Puedes moler sus almas en idéntico molino,
Puedes unirlas, en corazón y rostro;
Pero el poeta seguirá todavía al arco iris,
Y su hermano seguirá al arado*
John Boyie 0'Reilly (1844-90), «El tesoro del arco iris»
*You may grind their souls in the selfsame mill, / You may bind them, heart and brow; /But the poet will follow the rainbow stíll, /And his brother will follow the plow.
Abrirse paso a través de la anestesia de la familiaridad es lo que mejor hacen los poetas. Es su trabajo. Pero demasiados poetas, y durante demasiado tiempo, han ignorado la mina de oro de inspiración que ofrece la ciencia. W.H. Auden, guía de su generación, tenía una simpatía halagadora hacia los científicos, pero incluso él destacaba su lado práctico, comparándolos (para su ventaja) con los políticos, y pasaba por alto las posibilidades poéticas de la ciencia misma.
Los verdaderos hombres de acción de nuestro tiempo, los que transforman el mundo, no son los políticos y hombres de estado, sino los científicos. Por desgracia, la poesía no puede festejarlos, porque sus hazañas tienen que ver con las cosas, no con las personas y, por ello, carecen de habla. Cuando me encuentro en compañía de científicos me siento como un cura andrajoso que, por error, se ha extraviado en un salón lleno de duques.
«El poeta y la ciudad», La mano del teñidor (1963)
Resulta irónico que esa misma sensación es la que yo y muchos otros científicos tenemos cuando estamos en compañía de poetas. En realidad (y volveré a este punto) ésta es probablemente la evaluación normal que nuestra cultura hace de las posiciones relativas de científicos y poetas, y quizá por eso Auden se molestó en afirmar lo contrario. Pero ¿por qué fue tan explícito acerca de que la poesía no puede celebrar a los científicos y sus hazañas? Los científicos pueden transformar el mundo de manera más efectiva que los políticos y los hombres de estado, pero esto no es todo lo que hacen, y ciertamente no todo lo que podrían hacer. Los científicos amplían y transforman nuestra concepción del universo. Ayudan a la imaginación a remontarse hasta el cálido nacimiento del tiempo, y a adelantarse hasta el frío eterno; o, en palabras de Keats, a «saltar directamente hacia la galaxia». ¿Acaso nuestro mudo universo no es un tema estimable? ¿Por qué razón un poeta habría de festejar sólo a las personas, y no a la lenta molienda de las fuerzas naturales que las crearon? Darwin se atrevió a hacerlo, pero sus talentos estaban en otra parte;
Es interesante contemplar una ribera enmarañada, revestida de multitud de plantas de muchas clases, con aves cantando en los matorrales, con insectos diversos revoloteando y con gusanos que se arrastran por entre la tierra húmeda; y reflexionar que estas formas primorosamente construidas, tan distintas entre sí y que dependen unas de otras de manera tan compleja, han sido todas producidas por leyes que actúan en derredor nuestro… Así, de la guerra de la naturaleza, del hambre y de la muerte, se sigue la producción de los objetos más elevados que somos capaces de concebir, a saber, la producción de los animales superiores. Hay grandeza en la concepción de que la vida, con sus diversos poderes, se insufló originalmente en unas pocas formas o en una sola; y mientras este planeta ha ido girando según la ley inmutable de la gravitación, a partir de un comienzo tan sencillo evolucionaron y siguen evolucionando incontables formas, cada vez más bellas y maravillosas.
El origen de las especies(1859)
Los intereses de William Blake eran religiosos y místicos pero, palabra por palabra, me gustaría haber escrito la siguiente famosa cuarteta, y si lo hubiera hecho mi inspiración y significado hubieran sido muy diferentes.
Ver un mundo en un grano de arena
Y un cielo en una flor silvestre
Sostener el infinito en la palma de tu mano
Y la eternidad en una hora.[7]
«Augurios de inocencia» (aprox. 1803)
La estrofa puede leerse como un canto a la ciencia, al círculo de luz en movimiento, a la domesticación del espacio y el tiempo, a lo macroscópico construido a partir de la granulosidad cuántica de lo microscópico, una flor solitaria como miniatura de toda la evolución. Los motivos de asombro, reverencia y maravilla que condujeron a Blake al misticismo (y a otras figuras menores a la superstición paranormal, como veremos), son precisamente los que a otros nos han conducido a la ciencia. Nuestra interpretación es distinta, pero nuestro estímulo es el mismo. El místico se contenta con solazarse en la maravilla y recrearse en un misterio que no estamos «destinados» a comprender. El científico siente el mismo asombro, pero su inquietud le impide contentarse; reconoce que el misterio es profundo, y luego añade: «Pero estamos trabajando en ello».
Blake no amaba la ciencia, incluso la temía y la despreciaba:
Para Bacon y Newton, enfundados en lúgubre acero,
sus terrores cuelgan
Como flagelos de hierro sobre Albión;
razonando como enormes serpientes
Arrolladas alrededor de mis piernas…[8]
«Bacon, Newton y Locke», Jerusalem (1804-1820)
¡Qué desperdicio de talento poético! Y si, como seguro insistirán los comentaristas en boga, una motivación política subyacía tras su poema, sigue siendo un desperdicio, porque la política y sus preocupaciones son, en comparación, transitorias e insignificantes. Mi tesis es que los poetas podrían hacer mejor uso de la inspiración que proporciona la ciencia y que, al mismo tiempo, los científicos deberían tender la mano al gremio que estoy identificando (por falta de una palabra mejor) con los poetas.
No se trata, desde luego, de declamar la ciencia en verso. Los pareados rimados de Erasmus Darwin, el abuelo de Charles, aunque tuvieron una acogida sorprendentemente buena en su tiempo, no mejoran la ciencia. Tampoco se trata de que (a menos que tengan el talento de un Carl Sagan, un Peter Atkins o un Loren Eiseley) los científicos tengan que cultivar un estilo de prosa deliberadamente poética en sus exposiciones. La claridad simple y sobria será suficiente, porque los hechos y las ideas hablan por sí solos. La poesía está en la ciencia misma.
Los poetas pueden ser oscuros, a veces por buenos motivos, y reclaman justamente que se les exima de la obligación de explicar sus versos. «Dígame, señor Elliot, ¿de qué manera mide uno su vida con cucharillas de café?» no sería la mejor manera de iniciar una conversación; pero un científico, justamente, espera que se le hagan preguntas equivalentes. Por utilizar algunos temas de mis libros: ¿en qué sentido puede un gen ser egoísta? ¿Qué es exactamente lo que fluye del río que sale del Edén? Todavía aclaro, cuando se me pide, el significado del monte Improbable, y cuan lenta y gradualmente se escala el mismo. Nuestro lenguaje debe esforzarse por iluminar y explicar, y si no conseguimos transmitir lo que queremos decir, debemos buscar otro enfoque. Pero, sin perder lucidez, de hecho con lucidez añadida, debemos reclamar para la ciencia real ese estilo de maravilla reverente que emocionó a místicos como Blake. La ciencia real tiene todas las cualidades para producir ese hormigueo en la espina dorsal que, a un nivel inferior, atrae a los admiradores de series televisivas tan populares como Star Trek y Doctor Who, y que, al nivel más bajo de todos, ha sido lucrativamente secuestrado por astrólogos, clarividentes y psíquicos televisivos.
El secuestro por los seudocientíficos no es la única amenaza a nuestro sentido de la maravilla. Otra es la «estupidización» populista, de la que luego hablaré. Una tercera es la hostilidad de algunos académicos sofisticados. Una moda caprichosa ve la ciencia como uno de tantos mitos culturales, no más verdadero ni válido que los mitos de cualquier otra cultura. En Estados Unidos esta moda está alimentada por un sentimiento de culpabilidad justificado hacia el tratamiento histórico de los nativos norteamericanos. Pero las consecuencias pueden ser ridículas; tal es el caso del Hombre de Kennewick.
El Hombre de Kennewick es un esqueleto descubierto en el estado de Washington en 1996, y cuya edad, estimada por el método del carbono radiactivo, es de más de 9000 años. Los antropólogos estaban intrigados por ciertos rasgos anatómicos que indicaban que podía no estar relacionado con los amerindios típicos, y por lo tanto podía representar una migración antigua y distinta a través de lo que ahora es el estrecho de Bering, o incluso desde Islandia. Cuando se disponían a realizar pruebas de ADN de suma importancia, las autoridades legales se apropiaron del esqueleto con la pretensión de cederlo a representantes de las tribus indias locales, que propusieron enterrarlo e impedir cualquier estudio ulterior. Naturalmente, hubo una protesta generalizada por parte de la comunidad científica y arqueológica. Incluso si el Hombre de Kennewick es un amerindio de alguna clase, es muy improbable que tenga afinidades con cualesquiera de las tribus que viven casualmente en la misma región 9000 años después.
Los nativos norteamericanos tienen una fuerza legal impresionante, y «El Antiguo» podría haber sido cedido a las tribus locales de no ser por un giro inesperado. La Asamblea Popular Asatru, un grupo de adoradores de los dioses escandinavos Tor y Odín, interpuso una reclamación legal afirmando que el Hombre de Kennewick era en realidad un vikingo. Esta secta nórdica, cuyo ideario puede consultarse en el numero de verano de 1997 de la publicación de magia y misterio The Runestone, obtuvo el permiso de las autoridades para realizar una ceremonia religiosa sobre los huesos. Pero esto enfadó a la comunidad Yakama, cuyo portavoz temía que el rito vikingo pudiera «impedir que el espíritu del Hombre de Kennewick encontrara su cuerpo». La disputa entre indios y escandinavos podría zanjarse mediante el estudio del ADN, y los nórdicos están completamente dispuestos a aceptar esta prueba. El estudio científico de estos restos arrojaría una luz fascinante sobre la cuestión de los primeros pobladores de América. Pero los cabecillas indios rechazan la idea misma de investigar esta cuestión, porque creen que sus antepasados han vivido en Norteamérica desde la creación. Como dice Armand Minthorn, líder religioso de la tribu Umatilla: «Por nuestras tradiciones orales, sabemos que nuestro pueblo ha formado parte de esta tierra desde el principio de los tiempos.
No creemos que nuestro pueblo migrara aquí desde otro continente, como afirman los científicos».
Quizá la mejor política para los arqueólogos sería que se declararan una religión y convirtieran la prueba del ADN en su tótem sacramental. Por chistoso que parezca, éste es posiblemente el único recurso que funcionaría en el clima estadounidense de finales del siglo XX. Si uno dice: «Mire, a partir de la datación por carbono radiactivo, del ADN mitocondrial y del estudio arqueológico de la cerámica, hay pruebas abrumadoras de que la situación es X», no llegará a ninguna parte. Pero si dice: «Es una creencia fundamental e incuestionable de mi cultura que la situación es X», merecerá inmediatamente la atención de un juez.
También será escuchado por muchos miembros de la comunidad académica que, a finales del siglo XX, han descubierto una nueva forma de retórica anticientífica, a veces llamada «crítica posmoderna» de la ciencia. El análisis más acabado y demoledor de este tipo de cosa es el espléndido libro de Paúl Gross y Norman Levitt Higher Superstition: The Academic Left and its Quarrels with Science [Superstición superior; La izquierda académica y sus pendencias con la ciencia] (1994). El antropólogo norteamericano Matt Cartmill resume así el credo básico:
Quienquiera que afirme que tiene conocimiento objetivo de algo está intentando controlar y dominar al resto de nosotros… No existen hechos objetivos. Todos los supuestos «hechos» están contaminados por teorías, y todas las teorías están infestadas por doctrinas morales y políticas… Por lo tanto, cuando algún tipo enfundado en una bata de laboratorio te dice que tal y cual es un hecho objetivo… es que tiene un programa político escondido bajo su manga blanca y almidonada.
«Oprimido por la evolución», revista Discover (1998)
Hay incluso unos cuantos quintacolumnistas dentro de la propia ciencia que sostienen las mismas opiniones, y las utilizan para hacernos perder el tiempo a los demás.
La tesis de Cartmill es que en el momento presente existe una alianza inesperada y perniciosa entre la derecha religiosa fundamentalista e ignorante y la izquierda académica refinada. Una estrafalaria manifestación de esta alianza es su oposición conjunta a la teoría de la evolución. La de los fundamentalistas se explica por sí sola. La de la izquierda es una mezcla de hostilidad a la ciencia en general y de «respeto» (palabra equívoca de nuestra época) a los mitos tribales de la creación, además de diversos programas políticos. Estos extraños compañeros de cama comparten una misma preocupación por la «dignidad humana» y se ofenden cuando se trata a los seres humanos como «animales». En su artículo «El nuevo creacionismo», publicado en 1997 en la revista The Nation, Barbara Ehrenreich y Janet McIntosh hablan en términos parecidos de lo que llaman «creacionistas seculares».
Los proveedores del relativismo cultural y de la «superstición superior» tienden a desdeñar la búsqueda de la verdad. Ello se deriva en parte de la convicción de que las verdades de cada cultura son diferentes (éste era el meollo de la historia del Hombre de Kennewick) y en parte de la incapacidad de los filósofos de la ciencia para ponerse de acuerdo sobre la noción misma de verdad. Existen, desde luego, dificultades filosóficas genuinas. Una verdad, ¿es sólo una hipótesis que hasta el momento no ha sido refutada? ¿Qué categoría tiene la verdad en el mundo extraño e incierto de la teoría cuántica? ¿Acaso hay algo que sea, en última instancia, verdadero? Por otra parte, ningún filósofo tiene inconveniente en utilizar el lenguaje de la verdad cuando se le acusa falsamente de un crimen, o cuando sospecha que su mujer le engaña. «¿Es cierto?» parece una pregunta razonable, y pocos de los que la plantean en su vida privada se sentirían satisfechos con sofismas que destrozan la lógica como respuesta. Puede que los que hacen experimentos mentales en el mundo cuántico no sepan en qué sentido es «verdad» que el gato de Schrodinger está muerto. Pero todo el mundo sabe lo que hay de cierto en la afirmación de que la gata de mi infancia, Jane, está muerta. Y hay montones de verdades científicas de las que lo único que afirmamos es que son verdaderas en este mismo sentido cotidiano. Si le digo al lector que los seres humanos y los chimpancés compartimos un antepasado común, éste puede dudar de la verdad de mi afirmación y buscar (en vano) evidencias de su falsedad. Pero ambos sabemos qué significaría que fuera verdadera y qué significaría que fuera falsa. Es de la misma categoría que «¿Es cierto que estaba usted en Oxford la noche del crimen?» y no de la categoría problemática de «¿Es cierto que un cuanto tiene posición?». Sí, el concepto de verdad plantea dificultades filosóficas, pero podemos recorrer un largo camino antes de que éstas tengan que preocupamos. Alegar prematuramente supuestos problemas filosóficos es a veces una cortina de humo para la malicia.
La «estupidización» populista es otra clase muy distinta de amenaza a la sensibilidad científica. El «movimiento para la divulgación de la ciencia», suscitado en Norteamérica por la triunfante entrada de la Unión Soviética en la carrera espacial y en la actualidad impulsado (al menos en Gran Bretaña) por la alarma pública ante la reducción de las solicitudes para puestos científicos en las universidades, se está volviendo demótico. Las «semanas de la ciencia» y «quincenas de la ciencia» delatan una ansiedad entre los científicos por ser amados. Sombreros ridículos y voces juguetonas proclaman que la ciencia es divertida, divertida, divertida. «Personalidades» excéntricas efectúan explosiones y trucos que amilanan. Recientemente asistí a una sesión informativa en la que se urgía a los científicos a simular casos en galerías comerciales para atraer a la gente a los placeres de la ciencia. El orador nos aconsejaba que no hiciéramos nada que pudiera interpretarse como un extravío. Hay que hacer que la ciencia de uno sea «relevante» para la vida de la gente ordinaria, para lo que sucede en su propia cocina o cuarto de baño. Siempre que sea posible, hay que elegir materiales experimentales que la audiencia pueda comerse al final. En el último evento organizado por el mismo orador, el fenómeno científico que realmente cautivó la atención fue el orinal que vierte agua cuando uno se aparta. Se nos dijo que era mejor evitar la misma palabra «ciencia», porque la gente «de la calle» la considera amenazadora.
No tengo ninguna duda de que tal estupidización es efectiva si lo que se pretende es maximizar el recuento total de población que asiste al «evento». Pero cuando me quejo de que lo que se está comercializando no es ciencia auténtica, se me reprende por mi «elitismo» y se me dice que, en cualquier caso, es un primer paso necesario para atraer a la gente. Bueno, si me obligan a usar la palabra (yo no lo haría), puede que el elitismo no sea tan terrible. Hay una gran diferencia entre un esnobismo exclusivista y un elitismo integrador y halagüeño que intenta ayudar a la gente a levantar el vuelo y unirse a la élite. Mucho peor es la estupidización calculada, condescendiente y paternalista.
Cuando expresé estas opiniones en una reciente conferencia que di en Estados Unidos, al final un individuo, cuyo corazón blanco y masculino debía estar henchido de autosuficiencia política, tuvo la insultante impertinencia de sugerir que la estupidización podía ser necesaria para acercar la ciencia a «las minorías y las mujeres».
Me preocupa que esta promoción de la ciencia como algo divertido, juguetón y fácil almacene problemas para el futuro. La auténtica ciencia puede ser dura (o mejor desafiante, para expresarlo más positivamente), pero, como leer a los clásicos o tocar el violín, merece la pena. Si se atrae a los niños a la ciencia, o cualquier otra ocupación que valga la pena, con la promesa de diversión fácil, ¿qué harán cuando finalmente tengan que enfrentarse a la realidad? Los anuncios de reclutamiento para el ejército, con buen criterio, no prometen un picnic: se dirigen a jóvenes lo bastante diligentes para mantener el paso. «Diversión» emite un mensaje incorrecto y puede conferir a la ciencia un atractivo engañoso. También la literatura corre el peligro de verse socavada. Se seduce a estudiantes indolentes para que cursen unos desvalorizados «estudios culturales» con la promesa de que pasarán el tiempo desmontando melodramas televisivos, princesas de la prensa sensacionalista y «teletubbies». Como los estudios literarios legítimos, la ciencia puede ser dura y desafiante, pero, como los estudios literarios legítimos, la ciencia es maravillosa. La ciencia puede pagarse el viaje, pero, como el gran arte, no debería tener que hacerlo. Y no deberían hacer falta personajes excéntricos ni explosiones divertidas para persuadimos del valor de una vida dedicada a investigar por qué existe la vida.
Temo haber sido demasiado negativo en este ataque, pero hay ocasiones en las que el péndulo se ha desviado más de la cuenta y necesita un fuerte impulso en el otro sentido para recuperar el equilibrio. Por supuesto que la ciencia es divertida, en el sentido de que es todo lo contrario de aburrida. Puede cautivar a una buena mente durante toda una vida. Ciertamente, las demostraciones prácticas pueden comunicar de manera más vivida las ideas y hacer que perduren en la mente. Desde las conferencias Michael Faraday de Navidad en la Institución Real hasta el Bristol Exploratory de Richard Gregory, los niños se ven estimulados por la experiencia de poder «tocar» la auténtica ciencia. Yo mismo he tenido el honor de impartir las conferencias de Navidad, en su moderna forma televisada, y he empleado abundantes demostraciones del tipo «toca, toca». Faraday nunca cayó en la estupidización. Sólo ataco esa forma de prostitución populista que corrompe la maravilla de la ciencia.
Cada año se celebra en Londres una gran cena en la que se conceden los premios a los mejores libros de ciencia populares del año. Un premio es para los destinados a los niños, y recientemente lo ganó un libro sobre insectos y otros «bichos feos y horribles». Este lenguaje quizá no sea el mejor para despertar el sentido poético de la maravilla, pero seamos tolerantes y concedamos que puede haber otras maneras de interesar a los niños. Menos perdonables fueron las payasadas de la presidenta del jurado, una personalidad televisiva muy conocida (que recientemente se había pasado al lucrativo género de lo «paranormal»). Gritando con una frivolidad propia de un espectáculo circense, incitó a la numerosa audiencia (de adultos) a unirse a ella en un coro repetido de muecas audibles ante la contemplación de los horribles «bichos feos»: «¡lüiiargg! ¡Puaf! ¡Beeeeeeh! ¡Ees!». Este tipo de diversión vulgar degrada la maravilla de la ciencia, y corre el riesgo de desalentar precisamente a las personas más cualificadas para apreciarla e inspirar a otras: los poetas y literatos auténticos.
Por poetas, desde luego, quiero decir artistas de todo tipo. Miguel Ángel y Bach fueron remunerados por celebrar los temas sagrados de su época, y los resultados siempre impresionaran nuestros sentidos como sublimes. Pero nunca sabremos cómo podrían haber respondido estos genios a otros encargos. Mientras la mente de Miguel Ángel se deslizaba sobre el silencio «como una mosca patilarga sobre un río», ¿qué no hubiera pintado de conocer el interior de una neurona de una mosca patilarga? Piénsese en el Dies irae que podría haber compuesto Verdi si hubiera conocido la suerte que corrieron los dinosaurios cuando, hace 65 millones de años, un asteroide del tamaño de una montaña irrumpió rugiendo desde el espacio exterior a 15.000 kilómetros por hora para impactar en la península del Yucatán, y el mundo entero se oscureció. Intente el lector imaginar la «Sinfonía de la evolución» de Beethoven, el oratorio de Haydn sobre «El universo en expansión», o el poema épico de Millón La Vía Láctea. En cuanto a Shakespeare… Pero no hace falta apuntar tan alto. Los poetas menores serían un buen comienzo.
Puedo imaginar, en algún otro mundo
Estúpido por primitivo, muy lejos en el pasado
En esta inmovilidad atroz, que sólo jadeaba y zumbaba,
Que los colibríes se apresuraban por las alamedas.
Antes que nada tuviera un alma,
Mientras la vida era un movimiento de materia, medio inanimada,
Esta pequeña pizca se desportillaba en brillo
Y pasaba zumbando a través de los lentos, enormes y suculentos tallos.
Creo que entonces no había flores,
En el mundo en el que el colibrí fulguraba delante de la creación.
Creo que perforaba las lentas venas vegetales con su largo pico.
Probablemente era grande
Como los musgos, y las lagartijas, dicen, fueron antaño grandes.
Probablemente era un monstruo punzante y terrorífico.
Lo observamos desde el extremo equivocado
del telescopio del Tiempo,
Por suerte para nosotros.[9]
Unrhyming Poems [Poemas sin rima], 1928
El poema de D.H. Lawrence sobre los colibríes es inexacto casi en todos sus detalles y, por lo tanto, superficialmente acientífico. A pesar de ello, no deja de ser una muestra pasable de cómo el tiempo geológico podría inspirar a un poeta. A Lawrence sólo le habrían faltado un par de clases de evolución y taxonomía para llevar su poema bajo el palio de la precisión, lo que no le habría restado nada de su poder cautivador y generador de reflexión como poema. Después de otra clase, Lawrence, hijo de minero, podría haber mirado con otros ojos su hogar de carbón, cuya energía fulgurante vio por última vez la luz del día (fue la luz del día) que caldeaba los helechos arbóreos del Carbonífero, para hundirse en la oscura bodega de la Tierra y permanecer sellada durante tres millones de siglos. Un obstáculo mayor hubiera sido la hostilidad de Lawrence ante lo que, equivocadamente, veía como el espíritu antipoético de la ciencia y los científicos, como cuando refunfuñaba que
El conocimiento ha matado al Sol, convirtiéndolo en una bola de gas con manchas… El mundo de la razón y la ciencia… éste es el mundo seco y estéril en el que habita la mente abstracta.
Casi me cuesta admitir que, de todos los poetas, mi favorito sea ese confuso místico irlandés, William Butler Yeats. Ya anciano, su desesperado y vano anhelo de inspiración le llevó a repetir los viejos temas de su joven virilidad de fin de siécle. ¡Qué triste rendirse así, náufrago entre sueños paganos, desamparado entre las hadas y el aciago carácter irlandés de su juventud amanerada, cuando, a una hora de viaje de su torre, Irlanda albergaba el mayor telescopio astronómico de la época! Se trataba del reflector de 180 centímetros construido antes del nacimiento de Yeats por William Parsons, tercer conde de Rosse, en el castillo de Birr (y hoy restaurado por el séptimo conde). ¿Qué no hubiera hecho una simple ojeada a la Vía Láctea a través del ocular del «Leviatán de Parsonstown» por el frustrado poeta que de joven había escrito estos versos inolvidables?
Tranquilo, tranquilo, corazón trémulo;
Recuerda la sabiduría de los viejos días:
Aquel que tiembla ante la llama y el diluvio,
Y los vientos que soplan a través de los caminos estrellados,
Deja que los vientos estrellados y la llama y el diluvio
Cubran todo y escóndete, porque él no forma parte
De la multitud solitaria y majestuosa.
De The Wind Among the Reeds [El viento entre los carrizos] (1899)
Éstas señan unas últimas palabras magníficas para un científico, como lo sería, ahora que lo pienso, el propio epitafio del poeta: «Echó una mirada impasible / A la vida, a la muerte. / ¡Jinete, pasa de largo!». Pero, como Blake, Yeats aborrecía la ciencia y la despreciaba (de forma absurda) como el «opio de los suburbios», instándonos a «avanzar sobre la ciudad de Newton». Esto es triste, y es lo que me mueve a escribir mis libros.
También Keats se quejaba de que Newton había destruido la poesía del arco iris al explicarlo. Por una implicación más general, la ciencia es el aguafiestas de la poesía; seca y fría, melancólica, arrogante y carente de todo aquello que un joven romántico podría desear. Proclamar lo opuesto es uno de los propósitos de este libro, y aquí me limitaré a la especulación no comprobable de que Keats, como Yeats, podría haber sido un poeta aún más grande si hubiera acudido a la ciencia para encontrar inspiración.
Se ha dicho que la formación médica de Keats pudo haberle permitido reconocer los síntomas mortales de su propia tuberculosis, como cuando diagnosticó ominosamente su propia sangre arterial. La ciencia, para él, no habría sido portadora de buenas nuevas, de manera que no sorprende tanto que encontrara alivio en un mundo antiséptico de mitos clásicos, y se perdiera entre zamponas y náyades, ninfas y dríadas, igual que Yeats entre sus equivalentes celtas. Por irresistibles que encuentre a ambos poetas, espero que el lector me perdone por preguntarme si los griegos habrían reconocido sus leyendas en Keats, o los celtas las suyas en Yeats. ¿Estuvieron estos grandes poetas tan bien servidos por sus fuentes de inspiración como podrían haberlo estado? ¿Acaso el prejuicio contra la razón sobrecargó las alas de la poesía?
Mi tesis es que el espíritu de maravilla que llevó a Blake al misticismo cristiano, a Keats al mito arcádico y a Yeats a los fenianos[10] y las hadas, es exactamente el mismo que impulsa a los grandes científicos; un espíritu que, si se reinyectara en los poetas en su versión científica, podría inspirar una poesía aún más grande. En favor de esta idea puedo aducir el género, menos elevado, de la ciencia ficción. Jules Verne, H.G. Wells, Olaf Stapledon, Robert Heinlein, Isaac Asimov, Arthur C. Clarke, Ray Bradbury y otros han utilizado la prosa poética para evocar el aspecto romántico de los temas científicos, ligándolos explícitamente en algunos casos con los mitos de la antigüedad. Lo mejor de la ciencia ficción me parece un género literario importante por derecho propio, injustamente menospreciado por algunos literatos pedantes. Más de un científico de renombre ha descubierto lo que yo llamo el espíritu de maravilla a través de una fascinación inicial por la ciencia ficción.
En la cota inferior del mercado de la ciencia ficción, ese mismo espíritu ha sido ultrajado con finalidades más siniestras, pero todavía puede discernirse el puente hacia la poesía mística y romántica. Al menos una religión importante, la cientología, fue fundada por un escritor de ciencia ficción, L. Ron Hubbard (cuyo artículo en el diccionario de citas de Oxford reza así: «Si de verdad quieres ganar un millón… lo más rápido es fundar tu propia religión»). Los adeptos del culto de la «Puerta del Cielo», muertos tras su suicidio colectivo, probablemente nunca supieron que la frase aparece dos veces en Shakespeare y otras dos en Keats, pero lo sabían todo de Star Trek y estaban obsesionados con esta serie. El lenguaje de su página en la red es una ridícula caricatura de la ciencia mal entendida, adornada con mala poesía romántica.
El culto a Expediente X ha sido defendido como inocuo porque, después de todo, es sólo ficción. A primera vista, es una defensa legítima. Pero la ficción reiterada (los culebrones, las series policiacas y similares) que, semana tras semana, presenta sistemáticamente una visión unilateral del mundo es justamente criticable. Expediente X es una serie de televisión en la que, cada semana, dos agentes del FBI se enfrentan a un misterio. Uno de los dos, la agente Scully, prefiere una explicación racional y científica; el otro, Mulder, acepta una explicación sobrenatural o que, como mínimo, glorifica lo inexplicable. El problema es que, de forma rutinaria e inexorable, la respuesta resulta ser siempre la explicación sobrenatural, o al menos el extremo «mulderiano» del espectro. Me dicen que, en los últimos episodios, incluso la escéptica agente Scully está empezando a ver tambalearse su confianza, y no me extraña.
Ahora bien, ¿no se trata acaso de ficción inocente? Pienso que tal defensa suena a hueca. Imagínese una serie de televisión en la que dos oficiales de policía resuelven un crimen cada semana. Siempre hay un sospechoso negro y un sospechoso blanco. Uno de los dos detectives siempre está predispuesto contra el sospechoso blanco, el otro contra el sospechoso negro; y, una semana sí y otra también, el sospechoso negro resulta ser el culpable. ¿Hay algo de malo en ello? ¡Después de todo, sólo es ficción! Por chocante que parezca, creo que la analogía es completamente justa. No estoy diciendo que la propaganda sobrenaturalista sea tan peligrosa o desagradable como la propaganda racista. Pero Expediente X suministra sistemáticamente una visión antirracional del mundo que, por su persistencia recurrente, es insidiosa.
Otra forma espúrea de la ciencia ficción converge en el mito falsificado, al estilo de Tolkien. Los físicos se codean con magos, extraterrestres interplanetarios escoltan a princesas que montan unicornios en jamugas, estaciones espaciales de mil portañolas surgen de la misma niebla sobre la que asoman castillos medievales con cuervos (o incluso pterodáctilos) que dan vueltas alrededor de sus torrecillas góticas. La ciencia auténtica, o calculadamente modificada, es sustituida por la magia, que es la salida fácil.
La buena ciencia ficción no tiene tratos con los conjuros mágicos de los cuentos de hadas, sino que asume que el mundo es un lugar ordenado. Hay misterio, pero el universo no es frívolo ni ligero de dedos en su capacidad de cambio. Si uno pone un ladrillo sobre una mesa, allí se queda a menos que algo lo mueva, aunque uno se olvide de que está allí. No hay duendes ni espíritus que se dediquen a lanzarlo por ahí con intenciones malévolas o caprichosas. La ciencia ficción puede chapucear con las leyes de la naturaleza, afectando de forma premeditada y preferible a una ley cada vez, pero no puede abolir la legitimidad y seguir siendo buena ciencia ficción. Los ordenadores de ficción pueden volverse conscientemente malévolos o incluso, en las magistrales comedias científicas de Douglas Adams, paranoides; las naves estelares pueden autopropulsarse hasta galaxias distantes por medio de alguna pretendida tecnología futura, pero la decencia científica se mantiene esencialmente. La ciencia permite el misterio, pero no la magia; permite rarezas que superan la imaginación más desenfrenada, pero no hechizos ni brujería, ni milagros baratos y fáciles. La mala ciencia ficción pierde su asidero en la legitimidad moderada y la sustituye por el licencioso «todo vale» de la magia. La peor de la mala ciencia ficción se alía con lo «paranormal», ese otro hijo bastardo y gandul del sentido de la maravilla que debiera motivar la auténtica ciencia. La popularidad de esta clase de seudociencia parece sugerir al menos la omnipresencia de dicho sentido de la maravilla, por mal que se aplique. Aquí reside el único consuelo que puedo encontrar en la obsesión premilenaria de los medios por lo paranormal, por el inmenso éxito de Expediente X y por los espectáculos televisivos en los que se nos hace creer que trucos rutinarios de magia violan la ley natural.
Pero volvamos al grato cumplido de Auden y a nuestra inversión del mismo. ¿Por qué algunos científicos se sienten como curas andrajosos entre duques literatos, y por qué tantas personas en nuestra sociedad los ven así? Estudiantes de ciencias de mi propia universidad me han hecho notar en ocasiones (con cierta nostalgia, porque en su cohorte la presión de los pares es fuerte) que su tema no se considera «fresco». Esto me lo demostró una joven y avispada periodista a la que conocí en una reciente serie de debates televisivos de la BBC. Parecía casi intrigada de conocer a un científico, pues, según me confesó, mientras estuvo en Oxford no conoció a ninguno. Su círculo los consideraba, desde la distancia, como «hombres grises», y se compadecían especialmente de su costumbre de levantarse de la cama antes del almuerzo. De todos los excesos absurdos, asistían a clase a las 9 de la mañana y después trabajaban en los laboratorios hasta el mediodía. Ese gran humanista y hombre de estado humanitario que fue Jawaharlal Nehru, como es propio del primer ministro de un país que no puede permitirse ocuparse de fruslerías, tenía una visión más realista de la ciencia.
Sólo la ciencia puede resolver los problemas del hambre y la pobreza, de la insalubridad y el analfabetismo, de la superstición y las costumbres y tradiciones letales, de los recursos enormes que se pierden, de un país rico habitado por gente que se muere de hambre… ¿Quién puede permitirse ignorar la ciencia hoy en día? Debemos buscar su apoyo en cada coyuntura… El futuro pertenece a la ciencia y a quienes se lleven bien con ella.[11]
(1962)
No obstante, la confianza con la que a veces los científicos afirman lo mucho que conocemos y lo útil que puede ser la ciencia puede desbordarse en arrogancia. Lewis Wolpert, el eminente embriólogo, admitió una vez que la ciencia es arrogante en ocasiones, pero luego añadió en voz baja que de hecho tiene motivos para serlo. Peter Medawar, Carl Sagan y Peter Atkins han dicho también cosas similares.
Arrogante o no, al menos aparentamos estar de acuerdo con la idea de que la ciencia avanza mediante la refutación de sus hipótesis. Konrad Lorenz, el padre de la etología, solía exagerar diciendo que esperaba refutar al menos una hipótesis favorita cada día antes del desayuno. Pero es cierto que los científicos, más que los abogados, los médicos o los políticos, por ejemplo, ganan prestigio entre sus iguales al admitir públicamente sus errores. Una de las experiencias formativas de mis años de estudiante universitario en Oxford tuvo lugar cuando un conferenciante norteamericano invitado presentó pruebas que refutaban de manera concluyente la teoría favorita de una venerable y muy respetada autoridad de nuestro departamento de zoología, la teoría que todos habíamos aprendido. Al final de la conferencia, el anciano se levantó, se dirigió a la parte frontal de la sala, estrechó calurosamente la mano del norteamericano y declaró, con tono sonoramente emotivo:
«Mi querido amigo, quiero darle las gracias. He estado equivocado durante los últimos quince años». Aplaudimos a rabiar. ¿Acaso existe otra profesión tan generosa hacia quienes admiten sus errores?
La ciencia avanza mediante la corrección de sus errores, y no esconde lo que aún no comprende. Pero lo que mucha gente percibe suele ser lo contrario. Cuando era columnista de The Times, Bernard Levin escribía esporádicamente diatribas contra la ciencia. El 11 de octubre de 1996 publicó una titulada «Dios, yo y el doctor Dawkins», con el subtítulo «Los científicos no lo saben y yo tampoco… pero al menos yo sé que no lo sé»; encima aparecía una caricatura mía como el Adán de Miguel Ángel que encontraba el dedo señalador de Dios. Pero, como cualquier científico afirmaría vigorosamente, está en la esencia de la ciencia saber qué es lo que no sabemos. Esto es precisamente lo que nos impulsa a averiguarlo. En una columna anterior, del 29 de julio de 1994, Bernard Levin se había burlado de la idea de los quarks («¡Que vienen los quarks! ¡Que vienen los quarks! ¡Corran si quieren salvar la vida!»). Después de algunos otros sarcasmos sobre la «noble ciencia» que nos ha traído los teléfonos móviles, los paraguas plegables y la pasta de dientes listada, pasó a una fingida seriedad:
¿Se comen los quarks? ¿Puede uno extenderlos sobre la cama cuando viene el frío?
Esta clase de preguntas no merecen que uno se moleste en responderlas, pero el metalúrgico de Cambridge Sir Alan Cottrell lo hizo unos días más tarde en una carta al director que sólo contenía dos frases:
Señor: Bernard Levin pregunta si los quarks se comen. Estimo que él devora 500.000.000.000.000.000.000.000.001 quarks cada día… Atentamente…
Admitir el propio desconocimiento es una virtud, pero complacerse en la ignorancia de las letras a una escala tal no sería tolerado por ningún editor. La ignorancia filistea de la ciencia todavía se considera lúcida e ingeniosa en algunos círculos. ¿Cómo explicar si no la siguiente bromita de un editor del Daily Telegraph? El diario informaba del hecho pasmoso de que un tercio de la población inglesa cree todavía que el Sol gira alrededor de la Tierra. En este punto el editor insertó una nota entre corchetes: «[¿Acaso no lo hace? Ed.]». Si una encuesta demostrara que un tercio del pueblo británico creía que Shakespeare había escrito La Ilíada, ningún editor fingiría humorísticamente su ignorancia de Homero. Pero presumir de ignorancia científica e incompetencia matemática es socialmente aceptable. Me he quejado tantas veces de esto que debo parecer una plañidera, de modo que me permitiré citar a Melvyn Bragg, uno de los críticos de arte británicos más justamente respetados, autor de un libro sobre los científicos, On Giant’s Shoulders [A hombros de gigantes] (1998).
Están también aquellos que son lo bastante afectados para decir que no saben nada de ciencia, como si de alguna manera eso los hiciera superiores. Lo que los hace es más bien necios, y los sitúa en el extremo de la colilla de esa antigua tradición británica de esnobismo intelectual que considera todo conocimiento, especialmente la ciencia, como «comercio».
Sir Peter Medawar, ese bravucón premio Nobel a quien ya he citado, dijo algo similar acerca del «comercio», ridiculizando vívidamente la aversión inglesa por todo lo que es conocimiento práctico.
Se dice que en la antigua China los mandarines permitían que las uñas de sus dedos (o al menos una de ellas) crecieran hasta hacerse largas en extremo, lo que las hacía manifiestamente inadecuadas para cualquier actividad manual. Así todo el mundo tendría claro que eran criaturas demasiado refinadas y elevadas para dedicarse nunca a tales ocupaciones. Es éste un gesto que no puede más que seducir a los ingleses, que sobrepasan a todas las demás naciones en esnobismo; nuestra fastidiosa aversión por las ciencias aplicadas y el comercio ha tenido mucho que ver con la actual posición de Inglaterra en el mundo.
The Limits of Science [Los límites de la ciencia] (1984)
La antipatía hacia la ciencia puede ser bastante puntillosa. Escuchemos el himno de odio hacia «los científicos» de la novelista y feminista Fay Weldon, publicado igualmente en el Daily Telegraph el 2 de diciembre de 1991. (Al señalar esta coincidencia no pretendo implicar nada, pues el periódico tiene un editor científico de lo más competente):
No esperen que los queramos. Nos prometieron mucho y no consiguieron dárnoslo. Ni siquiera intentaron dar respuesta a las preguntas que todos nos planteábamos cuando teníamos seis años. ¿Adonde fue la tía Maud cuando murió? ¿Dónde estaba antes de nacer?
Adviértase que esta acusación es exactamente la opuesta de la que hacía Bernard Levin (que los científicos no saben qué es lo que no saben). Si yo pretendiera ofrecer una respuesta en forma de conjetura simple y directa a ambas cuestiones sobre la tía Maud, es seguro que se me tacharía de arrogante y presuntuoso por ir más allá de lo que presumiblemente puedo saber, más allá de los límites de la ciencia. La señora Weldon continúa:
Ustedes piensan que estas preguntas son simplistas y embarazosas, pero son las que nos interesan. ¿A quién le importa lo que ocurrió medio segundo después del Big Bang, ni lo que pasó medio segundo antes? ¿Y qué hay acerca de los círculos en los campos?[12]… Los científicos, simplemente, no pueden enfrentarse a la noción de un universo variable. Nosotros sí.
La señora Weldon no aclara nunca quiénes constituyen ese colectivo anticientífico que identifica como «nosotros», y es probable que a estas alturas lamente el tono de su escrito. Pero vale la pena preguntarse de dónde proviene esta hostilidad patente.
Otro ejemplo de anticientifismo, aunque en este caso quizá sólo pretendía ser gracioso, es un texto de A.A. Gilí, un columnista que dispara cañonazos humorísticos en el Sunday Times (8 de septiembre de 1996). Dice de la ciencia que está constreñida por el método experimental y por los tediosos y penosos escalones del empiricismo. La compara con el arte y el teatro, con el encanto de las luces, los polvos mágicos, la música y el aplauso.
Hay estrellas y estrellas, querida. Algunas son garabatos insulsos y repetitivos sobre papel, y otras son fabulosas, ingeniosas, incitan a pensar, son increíblemente populares…
«Garabatos insulsos y repetitivos» es una referencia al descubrimiento de los pulsares por parte de Bell y Hewish en 1967, en Cambridge. El artículo de Gilí era una reseña de un programa de televisión en el que la astrónoma Jocelyn Bell Bumell recordaba el momento estremecedor en el que comprendió, observando el registro del radiotelescopio de Anthony Hewish, que lo que estaba viendo era algo sin precedentes. Era una joven en el umbral de su carrera, y aquellos «garabatos insulsos y repetitivos» en su rollo de papel le hablaban en tono revolucionario. No era algo nuevo bajo el sol, era una clase nueva de sol, un pulsar. Mientras que nuestro planeta tarda 24 horas en dar una vuelta completa, el periodo de rotación de los pulsares es de apenas una fracción de segundo. Pero el haz de energía que nos trae esta información, barriendo en redondo como un faro a esa velocidad asombrosa y marcando los segundos con más precisión que un cristal de cuarzo, puede tardar millones de años en llegar hasta nosotros. Querida, ¡qué absolutamente tedioso, qué locamente empírico! Prefiero polvos mágicos en la pantomima cada día.
No creo que esta antipatía displicente y superficial resulte de la tendencia general a matar al mensajero, o de culpar a la ciencia de malos usos políticos, como las bombas de hidrógeno. No, la hostilidad que he citado me parece más producto de una angustia personal que roza la fobia, derivada del temor a la humillación, porque se considera que la ciencia es demasiado difícil de conocer a fondo. Por extraño que parezca, no osaría ir tan lejos como John Carey, profesor de literatura inglesa en Oxford, en el prefacio de su admirable Faber Book of Science (1995):
Las hordas que cada año compiten por ser admitidas en los cursos de letras de las universidades inglesas, y el goteo de aspirantes a los de ciencias, atestiguan el abandono de la ciencia entre los jóvenes. Aunque la mayoría de académicos se muestra reticente a hablar claro, el consenso general parece ser que los cursos de letras son populares porque son más fáciles, y que la mayoría de estudiantes de letras simplemente no estaría a la altura de las exigencias intelectuales de un curso de ciencia.
Algunas de las ciencias más matemáticas pueden ser difíciles, pero nadie debiera tener problemas para comprender la circulación de la sangre y el trabajo de bombeo del corazón. Carey cuenta que citó unos versos de Donne ante una clase de treinta estudiantes del último año de literatura inglesa en una universidad importante: «¿Sabes de qué manera la sangre, que hasta el corazón fluye, / De un ventrículo al otro va?».[13] Carey les preguntó de qué modo fluye de hecho la sangre. Ninguno de los treinta se atrevió a contestar, menos uno que conjeturó que podía ser «por osmosis». Esto no sólo es incorrecto, es espectacularmente insulso. Insulso si se compara con el hecho de que la longitud total de los capilares a través de los cuales el corazón bombea la sangre de un ventrículo a otro es de más de 80 kilómetros. Si hay 80 kilómetros de tuberías empaquetados dentro de un cuerpo humano, es fácil deducir la fina e intrincada ramificación de tales tubos. No creo que ninguna persona verdaderamente culta pueda dejar de encontrar cautivador este pensamiento. Y a diferencia, por ejemplo, de la teoría de la gravitación cuántica, no es en absoluto difícil de comprender, aunque sí puede ser difícil de creer. Mi postura, por lo tanto, es más tolerante que la del profesor Carey. Me pregunto si, simplemente, estos jóvenes se han visto desanimados o insuficientemente inspirados por las clases de ciencia. El énfasis en los experimentos prácticos en la escuela, aunque sea perfectamente adecuado para algunos niños, podría ser superfluo o positivamente contraproducente para otros niños igualmente avispados, pero de otra manera.
Recientemente participé en un programa de televisión sobre la ciencia en nuestra cultura (precisamente el reseñado por A.A. Gilí). Entre las muchas cartas de reconocimiento que recibí había una con un comienzo conmovedor: «Soy un profesor de clarinete cuyo único recuerdo de la ciencia en la escuela es una larga temporada estudiando el mechero Bunsen». La carta me hizo pensar que es posible disfrutar del concierto de Mozart sin saber tocar el clarinete. En realidad, uno puede llegar a ser un conocedor experto de la música y no ser capaz de tocar una sola nota en ningún instrumento. Desde luego, la música se acabaría si nadie aprendiera a tocarla. Pero si todo el mundo creciera pensando que disfrutar de la música es sinónimo de tocarla, muchas vidas se verían empobrecidas.
¿No podríamos aprender a concebir la ciencia de la misma manera? Es ciertamente importante que algunas personas de entre las más brillantes y aptas aprendan a hacer ciencia como tema práctico. Pero ¿acaso no podríamos enseñar ciencia como algo que se puede disfrutar leyendo, como se puede disfrutar oyendo música en lugar de afanarse en ejercicios de cinco dedos para aprender a tocarla? ¿Quién puede reprocharle a Keats que huyera de la sala de disección? Darwin hizo lo mismo. Quizá si las lecciones que recibió hubieran sido menos prácticas, Keats habría mostrado más simpatía hacia la ciencia y hacia Newton.
Es aquí donde me gustaría acércame al más conocido periodista crítico de la ciencia de Gran Bretaña, Simón Jenkins, antiguo editor de The Times. Jenkins es un adversario más formidable que los otros que he citado, porque sabe de lo que habla. Admite sin dificultad que los libros de ciencia pueden ser inspiradores, pero lamenta la presencia excesiva de la ciencia en los planes de estudios de la educación obligatoria moderna. En una conversación grabada que mantuvo conmigo en 1996, decía:
De entre los libros de ciencia que he leído, se me ocurren muy pocos que pueda calificar de útiles. Sí han sido maravillosos. Ciertamente, me han hecho sentir que el mundo que me rodea es un lugar mucho más pleno, maravilloso y asombroso de lo que nunca creí que fuera. Ésta ha sido, para mí, la maravilla de la ciencia. Esta es la razón por la que la ciencia ficción conserva su apremiante fascinación. Ésta es la razón por la que el paso de la ciencia ficción a la biología es tan intrigante. Pienso que la ciencia tiene una historia magnífica que contar. Pero no es útil. No como un curso de estudios empresariales, o incluso un curso de política o economía.
La opinión de Jenkins de que la ciencia no es útil es tan idiosincrásica que la pasaré por alto. Por lo general, incluso sus críticos más severos admiten que la ciencia es útil, incluso demasiado, mientras que, al mismo tiempo, olvidan la opinión más importante de Jenkins, que puede ser maravillosa. Para ellos, el utilitarismo de la ciencia socava nuestra humanidad y destruye el misterio en el que a veces se piensa que medra la poesía. Otro periodista y pensador inglés, Bryan Appleyard, escribía en 1992 que la ciencia está haciendo un «espantoso daño espiritual» y nos está «induciendo a abandonamos, a abandonar nuestro verdadero yo». Lo que me retrotrae a Keats y su arco iris, y nos lleva al siguiente capítulo.