Pero Él le dijo: ¡Ay también de vosotros, doctores de la Ley, que echáis pesadas cargas sobre los hombres, y vosotros ni con uno de vuestros dedos las tocáis!… ¡Ay de vosotros, doctores de la Ley, que os habéis apoderado de la llave de la ciencia; y ni entráis vosotros ni dejáis entrar!
Lucas, 11
A primera vista, la ley puede parecer todo lo más alejada que quepa imaginar de la poesía o de la maravilla de la ciencia. Quizá exista belleza poética en las ideas abstractas de justicia o equidad, pero dudo que conmueva a muchos juristas. En cualquier caso, no es de eso de lo que trata este capítulo. Consideraré un ejemplo del papel de la ciencia en la ley, un aspecto distinto de la ciencia y su importancia en la sociedad, un sentido en el que la comprensión científica puede convertirse en un ingrediente valioso de la buena ciudadanía. En los tribunales de justicia, a los jurados se les pide cada vez más que evalúen pruebas que los propios letrados pueden no llegar a comprender plenamente. Las pruebas emanadas del destejimiento del ADN (lo que podríamos imaginar como códigos de barras en la sangre) son el ejemplo más destacado, y el tema principal de este capítulo. Pero más importante aún que los hechos sobre el ADN que puedan aportar los científicos es la teoría subyacente de la probabilidad y la estadística; son los métodos científicos para hacer inferencias lo que debe aplicarse. Estos temas van más allá del reducido campo de las pruebas de ADN.
Sé de buena fuente que en Estados Unidos no es raro que los abogados de la defensa veten a miembros del jurado sobre la base de que han tenido educación científica. ¿Qué puede significar esto? No voy a poner en duda el derecho de los abogados defensores a no admitir la composición de determinados jurados. Un miembro del jurado puede tener prejuicios contra la raza o la clase social del acusado. Resulta obviamente indeseable que un homófobo recalcitrante pueda juzgar un caso de violencia antihomosexual. Por eso en algunos lugares se permite a los abogados defensores interpelar a los jurados potenciales y tacharlos de la lista. Los abogados estadounidenses pueden ser muy descarados en cuanto a sus criterios para la selección de jurados. Un colega me contó que, en una ocasión en que fue requerido como candidato a jurado en un litigio por injurias, el abogado preguntó: «¿Alguien de los aquí presentes tendría algún problema en adjudicar una cantidad sustancial de dinero a mi cliente, quizá del orden de millones?».
Un abogado puede también descalificar a un jurado sin ninguna justificación. Aunque esto no tiene por qué ser injusto, la única vez que fui testigo de algo así el abogado erró el tiro. Me habían incluido en un grupo de 24 individuos del que se iba a seleccionar un jurado de 12. Yo ya había participado en dos jurados con algunos miembros de este grupo, y conocía sus flaquezas individuales. Una persona en particular era carne de acusación; sabía que adoptaría la misma línea dura casi con independencia del caso que se juzgase. El abogado de la defensa lo descartó casi de inmediato. La siguiente candidata, una mujer corpulenta de mediana edad, era todo lo contrario: una sentimental garantizada, un regalo para la defensa. Pero, quizá porque su apariencia sugería otra cosa, el abogado defensor ejerció su derecho de veto contra ella. Nunca he olvidado la expresión de orgullo herido en la cara de la mujer cuando, con un movimiento seco de la mano, el docto letrado (que no sospechaba que aquella podría haber sido su arma secreta) la suprimió de la lista del jurado.
Pero volvamos al hecho sorprendente. Se sabe de abogados estadounidenses que alegan la siguiente razón para rechazar jurados potenciales: el presunto jurado es versado en ciencia, o posee algún conocimiento de genética o de teoría de la probabilidad. ¿Dónde está el problema? ¿Acaso se sabe que los genetistas albergan prejuicios arraigados contra determinados sectores de la sociedad? ¿Son los matemáticos especialmente propensos a la política de «azotadlos…, ahorcadlos…, es el único lenguaje que entienden…, ley y orden»? Desde luego que no. Nadie ha aducido nunca algo así.
Las objeciones de los abogados tienen una base mucho más innoble. Existe un nuevo tipo de pruebas que llegan cada vez con más frecuencia a los tribunales de justicia: pruebas basadas en el ADN, y son pruebas de lo más potente. Si el acusado es inocente, la prueba del ADN bien puede proporcionar una evidencia abrumadora para establecer su inocencia. Y al revés, si es culpable, entonces es más que probable que la prueba del ADN establezca su culpabilidad allí donde ninguna otra prueba puede hacerlo. Las pruebas de ADN son, en el mejor de los casos, bastante difíciles de comprender. Hay aspectos controvertidos de las mismas que son incluso más difíciles. En estas circunstancias, cabría esperar que un abogado honesto que desea que se haga justicia diera la bienvenida a jurados capaces de comprender los razonamientos. ¿No sería algo obviamente bueno tener en la sala del jurado al menos una o dos personas que puedan enmendar la ignorancia de sus desconcertados colegas? ¿Qué tipo de abogado puede preferir un jurado incapaz de seguir la argumentación de la acusación o la defensa? La respuesta es: cualquier abogado más interesado en ganar que en que se haga justicia. En otras palabras, un abogado. Y parece ser un hecho que los abogados, tanto de la acusación como de la defensa, rechazan con frecuencia a miembros concretos del jurado precisamente porque son versados en ciencia.
Los tribunales de justicia siempre han tenido la necesidad de establecer la identidad individual. ¿Era Richard Dawkins el individuo al que se vio huyendo precipitadamente de la escena del crimen? ¿Es su sombrero el que se encontraba en la escena del crimen? ¿Son las huellas digitales que hay en el arma las suyas? Una respuesta afirmativa a una de estas preguntas no prueba por sí sola la culpabilidad del sujeto, pero es ciertamente un factor importante que debe tenerse en cuenta. La mayoría de nosotros, incluidos la mayoría de jurados y abogados, posee un sentido intuitivo de que hay algo especialmente fiable en las pruebas de testigos oculares. En esto estamos casi con seguridad equivocados, pero el error es perdonable. Incluso puede que sea algo internalizado por milenios de historia evolutiva en la que las pruebas de testigos presenciales eran las más seguras. Si yo veo un hombre con un sombrero de lana roja trepando por una tubería de desagüe, después costará mucho persuadirme de que en realidad llevaba una boina azul. Nuestros prejuicios intuitivos hacen que las pruebas de testigos presenciales superen a las otras categorías. Pero numerosos estudios han demostrado que los testigos oculares, por sinceros y bienintencionados que sean, recuerdan mal a veces incluso detalles conspicuos como el color de la vestimenta o el número de asaltantes presentes.
Cuando la identificación individual es importante, como cuando se pide a una mujer violada que identifique a su atacante, los tribunales realizan una prueba estadística rudimentaria conocida como rueda de identificación. Se hace que la mujer pase revista a una fila de hombres, uno de los cuales es sospechoso por otros motivos. Los demás son gente de la calle, actores en paro o policías de paisano. Si la mujer señala a uno de estos hombres de paja, su prueba de identificación se rechaza. Pero si señala al hombre del que la policía ya sospechaba, su prueba se toma en serio.
Correcto, especialmente si el número de individuos en la revista de identificación es grande. Todos tenemos el suficiente sentido estadístico para ver por qué es así. La sospecha previa de la policía debe ser susceptible de duda (de otro modo, no habría motivo para la rueda de identificación). Lo que cuenta es la concordancia entre la identificación de la mujer y la evidencia independiente que ofrece la policía. Si la rueda de identificación incluyera sólo dos hombres, la testigo tendría un 50 por ciento de posibilidades de señalar al hombre del que la policía ya sospecha, incluso si eligiera al azar o de forma equivocada. Puesto que la policía también podría equivocarse, esto representa un riesgo de injusticia inaceptablemente alto. Pero si hay 20 hombres en la fila, la mujer sólo tiene una posibilidad entre 20 de elegir, por azar o error, al hombre del que la policía ya sospecha. En este caso es más probable que la coincidencia de su identificación y de la sospecha previa de la policía signifique realmente algo. Se trata de evaluar las posibilidades de que la coincidencia pueda darse por puro azar. La probabilidad de coincidencia sin sentido es aún menor si la revista de identificación incluye 100 hombres, porque una probabilidad de error de 1 sobre 100 es notablemente menor que una probabilidad de error de 1 sobre 20. Cuanto más larga sea la fila, más seguro el eventual fallo condenatorio.
También tenemos un sentido intuitivo de que los hombres elegidos para la rueda de identificación no deben tener una apariencia demasiado distinta de la del sospechoso. Si la mujer le dijo a la policía que buscara un hombre con barba y la policía ha arrestado a un sospechoso barbudo, es evidentemente injusto ponerle en una fila con 19 hombres recién afeitados. Daría igual que estuviera solo en la rueda de identificación. Aun cuando la mujer no hubiera declarado nada acerca del aspecto de su atacante, si la policía ha arrestado a un cabeza rapada con chaqueta de cuero sería un error ponerle en una fila al lado de contables trajeados y con paraguas plegados. En países multirraciales, estas consideraciones tienen aún más importancia. Todo el mundo comprende que no se debe colocar a un sospechoso negro en una fila de hombres blancos, o al revés.
Cuando pensamos en cómo identificamos a las personas, la cara es lo primero que acude a la mente. Somos particularmente eficientes a la hora de distinguir caras. Como veremos en otra parte, incluso parece que la evolución haya reservado una parte específica del cerebro para este propósito, porque determinadas lesiones cerebrales incapacitan nuestra facultad de reconocer caras mientras que dejan intacto el resto de la visión. En cualquier caso, las caras son buenas señas de identidad porque son muy variables. Con la excepción bien conocida de los gemelos idénticos, uno raramente se encuentra con dos personas cuyas caras puedan confundirse. Sin embargo, esto no es algo totalmente inusitado, y se puede maquillar a un actor para que se parezca mucho a alguna otra persona. Los dictadores suelen emplear dobles para que actúen por ellos cuando están muy atareados, o para que atraigan el fuego de los asesinos. Se ha sugerido que una razón por la que los líderes carismáticos suelen lucir bigote (Hitler, Stalin, Franco, Saddam Hussein, Oswald Mosley[43]) es para facilitar que un doble pueda asumir su personalidad. La cabeza afeitada de Mussolini servía quizá para el mismo propósito.
Aparte de los gemelos idénticos, los parientes cercanos ordinarios se parecen a veces lo suficiente para engañar a las personas que no los conocen bien. (Por desgracia, la anécdota de que el doctor Spooner, cuando era director de mi colegio universitario, detuvo una vez a un estudiante y le dijo: «Nunca puedo recordarlo, ¿es usted o su hermano el que murió en la guerra?», probablemente es falsa, como la mayoría de supuestos trastrocamientos lógicos atribuidos a él.) El parecido entre hermanos y hermanas, padres e hijos, abuelos y nietos, sirve para recordarnos el enorme fondo de variedad facial en la población general de personas no emparentadas.
Pero las caras son sólo un caso especial. Estamos inundados de idiosincrasias que, con suficiente adiestramiento, pueden utilizarse para identificar individuos. Tuve un compañero de escuela que afirmaba (y mis comprobaciones al azar lo confirmaron) que podía reconocer a cualquiera de los hospedados en la residencia donde vivíamos (unos 80) por el sonido de sus pisadas. También tuve una amiga suiza que afirmaba que cuando entraba en una estancia podía decir, por el olfato, quiénes de entre sus conocidos habían estado allí recientemente. No es que sus colegas no se lavaran, sino que ella era insólitamente sensible. Que ello es posible en principio lo confirma el hecho de que los perros policía pueden distinguir entre dos personas cualesquiera sólo por el olfato, con la excepción, de nuevo, de los gemelos idénticos. Por lo que sé, la policía no ha adoptado esta técnica, pero apuesto a que se podría entrenar a sabuesos para que siguieran la pista de un niño raptado tras dejarles oler a su hermano. Incluso se podría buscar alguna forma de utilizar un jurado de sabuesos para decidir en casos de paternidad.
Las voces son tan idiosincrásicas como las caras, y varios equipos de investigación están trabajando en sistemas de reconocimiento de la voz por ordenador para autentificar la identidad. Sería una gran bendición que, en el futuro, pudiéramos sustituir las llaves de la puerta principal por un ordenador operado por la voz que obedeciera nuestra orden especial de «¡Sésamo, ábrete!». La escritura manual es lo bastante individual para que la firma escrita pueda usarse como garantía de identidad en cheques bancarios y documentos legales importantes. En realidad, las firmas no son especialmente seguras porque se falsifican con excesiva facilidad, pero sigue siendo impresionante lo reconocible que puede ser la caligrafía. Un recién llegado prometedor a la lista de «rúbricas» individuales es el iris del ojo. Al menos un banco está experimentando con máquinas que examinan automáticamente el iris como método para verificar la identidad. El cliente se sitúa ante una cámara que fotografía el ojo y digitaliza la imagen en lo que un periódico describió como un «código de barras humano de 256 bytes». Pero ninguno de estos métodos para verificar la identidad humana se acerca siquiera al potencial de la prueba del ADN, convenientemente aplicada.
No es sorprendente que los perros policía puedan oler la diferencia entre dos personas cualesquiera, excepto los gemelos idénticos. Nuestro sudor contiene un complicado cóctel de proteínas, y los detalles precisos de todas ellas están minuciosamente especificados por las instrucciones de ADN codificadas que son nuestros genes. A diferencia de la caligrafía y de las caras, que varían de forma continua y pasan gradual y paulatinamente de una a otra, los genes son codificaciones digitales, muy parecidos a los de los ordenadores. De nuevo con la excepción de los gemelos idénticos, diferimos genéticamente de todas las demás personas de manera discreta: un número exacto de maneras que podrían incluso contarse si tuviéramos paciencia para ello. El ADN de una de mis células es idéntico al ADN de todas las demás células de mi cuerpo (con la salvedad de una minúscula minoría de errores, y exceptuando los glóbulos rojos de la sangre, que han perdido su ADN, y las células reproductoras, que contienen una mitad aleatoria de mis genes). Mi ADN difiere del de las células del lector, no de alguna manera vaga, impresionista, sino en un número preciso de lugares que salpican los miles de millones de letras de texto genético que compartimos.
Es casi imposible exagerar la importancia de la revolución digital en genética molecular. Antes de la memorable notificación de Watson y Crick, en 1953, de la estructura del ADN, todavía se podía estar de acuerdo con las palabras finales del autorizado libro de Charles Singer A Short History of Biology [Breve historia de la biología], publicado en 1931:
… a pesar de las interpretaciones en sentido contrario, la teoría del gen no es una teoría «mecanicista». El gen no es más comprensible como entidad química o física que la célula o, ya puestos, el propio organismo. Más aún, aunque la teoría habla en términos de genes como la teoría atómica habla en términos de átomos, debe recordarse que existe una distinción fundamental entre ambas. Los átomos existen de manera independiente, y pueden examinarse sus propiedades como tales. Incluso pueden aislarse. Aunque no podemos verlos, podemos tratar con ellos en condiciones y combinaciones diversas. Podemos abordarlos individualmente. No ocurre lo mismo con el gen. Existe sólo como parte del cromosoma, y el cromosoma sólo como parte de la célula. Si pido un cromosoma vivo, es decir, el único tipo efectivo de cromosoma, nadie puede proporcionármelo fuera de su entorno vivo, del mismo modo que nadie puede proporcionarme un brazo o una pierna vivos. La doctrina de la relatividad de funciones es tan cierta para el gen como lo es para cualesquiera órganos del cuerpo, que existen y funcionan únicamente en relación a otros órganos. Así, la última de las teorías biológicas nos deja donde empezamos por vez primera, en presencia de un poder denominado vida o psique que no sólo es de su propia clase, sino que es único en todas y cada una de sus manifestaciones.
Esto es un espectacular, profundo y tremendo error. Y realmente importante. Siguiendo a Watson y Crick y la revolución que desataron, un gen puede aislarse. Puede purificarse, embotellarse, cristalizarse, leerse como información codificada digitalmente, imprimirse en una página, introducirse en un ordenador, descifrarse de nuevo en un tubo de ensayo y reinsertarse en un organismo, donde funciona exactamente como lo hacía antes. Cuando se haya completado (probablemente hacia el año 2003) el proyecto Genoma Humano, que pretende determinar la secuencia completa del ADN de un ser humano, el genoma completo cabrá holgadamente en dos discos compactos normales, y dejará espacio suficiente para un manual de embriología molecular. Después estos dos discos podrán enviarse al espacio exterior, y la raza humana podrá extinguirse tranquilamente, sabiendo que hay una probabilidad de que, en algún momento del futuro y en algún lugar distante, una civilización lo bastante avanzada será capaz de reconstituir un ser humano. Mientras tanto, de nuevo en la Tierra, la identificación por el ADN, en virtud de su naturaleza profunda y fundamentalmente digital (lo que hace que las diferencias entre individuos y entre especies se puedan contar de forma precisa y no sólo medir de forma vaga e impresionista), es un método potencialmente muy poderoso.
Afirmo confiado el carácter único del ADN de cada individuo, pero incluso esto es sólo un juicio estadístico. Teóricamente, la lotería sexual podría sacar dos veces la misma secuencia genética. Mañana podría nacer un «gemelo idéntico» de Isaac Newton. Pero el número de personas que tendrían que nacer para que este suceso tuviera una probabilidad apreciable debería ser mayor que el número de átomos que contiene el universo.
A diferencia de nuestra cara, nuestra voz o nuestra escritura, el ADN de la mayoría de nuestras células sigue siendo el mismo desde la infancia hasta la vejez, y no puede alterarse por aprendizaje o cirugía estética. Nuestro texto de ADN tiene un número de letras tan inmensamente grande que podemos cuantificar con precisión el número esperable de letras compartidas, pongamos por caso, por hermanos o primos hermanos en relación a primos segundos o parejas al azar escogidas de entre toda la población. Esto lo hace útil no sólo para etiquetar unívocamente a los individuos y comparar sus fichas con las obtenidas de trazas de sangre o semen, sino también para establecer la paternidad y otras relaciones genéticas. La ley inglesa permite a las personas inmigrar si pueden probar que sus padres ya son ciudadanos británicos. Varios niños procedentes del subcontinente indio han sido arrestados por funcionarios de inmigración escépticos. Antes del advenimiento de la prueba del ADN solía ser imposible para estos infortunados demostrar su ascendencia. Ahora es fácil. Basta con tomar una muestra de sangre de los padres putativos y comparar un conjunto de genes determinado con el conjunto correspondiente del niño. El veredicto es claro e inequívoco, sin ninguna de las dudas o confusiones que hacen necesarios los juicios cualitativos. En la actualidad, bastantes jóvenes británicos deben su ciudadanía a la tecnología del ADN.
Un método similar se utilizó para identificar unos esqueletos descubiertos en Yekaterinburg, de los que se sospechaba que pertenecían a la ejecutada familia real rusa. El príncipe Felipe, duque de Edimburgo, de quien se conoce su parentesco exacto con los Romanov, cedió graciosamente su sangre, a partir de la cual fue posible establecer que los esqueletos eran realmente los de la familia del zar. En un caso más macabro, se comprobó que un esqueleto exhumado en Sudamérica era el del doctor Josef Mengele, el criminal de guerra nazi conocido como «el ángel de la muerte». Una muestra de ADN obtenida de los huesos se comparó con el de la sangre del hijo todavía vivo de Mengele, lo que permitió certificar la identidad del esqueleto. Más recientemente, un cadáver exhumado en Berlín e identificado por el mismo método ha resultado ser el de Martín Bormann, el lugarteniente de Hitler cuya desaparición había propiciado una infinidad de leyendas y rumores, y más de 6000 «avistamientos» en todo el mundo.
La «huella» de nuestro ADN, siendo digital, es incluso más característica de cada individuo que sus huellas dactilares. De hecho, como ocurre con las huellas dactilares propiamente dichas, una persona suele dejar muestras de su ADN tras haber abandonado la escena. Puede extraerse ADN de una mancha de sangre en una alfombra, del semen dejado en una víctima de violación, de una costra de moco seco en un pañuelo, del sudor o de pelos caídos. El ADN de la muestra puede compararse entonces con el de la sangre extraída de un sospechoso. De esta forma es posible establecer, con casi cualquier grado de certeza que se desee, si la muestra pertenece o no a cierta persona.
¿Cuáles son, entonces, los obstáculos? ¿Por qué son controvertidas las pruebas de ADN? ¿Qué es lo que tiene este tipo importante de evidencia que hace que los abogados embauquen a los jurados para que la malinterpreten o ignoren? ¿Por qué algunos tribunales se han visto obligados al desesperante extremo de desechar esta evidencia?
Hay tres problemas potenciales principales, uno sencillo, otro complicado y un tercero ridículo. Trataré más adelante el problema ridículo y las dificultades más refinadas, pero en primer lugar, como ocurre con cualquier tipo de prueba, está la posibilidad sencilla (y muy importante) del error humano. Más bien posibilidades, porque hay muchas oportunidades para la equivocación y hasta el sabotaje. Un tubo de sangre puede etiquetarse mal, por error o con la intención deliberada de incriminar a alguien. Una muestra procedente de la escena del crimen puede contaminarse por el sudor de un técnico de laboratorio o de un oficial de policía. El peligro de contaminación es especialmente grande cuando se utiliza una ingeniosa técnica de amplificación denominada PCR (reacción en cadena de la polimerasa).
Es fácil comprender por qué puede ser deseable una amplificación. Una minúscula mancha de sudor en la culata de una pistola contiene sólo trazas de ADN. Por sensible que sea el análisis, se necesita una cantidad mínima de material para realizarlo. La respuesta, espectacularmente exitosa, es la técnica PCR, inventada en 1983 por el bioquímico norteamericano Kary B. Mullís. A partir del poco ADN disponible se producen millones de copias, multiplicando repetidamente las secuencias codificadas presentes. Pero, como ocurre siempre que se amplifica algo, los errores se amplifican junto con la señal auténtica. La contaminación por fragmentos sueltos de ADN procedentes del sudor de un técnico se amplifica de forma tan efectiva como la muestra procedente de la escena del crimen, lo que introduce una posibilidad obvia de injusticia.
Pero el error humano no es privativo de la prueba del ADN. Cualquier clase de evidencia es vulnerable a las chapuzas y el sabotaje, por lo que debe manejarse con un cuidado escrupuloso. Los archivos de un fichero convencional de huellas pueden estar mal etiquetados. El arma del crimen puede haber sido tocada por personas inocentes aparte del asesino, y es necesario tomar sus huellas, junto con las del sospechoso, para evitar errores. Los tribunales de justicia saben ya de la necesidad de tomar todas las precauciones posibles contra los errores, a pesar de lo cual siguen produciéndose, a veces con consecuencias trágicas. Las pruebas de ADN no son inmunes a las chapuzas, pero tampoco son particularmente vulnerables a ellas, excepto por el hecho de que la PCR puede amplificar el error. Si todas las pruebas de ADN tuvieran que desestimarse por la posibilidad de errores ocasionales, habría que desestimar también la mayoría de las otras clases de evidencia. Es de suponer que pueden desarrollarse códigos deontológicos y precauciones rigurosas para prevenir los errores humanos en la presentación de todo tipo de pruebas legales.
Me llevará más tiempo explicar las dificultades más refinadas que confunden las pruebas de ADN. También ellas tienen precedentes en las clases de evidencia convencionales, aunque con frecuencia este punto parece no comprenderse en los tribunales de justicia.
En lo que concierne a cualquier tipo de identificación, hay dos tipos de error que se corresponden con los dos tipos de error de cualquier evidencia estadística. En otro capítulo los llamaremos errores de tipo 1 y de tipo 2, pero es más fácil pensar en ellos como falso positivo y falso negativo. Un sospechoso culpable puede librarse por no ser reconocido (falso negativo). Por otra parte, un sospechoso inocente puede ser condenado porque tiene la mala suerte de parecerse al verdadero culpable (falso positivo, equivocación que la mayoría de gente considera más peligrosa). En el caso de una identificación ordinaria por testigos presenciales, un espectador inocente que resultara tener cierto parecido con el verdadero criminal podría, en consecuencia, ser arrestado: falso positivo. Las ruedas de identificación están concebidas para hacer que esto sea poco probable. La probabilidad de un error judicial es inversamente proporcional al número de personas presentes en la rueda de identificación. El peligro puede incrementarse como ya hemos mencionado (que la fila esté indebidamente repleta de hombres recién afeitados).
En el caso de la prueba del ADN, el peligro de un falso positivo es, teóricamente, muy bajo. Tenemos una muestra de sangre de un sospechoso, y una muestra de la escena del crimen. Si pudiera transcribirse la secuencia de genes entera en ambas muestras, las posibilidades de error son de una entre billones. Aparte de los gemelos idénticos, la probabilidad de que las secuencias de ADN de dos seres humanos cualesquiera coincidan es, a todos los efectos, nula. Pero, por desgracia, no es factible descifrar la secuencia de genes completa de un ser humano. Incluso después de que se haya completado el proyecto Genoma Humano, pretender repetir algo así en la solución de cada crimen no es realista. En la práctica, los detectives forenses se concentran en pequeñas secciones del genoma, preferiblemente aquellas de las que se sabe que varían mucho en la población. Nuestro temor ahora debe ser que, aunque se pueda descartar con seguridad la identificación errónea a la escala del genoma entero, podría existir algún peligro de que dos individuos fueran idénticos en lo que respecta a la pequeña porción de ADN analizable.
Debería ser posible medir la probabilidad de que ocurra esto para cualquier sección particular del genoma; entonces podríamos decidir si el riesgo de error es aceptable. Cuanto mayor fuera la sección de ADN, menor sería la probabilidad de error, igual que, en una rueda de identificación, cuanto más larga es la fila más segura es la sentencia. La diferencia es que, para poder competir con la prueba del ADN, una rueda de identificación debería estar formada no por veinte personas, sino por miles, millones y hasta miles de millones. Aparte de esta diferencia cuantitativa, la analogía con la rueda de identificación continúa. Veremos que existe un equivalente de nuestra hipotética fila de hombres recién afeitados junto a un único sospechoso barbudo en la prueba del ADN. Pero primero conozcamos algo más sobre este método de identificación.
Evidentemente, tomamos muestras de la parte equivalente del genoma del sospechoso y del espécimen. Estas partes del genoma se eligen por su tendencia a variar ampliamente en la población. Un darwinista advertiría que las partes invariantes suelen ser las que desempeñan un papel importante en la supervivencia del organismo. Es probable que cualesquiera variaciones sustanciales en estos genes hayan sido eliminadas de la población por la muerte de sus poseedores: selección natural darwiniana. Pero otras partes del genoma son muy variables, quizá porque no son importantes para la supervivencia. Esto no lo explica todo, porque en realidad algunos genes útiles son muy variables. Las razones de ello son controvertidas. Divagaremos un poco, pero… ¿qué sería de esta vida si, llenos como estamos de estrés, no tuviéramos la libertad de divagar?
La escuela de pensamiento «neutralista», asociada al eminente genetista japonés Motoo Kimura, sostiene que los genes útiles pueden existir en una variedad de formas, y que las distintas variantes son igualmente eficientes. Si imaginamos que los genes escriben sus recetas en palabras, puede pensarse en las formas alternativas de un gen como las mismas palabras escritas con distintos tipos de letra: el significado es el mismo, y el producto de la receta será idéntico. Los cambios o «mutaciones» que no alteran la función de un gen no son «vistos» por la selección natural. En rigor, no son mutaciones en absoluto, porque no suponen ninguna diferencia para la vida del animal, pero son potencialmente útiles desde el punto de vista del científico forense. La población acaba teniendo una gran variabilidad en dicho locus (posición en el cromosoma), y esta variabilidad puede servir, en principio, para la identificación por el ADN.
La otra teoría de la variación, opuesta a la teoría neutralista de Kimura, sostiene que las distintas versiones de los genes tienen comportamientos de hecho diferentes, y que por alguna razón especial la selección natural las preserva en la población. Por ejemplo, podría haber dos formas alternativas de una proteína sanguínea, a y b, susceptibles a dos enfermedades infecciosas llamadas alfluenza y betacosis, respectivamente, y cada una de ellas es inmune a la otra enfermedad. Típicamente, una enfermedad infecciosa requiere una densidad crítica de víctimas susceptibles en una población para que se ponga en marcha una epidemia. En una población dominada por el tipo a hay epidemias frecuentes de alfluenza pero no de betacosis. La selección natural favorece entonces a los individuos b, que son inmunes a la alfluenza. Tanto es así que, al cabo de un tiempo, se hacen dominantes en la población. Ahora la situación se invierte. Hay epidemias de betacosis, pero no de alfluenza. Los individuos a son ahora los favorecidos por la selección natural, porque son inmunes a la betacosis. La población puede oscilar entre la dominancia de a y la de b, o bien puede terminar con una mezcla intermedia, un «equilibrio». En cualquier caso, observaremos mucha variación en el locus genético considerado, y esto es una buena noticia para los partidarios de las pruebas de ADN. Este fenómeno se conoce como «selección dependiente de la frecuencia», y es una de las razones sugeridas para explicar los elevados niveles de variación genética en las poblaciones, aunque no es la única.
Para nuestros fines forenses, lo único que importa es que el genoma contiene sectores variables. Cualquiera que sea el veredicto en la controversia sobre si los pedacitos útiles del genoma son o no variables, existen en cualquier caso muchas otras regiones del genoma que nunca se leen y, por lo tanto, nunca se traducen en sus equivalentes proteicos. En realidad, una proporción sorprendentemente grande de nuestros genes parece no hacer nada en absoluto. Esto quiere decir que tienen libertad de variación, lo que los convierte en un material excelente para la prueba del ADN.
Como para confirmar el hecho de que una gran parte del ADN no hace nada útil, la longitud misma del ADN de los diferentes tipos de organismos es muy variable. Puesto que la información contenida en el ADN es digital, podemos medirla en las mismas unidades con que medimos la información en los ordenadores. Un bit es la cantidad de información necesaria para especificar una decisión de sí/no: un 1 o un O, un verdadero o un falso. El ordenador con el que escribo tiene 256 megabits (32 megabytes) de memoria básica. (El primer ordenador que tuve era una caja mucho mayor, pero tenía una capacidad de memoria cinco mil veces menor.) La unidad fundamental equivalente en el ADN es la base nucleotídica. Puesto que hay 4 bases posibles, el contenido de información de cada base es de 2 bits. La bacteria intestinal común, Escherichia coli, posee un genoma de 4 megabases, u 8 megabits. El tritón crestado (Trituras cristatus) posee 40.000 megabits. La diferencia entre el tritón crestado y la bacteria, de 5000 veces, es aproximadamente la misma que hay entre mi ordenador actual y el primero que tuve. Los seres humanos poseemos 3000 megabases o 6000 megabits. Esto es 750 veces más que la bacteria (para satisfacción de nuestra vanidad), pero ¿qué podemos decir del tritón, que nos supera en seis veces? Nos gustaría pensar que el tamaño del genoma no es estrictamente proporcional a su función: presumiblemente, una gran parte de este ADN de tritón no hace nada. Esto es cierto, desde luego. También lo es para la mayor parte de nuestro ADN. Sabemos, por otros indicios, que de las 3000 megabases del genoma humano sólo alrededor de un dos por ciento sirve para codificar proteínas. El resto suele conocerse como ADN basura. Presumiblemente, el tritón crestado tiene un porcentaje aún mayor de ADN basura. Otros tritones no tienen.
El excedente de ADN pertenece a varias categorías. Una parte del mismo parece información genética real, y probablemente se trata de genes difuntos o copias anticuadas de genes todavía en uso. Estos seudogenes tendrían sentido si se leyeran y tradujeran. Pero esto no ocurre. Los discos duros de los ordenadores suelen contener basura comparable: viejas copias de trabajos en marcha, espacio de bloc de notas utilizado por el ordenador para operaciones provisionales, etcétera. Los usuarios no vemos esta basura, porque nuestros ordenadores sólo nos muestran aquellas partes del disco de las cuales necesitamos saber algo. Pero si tuviéramos acceso al disco y pudiéramos leer la información real, byte a byte, contenida en él, veríamos esta basura, y gran parte de ésta tendría cierto sentido. Probablemente hay docenas de fragmentos incoherentes de este mismo capítulo que salpican ahora mismo mi disco duro, aunque sólo exista una copia «oficial», según me indica el ordenador (además de una prudente copia de seguridad).
Además del ADN basura que podría leerse pero que no se lee, hay gran cantidad de ADN basura que no sólo no es leído, sino que si lo fuera no tendría ningún sentido. Existen tramos enormes de disparates repetidos, quizá repeticiones de una base, o alternancias de dos bases, o repeticiones de una pauta más complicada. A diferencia de la otra clase de ADN basura, no podemos explicar estas «repeticiones en doblete» como copias anticuadas de genes útiles. Este ADN repetitivo nunca ha sido descodificado, y presumiblemente nunca ha sido de ninguna utilidad. (De ninguna utilidad para la supervivencia del animal. Desde el punto de vista del gen egoísta, como expliqué en otro libro, podríamos decir que cualquier tipo de ADN basura es «útil» para sí mismo si consigue sobrevivir y producir más copias de sí mismo. Esta sugerencia ha venido a identificarse con el reclamo «ADN egoísta», aunque esta expresión es poco afortunada porque, en mi sentido original, el ADN funcional también es egoísta. Por esta razón, hay quienes prefieren llamarlo «ADN ultraegoísta».)
En cualquier caso, por la razón que sea, el ADN basura está ahí, y en cantidades prodigiosas. Puesto que no se utiliza, es libre de variar. Los genes útiles, como hemos visto, se ven muy limitados en su libertad para cambiar. La mayoría de mutaciones de un gen reducen su eficacia, el animal muere y el cambio no se transmite a la descendencia. De esto trata precisamente la selección natural darwiniana. Pero las mutaciones en el ADN basura (en su mayor parte cambios en el número de repeticiones en una región dada) no son advertidas por la selección natural. Así, cuando examinamos la población encontramos que la mayor parte de la variación que es útil para la pruebas de ADN se encuentra en las regiones basura. Como veremos ahora, las repeticiones en doblete son particularmente útiles porque varían con respecto al número de repeticiones, una característica simple que es fácil de medir.
Si no fuera por eso, el genetista forense tendría que examinar la secuencia exacta de bases en la región de muestra. Algo que puede hacerse, pero la secuenciación del ADN requiere mucho tiempo. Las repeticiones en doblete nos proporcionan ingeniosos atajos, como descubrió Alee Jeffreys, de la Universidad de Leicester, considerado con toda justicia el padre del método de identificación por el ADN (y que ahora es Sir Alee). Cada persona tiene un número diferente de repeticiones en doblete en lugares particulares. Yo podría poseer 147 repeticiones de un fragmento particular sin sentido, allí donde el lector tiene 84 repeticiones del mismo fragmento en la región correspondiente de su genoma. En otra región, yo puedo tener 24 repeticiones de un fragmento concreto sin sentido frente a 38 repeticiones del lector. Cada uno de nosotros posee una «huella dactilar» característica consistente en un conjunto de números, correspondientes al número de veces que un determinado fragmento sin sentido se repite en nuestro genoma.
Obtenemos nuestras repeticiones en doblete de nuestros padres. Cada uno de nosotros posee 46 cromosomas, 23 procedentes de nuestro padre y otros 23 cromosomas homólogos, o correspondientes, procedentes de nuestra madre. Estos cromosomas se heredan completos, con sus repeticiones en doblete. El padre del lector obtuvo sus 46 cromosomas de los abuelos paternos, pero no los transmitió al lector en su totalidad. Cada uno de sus cromosomas paternos se alineó con su cromosoma materno correspondiente y se intercambiaron pequeños fragmentos antes de que un cromosoma compuesto pasara al espermatozoide que engendró al lector. Cada espermatozoide y cada óvulo contiene una mezcla única de genes matemos y paternos recombinados. El proceso de mezcla afecta tanto a las secciones con repeticiones en doblete como a las secciones cromosómicas con sentido. Así pues, nuestros números característicos de repeticiones en doblete se heredan de modo muy parecido a como lo hacen el color de los ojos o el ensortijamiento del cabello. Con la diferencia de que, mientras el color de los ojos resulta de una especie de veredicto conjunto de nuestros genes paternos y matemos, nuestros números de repeticiones en doblete son propiedades de los cromosomas mismos y, por lo tanto, pueden medirse por separado en los cromosomas paternos y matemos. En cualquier región concreta de repetición en doblete, cada uno de nosotros tiene dos lecturas: un número de repeticiones del cromosoma paterno y un número de repeticiones del cromosoma materno. De vez en cuando, los cromosomas mutan (experimentan un cambio aleatorio) en su número de repeticiones en doblete, o bien una región de dobletes determinada puede dividirse por entrecruzamiento cromosómico. Por esa razón se explica que haya variación en el número de repeticiones en doblete dentro de la población. La belleza de esta variable reside en que es fácil de medir. Uno no tiene que complicarse la vida para determinar la secuencia detallada de bases del ADN. Lo que se hace es algo así como pesarlas o, para utilizar otra analogía igualmente válida, se las despliega como las bandas coloreadas de un prisma. A continuación explicaré una manera de hacerlo.
Para empezar, hacen falta algunos preparativos. Se prepara lo que se conoce como una sonda de ADN, que es una secuencia corta de hasta unas 20 bases de longitud tal que encaja perfectamente con la secuencia sin sentido en cuestión. En la actualidad esto no es difícil de conseguir. Existen varios métodos; incluso se puede comprar en la tienda una máquina que produce secuencias cortas de ADN conforme a cualquier especificación, igual que se puede comprar un teclado para perforar cualquier tira de letras en una cinta de papel. Si se suministra a la máquina sintetizadora materias primas radiactivas pueden obtenerse sondas «marcadas». Esto las hace fáciles de localizar más adelante, pues el ADN natural no es radiactivo.
Las sondas radiactivas son una herramienta que hay que tener preparada antes de empezar una prueba de Jeffreys. Otra herramienta esencial es la «enzima de restricción». Las enzimas de restricción son herramientas químicas que sirven para cortar el ADN, pero sólo por determinados lugares. Por ejemplo, una enzima de restricción puede buscar a todo lo largo de un cromosoma hasta que encuentra la secuencia GAATTC (G, C, T, y A son las cuatro letras del alfabeto del ADN;[21] todos los genes de todas las especies del planeta consisten en secuencias de estas cuatro letras). Otro enzima de restricción corta el ADN allí donde encuentra la secuencia GCGGCCGC. La caja de herramientas del biólogo molecular dispone de varias enzimas de restricción. Proceden de bacterias que las utilizan con fines defensivos. Cada enzima de restricción tiene una secuencia diana específica, que reconoce y corta.
El truco es elegir una enzima de restricción cuya secuencia diana esté completamente ausente de la repetición en doblete que nos interesa. De este modo, toda la longitud del ADN es cortada en fragmentos cortos que terminan en la secuencia diana específica de la enzima de restricción. Naturalmente, no todos los fragmentos contendrán repeticiones en doblete. Pero algunos sí las contendrán, y la longitud de cada fragmento cortado estará determinada en gran medida por el número de repeticiones en doblete que contenga. Si yo poseo 147 repeticiones de un fragmento particular de ADN sin sentido allí donde el lector sólo tiene 83, mis fragmentos cortados serán en comparación más largos que los del lector.
Podemos medir estas longitudes características mediante una técnica que los biólogos moleculares emplean desde hace ya bastante tiempo. Ésta es la parte comparable a la dispersión de la luz blanca mediante un prisma. El «prisma» típico del ADN es una columna de electroforesis en gel de agarosa o acrilamida, esto es, un largo tubo lleno de gelatina a través del cual se hace pasar una corriente eléctrica. Una solución que contiene los fragmentos cortados de ADN, todos mezclados, se vierte por un extremo del tubo. Los fragmentos de ADN son atraídos eléctricamente por el polo negativo de la columna, al otro extremo del tubo, y se desplazan paulatinamente a través del gel. Pero no todos lo hacen a la misma velocidad. Al igual que la luz de baja frecuencia que atraviesa el cristal, los fragmentos pequeños de ADN viajan más deprisa que los grandes. El resultado es que, si se interrumpe la corriente al cabo de un tiempo adecuado, los fragmentos se han repartido por la columna, igual que los colores de Newton se desplegaban porque la luz del extremo azul del espectro se frena más que la del extremo rojo.
Pero hasta aquí no podemos ver los fragmentos. La columna de gelatina parece uniforme en toda su longitud. No hay nada que muestre cómo se distribuyen los fragmentos de ADN de tamaño distinto a lo largo de su longitud, ni nada que muestre qué bandas contienen qué variedad de repetición en doblete. ¿Cómo las hacemos visibles? Aquí entran en escena las sondas radiactivas.
Para hacer visibles los fragmentos se puede utilizar otra técnica ingeniosa, el borrón de Southern, inventada por Edward Southern. (Existen otras dos técnicas conocidas como borrón de Northern, «septentrional», y borrón de Western, «occidental», a pesar de que no existe ningún señor Northern o Westen, lo que resulta un tanto desconcertante.) La columna de gelatina se extrae del tubo y se extiende sobre papel secante. El líquido del gel, incluidos los fragmentos de ADN, es absorbido por el papel secante. Éste ha sido previamente rociado con una solución de la sonda radiactiva para la repetición en doblete concreta que nos interesa. Las moléculas de la sonda se alinean a lo largo del papel secante y se emparejan de manera precisa, por las reglas ordinarias del ADN, con sus números opuestos en las repeticiones en doblete. Las moléculas radiactivas sobrantes son lavadas, después de lo cual las únicas moléculas de la sonda radiactiva que quedan en el papel secante son las que están enlazadas con sus números opuestos exactos. A continuación se coloca el papel secante sobre un fragmento de película de rayos X, que es impresionada por la radiactividad. Lo que se ve cuando se revela la película es una serie de bandas oscuras: otro código de barras. La pauta final de barras que leemos en el borrón de Southern es como una huella dactilar de la persona, igual que las líneas de Fraunhofer son la huella dactilar de una estrella o las líneas formantes son la huella dactilar de una vocal. En realidad, el código de barras de la sangre se parece mucho a las líneas de Fraunhofer y las líneas formantes.
Los detalles de las técnicas de identificación por el ADN resultan relativamente complicados, de manera que no iré mucho más allá.
Por ejemplo, una estrategia consiste en bombardear el ADN con muchas sondas, todas a la vez. Lo que se obtiene entonces es un saco con una mezcolanza de códigos de barras. En casos extremos, las bandas se confunden unas con otras y lo que se obtiene es una gran mancha borrosa con todos los tamaños posibles de fragmento de ADN representados en algún lugar del genoma. Esto no es bueno para fines de identificación. En el otro extremo, los investigadores utilizan sólo una sonda cada vez, buscando un «locus» genético concreto. Esta «dactiloscopia de locus único» produce barras netas y primorosas como líneas de Fraunhofer. Pero sólo una o dos por persona, a pesar de lo cual las posibilidades de confundir a una persona con otra son pequeñas. Esto es así porque las características de las que estamos hablando no son del tipo «ojos pardos frente a ojos azules», en cuyo caso habría muchas personas iguales. Recuérdese que lo que estamos midiendo son longitudes de fragmentos de dobletes repetitivos. El número de longitudes posibles es muy grande, de manera que incluso la identificación de locus único es muy precisa. Pero no lo bastante, por lo que, en la práctica, los forenses que buscan huellas de ADN suelen utilizar media docena de sondas distintas. Ahora la probabilidad de error es realmente baja. Pero todavía tenemos que precisar cuánto de baja, porque la vida o la libertad de la gente puede depender de ello.
Para empezar, debemos volver a nuestra distinción entre falsos positivos y falsos negativos. La prueba del ADN puede utilizarse para absolver a un sospechoso inocente, o bien para que señale con el dedo a un culpable. Supóngase que se obtiene semen de la vagina de una víctima de violación. La evidencia circunstancial hace que la policía arreste a un hombre, el sospechoso A. Éste cede una muestra de sangre, que se compara con la muestra de semen, utilizando una única sonda de ADN para investigar un locus de repetición en doblete. Si ambas muestras son distintas, el sospechoso A es exonerado. Ni siquiera necesitamos investigar un segundo locus.
Pero ¿qué ocurre si la sangre del sospechoso A concuerda con la muestra de semen para este locus? Supóngase que ambos comparten el mismo código de barras, que denominaremos modelo P. Esto es compatible con que el sujeto sea culpable, pero no lo prueba. Podría ser que compartiera el modelo P con el verdadero violador. Hace falta investigar algunos loci más. Si las muestras siguen concordando, ¿cuáles son las posibilidades de que la coincidencia sea fortuita (es decir, que se trate de un falso positivo)? Aquí tenemos que empezar a pensar estadísticamente acerca de la población en general. En teoría, tomando sangre de una muestra de hombres de la población en general tendríamos que poder calcular la probabilidad de que dos hombres cualesquiera fueran idénticos en cada locus implicado. Pero ¿de qué sector de la población extraemos nuestra muestra?
¿Recuerda el lector a nuestro solitario barbudo en la anticuada fila de la rueda de identificación? He aquí el equivalente molecular. Supóngase que, en el mundo en general, sólo un hombre entre un millón posee el modelo P. ¿Significa esto que la probabilidad de una condena errónea del sospechoso A es de uno entre un millón? No. El sospechoso A puede pertenecer a un grupo minoritario cuyos antepasados inmigraron desde una determinada parte del mundo. Las poblaciones locales suelen compartir peculiaridades genéticas, por la simple razón de que descienden de los mismos antepasados. De los 2,5 millones de holandeses sudafricanos, o afrikaners, la mayoría desciende de un cargamento de inmigrantes que llegaron de Holanda en 1652. Una muestra de la estrechez de este cuello de botella genético es que alrededor de un millón conserva los apellidos de veinte de estos colonizadores originales. Determinadas enfermedades genéticas son mucho más frecuentes entre los afrikaners que en el conjunto de la población mundial. Se estima que alrededor de 8000 (uno de cada 300) poseen la condición sanguínea denominada porfiria variegata, mucho más rara en el resto del mundo. Parece ser que son los descendientes de una pareja concreta de inmigrantes, Gerrit Jansz y Ariaantje Jacobs, aunque no se sabe cuál de los dos era el portador del gen (dominante) de la condición. (La mujer era una de las ocho chicas procedentes de orfanatos de Rotterdam que fueron embarcadas para proporcionar mujeres a los colonos.) En realidad, dicha condición no se advirtió en absoluto antes de la medicina moderna, porque su síntoma más marcado es una reacción letal a determinados anestésicos (en la actualidad, los hospitales sudafricanos comprueban de manera rutinaria la presencia del gen antes de cualquier anestesia). Otras poblaciones suelen tener frecuencias altas de genes locales concretos, por la misma razón. Si, volviendo a nuestro caso hipotético, el sospechoso A y el verdadero criminal pertenecen ambos al mismo grupo minoritario, la probabilidad de confusión casual podría ser espectacularmente mayor de la que pensaríamos si basáramos nuestras estimaciones en el conjunto de la población. El caso es que la frecuencia del modelo P en la humanidad en general ya no es importante. Necesitamos conocer la frecuencia del modelo P en el grupo al que pertenece el sospechoso.
Esto no es nada nuevo. Ya hemos visto el peligro equivalente en una rueda de identificación ordinaria. Si el principal sospechoso es chino, será inaceptable colocarlo en una fila formada en su mayor parte por occidentales. El mismo tipo de razonamiento estadístico sobre la población de base debe aplicarse a la hora de identificar bienes robados. En uno de los tres casos en que fui miembro del jurado en el Tribunal de Oxford, un hombre estaba acusado de robar tres monedas a un numismático rival. Se habían encontrado en posesión del acusado tres monedas que coincidían con las perdidas. El asesor legal de la acusación fue elocuente:
Señoras y señores del jurado, ¿realmente se espera de nosotros que creamos que tres monedas, exactamente del mismo tipo que las tres monedas que faltan, se hallaban presentes por casualidad en la casa de un coleccionista rival? Les digo que una tal coincidencia es demasiado difícil de tragar.
A los miembros del jurado no les está permitido hacer preguntas. Éste era el deber del asesor legal de la defensa y él, aunque sin duda docto en leyes e igualmente elocuente, no tenía la menor idea (al igual que el fiscal) de teoría de la probabilidad. Me gustaría que hubiera dicho algo parecido a esto:
Señoría, no sabemos si esta coincidencia es demasiado difícil de tragar, porque mi docto amigo no nos ha presentado ninguna evidencia acerca de si estas tres monedas son raras o comunes en la población en general. Si estas monedas son tan raras que sólo uno de cada cien coleccionistas del país posee alguna, la acusación tiene una buena tesis, puesto que el acusado fue cogido con tres de ellas. Por el contrario, si estas monedas son tan comunes como el polvo, no hay suficiente evidencia para condenar. (Para llevar las cosas al extremo, es más que probable que tres de las monedas que tengo hoy en mi bolsillo, todas ellas de curso legal, coincidan con tres monedas del bolsillo de su señoría.)
Lo que quiero destacar es que a ninguna de las mentes versadas en leyes del tribunal se le ocurrió que era relevante preguntar siquiera cuan raras eran estas monedas en el conjunto de la población. Los abogados saben sumar, desde luego (una vez recibí una factura de un abogado cuya última partida era «Tiempo invertido en hacer esta factura»), pero la teoría de la probabilidad es otro asunto.
Supongo que las monedas eran realmente raras. Si no lo hubieran sido, el robo no habría sido un asunto tan grave, y presumiblemente nunca se hubiera producido el procesamiento. Pero se debería haber informado explícitamente al jurado de ello. Recuerdo que la cuestión se planteó en la sala de deliberación, y nos hubiera gustado que nos dejaran volver al tribunal para aclarar este punto. La cuestión equivalente es igualmente relevante en el caso de la evidencia del ADN, y se plantea con cierta frecuencia. Por suerte, y siempre que se examine un número suficiente de loci genéticos distintos, las posibilidades de identificación errónea (incluso entre miembros de grupos minoritarios, incluso entre miembros de una misma familia, con la excepción de los gemelos idénticos) pueden reducirse hasta hacerse mucho menores que las de cualquier otro método de identificación, incluyendo la evidencia de testigos oculares.
La pequeñez de la probabilidad residual de error puede ser algo todavía susceptible de discusión. Y así llegamos a la tercera categoría de objeción a la prueba del ADN, la que es pura y simplemente ridícula. Los abogados están acostumbrados a saltar cuando los testimonios expertos parecen discrepar. Si se hace subir al estrado a dos genetistas y se les pide que estimen la probabilidad de identificación errónea con el método del ADN, el primero puede decir que es de una entre 1.000.000, mientras que el segundo puede que diga que es de sólo una entre 100.000. Salto: «¡Ajá! ¡Ajá! Los expertos no se ponen de acuerdo. Señoras y señores del jurado, ¿qué confianza podemos depositar en un método científico si los propios expertos discrepan en sus estimaciones en un factor de diez? Es obvio que lo único que cabe hacer es descartar toda la evidencia, por completo».
Pero, en estos casos, aunque los genetistas puedan sentirse inclinados a conferir distintos pesos a imponderables tales como el efecto del subgrupo racial, cualquier discrepancia entre ellos se reduce a si las posibilidades en contra de una identificación errónea son hipermegaastronómicas o simplemente astronómicas. La probabilidad no puede ser normalmente inferior a una entre mil, y bien puede ser del orden de una entre un billón. Incluso si se toma la estimación más conservadora, las posibilidades en contra de una identificación equivocada son muchísimo mayores que en una rueda de identificación ordinaria. «Señoría, una rueda de identificación de sólo 20 hombres es excesivamente injusta para mi cliente. ¡Pido una fila de al menos un millón de hombres!»
Los estadísticos expertos a quienes se pidiera que estimaran la probabilidad de que una rueda de identificación convencional de 20 hombres pudiera dar un falso positivo también discreparían entre ellos. Algunos darían la respuesta simple, una entre 20. Repreguntados, podrían ponerse de acuerdo en que quizá sea algo mayor, en función de la naturaleza de la variación en la fila en relación a las características del sospechoso (como en el caso de un único hombre barbudo en la fila). Pero la única cosa en la que todos los estadísticos estarían de acuerdo es que las posibilidades de identificación errónea por puro azar son al menos una de cada 20. A pesar de lo cual, abogados y jueces se complacen normalmente en seguir con ruedas de identificación ordinarias en las que el sospechoso se encuentra en una fila de sólo 20 hombres.
Después de informar del rechazo de una identificación por el ADN en un caso del Old Bailey, el tribunal central de Londres, el periódico Independent del 12 de diciembre de 1992 predecía una consiguiente avalancha de recursos. La idea es que todas aquellas personas que en la actualidad se consumen en prisión como consecuencia de su identificación por el ADN podrán ahora apelar, citando el precedente. Pero la avalancha puede ser incluso mayor de lo que el Independent imagina porque, si rechazar una evidencia basada en el ADN es realmente un precedente grave, planteará dudas sobre todos aquellos casos en los que las posibilidades en contra de una identificación equivocada sean inferiores a una entre mil. Si un testigo dice que «vio» a alguien y lo identificó en una rueda de identificación, abogados y jurado se sienten satisfechos. Pero las posibilidades de una identificación errónea cuando está implicado el ojo humano son mucho mayores que cuando la identificación se hace mediante la prueba del ADN. Si nos tomamos en serio el precedente, ello debiera significar que todos y cada uno de los criminales convictos del país tendrían un excelente motivo de apelación sobre la base de identificación equivocada. Incluso si un sospechoso fuera visto por docenas de testigos con una pistola humeante en su mano, las posibilidades de injusticia serían superiores a una entre 1.000.000.
Un caso reciente en Estados Unidos que ha tenido mucha publicidad, el de O.J. Simpson, y en el que se confundió sistemáticamente a los miembros del jurado acerca de la evidencia basada en el ADN, se ha hecho asimismo notorio por otro ejemplo de teoría de la probabilidad chapucera. El acusado, del que se sabía que había maltratado a su mujer, estaba enjuiciado por haberla matado finalmente. Uno de los abogados de la defensa, un catedrático de derecho de Harvard, propuso el siguiente argumento: las estadísticas demuestran que, de los hombres que maltratan a su esposa, sólo uno de cada 1000 acaban matándola. La inferencia que se esperaba que hiciera el jurado (en realidad, que se quería que hiciera) es que en este juicio por asesinato no deberían tenerse en cuenta los malos tratos del acusado a su mujer. ¿No muestra la evidencia de forma abrumadora que es improbable que un hombre que maltrata a su esposa se convierta en el asesino de su esposa? Falso. El doctor I.J. Good, un profesor de estadística, escribió una carta a la revista científica Nature en junio de 1995 para desacreditar la falacia. El argumento del abogado de la defensa pasa por alto el hecho adicional de que matar a la esposa es raro en relación a apalear a la esposa. Good calculó que, si se toma la minoría de mujeres que han sido a la vez maltratadas por el marido y asesinadas por alguien, es más que probable que el asesino sea el marido. Ésta es la manera relevante de calcular la probabilidad porque, en el caso que se discute, la desgraciada esposa había sido asesinada por alguien, después de haber sido maltratada por su marido.
No hay duda de que hay abogados, jueces y pesquisidores que podrían beneficiarse de una mejor comprensión de la teoría de la probabilidad. Sin embargo, en algunos casos uno no puede evitar la sospecha de que en realidad la comprenden de sobras, y que su incompetencia es fingida. No sé si esto es lo que ocurrió en el caso citado. La misma sospecha plantea el doctor Theodore Dalrymple, el acerbo cronista médico del Spectator de Londres, en este relato del 7 de enero de 1995, típicamente sardónico, acerca de una ocasión en que se requirió su testimonio de experto en un tribunal que investigaba la causa de un fallecimiento:
… un conocido mío, un hombre rico y triunfador, se había tragado 200 pastillas y una botella de ron. El pesquisidor me preguntó si podía pensarse que las había tomado por accidente. Estaba yo a punto de contestar con un sonoro y confiado «no» cuando el mismo pesquisidor concretó más la pregunta: ¿existía siquiera una posibilidad de una entre un millón de que las hubiera tomado por accidente? «Ejem, bueno, supongo que sí», contesté. El pesquisidor se relajó (y también la familia del hombre), se dio un veredicto inconcluso, la familia fue 750.000 libras más rica y una compañía de seguros más pobre por una suma equivalente, al menos hasta que aumentó mi prima de seguro.
El poder de la prueba del ADN es un aspecto del poder general de la ciencia que inspira temor en algunas personas. Es importante no exacerbar tales miedos afirmando demasiado o intentando ir demasiado deprisa. Permítaseme que termine este capítulo relativamente técnico volviendo a la sociedad y a una decisión importante y difícil que debemos tomar colectivamente. Por lo general, evito discutir sobre un tema de actualidad por miedo a quedar desfasado, o sobre un tema local por miedo a ser provinciano, pero la cuestión de una base de datos de ADN a escala nacional está empezando a preocupar a la mayoría de países en sus distintas variantes, y está destinada a ser más apremiante en el futuro.
En teoría sería posible mantener una base de datos nacional con secuencias de ADN de todo hombre, mujer y niño del país. En ese caso, siempre que una muestra de sangre, semen, saliva, piel o pelo se encontrara en la escena de un crimen, la policía no tendría que localizar a un sospechoso por otros medios antes de comparar su ADN con el de la muestra. Bastaría con realizar una búsqueda por ordenador en la base de datos nacional. La simple sugerencia de ello desencadena alaridos de protesta. Sería una violación de la libertad individual. Es el extremo delgado de la cuña. Un paso gigantesco hacia un estado policial. Siempre me ha intrigado un tanto por qué la gente reacciona automáticamente de manera tan violenta frente a sugerencias como ésta. Si examino el asunto de manera desapasionada creo que, sopesándolo todo, estoy en contra. Pero no es algo que deba condenarse de entrada sin siquiera considerar los pros y los contras. Hagámoslo pues.
Si se garantiza que la información se utilizará sólo para capturar criminales, es difícil ver por qué nadie que no sea un criminal tendría que poner objeciones. Soy consciente de que muchos activistas en pro de las libertades civiles seguirán objetando por principio. Pero verdaderamente no comprendo esta actitud, a menos que queramos proteger el derecho de los criminales a cometer delitos sin ser descubiertos. Tampoco veo una buena razón contra una base de datos nacional de huellas dactilares convencionales, de las que se toman con un tampón (excepto el inconveniente práctico de que, a diferencia de lo que ocurre con el ADN, es difícil realizar una búsqueda automatizada por ordenador de huellas dactilares convencionales). El crimen es un problema serio que disminuye la calidad de vida de todo el mundo excepto los criminales (o quizá no: presumiblemente, nada impide que la casa de un ladrón sea robada). Si una base de datos nacional de ADN ayudara significativamente a la policía a capturar criminales, las objeciones tendrían que ser muy importantes para superar a los beneficios.
No obstante, he aquí una primera precaución importante. Una cosa es utilizar fichas de identidad de ADN, o fichas de identidad de cualquier tipo, a gran escala para corroborar una sospecha que la policía ya tiene sobre otras bases, y otra muy distinta es arrestar a cualquier persona del país que coincida con la muestra. Si existe una pequeña probabilidad de parecido fortuito entre, pongamos por caso, una muestra de semen y la sangre de un individuo inocente, la probabilidad de que también se sospeche falsamente de dicho individuo sobre la base de juicios independientes es, evidentemente, mucho más pequeña. La técnica de buscar simplemente en la base de datos y arrestar a la única persona que coincide con la muestra tiene, por lo tanto, una probabilidad significativamente mayor de conducir a una injusticia que un sistema que requiere unos fundamentos previos para la sospecha. Si una muestra de la escena de un crimen en Edimburgo resulta coincidir con mi ADN, ¿deberá permitirse a la policía martillear a mi puerta en Oxford y arrestarme sin ninguna otra evidencia? Pienso que no, pero vale la pena señalar que la policía ya hace algo equivalente a eso con los rasgos faciales, cuando anuncia a través de la prensa nacional una imagen de Identikit[22] o una instantánea tomada por un testigo, e invita a las personas de todo el país a telefonear a la policía si «reconocen» la cara. De nuevo, tenemos que prevenirnos contra nuestra tendencia natural a confiar en el reconocimiento facial por encima de todos los demás tipos de identificación individual.
Dejando aparte el crimen, existe un peligro real de que la información contenida en la base de datos nacional de ADN caiga en malas manos. Quiero decir en las manos de quienes quieran utilizarla no para capturar a criminales, sino para otros fines, quizá conectados con seguros médicos o chantajes. Existen razones respetables por las que personas sin ninguna intención criminal en absoluto podrían no querer que su perfil de ADN sea conocido, y me parece que su intimidad debe respetarse. Por ejemplo, un número significativo de individuos que creen ser padres de determinados hijos no lo son. Asimismo, un número significativo de niños cree que su padre es alguien que en realidad no lo es. Cualquiera con acceso a la base de datos nacional de ADN podría descubrir la verdad, y el resultado podría ser grandes angustias emocionales, matrimonios deshechos, colapsos nerviosos, chantaje, o algo peor. Puede haber quienes crean que la verdad siempre debe hacerse pública, por dolorosa que sea, pero pienso que hay buenas razones para creer que la suma total de la felicidad humana no aumentaría por una súbita erupción de revelaciones sobre la verdadera paternidad de cada cual.
Después están los aspectos médicos y de seguros. Todo el negocio de los seguros de vida depende de la incapacidad de predecir exactamente cuándo va a morir una persona concreta. Como dijo Sir Arthur Eddington: «La vida humana es proverbialmente insegura; pocas cosas son más seguras que la solvencia de una compañía de seguros de vida». Todos pagamos nuestras primas. Los que morimos más tarde de lo esperado subsidiamos a (los herederos dé) los que mueren antes de lo esperado. Las compañías de seguros ya hacen conjeturas estadísticas que en parte subvierten el sistema al permitirles cargar con primas mayores a los clientes de alto riesgo. Envían a un médico para que escuche nuestro corazón, tome nuestra tensión sanguínea e investigue nuestros hábitos de fumar y beber. Si los actuarios de seguros supieran exactamente cuándo vamos a morir cada uno de nosotros, sería imposible asegurar la vida. En principio, una base de datos nacional de ADN, si los actuarios pudieran poner sus manos en ella, nos podría conducir más cerca de este desgraciado resultado. Se podría llegar al extremo de que el único riesgo de muerte contra el que podríamos asegurarnos sería el de muerte por puro accidente.
De manera similar, las personas que seleccionan a los aspirantes a un puesto de trabajo o una plaza en la universidad podrían utilizar la información del ADN de formas que muchos de nosotros encontraríamos indeseables. Algunos empleadores utilizan ya métodos dudosos como la grafología (análisis de la escritura como supuesta guía para conocer el carácter o la aptitud). A diferencia de la grafología, hay buenas razones para pensar que la información procedente del ADN podría ser verdaderamente útil para juzgar las capacidades. Aun así, yo sería uno de los muchos que se inquietarían si las comisiones de selección hicieran uso de la información del ADN, al menos en secreto.
Uno de los argumentos generales contra las bases de datos nacionales de cualquier tipo es el argumento «¿y qué pasaría si cayera en manos de un Hitler?». A primera vista, no está claro de qué manera un gobierno malvado podría beneficiarse de una base de datos de información real sobre las personas. Si son tan expertos en la utilización de información falsa, podría decirse, ¿por qué preocuparse del mal uso que pudieran hacer de la información real? Sin embargo, en el caso de Hitler está el aspecto de su campaña contra los judíos y otras etnias. Aunque no es cierto que se pueda reconocer a un judío por su ADN, hay determinados genes que son característicos de personas cuyos antepasados proceden de determinadas regiones de, pongamos por caso, Europa central, y existen una correlación estadística entre la posesión de determinados genes y el hecho de ser judío. Parece innegable que, si el régimen de Hitler hubiera tenido a su disposición una base de datos nacional de ADN, habría encontrado maneras terribles de hacer un mal uso de ella.
¿Existen medios para salvaguardar a la sociedad de estos males potenciales, al tiempo que se conserva el beneficio de ayudar a capturar criminales? No estoy seguro. Pienso que puede ser difícil. Se podría proteger a los ciudadanos honestos de las compañías de seguros y de los empleadores restringiendo la base de datos nacional a regiones no codificadoras del genoma. La base de datos se referiría únicamente a áreas de repeticiones en doblete, no a genes que realmente hacen algo. Esto evitaría que los actuarios averiguaran nuestra esperanza de vida y que los cazatalentos descubrieran nuestras capacidades. Pero no haría nada para protegemos de descubrir (o de que los chantajistas descubrieran) verdades acerca de la paternidad que podríamos preferir no saber. Bien al contrario, la identificación de los huesos de Josef Mengele a partir de la sangre de su hijo se basó enteramente en ADN repetitivo. No veo una respuesta fácil a esta objeción, excepto decir que, a medida que las pruebas de ADN se van haciendo más fáciles, será cada vez más sencillo descubrir la paternidad en cualquier caso, sin necesidad de acudir a una base de datos nacional. Un hombre que sospeche que «su» hijo no es realmente suyo, puede hoy tomar sangre de su hijo y hacerla comparar con la suya propia. No necesitará para nada una base de datos nacional.
No sólo en los tribunales de justicia se plantean asuntos científicos: las decisiones de comisiones de investigación y otros cuerpos encargados de descubrir qué ocurrió en algún incidente o accidente dependen con frecuencia de expertos. Se solicita la opinión de científicos en tanto que testimonios expertos sobre asuntos objetivos: sobre los tecnicismos de la fatiga de los metales, sobre la infecciosidad de la enfermedad de las vacas locas, etcétera. Después, una vez han suministrado su pericia, se despide a los científicos para que los encargados del grave asunto de tomar decisiones puedan continuar deliberando. La implicación es que los científicos son buenos a la hora de descubrir hechos detallados, pero que otros, con frecuencia abogados o jueces, están mejor cualificados para integrarlos y recomendar lo que debe hacerse. Bien al contrario, puede argumentarse con ventaja que los modos de pensar de los científicos son valiosos, no ya a la hora de ensamblar hechos detallados, sino para llegar al veredicto final. Cuando ha habido un accidente de aviación, pongamos por caso, o un tumulto futbolístico que ha acabado en desastre, un científico puede estar mejor cualificado para presidir la investigación que un juez, no por lo que saben los científicos, sino por los métodos que aplican para descubrir cosas y tomar decisiones.
El caso de la prueba del ADN sugiere que los abogados serían mejores abogados, los jueces mejores jueces, los parlamentarios mejores parlamentarios y los ciudadanos mejores ciudadanos si supieran más ciencia y, lo que es más pertinente, si razonaran más como científicos. Esto no es sólo porque los científicos valoran más alcanzar la verdad que ganar un caso. Los jueces, y los que deben tomar decisiones en general, tomarían decisiones mejores si fueran más versados en las artes del razonamiento estadístico y de la evaluación de probabilidades. Este punto volverá a surgir en los dos capítulos siguientes, que tratan de la superstición y de lo que se ha dado en llamar paranormal.