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Enormes símbolos nebulosos de un romance elevado


Dorar el oro refinado, pintar el lirio,

Echar un perfume a la violeta,

Pulir el hielo, o añadir otro matiz

Al arco iris, o con la luz de una vela

Buscar el hermoso ojo del cielo para decorarlo,

Es un exceso ruinoso y ridículo.*

William Shakespeare, El rey Juan, acto IV, escena ii

*To gild refined gold, to paint the lily,

To throw a perfume on the violet,

To smooth the ice, or add another hue

Unto the rainbow, or with taper light

To seek the beauteous eve of heaven to garnish,

Is wasteful and ridiculous excess.

Un principio central de este libro es que la ciencia, en lo mejor de sí misma, debe dejar sitio a la poesía, señalando analogías y metáforas útiles que estimulen la imaginación y conjuren en la mente imágenes y alusiones que vayan más allá de las necesidades de la comprensión directa. Pero hay poesía buena y poesía mala, y la ciencia poética mala puede conducir a la imaginación por derroteros erróneos. Este peligro es el tema de este capítulo. Por ciencia poética mala entiendo algo más que una redacción incompetente o sin gracia. De hecho, es casi todo lo contrario: me refiero al poder de las imágenes y metáforas poéticas para inspirar mala ciencia, aunque sea buena poesía, quizá más si es buena poesía, porque esto le proporciona un poder aún mayor para engañar.

La mala poesía, en la forma de un ojo demasiado indulgente para la alegoría poética, o la inflación de semejanzas casuales y carentes de significado hasta transformarlos en enormes símbolos nebulosos de un romance elevado (la frase es de Keats), acechan tras muchas usanzas mágicas y religiosas. Sir James Frazer, en La rama dorada (1922), reconoce una categoría principal de magia, a la que denomina magia homeopática o imitativa. La imitación varía de lo literal a lo simbólico. Los dayak de Sarawak se comían las manos y las rodillas de sus enemigos para dar firmeza a sus propias manos y reforzar sus propias rodillas. Aquí la mala idea poética es la noción de que hay alguna esencia de la mano o esencia de la rodilla que puede pasar de una persona a otra. Frazer señala que, antes de la conquista española, los aztecas de México

creían que consagrando el pan sus sacerdotes lo podían convertir en el verdadero cuerpo de su dios, de manera que todos los que luego compartían el pan consagrado tomaban parte en una comunión mística con la deidad al recibir en ellos una porción de su divina sustancia. La doctrina de la transustanciación, o la conversión mágica del pan en carne, era también familiar a los arios de la India antigua mucho antes de la difusión y el auge del cristianismo.

Posteriormente, Frazer generaliza el tema:

Ahora es fácil comprender por qué un salvaje desea consumir la carne de un animal o de un hombre que considera divinos. Al comer el cuerpo del dios adquiere parte de sus atributos divinos, y cuando es un dios de la vid, el jugo de la uva es su sangre; y así, comiendo el pan y bebiendo el vino el devoto consume el cuerpo y la sangre reales de su dios. De este modo, beber vino en los ritos de un dios de la vid como Dionisos no es un acto de juerga, es un sacramento solemne.

En todo el mundo, las ceremonias se basan en una obsesión por las cosas que representan a otras cosas con las que guardan cierto parecido en algún aspecto. En muchos sitios se cree que el polvo de cuerno de rinoceronte es afrodisíaco, aparentemente por ninguna razón mejor que el parecido superficial (y trágico para los rinocerontes) de dicho cuerno con un pene erecto. Los hacedores de lluvia profesionales suelen imitar el trueno o el rayo, o conjuran una «dosis homeopática» minúscula de lluvia, rociando agua con un manojo de hierba mojada. Tales rituales pueden hacerse complicados y costosos en tiempo y esfuerzo.

Entre los dieri de Australia central, los brujos hacedores de lluvia, que son representantes simbólicos de los dioses ancestrales, eran sangrados (la sangre que gotea representa la tan anhelada lluvia) en un gran agujero del interior de una choza construida al efecto. Después, los dos brujos de la tribu trasladaban dos rocas, que representaban nubes y presagiaban lluvia, a unos 20 o 25 kilómetros de distancia, y allí eran colocadas encima de un árbol alto, para simbolizar la altura de las nubes. Mientras tanto, en la cabaña, los hombres de la tribu se agachaban y, sin usar las manos, se abalanzaban contra las paredes para abrirse paso a base de cabezazos. Continuaban embistiendo hasta que la choza quedaba destrozada. La perforación de las paredes a cabezazos simbolizaba la perforación de las nubes, lo cual, creían, hacía caer la lluvia de las nubes reales. Como precaución adicional, el gran consejo de los dieri tenía una reserva de prepucios juveniles siempre a punto, en razón de su poder homeopático para producir lluvia (¿acaso los penes no hacen «llover» orina, una prueba elocuente de su poder?).

Otro tema homeopático es el del «chivo expiatorio» (así llamado porque una versión judía particular del rito implicaba a un macho cabrío), en el que se elige una víctima para personificar, significar o cargar con todos los pecados y desgracias del pueblo. Después se expulsa al chivo expiatorio, o se le mata, para que se lleve con él los males de las personas. Entre los garos de Assam, cerca de las faldas occidentales del Himalaya, se solía capturar un mono langur (o a veces una rata del bambú), se lo llevaba a cada una de las casas del pueblo para que se empapara de los espíritus malignos, y después se crucificaba en un cadalso de bambú. En palabras de Frazer, el mono

es el chivo expiatorio público, que con su sufrimiento y muerte delegados exonera a la gente de toda enfermedad y contratiempo en el año venidero.

En muchas culturas el chivo expiatorio es una víctima humana, que a menudo se identifica con un dios. La noción simbólica del agua que «lava» los pecados es otro tema común, que a veces se combina con la idea del chivo expiatorio. En una tribu de Nueva Zelanda,

se realizaba un ritual sobre un individuo, mediante el cual se suponía que todos los pecados de la tribu le eran transferidos. Previamente se ataba un tallo de helecho arbóreo a su persona; después saltaba al río y allí, desatándose, dejaba que el tallo se alejara flotando hasta el mar, llevando sus pecados con él.

Frazer informa asimismo de que el raja de Manipur usaba agua como vehículo para transferir sus pecados a un chivo expiatorio humano, que se agazapaba bajo un andamiaje encima del cual el raja tomaba su baño, que derramaba agua (y los pecados lavados) sobre el chivo expiatorio de debajo.

La condescendencia hacia las culturas «primitivas» no es admirable, de manera que he escogido cuidadosamente los ejemplos para que nos recuerden que las teologías más afines a la nuestra no son inmunes a la magia homeopática o imitativa. El agua del bautismo «lava» los pecados. El propio Jesús es un sustituto para la humanidad (en algunas versiones, a través de una representación simbólica de Adán) que con su crucifixión expía homeopáticamente nuestros pecados. Escuelas enteras de mariología disciernen una virtud simbólica en el «principio femenino».

Algunos teólogos sofisticados que no creen literalmente en el parto virginal, la creación en seis días, los milagros, la transustanciación o la resurrección pascual, se complacen sin embargo en fantasear acerca del simbolismo de tales acontecimientos. Es como si el modelo de la doble hélice del ADN fuera un día descartado por los científicos y éstos, en lugar de aceptar su equivocación, buscaran desesperadamente un significado simbólico tan profundo que trascendiera la simple refutación objetiva. «Por supuesto que ya no creemos literalmente en el hecho de la doble hélice», podríamos oírles decir. «Esto sería, efectivamente, demasiado simple. Fue una historia que estaba bien para su tiempo, pero ahora hemos avanzado. En la actualidad, la doble hélice tiene para nosotros un nuevo significado. La compatibilidad de la guanina con la citosina, el ajuste como un guante de la adenina con la timina, y especialmente el íntimo emparejamiento mutuo de la espiral izquierda alrededor de la derecha, todo ello nos habla de relaciones amorosas, solícitas, nutricias…» Bueno, me sorprendería que llegáramos a esto, y no sólo porque es improbable que el modelo de la doble hélice vaya a desecharse. Pero en ciencia, como en cualquier otro campo, existe realmente el peligro de intoxicarse por el simbolismo, por semejanzas que carecen de significado, y de alejarse cada vez más de la verdad, en lugar de acercarse a ella. Steven Pinker cuenta que de vez en cuando es importunado por corresponsales que han descubierto que todo en este universo aparece en tríadas

el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; protones, neutrones y electrones; masculino, femenino y neutro; los sobrinos del Pato Donald: Jorgito, Jaimito y Juanito, y así sucesivamente, una página tras otra.

How the Mind Works (1998)

Un poco más en serio, Sir Peter Medawar, el distinguido zoólogo y sabio inglés ya citado, inventa un

gran y nuevo principio universal de complementariedad (que no es el de Bohr), según el cual existe una semejanza interna esencial en las relaciones que median entre antígeno y anticuerpo, macho y hembra, electropositivo y electronegativo, tesis y antítesis, y así sucesivamente. Estos pares poseen realmente en común una cierta «calidad de opuesto enfrentado», pero esto es todo lo que tienen en común. La semejanza que tienen entre ellos no es la clave taxonómica de alguna otra afinidad más profunda, y el hecho de que reconozcamos su existencia señala el final, no el inicio, de una sucesión de ideas.

Pluto’s Republic [La república de Plutón] (1982)

Mientras cito a Medawar en el contexto de la intoxicación por el simbolismo, no puedo resistir mencionar su devastadora reseña de El fenómeno humano (1955), en el que Teilhard de Chardin «recurre a esa prosa poética vacilante, eufórica, que es una de las manifestaciones más tediosas del espíritu francés». Para Medawar (y para mí ahora, aunque confieso que me cautivó cuando lo leí como estudiante universitario en exceso romántico) este libro es la quintaesencia de la ciencia poética mala. Uno de los temas de que Teilhard trata es la evolución de la conciencia, y Medawar lo cita como sigue, de nuevo en Pluto’s Republic:

Al final de la era Terciaria, la temperatura física en el mundo celular había estado subiendo desde hacía más de 500 millones de años… Cuando el antropoide, por así decirlo, había llegado «mentalmente» al punto de ebullición, se añadieron algunas calorías más… No se necesitaba más para trastornar todo el equilibrio interior… Mediante un minúsculo aumento «tangencial», el «radial» retrocedió sobre sí mismo y, por así decirlo, dio un salto infinito hacia delante. Aparentemente, casi nada en los órganos había cambiado. Pero, en profundidad, una gran revolución había tenido lugar; ahora la conciencia estaba saltando e hirviendo en un espacio de relaciones y representaciones supersensoriales…

Medawar comenta secamente:

Debería explicarse que la analogía es con la vaporización del agua cuando se lleva al punto de ebullición, y que cuando todo lo demás se olvida lo que permanece es la imagen del vapor caliente.

Medawar llama asimismo la atención hacia la notoria inclinación de los místicos por la «energía» y las «vibraciones», términos técnicos que se utilizan equívocamente para crear la ilusión de contenido científico cuando no hay contenido de ninguna clase. También los astrólogos piensan que cada planeta exuda su propia «energía», cualitativamente distinta, que afecta a la vida humana y tiene afinidades con alguna emoción humana: amor en el caso de Venus, agresión para Marte, inteligencia para Mercurio. Estas cualidades planetarias se basan, cómo no, en los caracteres de los dioses romanos de los que los planetas toman su nombre. En un estilo reminiscente de los hacedores de lluvia aborígenes, los signos zodiacales se identifican además con los cuatro «elementos» alquímicos: tierra, aire, fuego y agua. Las personas nacidas bajo los signos terrestres como Tauro son, para citar una página astrológica elegida al azar de la red mundial,

responsables, realistas, tocan de pies en el suelo… Las personas con agua en su signo son simpáticas, compasivas, solícitas, sensibles, psíquicas, misteriosas, y poseen un conocimiento intuitivo… Las que carecen de agua pueden ser antipáticas y frías.

Piséis es un signo acuático (me pregunto por qué), y el elemento agua «representa la energía de la fuerza y el poder inconscientes que nos motivan…».

Aunque el libro de Teilhard pretende ser una obra científica, su «temperatura» y sus «calorías» psíquicas parecen casi tan carentes de sentido como las energías planetarias de la astrología. Los usos metafóricos no están conectados de manera útil con sus equivalentes del mundo real: o bien no se parecen en nada, o bien el parecido dificulta la comprensión en vez de facilitarla.

Con toda esta negatividad, no debemos olvidar que es precisamente el uso de la intuición simbólica para descubrir similitudes genuinas lo que conduce a los científicos a sus mayores contribuciones. Thomas Hobbes fue demasiado lejos cuando concluyó, en el capítulo 5 de su Leviathan (1651), que

La Razón es el paso; el Aumento de la Ciencia, el camino; y el Beneficio de la humanidad, el fin. Por el contrario, las Metáforas y las palabras ambiguas y sin sentido son como ignes fatui; y razonar sobre ellos es divagar en medio de innumerables absurdos; y su fin es la disputa y la rebelión, o el desprecio.

La habilidad de manejar metáforas y símbolos es uno de los sellos distintivos del genio científico.

En un ensayo de 1939, el literato, teólogo y escritor de cuentos para niños C.S. Lewis hacía una distinción entre poesía magistral (en la que los científicos, pongamos por caso, utilizan un lenguaje metafórico y poético para explicamos algo que ya comprendemos) y poesía pupilar (en la que los científicos utilizan imágenes poéticas para ayudarse en su propio pensamiento). Aunque ambos usos son importantes, es el segundo el que quiero resaltar aquí. El invento de Michael Faraday de las «líneas de fuerza» magnéticas, que podemos imaginar constituidas por materiales elásticos bajo tensión, dispuestos a liberar su energía (en el sentido definido con precisión por los físicos), fue vital para su propia comprensión del electromagnetismo. Ya he utilizado la imagen poética que hace el físico de entidades inanimadas (electrones, u ondas luminosas, por ejemplo) que se esfuerzan por minimizar su tiempo de viaje. Es una manera fácil de obtener la respuesta adecuada, y es sorprendente lo lejos que puede llevarse. Oí decir una vez a Jacques Monod, el gran biólogo molecular francés, que había conseguido incrementar su intuición química a base de imaginar qué se sentiría siendo un electrón en una unión molecular concreta. El químico orgánico alemán Kekulé explicó que había soñado con el anillo de la molécula de benceno en la forma de una serpiente que devoraba su propia cola. Einstein estaba siempre imaginando: su mente extraordinaria era guiada por poéticos experimentos mentales a través de extraños mares de pensamiento por los que ni siquiera Newton había navegado.

Pero este capítulo trata de ciencia poética mala, de modo que hundamos nuestro gozo en el pozo del siguiente ejemplo, que me fue remitido por un corresponsal:

Considero que nuestro ambiente cósmico tiene una tremenda influencia sobre el curso de la evolución. ¿De qué otra forma explicamos la estructura helicoidal del ADN, que puede ser debida, bien a la trayectoria helicoidal de la radiación solar incidente, bien a la trayectoria de la Tierra en su órbita alrededor del Sol, la cual, en razón de la inclinación del eje magnético en 23,5° respecto de la perpendicular, es helicoidal, razón por la cual existen los solsticios y equinoccios?

En realidad, no existe la más mínima conexión entre la estructura helicoidal del ADN y la trayectoria helicoidal de la radiación o de la órbita del planeta. La asociación es superficial y no tiene sentido. Ninguna de las tres nos ayuda a comprender ninguna de las otras. El autor está ebrio de metáfora, cautivado por la idea de la hélice, que lo engaña y le hace ver conexiones que no iluminan la verdad en modo alguno. Llamarlo ciencia poética es demasiado amable: es más bien ciencia teológica.

En el correo que recibo se ha registrado últimamente un aumento evidente en la carga normal de frases sobre «teoría del caos», «teoría de la complejidad», «criticalidad no lineal» y similares. No digo que estos corresponsales carezcan de la más vaga y confusa idea acerca de lo que están hablando, pero sí digo que es difícil descubrir si es así. Cultos estilo New Age de todo tipo nadan en falso lenguaje científico, en jerga regurgitada y entendida a medias (no, menos que a medias): campos de energía, vibraciones, teoría del caos, teoría de las catástrofes, consciencia cuántica. Michael Shermer, en Why People Believe Weird Things [Por qué la gente cree en cosas sobrenaturales] (1997), cita un ejemplo típico:

Este planeta ha estado dormitando durante eones y con el inicio de las frecuencias superiores de energía está empezando a despertarse en términos de consciencia y espiritualidad. Los maestros de la limitación y los maestros de la adivinación utilizan la misma fuerza creativa para manifestar sus realidades; sin embargo, los primeros se desplazan en una espiral descendente y los últimos en una espiral ascendente, cada uno de ellos aumentando la vibración resonante que les es innata.

La incertidumbre cuántica y la teoría del caos han tenido efectos deplorables sobre la cultura popular, para disgusto de los aficionados genuinos. Ambas son explotadas regularmente por aquellos que tienen tendencia a abusar de la ciencia y a narcotizar su encanto. Es tos individuos van desde los charlatanes profesionales hasta los chiflados de la Nueva Era. En América, la industria de las «curas» mediante autoayuda amasa fortunas millonarias, y no ha tardado en sacar provecho del formidable talento de la teoría cuántica para dejamos perplejos. Esto ha sido documentado por el físico norteamericano Víctor Stenger en su excelente libro Physics and Psychics [Física y psíquicos] (1990). Un curandero se forró tras escribir una serie de libros sobre lo que él llama «curación cuántica». Otro libro que poseo tiene secciones dedicadas a la psicología cuántica, la responsabilidad cuántica, la moral cuántica, la estética cuántica, la inmortalidad cuántica y la teología cuántica. Me siento vagamente decepcionado porque no hay unos «cuidados cuánticos», pero quizá los pasé por alto.

Mi siguiente ejemplo concentra una gran cantidad de ciencia poética mala en un pequeño espacio. Procede de la solapa de un libro:

Una descripción magistral del universo en evolución, musical, nutridor y esencialmente solícito.

Aunque «solícito» no fuera un tópico agotado, los universos no son el tipo de entidades a las que se puede aplicar de forma sensata un término como solícito. (Me doy cuenta de que soy vulnerable a la crítica de que un gen no es el tipo de entidad a la que debería aplicarse el calificativo de «egoísta», pero desafío enérgicamente a quienquiera que opine así a ver si mantiene esta crítica después de leer El gen egoísta en su totalidad, y no sólo el título.) Hablar de un universo «en evolución» es defendible, pero, como veremos, probablemente es mejor no hacerlo. El calificativo «musical» es presumiblemente una alusión a la «música de las esferas» pitagórica, un fragmento de ciencia poética que en origen no debió ser mala, pero que en la actualidad ya tendríamos que haber dejado atrás. «Nutridor» huele a una de las más deplorables escuelas de ciencia poética mala, inspirada por una variante descarriada del feminismo.

He aquí otro ejemplo. En el año 1997, unos cuantos científicos fueron invitados por un antologista a formular una sola pregunta, la que más desearan ver contestada. La mayoría de cuestiones era interesante y estimulante, pero la siguiente (propuesta por un individuo de sexo masculino) es tan absurda que sólo puedo acusarla de enjabonar al feminismo peleón:

¿Qué sucederá cuando la cultura occidental, masculina, científica, jerárquica, orientada al control, que ha dominado el pensamiento occidental, se integre con la manera de ver las cosas que está surgiendo, femenina, espiritual, holográfica, orientada a la relación?

¿Quería decir «holográfica» u «holística»? Quizás ambas cosas. ¿A quién le importa, mientras suene bien? El significado no cuenta.

En su ensayo de 1995 en el Skeptical Inquirer, la historiadora y filósofa de la ciencia Noretta Koertge pone el dedo en la llaga al señalar los peligros de una clase de feminismo pervertido que puede tener una influencia maligna sobre la educación femenina:

En lugar de exhortar a las mujeres jóvenes a prepararse para gran variedad de temas técnicos mediante el estudio de la ciencia, la lógica y la matemática, a las alumnas de Estudios para Mujeres se les enseña ahora que la lógica es un instrumento de dominación… las normas y métodos corrientes de la investigación científica son sexistas porque son incompatibles con los «modos de conocimiento femeninos». Los autores del libro de este título, que ha sido premiado, cuentan que la mayoría de mujeres entrevistadas por ellos correspondía a la categoría de «conocedoras subjetivas», caracterizada por un «rechazo apasionado de la ciencia y los científicos».

Estas mujeres «subjetivas» consideran que los métodos de la lógica, el análisis y la abstracción son «territorio ajeno que pertenece a los hombres» y «valoran la intuición como una aproximación más segura y más fructífera a la verdad».

Se podría pensar que, por aberrante que resulte, este tipo de pensamiento s ería por lo menos apacible y, vaya, «nutridor». Pero con frecuencia es todo lo contrario. A veces desarrolla un feo tono amenazador, masculino en el peor de los sentidos. Barbara Ehrenreich y Janet McIntosh, en su artículo sobre «El nuevo creacionismo», publicado en 1997 en The Nation, cuentan cómo una psicóloga social llamada Phoebe Ellsworth fue intimidada en un seminario interdisciplinar sobre las emociones. Aunque se había propuesto no dar pie a ninguna crítica, en un momento dado mencionó sin darse cuenta la palabra «experimento». Inmediatamente «las manos se levantaron. Algunos de los presentes señalaron que el método experimental es un invento de los machos blancos y Victorianos». Llevando la conciliación a extremos que a mi me hubieran parecido sobrehumanos, Ellsworth admitió que los machos blancos han cometido su parte de daño en el mundo, pero que sus esfuerzos han llevado al descubrimiento del ADN. Eso le valió esta incrédula (e increíble) réplica: «¿Crees en el ADN?». Por suerte, todavía quedan muchas jóvenes inteligentes preparadas para acometer una carrera científica, y me gustaría rendir homenaje a su valentía, a la vista de intimidaciones groseras de este calibre.

Desde luego, hay una forma de influencia feminista en la ciencia que es admirable y necesaria. Ninguna persona bien intencionada puede oponerse a las campañas para mejorar la situación de las mujeres en las carreras científicas. Es verdaderamente pasmoso (a la vez que desesperadamente triste) que Rosalind Franklin, cuyas fotografías de cristales de ADN por difracción de rayos X fueron fundamentales para el éxito de Watson y Crick, no fuera admitida en la sala de descanso de su propia institución, impidiéndosele así contribuir a (y aprender dé) lo que pudieron ser discusiones científicas cruciales. Incluso tal vez sea verdad que las mujeres pueden aportar a las discusiones científicas un punto de vista que los hombres, típicamente, no aportan. Pero «típicamente» no es lo mismo que «universalmente», y (si bien puede haber diferencias estadísticas en el tipo de investigación por el que unos y otras se sienten atraídos) las verdades científicas descubiertas por hombres y mujeres serán igualmente aceptadas por las personas razonables de ambos sexos, una vez hayan sido establecidas de manera clara. Y no, la razón y la lógica no son instrumentos masculinos de opresión. Sugerir esto es un insulto a las mujeres, tal como dice Steven Pinker:

Entre las afirmaciones de las «feministas de la diferencia» están que las mujeres no se dedican al razonamiento abstracto lineal, que no tratan las ideas con escepticismo ni las evalúan mediante un debate riguroso, que no argumentan a partir de principios morales generales, y otros insultos.

How the Mind Works (1998)

El ejemplo más ridículo de mala ciencia feminista quizá sea la descripción que hace Sandra Harding de los Principia de Newton como un «manual de violación». Lo que me sorprende de este juicio no es tanto su presunción como su patrioterismo norteamericano. ¿Cómo se atreve Harding a elevar su política norteamericana contemporánea por encima de las leyes invariables del universo y de uno de los mayores pensadores de todos los tiempos (quien, dicho sea de paso, resulta que era varón, y bastante antipático)? Paúl Gross y Norman Levitt comentan este ejemplo y otros parecidos en su admirable libro Higher Superstition [Superstición superior] (1994), y dejan la última palabra a la filósofa Margarita Levin:

… gran parte de la literatura feminista académica consiste en alabanzas absolutamente extravagantes de otras feministas. El «brillante análisis» de A complementa el «descubrimiento revolucionario» de B y el «valiente empeño» de C. Más desconcertante es la tendencia de muchas feministas a ensalzarse a sí mismas con un evidente mal gusto. Harding termina su libro con la siguiente nota de autoalabanza: «Cuando empezamos a teorizar nuestra experiencia… sabíamos que nuestra tarea sería difícil, aunque apasionante. Pero dudo que ni en nuestros más visionarios sueños llegáramos a imaginar que tendríamos que reinventar la ciencia y la especulación científica para que la experiencia social de las mujeres tuviera sentido». Esta megalomanía sería enervante en un Newton o un Darwin; en el presente contexto es simplemente vergonzosa. En lo que queda de capítulo me ocuparé de varios ejemplos de ciencia poética mala entresacados de mi propio campo, el de la teoría evolutiva. El primero, que no todos considerarían ciencia mala y hasta cierto punto es defendible, es la visión de Herbert Spencer, Julián Huxley y otros (incluyendo a Teilhard de Chardin) de una ley general de evolución progresiva que funciona a todos los niveles de la naturaleza, no sólo el biológico. Los biólogos modernos aplican el término evolución a un proceso, definido con bastante precisión, de cambios sistemáticos en las frecuencias génicas de las poblaciones, junto con los cambios resultantes en el aspecto de los animales y las plantas a medida que pasan las generaciones. Herbert Spencer, quien, para ser justos, fue el primero en utilizar la palabra evolución en un sentido técnico, quería que la evolución biológica se considerara sólo un caso especial. Para él, la evolución era un proceso mucho más general, con leyes compartidas a todos sus niveles. Otras manifestaciones de la misma ley general de la evolución eran el desarrollo del individuo (el progreso desde el huevo fecundado al feto y al adulto), el desarrollo del cosmos, las estrellas y los planetas a partir de inicios más simples, y los cambios progresivos a lo largo del tiempo histórico en fenómenos sociales como las artes, la tecnología y el lenguaje.

La poesía del evolucionismo general tiene cosas buenas y malas. En conjunto, creo que fomenta más la confusión que la iluminación, pero ciertamente hay algo de cada cosa. La analogía entre desarrollo embrionario y evolución de las especies fue astutamente explotada como arma dialéctica por aquel genio irascible que fue J.B.S. Haldane. Cuando un escéptico de la evolución dudaba de que algo tan complicado como un ser humano pudiera haberse derivado de formas originariamente unicelulares, Haldane le hacía notar que él mismo procedía de una forma unicelular, y que todo el proceso había tardado sólo nueve meses. La retórica de Haldane no pierde fuerza por el hecho (que él conocía perfectamente bien) de que desarrollo y evolución no son la misma cosa. El desarrollo es el cambio en la forma de un único objeto, como la arcilla se deforma en las manos del alfarero. La evolución, tal como se ve en los fósiles tomados de estratos sucesivos, se parece más a una secuencia de imágenes en una película. Un fotograma no se transforma literalmente en el siguiente, pero si proyectamos las imágenes en sucesión experimentamos una ilusión de cambio. Una vez establecida esta distinción, enseguida vemos que el cosmos no evoluciona (se desarrolla), pero la tecnología sí lo hace (los primeros aeroplanos no se han ido remodelando hasta convertirse en aviones modernos; la historia de la aviación, y de otras muchas tecnologías, encaja bien en la analogía de los fotogramas). Asimismo, las modas en el vestir evolucionan en vez de desarrollarse. Es motivo de controversia si la analogía entre la evolución genética, por un lado, y la evolución cultural o técnica, por el otro, es esclarecedora o todo lo contrario; no me ocuparé de esta cuestión aquí.

Mis restantes ejemplos de mala poesía evolucionista proceden en gran parte de un único autor, el paleontólogo y ensayista norteamericano Stephen Jay Gould. No deseo que esta concentración crítica sobre un individuo se interprete como un rencor personal. Por el contrario, es la excelencia de Gould como escritor lo que hace que merezca tanto la pena rebatir sus errores, cuando se dan.

En 1977, Gould escribió un capítulo sobre las «metáforas eternas de la paleontología» como introducción a un libro de varios autores sobre el estudio evolutivo de los fósiles. Empezando con la ridícula afirmación de Whitehead (aunque muy citada) de que toda la filosofía no es más que una nota a pie de página sobre Platón, la tesis de Gould, en las palabras del predicador del Eclesiastés (a quien también cita), es que no hay nada nuevo bajo el Sol: «Lo que fue, eso será. Lo que ya se hizo, eso es lo que se hará». Las controversias actuales en paleontología no son más que antiguas controversias recicladas.

Son anteriores al pensamiento evolucionista y no encontraron resolución dentro del paradigma darwiniano… Las ideas básicas, como las figuras geométricas idealizadas, son pocas. Están eternamente disponibles para su consumo…

Las cuestiones paleontológicas eternas de Gould son tres: ¿Posee el tiempo una flecha direccional? ¿Es interno o externo el motor que impulsa la evolución? La evolución, ¿avanza gradualmente o a saltos bruscos? Gould busca y encuentra ejemplos históricos de paleontólogos que han adoptado alguna de las ocho combinaciones posibles de respuestas a estas tres preguntas, y se complace en comprobar que se encuentran a uno y otro lado de la revolución darwiniana, como si ésta nunca hubiera tenido lugar. Pero consigue esta proeza a base de analogías forzadas entre escuelas de pensamiento que, examinadas en detalle, no tienen más en común que la sangre y el vino, o que las órbitas helicoidales y el ADN helicoidal. Las tres metáforas eternas de Gould son mala poesía, analogías forzadas que oscurecen más que iluminan; y la mala poesía en sus manos es mucho más dañina, porque Gould es un escritor brillante.

La cuestión de si la evolución posee una flecha direccional es, desde luego, razonable, y puede plantearse de varias maneras. Pero los compañeros de cama que vienen a juntar los distintos planteamientos casan tan mal que esta unión resulta poco útil. La estructura corporal, ¿se hace progresivamente más compleja a medida que la evolución avanza? Esta es una cuestión razonable. También lo es la pregunta de si la diversidad total de las especies planetarias aumenta progresivamente con el paso de las edades. Pero se trata de cuestiones absolutamente distintas, y es claramente inútil inventarse una escuela de pensamiento «progresivista» que dura todo un siglo para unirlas. Menos todavía tiene que ver cualquiera de ellas, en su forma moderna, con las escuelas predarwinianas del «vitalismo» y el «finalismo», que sostenían que los seres vivos eran «impulsados» a progresar desde dentro, por alguna mística fuerza vital, hacia una meta final igualmente mística. Gould establece conexiones antinaturales forzadas entre todas estas formas de progresivismo, lo que es un artificio para apoyar su tesis histórica poética.

Prácticamente lo mismo puede decirse de la segunda metáfora eterna, y de la cuestión de si el motor del cambio está en el ambiente externo o si surge de «alguna dinámica independiente e interna dentro de los propios organismos». Un desacuerdo moderno prominente es el que hay entre los que creen que la principal fuerza motriz de la evolución es la selección natural darwiniana y los que ponen el énfasis en otras fuerzas, como la deriva genética aleatoria. Esta importante distinción no la transmite, ni en lo más mínimo, la dicotomía internalista/externalista que Gould quiere imponernos con el fin de mantener su tesis de que la argumentación posdarwiniana es sólo un reciclado de equivalentes predarwinianos. La selección natural, ¿es externalista o internalista? Depende de si hablamos de adaptación al ambiente externo o de coadaptación mutua de las partes. Volveré más adelante a esta distinción en otro contexto.

La mala poesía es incluso más evidente en la exposición de la tercera de sus metáforas eternas, la que se refiere a la evolución gradual frente a la episódica. Gould utiliza el término «episódico» para unir tres tipos de discontinuidades evolutivas marcadas: primero, catástrofes tales como la extinción en masa de los dinosaurios; segundo, macromutaciones o saltaciones, y tercero, puntuación en el sentido de la teoría del equilibrio puntuado o interrumpido propuesta por Gould y su colega Niles Eidredge en 1972. Esta última teoría requiere una explicación más detallada y volveré a ella enseguida.

Es fácil definir las extinciones catastróficas. Las causas exactas de las mismas son objeto de controversia y probablemente varían en cada caso. Por el momento, el lector sólo tiene que advertir que una catástrofe planetaria en la que desaparece la mayoría de las especies no es, por decirlo suavemente, lo mismo que una macromutación. Las mutaciones son errores aleatorios en la copia de los genes, y las macromutaciones son mutaciones de gran efecto. Una mutación de pequeño efecto, o micromutación, es un error pequeño en la copia de los genes, cuyo efecto puede ser demasiado sutil para apreciarse claramente, como puede ser un ligero alargamiento del hueso de una pata o un atisbo de enrojecimiento de una pluma. Una macromutación es un error espectacular, un cambio tan grande que, en casos extremos, su poseedor sería clasificado en una especie distinta de la de sus padres. En mi anterior libro, Escalando el monte Improbable, reproduje una fotografía publicada en un periódico de un sapo con los ojos en el techo de la boca. Si esta fotografía es auténtica (y el condicional es más que necesario en estos días de Photoshop y otros programas de manipulación digital de imágenes), y si el error es genético, el sapo es un macromutante. Si este macromutante generara una nueva especie de sapos con ojos en el techo de la boca, tendríamos que describir el abrupto origen evolutivo de la nueva especie como una saltación, o salto evolutivo. Ha habido biólogos, como el genetista germanoamericano Richard Goldschmidt, para quienes tales saltaciones han tenido un papel relevante en la evolución. Yo soy uno de los muchos que han puesto en duda esta idea, pero no es éste mi propósito aquí. Lo que aquí planteo es algo mucho más básico: que tales saltos genéticos, suponiendo que se den, no tienen nada en común con las catástrofes que conmovieron la Tierra, como la súbita extinción de los dinosaurios, excepto que ambos procesos son súbitos. La analogía es puramente poética, en este caso poesía mala y nada esclarecedora. Recordando las palabras de Medawar, la analogía señala el final, no el inicio, de una sucesión de ideas. Las maneras de ser no gradualista son lo bastante diversas para despojar a la categoría de cualquier utilidad.

Lo mismo vale para la tercera categoría de no gradualistas: los puntuacionistas en el sentido de Eidredge y Gould. Aquí la idea es que una especie surge en un lapso de tiempo corto en comparación con el periodo mucho más largo de «estasis», durante el cual sobrevive sin cambios tras su diferenciación inicial. En la versión extrema de la teoría, la especie, una vez diferenciada, ya no cambia hasta que se extingue o se subdivide para originar una nueva especie hija. La confusión, emanada de la mala poesía, surge cuando nos preguntamos qué ocurre en esos episodios súbitos de formación de especies. Hay dos posibilidades, una completamente distinta de la otra, pero Gould presta poca atención a las diferencias porque se ha dejado seducir por la mala poesía. Una es la macromutación: la nueva especie es fundada por un individuo anormal, como el ya citado sapo con los ojos dentro de la boca. La otra posibilidad (más plausible en mi opinión, pero ahora no estoy hablando de esto) es lo que podemos llamar gradualismo rápido. La nueva especie aparece en un breve episodio de cambio evolutivo rápido que, aun siendo gradual en el sentido de que los progenitores no producen una nueva especie en una única generación, es lo bastante rápido para que parezca un instante en el registro fósil. El cambio abarca muchas generaciones de pequeños incrementos que se acumulan paso a paso, pero a escala geológica parece un salto súbito. Ello se debe a que las formas intermedias vivían en un lugar distinto (como una isla distante) y/o a que los estadios intermedios se sucedieron demasiado deprisa para fosilizarse; 10.000 años es un periodo demasiado corto para que resulte discernible en la mayoría de estratos geológicos, pero es un tiempo suficiente para que se produzcan cambios evolutivos apreciables.

El gradualismo rápido y la saltación macromutacional no pueden ser más distintos. Uno y otro proceso dependen de mecanismos totalmente diferentes y tienen implicaciones radicalmente distintas para las controversias darwinianas. Meterlos en el mismo saco sólo porque ambos conducen a discontinuidades en el registro fósil, como las extinciones catastróficas, es ciencia poética de la mala. Gould es consciente de la diferencia entre gradualismo rápido y macro mutación, pero trata el asunto como un detalle menor, que se clarificará una vez hayamos abordado la cuestión más general de si la evolución es episódica o gradual. Pero esto sólo se puede considerar más general si uno está intoxicado por la mala poesía. Tiene tan poco sentido como la pregunta de mi corresponsal acerca de si la doble hélice del ADN «proviene» de la órbita de la Tierra. De nuevo, el gradualismo rápido no se parece más a la macromutación de lo que un brujo sangrante se parece a un chubasco.

Peor aún es colocar el catastrofismo bajo el mismo parasol puntuacionista. En la época predarwiniana, la existencia de fósiles se hizo cada vez más embarazosa para los creyentes en la creación bíblica. Algunos confiaban en ahogar el problema en el diluvio universal, pero ¿por qué parecían mostrar los estratos espectaculares sustituciones de faunas enteras, cada una de ellas distinta de su predecesora, y todas ellas en gran parte libres de los organismos que hoy nos son familiares? La respuesta que dio, entre otros, el barón de Cuvier, anatomista francés del siglo XVIII, fue el catastrofismo. El diluvio de Noé fue sólo el último de una serie de desastres purificadores que enviaba a la Tierra un poder sobrenatural. Cada catástrofe iba seguida de una nueva creación.

Dejando de lado la intervención sobrenatural, esto tiene algo (muy poco) en común con nuestra moderna creencia de que las extinciones en masa, como las que marcaron el fin de los periodos Pérmico y Cretácico, estuvieron seguidas por nuevos florecimientos de diversidad evolutiva que igualaron las radiaciones previas. Pero juntar a los catastrofistas con los macromutacionistas y con los puntuacionistas modernos por el solo hecho de que las tres escuelas pueden caracterizarse como no gradualistas, es muy mala poesía, ciertamente.

Cuando he dado conferencias en Estados Unidos, más de una vez he advertido una intrigante pauta en las preguntas que me dirige la audiencia. La persona que pregunta llama mi atención sobre el fenómeno de la extinción en masa, como el final catastrófico de los dinosaurios y su sucesión por los mamíferos. Es algo que me interesa mucho y empiezo a simpatizar con lo que promete ser una pregunta estimulante. Entonces me doy cuenta de que el tono de la pregunta es inequívocamente desafiante. Es como si la persona que pregunta casi esperara que yo me sorprendiera o me mostrara desconcertado por el hecho de que la evolución se vea interrumpida periódicamente por extinciones en masa catastróficas. Esto me desconcertaba hasta que de repente comprendí lo que ocurría. ¡Naturalmente! Los que preguntan, como mucha gente en Norteamérica, han aprendido cuanto saben de evolución a partir de Gould, y a mí se me ha puesto en la lista de los gradualistas y «ultradarwinistas». ¿Acaso el cometa que eliminó a los dinosaurios no hizo también saltar del agua mi concepción gradualista de la evolución? Desde luego que no. No existe la menor conexión. Soy gradualista en el sentido de que no pienso que las macromutaciones hayan desempeñado un papel importante en la evolución. Más resueltamente, soy un gradualista cuando se trata de explicar la evolución de adaptaciones complejas como los ojos (al igual que cualquier persona cuerda, incluido Gould). Pero ¿qué diantre tiene que ver eso con las extinciones en masa? Nada en absoluto. A menos, claro, que a uno le hayan llenado la mente con mala poesía. Para que conste, creo, y he creído durante toda mi carrera, que las extinciones en masa ejercen una influencia profunda y espectacular en el curso subsiguiente de la historia evolutiva. ¿Cómo podría ser de otro modo? Pero las extinciones en masa no forman parte del proceso darwiniano, excepto en que baldean la cubierta para permitir nuevos orígenes darwinistas.

Aquí acecha la ironía. Entre los aspectos relativos a la extinción que a Gould le encanta resaltar está el carácter caprichoso de ésta. Él lo llama contingencia. Cuando la extinción en masa golpea, grupos importantes de animales desaparecen por completo. En la extinción del Cretácico, el grupo de los dinosaurios, antes poderoso, fue completamente aniquilado (con la notable excepción de las aves). La elección de un grupo principal como víctima es aleatoria o, si no, su no aleatoriedad es distinta de la que vemos en la selección natural convencional. Las adaptaciones normales para la supervivencia no sirven contra los cometas. Resulta grotesco que este hecho se saque a menudo a relucir como si se tratara de un punto de debate contra el neodarwinismo. Pero la selección natural neodarwinista es selección dentro de la especie, no entre especies. Sin duda, la selección natural implica muerte y la extinción en masa también, pero cualquier parecido adicional entre una y otra es puramente poético. Irónicamente, Gould es uno de los pocos darwinistas que todavía cree que la selección natural opera a niveles superiores al del organismo individual. Al resto de nosotros ni siquiera se nos ocurriría preguntar si las extinciones en masa son acontecimientos selectivos. Podemos considerar que la extinción abre nuevas oportunidades a la adaptación, al elegir por separado la selección natural de nivel inferior entre los individuos de cada una de las especies que han sobrevivido a la catástrofe. Como ironía adicional, es el poeta Auden quién más cerca estuvo de entenderlo bien:

Pero las catástrofes sólo alentaron el experimento. Como regla, fueron los más adaptados los que perecieron, y los inadaptados, forzados por el fracaso a emigrar a nichos inhabitados, los que alteraron su estructura y prosperaron.[27]

«Impredecible pero providencial (para Loren Eiseley)»

El siguiente ejemplo de ciencia poética mala también pertenece a la paleontología, y de nuevo Stephen Jay Gould es responsable de su popularidad, aunque él mismo no lo haya expresado en su forma extrema. Muchos lectores de su libro La vida maravillosa, elegantemente escrito, se han dejado cautivar por la idea de que hubo algo especial y único en todo el asunto de la evolución durante el periodo Cámbrico, cuando aparecen los primeros fósiles de la mayor parte de los grandes grupos animales, hace algo más de 500 millones de años. No es sólo que los animales del Cámbrico fueran peculiares. Por supuesto que lo eran. Los animales de cualquier era tienen sus peculiaridades, y los del Cámbrico eran, presumiblemente, más peculiares que la mayoría. No, lo que Gould sugiere es que todo el proceso evolutivo en el Cámbrico fue singular.

El punto de vista neodarwinista estándar de la evolución de la diversidad es que una especie se subdivide en dos cuando dos poblaciones se vuelven tan desiguales que ya no pueden interfecundarse. Con frecuencia las poblaciones empiezan a divergir cuando se establece entre ellas una separación geográfica. La separación significa que ya no mezclan sexualmente sus genes, lo que permite que éstos evolucionen en direcciones diferentes. La evolución divergente puede ser impulsada por la selección natural (que es probable que empuje en direcciones distintas debido a las diferentes condiciones en las dos áreas geográficas), o puede consistir en una deriva genética aleatoria (puesto que las dos poblaciones ya no se mantienen genéticamente ligadas por la mezcla sexual, no hay nada que les impida derivar apartándose una de otra). En cualquier caso, una vez han evolucionado hasta estar tan separadas genéticamente que ya no podrían interfecundarse aunque se reunieran geográficamente, entonces se las define como pertenecientes a especies separadas.

Posteriormente, la falta de interfertilidad permite una divergencia evolutiva ulterior. Lo que habían sido especies distintas dentro de un género se convierten, al cabo del tiempo, en distintos géneros dentro de una familia. Más tarde, se encontrará que las familias han divergido unas de otras hasta el punto en que los taxónomos (especialistas en la clasificación) prefieren llamarlas órdenes; luego vendrían las clases, y por último los tipos o filos (del latín phylum). El tipo es la denominación taxonómica mediante la cual distinguimos grupos de animales realmente diferentes en lo fundamental, como moluscos, gusanos nemátodos, equinodermos y cordados (los cordados son en su mayoría vertebrados más unos pocos animales raros). Los antepasados de dos tipos distintos, pongamos por caso vertebrados y moluscos, que ahora vemos construidos según «planes corporales fundamentales» absolutamente diferentes, fueron antaño simplemente dos especies dentro de un género. Antes de eso, fueron dos poblaciones geográficamente separadas de una especie ancestral. La implicación de este punto de vista ampliamente aceptado es que, a medida que retrocedemos más y más en el tiempo geológico, la separación entre cualquier par de grupos animales se hace cada vez más pequeña. Cuanto más atrás en el tiempo nos remontamos, más cerca estamos de la unión de estos distintos tipos de animales en su especie ancestral común. Nuestros antepasados y los antepasados de los moluscos fueron antaño muy parecidos. Después ya no lo fueron tanto. Más tarde habían divergido todavía más, y así hasta que al final se han hecho tan distintos que tenemos que clasificarlos en dos filos distintos. Esta historia general es difícilmente objetable por cualquier persona razonable que piense detenidamente en ello, aunque no tenemos por qué aceptar el punto de vista de que el ritmo de la evolución es uniforme: podría consistir en estallidos rápidos.

La expresión teatral «explosión cámbrica» se utiliza en dos sentidos. Puede referirse a la observación objetiva de que antes del periodo Cámbrico, hace algo más de 500 millones de años, apenas hay fósiles. La mayoría de los tipos animales principales aparece por vez primera en las rocas del Cámbrico, en lo que parece una gran explosión de nuevas formas. El segundo significado es la teoría de que los tipos se ramificaron realmente a partir de un tronco común durante el Cámbrico, en un periodo que podría ser tan reducido como 10 millones de años. Esta segunda idea, que llamaré «hipótesis de la explosión de puntos de ramificación», es controvertida. No es en absoluto incompatible con lo que denomino modelo neodarwinista estándar de divergencia de especies. Ya hemos convenido que, si seguimos la pista de cualquier par de tipos modernos hacia atrás en el tiempo, acabaremos convergiendo en un antepasado común. Tengo la corazonada de que los diferentes antepasados comunes de cada par de tipos que consideremos estarán en distintas eras geológicas. Estimo que el antepasado común de vertebrados y moluscos, por ejemplo, habría existido hace unos 800 millones de años, el de vertebrados y equinodermos lo encontraríamos hace 600 millones de años, y así sucesivamente. Pero puedo estar equivocado, y podemos reconciliar fácilmente la hipótesis de la explosión de puntos de ramificación con el modelo estándar diciendo que, por alguna razón (lo bastante interesante para ser investigada), la mayor parte de los antepasados comunes de los tipos animales actuales se concentra en un periodo geológico relativamente corto, pongamos que hace entre 540 y 530 millones de años. Esto debería significar que, al menos cerca del inicio de este periodo de 10 millones de años, los antepasados de los tipos modernos no eran ni de lejos tan diferentes entre sí como lo son hoy. Después de todo, en aquella época estaban divergiendo a partir de antepasados comunes, y originalmente eran miembros de la misma especie.

El punto de vista gouldiano extremo (al menos el que inspira su retórica, aunque es difícil deducir a partir de sus propias palabras si él mismo lo apoya en su forma literal) es radicalmente distinto del modelo neodarwinista estándar, y absolutamente incompatible con él. Además, como demostraré, tiene implicaciones que, una vez detalladas, cualquiera puede apreciar que son absurdas. Stuart Kauffman lo expresa (delatar sería un verbo más adecuado) con mucha claridad en algunos pasajes de su At Home in the Universe [Cómodo en el universo] (1995):

Se podría imaginar que los primeros organismos pluricelulares serían todos muy similares, y que sólo más tarde se diversificaron, de abajo arriba, en diferentes géneros, familias, órdenes, clases, etcétera. Esto, efectivamente, sería lo que esperaría el darwinista convencional más estricto. Darwin, profundamente influido por la naciente teoría del gradualismo geológico, propuso que toda la evolución tuvo lugar por la acumulación muy gradual de variaciones útiles. Así, los organismos pluricelulares más antiguos tuvieron que haber divergido gradualmente unos de otros.

Hasta aquí, éste es un resumen correcto de la hipótesis neodarwinista ortodoxa. Ahora bien, en un extraño párrafo, Kauffman continúa:

Pero esto parece ser falso. Una de las características maravillosas y sorprendentes de la explosión cámbrica es que el esquema se llenó de arriba abajo. Súbitamente brotaron muchos planes corporales absolutamente diferentes (los tipos), y la naturaleza se explayó en estos diseños básicos para formar las clases, órdenes, familias y géneros… En su libro sobre la explosión cámbrica, Stephen Jay Gould señala con admiración esta calidad de arriba abajo del Cámbrico.

¡No es para menos! El lector sólo tiene que pensar por un momento en lo que tendría que significar para los animales sobre el terreno este rellenado «de arriba abajo», y enseguida advertirá lo ridículo de esta idea. Los «planes corporales», como el de los moluscos o el de los equinodermos, no son esencias ideales que cuelgan del cielo, como los vestidos de los diseñadores, a la espera de que los animales reales los adopten. Animales reales es todo lo que había: animales reales que vivían, respiraban, andaban, comían, excretaban, luchaban, copulaban, que tenían que sobrevivir y que no podían haber sido radicalmente distintos de sus padres y abuelos reales. Para que un nuevo plan corporal (un nuevo tipo) surja de golpe, lo que tiene que pasar realmente sobre el terreno es que de repente, como llovido del cielo, nazca un hijo que sea tan diferente de sus padres como un caracol lo es de una lombriz de tierra. Ningún zoólogo que piense un poco en las implicaciones, ni siquiera el saltacionista más ardiente, apoyaría nunca una idea como ésta. Los saltacionistas convencidos se contentan con postular la aparición súbita de nuevas especies, e incluso esta idea relativamente modesta es muy controvertida. Cuando se traduce la retórica gouldiana a las cuestiones prácticas de la vida real, ésta se revela como mala ciencia poética en su versión más pura.

Kauffman es incluso más explícito en un capítulo posterior. Al discutir alguno de sus ingeniosos modelos matemáticos de evolución sobre «relieves adaptativos abruptos», Kauffman señala un patrón que según él

se parece muchísimo a la explosión cámbrica. Muy pronto, en el proceso de ramificación, encontramos una variedad de saltos mutacionales de largo alcance que difieren espectacularmente tanto del tronco común como entre sí. Estas especies poseen diferencias morfológicas suficientes para categorizarlas como fundadoras de filos distintos. Las fundadoras también se ramifican, pero lo hacen a través de variantes que representan saltos de menor alcance, produciendo ramas de especies hijas diferenciadas, las fundadoras de las clases. A medida que el proceso continúa, se encuentran variantes más adaptadas en vecindades cada vez más cercanas, de modo que surgen progresivamente las fundadoras de órdenes, familias y géneros.

Un libro anterior de Kauffman, más técnico, The Origins of Order [Los orígenes del orden] (1993), dice algo parecido acerca de la vida en el Cámbrico:

No sólo se originó rápidamente un gran número de formas corporales nuevas, sino que la explosión cámbrica exhibió otra novedad: las especies fundadoras parecen haber constituido los taxones superiores de arriba abajo. Es decir, los ejemplares de los principales tipos aparecieron primero, seguidos por un relleno progresivo de los niveles taxonómicos de clase, orden e inferiores…

Esto tiene una lectura inofensiva hasta el punto de la obviedad. En nuestro modelo de «convergencia hacia atrás» es esperable que las subdivisiones de especies destinadas a convertirse en divisorias de tipos precedieran por norma a las que iban a convertirse en fronteras entre órdenes y niveles taxonómicos inferiores. Pero es evidente que Kauffman no piensa que está diciendo algo corriente y obvio. Esto se trasluce en su afirmación de que «la explosión cámbrica exhibió otra novedad», y en su expresión «saltos mutacionales de largo alcance». Kauffman cree que está atribuyendo al Cámbrico algo revolucionario, y parece sugerir la lectura alternativa de que los «saltos mutacionales de largo alcance» dan lugar, de forma instantánea, a tipos morfológicos enteramente nuevos, me apresuro a señalar que estos párrafos de Kauffman se insertan en un par de libros que, en su mayor parte, son interesantes, creativos y no están influidos por Gould. Lo mismo puede decirse del libro de Richard Leakey y Roger Lewin La sexta extinción (1996), otra obra reciente admirable en la mayoría de sus capítulos, pero echada a perder tristemente por culpa del titulado «El motor de la evolución», manifiesta y confesadamente influido por Gould. He aquí un par de pasajes importantes:

Fue como si la fábrica de saltos evolutivos que produjo las principales novedades funcionales (las bases de los nuevos tipos) hubiera desaparecido al terminar el periodo cámbrico. Fue como si el motor de la evolución hubiera perdido parte de su potencia.

De aquí que la evolución, en los organismos cámbricos, permitiera saltos mayores, por ejemplo los saltos al nivel del filo, y que posteriormente estuviera más constreñida y se limitara a dar sólo brincos modestos al nivel de la clase.

Como he escrito en otra parte, es como si un jardinero contemplara un viejo roble y dijera, con admiración: «Resulta extraño que, desde hace muchos años, no hayan aparecido nuevas ramas principales en este árbol. Actualmente, todo el nuevo crecimiento parece darse al nivel de las ramitas». Piénsese de nuevo lo que un «salto al nivel del filo», o incluso un «modesto» (¿?) salto al nivel de la clase habría significado. Recordemos que los animales de filos o tipos diferentes tienen distintos planes corporales fundamentales, como los moluscos y los vertebrados, o como las estrellas de mar y los insectos. Un salto mutacional de largo alcance, al nivel del filo, querría decir que dos progenitores pertenecientes a un mismo filo se aparearon y produjeron un descendiente perteneciente a un filo distinto. La diferencia entre padre e hijo tendría que haber sido de la misma escala que la diferencia entre un caracol y una langosta, o entre una estrella de mar y un bacalao. Un salto al nivel de la clase equivaldría a que una pareja de aves engendrara un mamífero. Uno sólo tiene que imaginar a los padres contemplando el nido, admirados de lo que han producido, para apreciar el carácter estrafalario de esta teoría.

Mi seguridad a la hora de ridiculizar estas ideas no se basa simplemente en el conocimiento de los animales actuales. Evidentemente, si sólo fuera esto, se podría aducir que en el Cámbrico las cosas eran distintas. No, el argumento contra los saltos de largo alcance de Kauffman, o los saltos al nivel del tipo de Leakey y Lewin, es teórico, y de una gran fuerza. Es éste: aunque se hubieran dado mutaciones a esta escala gigantesca, sus productos no habrían sobrevivido. Ello se debe fundamentalmente a que, como ya he dicho, por muchas maneras que pueda haber de estar vivo, hay casi infinitas maneras de estar muerto. Una mutación pequeña, que representa un corto paso respecto de un progenitor que ha demostrado su capacidad para sobrevivir por el solo hecho de ser progenitor, tiene, por eso mismo, más posibilidades de sobrevivir, y hasta puede representar una mejora. Una mutación gigantesca, al nivel del tipo, es un salto en el vacío más absoluto y salvaje. He dicho que un salto mutacional de tal alcance habría sido de la misma magnitud que una mutación que transformara un molusco en un insecto. Pero, desde luego, no habría sido nunca un salto de molusco a insecto. Un insecto es una máquina de supervivencia muy bien ajustada. Si un progenitor molusco hubiera dado origen a un nuevo filo, el salto habría sido aleatorio, como cualquier otra mutación. Y la probabilidad de que un salto aleatorio de esta magnitud hubiera producido un insecto, o cualquier cosa que tuviera la más mínima posibilidad de sobrevivir, es tan pequeña que puede descartarse del todo. La probabilidad de que fuera viable es imposiblemente pequeña, con independencia de lo vacío que estuviera el ecosistema, de lo abiertos que estuvieran los nichos. Un salto al nivel del tipo sería un disparate.

No creo que los autores que he citado crean realmente lo que sus palabras impresas parecen querer comunicar. Pienso que, simplemente, se han intoxicado con la retórica de Gould y no han meditado detenidamente la cuestión. Si los he citado en este capítulo es para ilustrar el poder para despistar que un poeta hábil puede ejercer de forma inconsciente, en especial si primero se ha despistado a sí mismo. Es indudable que la poesía del Cámbrico como un alba dichosa de innovación es seductora. Kauffman se siente completamente arrebatado por ella:

Poco después de que se inventaran las formas pluricelulares, se abrió paso una gran explosión de novedad evolutiva. Uno casi tiene la sensación de que la vida pluricelular intentaba alegremente todas sus posibles ramificaciones, en una especie de danza salvaje de exploración descuidada.

At Home in the Universe (1995)

Sí. Uno tiene exactamente esta sensación. Pero la tiene a partir de la retórica de Gould, no a partir de los fósiles del Cámbrico ni del razonamiento sereno sobre los principios evolutivos.

Si científicos del calibre de Kauffman, Leakey y Lewin pueden ser seducidos por la mala ciencia poética, ¿qué defensa tiene el no especialista? Daniel Dennett me contó que un colega filósofo había leído La vida maravillosa y había entendido que los tipos cámbricos no tenían un antepasado común, sino que representaban ¡orígenes de la vida independientes! Cuando Dennett le aseguró que no era esto lo que Gould había querido comunicar, ni mucho menos, la respuesta de su colega fue: «Pues entonces, ¿a qué viene tanto jaleo?».

La excelencia a la hora de escribir es una espada de doble filo, como ha señalado el distinguido evolucionista John Maynard Smith en el New York Review of Books de noviembre de 1995:

Gould ocupa una posición bastante curiosa, en particular en su lado del Atlántico. Debido a la excelencia de sus ensayos, los no biólogos han llegado a considerarlo como un evolucionista teórico preeminente. En cambio, los biólogos evolutivos con los que he discutido sobre su trabajo tienden a verlo como un hombre cuyas ideas son tan confusas que apenas vale la pena prestarles atención, pero también como alguien a quien no es conveniente criticar en público, porque al menos está de nuestro lado contra los creacionistas. Todo esto no importaría si no fuera porque está ofreciendo a los no biólogos una imagen en gran parte falsa del estado de la teoría evolutiva.

Esta cita está extraída de la reseña de Maynard Smith del libro de Dennett Darwin’s Dangerous Idea [La peligrosa idea de Darwin] (1995), que considero una crítica devastadora y, espero, terminal de la influencia de Gould sobre el pensamiento evolutivo.

¿Qué ocurrió realmente en el Cámbrico? Simon Conway Morris, de la Universidad de Cambridge, es, como Gould reconoce empalagosamente, uno de los tres principales investigadores actuales de Burgess Shale, el yacimiento de fósiles cámbricos que es el tema de La vida maravillosa. Conway Morris ha publicado recientemente su propio y fascinante libro sobre el asunto, The Crucible of Creation [El crisol de la creación] (1998), en el que se muestra crítico con casi todos los aspectos de la concepción de Gould. Al igual que Conway Morris, no creo que haya ninguna buena razón para pensar que el proceso evolutivo fuera diferente en el Cámbrico a como lo es en la actualidad. Pero no hay duda de que en el registro fósil del Cámbrico se observa por primera vez un gran número de grupos animales principales. La hipótesis obvia se le ha ocurrido a mucha gente. Puede que varios grupos de animales desarrollaran esqueletos duros y fosilizables hacia la misma época y quizá por la misma razón. Una posibilidad es una carrera de armamentos evolutiva entre depredadores y presas, o un cambio espectacular en la química de la atmósfera. Conway Morris no encuentra en absoluto ningún respaldo para la idea poética de un florecimiento exuberante y extravagante de la vida en una danza frenética de diversidad y disparidad cámbrica, que posteriormente fue podada hasta quedarse en el repertorio actual, más limitado, de tipos animales. Si acaso, lo que parece ser cierto es lo contrario, como la mayoría de evolucionistas esperaría.

¿Dónde deja esto la cuestión de la cronología de la ramificación de los tipos principales? Recuérdese que ésta es una cuestión distinta de la explosión cámbrica de fósiles nuevos, que nadie pone en duda. El asunto controvertido es si las divergencias de los tipos principales se concentran todas en el Cámbrico (la hipótesis de la explosión de ramificaciones). Ya he dicho que el neodarwinismo estándar es compatible con esta hipótesis. Pero, aun así, no la considero probable en absoluto.

Una posible manera de abordar la cuestión es observar los relojes moleculares. «Reloj molecular» se refiere a la observación de que ciertas moléculas biológicas cambian a una tasa relativamente fija a lo largo de millones de años. Si se acepta esto, se puede tomar sangre de dos animales modernos y calcular cuánto tiempo hace que vivió su antepasado común. Algunos estudios recientes han hecho retroceder los puntos de divergencia de varios pares de tipos situándolos bastante más atrás en el Precámbrico. Si tales estudios son correctos, toda la retórica de una explosión evolutiva se hace superflua. Pero sigue habiendo controversia sobre la interpretación de los resultados de los relojes moleculares cuando se refieren a una época tan remota, por lo que habremos de esperar a tener más indicios.

Mientras tanto, hay un argumento lógico que puedo hacer valer con más confianza. La única evidencia en favor de la hipótesis de la explosión de puntos de ramificación es negativa: hay muy pocos fósiles de la mayoría de tipos animales antes del Cámbrico. Pero estos animales fósiles carentes de antepasados fósiles debieron tener antepasados de algún tipo. No pueden haber surgido de la nada. Por lo tanto, tuvo que haber antepasados que no se fosilizaron, pues ausencia de fósiles no significa ausencia de animales. La única cuestión que subsiste es si los antepasados que faltan, y que se remontan a los puntos de ramificación, estuvieron todos comprimidos en el Cámbrico o bien se repartieron por los cientos de millones de años previos. Puesto que la única razón para suponer que se concentraron en el Cámbrico es la ausencia de fósiles, y puesto que acabamos de demostrar lógicamente la irrelevancia de dicha ausencia, concluyo que no hay ninguna buena razón para apoyar la hipótesis de la explosión de puntos de ramificación, a pesar de su indudable atractivo poético.