12
El globo de la mente


El cerebro es una masa de un kilo y cuarto que uno puede sostener en una mano y que puede concebir un universo de cien mil millones de años luz de diámetro.

Manan C. Diamond

Es un lugar común entre los historiadores de la ciencia que los biólogos de cualquier época se esfuercen por comprender los mecanismos de los cuerpos vivos haciendo comparaciones con la tecnología avanzada del momento. Desde los relojes en el siglo XII hasta las estatuas danzantes en el XVIII, desde las máquinas térmicas victorianas hasta los misiles actuales, que buscan el calor y son guiados electrónicamente, las novedades de la ingeniería en cada tiempo han refrescado la imaginación biológica. Si, de todas estas innovaciones, el ordenador digital promete eclipsar a sus predecesores, la razón es sencilla. El ordenador no es únicamente una máquina. Puede ser reprogramado con celeridad para convertirse en cualquier máquina que uno quiera: calculadora, procesador de textos, clasificador, maestro de ajedrez, instrumento musical, máquina de adivinar su peso y hasta, lamento decirlo, adivino astrológico. Puede simular el tiempo meteorológico, los ciclos de población de los lemmings, un hormiguero, el acoplamiento de un satélite o la ciudad de Vancouver.

Se ha descrito el cerebro de un animal como su ordenador de a bordo. Pero el cerebro no funciona de la misma manera que un ordenador electrónico. Está hecho a partir de componentes muy distintos. Individualmente, éstos son mucho más lentos, pero funcionan en enormes redes paralelas, de modo que, de alguna manera que todavía se comprende sólo en parte, su número compensa su velocidad menor, y el cerebro puede, en algunos aspectos, desenvolverse mejor que los ordenadores digitales. En cualquier caso, las diferencias de funcionamiento detallado no restan poder a la metáfora. El cerebro es el ordenador de a bordo del cuerpo, no por la manera como funciona, sino por lo que hace en la vida del animal. La semejanza en el papel se extiende a muchas partes de la economía del animal pero, lo que quizá resulte más espectacular de todo, el cerebro simula el mundo con el equivalente de un programa de realidad virtual.

Podría parecer una buena idea, en términos generales, que cualquier animal desarrollara un cerebro grande. ¿No es probable que un mayor poder de computación sea una ventaja? Quizá, pero también tiene sus costos. A igualdad de peso, el tejido cerebral consume más energía que los demás tejidos; y nuestro gran cerebro cuando somos bebés hace que nacer sea algo relativamente difícil. Nuestra presunción de que un cerebro grande debe ser una cosa buena proviene en parte de la vanidad de la hipertrofia cerebral de nuestra propia especie. Pero sigue siendo una cuestión interesante averiguar por qué el cerebro humano se ha desarrollado hasta su tamaño especialmente grande.

Una autoridad ha dicho que la evolución del cerebro humano a lo largo del último millón de años «quizá sea el avance más rápido registrado para cualquier órgano complejo en toda la historia de la vida». Puede que esto sea una exageración, pero es innegable que la evolución del cerebro humano es célere. Comparado con los cráneos de los demás simios, el cráneo del hombre moderno, al menos la parte bulbosa que aloja el cerebro, se ha hinchado como un globo. Cuando nos preguntamos por qué ocurrió esto, no es satisfactorio aducir razones generales de por qué poseer un cerebro grande podría ser útil. Presumiblemente tales beneficios generales serían aplicables a muchas especies de animales, especialmente aquellas que navegan rápidamente a través del complicado mundo tridimensional de la bóveda selvática, como hace la mayoría de primates. Una explicación satisfactoria sería la que nos dijera por qué un linaje determinado de simios (en realidad, uno que había abandonado los árboles) cambió de repente de rumbo, dejando estancado al resto de primates.

Hubo un tiempo en que estaba de moda lamentarse (o, según los gustos, regocijarse) por la escasez de fósiles que conectaban a Homo sapiens con nuestros antepasados simiescos. Esto ha cambiado. Ahora poseemos una serie fósil bastante buena y a medida que nos remontamos en el tiempo podemos reseguir una reducción gradual de la caja craneana a través de las distintas especies de Homo hasta nuestro género predecesor Australopithecus, cuya caja craneana tenía aproximadamente el tamaño de la de un chimpancé moderno. La principal diferencia entre Lucy o mistress Pies (australopitecinas famosas) y un chimpancé no reside en absoluto en el cerebro, sino en el hábito de los australopitecinos de andar erguidos sobre dos piernas. Los chimpancés lo hacen sólo ocasionalmente. El hinchamiento del globo cerebral abarca tres millones de años desde Australopithecus, pasando por Homo habüis. Homo erectus y Homo sapiens arcaico, hasta el Homo sapiens moderno.

Algo ligeramente similar parece haber ocurrido en el crecimiento del ordenador. Pero, si el cerebro humano se ha hinchado como un globo, el progreso del ordenador ha sido más como el de una bomba atómica. La ley de Moore afirma que la capacidad de los ordenadores de un determinado tamaño físico se duplica cada 1,5 años. (Esta es una versión moderna de la ley. Cuando Moore la formuló originalmente hace más de tres décadas se refería al recuento de transistores que, según sus mediciones, se duplicaba cada dos años. El rendimiento de los ordenadores ha mejorado incluso más deprisa, porque los transistores se hicieron más rápidos, al tiempo que más pequeños y baratos.) El malogrado Christopher Evans, un psicólogo versado en ordenadores, planteó el asunto de manera teatral:

El automóvil actual difiere de aquellos de los años inmediatos de la postguerra en varios aspectos. Es más barato, teniendo en cuenta los estragos de la inflación, y es más económico y eficiente… Pero supóngase por un momento que la industria del automóvil se hubiera desarrollado al mismo ritmo que los ordenadores y a lo largo del mismo periodo: ¿cuánto más baratos y eficientes serían los modelos actuales? Si el lector no ha oído todavía la analogía, la respuesta es impresionante. Hoy podríamos comprar un Rolls-Royce por 1,35 libras esterlinas, rendiría 18 millones de kilómetros por litro de gasolina, y generaría suficiente potencia para impulsar el Queen Elizabeth II. Y si el lector está interesado en la miniaturización, podría colocar media docena de ellos en una cabeza de alfiler.

The Mighty Micro [El potente ordenador personal] (1979)

Desde luego, las cosas ocurren inevitablemente de forma muchísimo más lenta a la escala temporal de la evolución biológica. Una razón es que cada mejora debe producirse a través de la muerte de unos individuos y la reproducción de otros individuos rivales. De modo que no pueden hacerse comparaciones de velocidad absoluta. Si comparamos el cerebro de Australopithecus, Homo habilis. Homo erectus y Homo sapiens, tenemos un equivalente aproximado de la ley de Moore, pero con una reducción de la velocidad de seis órdenes de magnitud. Desde Lucy a Homo sapiens, el tamaño del cerebro se ha duplicado aproximadamente cada 1,5 millones de años. A diferencia de la ley de Moore para los ordenadores, no existe ninguna razón particular para pensar que el cerebro humano seguirá hinchándose. Para que esto ocurriera, los individuos de cerebro grande deberían tener más descendientes que los de cerebro pequeño. No es evidente que tal cosa esté ocurriendo en la actualidad. Tuvo que haber ocurrido durante nuestro pasado ancestral, de otro modo nuestro cerebro no habría crecido como lo hizo. Incidentalmente, también debió suceder que el tamaño del cerebro en nuestros antepasados estaba bajo control genético. De no ser así, la selección natural no hubiera tenido nada sobre lo que trabajar, y el crecimiento evolutivo del cerebro no se hubiera producido. Por alguna razón, muchas personas consideran que es una grave ofensa política sugerir que algunos individuos son genéticamente más listos que otros. Pero tal debió ser el caso cuando nuestro cerebro estaba evolucionando, y no hay razón para esperar que los hechos cambien de repente para acomodar las sensibilidades políticas.

Hay un gran número de influencias que han contribuido al desarrollo de los ordenadores pero que no nos van a ayudar a comprender el cerebro. Un paso importante fue el cambio desde la válvula (tubo de vacío) hasta el transistor, mucho más pequeño, y después la miniaturización espectacular y continuada del transistor en circuitos integrados. Todos estos avances son irrelevantes para el cerebro, porque (vale la pena repetir este punto) de todos modos el cerebro no funciona electrónicamente. Pero hay otra fuente de avance de los ordenadores, y ésta pudiera ser relevante para el cerebro. La llamaré coevolución de autoalimentación.

Ya hemos hablado de la coevolución. Significa la evolución conjunta de diferentes organismos (como en la carrera armamentista entre depredadores y presas), o entre partes diferentes del mismo organismo (el caso especial denominado coadaptación). Como ejemplo adicional, existen unas mosquitas cuyo aspecto imita el de una araña saltadora, incluyendo grandes ojos falsos que miran directamente hacia delante como un par de faros, muy distintos de los ojos compuestos verdaderos. Las arañas reales son depredadores potenciales de moscas de este tamaño, pero son disuadidas por el parecido de las mosquitas con otra araña. Las moscas aumentan el mimetismo agitando las patas delanteras de forma parecida a las histriónicas señales que las arañas saltadoras utilizan cuando cortejan a su propio sexo opuesto. En la mosca, los genes que controlan el parecido anatómico con las arañas han tenido que evolucionar junto a los genes separados que controlan el comportamiento semafórico. Esta evolución conjunta es la coadaptación.

Autoalimentación es el nombre que doy a cualquier proceso en el que «cuánto más tienes, más obtienes».[45] Una bomba es un buen ejemplo. Se dice que la bomba atómica depende de una reacción en cadena, pero la metáfora de una cadena es demasiado solemne para transmitir lo que sucede. Cuando el núcleo inestable del uranio 235 se desintegra, se libera energía. Los neutrones que salen disparados de la desintegración de un núcleo pueden impactar sobre otro e inducir su desintegración, pero por lo general éste es el fin de la historia. La mayoría de los neutrones no impactan en otros núcleos y salen disparados de manera inocua hacia el espacio vacío, pues el uranio, aunque sea uno de los metales más densos, es «realmente» como toda la materia, principalmente espacio vacío. (El modelo virtual del metal en nuestro cerebro está construido con la ilusión persuasiva de densa solidez porque ésta es la representación interna más útil de un sólido para nuestros fines de supervivencia.) A su propia escala, los núcleos atómicos de un metal están mucho más espaciados que los mosquitos de un enjambre, y una partícula expulsada por un átomo que se descompone tiene más posibilidades de salir del enjambre sin obstáculos. Sin embargo, si se acumula una cantidad (la famosa «masa crítica») de uranio 235 suficiente

para que un neutrón típico, expulsado de cualquier núcleo, tenga posibilidades de impactar con cualquier otro núcleo antes de abandonar completamente la masa de metal, se pone en marcha la denominada reacción en cadena. Por término medio, cada núcleo que se escinde hace que otro se parta también, hay una epidemia de divisiones atómicas, con una liberación rapidísima de calor y otras energías destructivas, y los resultados son bien conocidos. Todas las explosiones poseen esta misma cualidad epidémica y, a una escala de tiempo más lenta, las epidemias propiamente dichas se parecen a veces a explosiones. Requieren una masa crítica de víctimas susceptibles para iniciarse y, una vez han comenzado, cuánto más tienes, más obtienes. Ésta es la razón por la que es tan importante vacunar una proporción crítica de la población. Si quedan sin vacunar menos personas que la «masa crítica», la epidemia no puede iniciarse. (Ésta es también la razón por la que es posible que egoístas que se saltan las normas eviten ser vacunados y aún así se beneficien del hecho de que la mayoría de las demás personas lo han sido.)

En El relojero ciego señalé que existe un principio de «masa crítica explosiva» que actúa en la cultura popular humana. Muchas personas deciden comprar discos, libros o ropa sin otra razón mejor que el hecho de que muchas otras personas los compran. Cuando se publica una lista de superventas, ello puede considerarse un informe objetivo del comportamiento de compra. Pero es más que eso, porque la lista publicada realimenta el comportamiento de compra de las personas e influye en las cifras de venta futuras. Por lo tanto, las listas de superventas son, al menos en potencia, víctimas de espirales de autoalimentación. Ésta es la razón por la que los editores se gastan mucho dinero al principio de la carrera de un libro, en un arduo intento de hacerlo pasar por el umbral de la masa crítica de la lista de superventas. La esperanza es que entonces «despegará». Cuanto más tienes, más obtienes, con la característica adicional del despegue súbito, que necesitamos por mor de la analogía. Un ejemplo teatral de una espiral de autoalimentación que fue en la dirección opuesta es la histórica quiebra de Wall Street y otros casos en los que la venta de acciones debida al pánico en el mercado de valores se alimenta a sí misma en un descenso en barrena.

La coadaptación evolutiva no tiene necesariamente la propiedad explosiva adicional de alimentarse automáticamente. No hay ninguna razón para suponer que, en la evolución de nuestra mosca imitadora de arañas, la coadaptación de la forma de la araña y del comportamiento de la araña fue explosiva. Para que así fuera, sería necesario que el parecido inicial, pongamos una ligera semejanza anatómica a una araña, estableciera una presión aumentada para imitar el comportamiento de la araña. Esto, a su vez, alimentó una presión todavía mayor para imitar la forma de la araña, y así sucesivamente. Pero, como digo, no hay razón para pensar que ocurrió de esta manera; no hay razón para suponer que la presión se alimentó a sí misma y, por tanto, aumentó a medida que iba y venía. Como expliqué en El relojero ciego, es posible que la evolución de la cola de las aves del paraíso, el abanico del pavo real y otros ornamentos extravagantes por selección sexual sea genuinamente explosiva y de autoalimentación. Puede que aquí sea realmente de aplicación el principio de «cuanto más tienes, más obtienes».

En el caso de la evolución del cerebro humano, sospecho que estamos buscando algo explosivo, de autoalimentación, como la reacción en cadena de la bomba atómica o la evolución de la cola de un ave del paraíso, más que como la mosca que imita a la araña. El atractivo de esta idea es su capacidad para explicar por qué, entre un conjunto de especies de simios africanos con el cerebro del tamaño del de un chimpancé, una de ellas se adelantó de repente a las demás por ninguna razón evidente. Es como si un acontecimiento aleatorio hubiera dado un empujoncito al cerebro de los homínidos para rebasar un umbral, algo equivalente a una «masa crítica», y después el proceso despegó explosivamente porque se alimentaba automáticamente.

¿En qué pudo haber consistido este proceso de autoalimentación? La conjetura que ofrecí en mi Conferencia de Navidad de la Institución Real fue «Coevolución software/hardware». Como sugiere su nombre, puede explicarse mediante una analogía informática. Lamentablemente para la analogía, la ley de Moore no parece explicarse por ningún proceso sencillo de autoalimentación. La mejora de los circuitos integrados a lo largo de los años parece haberse producido por un conjunto desordenado de cambios, que es lo que hace intrigante que la mejora sea aparentemente exponencial y uniforme. No obstante, seguramente existe una coevolución de programa/circuitería que impulsa la historia de los avances informáticos. En concreto, hay algo que corresponde a atravesar un umbral después de que se ha sentido una «necesidad» reprimida.

En los primeros tiempos de los ordenadores personales, éstos ofrecían únicamente un programa primitivo de procesamiento de textos; el mío ni siquiera saltaba automáticamente de línea al terminar ésta. Por entonces yo era un adicto de la programación informática y (me avergüenza un poco admitirlo) llegué al extremo de escribir mi propio programa de procesamiento de textos, llamado «Scrivener», que utilicé para escribir El relojero ciego (¡y que, de otra forma, se habría terminado antes!). Durante el desarrollo de Scrivener me sentía cada vez más frustrado con la idea de utilizar el teclado para mover el cursor por la pantalla. Yo sólo quería señalar. Di vueltas a la idea de utilizar una palanca de mando o Joystick como las que se suministran con los juegos de ordenador, pero no conseguía descubrir cómo hacerlo. Sentía de manera abrumadora que el programa que deseaba escribir se topaba con el impedimento de la carencia de un descubrimiento crítico en la circuitería; Más tarde descubrí que el dispositivo que yo necesitaba desesperadamente, pero que no fui lo bastante listo para imaginar, había sido inventado mucho antes. Este dispositivo era, naturalmente, el ratón.

El ratón fue un avance en el equipo físico, concebido en la década de 1960 por Douglas Engelbart, que previo que haría posible un nuevo tipo de programas. Esta innovación en la programación la conocemos ahora, en su forma avanzada, como Interfaz Gráfico de Usuario, o GUI, y fue desarrollada en los años setenta por el equipo brillante y creativo de Xerox PARC, esa Atenas del mundo moderno. Fue comercializado con éxito por Apple en 1983, y después copiado por otras compañías bajo nombres tales como VisiOn, GEM y (la que hoy en día tiene más éxito comercial) Windows. El quid de la cuestión es que una explosión de programación ingeniosa se vio, en cierto sentido, contenida, a la espera de irrumpir en el mundo, pero tuvo que esperar a que apareciera una pieza crucial de circuitería, el ratón. Con posterioridad, la expansión del programa GUI planteó nuevas exigencias al equipo físico, que tuvo que hacerse más rápido y más espacioso para habérselas con las necesidades de los gráficos. Ello, a su vez, permitió una afluencia de programas nuevos y más refinados, especialmente programas capaces de explotar los gráficos de alta velocidad. La espiral programación/circuitería continuó y su última producción es la red mundial. ¿Quién sabe qué generarán las futuras vueltas de la espiral?

Y luego, si se mira hacia el futuro, resulta que la potencia [de los ordenadores] va a ser utilizada para muchas cosas. Mejoras increméntales y facilidad de utilizar cosas, y después ocasionalmente uno sobrepasa un umbral y algo nuevo es posible. Esto fue así con la interfaz gráfica de usuario. Todas las salidas y todos los programas se hicieron gráficos, lo que nos costó grandes cantidades de potencia de CPU y valió la pena… En realidad, tengo mi propia ley de programación, la Ley de Nathan, que dice que la programación crece más rápido que la Ley de Moore. Y ésta es la razón por la que hay una Ley de Moore.

Nathan Myhrvold, jefe de Tecnología, Microsoft Corporation (1998)

Volviendo a la evolución del cerebro humano, ¿qué estamos buscando para completar la analogía? ¿Una pequeña mejora en la circuitería, quizás un ligero aumento en el tamaño del cerebro, que hubiera pasado inadvertido si no hubiera permitido una nueva técnica de programación que, a su vez, desencadenó una espiral floreciente de coevolución? El nuevo programa cambió el entorno en el cual la circuitería del cerebro estaba sujeta a la selección natural. Ello dio lugar a una fuerte presión darwiniana para mejorar y ampliar la circuitería, sacar partido del nuevo programa, y una espiral de autoalimentación se puso en marcha, con resultados explosivos.

En el caso del cerebro humano, ¿cuál pudo ser el avance floreciente en el programa? ¿Qué fue el equivalente del GUI? Daré el ejemplo más claro que puedo aportar del tipo de cosa que pudo haber sido, sin ni por un momento comprometerme con la idea de que fue ésta la que inauguró realmente la espiral. Mi ejemplo claro es el lenguaje. Nadie sabe cómo empezó. No parece que exista nada parecido a la sintaxis en los animales no humanos, y es difícil imaginar precursores evolutivos de la misma. Igualmente oscuro es el origen de la semántica, de las palabras y su significado. Sonidos que significan cosas tales como «dame de comer» o «vete» son comunes en el reino animal, pero los seres humanos hacemos algo muy distinto. Como otras especies, poseemos un repertorio limitado de sonidos básicos, los fonemas, pero somos únicos a la hora de recombinar dichos sonidos, hilvanándolos en un número indefinidamente grande de combinaciones para que signifiquen cosas que son fijadas sólo mediante convención arbitraria. El lenguaje humano es abierto en su semántica: los fonemas pueden recombinarse para confeccionar un diccionario de palabras que se expande de manera indefinida. Y es abierto asimismo en su sintaxis: las palabras pueden recombinarse en un número indefinidamente grande de sentencias mediante incrustación recursiva: «El hombre viene para acá. El hombre que capturó al leopardo viene para acá. El hombre que capturó al leopardo que mató las cabras viene para acá. El hombre que capturó al leopardo que mató las cabras que nos dan leche viene para acá». Adviértase cómo la frase crece en el medio, mientras que los extremos (sus partes fundamentales) permanecen iguales. Cada una de las cláusulas subordinadas incrustadas puede crecer de la misma manera, y no existe límite al crecimiento permisible. Este tipo de ampliación potencialmente infinita, que se hace posible de pronto por una única innovación sintáctica, parece ser exclusiva del lenguaje humano.

Nadie sabe si el lenguaje de nuestros antepasados pasó por un estadio prototípico con un vocabulario pequeño y una gramática simple antes de evolucionar gradualmente hasta el punto presente en el que todos los miles de lenguajes del mundo son muy complejos (se dice que todos son exactamente igual de complejos, pero esto suena demasiado perfecto desde el punto de vista ideológico para ser enteramente plausible). Me inclino por pensar que fue gradual, pero no es totalmente evidente que tuviera que serlo. Hay quien piensa que surgió de repente, más o menos literalmente inventado por un único genio en un lugar determinado y en un momento determinado. Ya fuera gradual o repentino, podría explicarse una historia similar de coevolución de programa/circuitería. Un mundo social en el que existe el lenguaje es un mundo social completamente distinto de uno en el que no existe. Las presiones selectivas sobre los genes ya no serán nunca las mismas. Los genes se encuentran en un mundo que es más espectacularmente distinto que si una glaciación hubiera golpeado de repente o si algún depredador terrible y nuevo hubiera llegado de pronto a aquella tierra. En el nuevo mundo social en el que el lenguaje apareció por primera vez en escena tuvo que haber una selección natural espectacular en favor de los individuos genéticamente equipados para explotar las nuevas condiciones. Esto me recuerda la conclusión del capítulo anterior, en el que hablé de que los genes se seleccionan para sobrevivir en mundos virtuales construidos socialmente por el cerebro. Es casi imposible sobreestimar las ventajas de que pudieron haber gozado los individuos capaces de sobresalir a la hora de sacar partido del nuevo mundo lingüístico. No es sólo que el cerebro se hiciera más grande para habérselas con la gestión del propio lenguaje. Es también que el mundo entero en el que vivían nuestros antepasados se transformó como consecuencia de la invención del habla.

Pero he utilizado el ejemplo del lenguaje únicamente para hacer plausible la idea de la coevolución programa/circuitería. Pudo no haber sido el lenguaje lo que hizo saltar al cerebro humano por encima de su umbral crítico para la inflación, aunque tengo el presentimiento de que desempeñó un papel importante. Resulta controvertido que la circuitería moduladora del sonido en la garganta fuera capaz de lenguaje por la época en la que el cerebro comenzó a expandirse. Existen algunos indicios fósiles que sugieren que nuestros probables antepasados Homo habilis y Homo erectus, debido a su laringe apenas descendida, probablemente no eran capaces de articular la gama completa de sonidos vocálicos que la garganta moderna pone a nuestra disposición. Algunas personas creen que esto indica que el propio lenguaje llegó tarde en nuestra evolución. Pienso que ésta es una conclusión poco imaginativa. Si hubo coevolución programa/circuitería, el cerebro no es el único equipo físico que cabe esperar que hubiera mejorado en la espiral. El aparato vocal habría evolucionado en paralelo, y el descenso evolutivo de la laringe es uno de los cambios de equipo físico que el propio lenguaje habría impulsado. Pobreza de vocales no es lo mismo que ninguna vocal en absoluto. Incluso si el habla de Homo erectus hubiera parecido monótona para nuestras pautas exigentes, todavía pudo haber servido de escenario para la evolución de la sintaxis, la semántica y el descenso autoalimentario de la misma laringe. Dicho sea de paso, es concebible que Homo erectus construyera barcas además de usar el fuego; no debiéramos subestimarlo.

Dejando un momento de lado el lenguaje, ¿qué otras innovaciones de programación podrían haber hecho pasar a nuestros antepasados por encima del umbral crítico e iniciado la escalada coevolutiva? Permítaseme sugerir dos que podrían haber surgido de forma natural a partir de la evolución de la afición de nuestros antepasados por la carne y la caza. La agricultura es un invento reciente. La mayoría de nuestros antepasados homínidos fueron cazadores recolectores. Los que subsisten todavía a base de este antiguo modo de vida suelen ser rastreadores formidables. Pueden leer patrones de huellas, vegetación perturbada, excrementos depositados y restos de pelo para construir una imagen detallada de acontecimientos sobre un área grande. Un patrón de huellas de pisadas es un gráfico, un mapa, una representación simbólica de una serie de incidentes en el comportamiento animal. ¿Recuerda el lector a nuestro hipotético zoólogo, cuya capacidad de reconstruir ambientes del pasado mediante la lectura del cuerpo y el ADN de un animal justificaba la afirmación de que un animal es un modelo de su ambiente? ¿Acaso no podríamos decir algo parecido de un experto rastreador !Kung San, que sólo tiene que leer las huellas de pisadas en el suelo del Kalahari para reconstruir una pauta, una descripción o modelo detallados del comportamiento de un animal en el pasado reciente? Adecuadamente leídas, estas pistas suponen mapas e imágenes, y me parece plausible que la capacidad de leer dichos mapas e imágenes pudiera haber surgido en nuestros antepasados antes del origen del habla.

Supóngase que una cuadrilla de cazadores Homo habilis necesita planear una cacería cooperativa. En un notable y estremecedor filme de 1992 para la televisión, Too Close for Comfort [Demasiado cercanos para estar cómodos], David Attenborough presenta a chimpancés actuales ejecutando lo que parece ser una actividad cuidadosamente planeada y terminada con éxito de empujar y emboscar a un colobo, mono que después despedazan y devoran. No hay ninguna razón para pensar que los chimpancés se comunicaron unos a otros ningún plan detallado antes de empezar la caza, pero hay todas las razones para pensar que Homo habilis pudo haberse beneficiado de tal comunicación si es que se había conseguido. ¿Cómo pudo haberse desarrollado tal comunicación?

Supóngase que uno de los cazadores, al que podemos considerar un cabecilla, tiene un plan para emboscar a un alce africano o elán, y desea transmitir el plan a sus colegas. Sin duda puede imitar el comportamiento del alce africano, quizá cubriéndose con una piel para tal fin, como los pueblos cazadores hacen hoy con fines rituales o festivos; y puede imitar las acciones que quiere que sus cazadores realicen: estudiada exageración de los movimientos furtivos en el acercamiento cauteloso a la presa, conducción ruidosa y conspicua, alarma súbita en la emboscada final. Pero puede hacer más cosas, y en esto se parecería a cualquier oficial del ejército. Puede señalar objetivos y planear maniobras sobre un mapa de la zona.

Nuestros cazadores, podemos suponer, son todos rastreadores expertos, con una intuición para disponer, en el espacio bidimensional, las huellas de pisadas y otros rastros: una pericia que puede haber ido más allá de lo que nosotros (a menos que nosotros mismos seamos cazadores !Kung San) podemos imaginar fácilmente. Están completamente acostumbrados a la idea de seguir una pista, y de imaginarla dispuesta sobre el terreno como si de un mapa de tamaño natural y de un gráfico temporal de los movimientos de un animal se tratara. ¿Qué sería más natural para el cabecilla del grupo que coger un palo y dibujar sobre el polvo un modelo a escala de esta imagen temporal: un mapa de un movimiento sobre una superficie? El cabecilla y sus cazadores están completamente acostumbrados a la idea de que una serie de huellas de pezuñas indica el flujo de ñus a lo largo de la orilla fangosa de un río. ¿Por qué no habría de dibujar una línea que indicara el flujo del propio río en un mapa a escala en el polvo? Acostumbrados como están a seguir las huellas humanas desde su propio hogar al río, ¿por qué razón el cabecilla no habría de señalar en su mapa la posición de la cueva en relación al río? Moviéndose alrededor del mapa con su palo, el cazador podría indicar la dirección de acercamiento por parte del alce africano, el ángulo de aproximación que propone, la localización de la emboscada; indicarlos literalmente mediante dibujos en la arena.

¿Podría algo como esto haber sido la manera en que nació la idea de una representación a escala reducida en dos dimensiones, como una generalización natural de la importante habilidad de leer huellas de pisadas de animales? Quizá la idea de dibujar el aspecto de los mismos animales surgió del mismo origen. Es evidente que la impresión en el fango de una pezuña de ñu es la imagen negativa del objeto real. La pisada fresca de un león debió de producir miedo. ¿Acaso engendró también, en un destello cegador, el darse cuenta de que se podía dibujar una representación de una parte de un animal, y de aquí, por extrapolación, el animal entero? Quizás el destello cegador que llevó al primer dibujo de un animal entero llegó a partir de la impresión de un cadáver completo, arrastrado del fango que se había endurecido a su alrededor.

O bien una imagen menos clara en la hierba pudo haber sido rellenada de carne por el propio programa de realidad virtual de la mente.

Porque la hierba de la montaña

No puede hacer otra cosa que conservar la forma

Allí donde la liebre de montaña se ha tendido.[36]

W.B. Yeats, «Memoria» (1919)

El arte representacional de todo tipo (y probablemente también el arte no representacional) depende de darse cuenta de que una determinada cosa puede hacerse pasar por alguna otra y que esto puede ayudar al pensamiento o a la comunicación. Las analogías y metáforas que subyacen a lo que he estado llamando ciencia poética (buena y mala) son otras manifestaciones de la misma facultad humana de producción de símbolos. Reconozcamos un continuo, que puede representar una serie evolutiva. En un extremo del continuo permitimos que las cosas representen otras cosas a las que se parecen, como en las pinturas rupestres de búfalos. En el otro extremo están los símbolos que no se parecen de manera evidente a las cosas que representan, como la palabra «búfalo», que significa lo que significa sólo debido a una convención arbitraria que todos los angloparlantes respetan.[37] Los estadios intermedios a lo largo del continuo pueden representar, como dije, una evolución progresiva. Puede que nunca sepamos cómo empezó. Pero quizá mi relato de las huellas de pisadas representa el tipo de discernimiento que pudo verse implicado cuando la gente empezó a pensar por analogía, y a partir de aquí se dio cuenta de la posibilidad de representación semántica. Diera o no origen a la semántica, mi mapa del rastreador se une al lenguaje como mi segunda sugerencia para una innovación del programa que pudo haber desencadenado la espiral coevolutiva que impulsó la expansión de nuestro cerebro. ¿Pudo haber sido el dibujo de mapas lo que lanzó a nuestros antepasados más allá del umbral crítico que los demás simios no consiguieron cruzar?

Mi tercera innovación posible del programa se inspira en una sugerencia de William Calvin. Este autor propuso que los movimientos balísticos, tales como lanzar proyectiles a un blanco distante, plantean exigencias computacionales especiales al tejido nervioso. Su idea era que la conquista de este problema concreto, originalmente quizá para fines de caza, equipó al cerebro para hacer muchas otras cosas importantes como subproducto.

En una playa de guijarros, Calvin se divertía tirando piedras a un tronco e inadvertidamente la acción lanzó (la metáfora no es accidental) una productiva sucesión de ideas. ¿Qué tipo de computación tiene que hacer el cerebro cuando lanzamos algo a un blanco, tal como nuestros antepasados tuvieron que hacer cada vez de manera creciente mientras desarrollaban el hábito de cazar? Un componente crucial de un tiro preciso es la sincronización. Sea cual sea la acción del brazo que uno prefiera, ya sea lanzar por bajo, bolear o arrojar por alto, o lanzar con efecto de muñeca, el momento exacto en el que uno deja ir el proyectil marca la diferencia. Piénsese acerca de la acción por alto de un boleador en el criquet (el lanzamiento en los bolos difiere del del béisbol en que el brazo debe permanecer recto, y esto hace más fácil pensar en ello). Si se suelta la bola demasiado pronto, vuela sobre la cabeza del bateador. Si se suelta demasiado tarde, se clava en el suelo. ¿Cómo consigue el sistema nervioso la hazaña de liberar el proyectil exactamente en el momento preciso, ajustado a la velocidad del movimiento del brazo? A diferencia de una arremetida con la espada, en la que se puede corregir la puntería hasta el mismo momento de llegar al blanco, bolear o lanzar es un problema balístico. El proyectil abandona la mano y a partir de entonces está fuera de nuestro control. Hay otros movimientos de destreza, como clavar un clavo con un martillo, que son efectivamente balísticos, aunque la herramienta o el arma no abandone nuestra mano. Todo el cómputo debe hacerse por adelantado: «navegación a estima».

Una manera de resolver el problema del momento de liberar una piedra o una lanza cuando se arrojan sería computar las contracciones necesarias de los músculos individuales al vuelo, mientras el brazo está en movimiento. Los ordenadores digitales modernos serían capaces de esta hazaña, pero el cerebro es demasiado lento. Calvin razonó, en cambio, que el sistema nervioso, al ser lento, se desenvolvería mejor con una memoria amortiguadora de órdenes rutinarias a los músculos. Toda la secuencia de lanzar una bola de criquet, o de arrojar una lanza, está preprogramada en el cerebro como una lista prerregistrada de órdenes de crispamiento de músculos individuales, empaquetadas en el orden en el que deben emitirse.

Es evidente que los blancos más distantes son más difíciles de acertar. Calvin desempolvó sus libros de física y encontró la manera de calcular la «ventana de lanzamiento» decreciente a medida que uno intenta mantener la precisión para lanzamientos cada vez más largos. La expresión «ventana de lanzamiento» pertenece a la jerga espacial. Los científicos expertos en cohetes (esa profesión proverbialmente talentosa) calculan la ventana de oportunidad durante la cual deben lanzar una nave espacial si quieren llegar, pongamos por caso, a la Luna. Si se dispara demasiado pronto, o demasiado tarde, se yerra el lanzamiento. Calvin calculó que la ventana de lanzamiento para un blanco del tamaño de un conejo situado a cuatro metros de distancia tenía unos 11 milisegundos de anchura. Si dejaba ir su piedra demasiado pronto, ésta pasaba por encima del conejo. Si la sostenía durante demasiado tiempo, su piedra se quedaba corta. La diferencia entre demasiado corta y demasiado larga era de sólo 11 milisegundos, cerca de una centésima de segundo. Puesto que es un experto en la temporización de las neuronas, esto preocupó a Calvin, porque sabía que el margen normal de error de una célula nerviosa es superior a esta ventana de lanzamiento. Pero también sabía que los seres humanos que son buenos lanzadores son capaces de alcanzar un blanco tal a esa distancia, incluso corriendo. Yo mismo no he olvidado nunca el espectáculo de mi contemporáneo de Oxford, el nabab de Pataudi (uno de los más grandes jugadores de criquet de la India, incluso después de haber perdido un ojo), jugando por la universidad y lanzando la bola con velocidad y precisión devastadoras a la meta, una y otra vez, incluso mientras corría a una velocidad que intimidaba visiblemente a los bateadores al tiempo que aumentaba la puntuación de su equipo.

Calvin tenía un misterio que resolver. ¿Cómo es que lanzamos tan bien? La respuesta, decidió, tiene que residir en la ley de los grandes números. No hay un solo circuito de temporización que pueda conseguir la precisión de un cazador !Kung que arroja una lanza, o de un jugador de criquet que dispara una bola. Tiene que haber muchísimos circuitos de temporización trabajando en paralelo, y sus efectos tienen que promediarse para alcanzar la decisión final de cuándo liberar el proyectil. Y ahora llega el quid de la cuestión. Después de haber desarrollado una población de circuitos de temporización y secuenciación para un determinado fin, ¿por qué no dedicarlos a otros propósitos? El propio lenguaje se basa en la secuenciación precisa. Lo mismo ocurre con la música, la danza, incluso el pensar planes para el futuro. ¿Pudo el lanzamiento haber sido el precursor del discernimiento mismo? Cuando lanzamos nuestra mente hacia delante en la imaginación, ¿estamos haciendo algo casi literal, al tiempo que metafórico? Cuando se emitió la primera palabra, en algún lugar de África, ¿estaba el hablante imaginándose a sí mismo lanzando un proyectil desde su boca a su pretendido oyente?

Mi cuarto candidato para el programa que toma parte en la coevolución de programa/circuitería es el «meme», la unidad de herencia cultural. Ya hemos aludido a él al comentar el «despegue» de los supervenías, como si de una epidemia se tratara. Aquí me serviré de libros de mis colegas Daniel Dennett y Susan Blackmore, que se cuentan entre los diversos teóricos del meme desde que la palabra se acuñó por primera vez en 1976. Los genes se replican, y son copiados de padres a hijos a lo largo de las generaciones. Un meme es, por analogía, cualquier cosa que se replica a sí misma de un cerebro a otro, a través de cualquier medio disponible de copia. Puede discutirse si la semejanza entre gen y meme es poesía científica buena o mala. En conjunto, sigo pensando que es buena, aunque si uno busca el término en la red se encontrará con multitud de ejemplos de entusiastas que se han dejado llevar y han ido demasiado lejos. Incluso parece que está surgiendo algún tipo de religión del meme; me cuesta decidir si se trata de una broma o no.

Mi esposa y yo padecemos ocasionalmente insomnio cuando se apodera de nuestra mente una melodía que se repite una y otra vez en la cabeza, de manera implacable y sin compasión, a lo largo de toda la noche. Determinadas melodías son culpables especialmente malos, por ejemplo «Masochism Tango» (Tango del masoquismo), de Tom Lehrer. La música no tiene excesivo mérito (a diferencia de la letra, que rima de manera brillante), pero es imposible quitársela de encima una vez te tiene en su poder. Ahora hemos establecido un pacto en el sentido de que, si tenemos una de las canciones peligrosas en el cerebro durante el día (Lennon y McCartney son otros culpables principales), bajo ninguna circunstancia la cantaremos o la silbaremos cuando llegue la hora de acostamos, por miedo a infectar al otro. Esta idea de que una canción en un cerebro puede «infectar» a otro cerebro es pura jerga memética.

Lo mismo puede ocurrir cuando uno está despierto. Dennett cuenta la siguiente anécdota en Darwin’s Dangerous Idea (1995):

El otro día me sentí avergonzado (consternado) cuando me di cuenta de que mientras andaba estaba tarareando una melodía para mí mismo. No era un tema de Haydn o Brahms, ni de Charlie Parker o incluso de Bob Dylan: estaba tarareando enérgicamente «It takes two to tango» (Hacen falta dos para bailar el tango), un ejemplo deprimente y completamente irredento de canción hueca para los oídos que fue inexplicablemente popular en algún momento de la década de los cincuenta. Estoy seguro de que nunca en mi vida he elegido esta melodía, nunca me ha gustado esta melodía ni de ningún modo la he juzgado mejor que el silencio, pero ahí estaba, un horrible virus musical, al menos tan robusto en el acervo mémico como cualquier melodía que realmente estime. Y ahora, para empeorar las cosas, he resucitado el virus en muchos de los lectores, que sin duda me maldecirán durante los próximos días cuando se encuentren a sí mismos tarareando, por primera vez en cerca de treinta años, esta latosa canción.

Para mí, el retintín exasperante es, con mucha frecuencia, no una canción, sino una frase que se repite sin cesar, no una frase con algún significado evidente, sólo un fragmento de lenguaje que yo, o alguna otra persona, ha dicho quizá en algún momento del día. No está claro por qué se escoge una determinada frase o canción, pero, una vez allí, es extraordinariamente difícil cambiarla. Se repite una y otra vez. En 1876, Mark Twain escribió un relato corto, «Una pesadilla literaria». En él, su mente era asaltada por un ridículo fragmento de instrucción versificada a un conductor de autobús con una máquina de billetes, cuyo estribillo era «Perfore en presencia del pasajero».

Perfore en presencia del pasajero

Perfore en presencia del pasajero

Posee un ritmo parecido al de un mantra, y casi no me atrevía a citarlo por miedo a infectar al lector. Me estuvo dando vueltas por la cabeza durante todo un día después de haber leído el relato de Mark Twain. El narrador de Twain se libró finalmente del estribillo cuando se lo pasó al vicario, que a su vez se volvió loco. Este aspecto de «cerdo gadareno»[38] del relato (la idea de que cuando se pasa un meme a alguna otra persona uno lo pierde) es la única parte que no suena verosímil. El hecho de infectar a otra persona con un meme no significa que uno limpie su cerebro del mismo.

Los memes pueden ser buenas ideas, buenas canciones, buenos poemas, así como mantras que se pronuncian bobamente. Cualquier cosa que se propaga por imitación, al igual que los genes se propagan por reproducción corporal o infección vírica, es un meme. El principal interés de los memes es que existe al menos la posibilidad teórica de una verdadera selección darwiniana de memes, en paralelo a la familiar selección de genes. Los memes que se extienden lo hacen porque son buenos a la hora de diseminarse. El estribillo implacable de Dennett, como el de mi mujer y el mío, era un tango. ¿Acaso hay algo insidioso en el ritmo del tango? Bueno, necesitamos más indicios. Pero la idea general de que algunos memes pueden ser más infectantes que otros debido a sus propiedades inherentes es suficientemente razonable.

Al igual que pasa con los genes, podemos esperar que el mundo se llene de memes que son buenos en el arte de ser copiados de un cerebro a otro. Podemos advertir que algunos memes, como el estribillo de Mark Twain, poseen realmente esta propiedad, aunque no seamos capaces de analizar qué es lo que se la confiere. Basta con que los memes varíen en su carácter infeccioso para que la selección darwiniana se ponga en marcha. A veces podemos averiguar qué es lo que tiene un meme que le ayuda a propagarse. Dennett advierte que el meme de la teoría de la conspiración posee una respuesta integrada a la objeción de que no hay pruebas suficientes de la conspiración: «Naturalmente que no; ¡esto indica lo potente que es la conspiración!».

Los genes se propagan por la simple razón de su efectividad de parásito, como en un virus. Podemos pensar que esta propagación por la propagación es bastante fútil, pero a la naturaleza no le interesan nuestros juicios, de futilidad o de lo que sea. Si un fragmento de código tiene lo que hace falta, se propaga y eso es todo. Los genes pueden también propagarse por lo que pensamos que es una razón más «legítima» (porque mejoran la agudeza visual de un halcón, por ejemplo). Son las que se nos ocurren cuando pensamos en el darwinismo. En Escalando el monte Improbable expliqué que tanto el ADN de un elefante como el de un virus son programas del tipo «Duplícame». La diferencia es que uno de ellos tiene una divagación grande hasta casi lo fantástico: «Duplícame construyendo primero un elefante». Pero ambos tipos de programa se difunden porque, cada uno a su manera, son buenos a la hora de difundirse. Lo mismo vale para los memes. El retiñir de los tangos sobrevive en el cerebro, e infecta a otros cerebros, por razones de pura efectividad parasitaria. Se encuentran cerca del extremo vírico del espectro. Las grandes ideas filosóficas, las brillantes intuiciones matemáticas, las técnicas ingeniosas para hacer nudos o construir pucheros, sobreviven en el acervo mémico por razones que están más cerca del extremo «legítimo» o «elefantino» de nuestro espectro darwiniano.

Los memes no podrían extenderse si no fuera por la valiosa tendencia biológica de los individuos a imitar. Existen muchas buenas razones por las que la imitación se vio favorecida por la selección natural convencional que opera sobre los genes. Los individuos que están genéticamente predispuestos a imitar gozan de un acceso rápido a habilidades que a otros les puede haber costado mucho tiempo desarrollar. Uno de los ejemplos más acabados es la extensión de la costumbre de abrir botellas de leche entre los herrerillos europeos. La leche se reparte en botellas, muy temprano, de puerta en puerta en los hogares británicos, y por lo general permanece allí algún tiempo antes de ser retirada. Un pájaro es capaz de perforar el cierre, pero no es ésta una cosa que resulte evidente para un pájaro. Lo que ocurrió es que una serie de asaltos epidémicos a la parte superior de botellas de leche por parte de herrerillos comunes [Parus caeruleus) se extendió a partir de focos geográficos discretos en Gran Bretaña. Epidémicos es exactamente la palabra adecuada. Los zoólogos James Fisher y Robert Hinde pudieron documentar la expansión de la costumbre en la década de los cuarenta, cuando se propagó por imitación a partir de los puntos focales desde los que empezó, descubierta presumiblemente por unos cuantos pájaros aislados: islas de inventiva y fundadores de epidemias de memes.

Se pueden contar historias similares de los chimpancés. Pescar termes introduciendo ramitas en un termitero se aprende por imitación. Lo mismo puede decirse de la habilidad de romper nueces con piedras sobre un tocón o una piedra que hacen de yunque, y que se da en algunas áreas locales de África occidental pero no en otras. Nuestros antepasados homínidos aprendieron ciertamente pericias vitales al imitarse unos a otros. Entre los grupos tribales que sobreviven, la manufactura de utensilios de piedra, la tejeduría, las técnicas de pesca, techar con paja, producir cerámica, encender fuego, cocinar, trabajar el hierro, todas estas habilidades se aprenden por imitación. Linajes de maestros y aprendices son el equivalente memétíco de los linajes genéticos de antecesores/descendientes. El zoólogo Jonathan Kingdon ha sugerido que algunas de las habilidades de nuestros antecesores empezaron cuando los seres humanos imitaron a otras especies. Por ejemplo, las telarañas pudieron haber inspirado la invención de redes de pesca y de cuerdas y cordeles, los nidos de los tejedores la invención de nudos o la construcción de techos de bálago.

Los memes, a diferencia de los genes, no parecen haberse unido para construir «vehículos» grandes (los cuerpos) para alojarse juntos y sobrevivir. Los memes delegan en los vehículos construidos por los genes (a menos, como se ha sugerido, que se considere que Internet es un vehículo de memes). Pero los memes manipulan el comportamiento de los cuerpos vivos, y con no menos efectividad. La analogía entre evolución genética y memética empieza a ponerse interesante cuando aplicamos nuestra lección del «cooperador egoísta». Los memes, al igual que los genes, sobreviven en presencia de otros memes. Una mente puede estar predispuesta, por la presencia de determinados memes, a mostrarse receptiva a otros memes concretos. Así como el acervo génico de una especie se convierte en un colectivo cooperativo de genes, del mismo modo un grupo de mentes (una «cultura», una «tradición») se convierte en un colectivo cooperativo de memes, lo que podemos llamar un memeplejo o complejo de memes. Como en el caso de los genes, es un error considerar que todo el colectivo es una unidad que es seleccionada como una entidad única. La manera adecuada de verlo es en términos de memes que se ayudan mutuamente, cada uno de los cuales proporciona un ambiente que favorece a los demás. Cualesquiera que sean las limitaciones de la teoría de los memes, pienso que la idea de que una cultura o una tradición, una religión o una tendencia política crecen según el modelo del «cooperador egoísta» es, probablemente, al menos una parte importante de la verdad.

Dennett evoca vívidamente la imagen de la mente como un vivero hirviente de memes. Incluso va más lejos, al defender la hipótesis de que «la conciencia humana es en sí misma un enorme complejo de memes…». Esto lo hace, junto a muchas otras cosas, de manera persuasiva y extensa, en su libro La conciencia explicada (1991). Posiblemente no podría resumir la intrincada serie de argumentos de este libro, de manera que me contentaré con otra cita característica más:

El refugio al que todos los memes necesitan llegar es la mente humana, pero una mente humana es en sí misma un artefacto creado cuando los memes reestructuran un cerebro humano con el fin de hacer de él un habitat mejor para memes. Las vías de entrada y de salida son modificadas para adaptarse a las condiciones locales, y reforzadas mediante varios dispositivos artificiales que aumentan la fidelidad y la prolijidad de replicación: las mentes de los chinos nativos difieren espectacularmente de las de los franceses nativos, y las mentes letradas difieren de las iletradas. Lo que los memes proporcionan a cambio a los organismos en los que residen es un almacén incalculable de ventajas… con algunos caballos de Troya intercalados para dar el peso… Pero si es cierto que las mentes humanas son ellas mismas, en una medida muy grande, la creación de memes, entonces la polaridad de visión que consideramos anteriormente no puede sostenerse; no puede ser «los memes frente a nosotros», porque las infestaciones anteriores de memes ya han desempeñado un papel principal en determinar quiénes o qué somos.

Hay una ecología de los memes, una pluvisilva tropical de memes, un termitero de memes. Los memes no sólo saltan de una mente a otra por imitación, en la cultura. Esta es sólo la punta fácilmente visible del iceberg. También prosperan, se multiplican y compiten dentro de nuestras mentes. Cuando anunciamos al mundo una buena idea, ¿quién sabe qué selección subconsciente cuasidarwiniana ha estado funcionando entre bastidores dentro de nuestra cabeza? Nuestra mente es invadida por memes del mismo modo que las antiguas bacterias invadieron las células de nuestros antepasados y se convirtieron en mitocondrias. Parecidos al gato de Cheshire, los memes se funden en nuestra mente, se convierten incluso en nuestra mente, de la misma manera que las células eucariotas son colonias de mitocondrias, cloroplastos y otras bacterias. Esto suena como una fórmula perfecta para las espirales coevolutivas y el aumento del cerebro humano, pero, específicamente, ¿qué es lo que impulsa la espiral? ¿Dónde reside la autoalimentación, el elemento de «cuanto más tienes, más obtienes»?

Susan Blackmore aborda esta pregunta planteándose otra: «¿A quién imitarás?» A los individuos que son mejores en la destreza que sea, desde luego, pero hay una respuesta más general a la pregunta. Blackmore sugiere que uno debe elegir imitar a los mejores imitadores, pues es más probable que hayan adquirido las mejores habilidades. Y su siguiente pregunta, «¿Con quién te aparearás?» se contesta de manera similar. Uno se aparea con los mejores imitadores de los memes más modernos. De modo que los memes no sólo se seleccionan por su capacidad de diseminarse, los genes se seleccionan en la selección darwiniana ordinaria por su capacidad para producir individuos que son buenos a la hora de diseminar memes. No quisiera robarle la idea a la Dra. Blackmore, pues he tenido el privilegio de ver un borrador de su libro The Meme Machine [La máquina de memes] (1999). Señalaré simplemente que aquí tenemos coevolución de programa/circuitería. Los genes construyen la circuitería. Los memes son el programa. La coevolución es lo que pudo haber impulsado la inflación del cerebro humano.

Dije que volvería a la ilusión del «hombrecillo en el cerebro». No para resolver el problema de la consciencia, que está mucho más allá de mi capacidad, sino para hacer otra comparación entre memes y genes. En The Extended Phenotype [El fenotipo ampliado] argumentaba yo contra el hecho de dar por sentado el organismo individual. No quería decir individual en el sentido consciente, sino en el sentido de un cuerpo único y coherente rodeado de una piel y dedicado a una finalidad más o menos unitaria de sobrevivir y reproducirse. El organismo individual, aducía, no es fundamental para la vida, sino algo que surge cuando los genes, que al principio de la evolución eran entidades separadas y que luchaban entre sí, se unen para formar grupos cooperativos, como «cooperadores egoístas». El organismo individual no es exactamente una ilusión. Es demasiado concreto para esto. Pero es un fenómeno secundario, derivado, un todo ensamblado como consecuencia de las acciones de agentes fundamentalmente separados, incluso en lucha. No desarrollaré la hipótesis, sino que únicamente lanzaré la idea, siguiendo a Dennett y Blackmore, de una comparación con los memes. Quizás el «yo» subjetivo, la persona que siento que soy, es el mismo tipo de semiilusión. La mente es un conjunto de agentes fundamentalmente independientes, incluso antagonistas. Marvin Minsky, el padre de la inteligencia artificial, tituló The Society of Mind [La sociedad de la mente] su libro de 1985. Haya o no que identificar a estos agentes con los memes, el aspecto que estoy señalando ahora es que la sensación subjetiva de que «ahí dentro hay alguien» puede ser una semiilusión ensamblada, emergente, análoga al cuerpo individual que surge en la evolución a partir de la cooperación incómoda de los genes.

Pero esto era un aparte. He estado buscando innovaciones de programa que pudieran haber puesto en movimiento una espiral autoalimentada de coevolución de programa/circuitería que explicara el hinchamiento del cerebro humano. Hasta aquí he mencionado el lenguaje, la lectura de mapas, lanzar objetos y los memes. Otra posibilidad es la selección sexual, que introduje como una analogía para explicar el principio de la coevolución explosiva; pero ¿pudo haber impulsado realmente el aumento del cerebro humano? ¿Impresionaron nuestros antecesores a sus parejas mediante una especie de cola de pavo real mental? ¿Se vio favorecida la circuitería ampliada por sus manifestaciones ostentosas de programa, como la capacidad de recordar los pasos de una danza ritual de complicación formidable? Quizá.

Muchas personas encontrarán que el lenguaje es, por sí mismo, el candidato más persuasivo y a la vez más claro para un disparador programático de la expansión del cerebro, y me gustaría volver a él desde otro punto de vista. Terrence Deacon, en The Symbolic Species [La especie simbólica] (1997), aborda el lenguaje de manera parecida al meme:

No es descabellado pensar en los lenguajes un poco como pensamos en los virus, dejando de lado la diferencia en los efectos constructivos en relación a los destructivos. Los lenguajes son artefactos inanimados, patrones de sonidos y garabatos sobre arcilla o papel, que resulta que se introducen en las actividades del cerebro humano que replica sus partes, las reúne en sistemas y las transmite. El hecho de que la información replicada que constituye un lenguaje no esté organizada en un ser animado no la excluye en modo alguno de ser una entidad adaptativa integrada que evoluciona con respecto a los patrones humanos.

Deacon continúa con una preferencia por un modelo «simbiótico» y no virulentamente parásito, y formula de nuevo la comparación con las mitocondrias y otras bacterias simbiontes en las células. Los lenguajes evolucionan para ser buenos a la hora de infectar el cerebro de los niños. Pero el cerebro de los niños, esas orugas mentales, también evolucionan para ser buenos a la hora de ser infectados por el lenguaje: de nuevo la coevolución.

C.S. Lewis, en «Bluspels and Flalansferes» (1939), nos recuerda el aforismo del filólogo de que nuestro lenguaje está lleno de metáforas muertas. En su ensayo de 1844 «El poeta», el filósofo y poeta Ralph Waldo Emerson dijo: «El lenguaje es poesía fósil». Si no todas nuestras palabras, un gran número de ellas, ciertamente, empezó como metáforas. Lewis menciona «atender», que en algún momento significó «extender». Si atiendo a alguien, extiendo hacia él mis oídos. «Capto» el significado de lo que me dice mientras «suelta» su tema y «remacha» el «clavo». Nos «introducimos» en un tema, «abrimos» una «línea» de pensamiento. He escogido deliberadamente casos cuyo origen metafórico es reciente y, por lo tanto, accesible. Los eruditos en filología ahondarán más (¿ve el lector lo que quiero decir?) y demostrarán que incluso palabras cuyo origen es menos evidente fueron antaño metáforas, quizás en un lenguaje muerto (¿lo capta el lector?). El propio término lenguaje procede de la palabra latina que significa lengua.

Acabo de comprarme un diccionario de jerga contemporánea porque me desconcertó que algunos lectores norteamericanos del manuscrito de este libro me dijeran que algunas de mis palabras inglesas favoritas no serían entendidas al otro lado del Atlántico. Mug, por ejemplo, que significa «tonto, primo o simplón», no se entiende allí. En general, me he asegurado de buscar en el diccionario los términos de jerga que sean en la actualidad universales en el mundo anglófono. Pero me ha intrigado más la sorprendente creatividad de nuestra especie a la hora de inventar un suministro inacabable de nuevas palabras y usos. «Aparcamiento en paralelo» y «desatascar tus cañerías» por copular; «caja tonta» por televisión; «aparcar un flan» por vomitar; «Navidad en un palo» por una persona engreída; «nixon» por acuerdo fraudulento; «bocadillo de mermelada»[39] por coche de policía; estas expresiones de jerigonza representan el filo cortante de una sorprendente riqueza de innovación semántica; e ilustran perfectamente la tesis de C.S. Lewis. ¿Fue así como empezaron todas nuestras palabras?

Al igual que en los «mapas de huellas de pisadas», me pregunto si la capacidad de expresar significados en términos de parecidos simbólicos a otras cosas pudo haber sido el avance crucial en el programa que propulsó la evolución del cerebro humano por encima del umbral en una espiral coevolutiva. Utilizamos la palabra «mastodóntico» como adjetivo sinónimo de «muy grande». ¿Acaso el avance de nuestros antepasados en semántica pudo haberse producido cuando algún genio poético presapiente, mientras se esforzaba por transmitir la idea de «grande» en algún contexto muy distinto dio con la idea de imitar, o dibujar, un mastodonte? ¿Pudo éste haber sido el tipo de avance en el programa que dio el empujoncito para que la humanidad se lanzara a una explosión de coevolución de programa/circuitería? Quizá no fue este ejemplo concreto, porque la idea de tamaño grande se transmite muy fácilmente mediante el gesto universal de la mano que tanto gusta a los pescadores jactanciosos. Pero incluso esto es un avance programático sobre la comunicación del chimpancé en la naturaleza. ¿Y qué hay de imitar a la gacela para significar la gracia delicada y tímida de una muchacha, en una anticipación pliocénica del verso de Yeats «Dos muchachas, ambas hermosas, una de ellas una gacela» («Two girls, both beautiful, one a gazelle»)? ¿Y qué hay de asperjar agua de una calabaza para significar no sólo la lluvia, que es casi demasiado obvio, sino lágrimas cuando se pretende comunicar tristeza? ¿Acaso pudieron nuestros remotos antepasados habilis o erectus haber imaginado (y haber descubierto trascendentalmente la manera de expresar) una imagen como la «lluvia sollozante» (sobbing rain) de John Keats? (Aunque, incidentalmente, las lágrimas mismas son un misterio evolutivo no resuelto.)

Como quiera que empezara, y fuese cual fuese su papel en la evolución del lenguaje, nosotros, seres humanos, de manera única entre toda la estirpe animal, tenemos el don poético de la metáfora; de reconocer cuándo las cosas son como otras cosas y de utilizar la relación como una palanca para nuestros pensamientos y sentimientos. Éste es un aspecto del don de imaginar. Quizá fue ésta la innovación clave en el programa que desencadenó nuestra espiral coevolutiva. Podríamos pensar en ella como el avance clave en el programa de simulación del mundo que fue el tema del capítulo anterior. Quizá fue el paso desde la realidad virtual forzada, en la que el cerebro simula un modelo de lo que los órganos de los sentidos le están diciendo, hasta la realidad virtual no forzada, en la que el cerebro simula cosas que no están realmente allí en aquel momento: imaginación, ensoñaciones, cálculos sobre futuros hipotéticos del tipo «¿qué pasaría si?». Y esto, finalmente, nos lleva de nuevo a la ciencia poética y al tema dominante de todo el libro.

Podemos tomar la realidad virtual en nuestra cabeza y emanciparla de la tiranía de simular sólo la realidad utilitaria. Podemos imaginar mundos posibles, así como los que son. Podemos imaginar futuros posibles así como pasados ancestrales. Con la ayuda de memorias externas y artefactos manipuladores de símbolos (papeles y lápices, abacos y ordenadores) estamos en disposición de construir un modelo operacional del universo y hacerlo funcionar en nuestra cabeza antes de que muramos.

Podemos salir del universo, en el sentido de meter un modelo del universo dentro de nuestro cráneo. No un modelo supersticioso, mezquino, provinciano, lleno de espíritus y de trasgos, astrología y magia, que brilla con falsas ollas de oro allí donde termina el arco iris. Un modelo grande, merecedor de la realidad que regula, pone al día y atempera; un modelo de estrellas y grandes distancias, en el que la noble curva del espaciotiempo de Einstein le roba la escena a la curva del arco de la alianza de Yahvé y lo reduce a su tamaño real; un modelo potente, que incorpora el pasado, nos conduce a través del presente y es capaz de avanzar una gran distancia para ofrecer detalladas construcciones de futuros alternativos y de permitirnos elegir.

Sólo los seres humanos guían su comportamiento por un conocimiento de lo que sucedió antes de que nacieran y una idea preconcebida de lo que puede suceder después de haber muerto: así, sólo los seres humanos encuentran su camino mediante una luz que ilumina más que el pedazo de terreno en el que se encuentran.

P.B. y J.S. Medawar, The Life Science [La ciencia de la vida] (1977)

La luz del proyector pasa pero, de manera estimulante, antes de hacerlo nos da tiempo para comprender algo de este lugar en el que nos encontramos fugazmente y la razón por la que lo hacemos. Somos únicos entre los animales porque prevemos nuestro final. También somos únicos entre los animales porque somos capaces de decir antes de morir: sí, por esto es por lo que valió la pena venir a la vida en primera instancia.

¡Ahora más que nunca parece espléndido morir,

Cesar a la medianoche sin ningún dolor,

Mientras tú emites tu alma a borbotones

En un total éxtasis![40]

John Keats, «Oda a un ruiseñor» (1820)

Un Keats y un Newton que se escucharan mutuamente podrían oír cantar las galaxias.