Ni jamás
Los matices teñidos de primavera del arco iris que se licúa
Brillaron para mí de forma más agradable que cuando por vez primera
La mano de la ciencia señaló el camino
En que los rayos de sol que fulguran desde el oeste
Caen sobre la nube acuosa cuyo velo sombrío
Envuelve el oriente, y este aguacero goteante,
Abriéndose paso a través de todas las cristalinas convexidades
De las gotas de rocío que se agrupan y se oponen a su trayectoria,
Retrocede completamente allí donde todas son cóncavas, detrás
De la superficie interna de cada esfera vitrea,
Repele su paso hacia delante en el aire;
Que desde allí buscan directamente el objetivo radiante
Desde el que se inició su recorrido; y mientras inciden
En diferentes líneas el ojo obvio del observador,
Asumen un lustre diferente, a través de la trenza
De colores que cambian desde el de la espléndida rosa
Hasta el tono deprimido de la pálida violeta.*
Mark Akenside, The Pleasures of Imagination [Los placeres de la imaginación] (1744)
* Nor ever yet
The melting rainbow’s vernal tinctured hues
To me nave shone so pleasing, as when first
The hand of science pointed out the path
In which the sunbeams gleaming from the west
Fall on the watery cloud, whose darksome veil
Involves the orient, and that trickling shower
Piercing throw every crystalline convex
Of clustering dewdrops to their flight opposed,
Recoil at length where concave all behind
The infernal surface of each glassy orb
Repet is their forward passage into air;
That thence direct they seek the radiant goal
From which their course began; and as they strike
In different ones the gazeres obvious eye,
Assume a different lustre, throw the brede
Of colours changing from the splendid rose
To the pale violet’s dejected hue.
En diciembre de 1817, John Keats conoció a William Wordsworth en una cena organizada por el pintor y crítico inglés Benjamín Haydon en su taller londinense, a la que también asistían Charles Lamb y otros miembros del círculo literario inglés. A la vista estaba el nuevo cuadro de Haydon de Jesucristo entrando en Jerusalén, escoltado por las figuras de Newton como creyente y de Voltaire como escéptico. Lamb, ebrio, le echó en cara a Haydon que hubiera pintado a Newton, «un tipo que no creía nada a menos que estuviera tan claro como los tres lados de un triángulo». Keats se alió con Lamb; Newton había destruido toda la poesía del arco iris al reducirlo a los colores del prisma. «Fue imposible resistírsele», cuenta Haydon, «y todos brindamos "¡A la salud de Newton, y confusión a las matemáticas!"». Años más tarde, Haydon recordaba aquella «cena inmortal» en una carta a Wordsworth, su colega superviviente.
¿Recuerda usted cuando Keats propuso como brindis «Confusión a la memoria de Newton», y como usted insistiese en pedir explicaciones antes de beber, él dijo: «Porque destruyó la poesía del arco iris al reducirlo a un prisma»? ¡Ah, viejo y querido amigo, nunca volveremos a ver días como aquellos!
Haydon, Autobiography and Memoirs [Autobiografía y memorias]
Tres años después de la cena de Haydon, en su largo poema «Lamia» (1820), Keats escribió
¿Acaso no vuelan todos los encantos
Al mero toque de la fría filosofía?
Una vez había en el cielo un arco iris tremendo;
Conocemos su trama, su textura; está indicada
En el insulso catálogo de las cosas comunes.
La filosofía cercenará las alas de un Ángel,
Conquistará todos los misterios con la regla y la línea,
Vaciará el aire de fantasmas, y la mina de gnomos…
Destejerá un arco iris…[14]
Wordsworth tenía un mejor concepto de la ciencia y de Newton («Que viajó en solitario por los extraños mares del pensamiento»). En el prefacio de sus Lyrical Ballads [Baladas líricas] (1802), previo un tiempo en el que «Los descubrimientos más remotos del químico, el botánico o el mineralogista serán objetos tan propios del arte poético como cualesquiera otros susceptibles de serlo». Su colaborador Coleridge dijo en otro lugar que «harían falta las almas de 500 Isaac Newton para obtener un Shakespeare o un Milton». Esto puede interpretarse como la hostilidad patente de un destacado romántico contra la ciencia en general, pero la cosa es más complicada. Coleridge leyó muchísima ciencia y presumía de ser un pensador científico, y más en lo que respecta a la luz y el color, tema en el que afirmaba haberse anticipado a Goethe. Algunas de las especulaciones científicas de Coleridge han resultado ser plagios, y quizá demostrara poco criterio en cuanto a quién plagiar. No era a los científicos en general a quienes Coleridge anatemizaba, sino a Newton en particular. Tenía en mucha consideración a Sir Humphry Davy, a cuyas conferencias en la Institución Real asistía «con el fin de renovar mi surtido de metáforas». Encontraba que los descubrimientos de Davy, comparados con los de Newton, eran «más intelectuales y más ennoblecedores y afirmadores de la naturaleza humana». Su uso de verbos como ennoblecer y afirmar sugiere que el corazón de Coleridge quizás estaba en la posición correcta en cuanto a la ciencia, si no en cuanto a Newton. Pero no se mantuvo fiel a sus propios ideales de «desplegar y disponer» sus ideas en «conceptos precisos, claros y comunicables». En una carta de 1817 manifestaba, casi fuera de sí, su confusión a propósito del espectro y el arco iris:
Para mí, lo confieso, las proposiciones de Newton: primera, del rayo de luz como individuo sinódico físico; segunda, de que 7 individuos específicos coexisten (¿mediante qué cópula?) en este rayo complejo pero divisible; tercera, que el prisma es un mero disector mecánico de este rayo, y última, que la luz es el resultado común, es = confusión.
En otra carta de 1817, Coleridge se entusiasma con su tema:
De modo que, de nuevo, el color es la gravitación bajo el poder de la luz, siendo el amarillo el polo positivo, el azul el negativo y el rojo la culminación o ecuador; mientras que el sonido, en cambio, es la luz bajo el poder o preeminencia de la gravitación.
Puede que, simplemente, Coleridge naciera demasiado pronto para ser un posmoderno:
La distinción figura/fundamento prevalente en El arco iris de la gravedad es también evidente en Vineland, aunque en un sentido más autoestable. Así, Derrida utiliza el término «teoría cultural subsemiótica» para denotar el papel del lector como poeta. De este modo, el tema se contextualiza en una teoría capitalista poscultural que incluye el lenguaje como paradoja.
Esta cita procede de http://www.cs.monash.edu.au/links/postmodern.html, donde puede encontrarse una cantidad literalmente infinita de dislates parecidos. Los juegos de palabras sin sentido de los savants francófonos en boga, que Alan Sokal y Jean Bricmont denuncian en su espléndido libro Imposturas intelectuales (1998), parecen no tener otra función que impresionar a los crédulos. Ni siquiera pretenden ser comprendidos. Una colega confesó a un devoto norteamericano del posmodernismo que encontraba su libro muy difícil de comprender. «¡Oh, muchas gracias!», le contestó con una sonrisa, evidentemente encantado por el cumplido. Las digresiones científicas de Coleridge, por el contrario, parecen mostrar un cierto deseo genuino, aunque incoherente, de comprender el mundo que le rodeaba. Dejémoslo a un lado, en tanto que anomalía única, y sigamos adelante.
¿Por qué en «Lamia», de Keats, la filosofía de la regla y la línea se califica de «fría», y por qué huye todo encanto ante ella? ¿Qué hay de tan amenazador en la razón? Los misterios no pierden su poesía cuando se resuelven. Bien al contrario; la solución es muchas veces más hermosa que el enigma y, en cualquier caso, cuando se resuelve un misterio salen a relucir otros, quizá inspiradores de una poesía más elevada. En cierta ocasión, un conocido le comentó al gran físico teórico Richard Feynman que un científico pasa por alto la belleza de una flor al estudiarla, a lo que Feynman respondió:
La belleza que está aquí para ti también está a mi alcance. Pero yo veo una belleza más profunda a la que no es tan fácil acceder. Puedo ver las complicadas interacciones de la flor. El color de la flor es rojo. ¿Acaso el hecho de que la planta tenga color significa que evolucionó para atraer a los insectos? Esto añade una pregunta adicional. ¿Pueden los insectos ver el color? ¿Poseen un sentido estético? Y así sucesivamente. No veo que el hecho de estudiar una flor le reste nada de su belleza. Sólo le añade.
«Recordando a Richard Feynman», The Skeptical Inquirer (1988)
La disección de Newton del arco iris en luz de diferentes longitudes de onda llevó a la teoría del electromagnetismo de Maxwell, y de aquí a la teoría de la relatividad especial de Einstein. Si el lector piensa que el arco iris tiene misterio poético, debería probar con la relatividad. El propio Einstein aplicó abiertamente juicios estéticos a la ciencia, y puede que hasta fuera demasiado lejos. «La cosa más bella que podemos experimentar», dijo, «es lo misterioso. Es el origen de todo el arte y la ciencia auténticos.» Sir Arthur Eddington, cuyos propios escritos científicos se distinguían por su aire poético, aprovechó el eclipse solar de 1919 para comprobar la relatividad general y volvió de la isla Príncipe en el golfo de Guinea para anunciar, según la frase de Banesh Hoffmann, que Alemania albergaba al mayor científico de la época. Leo estas palabras con un nudo en la garganta, pero el propio Einstein no se quedó atrás. Cualquier otro resultado y «lo habría sentido por el buen Dios. La teoría es correcta».
Isaac Newton creó un arco iris privado en un cuarto oscuro. Un pequeño agujero en una contraventana dejaba pasar un rayo de luz. En su trayecto colocó su famoso prisma, que refractó (desvió) el rayo de luz con cierto ángulo al penetrar en el vidrio y de nuevo al salir por la otra cara y volver al medio aéreo. Cuando la luz incidió sobre la pared del fondo del cuarto, se veían claramente los colores del espectro. Newton no fue el primero en crear un arco iris artificial con un prisma, pero sí el primero que usó uno para demostrar que la luz blanca es una mezcla de distintos colores. El prisma los separa al desviarlos con ángulos diferentes: el azul se desvía más que el rojo, y el verde, el amarillo y el naranja se desvían con ángulos intermedios. Otros, comprensiblemente, habían pensado que el prisma cambiaba la calidad de la luz, tiñéndola y no separando los colores de una mezcla previa. Newton zanjó la cuestión mediante dos experimentos en los que la luz atravesaba dos prismas. En su experimentum crucis, después del primer prisma colocó una rendija que sólo dejaba pasar una pequeña parte del espectro, por ejemplo la porción roja. Cuando esta luz roja era refractada de nuevo por un segundo prisma, únicamente salía luz roja. Esto demostraba que el prisma no cambia la calidad de la luz, sólo separa sus componentes normalmente mezclados. En su otro experimento concluyente, Newton invirtió el segundo prisma. Lo que observó es que los colores separados por el primer prisma eran reunidos de nuevo por el segundo, con lo que se obtenía luz blanca reconstituida.
La mejor manera de comprender el espectro es mediante la teoría ondulatoria de la luz. Lo que ocurre con las ondas es que, en realidad, no hay nada que recorra todo el trayecto desde la fuente hasta el destino. El movimiento es local y de pequeña escala. Este movimiento local provoca un movimiento en el siguiente sector local, y así sucesivamente, como las famosas «olas» de los estadios de fútbol. La teoría ondulatoria original de la luz fue sustituida a su vez por la teoría cuántica, según la cual la luz se emite como una corriente de fotones discretos. Los físicos a quienes he presionado admiten que los fotones que fluyen del Sol no se comportan como los hinchas de fútbol para crear el movimiento ondulatorio de un extremo a otro del estadio. No obstante, ingeniosos experimentos hechos en este siglo han demostrado que en la teoría cuántica los fotones siguen comportándose como ondas. Para muchos propósitos, incluyendo el nuestro en este capítulo, podemos olvidar la teoría cuántica y tratar la luz simplemente como ondas que se propagan desde una fuente de luz, como las olas que se forman en la superficie de un estanque cuando se lanza una piedra. Pero las ondas luminosas viajan a una velocidad incomparablemente mayor y se emiten en tres dimensiones. Destejer el arco iris equivale a separar sus componentes de distinta longitud de onda. La luz blanca es una mezcla desordenada de longitudes de onda, una cacofonía visual. Los objetos blancos reflejan luz de cualquier longitud de onda pero, a diferencia de los espejos, al hacerlo la dispersan en incoherencia. Esta es la razón por la que una pared blanca refleja luz, pero no nos permite ver nuestra imagen. Los objetos negros absorben luz de cualquier longitud de onda. Los objetos coloreados, en razón de las estructuras atómicas de sus pigmentos o capas superficiales, absorben ciertas longitudes de onda y reflejan otras. El vidrio corriente se deja atravesar por todas las longitudes de onda. El vidrio coloreado se deja atravesar por ciertas longitudes de onda al tiempo que absorbe otras.
¿Y qué decir del desvío de los rayos de luz por un prisma de vidrio o, en condiciones adecuadas, una gota de lluvia, que escinde la luz blanca en sus distintos colores? Y en todo caso, ¿por qué el vidrio y el agua desvían los rayos de luz? El desvío resulta de una deceleración de la luz al pasar del aire al vidrio (o al agua); cuando sale del vidrio la velocidad de la luz vuelve a aumentar. ¿Cómo puede ser eso, dado el aforismo de Einstein de que la velocidad de la luz es la gran constante física del universo y nada puede ir más rápido? La respuesta es que la legendaria velocidad máxima de la luz, representada por el símbolo c, se alcanza sólo en el vacío. Cuando la luz atraviesa una sustancia transparente como el vidrio o el agua, su velocidad disminuye por un factor conocido como «índice de refracción» de la sustancia. También el aire la frena, pero menos.
Pero ¿por qué esta demora se traduce en un cambio de ángulo? Si el haz de luz incide perpendicularmente sobre un bloque de vidrio, continuará con el mismo ángulo pero con menor velocidad. Sin embargo, si incide oblicuamente se desviará adoptando un ángulo menor respecto de la superficie. ¿Por qué? Los físicos han acuñado un «principio de mínima acción» que, si bien no es completamente satisfactorio como explicación última de las cosas, al menos es algo con lo que podemos simpatizar. El asunto está muy bien explicado en Cómo crear el mundo (1992), de Peter Atkins. Cierta entidad física, en este caso un rayo de luz, se comporta como si se esforzara por economizar, intentando minimizar algo. Imagine el lector un socorrista playero que se apresta a salvar a un niño que se está ahogando. Cada segundo cuenta, por lo que hay que llegar hasta el niño en el menor tiempo posible. Correr es más rápido que nadar. La carrera hacia el niño es inicialmente sobre tierra, y luego hay que seguir nadando, con la consiguiente reducción de velocidad. Suponiendo que el niño no se encuentre justo delante del socorrista, ¿cómo puede minimizar éste el tiempo de llegada? Si va en línea recta minimizará la distancia, pero no el tiempo, porque buena parte de esa distancia tendrá que cubrirse nadando. Una solución mejor es correr hasta el punto de la orilla más cercano al niño y después nadar en línea recta hacia él. Esto maximiza la carrera a expensas de la natación, pero tampoco ésta es la ruta más rápida, porque la distancia total recorrida es mayor. Es fácil ver que lo más rápido es correr hacia la orilla con cierto ángulo crítico (que depende de la relación entre la velocidad del socorrista en tierra y su velocidad a nado) y después cambiar de ángulo para cubrir la parte acuática del recorrido. A modo de analogía, la velocidad de natación y la velocidad de carrera corresponden al índice de refracción del agua y del aire, respectivamente. Desde luego, los rayos de luz no pretenden minimizar deliberadamente la duración de su trayecto, pero todo lo referente a su comportamiento adquiere sentido si se asume que lo hacen de manera inconsciente. La analogía puede hacerse respetable en términos de teoría cuántica, pero esto se aparta de los objetivos del presente libro y recomiendo leer el de Atkins.
El espectro depende del hecho de que cada color de luz se retarda en distinta medida: el índice de refracción de una sustancia dada, por ejemplo vidrio o agua, es mayor para la luz azul que para la roja. Podemos imaginar la luz roja como un nadador más rápido que la luz azul, que se enreda en la maleza de los átomos del vidrio o el agua debido a su corta longitud de onda. La luz de todos los colores se enreda menos entre los átomos más dispersos del aire, pero el azul sigue viajando más despacio que el rojo. En el vacío, donde no hay maleza en absoluto, la luz de todos los colores viaja con la misma velocidad: el valor máximo y universal c.
El efecto de las gotas de lluvia es más complicado que el del prisma de Newton. Al ser aproximadamente esféricas, su superficie interior actúa como un espejo cóncavo. Esto hace que reflejen la luz solar después de refractarla, razón por la cual vemos el arco iris en la parte del cielo opuesta al Sol, en lugar de verlo al mirar hacia el Sol a través de la lluvia. Imagine el lector que se halla de espaldas al Sol mirando hacia un chaparrón, mejor sobre un fondo plomizo. No verá ningún arco iris si el Sol se encuentra a una altura en el cielo superior a 42 grados sobre el horizonte. Cuanto más bajo esté el Sol, más alto estará el arco iris. A medida que el Sol se eleva por la mañana, el arco iris, si es que hay alguno visible, se pone. A medida que el Sol se pone por la tarde, el arco iris se eleva. Imaginemos una gota de lluvia esférica. El Sol se encuentra detrás y un poco por encima del lector, y un rayo de luz penetra en la gota de lluvia. Al cruzar el límite entre el aire y el agua la luz se refracta, y las diferentes longitudes de onda que la constituyen se desvían con ángulos diferentes, como en el prisma de Newton. Los colores desplegados atraviesan la gota hasta incidir en la superficie cóncava opuesta, que los refleja hacia abajo. Cuando pasan de nuevo del agua al aire vuelven a refractarse, y de nuevo los distintos colores se desvían con ángulos diferentes. Tras abandonar la gota de lluvia, parte de ellos llega hasta el ojo del lector.
Así pues, nuestra gota de lluvia refleja un espectro completo (rojo, naranja, amarillo, verde, azul, violeta), y lo mismo hacen las gotas de las inmediaciones. Pero sólo una pequeña parte del espectro proveniente de cada gota de lluvia incide en el ojo del lector. Si éste recibe un rayo de luz verde procedente de una gota de lluvia determinada, la luz azul que venga de esa misma gota pasará por encima del ojo, y la luz roja por debajo. Entonces, ¿cómo es que el lector ve un arco iris completo? Porque hay una cantidad inmensa de gotas de lluvia. Una banda de miles de gotas de lluvia dirige la luz verde hacia nuestros ojos (y también dirige la luz azul hacia cualquiera que se sitúe a la altura adecuada por encima de nosotros, y la luz roja hacia cualquiera que se sitúe por debajo). Otra banda de miles de gotas de lluvia dirige hacia nuestros ojos la luz roja, otra banda nos proporciona la luz azul, y así sucesivamente. Las gotas de lluvia que proporcionan la luz roja se encuentran todas a la misma distancia de los ojos del lector, y por esto la banda roja es curva (el lector es el centro del círculo). Lo mismo puede decirse de la banda verde, pero en este caso la distancia es más corta, de modo que el círculo tiene un radio menor y la curva verde se sitúa dentro de la curva roja. La curva azul se sitúa dentro de la curva verde, y todo el arco iris se construye como una serie de círculos centrados en el lector. Otros observadores verán distintos arcos iris centrados en ellos.
Así pues, lejos de haber un arco iris arraigado en un «lugar» determinado en el que las hadas pueden depositar un caldero de oro, hay tantos arcos iris como ojos que contemplan la tormenta. Diferentes observadores que miren el mismo chubasco desde lugares distintos tendrán sus propios arcos iris compuestos con luz procedente de diferentes conjuntos de gotas de lluvia. Para ser exactos, incluso cada uno de los dos ojos del lector ve un arco iris distinto. Y cuando miramos «un» arco iris mientras viajamos en automóvil por una carretera, lo que estamos viendo realmente es una secuencia de arcos iris en rápida sucesión. Pienso que si Wordsworth hubiera sabido todo esto, podía haber mejorado sus versos «Mi corazón salta cuando contemplo / Un arco iris en el cielo»[15] (aunque debo decir que habría sido difícil mejorar los versos siguientes).[16]
Una complicación adicional es que las gotas de lluvia están cayendo o siendo arrastradas por el viento. Una gota concreta puede atravesar la banda que está proporcionando, por ejemplo, luz roja al lector y después desplazarse a la región del amarillo. Pero el lector continúa viendo la banda roja, como si nada se moviera, porque nuevas gotas vienen a ocupar el lugar de las que se desplazan. Richard Whelan, en su encantador Book of Rainbows [Libro de los arcos iris] (1997), que es la fuente de muchas de mis citas sobre el arco iris, cita a Leonardo da Vinci:
Obsérvense los rayos del sol en la composición del arco iris, cuyos colores son generados por la lluvia que cae, cuando cada gota en su descenso toma cada uno de los colores del arco.
Tratado de pintura (década de 1490)
La ilusión del propio arco iris permanece firme como la roca, aunque las gotas que la crean estén cayendo o viajando con el viento. Coleridge escribió:
El arco iris inmutable en la rápida y célere llovizna. ¡Qué congregación de imágenes y sentimientos, de fantástica permanencia en medio del rápido cambio de la tempestad!… la quietud es hija de la tormenta.
De Anima Poetae (publicada en 1895)
También su amigo Wordsworth estaba fascinado por la inmovilidad del arco iris a pesar del movimiento turbulento de la propia lluvia:
Mientras tanto, y no puedo decir por qué extraña casualidad,
Por qué combinación del viento y las nubes,
Un arco iris grande y no mutilado permanecía
Inmóvil en el cielo.[17]
The Prelude [El preludio] (1815)
Parte del romanticismo del arco iris proviene de la ilusión de que siempre se encuentra colgado en el horizonte, muy lejos, una curva inalcanzable y enorme que retrocede a medida que nos acercamos. Pero el «arco iris de la ola de arena salada» de Keats, estaba cerca. Y a veces podemos contemplar un arco iris que forma un círculo cerrado de apenas unos metros de diámetro, viajando al lado nuestro mientras conducimos. (Los arcos iris parecen semicirculares sólo porque el horizonte oculta la parte inferior del círculo.) El gran tamaño aparente de un arco iris se debe en parte a una ilusión de distancia. El cerebro proyecta la imagen hacia el cielo, aumentándola. El lector puede conseguir el mismo efecto mirando fijamente una lámpara brillante para «grabar» su imagen en la retina y «proyectarla» después a distancia mirando al cielo. Esto hace que parezca más grande.
Existen otras complicaciones deliciosas. He supuesto implícitamente que la luz solar penetra en la gota de lluvia a través del cuadrante superior de la superficie orientada hacia el Sol y la abandona a través del cuadrante inferior. Pero, obviamente, nada impide que la luz entre por el cuadrante inferior. En las condiciones adecuadas, puede entonces reflejarse dos veces dentro de la esfera, saliendo por el cuadrante inferior de tal manera que llega hasta el ojo del observador, también refractada, y crea un segundo arco iris, 8 grados más alto que el primero, con los colores invertidos. Desde luego, para cualquier observador dado, ambos arcos iris están producidos por distintas poblaciones de gotas de lluvia. No se ven arcos iris dobles con frecuencia, pero Wordsworth tuvo que experimentar alguna vez dicha visión, y a buen seguro su corazón saltó aún más alto. En teoría, puede haber otros arcos iris, aunque más tenues, dispuestos concéntricamente, pero sólo se ven muy raramente. ¿Puede alguien sugerir seriamente que el conocimiento de lo que ocurre en el interior de todos estos miles de poblaciones de gotas de agua que caen, destellan, reflejan y refractan echa a perder el arco iris? Ruskin dijo enModern Painters III [Pintores modernos, III] (1856):
Para la mayoría de hombres, un placer ignorante es mejor que uno informado; es mejor concebir el cielo como una cúpula azul que como una cavidad oscura, y la nube como un trono dorado que como una neblina de aguanieve. Dudo mucho que alguien con conocimientos de óptica, por religioso que sea, pueda sentir en igual medida el placer o reverencia que un campesino ignorante puede sentir a la vista de un arco iris… No podemos sondear el misterio de una única flor, ni se pretende que debamos hacerlo; sino que la prosecución de la ciencia debe demorarse constantemente por el amor de la belleza, y la exactitud del conocimiento por la ternura de la emoción.
De alguna manera, todo esto hace plausible la teoría de que la noche de bodas del pobre Ruskin se vio arruinada por el horripilante descubrimiento de que las mujeres tienen vello púbico.
En 1802, quince años antes de la «cena inmortal» de Haydon, el físico inglés William Wollaston hizo un experimento similar al de Newton, pero su haz de luz tenía que pasar a través de una estrecha rendija antes de incidir en el prisma. El espectro que surgió del prisma estaba formado por una serie de bandas delgadas de distinta longitud de onda. Las bandas se superponían parcialmente componiendo un espectro, pero, repartidas a lo largo del mismo, observó líneas estrechas y oscuras en lugares concretos. Posteriormente estas líneas fueron medidas y catalogadas por el físico alemán Joseph von Fraunhofer, por cuyo nombre se las conoce en la actualidad. Las líneas de Fraunhofer tienen una disposición característica, una huella dactilar (o un código de barras, en lo que es una analogía aún más apta) que depende de la naturaleza química de la sustancia a través de la cual han pasado los rayos. Por ejemplo, el hidrógeno produce su propia pauta característica de líneas y espacios (código de barras), el sodio produce una pauta distinta, y así sucesivamente. Wollaston vio sólo siete líneas; los instrumentos superiores de Fraunhofer revelaron 576, y los espectroscopios modernos alrededor de 10.000.
El código de barras de un elemento no consiste sólo en el espaciado entre líneas, sino en su posición contra el fondo del arco iris. Los códigos de barras precisos del hidrógeno y los otros elementos son explicados ahora con precisión por la teoría cuántica, pero aquí es donde tengo que pedir excusas y marcharme. A veces imagino que tengo una cierta apreciación de la poesía de la teoría cuántica, pero aún tengo que adquirir una comprensión lo bastante profunda de ella para poderla explicar a otros. De hecho, puede que nadie entienda realmente la teoría cuántica, posiblemente porque la selección natural modeló nuestro cerebro para sobrevivir en un mundo de cosas grandes y lentas, en el que los efectos cuánticos se suavizan. En este aspecto insistía Richard Feynman, de quien se supone que dijo: «Si usted piensa que comprende la teoría cuántica, ¡entonces no comprende la teoría cuántica!». Creo que las conferencias publicadas de Feynman me han acercado más a la comprensión, así como el sorprendente e inquietante libro de David Deutsch La estructura de la realidad (1997). (Lo encuentro inquietante además de sorprendente porque no sé distinguir si estoy leyendo física generalmente aceptada o las atrevidas especulaciones del autor.) Cualesquiera que sean las dudas de un físico sobre la interpretación de la teoría cuántica, nadie duda de su éxito fenomenal a la hora de predecir resultados experimentales detallados. Y felizmente, para los fines de este capítulo, basta con saber, como se sabe desde los tiempos de Fraunhofer, que cada uno de los elementos químicos exhibe un código de barras propio de líneas finas característicamente espaciadas, marcadas a lo largo del espectro.
Hay dos maneras de ver las líneas de Fraunhofer. Hasta aquí he hablado de líneas oscuras sobre un fondo irisado. Estas líneas se deben a que un elemento en la trayectoria de la luz absorbe determinadas longitudes de onda, eliminándolas selectivamente del espectro como hemos visto. Pero se puede producir una pauta equivalente de líneas de colores contra un fondo oscuro si se hace que el mismo elemento emita luz, como cuando forma parte de la constitución de una estrella.
El refinamiento de Fraunhofer del experimento de Newton ya se conocía antes de que el filósofo francés Auguste Comte escribiera, temerariamente, lo siguiente acerca de las estrellas:
Nunca seremos capaces de estudiar, por ningún método, su composición química o su estructura mineralógica… Nuestro conocimiento positivo de las estrellas está necesariamente limitado a sus fenómenos geométricos y mecánicos.
Cours de philosophie positive [Curso de filosofía positiva] (1835)
Hoy en día, mediante el análisis meticuloso de los códigos de barras de Fraunhofer en la luz estelar, sabemos con gran detalle de qué están hechas las estrellas, aunque nuestras perspectivas de visitarlas apenas son mejores que en tiempos de Comte. Hace unos años, mi amigo Charles Simonyi tuvo una discusión con un antiguo presidente del Banco de la Reserva Federal estadounidense. Este caballero estaba al tanto de la sorpresa de los científicos cuando la NASA reveló la composición de la Luna. Puesto que la Luna se encuentra mucho más cerca que las estrellas, razonaba, es probable que nuestros barruntos acerca de las estrellas sean incluso más erróneos. Parece plausible, sin embargo, como le explicó el doctor Simonyi, que sea justo al revés. Con independencia de lo lejos que estén, las estrellas emiten su propia luz, y esto es una gran diferencia. Toda la luz que nos llega de la Luna es luz solar reflejada (un hecho que, según se dice, D.H. Lawrence se negaba a creer, pues ofendía su sensibilidad poética), por lo que su espectro no nos da ninguna información sobre la naturaleza química de nuestro satélite.
Los instrumentos modernos son espectacularmente superiores al prisma de Newton, pero la ciencia actual de la espectroscopia es la descendiente directa de su destejimiento del arco iris. El espectro de la luz emitida por una estrella, en especial sus líneas de Fraunhofer, nos informa con gran detalle de qué sustancias químicas hay presentes. También nos informa de la temperatura, la presión y el tamaño de la estrella. Es la base de una clasificación exhaustiva de la historia natural de las estrellas, que permite situar a nuestro Sol en el lugar que le corresponde dentro del gran catálogo estelar: una enana amarilla de la clase QV. He aquí una cita de 1996 de una revista popular de astronomía, Sky and Telescope:
Para quienes pueden leer su significado, el código espectral dice de un vistazo qué clase de objeto es la estrella: su color, tamaño y luminosidad, su historia y futuro, sus peculiaridades, y sus afinidades con el Sol y las estrellas de los demás tipos.
Gracias a los espectroscopios, hoy sabemos que las estrellas son hornos nucleares que producen helio a partir de la fusión del hidrógeno que constituye la mayor parte de su masa. Los núcleos de helio se funden a su vez en la cascada posterior de impurezas que genera la mayor parte de los otros elementos, forjando así los átomos de masa media que nos constituyen.
La descomposición de la luz por Newton abrió paso al descubrimiento de que el arco iris visible, la banda que de hecho percibimos, es una estrecha franja en el espectro completo de las ondas electromagnéticas. La luz visible abarca las longitudes de onda comprendidas entre 0,4 millonésimas de metro (violeta) y 0,7 millonésimas de metro (granate). Un poco más largos que el rojo son los rayos infrarrojos, que percibimos como radiación calórica invisible, y que algunas serpientes y misiles dirigidos utilizan para localizar su blanco. Un poco más cortos que el violeta son los rayos ultravioleta, que nos queman la piel y producen cáncer. Las ondas de radio son mucho más largas que el color rojo. Sus longitudes de onda se miden en centímetros, metros y hasta kilómetros. Entre ellas y las ondas infrarrojas del espectro se encuentran las microondas, que empleamos en los radares y para la cocina rápida. Más cortos aún que los rayos ultravioleta son los rayos X, que nos sirven para ver los huesos a través de la carne. Los más cortos de todos son los rayos gamma, con longitudes de onda que se miden en trillonésimas de metro. No hay nada especial en la estrecha franja de longitudes de onda que llamamos luz, aparte del hecho de que podemos verla. Para los insectos, la luz visible está desplazada en bloque a lo largo del espectro. El ultravioleta es para ellos un color visible («púrpura de abejas»), y son ciegos para el rojo (o, mejor, «infraamarillo»). La radiación a todo lo largo del espectro ampliado puede destejerse igual que el arco iris, aunque el instrumento concreto que utilicemos para ello (un sintonizador de radio en lugar de un prisma, por ejemplo) sea diferente en las distintas partes del espectro.
Los colores que percibimos, las sensaciones subjetivas de rojez o azulidad, son etiquetas arbitrarias que nuestro cerebro asocia a luz de diferentes longitudes de onda. No hay nada intrínsecamente «largo» en la rojez. Saber diferenciar entre el rojo y el azul no nos ayuda a recordar cuál corresponde a una longitud de onda más larga. Siempre tengo que consultarlo, mientras que nunca olvido que los tonos de soprano tienen una longitud de onda más corta que los de bajo. El cerebro necesita etiquetas internas convenientes para las distintas partes del arco iris físico. Nadie sabe si mi sensación de rojez equivale a la del lector, pero podemos convenir en que la luz que llamo roja es la misma que el lector llama roja y en que su longitud de onda, si un físico la mide, resultará ser larga. Mi sensación subjetiva es que el violeta se parece más al rojo que al azul, aunque ambos colores se encuentren en lados opuestos del espectro. Seguramente el lector estará de acuerdo. El tono rojizo aparente del violeta es algo que tiene que ver con el sistema nervioso y no con la física de los espectros.
Cuando el doctor Dolittle, el inmortal personaje de Hugh Lofting, voló hasta la Luna, quedó maravillado al contemplar una gama deslumbrante de colores nuevos, tan diferentes de los que nos resultan familiares como el azul lo es del rojo. Podemos estar seguros de que esto no podría ocurrir nunca ni siquiera en la ficción. Los tonos que darán la bienvenida a cualquier viajero de otro mundo serán función del cerebro que traiga éste consigo desde su planeta natal.[18]
Ahora sabemos con cierto detalle cómo informa el ojo al cerebro sobre las longitudes de onda de la luz. Se trata de un código de tres colores, como el de la televisión en color. La retina humana posee cuatro tipos de células fotosensibles: tres tipos de «conos» más los «bastones». Los cuatro son similares y seguramente divergieron a partir de un antepasado común. Una de las cosas que suelen olvidarse acerca de cualquier tipo de célula es cuan intrincadamente complicada es su estructura, gran parte de la cual está formada por membranas internas finamente plegadas. Cada minúsculo bastón o cono contiene numerosas membranas apiladas como un rimero alto de libros. Enhebrada entre los libros hay una molécula de proteína larga y delgada, denominada rodopsina. Como muchas otras proteínas, la rodopsina se comporta como una enzima que cataliza una reacción química concreta al proporcionar un molde adecuado para que determinadas moléculas encajen en él.
Es la forma tridimensional de una enzima lo que le confiere su cualidad catalítica. Ésta actúa como una matriz cuidadosamente diseñada, aunque ligeramente flexible, para que otras moléculas encajen en ella y entren en contacto; de otro modo tendrían que esperar a encontrarse casualmente (por eso los enzimas aceleran espectacularmente las reacciones químicas). La elegancia de este sistema es una de las claves que hace posible la vida, pero plantea un problema. Las moléculas enzimáticas suelen ser capaces de arrollarse en más de una forma y, por lo general, sólo una de ellas es deseable. Buena parte de la labor de la selección natural a lo largo de millones de años ha sido encontrar moléculas «decisivas» o «testarudas», cuya preferencia por una forma «favorita» es mucho más fuerte que su tendencia a adoptar cualquier otra conformación. Las moléculas con dos formas alternativas pueden constituir una amenaza trágica. La enfermedad de las «vacas locas», la encefalopatía ovina y sus equivalentes humanos, el kuru y la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob, son causadas por priones, proteínas que tienen dos formas alternativas. Normalmente se pliegan en una configuración que tiene una función útil. Pero ocasionalmente adoptan la forma alternativa, y entonces ocurre algo terrible. La presencia de una proteína con la forma alternativa induce a otras a dejarse persuadir por la bribona. Una epidemia de proteínas deformes se extiende por el cuerpo como una cascada de fichas de dominó que caen. Una única proteína deformada puede infectar otro cuerpo y desencadenar un nuevo efecto dominó. La consecuencia es la muerte por esponjamiento del cerebro, porque en su forma alternativa la proteína no puede realizar su tarea normal.
Los priones han causado cierta confusión porque se propagan como virus autorreplicantes, pero se trata de proteínas, y se supone que las proteínas no se autorreplican. Los manuales de biología dicen que la autorreplicación es un privilegio de los polinucleótidos (ADN y ARN). Sin embargo, los priones sólo son autorreplicantes en el sentido peculiar de que una molécula deforme «persuade» a sus vecinas para que adopten la misma forma.
En otros casos, una enzima con dos formas alternativas saca partido de su capacidad de conmutación. Después de todo, dicha capacidad es la propiedad esencial de los transistores, los diodos y otras puertas electrónicas de alta velocidad que hacen posibles las operaciones lógicas de los ordenadores (SI, NO, Y, O y demás). Hay proteínas «alostéricas» que cambian de estado a la manera de un transistor, no por la «persuasión» infecciosa de una vecina, como en los priones, sino sólo si se da alguna condición biológicamente útil, y NO se dan otras. La rodopsina es una de estas proteínas «transistor». Como una fotocélula, salta al estado alternativo cuando la luz incide sobre ella. Automáticamente revierte a la forma previa tras un breve periodo de recuperación. En uno de sus dos estados es un potente catalizador, pero no en el otro. Así, cuando la luz hace que adopte su forma activa, se inicia una reacción en cadena y un rápido trasiego de moléculas. Es como si la luz abriera un grifo de alta presión.
El producto final de la cascada química resultante es una corriente de impulsos nerviosos que son transmitidos al cerebro a través de una serie de neuronas, cada una de las cuales es un tubo largo y delgado. También los impulsos nerviosos son cambios químicos acelerados catalíticamente. Estos recorren los tubos largos y delgados como regueros de pólvora. Cada impulso es discreto y está separado de los demás, de modo que llegan al otro extremo del tubo como una serie de recepciones cortas y escuetas. La tasa de llegada de impulsos nerviosos (que puede ser de cientos por segundo) es una representación codificada de, en este caso, la intensidad de la luz que incide sobre el bastón o el cono. En lo que concierne a una neurona, la diferencia entre una estimulación fuerte y una débil es la que hay entre una ametralladora de alta velocidad y el fuego intermitente de un rifle.
Hasta aquí, lo que he dicho es aplicable tanto a los bastones como a los conos. Veamos ahora en qué difieren. Los conos responden únicamente a la luz brillante. Los bastones son sensibles a la luz mortecina y son, por tanto, necesarios para la visión nocturna. Los bastones se distribuyen laxamente por toda la retina, de manera que no sirven para resolver detalles finos. No se puede leer con los bastones. Leemos con los conos, que se concentran en una región particular de la retina, la fóvea. Cuanto más densamente empaquetados están los conos, más finos son los detalles resolubles.
Los bastones no intervienen en la visión de los colores porque todos reaccionan a las mismas longitudes de onda. La máxima sensibilidad corresponde a la luz amarilla, en la parte central del espectro visible, y disminuye hacia ambos extremos del espectro. Esto no significa que el cerebro interprete la información que envían como luz amarilla. Ni siquiera tiene sentido decir esto. Todas las neuronas informan al cerebro en forma de impulsos nerviosos, y eso es todo. Si un bastón emite con una frecuencia alta, ello puede significar o bien que hay un exceso de luz roja o azul, o bien que falta luz amarilla. Para resolver la ambigüedad el cerebro necesita informes simultáneos de células de varios tipos diferencialmente sensibles a los distintos colores.
Aquí es donde entran en escena los conos. Los tres tipos de conos poseen tres diferentes aderezos de rodopsina. Todos ellos responden a todas las longitudes de onda, pero un tipo es más sensible a la luz azul, otro lo es más a la luz verde, y el tercero es más sensible a la luz roja. Comparando las frecuencias de emisión de cada tipo de cono (en realidad, restando unas de otras) el sistema nervioso es capaz de reconstruir las longitudes de onda de la luz que incide en la parte relevante de la retina. A diferencia de la visión mediante bastones sólo, el cerebro no duda entre la luz mortecina de un color y la luz brillante de otro. Al recibir informes de más de un tipo de cono, el cerebro es capaz de computar el verdadero color de la luz.
Como dije al recordar al doctor Dolittle en la Luna, los colores que creemos ver son etiquetas que el cerebro usa por conveniencia. Antes solían decepcionarme las imágenes en «falso color», como las fotografías de la Tierra por satélite o las imágenes del espacio profundo construidas por ordenador. El pie de foto dice que los colores son codificaciones arbitrarias de, por ejemplo, los distintos tipos de vegetación en una imagen de África vista desde un satélite. Solía pensar que las imágenes en colores falsos eran una especie de engaño. Quería saber cuál era el colorido «real» de la escena. Ahora me doy cuenta de que los colores que creo ver, incluso los de mi propio jardín a través de la ventana, son «falsos» en el mismo sentido: convenciones arbitrarias usadas, en este caso por mi cerebro, como etiquetas convenientes para las longitudes de onda de la luz. En el capítulo 11 se argumenta que todas nuestras percepciones son una especie de «realidad virtual constreñida» construida en el cerebro. (En realidad, ¡todavía me decepcionan las imágenes en colores falsos!)
Nunca podremos saber si las sensaciones subjetivas que distintas personas asocian con longitudes de onda concretas son las mismas. Podemos comparar sus opiniones sobre qué colores parecen ser mezclas de cuáles otros. La mayoría de nosotros encuentra plausible que el naranja sea una mezcla de rojo y amarillo. La condición de mezcla del azul verdoso es comunicada por la misma denominación compuesta, aunque no por la palabra «turquesa». Es discutible que los diferentes lenguajes coincidan en su repartición del espectro. Algunos lingüistas afirman que el idioma gales no divide la región verde y azul del espectro igual que el inglés. Se dice que el gales tiene una palabra que corresponde a una parte del verde y otra que corresponde a la otra parte del verde más una parte del azul. Otros lingüistas y antropólogos afirman que esto es un mito, no más cierto que la afirmación igualmente seductora pero no comprobada de que los inuit («esquimales») tienen 50 palabras distintas para la nieve. Estos escépticos afirman que existen pruebas experimentales, obtenidas presentando una amplia gama de fichas de colores a hablantes nativos de muchos idiomas, de que existen proposiciones universales robustas en el modo en que los seres humanos dividen el espectro. Las pruebas experimentales son, en efecto, la única forma de zanjar la cuestión. No importa nada que, al menos para este angloparlante, el relato de la partición galesa del azul y el verde suene implausible. No hay nada en la física que se oponga a ello. Los hechos, sean lo que sean, pertenecen a la psicología.
A diferencia de las aves, cuya visión cromática es excelente, muchos mamíferos carecen de una auténtica visión del color. Otros, entre los que se incluyen algunos seres humanos parcialmente ciegos para los colores, emplean un sistema bicromático basado en dos clases de conos. La visión tricromática de alta calidad pudo haber evolucionado en nuestros antepasados primates para facilitar la localización de frutos en la selva verde. John Mollon, un psicólogo de Cambridge, ha llegado a sugerir que el sistema de tres colores «es una estratagema inventada por ciertos árboles frutales para propagarse»: una forma imaginativa de llamar la atención sobre el hecho de que los árboles atraen a los mamíferos para que coman sus frutos y diseminen sus semillas. Las poblaciones de algunas especies de monos del Nuevo Mundo incluyen individuos con combinaciones distintas de sistemas bicromáticos, que están, por lo tanto, especializados en ver cosas distintas. Nadie sabe qué beneficio obtienen de esto, pero un hecho sugerente es que, durante la segunda guerra mundial, las tripulaciones de bombarderos incluían preferiblemente al menos un miembro daltónico, inmune a ciertos tipos de camuflaje sobre el suelo.
Al destejer el arco iris ampliado, al desplazarnos por el espectro electromagnético, separamos una emisora de otra en el dial de la radio, aislamos una conversación de otra en la red de teléfonos móviles. Sin este destejimiento sensible del arco iris electromagnético, oiríamos todas las conversaciones y todas las emisoras de radio juntas, en una algarabía de ruido blanco. De otra manera, y con ayuda de ordenadores especiales, este mismo destejimiento subyace tras la imaginería de resonancia magnética, la espectacular técnica mediante la que los médicos pueden hoy discernir la estructura tridimensional de nuestros órganos internos.
Cuando una fuente de ondas se mueve en relación al detector, ocurre algo especial. Existe un «desplazamiento Doppler» de las longitudes de onda detectadas. Esto es fácil de advertir en el caso de las ondas sonoras porque su velocidad de propagación es lenta. El sonido del motor de un automóvil tiene un tono claramente más alto cuando se acerca a nosotros que cuando se aleja. Por ese motivo oímos el característico tono dual «iiiiiieeeeee». En 1845, el científico holandés Buys Ballott contrató una banda de música para que tocara en un vagón de tren abierto mientras éste pasaba rápidamente ante su audiencia; de esta forma verificó por primera vez la predicción de Doppler. Las ondas luminosas viajan tan deprisa que sólo advertimos el efecto Doppler si nos acercamos muy deprisa a la fuente de luz (en cuyo caso la luz se desplaza hacia el extremo azul del espectro) o nos alejamos de ella (en cuyo caso la luz se desplaza hacia el rojo). Esto es lo que ocurre con las galaxias distantes. El hecho de que se están alejando rápidamente de nosotros se descubrió en virtud del desplazamiento Doppler de su luz. Ésta es más roja de lo que debiera, porque las longitudes de onda están desplazadas en bloque hacia el extremo rojo del espectro.
¿Cómo sabemos que la luz procedente de una galaxia distante está desplazada hacia el rojo? ¿Cómo sabemos que no era ya roja cuando emprendió el viaje? Esto puede saberse utilizando las líneas de Fraunhofer como marcadores. Recordemos que cada elemento químico tiene un «código de barras» propio. El espaciado entre las líneas es tan característico como una huella dactilar, pero también lo es la posición precisa de cada línea en el espectro. La luz de una galaxia distante muestra códigos de barras con pautas de espaciado familiares. Esta misma familiaridad es la que nos dice que las otras galaxias están constituidas por las mismas sustancias que la nuestra. Pero cada pauta está desplazada una distancia fija hacia el extremo de onda larga del espectro: es más roja de lo que debiera ser. En los años veinte, el astrónomo norteamericano Edwin Hubble (cuyo nombre lleva ahora el primer telescopio espacial) descubrió que los espectros de las galaxias distantes están desplazados hacia el rojo. Las galaxias con un desplazamiento hacia el rojo más pronunciado son también las más distantes, según se estima por la tenuidad de su luz. La famosa conclusión de Hubble (aunque ya había sido sugerida por otros antes) fue que el universo se está expandiendo, y desde cualquier punto de observación dado las galaxias parecen alejarse a velocidad creciente.
Cuando miramos una galaxia distante, estamos mirando muy atrás en el pasado, porque la luz ha tardado miles de millones de años en llegar hasta nosotros. Se ha hecho más tenue, y por esto sabemos que ha recorrido una gran distancia. La velocidad con que nuestra galaxia se aleja de ella ha tenido el efecto de desplazar el espectro hacia el extremo rojo. La relación entre distancia y velocidad de alejamiento obedece a la «ley de Hubble». Extrapolando esta relación cuantitativa hacia atrás podemos estimar cuándo comenzó a expandirse el universo. En el lenguaje de la teoría ahora generalmente aceptada de la «Gran Explosión» o Big Bang, el universo empezó con una explosión gigantesca hace entre diez mil y veinte mil millones de años. Todo esto se infiere a partir del destejimiento del arco iris. Desarrollos posteriores de la teoría, respaldados por toda la evidencia disponible, sugieren que el tiempo mismo tiene su origen en esta madre de todos los cataclismos. Es probable que el lector no comprenda, y yo desde luego tampoco, qué puede significar que el tiempo mismo empezó en un momento dado. Pero, una vez más, se trata de una limitación de nuestra mente, diseñada para habérselas con objetos bastante grandes y lentos en las sabanas africanas, donde los sucesos acontecen en orden y cada suceso tiene un antes. Un suceso sin un antes aterroriza a nuestra pobre razón. Quizá sólo podamos apreciarlo mediante la poesía. Keats, debieras estar vivo en este momento.
¿Habrá ojos en las otras galaxias que miren hacia atrás, hacia nosotros? Hacia atrás, porque sólo pueden ver nuestro pasado. Los habitantes de un mundo situado a 100 millones de años luz de distancia podrían ver en este momento, si es que pudieran ver algo de nuestro planeta, dinosaurios desplazados hacia el rojo acometiéndose en llanuras teñidas de rosa. ¡Qué lástima!, aunque haya otras criaturas en el universo, y aunque tengan ojos, es improbable que, por potentes que sean sus telescopios, éstos tengan el poder de resolución necesario para ver nuestro planeta, y mucho menos a sus habitantes. Nosotros no hemos visto nunca otro planeta fuera de nuestro sistema solar. Ni siquiera hemos sabido de los planetas exteriores de nuestro propio sistema solar hasta hace apenas siglo y medio. Neptuno y Plutón son demasiado tenues para verse a simple vista. Si supimos hacia dónde apuntar el telescopio fue por los cálculos realizados a partir de minúsculas perturbaciones en las órbitas de los planetas más cercanos. En 1846, dos astrónomos matemáticos, J.C. Adams en Inglaterra y U.J.J. Leverrier en Francia, cada uno por su cuenta, detectaron una discrepancia entre la posición real del planeta Urano y la que teóricamente debería tener. Ambos calcularon que la perturbación podía deberse a la gravedad de un planeta invisible de cierta masa situado en una órbita concreta. El astrónomo alemán J.G. Galle apuntó su telescopio en la dirección correcta y descubrió Neptuno. Plutón se descubrió de la misma manera, tan tarde como en 1930, por el astrónomo norteamericano C.W. Tombaugh, alertado por sus efectos gravitatorios (mucho más pequeños) sobre la órbita de Neptuno. John Keats habría apreciado la emoción que sintieron estos astrónomos:
Entonces sentíme como un vigilante de los cielos
Cuando un nuevo planeta nada hasta su vista;
O como el intrépido Cortés cuando, con ojos de águila
Contempló el Pacífico (y todos sus hombres
Se miraron unos a otros con un loco barrunto),
Silencioso desde lo alto de un pico en Darién.
«Al mirar por primera vez el Hornero de Chapman» (1816)
* Then felt I like some watcher of the skies
When a new planet swims into his ken;
Or like stout Cortes when with eagle eyes
He stared at the Pacific —and all his men
Looked at each other with a wild surmise—
Silent upon a peak in Darien.
He sentido siempre un afecto especial por estos versos desde que un editor me los citó tras una primera lectura del manuscrito de El relojero ciego.
Ahora bien, ¿hay planetas alrededor de otras estrellas? Importante pregunta ésta, cuya respuesta afecta a nuestra estimación de la ubicuidad de la vida en el universo. Si en todo el universo sólo hay una estrella que tenga planetas, ésta es nuestro Sol, y en ese caso estamos muy, muy solos. En el otro extremo, si toda estrella es el centro de un sistema solar, el número de planetas potencialmente aptos para la vida excede lo calculable. En cualquier caso, sean cuales sean las posibilidades de existencia de vida, si encontramos planetas en órbita alrededor de otra estrella típica además de nuestro Sol, nos sentiremos sensiblemente menos solos.
Los planetas están demasiado cerca de sus soles, y demasiado velados por su brillo, para que nuestros telescopios nos permitan verlos en condiciones normales. El principal indicio de que otras estrellas tienen planetas (y el des cubrimiento se hizo esperar hasta la década de 1990) es, de nuevo, las perturbaciones orbitales, esta vez detectadas por los desplazamientos Doppler en el espectro estelar. Tendemos a imaginar los sistemas planetarios como un sol central alrededor del cual orbitan planetas. Pero Newton nos dice que dos cuerpos orbitan uno alrededor del otro. Si dos estrellas son de masa parecida (lo que se conoce como par binario), cada una gira alrededor de la otra como un par de pesas unidas por una barra. Si son muy desiguales, parecerá que la más ligera órbita alrededor de la más pesada. Cuando un cuerpo es mucho mayor que el otro, como el Sol respecto de Júpiter, el más pesado apenas se balancea y casi permanece inmóvil, mientras que el más ligero gira en torno suyo como un terrier da vueltas alrededor de su amo cuando éste lo saca a pasear.
Son estos balanceos en las posiciones de las estrellas los que delatan la presencia de planetas en órbita que, de otro modo, serían invisibles. Pero los balanceos en sí son demasiado pequeños para ser observables; de hecho, son menos discernibles aún que los propios planetas. De nuevo, el destejimiento del arco iris acude a socorremos. Cuando una estrella se balancea por la influencia de un planeta en órbita, su luz nos llega desplazada hacia el rojo cuando se aleja de nosotros y desplazada hacia el azul cuando se acerca. Los planetas delatan su presencia al causar oscilaciones rojo/azul, minúsculas pero medibles, en la luz que nos llega procedente de sus estrellas madres. De la misma manera, los habitantes de un planeta distante podrían detectar la presencia de Júpiter observando los cambios de matiz rítmicos del Sol. Júpiter es probablemente el único planeta de nuestro sistema solar lo bastante grande para ser detectable de esta manera. Nuestro humilde planeta es demasiado minúsculo para producir ondas gravitatorias detectables por alienígenas. Sin embargo, éstos podrían advertir nuestra presencia destejiendo el arco iris de las señales de radio y televisión que hemos estado emitiendo en las últimas décadas. La burbuja esférica de vibraciones en expansión, que ahora tiene más de un sigloluz de diámetro, abarca ya un número significativo de estrellas, aunque sean una proporción insignificante de las que pueblan el universo. En su novela Contacto, Carl Sagan hacía la sombría observación de que en la vanguardia de las imágenes que anuncian la Tierra al resto del universo estará el discurso de Hitler en la inauguración de los Juegos Olímpicos de 1936 en Berlín. Hasta el momento no se ha detectado ninguna respuesta, ningún mensaje de ningún tipo procedente de ningún otro mundo.
Nunca hemos tenido ninguna razón directa para suponer que no estamos solos. Cada una a su manera, la posibilidad de que el universo bulla de vida y la posibilidad opuesta de que estemos totalmente solos son igualmente estimulantes. En cualquier caso, el ansia de saber más del universo me parece irresistible, y no puedo imaginar que nadie con verdadera sensibilidad poética pueda estar en desacuerdo con esto. Encuentro divertidamente irónico que hayamos descubierto tal cantidad de cosas que son extrapolación directa del destejimiento del arco iris. Y es seguro que la belleza poética de lo revelado por este destejimiento, desde la naturaleza de las estrellas hasta la expansión del universo, no dejaría de cautivar la imaginación de Keats, llevaría a Coleridge a un arrobamiento frenético, y haría que el corazón de Wordsworth saltara como nunca antes lo hizo.
En una conferencia de 1975, el gran astrofísico indio Subrahmanyan Chandrasekhar dijo:
Este «estremecimiento ante lo hermoso», este hecho increíble de que un descubrimiento motivado por una búsqueda de la belleza en matemáticas encuentre su réplica exacta en la naturaleza, me persuade de que la belleza es aquello a lo que la mente humana responde en lo más hondo y profundo.
Cuánto más sincero suena esto que la expresión mejor conocida de Keats de una emoción superficialmente similar:
«La belleza es verdad, la verdad belleza»; esto es todo Lo que sabéis en la Tierra, y todo lo que necesitáis saber.
«Oda a una urna griega» (1820)
Keats y Lamb deberían haber brindado por la poesía, y por las matemáticas, y por la poesía de las matemáticas. Wordsworth no habría necesitado que se le animara a hacerlo. Él (y Coleridge) se habían inspirado en el poeta escocés James Thomson, y quizá recordaran su poema «A la memoria de Sir Isaac Newton» (1727):
… Incluso la misma luz, que todas las cosas exhiben,
Resplandecía ignorada, hasta que su mente más brillante
Desenrolló todo el ropaje resplandeciente del día;
Y, a partir del esplendor emblanquecido indistinguible,
Agrupando cada rayo en los de su clase,
Al ojo cautivado edujo la espléndida comitiva
De colores principales. Primero el rojo flamígero
Brotó vivido; a continuación el naranja atezado;
Y después el delicioso amarillo; a cuyo lado
Cayeron los rayos amables del refrescante verde.
Después el azul puro, que llena los cielos otoñales,
Y que cae etéreo; y después, de un tono más triste,
Surgió el índigo oscuro, como cuando
La tarde de fuertes contornos languidece con escarcha;
Mientras que los últimos destellos de luz refractada
Se extinguieron gradualmente en el débil violeta.
Éstos, cuando las nubes destilan el chubasco favorable,
Resplandecen distintos bajo el acuoso arco;
Mientras que sobre nuestras cabezas la fresca visión se comba
Deliciosa, fundiéndose en los campos de abajo.
Miríadas de tonos que se mezclan resultan de ellos,
Y todavía quedan miríadas… fuente infinita
De belleza, siempre fluyentes, siempre nuevos.
¿Acaso poeta alguno pudo imaginar nada tan bello,
Soñando en el boscaje susurrante junto al áspero arroyo?
¿O un profeta, sobre cuyo éxtasis desciende el cielo?
Incluso ahora el sol poniente y las nubes cambiantes,
Vistos, Greenwich, desde tus deliciosas alturas, declaran
Cuan justa es, y cuan hermosa, la ley de la refracción.