… aunque no hay gran razón servidora que
Ordene los oscuros misterios de las almas humanas
Para formarse una idea clara…*
John Keats, «Sueño y poesía» (1817)
* …though no great ministring reason sorts
Out the dark mysteries of human souls
To clear conceiving…
El eminente especialista en fertilidad Robert Winston imagina el siguiente anuncio puesto en el periódico por un médico farsante y sin escrúpulos, y dirigido a personas que quieren que su próximo hijo sea, pongamos por caso, un niño (el sexismo que subyace en esta conjetura no es mío; podemos encontrarlo en todo el mundo antiguo, y todavía hoy es incuestionable en muchos lugares): «Envíe 500 libras y conseguirá mi fórmula patentada para que su bebé sea un niño. Si no funciona le será devuelto todo su dinero». La garantía de devolución del dinero pretende infundir confianza en el método. En realidad, y puesto que aproximadamente la mitad de los recién nacidos es de sexo masculino, la treta sería un magnífico sistema para ganar pequeñas sumas de dinero. De hecho, el matasanos podría incluso ofrecer tranquilamente compensaciones de, por ejemplo, 250 libras por cada niña nacida, además de la garantía de devolución del dinero, y todavía conseguiría un beneficio sustancial a la larga.
Utilicé una ilustración parecida en una de mis conferencias de Navidad de la Institución Real, en 1991. Dije que tenía razones para creer que entre mi audiencia había un individuo con poderes psíquicos, capaz de influir en los sucesos por el mero poder de la mente, y que intentaría desenmascararlo. «Establezcamos primero», dije, «si esa persona se encuentra en la mitad derecha o en la mitad izquierda del salón de actos». Invité a todo el mundo a ponerse de pie mientras mi ayudante lanzaba una moneda al aire. Pedí a todos los presentes de la mitad izquierda del salón que «desearan» que la moneda cayera de cara. Todos los de la mitad derecha tenían que desear que fuera cruz. Evidentemente, uno de los bandos tenía que perder, y se les pidió que se sentaran. A continuación, los que quedaban de pie fueron divididos en dos mitades, una de las cuales «deseaba» que saliera cara y la otra cruz. De nuevo los perdedores se sentaron. Continué dividiendo por la mitad hasta que, inevitablemente, después de lanzar la moneda al aire siete u ocho veces, quedó un solo individuo de pie. «¡Un fuerte aplauso para nuestro paranormalista!» Tenía que ser una persona con poderes, porque había influido con éxito en la moneda ocho veces seguidas, ¿o no?
Si se hubieran televisado las conferencias en directo y no en diferido, la demostración podría haber sido aún más impresionante. Hubiera pedido a todos los telespectadores cuyo apellido empezara por cualquier letra anterior a la J que «desearan» cara, y al resto que deseara cruz. La mitad acertante habría sido dividida de nuevo por la mitad, y así sucesivamente. Les hubiera pedido a todos que anotaran el orden de sus «deseos». Con dos millones de telespectadores, se habrían necesitado unos 21 pasos para seleccionar a un solo individuo. Para mayor seguridad, me habría detenido un poco antes. En el paso decimooctavo, por ejemplo, habría invitado a los que todavía no hubieran sido eliminados a que me telefonearan. Con un poco de suerte, uno de ellos me habría llamado. Después habría invitado a este individuo a que leyera sus anotaciones (C, cara, y R, cruz): CRRRCCRCCCCRRRCCRR, que habrían coincidido con el registro oficial. De manera que este individuo concreto habría influido en 18 lanzamientos sucesivos de una moneda al aire. Todos boquiabiertos de admiración. Pero ¿admiración por qué? Aquí no hay más que pura suerte. No sé si alguien ha hecho este experimento. En realidad, el truco aquí es tan evidente que probablemente no enredaría a mucha gente. Pero ¿qué decir del siguiente?
Un hombre con poderes psíquicos sale por televisión gracias a un lucrativo contrato que su agente publicitario concertó en un almuerzo de trabajo. Mirando por diez millones de pantallas con ojos llameantes e hipnóticos (un buen trabajo de maquillaje e iluminación), nuestro vidente imaginario salmodia que siente una extraña relación espiritual, una resonancia vibrante de energía cósmica, con determinados miembros de su audiencia. Éstos podrán saber quiénes son porque, en el mismo momento en que entona su conjuro místico, sus relojes se detendrán. Después de sólo una breve pausa, un teléfono de su mesa suena y una voz amplificada anuncia en tono de asombro que su reloj de pulsera se paró a los pocos segundos de oír las palabras del clarividente. La persona que telefonea añade que tenía la premonición de que esto iba a ocurrir incluso antes de que mirara el reloj, porque algo en los ojos encendidos de su héroe parecía hablar directamente a su alma y sintió las «vibraciones» de «energía». Mientras habla suena un segundo teléfono. Otro reloj de pulsera que se ha detenido.
El reloj de péndulo del abuelo de un tercer comunicante se detuvo también, ¡lo que a buen seguro es una hazaña mayor que detener un pequeño reloj cuyo delicado muelle volante debe ser, obviamente, más susceptible a las fuerzas psíquicas que el voluminoso péndulo del abuelo! El reloj de pulsera de otro telespectador se paró en realidad un poco antes de que el célebre místico hiciera su anuncio: ¿no es ésta una proeza todavía más impresionante de control psíquico? Y todavía hay otro reloj aún más impaciente: se detuvo todo un día antes, en el mismo momento en que su dueño miró la fotografía del famoso místico en el periódico. La audiencia del estudio se queda boquiabierta de admiración. Con toda certeza, éste es un poder psíquico que supera todo escepticismo, ¡porque tuvo lugar todo un día antes! «¡Hay algo más en el cielo y en la tierra, Horacio…»
Lo que debemos hacer es quedarnos menos boquiabiertos y pensar más. Este capítulo trata de la manera de desmontar la fuerza de la coincidencia, sentándonos tranquilamente y calculando la probabilidad de que se hubiera dado igualmente. En el proceso descubriremos que desarmar coincidencias aparentemente sobrenaturales es más interesante que quedarse boquiabierto ante ellas.
A veces el cálculo es fácil. En un libro anterior revelé la combinación del candado de mi bicicleta. No tuve miedo de hacerlo porque, evidentemente, mis libros nunca serían leídos por el tipo de gente que robaría una bicicleta. Por desgracia, alguien la robó, y ahora tengo otro candado con otra combinación, 4167. Para mí este número es fácil de recordar: 41 está grabado en mi memoria como el código arbitrario para identificar mis ropas y zapatos en el internado; 67 es la edad a la que me jubilaré. Es evidente que aquí no hay ninguna coincidencia interesante. Cualquiera que hubiera sido el número, habría repasado mi vida para encontrar una receta mnemónica y la habría encontrado. Pero, atención a lo que sigue. En el día en que escribo esto, he recibido de mi facultad de Oxford una carta que dice:
Toda persona autorizada a utilizar las fotocopiadoras dispone de un código personal de acceso. Su nuevo número es el 4167.
Mi primer pensamiento ha sido que con toda probabilidad voy a perder este pedazo de papel (perdí enseguida su equivalente del año anterior), por lo que tenía que idear de inmediato una fórmula para grabarlo en mi memoria, algo similar al mnemónico que me permite recordar la combinación del candado de mi bicicleta. De modo que he mirado de nuevo el número de la carta y (parafraseando una línea entera de The Black Cloud [La nube negra], la novela de ciencia ficción de Fred Hoyle) he visto cómo las cifras del pedazo de papel parecían agrandarse hasta un tamaño gigantesco:
4167
No necesitaba un nuevo mnemónico. El número era idéntico. Me he apresurado a contarle a mi mujer la sorprendente coincidencia, pero después de una reflexión más pausada me he dado cuenta de que no hay para tanto.
Es fácil calcular la probabilidad de que esto ocurra por puro azar. El primer dígito podría haber sido cualquiera entre 0 y 9. De modo que hay una posibilidad entre 10 de obtener un 4 y, por tanto, de que coincida con la combinación del candado de mi bicicleta. Para cada una de estas diez posibilidades, el segundo dígito podría haber sido cualquiera entre 0 y 9, de modo que de nuevo hay una posibilidad entre 10 de coincidencia con la segunda cifra de la combinación. Las posibilidades de que coincidan los dos primeros dígitos son, por lo tanto, una entre 100 y, siguiendo la lógica con los otros dos dígitos, las posibilidades de que coincidan las cuatro cifras de la combinación del candado son de una entre 10.000. Es este número tan grande lo que nos protege contra el robo.
La coincidencia es impresionante, pero ¿qué conclusión debemos extraer de ello? ¿Ha pasado algo misterioso y providencial? ¿Han estado actuando los ángeles de la guarda entre bastidores? ¿Se han deslizado las estrellas de la suerte hasta Urano? No. No hay razón para sospechar otra cosa que un simple accidente. El número de personas en el mundo es tan grande en comparación con 10.000 que alguien, en este mismo momento, debe estar experimentando una coincidencia al menos tan sorprendente como la mía. Simplemente, hoy me ha tocado a mí. Ni siquiera es una coincidencia añadida el que me tocara precisamente hoy, mientras escribo este capítulo. En realidad, había escrito un primer borrador hacía algunas semanas. Lo he reabierto después de advertir la coincidencia para insertar esta anécdota. Seguramente lo volveré a abrir muchas veces para revisarlo y pulirlo, y no eliminaré las referencias a «hoy»: cuando las incluí eran exactas. Este es otro procedimiento habitual para hinchar la cualidad impresionante de la coincidencia con objeto de conseguir una buena historia.
Podemos hacer un cálculo parecido para el gurú televisivo cuyo miasma psíquico parecía detener los relojes de la gente, pero tendremos que hacer uso de estimaciones en vez de cifras exactas. Para cualquier reloj existe cierta probabilidad, baja, de que se pare en un momento dado. No conozco su valor exacto, pero veamos cómo podríamos estimarla. Si consideramos sólo los relojes digitales, su pila se agota típicamente al cabo de un año. Esto quiere decir que, aproximadamente, un reloj digital se para una vez al año. Es presumible que los relojes mecánicos se detengan con mayor frecuencia, porque la gente se olvida de darles cuerda, y también es presumible que los relojes digitales se paren con menor frecuencia, porque mucha gente cambia la pila antes de que se haya agotado del todo. Pero es probable que ambos tipos de relojes se paren con la misma frecuencia por fallos de diversa especie. De modo que supondremos que es esperable que cualquier reloj se detenga alrededor de una vez al año. La precisión de nuestra estimación no importa demasiado; el principio sigue siendo el mismo.
Si el reloj de alguien se parara a las tres semanas del encantamiento, hasta el más crédulo preferiría atribuirlo al azar. Tenemos que decidir qué retraso máximo debe haber entre el anuncio del psíquico y la parada del reloj para que la audiencia considere que ambos hechos son lo bastante simultáneos. Unos cinco minutos es una estimación segura, sobre todo si se piensa que el paranormalista puede hablar con cada uno de los televidentes que telefonean durante unos minutos, lo que hace que las llamadas sucesivas parezcan aproximadamente simultáneas. Hay 100.000 periodos de cinco minutos en un año, en números redondos. La probabilidad de que cualquier reloj (el mío, por ejemplo) se detenga en un periodo de cinco minutos especificado es aproximadamente 1 entre 100.000. Es una probabilidad muy baja, pero hay 10 millones de personas viendo el espectáculo. Aun suponiendo que sólo la mitad de ellas lleve reloj, podemos esperar que a 25 de ellas se les pare en un minuto dado. Si sólo la cuarta parte telefonea al estudio, esto se traduce en 6 llamadas, más que suficiente para engañar a una audiencia ingenua. Especialmente si se añaden las llamadas de personas cuyo reloj se detuvo el día antes, o cuyo reloj no se paró pero sí lo hizo el reloj de péndulo del abuelo, o parientes afligidos de gente que ha muerto de un ataque cardiaco y telefonean para decir que su «reloj» se agotó, etcétera. Este tipo de coincidencia se celebra en la antigua canción «El reloj del abuelo», deliciosamente sentimental:
Noventa años sin flojear,
Tic, tac, tic, tac,
De su vida contando los segundos,
Tic, tac, tic, tac,
Se detuvo… de golpe… para no andar nunca más
Cuando el anciano murió.[24]
Richard Feynman, en una conferencia de 1963 publicada póstumamente en 1998, nos cuenta que su primera mujer murió a las 9 horas y 22 minutos de la noche, y posteriormente se encontró con que el reloj de su habitación se había detenido exactamente a las 9.22 h. Los hay que se deleitarán con el aparente misterio de esta coincidencia y creerán que Feynman elimina algo precioso cuando nos da una explicación racional y simple del misterio. El reloj era viejo y caprichoso, y acostumbraba a pararse si se lo movía de la posición horizontal. El mismo Feynman lo reparaba con frecuencia. Cuando la señora Feynman murió, el deber de la enfermera era registrar el momento exacto de la muerte. Se acercó al reloj, pero éste se encontraba en un rincón oscuro. Para poder verlo, la enfermera lo cogió e inclinó su esfera hacia la luz… El reloj se detuvo. ¿Está Feynman realmente echando a perder algo hermoso cuando nos cuenta lo que seguramente es la verdadera, y muy sencilla, explicación? En mi opinión, no. Para mí, Feynman afirma la elegancia y la belleza de un universo ordenado en el que los relojes se detienen por razones, no para aguijonear la fantasía sentimental de los seres humanos.
Llegados a este punto, quiero inventar un término técnico, y espero que el lector me perdone un acrónimo. PAQPC significa Población de Acontecimientos Que Parecerían Coincidentes. Población puede parecer una palabra rara, pero es el término estadístico correcto. En aras de la estética, renunciaré a las mayúsculas. El que el reloj de pulsera de alguien se detenga a los diez segundos del conjuro del psíquico pertenece evidentemente a la paqpc, pero lo mismo ocurre con muchos otros acontecimientos. Hablando estrictamente, la detención del reloj de pared del abuelo no debería incluirse. El psíquico no afirmó que podría detener relojes de pared del abuelo. Pero cuando el reloj de péndulo del abuelo de alguien se paró, esa persona telefoneó inmediatamente porque estaba aún más impresionada si cabe que si se hubiera parado su reloj de pulsera. Se fomenta la extraña idea equivocada de que el psíquico es incluso más poderoso, ¡puesto que ni siquiera se preocupó de mencionar que también podría detener relojes del abuelo! De forma similar, no dijo nada de relojes de pulsera que se detenían el día antes ni de «relojes» de abuelos que sufrían paros cardiacos.
La gente cree que estos acontecimientos no previstos pertenecen a la paqpc, y que sólo se explican por la actuación de fuerzas ocultas. Pero cuando se empieza a pensar así, la paqpc se hace realmente grande, y aquí reside la trampa. Si el reloj de alguien se detuvo exactamente 24 horas antes, no necesitará ser excesivamente crédulo para aceptar que este acontecimiento pertenece a la paqpc. Si se detuvo exactamente siete minutos antes del conjuro, esto podría impresionar a otros porque el siete es un antiguo número místico. Lo mismo vale, presumiblemente, para siete horas, siete días… Cuanto mayor es la paqpc, menos debiera impresionamos la coincidencia. Una de las estratagemas de un tramposo eficaz es hacer que la gente piense exactamente lo contrario.
Dicho sea de paso, he elegido deliberadamente un truco más impresionante para mi médium imaginario del que se hace realmente con relojes en la televisión. La proeza más familiar es hacer funcionar relojes que se han parado. Se invita al telespectador a que busque algún reloj estropeado y abandonado en un cajón o desván y que lo sostenga mientras el psíquico realiza algún encantamiento o efectúa algún movimiento hipnótico con los ojos. Lo que ocurre realmente es que el calor de la mano licúa aceite que se había coagulado y el reloj vuelve a andar, aunque sea brevemente. Aunque esto sólo represente una pequeña proporción de casos, si se multiplica por la multitudinaria audiencia se generará un número satisfactorio de llamadas telefónicas de espectadores asombrados. En realidad, como explica Nicholas Humphrey en su libro Soul Searching [Buscando el alma] (1995), un admirable desenmascaramiento del sobrenaturalismo, se ha demostrado que más de la mitad de los relojes estropeados se ponen en marcha, al menos momentáneamente, si se los sostiene en la mano.
He aquí otro ejemplo de coincidencia en el que es sencillo calcular las probabilidades. Lo utilizaremos para ver de qué modo las probabilidades alteran la paqpc. Tuve una novia cuya fecha de cumpleaños era la misma que la de mi novia anterior. Ella le comentó este hecho a un amigo suyo creyente en la astrología, quien me preguntó, triunfante, cómo podía yo justificar mi escepticismo ante la abrumadora evidencia de que el destino me había unido de forma sucesiva y no premeditada a dos mujeres sobre la base de sus «estrellas». De nuevo, pensemos en ello pausadamente. Es fácil calcular la probabilidad de que dos personas, elegidas enteramente al azar, cumplan años en la misma fecha. Hay 365 días en un año. Sea cual sea la fecha de nacimiento de la primera persona, la probabilidad de que la segunda cumpla años en la misma fecha es de 1 entre 365 (dejemos de lado los años bisiestos). Si consideramos parejas de mujeres que hayan sido amigas sucesivas de cualquier hombre, las posibilidades de que compartan la misma fecha de cumpleaños son de 1 entre 365. Si tomamos diez millones de hombres (menos que la población actual de Tokio o Ciudad de México), ¡esta coincidencia aparentemente sobrenatural les habrá ocurrido a más de 27.000 de ellos!
Veamos ahora cómo la coincidencia se hace menos impresionante a medida que aumenta la paqpc. Podríamos emparejar a la gente de muchas otras maneras y aun así detectar una coincidencia aparente. Dos novias sucesivas con el mismo apellido aunque no sean parientes, o dos socios comerciales con la misma fecha de cumpleaños, o dos vecinos de asiento en un avión que compartan la misma fecha de cumpleaños. En un Boeing 747 completamente ocupado (cerca de 400 plazas), las posibilidades de que al menos un par de vecinos tengan la misma fecha de aniversario son en realidad superiores al 50 por ciento. Por lo general no nos damos cuenta de ello, porque no solemos espiar por encima del hombro del vecino cuando rellenamos esos tediosos formularios de inmigración. Pero si lo hiciéramos, en la mayoría de vuelos alguien saldría murmurando oscuramente acerca de las fuerzasocultas.
La coincidencia del cumpleaños suele formularse de una manera más teatral. Si en un salón hay sólo 23 personas, los matemáticos pueden demostrar que existe una probabilidad superior al 50 por ciento de que al menos dos de ellas tengan la misma fecha de cumpleaños. Dos lectores de un borrador previo de este libro me pidieron que justificara esta asombrosa afirmación. Es más fácil calcular la probabilidad de que no haya dos personas con la misma fecha de cumpleaños y restarla de 1. Olvidemos los años bisiestos porque complican más las cosas. Suponga el lector que apuesto a que, de las 23 personas que hay en la habitación, al menos dos tienen la misma fecha de cumpleaños. El lector debe apostar a que no habrá ningún cumpleaños compartido. Haremos el cálculo haciendo entrar en el salón a las 23 personas una detrás de otra. Si en algún momento se encuentra una coincidencia, yo gano y se acabó el juego. Si llegamos a las 23 personas y no ha habido ninguna coincidencia, el lector gana.
Cuando en el salón hay sólo una persona, a la que podemos llamar A, la probabilidad de «ninguna coincidencia hasta ahora» es trivialmente 1 (365 de 365 posibilidades). Supongamos que entra una segunda persona, B. La posibilidad de coincidencia es ahora de 1 entre 365, de manera que la probabilidad de «ninguna coincidencia hasta ahora» desciende a 364/365. Añadamos ahora una tercera persona, C. Hay una posibilidad en 365 de que el cumpleaños de C coincida con el de A, y una posibilidad en 365 de que coincida con el de B, de modo que la probabilidad de que el cumpleaños de C no coincida ni con el de A ni con el de B es de 363/365 (no puede coincidir con ambos, porque ya sabemos que no hay coincidencia entre A y B). Para tener la probabilidad total de «ninguna coincidencia hasta ahora», hay que tomar el valor 363/365 y multiplicarlo por la probabilidad de no coincidencia en la estimación anterior, en este caso 364/365. El mismo razonamiento se aplica cuando se añade una cuarta persona, D. Ahora la probabilidad total de «ninguna coincidencia hasta ahora» es 364/365 x 363/365 x 362/365. Y así sucesivamente hasta que las 23 personas hayan entrado en el salón. Cada persona que entra añade un nuevo término a la multiplicación para calcular la probabilidad de «ninguna coincidencia hasta ahora».
Si esta multiplicación se efectúa con 23 términos (hay que llegar hasta 343/365), el resultado es de alrededor de 0,49. Ésta es la probabilidad de que no haya ninguna fecha de cumpleaños coincidente en el salón. La probabilidad de que al menos una pareja de individuos en un comité de 23 compartan la misma fecha de cumpleaños es, por lo tanto, del 51 por ciento. La intuición de la mayoría de personas las animaría a apostar en contra de tal coincidencia. Pero se equivocarían. Es este tipo de error intuitivo el que en general confunde nuestra evaluación de las coincidencias «sobrenaturales».
He aquí una coincidencia real para la que podemos tratar de estimar las probabilidades aproximadas, aunque es un poco más difícil. Una vez mi esposa compró para su madre un magnífico reloj antiguo con una esfera de color rosa. Cuando lo tuvo en casa y arrancó la etiqueta con el precio se sorprendió al encontrar, en la parte posterior del reloj, las iniciales de su madre, M.A.B. ¿Sobrenatural? ¿Misterioso? ¿Espeluznante? Arthur Koestler, el famoso novelista, habría encontrado ahí mucho material; y lo mismo cabe decir de C.G. Jung, el admirado psicólogo e inventor del «inconsciente colectivo», quien también creía que era posible mediante fuerzas psíquicas hacer que un cuchillo o las tapas de un libro explotaran espontáneamente con un fuerte estampido. Mi esposa, más sensata, pensó simplemente que la coincidencia de iniciales era especialmente conveniente y lo bastante graciosa para notificármela… y aquí estoy ahora, dándola a conocer a una audiencia mayor.
Así pues, ¿cuál es realmente la probabilidad en contra de una coincidencia de esta magnitud? Podemos empezar calculándola de forma ingenua. Hay 26 letras en el alfabeto.[25] Si nuestra madre posee tres iniciales y encontramos un reloj grabado con tres letras al azar, la probabilidad de que ambos grupos coincidan es de 1/26 x 1/26 x 1/26, es decir, una posibilidad entre 17.576. Hay unos 55 millones de personas en Gran Bretaña. Si cada una de ellas comprara un reloj antiguo grabado, esperaríamos que más de 3000 de ellas quedaran boquiabiertas de asombro cuando descubrieran que el reloj ya llevaba las iniciales de su madre.
En realidad, la probabilidad es mucho mayor. Nuestro cálculo ingenuo asumía, incorrectamente, que cada letra tiene una probabilidad de 1/26 de ser la inicial de algún nombre. Pero algunas letras, tales como X y Z, tienen una probabilidad menor. Otras, entre ellas M, A y B, son más comunes: nos hubiera sorprendido mucho más que las iniciales coincidentes hubieran sido X, Q y Z. Podemos mejorar nuestra estimación de la probabilidad muestreando la guía telefónica. Muestrear es una manera respetable de estimar algo que no podemos contar directamente. La guía telefónica de Londres es un buen lugar para muestrear porque es grande, y resulta que Londres es donde mi esposa compró el reloj y donde vivía su madre. La guía telefónica de Londres contiene unos 216.000 centímetros (es decir, 2,16 kilómetros) de columnas de nombres de ciudadanos particulares. De ellos, alrededor de 20.600 centímetros están dedicados a la B. Esto significa que alrededor del 9,5 por ciento de londinenses tienen un apellido que empieza por B,[26] lo que es mucho más frecuente que 1/26, o 3,8 por ciento.
Así, la probabilidad de que un londinense escogido al azar tenga un apellido que empiece por B es de alrededor de 0,095 (= 9,5 por ciento). ¿Y qué hay de las probabilidades correspondientes de que los nombres empiecen por M o A? Requeriría demasiado tiempo contar las iniciales de los nombres de toda la guía telefónica, y tampoco tendría sentido porque la guía misma es una muestra de la población. Lo más fácil es tomar una submuestra en la que las iniciales de los nombres se encuentren convenientemente ordenadas alfabéticamente. Esto es lo que ocurre con los listados dentro de un apellido cualquiera. Tomaré el apellido más común en Inglaterra (Smith) y contaré qué proporción de los Smith son M. Smith y qué proporción son A. Smith. Es razonable esperar que esto sea una buena representación de las probabilidades de las iniciales de los nombres de los londinenses en general. Resulta que hay algo más de 18 metros de columnas de Smith. De éstos, el 7,3 por ciento (136 centímetros) son M. Smith. Los A. Smith ocupan 192 centímetros de columna, lo que representa el 10,2 por ciento de todos los Smith.
Por lo tanto, si uno es londinense y tiene tres iniciales, las probabilidades de que éstas sean M.A.B., en este orden, son aproximadamente 0,102 x 0,073 x 0,095, es decir, alrededor de 0,0007. Puesto que la población de Gran Bretaña es de 55 millones de personas, esto quiere decir que alrededor de 38.000 ingleses tienen las iniciales M.A.B. Pero esto sólo es cierto si todos los británicos tienen tres iniciales. Es evidente que no todos las tienen pero, hojeando de nuevo la guía telefónica, parece que la mayoría sí. Aun así, si adoptamos la hipótesis conservadora de que sólo la mitad de los habitantes de las islas Británicas tienen tres iniciales, todavía tenemos 19.000 británicos con iniciales idénticas a las de la madre de mi esposa. Cualquiera de ellos podría haber comprado aquel reloj y quedarse atónito por la coincidencia. Nuestro cálculo ha demostrado que no hay razón alguna para ello.
En realidad, si pensamos un poco más sobre la paqpc, encontraremos que tenemos incluso menos derecho a sorprendemos. M.A.B. eran las letras iniciales del nombre de soltera de la madre de mi esposa. Si sus iniciales de casada, M.A.W., hubieran estado grabadas en el reloj, la coincidencia habría parecido igualmente sorprendente. Los apellidos que empiezan por W son casi tan comunes en la guía telefónica como los que empiezan por B. Esta consideración duplica aproximadamente la paqpc, al duplicar el número de británicos que, para un cazador de coincidencias, tienen «las mismas iniciales» que mi suegra. Además, si alguien comprara un reloj y lo encontrara grabado no con las iniciales de su madre, sino con las suyas propias, podría considerar este hecho una coincidencia todavía mayor, y más digna de incluirse en la (cada vez mayor) paqpc.
El malogrado Arthur Koestler, como ya he dicho, era un gran entusiasta de las coincidencias. Entre los relatos que cuenta en Las raíces del azar (1972) hay unos cuantos recopilados originalmente por su héroe, el biólogo austríaco Paúl Kammerer (famoso por haber publicado un experimento trucado en el que se pretendía demostrar la «herencia de caracteres adquiridos» en el sapo partero). Ésta es una típica historia de Kammerer, citada por Koestler:
El 18 de septiembre de 1916, mi esposa, mientras esperaba su turno en la consulta del doctor J. v. H. leyendo la revista Die Kunst, quedó impresionada por algunas reproducciones de cuadros de un pintor llamado Schwalbach, y tomó nota mentalmente de su nombre porque deseaba ver los originales. En aquel momento, la puerta se abrió y la recepcionista preguntó: «¿Está Frau Schwalbach aquí? La llaman al teléfono».
Probablemente no vale la pena intentar estimar la probabilidad de una tal coincidencia, pero al menos podemos anotar algunas de las cosas que necesitaríamos saber. «En aquel momento, la puerta se abrió» es un poco vago. ¿Se abrió la puerta un segundo después de que la señora tomara mentalmente nota del apellido Schwalbach, o 20 minutos después? ¿Cuan largo pudo haber sido el intervalo sin que la coincidencia dejara de causar sorpresa? Obviamente, la frecuencia del apellido Schwalbach es relevante: nos habría sorprendido menos si hubiera sido Schmidt o Strauss, y más si hubiera sido Twistieton-Wykeham-Fiennes o Knatchbull-Huguesson. Mi biblioteca local no tiene la guía telefónica de Viena, pero una rápida ojeada a otra guía telefónica germánica grande, la de Berlín, da como resultado media docena de Schwalbach: el apellido no es particularmente común, por lo tanto, y es comprensible que la señora quedara impresionada. Pero debemos meditar un poco más sobre el tamaño de la paqpc. Coincidencias similares pudieron haberles ocurrido a personas en las salas de espera de otros médicos; y en las salas de espera de dentistas, despachos gubernamentales y otros; y no sólo en Viena, sino en cualquier otro lugar. La cantidad que hay que tener presente es el número de oportunidades de coincidencia de las que se habría pensado que eran tan notables como la que realmente ocurrió.
Vayamos ahora a otro tipo de coincidencia, de la cual es aún más difícil saber cómo empezar a calcular su probabilidad. Considérese la experiencia, citada a menudo, de soñar con un antiguo conocido por primera vez en años, y después recibir inesperadamente una carta suya al día siguiente; o bien enterarse de que murió la noche anterior; o de que fue su padre quien murió; o que, en vez de eso, su padre acertó una quiniela. ¿Advierte el lector cómo crece descontroladamente la paqpc cuando relajamos nuestra vigilancia?
Con frecuencia, estas anécdotas de coincidencias se recolectan de un campo muy amplio. Las columnas de cartas de los lectores de la prensa popular contienen cartas enviadas por personas concretas que no hubieran escrito si no les hubiera sucedido una coincidencia sorprendente. Para decidir hasta qué punto debemos sorprendemos, tenemos que conocer la tirada del periódico. Si es de 4 millones de ejemplares, sería sorprendente que no leyéramos cada día alguna coincidencia asombrosa, puesto que basta con que uno de esos 4 millones de lectores sea protagonista de una de tales coincidencias para que tengamos muchas oportunidades de que se publique en el diario. Es difícil calcular la probabilidad de una coincidencia determinada, como la muerte de un viejo amigo ya olvidado precisamente durante la noche en que soñamos con él. Pero, sea cual sea, a buen seguro es mucho mayor que una posibilidad entre 4 millones.
Así pues, no hay razón en realidad para que nos sorprendamos cuando leemos en el periódico acerca de una coincidencia sucedida a uno de los lectores, o a cualquiera en cualquier lugar del mundo. Este argumento es completamente válido, pero quizá no sea completamente satisfactorio. Podemos convenir en que, desde el punto de vista del lector de un periódico de amplia circulación, no tenemos ningún derecho a sorprendernos por una coincidencia sucedida a otro de los millones de lectores del mismo periódico y lo bastante inusual para que el afectado se moleste en escribir. Pero es mucho más difícil librarse de la sensación de asombro y estremecimiento de la espina dorsal cuando el protagonista es uno mismo. Esto no es sólo un prejuicio personal. Dicha sensación la tienen casi todas las personas que he conocido; si el lector pregunta a alguien al azar, es bastante probable que tenga al menos un magnífico relato de coincidencia sobrenatural que contarnos. A primera vista, esto socava la tesis escéptica de que los relatos de la prensa se han seleccionado a partir de un universo de millones de lectores, lo que supone un enorme acopio de oportunidades.
En realidad no la socava, por la siguiente razón. Cada uno de nosotros, aunque constituya una población de una sola persona, representa no obstante una población muy grande de oportunidades de coincidencia. Cada día que el lector o yo vivimos es una secuencia ininterrumpida de sucesos, o incidentes, cada uno de los cuales es una coincidencia en potencia. En estos momentos estoy mirando una fotografía que hay colgada en mi pared de un pez abisal con una cara extraña y fascinante. Es posible que, en este mismo momento, el teléfono suene y la persona que llama se identifique como un tal señor Fish («pez» en inglés). Estoy esperando…
El teléfono no ha sonado. Lo que quiero decir es que, con independencia de lo que estemos haciendo en un minuto dado del día, probablemente habrá algún otro suceso (una llamada telefónica, por ejemplo) que, caso de darse, sería considerado, retrospectivamente, una misteriosa coincidencia. Hay tantísimos minutos en la vida de cada individuo que sería sorprendente encontrar a alguien que nunca haya experimentado una coincidencia asombrosa. Durante este minuto concreto, mis pensamientos han derivado hacia un compañero de escuela llamado Haviland (no recuerdo ni su nombre ni su aspecto), a quien no he visto ni recordado en 45 años. Si, en este momento, un avión fabricado por la compañía De Haviland pasara volando frente a mi ventana, tendría una coincidencia en mis manos. Tengo que decir que no ha aparecido ningún avión, pero ahora me he puesto a pensar en otra cosa, lo que da oportunidad a nuevas coincidencias. De esta forma las oportunidades de coincidencia se suceden a lo largo del día, cada día. Pero los casos negativos, los fracasos en la coincidencia, no son advertidos ni comunicados.
Nuestra propensión a ver un significado en la coincidencia, sea o no real, es parte de una tendencia más general a buscar pautas y patrones. Tal tendencia es laudable y útil. En el mundo, muchos sucesos y propiedades se ajustan realmente a pautas no aleatorias, y saber detectarlas es útil para nosotros y para los animales en general. La dificultad estriba en navegar entre la Escila de ver pautas donde sólo hay ruido y la Caribdis de no saber detectarlas cuando de hecho existen. La ciencia de la estadística consiste en gran parte en mantener este difícil rumbo. Pero mucho antes de que se formalizaran los métodos estadísticos, los seres humanos, y otros animales también, ya tenían una intuición estadística razonablemente buena. Sin embargo, es fácil equivocarse tanto por defecto como por exceso.
He aquí algunos patrones estadísticos naturales que no son totalmente evidentes, y que los seres humanos no siempre han conocido.
PATRÓN VERDADERO | MOTIVOS QUE DIFICULTAN SU DETECCIÓN |
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El coito es seguido estadísticamente por el nacimiento unos 266 días después | El intervalo exacto varía alrededor del promedio de 266 días. El coito termina menos veces en concepción que lo contrario. El coito suele ser frecuente en cualquier caso, de modo que no es evidente que la concepción resulte de él y no de, por ejemplo, comer, lo que también es frecuente. |
La concepción es relativamente probable en la mitad del ciclo de la mujer, y relativamente improbable cerca de la menstruación. | Véase arriba. Además, las mujeres que no menstrúan no conciben. Ésta es una correlación espúrea que se entromete y que incluso, a una mente ingenua, le sugiere lo contrario de la verdad. |
Fumar produce cáncer de pulmón | Muchísimas personas que fuman no contraen cáncer de pulmón. Hay muchas personas que contraen cáncer de pulmón y que no han fumado nunca. |
En una época de peste bubónica, la proximidad a las ratas, y especialmente a sus pulgas, tiende a producir infección | En cualquier caso, hay muchísimas ratas y pulgas. Ratas y pulgas están asociadas a tantas otras cosas, como la suciedad y el «mal aire», que es difícil saber cuál de los muchos factores correlacionados es el importante. Es decir, de nuevo hay correlaciones espúreas que obstaculizan el camino. |
He aquí ahora algunos falsos patrones que los seres humanos han pensado, erróneamente, que detectaban.
PATRÓN FALSO | MOTIVOS POR LOS QUE ES FÁCIL CAER EN EL ENGAÑO |
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Una sequía puede combatirse con una danza de la lluvia (o con un sacrificio humano, o bien rociando los riñones de un hurón con sangre de cabra, o cualquier costumbre arbitraria que prescriba la teología concreta) | En ocasiones, la lluvia puede seguir a una danza de la lluvia (o cualquier otro ritual), y estos raros golpes de suerte se fijan en la memoria. Cuando la danza de la lluvia, pongamos por caso, no es seguida por la lluvia, se supone que algún detalle no funcionó bien en la ceremonia, o bien que los dioses están enfadados por alguna otra razón: siempre es fácil encontrar una excusa lo bastante plausible. |
Los cometas y otros acontecimientos astronómicos auguran crisis en los asuntos humanos | Véase arriba. Asimismo, los astrólogos están interesados en fomentar el mito, del mismo modo que los sacerdotes y los hechiceros están interesados en fomentar los mitos acerca de las danzas de la lluvia y los riñones de los hurones. |
Después de una racha de mala suerte, la buena suerte se hace más probable | Si la mala suerte persiste, suponemos que la racha de mala suerte todavía no ha terminado, y esperamos con más ansia su final. Si la mala suerte cesa, se considera que la profecía se ha cumplido. En nuestro subconsciente definimos una «racha» de mala suerte en términos de su final. Por lo tanto, es evidente que debe estar seguida de buena suerte. |
No somos los únicos animales que buscan pautas no aleatorias en la naturaleza, y tampoco somos los únicos animales que cometen equivocaciones del tipo que podríamos denominar supersticiosas. Ambos hechos se demuestran nítidamente mediante una caja de Skinner, un aparato ideado por el famoso psicólogo norteamericano B.F. Skinner. Una caja de Skinner es un dispositivo sencillo pero versátil para estudiar la conducta de un animal, por lo general una rata o una paloma. Es una caja con uno o varios interruptores embutidos en una pared que la paloma (por ejemplo) puede accionar picoteando, más un aparato que ofrece alimento (u otra recompensa) accionado eléctricamente. Ambos están conectados de manera que el picoteo por parte de la paloma tiene una determinada influencia en el aparato dispensador de comida. En el caso más sencillo, cada vez que la paloma picotea la tecla obtiene comida. Las palomas aprenden rápidamente la tarea. Lo mismo ocurre con las ratas y con los cerdos (éstos requieren cajas de Skinner ampliadas y reforzadas).
Nosotros sabemos que la conexión causal entre la tecla y la comida la proporciona un aparato eléctrico, pero la paloma no lo sabe. Para ella, el picoteo de una tecla es comparable a una danza de la lluvia. Además, la conexión puede ser muy lábil, de tipo estadístico. El aparato puede prepararse para que sólo recompense uno de cada 10 picoteos, en sentido literal o en sentido estadístico. En este último caso se recompensa uno de cada 10 picotazos por término medio, pero el número de picotazos requerido para cada recompensa concreta se determina al azar. También puede haber un reloj que determine que una décima parte del tiempo, en promedio, un picotazo tendrá premio, pero de manera que sea imposible decidir qué décima parte del tiempo. Palomas y ratas aprenden a apretar las teclas aun cuando sólo una proporción muy pequeña de picotazos tiene premio y hay que ser un buen estadístico para detectar la relación causa-efecto. Un hecho interesante es que los hábitos aprendidos cuando los picotazos se premian sólo ocasionalmente son más duraderos que cuando todos los picotazos tienen recompensa; en este último caso la paloma se desanima rápidamente cuando se desconecta el mecanismo de recompensa. Intuitivamente esto tiene sentido, si uno piensa en ello.
Así pues, palomas y ratas son bastante competentes a la hora de identificar tenues pautas estadísticas en su mundo. Es presumible que esta capacidad les sea tan útil en la naturaleza como en la caja de Skinner. El mundo exterior es como una gran caja de Skinner, rica en pautas y patrones complicados. Las acciones de un animal salvaje suelen estar seguidas de recompensas, castigos u otros sucesos importantes. Con frecuencia, la relación entre causa y efecto no es absoluta, sino estadística. Si un zarapito sondea el fango con su pico largo y curvado hay cierta probabilidad de que encuentre un gusano. La relación entre eventos de sondeo y eventos de gusano es estadística, pero real. En tomo a la teoría de la estrategia alimentaria óptima ha crecido toda una escuela de investigación. Las aves silvestres demuestran unas capacidades bastante refinadas de evaluación estadística de la riqueza relativa de distintas áreas, y cambian de residencia en consecuencia.
Volviendo al laboratorio, Skinner fundó una gran escuela de investigación que utilizaba cajas de Skinner para toda clase de experimentos. Después, en 1948, ensayó una ingeniosa variante de la técnica estándar. Lo que hizo fue cortar del todo la conexión causal entre comportamiento y recompensa. Para ello preparó el aparato para «recompensar» a la paloma de tiempo en tiempo, con independencia de lo que el ave hiciera. Todo lo que tenían que hacer las aves era sentarse y esperar el premio. Pero no es esto lo que hicieron. En lugar de ello, en seis casos de cada ocho desarrollaron (de la misma forma en que aprendían un hábito recompensado) lo que Skinner llamó «conducta supersticiosa». La naturaleza de esta conducta variaba de una paloma a otra. Un ave giraba en redondo como una peonza, dando dos o tres vueltas en sentido contrario a las agujas del reloj, entre «recompensas». Otra paloma se lanzaba repetidamente de cabeza contra uno de los rincones superiores de la caja. Una tercera ave sacudía la cabeza como si levantara con ella una cortina invisible. Dos aves desarrollaron de manera independiente un «balanceo pendular» de la cabeza y el cuerpo. Incidentalmente, este último hábito debía de parecerse a la danza de cortejo de algunas aves del paraíso. Skinner utilizó el término superstición porque las aves se comportaban como si pensaran que su movimiento reiterado tenía una influencia causal sobre el mecanismo de recompensa, cuando en realidad no era así. Era el equivalente palomar de una danza de la lluvia.
Una vez establecido, un hábito supersticioso podía persistir durante horas, mucho después de que el mecanismo de recompensa hubiera sido desconectado. Sin embargo, la forma de los hábitos no permanecía inalterable, sino que derivaba como las improvisaciones progresivas de un organista. En un caso típico, el hábito supersticioso de la paloma empezaba como un brusco movimiento de la cabeza hacia la izquierda. A medida que pasaba el tiempo, los movimientos se hacían más enérgicos. Al final, todo el cuerpo se movía en la misma dirección, y las patas daban un paso o dos. Después de muchas horas de «deriva topográfica», este movimiento de pasos hacia la izquierda se convirtió en el rasgo predominante del hábito. Los hábitos supersticiosos en sí pueden haber derivado del repertorio natural de la especie, pero sigue siendo correcto afirmar que su ejecución repetida en este contexto es una conducta antinatural.
Las palomas supersticiosas de Skinner estaban actuando como estadísticos, pero de la peor especie. Estaban atentas a cualquier posible conexión entre los sucesos de su mundo, en especial entre recompensas deseadas y acciones ejercibles. Un hábito, como el de introducir la cabeza en un ángulo superior de la caja, se iniciaba a partir de una acción casual realizada un momento antes de que el mecanismo de recompensa entrara en acción con un chasquido. Es bastante comprensible que el ave elaborara la hipótesis tentativa de que ambos sucesos estaban conectados, de modo que volvía a introducir la cabeza en el rincón. La suerte hacía que el mecanismo temporizador de la caja de Skinner premiase la acción de nuevo. Si el ave hubiera intentado el experimento de no introducir la cabeza en el rincón, habría descubierto que la recompensa llegaba de todas formas. Pero para que se le ocurriera un experimento semejante tendría que haber sido un estadístico mejor y más escéptico que muchos de nosotros, los seres humanos.
Skinner compara estas conductas con las de los jugadores humanos que desarrollan pequeños «tics» cuando juegan a cartas. Este tipo de comportamiento es también un espectáculo familiar en las boleras. Una vez la bola ha abandonado la mano del jugador, no hay nada más que éste pueda hacer para animarla a moverse hacia su objetivo. No obstante, los jugadores expertos casi siempre corretean tras su bola, con frecuencia todavía en posición agachada, girando y volteando el cuerpo como si quisieran impartir instrucciones desesperadas a la bola ahora indiferente, a veces dirigiéndole fútiles palabras de ánimo. Un «bandido manco» de Las Vegas, máquina tragaperras con palanca, no es más que una caja de Skinner humana. Aquí el acto de «picotear la tecla» se sustituye por la introducción de una moneda en la ranura antes de accionar la palanca. Realmente es un juego de tontos, porque se sabe que las posibilidades están claramente a favor del casino (¿de qué otro modo pagaría éste sus enormes facturas de electricidad?). El que un tirón de la palanca dé o no dinero está determinado por el azar. Es una receta perfecta para los hábitos supersticiosos. No es de extrañar, pues, que los adictos al juego en Las Vegas exhiban conductas que recuerdan mucho a las palomas supersticiosas de Skinner. Algunos hablan a la máquina; otros le hacen señas raras con los dedos, o la golpean, o le dan palmaditas. Una vez le dieron una palmadita y ganaron el premio gordo, y nunca lo han olvidado. He observado conductas similares en adictos a los ordenadores, como golpear con los nudillos la terminal ante la falta de respuesta de un servidor lento.
Mi informante sobre Las Vegas ha hecho también un estudio informal de las apuestas en las carreras de caballos de Londres. Según me cuenta, hay un jugador que, tras depositar su apuesta, suele ir corriendo hasta cierta baldosa del suelo, sobre la que se mantiene con un solo pie mientras observa la carrera de caballos en el televisor del corredor de apuestas. Es presumible que alguna vez ganara mientras se encontraba sobre esta baldosa y concibiera la idea de que había una relación causal. Ahora bien, si alguna otra persona se encuentra sobre «su» baldosa de la suerte (hay quienes se sitúan en ella deliberadamente, quizá para secuestrar un poco de su «suerte» o sólo para fastidiarlo), entonces baila a su alrededor, intentando desesperadamente poner un pie en la baldosa antes de que termine la carrera. Otros jugadores se niegan a cambiarse de camisa o a cortarse el pelo mientras están «en racha». En cambio, un apostador irlandés que tenía una bonita melena se afeitó completamente la cabeza en un esfuerzo desesperado por cambiar su suerte. Su hipótesis era que estaba teniendo una suerte pésima en los caballos y que tenía mucho pelo. Quizás ambas cosas estaban conectadas de alguna manera. Antes de que nos sintamos demasiado superiores, recordemos que a muchos de nosotros nos hicieron creer que la fortuna de Sansón cambió completamente después de que Dalila le cortara el cabello.
¿Cómo podemos saber qué pautas aparentes son genuinas y cuáles son aleatorias y carecen de sentido? Hay métodos para ello, y pertenecen a la ciencia de la estadística y el diseño experimental. Quiero dedicar un poco más de tiempo a explicar algunos de los principios de la estadística, aunque sin entrar en detalles. La estadística puede considerarse en gran medida como el arte de distinguir patrones dentro de la aleatoriedad. Aleatoriedad significa ausencia de patrón. Hay varias maneras de explicar las ideas de aleatoriedad y patrón. Supongamos que afirmo que puedo distinguir la escritura de los escolares de uno y otro sexo. Si estoy en lo cierto, esto tendría que significar que existe un patrón que relaciona el sexo con la caligrafía. Un escéptico podría dudarlo, aceptando que la escritura varía de una persona a otra pero negando que exista una pauta ligada al sexo en esta variación. ¿Cómo puede el lector decidir si mi afirmación es cierta o lo es la del escéptico? No vale aceptar simplemente mi palabra. Al igual que un supersticioso jugador de Las Vegas, yo podría haber confundido fácilmente una racha de suerte con una conexión real y repetible. En cualquier caso, el lector tiene todo el derecho de reclamar pruebas. ¿Qué evidencia debería satisfacerle? La respuesta es una que se registre públicamente y se analice de forma adecuada.
Sea como fuere, mi afirmación es sólo estadística. No sostengo (en este ejemplo hipotético; en realidad no afirmo nada) que puedo juzgar de manera infalible el sexo del autor de un fragmento dado de escritura. Lo que digo es que, entre la gran variación existente dentro de la escritura, algunos componentes de dicha variación se correlacionan con el sexo. Por lo tanto, aunque cometeré frecuentes errores, si se me facilitan, pongamos por caso, 100 muestras de caligrafía, podré separarlas entre masculinas y femeninas con más acierto de lo que se conseguiría por puro azar. De ahí se sigue que, para valorar mi afirmación, el lector tendrá que calcular la probabilidad de que se pueda obtener un resultado dado por puro azar. De nuevo, se trata de un ejercicio de cálculo de posibilidades de coincidencia.
Antes de llegar a la estadística, el lector deberá tomar algunas precauciones a la hora de diseñar el experimento. El patrón (la no aleatoriedad que buscamos) es uno que relaciona el sexo con la caligrafía. Es importante no confundir el tema con variables ajenas. Las muestras de escritura que el lector me facilite no deben ser, por ejemplo, cartas personales. Para mí sería demasiado fácil adivinar el sexo del escritor a partir del contenido de la carta en lugar de la escritura. No elija el lector todas las chicas de una misma escuela y todos los chicos de otra. Los alumnos de una escuela pueden compartir aspectos de su escritura, al haber aprendido unos de otros o de un profesor. Ello podría producir diferencias reales en la escritura, quizás incluso interesantes, que representarían diferencias ligadas a la escuela más que al sexo. Tampoco debe pedirse a los niños que escriban un fragmento de un libro favorito. A mí me influiría la elección de Belleza negra, la historia del caballo, o Biggles, las hazañas de un aviador (los lectores cuya cultura infantil sea distinta de la mía podrán sustituir estos ejemplos por otros propios).
Evidentemente, es importante que los niños sean todos desconocidos para mí, de lo contrario yo podría reconocer su escritura individual y, por ende, su sexo. Los textos deben ser anónimos, pero tiene que haber algún método para saber a quién pertenece cada muestra. El lector puede asignar códigos secretos a los textos para uso personal, pero deberá ser cuidadoso a la hora de elegirlos. No vale poner una marca verde en los folios de los niños y una marca amarilla en los de las niñas; ciertamente yo no sabría quién es quién, pero adivinaría que el amarillo denota un sexo y el verde otro, y esto sería de mucha ayuda. Sería una buena idea adjudicar a cada folio un código numérico. Pero no atribuya el lector los números 1 a 10 a los chicos y los números 11 a 20 a las chicas; esto sería exactamente lo mismo que las marcas amarillas y verdes. Como asignar números impares a los chicos y pares a las chicas. Lo mejor es que asigne a cada folio un número aleatorio y mantenga la lista de códigos escondida donde yo no pueda encontrarla. Este diseño experimental se conoce como «doble ciego» en la bibliografía sobre ensayos médicos.
Supongamos que se han tomado todas estas precauciones y que el lector ha reunido 20 muestras anónimas de escritura, entremezcladas aleatoriamente. Yo hojeo los papeles y los separo en dos montones, uno para supuestos chicos y otro para supuestas chicas. Puede que tenga algunos «no lo sé», pero supongamos que en estos casos el lector me obliga a decidirme por una u otra posibilidad. Al final del experimento he hecho dos montones y el lector los examina para ver mi grado de acierto.
Y ahora, la estadística. Es de esperar que yo acierte con cierta frecuencia aunque haya estado conjeturando puramente al azar. Pero ¿con qué frecuencia? Si mi afirmación de que soy capaz de sexar la escritura es injustificada, mi tasa de aciertos no será mayor que la de alguien que decide tirando una moneda al aire. La cuestión es si mis resultados son lo bastante distintos de los de alguien que tira una moneda al aire. He aquí cómo empezar a contestar la pregunta.
Pensemos en todos los resultados posibles de mi clasificación de los 20 escritores según su sexo. Hagamos una lista por orden de grado de acierto, empezando por las 20 respuestas correctas y terminando por un resultado completamente aleatorio (dar 20 respuestas equivocadas es un resultado casi tan sorprendente como acertarlas todas, porque demuestra que puedo discriminar los sexos, aunque invierta perversamente el signo). A continuación, examinemos mi resultado real y calculemos el porcentaje de todas las clasificaciones posibles que habrían sido tan acertadas o más que la mía. He aquí como evaluar todas las clasificaciones posibles. En primer lugar, adviértase que sólo hay una manera de acertar al 100 por cien, y sólo una manera de equivocarse al 100 por cien, pero que hay muchas maneras de acertar al 50 por cien. Uno puede acertar con el primer folio, equivocarse con el segundo, equivocarse con el tercero, acertar con el cuarto… Hay un número algo menor de maneras de acertar al 60 por ciento, y todavía menor de acertar al 70 por ciento, y así sucesivamente. El número de maneras de cometer una sola equivocación es lo bastante bajo para que podamos listarlas todas: el error pudo haberse cometido en el primer escrito, o en el segundo, o en el tercero… o en el vigésimo. Es decir, hay exactamente 20 maneras de cometer un solo error. Es más tedioso listar todas las maneras de cometer dos equivocaciones, pero podemos calcularlas con relativa facilidad: son 190. Es más arduo todavía contar las maneras posibles de cometer tres errores, pero también puede hacerse. Y así sucesivamente.
Supongamos, en este experimento hipotético, que he cometido dos errores. Queremos saber lo buena que fue mi puntuación en relación al espectro de resultados posibles. Lo que necesitamos saber es cuántos resultados posibles son tan buenos o mejores que el mío. Los que son tan buenos como el mío son 190. Los mejores son 20 (una equivocación) más 1 (acierto total). Así, el número de resultados posibles tan buenos o mejores que el mío es de 211. Es importante añadir los resultados mejores, porque también pertenecen a la paqpc, junto con los 190 resultados comparables al mío.
Tenemos que comparar 211 con el número total de maneras en que se podrían haber clasificado los 20 escritos lanzando una moneda al aire. Esto no es difícil de calcular. El primer folio podía ser de un chico o de una chica: esto son dos posibilidades. El segundo folio podía ser asimismo de un chico o de una chica. Así, por cada una de las dos posibilidades del primer texto, habría dos posibilidades para el segundo. Esto es 2 x 2 = 4 posibilidades para los dos primeros folios. Las posibilidades para los tres primeros folios son 2x2x2=8; y las maneras posibles de clasificar los 20 textos son 2x2x2… 20 veces, o 2 elevado a 20. Esto es un número muy grande: 1.048.576.
Así, de todas las maneras posibles de clasificar los textos, la proporción de las que son tan buenas o mejores que la mía es 211 dividido por 1.048.576, que es aproximadamente 0,0002, es decir, un 0,02 por ciento. En otras palabras, si 10.000 personas clasificaran los textos lanzando monedas al aire, esperaríamos que sólo dos de ellos tuvieran una puntuación tan buena como la mía. Ello significa que mi puntuación es impresionante y que, si yo me desenvolviera así de bien, esto sería una evidencia fuerte de que chicos y chicas difieren sistemáticamente en su caligrafía. Insisto en que todo esto es hipotético. Hasta donde yo sé, no poseo esta capacidad de sexar la escritura. Debo añadir que, aunque existieran pruebas de una diferencia sexual en la escritura, ello no diría nada sobre si la diferencia es innata o aprendida. La evidencia, al menos si procediera del tipo de experimento que se acaba de describir, sería igualmente compatible con la idea de que a las niñas se les enseña sistemáticamente una caligrafía diferente que a los niños, quizá con un puño más «de señorita» y menos «agresivo».
Acabamos de realizar lo que técnicamente se denomina prueba de significación estadística. Hemos razonado a partir de primeros principios, lo que resulta bastante tedioso. En la práctica, los investigadores pueden utilizar tablas de probabilidades y distribuciones calculadas previamente. Por lo tanto, no tenemos que poner por escrito literalmente todas las posibilidades. Pero la teoría subyacente, la base sobre la que se calculan las tablas, depende, en esencia, del mismo procedimiento fundamental. Tómense los resultados que podrían haberse obtenido y distribúyanse repetidamente al azar. Obsérvese el resultado real y mídase lo extremo que es dentro del espectro de todos los resultados posibles.
Adviértase que una prueba de significación estadística no prueba nada de manera concluyente. No puede descartarse la suerte como generadora del resultado que observamos. Lo mejor que puede hacer es establecer cuánta suerte se necesita para obtener al azar el resultado observado. En nuestro ejemplo hipotético, sólo dos de cada 10.000 adivinadores aleatorios habrían igualado mi grado de acierto. Cuando decimos que un efecto es estadísticamente significativo, tenemos que especificar un valor p que es la probabilidad de que un proceso puramente aleatorio hubiera generado un resultado comparable al obtenido. Un valor de p de 2 entre 10.000 es impresionante, pero todavía es posible que no haya ningún patrón genuino. La belleza de efectuar una prueba estadística adecuada es que sabemos cuan probable es que el patrón detectado sea ilusorio.
Por convención, los científicos se dejan convencer por valores de p de 1 entre 100 o incluso de 1 entre 20, que son mucho menos impresionantes que 2 entre 10.000. El valor de p que se acepte dependerá de lo importante que sea el resultado y de qué decisiones se seguirán de él. Si todo lo que se está intentando decidir es si vale la pena repetir el experimento con una muestra mayor, un valor de p de 0,05 (es decir, de 1 entre 20) es bastante aceptable. Aunque haya 1 posibilidad entre 20 de que nuestro resultado interesante sea producto de la casualidad, no hay mucho en juego: el error no es costoso. Si la decisión es un asunto de vida o muerte, como en algunas investigaciones médicas, habrá que elegir un valor de p mucho menor. Lo mismo se aplica a experimentos que pretenden demostrar resultados muy controvertidos, como la telepatía o los efectos «paranormales».
Como vimos brevemente en relación a la identificación por el ADN, los estadísticos distinguen entre falsos positivos y falsos negativos, que a veces se denominan errores de tipo 1 y de tipo 2, respectivamente. Un error de tipo 2, o falso negativo, consiste en no detectar un efecto realmente existente. Un error de tipo 1, o falso positivo, es lo opuesto: llegar a la conclusión de que realmente hay algo, cuando de hecho no hay más que aleatoriedad. El valor de p es la medida de la probabilidad de un error de tipo 1. El juicio estadístico significa navegar manteniendo un rumbo intermedio entre ambos tipos de error. Existe un error de tipo 3, en el que la mente se queda en blanco cada vez que uno intenta recordar cuál es el error de tipo 1 y cuál el de tipo 2. Después de toda una vida usándolos, todavía tengo que consultarlo con frecuencia. Dicho sea de paso, también acostumbro a cometer errores aritméticos. En la práctica, nunca se me ocurriría efectuar una prueba estadística a partir de primeros principios, como hice en el ejemplo hipotético de la caligrafía. Siempre consulto en una tabla que algún otro (preferiblemente un ordenador) haya calculado.
El error de las palomas supersticiosas de Skinner pertenecería a la clase de los falsos positivos. En su mundo no había ninguna pauta que conectara realmente sus acciones con el mecanismo de recompensa. Pero se comportaban como si hubieran detectado una. Una paloma «pensaba» (o se comportaba como si pensara) que dar unos pasos hacia la izquierda activaba el mecanismo de recompensa. Otra «pensaba» que introducir su cabeza en un rincón tenía el mismo efecto beneficioso. Ambas cometían errores de falso positivo. Un falso negativo podría ser, por ejemplo, el error de una paloma en una caja de Skinner que no se da cuenta de que un picotazo en la tecla suministra comida cuando la luz roja está encendida, pero que si está encendida la luz azul el picotazo produce un castigo: el mecanismo se desconecta durante diez minutos. Existe una pauta genuina que espera ser detectada en el pequeño mundo de esta caja de Skinner, pero nuestra paloma hipotética no es capaz de detectarla. Picotea indiscriminadamente con independencia del color de la luz y, por lo tanto, recibe menos recompensas de las que podría obtener.
Un falso positivo es el error que comete un agricultor que piensa que hacer un sacrificio a los dioses producirá la tan esperada lluvia. Presumo (aunque no he investigado experimentalmente el asunto) que no existe tal pauta en este mundo, pero el agricultor persiste en sus inútiles y ruinosos sacrificios. Un falso negativo es el error que comete un agricultor incapaz de ver que hay una pauta que relaciona el abonado del suelo con el subsiguiente rendimiento de la cos echa. Los buenos agricultores toman una vía intermedia entre los errores de tipo 1 y de tipo 2.
Mi tesis es que todos los animales, en mayor o menor medida, se comportan como estadísticos intuitivos y eligen un camino intermedio entre los errores de tipo 1 y de tipo 2. La selección natural penaliza tanto los errores de tipo 1 como los de tipo 2, pero las sanciones no son simétricas y, sin duda, varían en función de los distintos tipos de vida de las especies. Una oruga palito se parece tanto a la ramita sobre la que se instala que no cabe dudar de que la selección natural la ha modelado para que se parezca a una ramita. Muchas orugas han tenido que morir para producir este hermoso resultado. Murieron porque no se parecían lo bastante a una ramita. Las aves y otros depredadores las descubrieron. Incluso algunos buenos imitadores de ramitas tuvieron que ser descubiertos. ¿De qué otro modo podría la selección natural haber impulsado la evolución hacia el grado de perfección que vemos? Pero, igualmente, las aves debieron pasar por alto muchas veces a las orugas porque se parecían a ramitas, aunque fuera sólo ligeramente. Cualquier animal presa, no importa lo bien camuflado que esté, puede ser detectado por un depredador en condiciones ideales de visibilidad. Igualmente, un animal presa, con independencia de lo mal camuflado que esté, puede no ser advertido por un depredador en malas condiciones de visibilidad. Las condiciones de visibilidad pueden variar con el ángulo (un depredador puede detectar a un animal bien camuflado cuando lo mira directamente, pero pasar por alto a un animal mal camuflado si lo mira de reojo), con la intensidad de la luz (una presa puede pasar inadvertida en el crepúsculo, mientras que a pleno día sería detectada), o con la distancia (una presa que sería vista a un palmo de distancia puede pasarse por alto a una distancia de 100 metros).
Imaginemos un ave que cruza un bosque en busca de presas. Está rodeada de ramitas, muy pocas de las cuales pueden ser orugas comestibles. El problema es de decisión. Podemos asumir que el ave podría distinguir con garantías una ramita de una oruga si se acercara mucho a la ramita y la sometiera a un examen minucioso y concentrado en condiciones de buena luz. Pero no hay tiempo suficiente para inspeccionar todas las ramitas. Las aves pequeñas, con una elevada tasa metabólica, deben encontrar comida rápidamente si quieren mantenerse vivas. Cualquier pájaro que examinara todas y cada una de las ramitas con el equivalente de una lupa, moriría de hambre antes de encontrar su primera oruga. La búsqueda eficiente exige un rastreo más rápido y superficial, aunque esto conlleve el riesgo de pasar por alto parte de la comida. El ave debe encontrar el justo equilibrio. Demasiado superficial y nunca encontrará nada. Demasiado detallado y reconocerá todas las orugas que inspeccione, pero perderá mucho tiempo y morirá de hambre.
Aquí es fácil aplicar el lenguaje de los errores de tipo 1 y de tipo 2. Un falso negativo es el error cometido por un ave que pasa junto a una oruga sin detenerse a mirarla. Un falso positivo es el error cometido por un ave que se abalanza sobre una supuesta oruga para descubrir que en realidad es una ramita. La penalización por un falso positivo es el tiempo y la energía invertidos en acercarse volando para una inspección detallada: no es grave si se considera aisladamente, pero la acumulación de errores puede resultar fatal. La sanción por un falso negativo es perderse una comida. No hay ningún ave fuera del País de los Cucos que pueda esperar verse libre de los errores de tipo 1 y de tipo 2. Las aves individuales serán programadas por la selección natural para adoptar algún plan de acción de compromiso calculado para conseguir un nivel intermedio óptimo de falsos positivos y falsos negativos. Algunas aves tenderán a cometer errores de tipo 1 y otras tenderán a los de tipo 2. Existirá una disposición intermedia que es la mejor, y la selección natural hará que la evolución se dirija hacia ella.
La situación intermedia óptima variará de una especie a otra. En nuestro ejemplo dependerá también de factores como el tamaño de la población de orugas en relación al número de ramitas. Tales condiciones pueden cambiar de una semana a otra, o de un bosque a otro. Las aves pueden estar programadas para aprender a ajustar su plan de acción como resultado de su experiencia estadística. Pero, tanto si aprenden como si no, los animales que cazan con éxito deben comportarse, por lo general, como si fueran buenos estadísticos. (Incidentalmente, espero no cansar al lector contestando a la consabida objeción: no, las aves no calculan conscientemente con tablas de probabilidad y calculadoras; se comportan como si calcularan valores de p. No tienen más conciencia del significado de p que la que tiene el lector de la ecuación de una trayectoria parabólica cuando atrapa una bola de criquet o de béisbol en el campo.)
Los rapes sacan partido de la credulidad de los gobios y otros peces pequeños. Pero esta manera de hablar es injusta. En vez de hablar de credulidad, sería mejor decir que explotan la inevitable dificultad de sus presas para mantenerse entre los errores de tipo 1 y de tipo 2. Los peces tienen que comer. Lo que comen varía, pero suele incluir pequeños objetos serpenteantes tales como gusanos o camarones. Sus ojos y su sistema nervioso están sintonizados para fijarse en cosas que se retuercen. Buscan un movimiento serpenteante y, si lo detectan, se abalanzan sobre el objeto. El rape explota esta tendencia. Posee una larga caña de pescar, desarrollada a partir de una espina modificada de la aleta dorsal cuya posición delantera original ha sido aprovechada por la selección natural. El propio rape está muy bien camuflado y descansa sobre el fondo marino, inmóvil durante horas, confundiéndose perfectamente con algas y rocas. La única parte conspicua del animal es un «cebo» que semeja un gusano, un camarón o un pececillo en el extremo de su caña de pescar. En algunas especies abisales el cebo es incluso luminoso. En cualquier caso, parece retorcerse como algo comestible cuando el rape hace oscilar su caña. Esto atrae a una posible presa, como puede ser un gobio. El rape «juega» con la presa durante un tiempo para captar su atención, y luego dirige su cebo hacia la cercanía de su boca todavía invisible. El pez suele seguir al cebo. De repente, la colosal boca deja de ser invisible. Se abre súbitamente provocando una violenta entrada de agua que arrastra a todo objeto flotante en su vecindad, incluido el pez que ha perseguido a su último gusano.
Desde el punto de vista de un gobio que busca comida, cualquier gusano puede ser pasado por alto o puede ser visto. Una vez el «gusano» ha sido detectado, puede resultar ser un gusano real o el cebo de un rape, y el infortunado pez se enfrenta a un dilema. Un falso negativo sería abstenerse de atacar a un gusano perfectamente bueno por miedo de que pueda ser un cebo de rape. Un falso positivo sería atacar a un supuesto gusano para descubrir que de hecho era un cebo. Otra vez, en el mundo real no se puede ganar siempre. Un pez que sea demasiado remiso ante el riesgo morirá de hambre porque nunca atacará a los gusanos. Un pez que sea demasiado temerario no morirá de hambre, pero es más probable que sea comido. En este caso, el óptimo puede no hallarse en el justo medio. Es más, el óptimo puede ser uno de los extremos. Si los rapes son lo bastante raros, la selección natural puede favorecer el plan de acción extremo de atacar a todo lo que parezca un gusano. Me encanta una observación del filósofo y psicólogo William James sobre la pesca con caña en la especie humana:
Hay más gusanos no clavados en los anzuelos que empalados en ellos; por lo tanto, en su conjunto, la Naturaleza dice a sus hijos los peces: morded cualquier gusano y asumid el riesgo.
(1910)
Como los otros animales, y hasta las plantas, los seres humanos pueden y deben comportarse como estadísticos intuitivos. La diferencia es que nosotros podemos efectuar nuestros cálculos por partida doble. La primera vez de forma intuitiva, como si fuéramos aves o peces, y luego de forma explícita, con papel y lápiz u ordenador. Es tentador decir que el método de papel y lápiz proporciona la respuesta correcta, mientras no cometamos algún disparate públicamente detectable, como sumar fechas, mientras que el sistema intuitivo puede dar una respuesta errónea. Pero, estrictamente hablando, no hay respuesta «correcta», incluso en el caso de la estadística de papel y lápiz. Puede haber una manera correcta de hacer las sumas, de calcular el valor de p, pero el criterio, o el valor umbral de p, en el que nos basamos para emprender una acción determinada sigue siendo decisión nuestra y depende de nuestra aversión al riesgo. Si el castigo por un falso positivo es mucho mayor que la sanción por un falso negativo, deberemos adoptar un umbral cauteloso, conservador: casi nunca probaremos un «gusano» por miedo a las consecuencias. Por el contrario, si la asimetría del riesgo es opuesta, tendremos que lanzamos a probar todos los «gusanos» que haya: es muy probable que el hecho de dar con un falso gusano no tenga importancia, de manera que bien podemos arriesgamos.
Una vez asumida la necesidad de navegar entre el falso positivo y el falso negativo, permítaseme volver a la coincidencia misteriosa y al cálculo de la probabilidad de que sea fruto de la casualidad. Si soñara con un amigo olvidado desde hace tiempo que muere esa misma noche, me sentiría tentado, como cualquier otra persona, de atribuir un significado a tal coincidencia. Desde luego tendría que obligarme a recordar que cada noche muere un número no pequeño de gente, que muchísima gente sueña cada noche, que con frecuencia sueña con personas que mueren, y que coincidencias como éstas les pasan a varios cientos de personas en el mundo cada noche. Mientras estoy pensando todo esto, mi propia intuición clama que la coincidencia debe tener un significado porque me ha ocurrido a mí. Si es cierto que la intuición está, en este caso, asumiendo un falso positivo, necesitamos encontrar una explicación satisfactoria de por qué la intuición humana yerra en esta dirección. Como darwinistas que somos, tendríamos que ser conscientes de las posibles presiones selectivas que favorecerían el error de tipo 1 o el de tipo 2.
Quiero sugerir que nuestra buena disposición a dejamos impresionar por coincidencias aparentemente sobrenaturales (lo que es un caso particular de nuestra proclividad a ver patrones donde no los hay) está relacionada con el tamaño de población típico de nuestros antepasados y con la relativa pobreza de su experiencia cotidiana. La antropología, la evidencia fósil y el estudio de otros simios sugieren que nuestros antepasados, durante gran parte de los últimos millones de años, vivían probablemente en pequeñas bandas ambulantes o pequeñas aldeas. En cualquiera de estos dos casos, el número de amigos y conocidos con los que nuestros antepasados se encontrarían de ordinario y con los que hablarían con cierta frecuencia no debía pasar de unas pocas docenas. Un aldeano prehistórico podía esperar oír relatos de coincidencias asombrosas en proporción a este pequeño número de conocidos. Si la coincidencia le ocurría a alguien que no fuera de su aldea, no tendría noticia de ella. De modo que nuestro cerebro se calibró para detectar pautas y quedarse boquiabierto a un nivel de coincidencia que de hecho habría sido bastante modesto si nuestra cuenca de captación de amigos y conocidos hubiera sido grande.
En la actualidad, los periódicos, la radio y otros vehículos de circulación de noticias en masa hacen que nuestra cuenca de captación sea mucho mayor. Ya he explicado los pormenores de la argumentación. Las mejores y más espeluznantes coincidencias tienen la oportunidad de circular, en forma de relatos referidos con aliento entrecortado, por una audiencia mucho más amplia de lo que nunca fue posible en épocas ancestrales. Pero, conjeturo ahora, nuestro cerebro está calibrado por la selección natural ancestral para esperar un nivel de coincidencia mucho más modesto, calibrado para aldeas pequeñas. Así pues, el hecho de que nos impresionen las coincidencias se debe a un umbral de asombro mal calibrado. Nuestras paqpc subjetivas han sido calibradas por la selección natural en el seno de pequeñas aldeas y, como ocurre con gran parte de la vida moderna, la calibración está ahora obsoleta. (Podría utilizarse un argumento similar para explicar por qué somos tan histéricamente temerosos de los riesgos que reciben mucha publicidad en los periódicos; esos padres ansiosos que imaginan que hay un pedófilo rapaz al acecho detrás de cada farol en el camino que siguen sus hijos desde la escuela quizás estén «mal calibrados».)
Intuyo que puede haber otro efecto particular que empuja en la misma dirección. Sospecho que nuestras vidas individuales en las condiciones modernas son más ricas en número de experiencias por hora que las vidas ancestrales. No nos limitamos a levantamos por la mañana, ganarnos el sustento igual que ayer, ingerir una comida o dos e irnos de nuevo a dormir. Leemos libros y revistas, vemos la televisión, viajamos a gran velocidad a lugares nuevos, nos cruzamos con miles de personas en la calle cuando vamos andando al trabajo. El número de caras que vemos, el número de situaciones distintas a las que estamos expuestos, el número de cosas distintas que nos ocurren, es mucho mayor ahora que en tiempos de nuestros antepasados aldeanos. Ello significa que las oportunidades de coincidencia son ahora mucho más numerosas que en el pasado, y este número supera lo que nuestros cerebros están calibrados para evaluar. Éste es un efecto adicional que se superpone al efecto del tamaño de la población antes señalado.
En lo que respecta a ambos efectos, es teóricamente posible que seamos capaces de recalibramos, de ajustar nuestro umbral de asombro a un nivel más apropiado para los tamaños de población y la riqueza de experiencias del mundo actual. Pero esto parece resultar reveladoradamente difícil incluso para científicos y matemáticos refinados. El hecho de que clarividentes y médiums, psíquicos y astrólogos, se ganen tan bien la vida con nosotros sugiere que, en conjunto, no hemos aprendido a recalibramos. Sugiere que las partes de nuestro cerebro responsables de la estadística intuitiva se encuentran todavía en la edad de piedra.
Puede que ocurra lo mismo con la intuición en general. En The Unnatural Nature of Science [La naturaleza no natural de la ciencia] (1992), el distinguido embriólogo Lewis Wolpert ha argumentado que la ciencia es difícil porque es más o menos sistemáticamente contraintuitiva. Esto contradice la opinión de T.H. Huxley (el «bulldog» de Darwin), quien consideraba que la ciencia no era más que «sentido común ejercitado y organizado, que sólo difiere del usual como un veterano puede diferir de un recluta bisoño». Para Huxley, los métodos de la ciencia «sólo difieren de los del sentido común en la medida en que el aspecto y la arremetida del centinela difiere de la manera en que un salvaje esgrime su maza». Wolpert insiste en que la ciencia es profundamente paradójica y sorprendente, una afrenta al sentido común y no una extensión del mismo, y lo argumenta de manera convincente. Por ejemplo, cada vez que bebemos un vaso de agua estamos absorbiendo al menos una molécula que pasó por la vejiga de Oliver Cromwell. Ello se sigue de la extrapolación de la observación de Wolpert de que «hay muchas más moléculas en un vaso de agua que vasos de agua en el mar». La ley de Newton que dice que los objetos permanecen en movimiento a menos que se haga algo para frenarlos es contraintuitiva. También lo es el descubrimiento de Galileo de que, cuando no hay resistencia del aire, los objetos ligeros caen a la misma velocidad que los pesados. Y también el hecho de que la materia sólida, incluso un duro diamante, está compuesta casi enteramente por espacio vacío. Steven Pinker proporciona una esclarecedora discusión de los orígenes evolutivos de nuestras intuiciones físicas en How the Mind Works [Cómo funciona la mente] (1998).
Más profundas son las dificultades que plantean las conclusiones de la teoría cuántica, abrumadoramente corroboradas por la evidencia experimental hasta un número de cifras decimales que no admite discusión, pero tan ajenas a la mente humana evolucionada que superan incluso la intuición de los físicos profesionales. Se diría que no es sólo nuestra estadística intuitiva, sino nuestra propia mente la que se encuentra todavía en la edad de piedra.