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Códigos de barras en el aire


Encontraremos el Cubo del Arco iris,

De ello, no hay duda.

Pero la conjetura del Arco de un Amante

Elude el descubrimiento.

Emily Dickinson (1894)

We shall find the Cube of the Rainbow,

Of that, there is no doubt.

But the Arc of a Lover’s conjecture

Eludes the finding out.

En el argot radiofónico, «en el aire» significa que se está emitiendo. Pero las ondas de radio no tienen nada que ver con el aire; es mejor considerarlas ondas luminosas invisibles con longitudes de onda largas. Las ondas aéreas sólo pueden significar razonablemente una cosa: sonido. Este capítulo trata del sonido y otras ondas lentas, y de cómo pueden destejerse igual que el arco iris. Las ondas sonoras viajan a una velocidad del orden de un millón de veces menor que la de las ondas luminosas (o de radio), no mucho más rápido que un Boeing 747 y bastante más despacio que un Concorde. A diferencia de la luz y demás radiaciones electromagnéticas, que se propagan mejor a través del vacío, las ondas sonoras viajan sólo a través de un medio material, como el aire o el agua. Son ondas de compresión y rarefacción del medio. En el aire, esto significa ondas de incremento y decremento de la presión barométrica local. Nuestros oídos son diminutos barómetros capaces de discernir cambios de presión rítmicos de alta velocidad. Los oídos de los insectos funcionan de otra manera completamente distinta. Para comprender la diferencia, antes tenemos que hacer una pequeña digresión para examinar qué es realmente la presión.

Sentimos presión sobre nuestra piel, por ejemplo, cuando colocamos la mano sobre la espita de una bomba de bicicleta, como una especie de empujón elástico. En realidad, la presión es el bombardeo acumulativo de miles de moléculas de aire que siguen trayectorias aleatorias. (Cuando hay viento, las moléculas fluyen predominantemente en una dirección determinada.) Si se mantiene la palma de la mano contra un viento fuerte, se siente el bombardeo de moléculas equivalente a la presión. Las moléculas dentro de un espacio confinado, como el interior de un neumático de bicicleta bien hinchado, presionan hacia fuera, sobre las paredes del neumático, con una fuerza proporcional al número de moléculas presentes y a la temperatura. A cualquier temperatura superior a -273°C (la temperatura más baja posible, que corresponde a la completa inmovilidad de las moléculas), las moléculas tienen un movimiento aleatorio que las hace rebotar continuamente unas contra otras como bolas de billar. También rebotan contra la pared interior del neumático, lo que se percibe como presión. Como efecto adicional, cuanto mayor es la temperatura más rápido viajan las moléculas por todas partes (de hecho, esto es lo que significa la temperatura), de manera que la presión de un volumen de aire dado aumenta cuando se calienta. Por la misma razón, la temperatura de una cantidad de aire dada aumenta cuando se la comprime, es decir, cuando se aumenta la presión reduciendo el volumen.

Las ondas sonoras son oscilaciones de presión locales. La presión total en, pongamos por caso, una habitación cerrada está determinada por el número de moléculas presentes y por la temperatura, y estos números no cambian a corto plazo. Por término medio, cada centímetro cúbico de la habitación tendrá el mismo número de moléculas que cualquier otro centímetro cúbico, y por lo tanto la misma presión. Pero esto no impide que se den variaciones locales de presión. El centímetro cúbico A puede experimentar un aumento momentáneo de la presión a expensas del centímetro cúbico B, que temporalmente le ha donado algunas moléculas. La presión aumentada en A tenderá a devolver las moléculas a B y restablecer el equilibrio. A la escala mucho mayor de la geografía, en esto consisten los vientos: flujos de aire desde zonas de presión alta hasta zonas de presión baja. A una escala menor, los sonidos pueden interpretarse del mismo modo, pero no pueden considerarse vientos porque oscilan muy deprisa atrás y adelante.

Si se hace sonar un diapasón en el centro de una habitación, la vibración perturba las moléculas de aire locales haciendo que colisionen con las moléculas de aire vecinas. El diapasón vibra a una frecuencia determinada, causando ondas de perturbación que se propagan en todas direcciones como una serie de capas en expansión. Cada frente de onda es una zona de presión aumentada, a cuya estela viene una zona de presión reducida. El frente de onda siguiente llega tras un intervalo determinado por el régimen de vibración del diapasón. Si se fija un barómetro diminuto y de respuesta muy rápida en cualquier punto de la habitación, la aguja del mismo oscilará cada vez que un frente de onda llegue a él. La tasa a la que oscila la aguja del barómetro es la frecuencia del sonido. El oído de los vertebrados no es otra cosa que un barómetro de respuesta rápida. El tímpano oscila por efecto de las presiones cambiantes sobre él. Está conectado (a través de tres huesos diminutos, los famosos martillo, yunque y estribo, que la evolución secuestró a partir de los huesos de la articulación mandibular de los reptiles) a una especie de arpa invertida en miniatura, llamada cóclea. Como en un arpa, las «cuerdas» de la cóclea se disponen en un marco de anchura decreciente. Las cuerdas del extremo estrecho del marco vibran en simpatía con los tonos agudos, mientras que las del extremo ancho lo hacen en simpatía con los tonos graves. Los nervios que parten de la cóclea están cartografiados ordenadamente en el cerebro, de modo que éste puede saber si el sonido que hace vibrar el tímpano es grave o agudo.

Los oídos de los insectos, en cambio, no son barómetros en miniatura, sino pequeñas veletas que miden el flujo de moléculas como si fuera viento, aunque de un tipo peculiar, pues sólo se desplaza una distancia muy corta antes de cambiar de sentido. El frente de onda expansivo que detectamos como un cambio de presión es también una onda de movimiento molecular: hacia un área local cuando la presión sube y fuera de ese área cuando baja. Mientras que nuestros oídos barométricos poseen una membrana que cierra un espacio confinado, los oídos de giralda de los insectos poseen un pelo o una membrana tendidos sobre una cámara abierta. Sea cual sea el dispositivo, éste es literalmente zarandeado por las oscilaciones rítmicas de las moléculas.

Para los insectos es pan comido percibir la dirección de un sonido. Cualquier tonto con una veleta puede distinguir un viento del norte de un viento del este, e igual de fácil resulta para un oído de insecto distinguir una oscilación norte-sur de una oscilación este-oeste. La direccionalidad es inherente al método de detección del sonido de los insectos. Los barómetros son otra cosa. Un aumento de presión es sólo un aumento de presión, sin que importe la procedencia de las moléculas suplementarias. Eso explica que los vertebrados, con nuestros oídos barométricos, tengamos que calcular la dirección del sonido comparando la información de ambos oídos, de forma parecida a como calculamos el color comparando los informes de los distintos tipos de conos. El cerebro compara el volumen del sonido que llega a ambos oídos y, aparte, compara el tiempo de recepción de los sonidos (en especial los entrecortados) por parte de uno y otro oído. Algunos tipos de sonido se prestan menos que otros a tales comparaciones. El canto de los grillos tiene un tono y un ritmo ingeniosamente diseñados para que resulte difícil de localizar por los oídos de los vertebrados, pero los grillos hembra no tienen ningún problema para dirigirse hacia la fuente del sonido. Algunos chirridos de grillo incluso crean la ilusión, al menos en mi cerebro de vertebrado, de que el grillo (que en realidad está inmóvil) está saltando como un petardo buscapiés.

Las ondas sonoras forman un espectro de longitudes de onda análogo al arco iris. El arco iris sonoro es también susceptible de ser destejido, razón por la cual es posible extraer el sentido de los sonidos. De la misma manera que nuestras sensaciones de color son las etiquetas que el cerebro asigna a las distintas longitudes de onda de la luz, las etiquetas internas equivalentes para los sonidos son los distintos tonos. Pero en el sonido hay mucho más que el simple tono, y aquí es donde el destejimiento hace valer sus méritos.

Un diapasón o una armónica de cristal (un instrumento favorito de Mozart, formado por cuencos de cristal afinados según la cantidad de agua que contienen, y que se hacen sonar pasando un dedo húmedo alrededor del borde) emiten un sonido cristalino puro. Los físicos los denominan ondas sinusoidales. Las ondas sinusoidales son las más simples, una especie de ondas teóricas ideales. Las curvas suaves que serpentean a lo largo de una cuerda cuando se agita uno de sus extremos son ondas más o menos sinusoidales, aunque de una frecuencia mucho más baja que las ondas sonoras. La mayoría de sonidos no son ondas sinusoidales simples, sino más dentadas y complicadas, como veremos. Por el momento, pensaremos en un diapasón o una armónica de cristal que emiten ondas de presión sinusoidales que se alejan del origen en esferas concéntricas expansivas. Un oído barométrico situado en cierto punto detecta un suave aumento de presión seguido de un suave descenso, oscilando rítmicamente sin ensortijamientos ni culebreos. Cada vez que la frecuencia se duplica (o lo que es lo mismo, cada vez que la longitud de onda se divide por dos) oímos un salto de una octava. Las frecuencias muy bajas, las notas más bajas del órgano, hacen vibrar nuestro cuerpo y apenas son captadas por nuestros oídos. Las frecuencias muy altas no son audibles para los seres humanos (en especial para los de más edad), pero sí para los murciélagos, que las usan, en forma de ecos, para encontrar su camino. Éste es uno de los relatos más cautivadores de la historia natural, pero le dediqué todo un capítulo en El relojero ciego, de modo que resistiré la tentación de ampliarlo.

Aparte de los diapasones y armónicas de cristal, las ondas sonoras sinusoidales son una abstracción matemática. Los sonidos reales son en su mayoría mezclas más complicadas, y compensan con creces el esfuerzo de destejerlos. Nuestro cerebro los desenreda sin esfuerzo y con un efecto sorprendente. Sólo con mucho trabajo nuestra comprensión matemática ha conseguido captar, de forma torpe e incompleta, lo que nuestros oídos han destejido sin esfuerzo (y nuestro cerebro ha vuelto a tejer) desde la infancia.

Supóngase que hacemos oscilar un diapasón con una frecuencia de 440 ciclos por segundo, o 440 Hertz (Hz). Oiremos un tono puro, la nota la de la octava media. ¿Cuál es la diferencia entre éste y un violín, un clarinete, un oboe y una flauta que tocan todos la misma nota la? La respuesta es que cada instrumento produce ondas suplementarias cuyas frecuencias son múltiplos de la frecuencia fundamental. Cualquier instrumento que toque la nota la de la octava media emitirá la mayor parte de su energía sonora a la frecuencia fundamental, 440 Hz, pero superpuestas a ella habrá trazas de vibraciones a 880 Hz, 1320 Hz y así sucesivamente. Estas ondas se denominan «armónicos», aunque dicha palabra puede inducir a confusión, ya que las «armonías» son acordes de varias notas que percibimos como distintos. Una nota «única» de trompeta es en realidad una mezcolanza de armónicos, y la mezcla concreta una es pecie de «firma» de la trompeta que la distingue de, por ejemplo, un violín que toca la «misma» nota (con diferentes armónicos, los de la firma del violín). Existen complicaciones adicionales, que pasaré por alto, en torno al origen de los sonidos, por ejemplo la irrupción insolente de un trompetazo o el zumbido estridente cuando un arco de violín golpea la cuerda.

Complicaciones aparte, existe una calidad característica de trompeta (o de violín, o lo que sea) en la parte sostenida de una nota. Es posible demostrar que el tono aparentemente único de un instrumento determinado es una construcción tejida por el cerebro mediante la suma de ondas sinusoidales. La demostración funciona como sigue. Una vez se ha decidido qué ondas sinusoidales están implicadas en, pongamos por caso, el sonido de la trompeta, se seleccionan los tonos puros «de diapasón» apropiados y se hacen sonar uno tras otro. Durante un breve lapso se podrán oir las notas separadas, como un acorde de diapasones. Después, de forma un tanto misteriosa, se enfocan mutuamente, los «diapasones» desaparecen y se oye únicamente la, en palabras de Keats, trompeta plateada y refunfuñante, tocando el tono de la frecuencia fundamental. Se precisa un código de barras distinto de frecuencias combinadas para producir el sonido de un clarinete, y de nuevo se las puede distinguir fugazmente como «diapasones» separados antes de que el cerebro cree la ilusión de una nota de clarinete «de madera». El violín tiene su propio código de barras, y así sucesivamente.

Ahora bien, si el lector observa el trazado de la onda de presión cuando un violín emite una determinada nota, lo que verá es una complicada línea sinuosa que se repite a la frecuencia fundamental con oscilaciones menores de frecuencia superior superpuestas. Lo que ocurre es que las diferentes ondas sinusoidales que constituyen el ruido del violín se suman para constituir la complicada línea culebreante. Es posible programar un ordenador para analizar cualquier pauta ondulatoria complicada y obtener sus ondas componentes puras, las ondas sinusoidales separadas que el lector tendría que sumar para obtener la pauta compleja. Presumiblemente, cuando se escucha un instrumento se está realizando algo equivalente a este cálculo: el oído desteje primero las ondas sinusoidales componentes, y después el cerebro las vuelve a juntar, las teje y les asigna la etiqueta apropiada: «trompeta», «oboe» o lo que sea.

Pero nuestras hazañas inconscientes en materia de destejer y tejer son incluso mayores. Piense el lector en lo que ocurre cuando escucha una orquesta completa. Imagine que, superpuesto a cien instrumentos, su vecino en el concierto le está susurrando al oído una crítica musical experta, otros están tosiendo y, lamentablemente, alguien por detrás está haciendo crujir un envoltorio de chocolate. Todos estos sonidos juntos hacen vibrar el tímpano del lector y se suman en una única onda de presión muy complicada. Sabemos que es una onda porque una orquesta completa, y todos los ruidos sueltos, pueden transformarse en un único surco sinuoso sobre un disco de vinilo, o en una única traza fluctuante de sustancia magnética en una cinta. El conjunto de vibraciones se suma en una única línea culebreante en el gráfico de presión de aire en función del tiempo, tal como lo registra el tímpano del lector. Mirabile dictu, el cerebro consigue separar el crujir del envoltorio del susurro, la tos del golpe de la puerta al cerrarse, y los diferentes instrumentos de la orquesta. Tal hazaña de destejer y tejer, o de análisis y síntesis, es casi increíble, pero lo hacemos sin esfuerzo y sin pensar. Los murciélagos son todavía más impresionantes, porque analizan ráfagas tartamudeantes de ecos para construir, en su cerebro, imágenes tridimensionales detalladas y rápidamente cambiantes del mundo, incluidos los insectos que capturan en vuelo, y hasta pueden discernir sus propios ecos de los de otros murciélagos.

La técnica matemática de descomponer formas ondulatorias en ondas sinusoidales que puedan sumarse de nuevo para obtener la línea culebreante original se denomina análisis de Fourier, por el matemático francés decimonónico Joseph Fourier. No sólo funciona para las ondas sonoras (en realidad, el propio Fourier desarrolló la técnica para una finalidad muy distinta), sino para cualquier proceso que varíe periódicamente, y no tienen por qué ser ondas de gran velocidad como el sonido o ultrarrápidas como la luz. Podemos concebir el análisis de Fourier como una técnica matemática conveniente para destejer «arcos iris» en los que la vibración que constituye el espectro es lenta comparada con la de la luz.

Por poner un ejemplo de vibración realmente lenta, hace poco vi, en una carretera del Parque Nacional Kruger de Sudáfrica, una línea húmeda serpenteante que seguía el trazado de la carretera y que parecía describir algún tipo de pauta repetitiva complicada. Mi anfitrión y experto guía me dijo que se trataba de una pista de orina de un elefante macho en celo. Cuando un elefante macho entra en este curioso estado de frenesí sexual (quizá el equivalente elefantino de un australiano en «vagareo») deja caer orina gota a gota de manera más o menos continua, aparentemente con fines de marcado por el olor. La ondulación del rastro de orina sobre la carretera era producto presumiblemente de que el largo pene se balanceaba como un péndulo (si hubiera sido un péndulo perfecto, newtoniano, habría producido una onda sinusoidal), lo que se sumaba a la periodicidad más complicada de la cansina marcha a cuatro patas del animal. Tomé fotografías con la vaga intención de realizar posteriormente un análisis de Fourier. Lamento decir que no he tenido tiempo de hacerlo, pero en teoría es factible. El trazado de la línea de orina fotografiada puede calcarse sobre papel milimetrado y sus coordenadas digitalizadas se pueden introducir en un ordenador. El ordenador puede realizar a continuación una versión moderna de los cálculos de Fourier y extraer las ondas sinusoidales componentes. Hay maneras más fáciles (aunque no necesariamente más seguras) de medir la longitud del pene de un elefante, pero habría sido divertido hacerlo, y seguramente el propio barón de Fourier se habría deleitado con un uso tan insospechado de sus matemáticas. En principio, nada impide que una pista de orina se fosilice, como lo hacen las huellas de pisadas y los moldes de gusanos, en cuyo caso podríamos utilizar el análisis de Fourier para medir la longitud del pene de un mastodonte o un mamut lanudo extinguidos a partir de la evidencia indirecta de su pista de orina en la época de celo. El pene de un elefante oscila a una frecuencia mucho más lenta que el sonido (aunque del mismo orden cuando se la compara con las frecuencias ultraaltas de la luz). La naturaleza nos ofrece otras formas ondulatorias de frecuencia mucho menor, en las que las longitudes de onda se miden en años o incluso millones de años. Algunas de ellas han sido sometidas al equivalente del análisis de Fourier, entre ellas los ciclos de las poblaciones animales. Desde 1736, la Compañía de la Bahía de Hudson conserva registros de la abundancia de pieles aportadas por los tramperos canadienses. Charles Elton (1900-1991), distinguido ecólogo de Oxford que fue empleado como asesor por la compañía, advirtió que estos registros podrían proporcionar una lectura de las poblaciones fluctuantes de las liebres árticas, los linces y otros mamíferos explotados por el comercio peletero. Las cifras suben y bajan en complicadas mezclas de ritmos que han sido ampliamente analizados. Entre las periodicidades reveladas por estos análisis hay una principal con una longitud de onda de unos cuatro años, y otra de unos 11 años.

Una hipótesis que se ha sugerido para explicar los ritmos de cuatro años es una interacción con demora entre predadores y presas (un hartazgo de presas alimenta a una plaga de predadores, que luego esquilman las presas; esto hace que buena parte de los predadores se muera de hambre, lo que permite un nuevo aumento de la población de presas, y así sucesivamente). En cuanto al ritmo más largo de 11 años, la conjetura más intrigante lo conecta con las manchas solares, de las que se sabe que siguen un ciclo de unos 11 años. La manera en que las manchas solares afectan a las poblaciones animales es tema de discusión. Quizá alteren el clima planetario, lo que afectaría a la abundancia de alimento vegetal.

Siempre que se descubren ciclos regulares de longitudes de onda muy largas, es probable que tengan un origen astronómico. Se derivan del hecho de que los objetos celestes suelen rotar sobre su propio eje, o seguir órbitas repetitivas alrededor de otros objetos celestes. Los ritmos de actividad de veinticuatro horas dominan casi todos los detalles de los seres vivos en este planeta. La razón última es la rotación de la Tierra sobre su propio eje, pero animales de muchas especies, incluida la nuestra, continúan sujetos a un ritmo de aproximadamente 24 horas aunque se les aísle del contacto directo con el día y la noche, lo que demuestra que han internalizado el ritmo y pueden mantenerlo aun en ausencia del marcador de paso externo. El ritmo lunar de 28 días es otro componente principal de la mezcla de ondas en las funciones corporales de muchos organismos, especialmente marinos. La Luna ejerce su influencia rítmica a través de la sucesión de pleamares y bajamares. El ritmo orbital de la Tierra, de algo más de 365 días, contribuye con su péndulo más lento a la suma de Fourier, y se manifiesta en forma de estaciones reproductoras, estaciones de migración, pautas de muda y crecimiento de libreas invernales.

Quizá la longitud de onda más larga resultante del destejimiento de los ritmos biológicos es un supuesto ciclo de 26 millones de años de extinciones en masa. Los expertos en fósiles estiman que más del 99 por ciento de las especies que han vivido en un momento u otro se han extinguido. Afortunadamente, la tasa de extinción se equilibra más o menos a largo plazo con la tasa de aparición de nuevas especies por segregación de las ya existentes. Pero ello no significa que a corto plazo permanezca constante. Bien al contrario. La tasa de extinción fluctúa de un lugar a otro, y lo mismo pasa con la tasa de aparición de nuevas especies. Hay malos tiempos, en los que desaparecen especies, y buenos tiempos, en los que proliferan. El peor de los malos tiempos, el Armagedón más devastador, quizá sea el final del periodo Pérmico, hace aproximadamente doscientos cincuenta millones de años. Alrededor del 90 por ciento de todas las especies, tanto terrestres como marinas, se extinguió en aquella época terrible, entre ellas muchos reptiles de tipo mamiferiano. La fauna de la Tierra acabó recuperando su diversidad en la escena despojada, pero con un elenco de protagonistas bien distinto: en tierra los dinosaurios se introdujeron en la gama de vestuario que habían dejado los reptiles mamiferianos desaparecidos. La siguiente gran extinción en masa, y sobre la que ha corrido más tinta, es la famosa extinción del Cretácico, hace 65 millones de años, en la que todos los dinosaurios, y con ellos muchas otras especies, tanto terrestres como marinas, desaparecieron de forma instantánea hasta donde el registro fósil puede decirnos. En el acontecimiento del Cretácico se extinguió quizás el 50 por ciento de las especies, no tantas como en el Pérmico, pero así y todo una terrible tragedia global. De nuevo, la fauna devastada de nuestro planeta se recuperó, y aquí estamos los mamíferos, descendientes todos de unos pocos relictos afortunados de la que otrora fuera una rica fauna de reptiles mamiferianos. Ahora nosotros, junto con las aves, ocupamos los espacios que dejaron los dinosaurios extinguidos. Hasta, presumiblemente, la próxima gran extinción.

Ha habido muchos episodios de extinción en masa, no tan graves como los acontecimientos del Pérmico y del Cretácico, pero todavía noticiables en las crónicas de las rocas. Los paleontólogos estadísticos han hecho un recuento de las especies fósiles a lo largo de las eras geológicas y han suministrado estos datos a ordenadores para, mediante análisis de Fourier, extraer todas las oscilaciones posibles, como si escucharan notas de órgano absurdamente profundas. El ritmo dominante que se ha identificado (aunque esto es objeto de controversia) es una periodicidad de unos 26 millones de años. ¿Qué podría causar pautas de extinción con una longitud de onda tan formidablemente larga? Probablemente sólo un ciclo celeste.

Se están acumulando evidencias de que la catástrofe del Cretácico fue causada cuando un asteroide o cometa grande del tamaño de una montaña, que viajaba a una velocidad de decenas de miles de kilómetros por hora, se anotó una diana sobre nuestro planeta, probablemente en algún lugar cerca de lo que hoy es la península del Yucatán, en el golfo de México. Los asteroides se arremolinan alrededor del Sol en un anillo que se encuentra dentro de la órbita de Júpiter. Hay allí muchísimos asteroides, los más pequeños de los cuales están cayendo continuamente sobre nosotros; unos cuantos de ellos son lo bastante grandes para causar extinciones cataclísmicas si llegaran a alcanzarnos. Los cometas tienen órbitas más amplias y excéntricas. Casi todos se encuentran bien lejos de lo que convencionalmente consideramos el sistema solar, pero algunos penetran en su interior en ocasiones, como hace el cometa Halley cada 76 años y el Hale Bopp cada 4000 años, más o menos. Quizás el evento del Pérmico fuera causado por un impacto cometario incluso mayor que el del Cretácico. Quizás el ciclo de 26 millones de años propuesto para las extinciones en masa es causado por un incremento rítmico en la tasa de impactos cometarios.

Pero ¿por qué tendría que ser más probable que los cometas nos golpearan cada 26 millones de años? Aquí nos lanzamos a la pura especulación. Se ha sugerido que el Sol tiene una estrella hermana, y que ambas giran una alrededor de otra con una periodicidad de unos 26 millones de años. Esta hipotética compañera binaria nunca vista, a pesar de lo cual ha recibido el espectacular nombre de Némesis, pasaría una vez por cada rotación orbital a través de la llamada Nube de Oort, el anillo de quizá un trillón de cometas que órbita el Sol más allá de los planetas. Si hubiera una Némesis que pasara cerca de la Nube de Oort o a través de ella, es plausible que perturbara las órbitas cometarias, y ello podría aumentar la probabilidad de que un cometa acabara impactando sobre la Tierra. Si todo esto ocurrió (y debe admitirse que la cadena de razonamiento es tenue), podría explicar la periodicidad de 26 millones de años en las extinciones en masa que algunos creen ver en el registro fósil. Resulta placentero pensar que el destejimiento matemático del ruidoso espectro de las extinciones animales pueda ser el único medio que tenemos de detectar la presencia de una estrella que de otro modo habría pasado inadvertida.

Empezando con las frecuencias ultraaltas de la luz y otras ondas electromagnéticas hemos pasado, a través de las frecuencias intermedias del sonido y el pene oscilante del elefante, a las frecuencias ultrabajas y a la supuesta longitud de onda de 26 millones de años de las extinciones en masa. Volvamos al sonido, y especialmente a esa hazaña culminante del cerebro humano, el tejido y destejido de los sonidos del habla. Las «cuerdas» vocales son en realidad un par de membranas que vibran al unísono en la laringe como un par de lengüetas de clarinete. Las consonantes se producen como interrupciones más o menos explosivas del flujo de aire, causadas por el cierre y contacto de los labios, dientes, lengua y parte posterior de la garganta. Las vocales varían igual que las trompetas difieren de los oboes. Producimos los distintos sonidos de las vocales de manera análoga a como un trompetista mueve la sordina para modificar las ondas sinusoidales preponderantes que se suman para formar el sonido compuesto. Las distintas vocales tienen diferentes combinaciones de armónicos por encima de la frecuencia fundamental. La frecuencia fundamental es más baja para los hombres que para las mujeres y los niños, pero las vocales que emiten los hombres suenan similares a las emitidas por las mujeres debido a la pauta de armónicos. Cada sonido vocal tiene una pauta característica de bandas de frecuencia, una vez más, su código de barras propio. En el estudio del habla, las bandas del código de barras se denominan «formantes».

Cualquier idioma, o dialecto de un idioma, posee una lista finita de vocales, y cada uno de estos sonidos tiene su propio código de barras formante. Otros idiomas, y los diferentes acentos dentro de ellos, tienen diferentes sonidos vocálicos que se producen manteniendo la boca y la lengua en posiciones intermedias, de nuevo de la misma manera que el trompetista coloca la sordina en el pabellón del instrumento. En teoría, hay un espectro continuo de sonidos vocálicos. Cada idioma hace uso de un repertorio discontinuo seleccionado a partir del espectro continuo de vocales disponibles. Los distintos idiomas seleccionan puntos distintos a lo largo del espectro. La vocal en el tu francés y en el über alemán, que no existe en el castellano, es aproximadamente intermedia entre u e i. No importa demasiado qué líneas selecciona un idioma a lo largo del espectro de vocales disponibles, mientras estén lo bastante espaciadas para evitar ambigüedades.

Para las consonantes la historia es más complicada, pero existe una gama similar de códigos de barras de consonantes, y los lenguajes reales emplean un subconjunto limitado de los disponibles. Algunos idiomas emplean sonidos muy alejados del espectro de la mayoría de idiomas, como los chasquidos con la lengua de algunos lenguajes sudafricanos. Como ocurre con las vocales, los distintos idiomas parcelan de diferente manera el repertorio disponible. Algunos lenguajes del subcontinente indio poseen un sonido dental que es intermedio entre la d y la t. La c sorda del francés, como en comme, es intermedia entre la c sorda y la g sorda del castellano (y la o francesa es intermedia entre las vocales inglesas en cod y cud)[19] La lengua, los labios y la voz pueden modularse para producir una variedad de consonantes y vocales casi infinita. Cuando los códigos de barras se modelan en el tiempo para formar fonemas, sílabas, palabras y frases, la gama de ideas comunicables es ilimitada. Y, lo que resulta aun más extraño, las cosas que pueden comunicarse incluyen imágenes, ideas, sentimientos, amor y alborozo…, eso que Keats hace de manera tan sublime.

Me duele el corazón, y un entumecimiento amodorrado angustia

Mi sentido, como si cicuta hubiera bebido,

O vaciado algún insípido narcótico hasta el sumidero

Transcurrido un minuto, y se hubiera hundido en dirección al Leteo:

Y esto no es por sentir envidia de tu feliz suerte,

Sino por ser demasiado feliz en tu felicidad…

Que tú, dríada de alas ligeras de los árboles,

En algún terreno melodioso De verdes hayas e innumerables sombras,

Cantas al verano con la naturalidad y plenitud de tu garganta.[20]

«Oda a un ruiseñor» (1820)

Si estas palabras se leen en voz alta las imágenes saltan a nuestro cerebro, como si realmente estuviéramos embriagados por el canto veraniego de un ruiseñor en un frondoso hayedo. En un nivel, todo obedece a una pauta de ondas de presión, un patrón cuya riqueza se desteje primero en ondas sinusoidales en el oído y después se vuelve a tejer en el cerebro para reconstruir imágenes y emociones. Más extraño aún, esta pauta puede descomponerse matemáticamente en un flujo de números sin que pierda su capacidad de transportar y perturbar la imaginación. Cuando se hace un disco láser (cd) de, pongamos por caso, la Pasión según San Mateo, la onda de presión, con todos sus culebreos y retorcimientos, se muestrea a intervalos frecuentes y se traduce en datos digitales. En principio, los dígitos podrían imprimirse como aburridos ceros y unos, blancos y negros, sobre montones de papel. Pero los números conservan la capacidad, si se reconvierten en ondas de presión, de conmover a un oyente hasta las lágrimas.

Quizá Keats no lo sugiriera literalmente, pero la idea de que el canto del ruiseñor funciona como una droga no es totalmente descabellada. Considérese su papel en la naturaleza y para qué fin lo ha modelado la selección natural. Los machos de ruiseñor deben influir en el comportamiento de las hembras y de los otros machos. Algunos ornitólogos han considerado que el canto transmite información: «Soy un macho de la especie Luscinia megarhynchos, en condición reproductora, con un territorio propio, preparado para procrear y construir un nido». Sí, el canto contiene esta información, en el sentido de que una hembra que actúe asumiendo su verdad puede beneficiarse de ello. Pero otra manera de verlo me ha parecido siempre más vivida. El canto no está informando a la hembra, sino manipulándola. No está modificando tanto lo que la hembra conoce como el estado fisiológico interno de su cerebro. Está actuando como una droga.

Existen pruebas experimentales, a partir de la medición de los niveles hormonales de hembras de palomas y canarios en relación con su comportamiento, de que el estado sexual de las hembras es influido directamente por las vocalizaciones de los machos, y los efectos se integran en cuestión de días. Los sonidos que emite un canario macho tienen un efecto sobre la hembra que es indistinguible del que puede provocar un experimentador con una jeringa hipodérmica. La «droga» del macho entra por los pórticos de sus oídos y no mediante una inyección, pero esta diferencia no parece demasiado significativa.

La idea de que el canto de los pájaros es una droga auditiva gana plausibilidad cuando se considera su desarrollo a lo largo de la vida individual. Típicamente, un ave canora aprende a cantar mediante la práctica: compara estrofas de prueba con una «plantilla» impresa en su cerebro, una noción preprogramada de cómo «debería» sonar el canto de su especie. En algunas especies, como en el chingolito melodio americano (Melospiza melodía), la plantilla es innata y está programada por los genes. En otras especies, como el chingolo de corona blanca americano (Zonotrichia leucophrys) o el pinzón vulgar europeo (Fríngilla coelebs), es la «grabación» temprana del canto de otro macho adulto. Venga de donde venga la plantilla, el joven macho aprende cómo debe cantar para ajustarse a ella.

Ésta, al menos, es una manera de hablar sobre lo que ocurre mientras un pájaro joven perfecciona su canto. Pero pensémoslo de otra manera. En último término se pretende que el canto tenga un fuerte efecto sobre el sistema nervioso de otro congénere, sea una pareja en potencia o un posible rival territorial al que es preciso ahuyentar. Pero el joven pájaro es asimismo un miembro de su propia especie. Su cerebro es un cerebro específico. Es probable que un canto que tenga el efecto de despertar sus propias emociones sea igualmente apto para incitar a una hembra de su misma especie. En lugar de decir que el joven macho intenta conformar su canto de práctica a una «plantilla» innata, podríamos considerar que está practicando consigo mismo como ejemplar de su especie, probando estrofas para ver si excitan sus propias pasiones, es decir, experimentado sus drogas sobre sí mismo.

Para completar el circuito, quizá no sea tan sorprendente que el canto del ruiseñor pudiera haber actuado como una droga sobre el sistema nervioso de John Keats. El poeta no era un ruiseñor, pero sí un vertebrado, y la mayoría de drogas que tiene algún efecto sobre los seres humanos tienen un efecto comparable sobre otros vertebrados. Las drogas artificiales son el resultado de pruebas comparativamente toscas de ensayo y error que los químicos realizan en el laboratorio. La selección natural ha dispuesto de miles de generaciones para afinar su tecnología farmacológica.

¿Deberíamos indignarnos, en nombre de Keats, por tal comparación? No creo que el propio Keats lo hubiera hecho, y menos aún Coleridge. La «Oda a un ruiseñor» acepta la implicación de la analogía de la droga, la hace maravillosamente real. No es degradante para la emoción humana que intentemos analizarla y explicarla, de la misma manera que, para un arbitro imparcial, el arco iris no es rebajado por el hecho de que un prisma lo desteje.

En este capítulo y el anterior me he servido del código de barras como símbolo del análisis preciso, en toda su belleza. La luz mezclada se separa en su arco iris de colores componentes y todo el mundo ve belleza en ello. Esto es un primer análisis. Un análisis más detallado revela líneas finas y una nueva elegancia, la elegancia de la detección, de la producción de orden y comprensión. Los códigos de barras de Fraunhofer nos hablan de la naturaleza química precisa de las estrellas distantes. Una pauta de bandas medidas con precisión es un mensaje codificado de allende los parsecs. Hay gracia en la mera economía del destejimiento de los detalles íntimos de una estrella, detalles de los que se había creído que sólo podrían conocerse tras un costoso viaje que duraría tanto como 2000 vidas humanas. A otra escala, las bandas formantes del habla o los códigos de barras armónicos de la música nos cuentan un relato similar. Hay elegancia, asimismo, en los códigos de barras de la dendrocronología: los anillos de los troncos de los antiguos Sequoia nos dicen sin ambigüedad en qué año antes de nuestra era germinó el árbol, y cómo fue el clima en cada uno de los años intermedios (porque las condiciones meteorológicas son las que confieren a los anillos de la madera su grosor característico). Como las líneas de Fraunhofer transmitidas a través del espacio, los anillos de la madera nos transmiten mensajes a través del tiempo, y de nuevo se trata de una economía flexible. Es el poder (el hecho de que podamos aprender tanto mediante el análisis preciso de lo que parece una información tan escasa) lo que confiere a estos destejimientos su belleza. Lo mismo vale, quizá incluso de manera más espectacular, para las ondas sonoras del habla y de la música: códigos de barras en el aire.

Recientemente hemos estado oyendo muchas cosas acerca de otro tipo de código de barras: las «huellas dactilares» del ADN, códigos de barras en la sangre. Los códigos de barras del ADN exponen y reconstruyen detalles de los asuntos humanos que podrían suponerse inaccesibles incluso para los grandes detectives de leyenda. Hasta ahora, el principal uso práctico de los códigos de barras sanguíneos es en los tribunales de justicia, y de ellos (y de los beneficios que una actitud científica puede aportarles) trataremos en el próximo capítulo.