul iban de un lado a otro, parecía como si el contorno del monte se animase y hormigueara de vida. La campana no se oía ya desde el fondo del barranco; los caminantes eran cada vez más raros, y los pocos que pasaban tenían prisa por llegar a la feria. El pobre Jeli no sabía a qué santo volverse en aquella soledad; el mismo Alfio, por sí solo, de nada podía servirle; por eso éste mordisqueaba tranquilamente su pedazo de pan.

Al cabo vióse venir a caballo al mayoral, que desde lejos gritaba y blasfemaba al ver los caballos parados en el camino; tanto, que Alfio, asustado, se dio a correr monte arriba. Jeli no se movió de junto al «Estrellado». El mayoral dejó la mula en el camino y bajó al barranco a su vez, intentando ayudar al potro a levantarse tirándole de la cola.

—¡Déjelo estar! —decía Jeli todo pálido, como si hubiese sido él quien se hubiese roto las piernas—. ¡Déjalo estar! ¡No ve que el pobre animal no se puede mover!

El «Estrellado», en efecto, a cada movimiento y a cada esfuerzo que le obligaban a hacer, daba un ronquido que parecía un cristiano. El mayoral se desahogaba dándole puntapiés y pescozones a Jeli, clamando contra los ángeles y santos del cielo. Alfio, en tanto, ya más tranquilo, había vuelto al camino para no dejar a los caballos sin guarda, e intentaba disculparse diciendo:

—Yo no tengo la culpa. Yo iba delante con la «Blanca».

—Aquí ya no hay nada que hacer —dijo al cabo el mayoral, luego que se persuadió de que todo era tiempo perdido—. Aquí ya no se aprovecha más que el pellejo, que es bueno.

Jeli se echó a temblar como una hoja cuando vio al mayoral ir a sacar la escopeta de las alforjas de la mula.

—¡Quítate de ahí, holgazán! —le gritó el mayoral—. ¡Que no sé cómo no te tumbo junto a ese potro que valía bastante más que tú con todo el puerco bautismo que te echó el ladrón del cura!

El «Estrellado», no pudiéndose mover, volvía la cabeza con ojos espantosos, como si todo lo hubiese entendido, y el pelo se le rizaba en ondas a lo largo de las costillas; parecía como si por debajo le corriera un estremecimiento. Así, pues, el mayoral mató allí mismo al «Estrellado», para sacar al menos la piel, y el ruido sordo que hizo en la carne viva el tiro a boca de jarro le sintió Jeli dentro de sí.

—Ahora, si quieres seguir mi consejo —le dijo el mayoral—, ya puedes no presentarte al amo a que te pague lo que te debe, porque te lo pagará en moneda amarga.

El mayoral se marchó con Alfio, con los demás potros, que, sin volver siquiera adonde quedaba el «Estrellado», iban arrancando la hierba del ribazo. El «Estrellado» se quedó solo en el barranco esperando que fuesen a despellejarlo, con los ojos espantados aún y las cuatro patas estiradas; feliz al cabo, que no pensaba más Jeli, que había visto la sangre fría con que el mayoral apuntó y disparó mientras el pobre animal volvía la cabeza venosamente, cual si tuviera sentido, dejó de llorar y se quedó mirando al «Estrellado», sentado en una piedra, hasta que llegaron los hombres que iban por la piel.

Ahora ya podía irse de paseo, a divertirse o estarse en la plaza todo el día, viendo a los señorones en el casino, como mejor le pareciera, que ya no tenía pan ni techo, y era menester buscarse un amo, si es que alguno le quería después de la desgracia del «Estrellado».

Así son las cosas del mundo: mientras Jeli andaba buscando un amo, con el zurrón a cuestas y cayado en mano, la bando tocaba en la plaza alegremente, con sus sombreros de plumas, en medio de una muchedumbre de gorras blancas, espesas como moscas, y dos señorones estaban tan divertidos sentados en el casino. Toda la gente andaba vestida de fiesta, como el ganado de la feria, y en un rincón de la plaza había una mujer con falda corta y medias color de carne, que parecía llevar las piernas desnudas, tocando el tambor ante una tela pintada, donde se veía una carnicería de cristianos corriendo la sangre a raudales; y entre la gente que estaba allí mirando con la boca abierta, vio al señor Colás, que conocía a Jeli de cuando estaba en Passanitello, y le dijo que el amo se lo encontraría él, porque el compadre Isidoro Macca buscaba un guardián para sus cerdos.

—¡Pero no digas nada de lo del «Estrellado»! —le recomendó el señor Colás—. Una desgracia a cualquiera le pasa; pero es mejor no hablar de ello.

Fueron, pues, a buscar al compadre Macca, que estaba en el baile, y mientras el señor Colás entró con la embajada, Jeli esperó en la calle, en medio de la gente que estaba en la puerta. En la sala había una porción de gentes que saltaban y se divertían, todas sofocadas, haciendo un gran ruido de pisadas sobre el pavimento, que ni aun el «ron-ron» del contrabajo se oía, y apenas acababa una tocata, que costaba un grano, levantaban el dedo para indicar que querían otra, y el del contrabajo hacía una cruz con carbón en la pared para llevar la cuenta y empezaba otra vez.

—Esos gastan sin pensar —decía Jeli— y no están apurados como yo por falta de un amo, cuando tanto sudan y se afanan por gusto, como si estuvieran a jornal.

El señor Colás regresó diciendo que el compadre Masca no tenía necesidad de nadie. Entonces Jeli volvió las espaldas y se marchó cabizbajo.

Mara vivía hacia San Antonio, donde las casas trepan por el monte, frente al valle de la Canziria, todo verde de chumberas, y al fondo las ruedas de los molinos que espumaban en el torrente; pero Jeli no tuvo valor para ir hacia aquellos sitios ahora que ni aun para guardar puercos le querían; y vagando por entre la gente, que le empujaba de un lado a otro sin preocuparse de él, le parecía estar más solo que antaño con los potros en las landas de Passanitello, y sentía ganas de llorar. Por último, el señor Agripino se lo encontró en la plaza, según iba de aquí para allá con los brazos colgando, viendo la fiesta, y empezó a gritarle: «¡Jeli, Jeli!», y se lo llevó a su casa. Mara, muy compuesta, con unos pendientes que le daban en las mejillas, estaba a la puerta mano sobre mano, cargadas ambas de anillos, esperando que anocheciese para ir a ver los fuegos.

—¡Oh! —dijo Mara—. ¿También tú has venido para la fiesta de San Juan?

Jeli no se atrevía a entrar, en verdad, porque estaba mal vestido; pero el señor Agripino le empujó diciéndole que no se veían por primera vez y que ya se sabía que había ido a la feria con los potros del amo. La «señá» Lía le sirvió un buen vaso de vino, y después se lo llevaron a ver la luminaria con las comadres y los vecinos.

Al llegar a la plaza, Jeli se quedó con la boca abierta de la maravilla; era toda un mar de fuego, como cuando se incendian los rastrojos, por los muchos cohetes que los devotos disparaban ante el santo, que se regodeaba con ellos desde la embocadura del Rosario, negro, negro, bajo el dosel de plata. Los devotos iban y venían por entre las llamas como diablos, y había incluso mujer desceñida, despeinada, con los ojos fuera de las órbitas, encendiendo cohetes a su vez, y un cura con la sotana al viento y destocado, que parecía un poseído de tanta devoción como tenía.

—Ése es el hijo del señor Neri, el mayoral de la Salonia, y lleva gastadas más de diez liras de cohetes —decía la «señá» Lía, señalando un mozo que andaba dando vueltas por la plaza con dos cohetes a la vez en cada mano, como dos velas; que todas las mujeres se lo comían con los ojos, y le gritaban:

—¡Viva San Juan!

—Su padre es rico y posee más de veinte cabezas de ganado —añadió el señor Agripino.

Mara sabía además que había llevado el estandarte grande en la procesión, y que lo sostenía derecho como un huso, tan fuerte y robusto era el mozo.

El hijo del señor Neri parecía como si oyese todo aquello y encendiese los cohetes por la Mara, haciendo la rueda delante de ella; tanto que, después de los fuegos, los acompañó y los llevó al baile y al cosmorama, donde se veía el antiguo y el nuevo mundo, pagando él, claro está, incluso por Jeli, que iba detrás de la comitiva como perro sin dueño, a ver bailar al hijo del señor Neri con la Mara, que daba vueltas y se acurrucaba como paloma enamorada, teniendo cogida con garbo una punta del delantal. El hijo del señor Neri saltaba como un potro; tanto que la «señá» Lía lloraba de gusto, y el señor Agripino decía con la cabeza que sí, que iba bien la cosa.

Cuando al cabo se cansaron, fueron de aquí para allá por «el paseo», arrastrados por la gente como por una riada, viendo los transparentes iluminados, donde cortábanle la cabeza a San Juan, que a los mismísimos turcos diera compasión, y el santo pataleaba como un corderino bajo la segur. Allí cerca estaba la banda, que tocaba bajo un gran paraguas de madera todo iluminado, y en la plaza había tan apretada muchedumbre que nunca se vieron tantos cristianos en una feria.

Mara iba del brazo del hijo del señor Neri, como una señorita, y le hablaba al oído y se reían, que ya se veía que se divertían mucho. Jeli no podía más del cansancio, y se quedó dormido sentado en la acera, hasta que le despertaron los primeros petardos de los fuegos artificiales. Mara, siempre junto al hijo del señor Neri, apoyaba ambas manos cruzadas en su hombro, y a la luz de los fuegos parecía, ora blanca, ora roja. Cuando escaparon cielo arriba los últimos cohetes en haz, el hijo del señor Neri se volvió hacia ella, que estaba muy pálida, y le dio un beso.

Jeli no dijo nada; pero en aquel punto se le trocó en veneno toda la fiesta que hasta entonces había tenido, y tornó a pensar en sus desgracias, que se le habían olvidado, y en que se había quedado sin amo y no sabía qué hacer ni adónde ir, y que no tenía pan ni cobijo; en fin, que era mejor tirarse al barranco, como el «Estrellado», al que se comían los perros en aquel momento.

Entre tanto, la gente a su alrededor estaba alegre. Mara saltaba con las compañeras y cantaba por la callejuela pedregosa según volvían a su casa.

—¡Buenas noches! ¡Buenas noches! —decíanse las compañeras, a medida que se iban dejando unas con otras.

Mara daba las buenas noches como si cantara, tal contento tenía en la voz, y el hijo del señor Neri parecía entontecido enteramente, y como si no quisiera dejarla, mientras el señor Agripino y la «señá» Lía disputaban al abrir la puerta de la casa. Nadie se ocupaba de Jeli; sólo el señor Agripino se acordó de él, y le preguntó:

—Y ahora, ¿adónde vas a ir?

—No lo sé —dijo Jeli.

—Mañana ven a buscarme y te ayudaré a encontrar colocación. Por esta noche vuelve a la plaza donde hemos estado oyendo la banda; ya encontrarás sitio en algún banco; que lo que es a dormir al sereno debes estar hecho.

Sí que estaba hecho; pero lo que le daba más pena era que Mara no le dijese nada y le dejase a la puerta de aquella manera, como a un mendigo; tanto que se lo dijo al día siguiente, apenas pudo verla a solas un momento en su casa.

—¡Ay, Mara, cómo te olvidas de los amigos!

—¿Eres tú, Jeli? —dijo Mara—. No, no me olvidé de ti. ¡Pero estaba tan cansada después de los fuegos!

—¿Es que quieres al menos al hijo del señor Neri? —le preguntó dándole vueltas al cayado entre los dedos.

—¡Qué estás diciendo! —respondió bruscamente la Mara—. ¡Mi madre está ahí y lo oye todo!

El señor Agripino le encontró colocación como ovejero en la Salonia, donde era mayoral el señor Neri; pero como Jeli estaba poco práctico en el oficio, tuvo que contentarse con un salario asaz escaso.

Ahora atendía a sus ovejas y a aprender cómo se hace el queso, el requesón, la cuajada y todo fruto pastoril; pero en las charlas que se traían por la noche en el corral entre los demás pastores y labriegos, mientras las mujeres pelaban las judías del potaje, si se hablaba del hijo del señor Neri, que se casaba con Mara la del señor Agripino, Jeli no decía nada, y ni aun a abrir la boca se atrevía. Cierta vez que el campero le aludió diciéndole que Mara ya no quería nada con él, después de haber dicho todo el mundo que serían marido y mujer, Jeli, que cuidaba de la olla en que hervía la leche, respondió escurriendo el cuajo poco a poco:

—Es que Mara ha crecido y se ha puesto tan guapa, que parece una señora.

Pero como era paciente y trabajador, presto aprendió el oficio, como si en él hubiera nacido, y como estaba hecho a andar con el ganado, quería a sus ovejas, y así el «mal» no hacía tantos estragos en la Salonia, y el rebaño prosperaba que era un gusto para el señor Neri siempre que iba a la hacienda; tanto que, por año nuevo, se sirvió inducir al patrón a que aumentase el salario a Jeli, de suerte que vino a ganar casi lo mismo, que cuando era guardián de caballos. Eran bien gastados, que Jeli no se preocupaba de contar las leguas buscando el mejor pasto para sus reses, y cuando las ovejas parían o estaban malas, las llevaba a pastar en las alforjas del borrico, y cargaba a cuestas con los corderos, que le balaban en la cara, con el hocico fuera del saco, lamiéndole las orejas. En la nevada famosa de la noche de Santa Lucía, cayeron cuatro palmos de nieve en el «lago muerto» de la Salonia y en todos los alrededores, durante leguas y leguas, que no se veía otra cosa por el campo cuando abrió el día. Aquella vez habría sido la ruina del señor Neri, como fue la de tantos otros, a no haberse levantado Jeli tres o cuatro veces durante la noche a espantar las ovejas en el redil para que los pobres animales se sacudieran la nieve de encima y no se quedaran sepultados como muchos de los rebaños vecinos, según contó el señor Agripino cuando fue a echar un vistazo a un campillo de habas que tenía en la Salonia. Por cierto que dijo también que de aquella historia de la boda del hijo del señor Neri con su hija Mara no era verdad nada; que Mara tenía otra cosa en el pensamiento.

—¡Si decían que se casaba para Navidad! —dijo Jeli.

—¡No es verdad nada de eso: no se casaba nadie; todo charlas de gentes envidiosas que se meten en los negocios ajenos! —respondió el señor Agripino.

Pero el campero, que sabía la verdad, porque lo había oído contar en la plaza cuando iba al pueblo, contó la cosa tal y como era, después que se marchó el señor Agripino; ya no se casaban porque el hijo del señor Neri había sabido que Mara, la del señor Agripino, se entendía con don Alfonso, el señorito, que conocía a Mara de pequeña, y el señor Neri había dicho que quería que su hijo fuese honrado, como su padre, y que no quería más cuernos en casa que los de sus bueyes.

Jeli estaba presente allí también, sentado en corro con los demás para almorzar, y en aquel momento cortando el pan en rebanadas. No dijo nada; pero se le quedó el apetito por todo el día siguiente.

Según conducía las ovejas, tornó a pensar en Mara cuando era niña, y estaban juntos todo el día, e iban al valle del Tacitano y al Cerro de la Cruz, y ella le miraba, con la barbilla respingada, según iba a coger nidos a la copa de los árboles, y pensaba también en don Alfonso, que iba a buscarle desde la quinta vecina y se tumbaban de bruces en la hierba a hurgar con una pajita los nidos de grillos. Recordaba todas estas cosas horas y horas, sentado en un ribazo, cogiéndose las rodillas con las manos; los altos nogales de Tebidi, los espesos matorrales de los valles, las vertientes de los montes, verdes de zumaques, y los olivos grises, que se esfumaban en la niebla del valle; los techos rojos del caserío y el campanario, «que parecía el asa de un salero» entre los naranjos del jardín. Aquí el campo extendíase ante sus ojos, pelado, desierto, manchado de la hierba abrasada, humeante, silencioso en el horizonte lejano.

En primavera, apenas las vainas de las habas empezaban a doblar la cabeza, Mara fue a la Salonia con su padre, su madre, el muchacho y el borrico, para recogerlas, y todos juntos durmieron en la hacienda los dos o tres días que duró la recolección. Así que Jeli veía a la muchacha de día y de noche, y muchas veces sentábase junto a las teleras del redil y hablaban un rato, mientras el muchacho contaba las ovejas.

—Me parece estar en Tebidi —decía Mara—, como cuando éramos chicos y estábamos en el puentecillo del sendero.

Jeli se acordaba también de todo, aunque nada dijese, porque había sido siempre un muchacho juicioso y de pocas palabras.

Acabada la recolección, la víspera de la marcha, Mara fue a despedirse del muchacho, a punto que estaba haciendo el requesón y recogía el suero con el cazo.

—Vengo a decirte adiós —díjole ella—, porque mañana nos volvemos a Vizzini.

—¿Qué tal la cosecha de habas?

—Malamente… La hierba tora se las ha comido todas este año.

—Eso depende de que ha llovido poco —dijo Jeli—. Figúrate, hemos tenido que matar las corderas porque no tenían pasto… En toda la Salonia no han nacido tres dedos de hierba.

—Pero a ti eso poco te importa, que buen año o malo, tu salario lo tienes siempre.

—Sí, es verdad; pero me da lástima entregar los pobres animales al cortador.

—¿Te acuerdas cuando viniste por la fiesta de San Juan, que te habías quedado sin amo?

—Sí que me acuerdo.

—Mi padre fue quien te acomodó aquí con el señor Neri.

—¿Y tú, por qué no te has casado con el hijo del señor Neri?

—Porque no era la voluntad de Dios. Mi padre ha tenido mala suerte —continuó a poco—. Desde que nos marchamos de Marineo, todo nos ha salido mal. Las habas, la siembra, el pedazo de viña que teníamos. Además, mi hermano se ha ido soldado y se nos ha muerto una mula que valía cuarenta onzas.

—Ya lo sé —contestó Jeli—, la mula baya.

—Ahora que lo hemos perdido todo, ¿quién quieres que se case conmigo?

Mara desmenuzaba un vástago de endrina según hablaba, con la barbilla hundida en el seno y los ojos bajos, rozando sin darse cuenta con el codo el de Jeli, con los ojos en el suelo, a su vez no contestaba nada; de suerte que ella continuó:

—En Tebidi decían que seríamos marido y mujer, ¿te acuerdas?

—Sí —dijo Jeli, y dejó el cucharón en el borde de la mantequera—. Pero yo soy un pobre pastor y no puedo pretender a la hija de un propietario como eres tú.

Mara se quedó un tanto callada, y luego dijo:

—Si tú me quieres, yo por mí me caso contigo de buena gana.

—¿De veras?

—Sí, de verdad.

—Mi padre dice que tú ya sabes tu oficio y que no eres de los que te gastas el salario, sino que de un cuarto haces dos, y no comes para no consumir tu pan; de suerte que llegarás a tener ovejas también tú, y te harás rico.

—Si es así —concluyó Jeli—, también yo me caso contigo de buena gana.

—Bueno… —le dijo Mara una vez que se hubo hecho la obscuridad y fuéronse callando las ovejas poco a poco—, si quieres un beso, te lo doy, puesto que vamos a ser marido y mujer.

Jeli lo recibió muy a gusto, y no sabiendo qué decir, añadió:

—Yo siempre te he querido; hasta cuando quisiste dejarme por el hijo del señor Neri…

Pero no tuvo valor para decirle lo demás.

—¿Lo ves?, ¡estábamos destinados el uno para el otro! —concluyó Mara.

El señor Agripino consintió, en efecto, y la «señá» Lía hizo a toda prisa un jubón nuevo y un par de calzones de velludo para el yerno. Mara estaba fresca como una rosa; con aquella mantilla blanca parecía el cordero pascual, y aquel collar de ámbar le hacía más blanco el cuello; de suerte que Jeli, cuando iba a su lado por las calles, andaba muy tieso, vestido de paño y de velludo nuevo, y no se atrevían a sonarse con el pañuelo de seda rojo para no hacerse notar; pero los vecinos y cuantos sabían la historia de don Alfonso se le reían en las narices. Cuando Mara dio el sí quiero y el cura se la entregó por mujer con una gran bendición, Jeli se la llevó a su casa, y le pareció como si le hubiesen dado todo el oro de la Virgen y todas las tierras que con sus ojos había visto.

—Ahora que somos marido y mujer —le dijo una vez llegados a casa, sentado frente a ella y haciéndose muy pequeño—, ahora que somos marido y mujer, puedo decirte que no me parece verdad que me quieras…, cuando habrías tenido tantos otros mejores que yo…, tan guapa como eres…

El pobre no sabía decirle otra cosa, y no cabía en el traje nuevo del contento de tener a Mara en su casa, arreglando y tocándolo todo, en su papel de ama. No encontraba momento para abrir la puerta y volverse a la Salonia; cuando llegó el lunes, tardaba de modo insólito en cargar las alforjas sobre la albarda del burro, el tabardo y el paraguas de hule.

—¡Debías venir a la Salonia tú también! —le dijo a su mujer, que habíasele quedado mirando desde el umbral—. Debías venir conmigo.

Pero ella, echándose a reír, le respondió que no había nacido para pastora y que no tenía nada que hacer en la Salonia.

En efecto: Mara no había nacido para pastora, no estaba acostumbrada a la tramontana de enero, cuando las manos se hielan sobre el cayado y parece como si se le fueran a caer a uno las uñas; a los furiosos aguaceros en que le entra a uno el agua hasta los huesos; al polvo sofocante de los caminos, cuando las ovejas caminan bajo el sol ardiente; a la yacija dura, al pan mohoso, a los largos días silenciosos y solitarios, en que por el campo abrasado no se ve a lo lejos, sino rara vez, algún campesino negro del sol, que lleva por delante su borriquilo, por la carretera blanca e interminable. Al menos, Jeli sabía que Mara estaba tan a gusto entre sábanas, hilando ante el fuego, en corro con las vecinas, tomando el sol en el arriate, mientras él volvía del campo cansado y sediento o empapado en agua, cuando el viento empujaba la nieve hasta dentro de la casa y apagaba el fuego de zumaques. Todos los meses iba Mara a cobrar el salario a casa del amo, y no le faltaban huevos en el gallinero, aceite en la lámpara ni vino en la botella. Dos veces a mes iba Jeli a verla, y ella le esperaba en el balcón, huso en mano; luego, cuando había atado el burro en la cuadra, quitándole la albarda y echado la cebada en el pesebre, y colocada la leña bajo el cobertizo del corral o lo que traía a la cocina, Mara le ayudaba a colgar el tabardo de un clavo, a quitarse las perneras mojadas ante el hogar, y le servía el vino, mientras el potaje hervía alegremente y ella preparaba la mesa poco a poco, previsora, como buena ama de casa, al mismo tiempo que le hablaba de eso y de lo de más allá, de la clueca, que había puesto a empollar; de la tela que tenía en el telar, del ternero que estaban criando, sin olvidar ninguno de los quehaceres de la casa; de suerte que Jeli se sentía tan a gusto como un Papa.

Pero la noche de Santa Bárbara volvió a una hora insólita, cuando todas las luces estaban apagadas en la calleja y el reloj de la ciudad daba la medianoche. Una noche de lobos; y el lobo precisamente habíasele entrado en casa, mientras él estaba al agua y al viento, por mor del salario y de la yegua del amo, que estaba mala y era menester que la viera luego el herrador. Golpeó y sacudió la puerta, llamando a Mara con grandes voces, mientras le caía encima el agua del alero y le chorreaba por los tobillos. Al cabo, fue su mujer a abrirle y empezó a regañarle, como si hubiese sido ella la que hubiera correteado por los campos con aquel temporal, con una cara, que le preguntó:

—¿Qué pasa? ¿Qué tienes?

—¡Tengo, que me has asustado! ¿Te parece hora de cristianos ésta? ¡Mañana estaré mala!…

—Ve a acostarte, yo encenderé el fuego.

—No, es menester que vaya por la leña.

—Yo iré.

—¡Que no te digo!

Cuando Mara volvió con la leña en los brazos, Jeli le dijo:

—¿Por qué has abierto la puerta del corral? ¿Es que no había leña en la cocina?

—No, he ido por ella al cobertizo.

Ella se dejó besar fríamente, y volvió la cabeza a otro lado.

—¡Su mujer le deja en remojo a la puerta —decían los vecinos— cuando está en casa el tordo!

Pero Jeli no sabía que era cornudo, ni los demás se lo decían, porque nada le importaba, que ya se había casado con daño, después que el hijo del señor Neri la había plantado al saber la historia de don Alfonso. Jeli, por el contrario, vivía feliz y contento con tal vituperio, y hasta engordaba como un cerdo, «que dientes y cuernos duelen al apuntar, mas luego sirven para comer».

Al cabo, el zagal del ganado se lo dijo en su cara, cierta vez que se pusieron a malas, a cuenta de unos quesos mordidos.

—Como don Alfonso se entiende con tu mujer, te crees que eres su cuñado, que te has puesto más orgulloso que un rey de corona con los cuernos que llevas.

El mayoral y el campero creyeron que iba a correr la sangre; pero Jeli se calló, como si no fuese con él, con una cara de tonto que los cuernos le sentaban bien de verdad.

Acercábase la Pascua, y el mayoral enviaba a todos los hombres de la hacienda a confesarse con la esperanza de que con el temor de Dios ya no robasen más. Jeli fue también, y al salir de la iglesia buscó al muchacho con quien había tenido aquellas palabras, y le echó los brazos al cuello, diciéndole:

—El confesor me ha dicho que te perdone; pero yo no estoy enfadado contigo por aquellas habladurías, y si no vuelves a morder el queso, a mí no me importa nada de lo que me dijiste rabioso.

Desde aquel momento, le llamaron de mote «Cuernos de oro», y el remoquete quedósele, y a todos los suyos, aun después de haberse lavado los cuernos con sangre.

La Mara había ido a confesarse a su vez, y volvía de la iglesia muy envuelta en su mantilla, con los ojos bajos, como una Magdalena. Jeli, que la esperaba taciturno en el arriate, según la vio venir de aquella manera, que bien se veía que traía el Señor consigo, la miraba muy pálido, de pies a cabeza, como si la viese por primera vez o le hubiesen cambiado a su Mara, y ni a levantar los ojos hasta ella se atrevía, mientras desdoblaba el mantel y ponía las escudillas sobre la mesa, tan tranquila y compuesta como de costumbre. Luego de pensarlo un poco, le preguntó muy fríamente:

—¿Es verdad que te entiendes con don Alfonso?

Mara fijó en él sus límpidos y hermosos ojos, y se hizo el signo de la cruz.

—¿Por qué quieres hacerme pecar en este día? exclamó.

—¡No, no quiero creerlo todavía!… Porque don Alfonso y yo estábamos siempre juntos cuando chicos, y no pasaba día sin que fuese a Tebidi… lo mismo que dos hermanos… Además, él es rico, que tiene los dineros a paletadas, y si quisiera mujer, se casaría, que no le faltaría pan que comer.

Mara, por el contrario, íbase calentando, y empezó a regañarle con tan malos modos que él ya no levantaba la nariz del plato.

Al cabo, para que la gracia de Dios que estaban comiendo no se les volviese veneno, Mara cambió de conversación y le preguntó si había pensado en azadonar aquel poco de lino que habían sembrado en el habar.

—Sí —respondió Jeli—, y se dará bien el lino.

—Si es así —dijo Mara—, este invierno te haré dos camisas nuevas para que no tengas frío.

Jeli, en suma, no comprendía lo que quería decir cornudo ni qué eran celos; todo lo nuevo entrábale difícilmente en la cabeza, y esto era tan gordo que le costaba un trabajo de todos los demonios que le entrara, máxime cuando veía antes a su Mara, tan guapa, tan blanca, tan compuesta, la misma a quien había él querido y en quien había pensado tanto tiempo, tantos años, desde chico, que el día que le dijeron que se iba a casar con otro no tuvo fuerzas para comer ni beber. Y aun pensando en don Alfonso, no podía creer en una bribonada semejante, que le parecía estar viéndole aún con aquellos ojos francos y aquella boca risueña con que iba a llevarle dulces y pan blanco a Tebidi hacía tantos años —¡una acción tan negra!—, y que aun no habiéndole vuelto a ver, porque él era un pobre pastor y se pasaba todo el año en el campo, se le había quedado metido en el corazón. Pero la primera vez que por desgracia volvió a ver a don Alfonso ya hecho un hombre, Jeli sintió como un vuelco en el corazón. ¡Cómo había crecido y qué buen mozo era! ¡Con aquella cadena de oro sobre el chaleco, aquella chaqueta de velludo y aquella barba repeinada que parecía de oro también! Nada orgulloso además, que le dio una palmada en el hombro y le llamó por su nombre. Había ido con el amo de la hacienda, juntamente con una partida de amigos, a hacer una excursión en el tiempo del esquileo de las ovejas; y había llegado Mara de improviso, con el pretexto de que estaba encinta y tenía antojo de requesón fresco.

Era un día hermoso y cálido en los campos rubios con los setos en flor y las largas hileras verdes de las viñas. Las ovejas brincaban y bailaban del contento al sentirse despojadas de toda aquella lana, y en la cocina, las mujeres hacían un buen fuego para cocer las muchas cosas que el amo había llevado para el almuerzo. Los señores, en tanto, esperaban a la sombra de los algarrobos, mandaban tocar tamboriles y cornamusas y bailaban quienes tenían ganas con las mujeres de la hacienda. Jeli, según esquilaba las ovejas, sentía como si dentro de sí, sin saber por qué, le royera una espina, un clavo agudo, una fina tijera que le trabajaba poco a poco peor que un veneno.

El amo había mandado que se sacrificasen dos cabritos, el castrado de un año, unos pollos y un pavo. En suma: quería hacer la cosa en grande, sin ahorros, para hacerles los honores a sus amigos; y mientras todos aquellos animales se retorcían en el dolor, y balaban los cabritos al filo del cuchillo, Jeli sentía que le temblaban las piernas, y de vez en cuando le parecía como si a lana que iba esquilando y la hierba en que brincaban las ovejas se encendieran en sangre.

—¡No vayas! —le dijo a Mara cuando don Alfonso la llamó para que fuese a bailar con los demás—. ¡No vayas, Mara!

—¿Por qué?

—¡No quiero que vayas! ¡No vayas!

—¿Oyes cómo me llaman?

Él no dijo más. Se quedó mudo como un muerto, encorvado como estaba esquilando las ovejas. Mara se encogió de hombros y se fue a bailar. Estaba colorada y alegre, con sus ojos negros que parecían dos estrellas, viéndosele al reír los dientes blancos, reluciéndole sobre mejillas y pecho el oro de sus cabellos, lo mismo que la Virgen «talmente». Jeli se irguió de pronto, empuñando las largas tijeras, tan pálido como su padre el vaquero cuando temblaba con la fiebre junto al fuego en la cabaña. Vio que don Alfonso, con su barba rizada, su chaqueta de velludo y su cadenilla de oro sobre el chaleco, tomaba a Mara de la mano y la invitaba a bailar; le vio que alargaba el brazo, como para estrecharla contra su pecho, y que ella le dejaba hacer; entonces perdonadle, Señor, ya no vio más y le degolló de un solo tajo, lo mismo que a un cabrito.

Después, según le llevaban ante el juez, atado, rendido, sin que hubiese osado oponer la menor resistencia:

—¡Qué! —decía—, ¿tampoco tenía que matarlo?… ¡Si me había quitado mi Mara!