Como ya he dicho, yo no había tocado nada aún y al oír que alguien corría hacia la tienda, tuve la presencia de ánimo de golpear ruidosamente el suelo con los pies y también de empezar a gritar cuando aquel hombre me puso la mano encima.
Sin embargo, como hacía siempre que demostraba tanto más valor cuanto mayor era el peligro, cuando aquel individuo quiso detenerme sostuve con toda serenidad que había entrado para comprar media docena de cucharas de plata, y tuve la gran suerte de que aquel platero vendiera cubiertos e incluso los fabricase para otras tiendas. El hombre se echó a reír al oír aquella excusa y en su celo por destacar el servicio que había hecho a su vecino, insistió en que yo no había entrado para comprar, sino para robar. Con ello, se congregó una gran multitud. Dije al dueño de la tienda, que acababa de ser avisado por alguien que se había acercado, que era inútil armar un jaleo y seguir discutiendo acerca de aquel asunto. El vecino había insistido en que yo había entrado allí para robar y tendría que probarlo y yo deseaba que todos compareciéramos ante un magistrado sin necesidad de pronunciar más palabras, pues empezaba a comprender que lo mejor sería mostrarme inflexible con el hombre que me había sorprendido.
En realidad, el dueño y la dueña de la tienda no eran tan testarudos como el individuo de la casa de enfrente, y el hombre me dijo:
—Señora, tal vez hayáis entrado en mi tienda con la mejor intención del mundo, pero no deja de ser una cosa extraña entrar en una tienda como la mía no habiendo nadie en ella, y no haría justicia a mi vecino, que tan amable ha sido conmigo, si no reconociera que le asiste parte de razón. De todos modos, no puedo asegurar que intentarais apoderaros de algo, y en realidad no sé qué hacer.
Le apremié para que compareciera conmigo ante un magistrado, y si podía probárseme algo que indicase intención de robar yo me sometería de buena gana, pero si ocurría lo contrario exigiría una reparación.
Mientras debatíamos aquel punto y habiéndose congregado un nutrido grupo de personas ante la puerta, acertó a pasar por allí sir T. B., un regidor de la ciudad y juez de paz, y al enterarse el orfebre salió para rogar a Su Señoría que entrara y decidiera d caso.
Para hacer justicia al platero, he de decir que relató lo sucedido con toda exactitud y moderación, y el individuo que había querido detenerme contó su historia con gran acaloramiento y de un modo apasionado, cosa que me hizo más bien que mal. Me llegó a mí la vez de hablar y expliqué a Su Señoría que era forastera en Londres y que acababa de llegar del Norte. Le di mi dirección y expliqué que pasaba por la calle y había entrado en la tienda del joyero para comprar media docena de cucharas. Por suerte, llevaba una vieja cuchara de plata en el bolsillo, y sacándola le conté que llevaba aquella cuchara para compararla con media docena de cucharas nuevas, de modo que hicieran juego con otras que tenía en mi casa en el campo.
Al no ver a nadie en la tienda, había golpeado muy fuerte con los pies en el suelo para que alguien me oyera y también había llamado en voz alta. Era verdad que había objetos de plata en la tienda, pero nadie podía decir que los hubiese tocado, ni siquiera que me hubiera acercado a ellos. Entonces un individuo entró corriendo en la tienda, procedente de la calle, y me agarró con unos modales violentos en el preciso momento en que yo estaba llamando a la gente de la tienda y si hubiera tenido verdaderamente la intención de prestar un servicio a su vecino, se habría mantenido a distancia y habría vigilado en silencio para ver si yo tocaba algo o no, y en caso afirmativo habría podido entrar sorprendiéndome con las manos en la masa.
—Esto es cierto —dijo el regidor.
Y volviéndose hacia el hombre que me había detenido le preguntó si era verdad que yo estaba golpeando el suelo con los pies.
El hombre contestó que sí, pero que ello podía ser debido a su entrada en la tienda.
—Nada de eso —dijo el regidor, interrumpiéndolo—. Ahora os estáis contradiciendo, pues acabáis de decir que ella estaba en la tienda y que os daba la espalda, por lo que no pudo veros hasta que le pusisteis la mano encima.
Desde luego, yo había estado de espaldas a la calle, pero como mi oficio requería mirar un poco a todas partes a la vez, en realidad me había dado cuenta de que se acercaba aunque él no lo advirtiese.
Terminado el interrogatorio el regidor expuso su opinión de que el vecino había cometido un error y que yo era inocente. El orfebre y su esposa estuvieron de acuerdo y quedé en libertad, pero cuando me disponía a marcharme, el regidor dijo:
—¡Un momento, señora! Si pensabais comprar cucharas, espero que no permitiréis que este amigo pierda un cliente a causa de un error.
—No, señor, compraré las cucharas si hacen juego con ésta que he traído de muestra.
El joyero me enseñó varias del mismo juego, las pesó y me dijo que costaban treinta y cinco chelines. Yo saqué mi bolsa para pagarlas, y en ella llevaba unas veinte guineas, pues nunca salía sin llevar conmigo una suma respetable, por lo que pudiera ocurrir, y ya en otras ocasiones había sacado partido de ella.
Cuando el regidor vio mi bolsa, dijo:
—Perfectamente, señora. Ahora sí que estoy convencido de que os han interpretado mal. Os he pedido que comprarais las cucharas y me he quedado para presenciar la operación. Si no hubierais tenido dinero para pagarlas, habría sospechado que no habíais entrado en la tienda con intención de comprar, pues no me cabe duda de que las personas que abrigan designios como los que os pretendían achacar rara vez llevan tanto dinero en el bolsillo, como, según veo, lleváis vos.
Sonreí y dije a Su Señoría que en este caso debía algo de su favor a mi dinero, pero que esperaba que también juzgase razonable la justicia que me había hecho antes. Contestó que sí, pero que aquello había confirmado su opinión y que se hallaba plenamente convencido de que se me había infligido una afrenta. De este modo, abandoné aquel lugar con todos los honores, a pesar de haberme hallado al borde del desastre.
Tres días después, y sin que aquel peligro me hubiera hecho más cautelosa, como había sido antes, y siempre siguiendo la carrera que durante tanto tiempo había practicado, me aventuré en el interior de una casa cuya puerta estaba abierta y me apoderé, sin pensar que podía ser vista, de dos piezas de seda estampada de la llamada brocado y de gran calidad. No era una mercería ni el almacén de un mercero, sino que parecía una vivienda particular habitada por alguien que se dedicaba a vender los géneros de los tejedores a los tenderos actuando como intermediario.
Para abreviar esta página negra de mi historia, diré que fui sorprendida por dos criadas que se abalanzaron gritando contra mí cuando cruzaba la puerta, y una de ellas me metió de un empujón en el cuarto mientras la otra cerraba la puerta. Intenté parlamentar con ellas, pero no me dejaron. Dos dragones enfurecidos no hubieran mostrado más ira que ellas; rasgaron mis ropas y gritaron y rugieron como si se dispusieran a asesinarme. Vino después la dueña de la casa seguida por el propietario, y todos ellos se mostraron muy indignados, sobre todo en los primeros momentos.
Yo hablé con mucha finura dirigiéndome al dueño y expliqué que la puerta estaba abierta y que había cosas que representaban una tentación para mí, puesto que era pobre y muy desgraciada y que la pobreza era algo que a veces no se podía resistir, y le supliqué con lágrimas en los ojos que se apiadase de mí. La dueña de la casa inclinóse hacia la compasión y se mostró dispuesta a dejarme marchar y casi llegó a persuadir también a su marido, pero las dos malditas criadas habían salido, antes de que nadie se lo ordenase, en busca de un alguacil, y entonces el propietario de la casa dijo que no podía echarse atrás. Debía comparecer ante el juez, y explicó a su esposa que podía verse en un serio conflicto si me dejaba marchar.
La aparición del alguacil me paralizó de terror, y de haber podido me hubiera escondido debajo del suelo. Fingí desmayarme y algunos creyeron que había muerto. La mujer volvió a intervenir en mi favor y rogó a su marido que, puesto que no había cogido nada, me dejara marchar. Yo le ofrecí pagarle las dos piezas aunque no me había quedado con ellas, y argumenté que si él recuperaba lo que le pertenecía y no había sufrido pérdida alguna sería inhumano llevarme al patíbulo y verter mi sangre tan sólo por el intento de apoderarme de ello. Advertí al alguacil que no había violentado ninguna puerta ni me había llevado nada, y cuando comparecí ante el juez y alegué que no había forzado puertas ni me había llevado ninguna prenda, éste mostróse predispuesto a dejarme en libertad, pero la desvergonzada moza que me había detenido afirmó que yo me marchaba con las telas y que ella me lo impidió obligándome a entrar otra vez a empujones cuando ya me hallaba en el umbral. En vista de ello, el juez extendió la orden de arresto y fui trasladada a Newgate.
¡Horrible lugar! Mi sangre se hiela al oír su nombre. La prisión donde tantos amigos míos habían sido encerrados y desde la cual muchos partieron hacia el árbol fatal. El lugar donde mí padre pasó por tantos sufrimientos, donde yo vine al mundo y en el cual no esperaba más redención que una muerte infamante. Para terminar, el lugar que llevaba tanto tiempo esperándome y que hasta entonces, con un alarde de habilidad y de suerte, había conseguido evitar.
Hallábame ya presa y no me es posible describir el terror que me dominaba cuando me vi allí por primera vez y presencié a mi alrededor todos los horrores de aquel lugar siniestro. Me consideré perdida y pensé que nada podía esperar ya del mundo como no fuese salir de él de la manera más infamante. El ruido infernal, los rugidos, los juramentos y los clamores, el hedor y la suciedad y el sinnúmero de penosos detalles que allí pude observar parecían unirse para que aquello pareciera el anuncio del mismo infierno.
Entonces me reproché las muchas advertencias que mi propia razón me había hecho, y que ya he explicado antes, con respecto a mi extraordinaria suerte y a los muchos peligros que había esquivado, aconsejándome que me retirase mientras aún estaba a tiempo. Recordé también cómo me había resistido a ellas y había endurecido mis sentidos contra aquel temor. Parecióme como si un destino inevitable me hubiese arrastrado hacia aquel lugar y que iba a expiar todos mis delitos en el patíbulo. Pensé también que mi sangre debía servir de satisfacción a la justicia y que había llegado la última hora de mi vida y de mis fechorías. Estas ideas se mezclaron confusamente en mi cabeza y me sumieron en un abatimiento lleno de melancolía y desesperación.
Entonces me arrepentí sinceramente de todo mi pasado, pero este arrepentimiento no me proporcionó ninguna satisfacción, ni mucho menos la paz, pues me dije a mí misma que se trataba de un arrepentimiento fruto de la impotencia para cometer nuevos pecados. Me pareció que no lamentaba haber cometido aquellos crímenes, a pesar de ser ofensas contra Dios y el prójimo, sino que me dolía el castigo que iba a sufrir por ellos. Pensé que era una penitente, no por lo que había pecado, sino por los sufrimientos que me esperaban, y ello disipó en mis pensamientos toda tranquilidad e incluso la esperanza de un arrepentimiento auténtico. Durante unos días y unas noches después de mi llegada a aquel lugar maldito no me fue posible dormir y poco me hubiese importado morir allí mismo, aunque tampoco consideraba la muerte como es debido. En realidad, mi imaginación no podía concebir nada más horrible que aquel lugar y nada podía ser tan odioso para mí como las personas que me rodeaban. Me hubiera considerado feliz si me hubieran enviado a cualquier otra parte del mundo, con tal de que no fuese Newgate.
Además, ¡cómo se alegraron las otras presas que ya llevaban tiempo allí al enterarse de mi llegada! ¿Cómo? ¿Mistress Flanders ha llegado a Newgate por fin? ¿Qué? ¿Mistress Mary, mistress Molly, y después Moll Flanders a secas? Creían que el diablo me había estado ayudando, según dijeron, puesto que la suerte me había sonreído tanto tiempo. Hacía muchos años que me estaban esperando. ¡Y por fin había llegado! Después se burlaron de mi desgracia, me dieron la bienvenida a la casa, me aconsejaron que no me dejase abatir, me dieron ánimos, me dijeron que tal vez las cosas no me irían tan mal como yo temía y otras lindezas por el estilo. Después pidieron brandy y bebieron a mi salud, pero me obligaron a pagarlo alegando que yo acababa de llegar a la casa y que sin duda tenía dinero en el bolsillo, pues ellas no tenían ni un penique.
Pregunté a una de ellas cuánto tiempo llevaba allí y me contestó que cuatro meses. Inquirí qué impresión le había causado cuando llegó.
—La misma que a ti —me dijo—. Aborrecible y espantoso. Creí hallarme en el infierno y sigo creyéndolo todavía, pero ahora ya me he acostumbrado y me tiene sin cuidado.
—Supongo —aventuré yo— que tu vida no corre peligro.
—Te equivocas al suponerlo, te lo aseguro. Lo que ocurre es que alegué estar encinta, pero estoy tan embarazada como el juez que me juzgó y espero que no tardarán en volver a llamarme.
Se refería a volver a ser juzgada. Cuando a una mujer se le ha concedido una prórroga debido a su embarazo y resulta que no lo está o de estarlo ha dado a luz, se la vuelve a juzgar.
—¿Y cómo puedes estar tan tranquila? —le pregunté.
—¡Ay, hija! —replicó—. ¿Y qué quieres que haga? ¿De qué sirve entristecerse? Si me ahorcan, terminarán todas mis cuitas.
Y diciendo esto se alejó cantando una canción compuesta por algún ingenioso habitante de Newgate:
Si me cuelgan de la soga,
oiré el tañido de la campana[17]
y esto marcará el final de la pobre Jenny.
Menciono este detalle porque vale la pena que cualquier delincuente que haya ido a parar a la siniestra prisión de Newgate observe cómo el tiempo, la necesidad y la conversación con los desdichados allí recluidos llegan a convertir aquel lugar en algo familiar, y cómo al final logran reconciliarse con lo que al principio era su mayor preocupación recobrando en su infortunio la misma impúdica alegría y el mismo donaire que ostentaban antes de entrar allí.
No soy yo de los que aseguran que el diablo no es tan feo como lo pintan, pues no hay pluma que pueda trazar un cuadro auténtico del lugar ni espíritu que pueda concebirlo con exactitud sin haber estado allí. Pero el modo como el infierno puede convertirse gradualmente en algo natural, y no sólo tolerable sino incluso agradable, es un hecho incomprensible para los que, como yo, lo han experimentado.
La misma noche que fui conducida a Newgate mandé una comunicación a mi maestra, que tuvo una gran sorpresa, como bien puede suponerse, y pasó una noche casi tan terrible como la mía en la prisión.
Vino a verme la mañana siguiente e hizo cuanto pudo para reconfortarme, pero comprendió que sus esfuerzos eran inútiles. Sin embargo, como ella dijo, dejarse abrumar por el peso equivalía a incrementarlo y se puso inmediatamente a llevar a cabo las gestiones más apropiadas para evitar lo peor. Lo primero que hizo fue ponerse en contacto con una de las dos arpías que me habían sorprendido. Habló con ellas, trató de persuadirlas, les ofreció dinero y, en una palabra, trató por todos los medios imaginables de evitar su acusación. Llegó a ofrecer a una de las criadas cien libras para abandonar a su dueña y no comparecer en mi juicio, pero la muchacha se mostró tan obstinada que, a pesar de ser una sirvienta que no ganaría más de tres libras al año, rechazó la oferta y la hubiese rechazado, como dijo mi maestra, aunque hubiese llegado a las quinientas guineas. Después se dedicó a la otra criada que, al parecer, no era tan testaruda como la primera y a veces parecía inclinada a mostrarse compasiva, pero la otra se mantuvo en sus trece y la obligó a cambiar de opinión, y no sólo no cedió ante las súplicas de mi maestra, sino que llegó a amenazarla con hacerla prender si intentaba falsear la verdad.
Después la emprendió con el dueño de la casa, o sea con el hombre cuyos bienes yo había intentado robar, y en especial con su mujer que, como ya he dicho, sintió al principio cierta compasión por mí. Descubrió que la mujer seguía manteniendo el mismo criterio, pero el marido alegó que la misma justicia que me había arrestado a mí le obligaba a él a sostener la denuncia, y que no podía desentenderse de ello:
Mi maestra se ofreció para buscar amigos que se ocuparían de hacer desaparecer sus declaraciones, y que ello no debía inquietarle, pero no pudo convencerlo de que esto era posible ni de que podía pasarse sin reproducir su testimonio contra mí. Por tanto, yo iba a tener tres testigos de cargo, el dueño y las dos criadas, en una palabra, que podía estar tan segura de que me jugaba la vida como de que por entonces seguía viviendo y tan sólo me quedaba pensar en la muerte y prepararme debidamente.
Como he mencionado ya, contaba únicamente con una base muy endeble, puesto que todo mi arrepentimiento me parecía ser efecto del miedo que sentía en aquel momento y del pesar que debía sentir por la desastrosa vida que había llevado y que había sido causa de mis desdichas y por haber ofendido a mi Creador que no tardaría en convertirse en mi propio juez.
Pasé unos días allí con el alma llena de los más intensos horrores. Tenía la muerte ante mí, y día y noche no hacía más que pensar en horcas y sogas, en diablos y malos espíritus. No puedo expresar mi terror en palabras ni explicar cómo me hallaba acorralada entre la atormentadora aprensión de la muerte y el remordimiento de mi conciencia que me reprochaba mi desastroso pasado.
El capellán de Newgate vino a verme y me dirigió unas palabras, pero todos sus buenos oficios consistieron en alentarme para que confesara mi crimen, aunque no sabía la causa de mi encarcelamiento, sin cuyo requisito, según afirmó, Dios no me perdonaría nunca, y tan parco fue su parlamento que yo no obtuve el menor consuelo con sus palabras. Por otra parte, ver a aquel pobre hombre predicándome arrepentimiento por la mañana y descubrir que al mediodía ya estaba borracho de brandy me produjo una gran impresión, de modo que el capellán empezó a asquearme más que su misión, y lo mismo me ocurrió también con ésta de un modo gradual y por culpa suya. Al final, deseé que no viniera a importunarme más.
No sé cómo pudo ocurrir, a no ser que fuese obra de las infatigables gestiones de mi diligente maestra, pero lo cierto es que no tuve que comparecer en las primeras sesiones del gran jurado en Guildhall. Por tanto, tuve cuatro o cinco semanas de respiro. Esto hubiera tenido que ser aprovechado por mí como un tiempo adicional para reflexionar sobre mi pasado y como preparación paya lo que tenía que venir. En otras palabras, hubiera debido considerarlo como un período apto para mi arrepentimiento y emplearlo como tal, pero no pudo ser así. Lamentaba mucho, como antes, hallarme en Newgate, pero eran muy escasos los síntomas de arrepentimiento que se manifestaban en mí.
Por el contrario, igual que las aguas de las cavidades y grutas de las montañas que petrifican y convierten en roca todo aquello que se halla sometido a su goteo, mis continuas conversaciones con aquella pandilla de delincuentes que me rodeaba ejercieron sobre mí los mismos efectos que habían obrado sobre los demás. Fui degenerando hasta transformarme en piedra, en un ser estúpido y desprovisto de sentidos, y al final en un ser desequilibrado como ellos. Al poco tiempo me sentía tan complacida y a mis anchas en aquel lugar como si hubiese nacido allí.
Apenas resulta posible imaginar que nuestras naturalezas sean capaces de tanta degeneración como para llegar a considerar tranquilo y agradable un lugar donde reina la más absoluta miseria. He aquí una circunstancia de la que difícilmente podría hallarse un ejemplo peor. Me sentía todo lo exquisitamente desdichada que podía serlo una persona que poseyera vida, salud y dinero, como era mí caso.
Las culpas pesaban sobre mí con fuerza suficiente para hundir a cualquier criatura a la que quedara aún un mínimo de reflexión y conservase algún sentido de la felicidad de esta vida o de la desdicha de otra. Si antes había experimentado un principio de remordimiento, pero no de arrepentimiento, ya no sentía ni lo uno ni lo otro. Se me acusaba de un delito cuyo castigo, según nuestras leyes, era la muerte, y las pruebas eran tan evidentes que no me daban pie para declararme inocente. Poseía también la nombradía de una delincuente veterana, de modo que sólo me cabía esperar la muerte al cabo de unas semanas. Tampoco pasaba por mi mente la idea de evadirme, y en cambio, se había apoderado de mí un extraño letargo. No quedaban en mí ni zozobras, ni aprensiones, ni pena, y los efectos de la primera sorpresa se habían desvanecido. No sé que se había hecho de mí. Mis sentidos, mi razón, hasta mi conciencia, estaban adormilados. Durante cuarenta años, mi vida había sido una horrible mezcla de delitos, de prostitución, de adulterio, de incestos, de robos y de mentiras. En una palabra, con la excepción de la traición y el asesinato, nada había dejado de practicar desde los dieciocho años hasta los sesenta, edad en que me hallé ante las puertas del castigo. Pero a pesar de que la muerte se cernía ya sobre mí, no tenía una noción exacta de mi situación ni pensaba siquiera en el cielo o el infierno. Solamente experimentaba una ligera sensación semejante al dolor que se siente por una ligera punzada y desaparece. Tampoco tenía ánimos para pedir perdón a Dios, ni pensaba en ello. Y con esto, según creo, he ofrecido una breve descripción de la más lamentable miseria que pueda existir sobre la Tierra.
Todos mis aterradores pensamientos se habían esfumado, los horrores del lugar me eran ya familiares, y ya no me molestaban los ruidos y la algarabía de la prisión. En resumen, me habían convertido en un habitante más de Newgate tan vil y despreciable como cualquiera de los demás. Apenas conservaba los hábitos y costumbres de la buena educación que hasta entonces se habían transparentado en mi conversación y era tan grande la degeneración a la que había llegado que parecía como si nunca hubiera sido una persona distinta a lo que era entonces.
En este difícil momento de mi vida tuve otra súbita sorpresa que me inspiró un sentimiento de pesar del que ya me creía inmune. Me dijeron que la noche anterior, a hora ya muy avanzada, habían sido conducidos a la prisión tres salteadores de caminos que habían cometido un robo en la carretera que conduce desde Windsor hasta Hounslow Heath. Perseguidos hasta Uxbridge por las fuerzas del Condado, los tres bandoleros habían sido capturados después de ofrecer una viva resistencia. En el transcurso de la pelea resultaron heridos no sé cuántos habitantes del Condado, y algunos perdieron la vida.
No es de extrañar que todas las presas sintiéramos deseos de ver a tan bravos y destacados caballeros de los que se decía que no admitían comparación con los demás hombres del oficio, especialmente porque se rumoreaba que por la mañana serían trasladados a otra ala del edificio, puesto que incluso habían dado dinero al jefe de la prisión para que los trasladase a la parte mejor de la misma. Por tanto, todas las mujeres nos agrupamos a su paso para conseguir verlos, pero cuál no sería mi asombro y sorpresa al reconocer en el primero de ellos a mi marido de Lancashire, el mismo que vivía tan bien en Dunstable y el mismo al que más tarde vi en Brickhill cuando yo estaba casada con mi último marido, como ya he relatado.
Aquella visión me dejó aturdida y no supe qué hacer ni qué decir. Él no me reconoció y éste fue mi único consuelo. Me aparté de mis compañeras y me retiré a un lugar tan solitario como podía permitir aquel espantoso lugar, y allí lloré amargamente un buen rato.
«¡Soy un ser despreciable! —me dije a mí misma—. ¿A cuántas personas habré hecho desgraciadas? ¿A cuántos seres desdichados he mandado a hacer compañía al diablo?».
Cargué en mi conciencia todas las desventuras de aquel caballero. Me había dicho en Chester que estaba arruinado y que su fortuna había sido dilapidada por culpa mía, puesto que creyéndome mujer acaudalada había contraído deudas por un valor muy superior a lo que podía pagar y no sabía qué hacer. Me aseguró que se alistaría en el ejército y que tomaría el mosquete, o que compraría un caballo y se iría a correr mundo, como él decía, y aunque nunca le dije que yo poseía una fortuna y por tanto no llegué a mentirle a este respecto, desde luego lo alenté a creer tal cosa y por este motivo yo fui la causa y origen de sus fechorías.
La sorpresa de verlo allí me produjo una profunda impresión y me dio motivo para unas reflexiones más profundas que todas las que me había hecho hasta entonces. Día y noche estuve preocupándome por él, sobre todo cuando me dijeron que era el capitán de la banda y que había cometido tantos robos que a su lado Hind, Whitney o el Granjero Dorado no eran más que unos simples aficionados, y que sería ahorcado aunque fuese el único habitante del país en que había nacido. También me aseguraron que eran innumerables las personas que declararían en contra suya.
La compasión que por él sentía llegó a abrumarme. Mi propia situación no me inquietaba si la comparaba con la suya, y por su causa me llené de reproches. Lamenté su situación y el peligro que entonces lo amenazaba, hasta el punto de que nada fue capaz de consolarme y volvieron a acometerme las primeras reflexiones que antes me había hecho acerca de la vida horrible y detestable que había llevado hasta entonces, y con ellas el aborrecimiento del lugar en que me hallaba y de mi existencia en él. Cambié, pues, otra vez y me convertí en una persona distinta.
Mientras me hallaba bajo aquella penosa influencia, me llegaron noticias de que en las próximas sesiones del tribunal había una citación presentada ante el gran jurado contra mí y que a no dudar mi delito sería juzgado en el Old Bailey. Mi carácter había sufrido un gran cambio y la endurecida y maligna audacia de mi espíritu se derrumbó. Consciente de mis culpas, una sensación de responsabilidad empezó a adueñarse de mi espíritu. Dicho de otro modo, empecé a pensar, y ello significó el primer paso desde los infiernos hacia el cielo. Aquel carácter demoníaco y corrompido del que tanto he hablado antes no era sino una privación de la facultad de pensar, y el que recupera el don del pensamiento está salvado.
Tan pronto como empecé a pensar, lo primero que se me ocurrió fue exclamar:
—¡Dios mío! ¿Qué será de mí? ¡Es seguro que moriré! Con toda seguridad seré juzgada y después de ello no me quedará más que la muerte. No tengo amigos. ¿Qué voy a hacer? No cabe duda de que me condenarán. ¡Señor, tened piedad de mí! ¿Qué va a ser de mí?
Podrá creerse que, por ser los primeros después de tanto tiempo, aquellos pensamientos eran muy lúgubres, pero en ellos no había más que temor de lo que se avecinaba. En ninguno había ni un ápice de remordimiento.
Mi pavor era inmenso y mi desconsuelo inconmensurable. Al sentirme tan sola, sin nadie a quien poder confiar mis cuitas, aquel desasosiego pesaba de tal modo sobre mí que muchas veces prorrumpía en sollozos. Mandé a buscar a mi maestra y ella se comportó como una verdadera amiga. No dejó nada por remover para evitar que el gran jurado aceptara la denuncia contra mí. Buscó un par de componentes del jurado y habló con ellos haciendo todo lo que pudo para inculcarles una disposición favorable, alegando que yo no había robado nada, que no había forzado ninguna puerta, etc. Pero todo fue inútil, la mayoría se impuso y las dos criadas mantuvieron su acusación. El jurado aceptó la denuncia presentada contra mí por robo con fractura.
Cuando me enteré de aquellas noticias perdí el conocimiento, y cuando volví en mí creí que iba a morirme del disgusto. Mi maestra se comportó como una madre. Vino a verme y lloró conmigo, pero no consiguió consolarme. Para aumentar aún más mi terror, en toda la prisión se decía que aquello me costaría la vida. Podía oír a menudo cómo las demás presas lo comentaban entre sí, y veía cómo movían la cabeza a la vez que se lamentaban de ello como era costumbre en aquel lugar. Pero nadie venía a decirme algo, hasta que por fin uno de los carceleros se dirigió a mí en privado y me dijo suspirando:
—Mistress Flanders, vais a ser juzgada el viernes y estamos ya a miércoles. ¿Qué pensáis hacer?
Palidecí intensamente y contesté:
—¡Sabe Dios lo que voy a hacer! ¡Por mi parte, no tengo ni la menor idea!
—No quiero datos falsas esperanzas —dijo el carcelero—. Es mejor que os preparéis a morir, pues sin duda alguna seréis declarada culpable, y puesto que aseguran que sois reincidente en vuestros delitos, no creo que podáis contar con alguna clemencia. Dicen que vuestro caso está perfectamente claro y que los testigos jurarán de tal modo que sois culpable que nada podréis oponer en vuestra defensa.
Aquello fue como un golpe asestado en el punto más vital de un ser ya oprimido por sus temores, y durante un buen rato me sentí incapaz de articular palabra alguna. Por último, estallé en sollozos y exclamé:
—¡Dios mío! ¿Y qué puedo hacer yo?
—¿Hacer? —contestó el carcelero—. Enviar a buscar al capellán, enviar a buscar un sacerdote y hablar con él, pues a menos que contéis con muy buenos amigos, mistress Flanders, podéis consideraros borrada del mundo de los vivos.
No dejaba de ser un buen consejo, pero resultaba muy brusco para mí, o por lo menos así lo creí entonces. Me quedé sumida en la mayor confusión que pueda imaginarse y toda aquella noche la pasé despierta. Después empecé a rezar mis oraciones, cosa que había hecho muy pocas veces desde la muerte de mi último marido. No sé si puedo calificar de oraciones mis lamentaciones, pues era tan grande mi desasosiego y tan vivo el terror que sentía que aunque lloré y repetí varias veces la jaculatoria «¡Señor, tened piedad de mí!», en ningún momento tuve en cuenta que era una miserable pecadora ni pensé en confesar mis faltas a Dios pidiéndole perdón por mis muchos pecados. Me abrumaba la gravedad de mi situación, tener que ser juzgada y el estar segura de mi condena y ejecución, y pensando en ello grité durante toda la noche:
—¡Señor! ¿Qué será de mí? ¡Señor! ¿Qué puedo hacer? ¡Señor, me ahorcarán! ¡Señor, apiadaos de mí!
Mí pobre y afligida maestra estaba tan angustiada como yo y mostraba un arrepentimiento mucho mayor, aunque no corría peligro de tener que comparecer ante un tribunal para ser juzgada. No es que no lo mereciera tanto como yo, y ella era la primera en reconocerlo, pero no había hecho nada durante muchos años, aparte de hacerse cargo de lo que los demás robaban y alentarnos a seguir robando. Pero se echó a llorar desesperadamente, retorciéndose las manos y gritando que estaba perdida, que pesaba sobre ella una maldición de los cielos, que se condenaría, que había sido la perdición de todos sus amigos, que tal y cual habían acabado en el patíbulo por su culpa, y nombró a diez u once personas, algunas de las cuales eran conocidas mías, que habían tenido tan triste final. Añadió que era también la causa de mi desgracia, puesto que ella me había persuadido para continuar cuando yo estaba dispuesta a abandonar mi oficio. Al llegar a este punto, la interrumpí:
—¡No, señora, no! No digáis esto, puesto que vos queríais que me retirase cuando obtuve el dinero del mercero y también cuando regresé de mi viaje a Harwich, y yo no quise escucharos. Por tanto, no tenéis por qué acusaros. Soy yo la causa de mi ruina y la que me he precipitado en esta mísera situación.
Como puede verse, no había remedio y la acusación siguió en pie. El martes fui conducida a la sala de sesiones y allí se me comunicó mi proceso. Al día siguiente todo quedó listo para el juicio. Al incoarse el proceso me declaré «no culpable» y en realidad podía hacerlo, pues la acusación era de robo con premeditación, o sea por el robo de dos piezas de brocado, valoradas en cuarenta y seis libras y propiedad de Anthony Johnson y por forzar las puertas de la casa de éste. Yo sabía muy bien que nunca conseguirían probar que hubiese forzado las puertas ni siquiera que hubiera tocado un pestillo.
Cuando comenzó la vista y se leyó la acusación me entraron ganas de hablar, pero me habían dicho que primero debían hacerlo los testigos y que después se me concedería la palabra a mí, aunque dijeron la verdad procuraron agravar los hechos tanto como pudieron y juraron que las telas se hallaban en mi poder, que las había ocultado entre mis ropas, que me disponía a marcharme con ellas, que ya tenía un pie en el umbral cuando ellas llegaron, y que después puse el otro pie, de modo que me hallaba ya en la calle antes de que me detuvieran, y que después se apoderaron de mí, me obligaron a entrar de nuevo y recuperaron las piezas de tela. En general, aquellos datos eran verídicos pero creo, e insistí sobre el particular, que me detuvieron antes de que yo hubiera atravesado el umbral de la casa. Pero no era cosa que importase mucho, pues lo cierto es que me había apoderado de las piezas y me disponía a marcharme con ellas cuando fui sorprendida.
Sin embargo, alegué que no había robado nada, que ellos nada habían perdido, que la puerta estaba abierta y que yo entré al ver los géneros en el interior, con la intención de comprarlos. Si los había cogido al ver que no había nadie en la casa, esto no quería decir que tuviera la intención de robarlos, puesto que sólo los había llevado hasta la puerta, sin cruzarla, con la intención de examinarlos a la luz del día.
El tribunal no quiso admitir aquella justificación y rechazó la posibilidad de que yo pretendiera comprar las telas ya que la casa no era ninguna tienda para la venta al público. En cuanto a lo de llevarlas hasta la puerta para verlas mejor, las dos criadas se rieron con insolencia y exhibieron su ingenio ante el tribunal diciendo que sin duda las había examinado muy bien y que me habían gustado desde el momento que las había ocultado entre mis ropas y me disponía a marcharme con ellas.
Finalmente fui declarada culpable de robo, pero se me eximió de la agravante de fractura, cosa que me proporcionó muy escaso consuelo, toda vez que lo primero comportaba una sentencia de muerte, y lo segundo hubiera hecho otro tanto. El día siguiente volví a comparecer para escuchar la sentencia y cuando me preguntaron qué tenía que alegar antes de ser pronunciada la sentencia, permanecí silenciosa durante un buen rato, pero alguien que estaba detrás de mí me apremió en voz alta para que hablase ante los jueces, pues ello podía redundar en mi favor. Este consejo me animó y les dije que nada podía alegar para detener la sentencia, pero que sí podía decir mucho para suplicar la demencia del tribunal. Esperaba que se tuvieran en cuenta las circunstancias que habían concurrido en mi delito, pues no había violentado la puerta ni me había llevado nada; que nadie había sufrido pérdidas; que la persona a quien pertenecían aquellos bienes estaba dispuesta a unirse a mi petición de clemencia, cosa que hizo, y muy honradamente, y que, en el peor de los casos, se trataba de mi primer delito y que nunca había comparecido ante un tribunal de justicia. En resumen, hablé con más bríos de los que hubiera creído ser capaz y con un tono tan lleno de emoción y acompañado de lágrimas, aunque evitando que éstas pudieran entorpecer mi parlamento, que pude observar cómo provocaba la emoción de otras personas que estaban escuchándome.
Los jueces permanecieron graves y silenciosos, me concedieron plena audiencia y el tiempo necesario para decir todo lo que quisiera, pero sin afirmar ni negar pronunciaron la sentencia de muerte, una sentencia que fue para mí como la misma muerte y que me dejó anonadada. Todos mis ánimos me abandonaron, mi lengua enmudeció y mis ojos fueron incapaces de contemplar ni a Dios ni a los hombres.
Mi pobre maestra estaba desconsolada y ella, que había sido antes mi apoyo, necesitó ser reconfortada. Llorando y rabiando alternativamente, completamente fuera de sí, era la imagen exacta de una loca recluida en Bedlam. No sólo la desesperaba lo que me había ocurrido a mí, sino que la había invadido el horror ante su propia vida ruin, y empezó a contemplar su pasado de un modo muy distinto al mío, pues se mostró del todo arrepentida de sus pecados e invadida por el dolor ante tanto infortunio. Mandó también buscar a un sacerdote, un hombre recto, honrado y piadoso, y con su ayuda, se dedicó con tanta voluntad a conseguir un sincero arrepentimiento que tengo la seguridad, y también la tuvo el clérigo, de que pudo ser considerada como una auténtica penitente. Es más, no se limitó a serlo en aquella ocasión, dadas las circunstancias, sino que perseveró en su actitud, según supe después, hasta el día de su muerte. Es difícil expresar cuál era entonces mi situación. No tenía delante de mí sino una muerte inmediata, y como no contaba con amigos que pudieran ayudarme o hacer gestiones en mi favor, no esperaba más que ver mi nombre en la lista siniestra que debía de aparecer el viernes siguiente anunciando mi ejecución y la de cinco condenados más.
Entretanto, mi pobre maestra me procuró la visita de un sacerdote que vino a verme a instancias suyas primero, y mías después. Me exhortó gravemente a arrepentirme de todos mis pecados y a no perder más tiempo, sin engañarme a mí misma con esperanzas de vivir, pues, según me dijo, estaba informado de que no me quedaba ninguna posibilidad. Lo que tenía que hacer sin falta era elevar mi alma a Dios y suplicar su perdón en nombre de Jesucristo. Realzó sus exhortaciones con citas adecuadas de las Santas Escrituras recomendando el arrepentimiento a los peores pecadores e instándoles para que se apartaran de sus senderos tortuosos y después se arrodilló y rezó conmigo.
Por primera vez empecé a experimentar síntomas de un auténtico arrepentimiento y comencé a considerar mi pasado con horror y a tener un punto de vista distinto sobre los diversos aspectos de mi vida, y no fueron pocas las cosas que adquirieron otro aspecto del que tenían antes. Los hechos más destacados, , las sensaciones de felicidad y de alegría y las penas de mi existencia quedaron relegadas a segundo término y fueron sustituidas en mis pensamientos por algo infinitamente superior a todo lo que había conocido durante mi existencia hasta el punto de que me parecía una estupidez dar valor aunque fuese a lo más valioso de la tierra.
La palabra «eternidad» se me representó con todos sus incomprensibles aditamentos y adquirí unas nociones tan extensas acerca de ella que no sé cómo expresarlas. A su lado, ¡qué viles, groseras y absurdas parecían todas las cosas agradables! Me refiero a lo que antes había considerado como agradable y especialmente cuando pensaba que aquellos placeres tan sórdidos eran el cebo para que pusiéramos en peligro la felicidad eterna.
Estas reflexiones fueron acompañadas a su debido tiempo por severos reproches interiores contra mi vergonzosa conducta anterior. Descubrí que me había despojado de toda esperanza de felicidad en una eternidad en la que estaba a punto de entrar y que, por el contrario, me había hecho merecedora a todos los sufrimientos de una vida que, por desgracia, también era eterna.
No me siento capaz de dar lecciones a nadie, pero explico estas cosas del mismo modo que se me iban ocurriendo. Procuro expresarlo lo mejor posible, pero no acierto a describir, ni por asomo, la viva impresión que aquellos momentos causaron en mi alma. En realidad, aquellas impresiones no pueden expresarse con palabras, y si ello es posible no soy yo la que pueda hacerlo. El lector es quien debe reflexionar sobre ellas tal como le dicten sus propias circunstancias y, sin duda, en un momento u otro de su vida llegará a comprenderlas. Quiero decir que tendrá una visión más clara de los hechos que la que pueda tener ahora y una impresión más dolorosa al pensar en ellos.
Pero volvamos a mi historia. El capellán me apremió para que le contara, si me parecía conveniente, cuál era mi posición ante el más allá. Me dijo que no acudía a mí como capellán de la cárcel, cuya misión consiste en arrancar confesiones a los presos por motivos particulares, o para descubrir a otros posibles delincuentes, sino que su objetivo consistía en provocar en mí una libertad de palabra que me permitiera descargarme del peso de mis pecados y reconfortarme tanto como le fuera posible. Me aseguró que todo lo que le contara sería mantenido en secreto y como algo de lo que sólo Dios y yo éramos testigos. Dijo también que sólo deseaba saberlo todo para poder proporcionarme el consuelo y el apoyo que tanto necesitaba y para rogar a Dios por mí.
Este trato tan amistoso abrió la puerta de mis pasiones. Sus palabras me llegaron al fondo del alma y le conté todas las miserias de mi vida. En una palabra, le hice un resumen de toda esta historia y le ofrecí un retrato en miniatura de mi conducta durante cincuenta años.
No le oculté nada y él, a su vez, me exhortó para que procurara sentir un sincero arrepentimiento, me explicó lo que significaba aquella palabra y después trazó ante mí un cuadro de infinita misericordia, proclamado desde el cielo para los pecadores de la peor especie, que me privó del habla y me sumió en la desesperación al pensar que yo no podía ser aceptada. En esta situación me dejó la primera noche.
La mañana siguiente volvió a visitarme y siguió con su sistema consistente en explicar las condiciones de la misericordia divina. Según él, ésta se obtenía al mostrarnos sinceramente deseosos de conseguirla. Tan sólo se requería un sincero pesar y un arrepentimiento de todo cuanto malo había hecho y que me había convertido en objeto del castigo de Dios. No me siento capaz de repetir las pláticas excelentes de aquel hombre extraordinario; sólo puedo decir que infundó una nueva vida a mi corazón y me proporcionó una paz espiritual que no había conocido nunca en toda mi vida. Derramé abundantes lágrimas y sentí una vergüenza indecible al recordar mis delitos, pero al mismo tiempo experimenté una alegría interior ante la perspectiva de convertirme en una auténtica penitente y hacerme acreedora a los consuelos de mi nueva situación, o sea, a la esperanza de obtener el perdón. Y tan veloz corre el pensamiento y tan fuerte era la impresión que todo aquello me había producido que en aquellos momentos habría aceptado de buena gana mi ejecución sin ningún temor confiando en la infinita misericordia como penitente.
El buen clérigo se emocionó tanto al ver la influencia que sus palabras habían ejercido sobre mí, que dio gracias a Dios por haber venido a visitarme, y decidió no abandonarme hasta el último momento, o sea, no dejar de visitarme.
Pasaron no menos de doce días después de la vista de la causa sin que apareciera la orden de ejecución, pero, por fin, un miércoles fue publicada la lista de los que debían ser ejecutados, y mi nombre figuraba en ella. Aquello representó un golpe terrible para mí, a pesar de mi resolución. Mi corazón pareció paralizarse y me desmayé dos veces seguidas, pero no dije ni una palabra. El buen sacerdote me compadeció sinceramente e hizo además cuanto pudo para reconfortarme con los mismos argumentos y la misma elocuencia llena de emoción que había empleado conmigo los días anteriores, y aquella noche se quedó a mi lado hasta que los carceleros le dijeron que le encerrarían conmigo hasta la mañana siguiente, lo que él no aceptó.
Temí no poder verlo el día siguiente, puesto que era la víscera de la fecha fijada para la ejecución. Grandes eran mi pesadumbre y mi desconsuelo y me desesperaba no poder contar con el aliento que con tanto éxito me había prodigado en sus primeras visitas. Esperé con creciente impaciencia y presa de la mayor angustia hasta que, alrededor de las cuatro, entró en mi cuarto. Gracias al dinero, pues sin él nada podía conseguirse en aquel lugar, había obtenido el privilegio de no ser encerrada en la celda de los condenados con los demás prisioneros sentenciados a muerte, y disponía de un pequeño aposento para mí sola.
El corazón me dio un salto cuando oí su voz junto a la puerta, aun antes de verlo, pero júzguese cuál sería la impresión que me produjo cuando, después de ofrecerme una excusa por su ausencia, me comunicó que había empleado el tiempo en beneficio mío y que había logrado un informe favorable acerca de mi caso por parte del archivero del ministro de Estado. En otras palabras, me notificó que mi ejecución había sido suspendida.
A pesar de que empleó toda clase de precauciones para comunicarme aquella noticia que no podía serme ocultada so pena de incurrir en crueldad, la impresión fue excesiva para mí y de igual modo que antes me había trastornado el dolor, la alegría fue tan inmensa entonces que sufrí un desmayo mucho más peligroso que los de antes, y sólo con las mayores dificultades conseguí reponerme.
Después de dirigirme una cristiana exhortación para que la alegría de mi indulto no menguase mi arrepentimiento y de indicarme que tenía que marcharse para presentar la orden de aplazamiento a las autoridades de la prisión, el buen hombre se detuvo ante la puerta de mi celda y rogó a Dios por mí con vivo fervor.
Pidió que mi arrepentimiento fuese sincero y que mi retorno a la vida no significase una reincidencia en todas las locuras que había prometido tan solemnemente abandonar. Me uní de todo corazón a su plegaria y no es necesario añadir que toda aquella noche no cesé de pensar en la misericordia divina que me había otorgado la vida, y de arrepentirme de mis pecados pasados más que nunca, en un estado de beatitud completamente nuevo para mí.
Todo esto podrá parecer desligado del resto de esta narración y sobre todo aquellos que se hayan divertido con la lectura de mis fechorías tal vez no sepan apreciar esta parte, que es la que describe la mejor faceta de mi vida, la más beneficiosa para mí y la más aleccionadora para los demás. Pero quiero esperar que aun éstos me permitirán que complete mi historia. Sería demasiado sarcasmo afirmar que hay personas a quienes agrade más el crimen que el arrepentimiento, las cuales hubiesen preferido que mi historia acabase en tragedia, para lo cual faltó bien poco.
Pero sigo con mi relato. La mañana siguiente tuvo lugar una escena desgarradora en la prisión. Lo primero que me saludó al despuntar el día fue el tañido de la campana del Santo Sepulcro que indicaba el momento fatal. Apenas se dejó oír, levantóse un clamor de gritos y de llantos procedentes de la celda de los sentenciados en la que estaban encerrados los seis desdichados que debían ser ajusticiados aquel día, unos por distintos delitos y dos de ellos por asesinato.
Siguió una confusa algarabía general entre los demás presos, que expresaron su pesar por la suerte de aquellos infelices aunque de maneras muy distintas entre sí. Algunos lloraban por ellos, otros los aclamaban y les deseaban un buen viaje; otros maldecían a quienes los habían llevado a tan trágica situación, aludiendo a los testigos y jueces; muchos se apiadaban de ellos y algunos, muy pocos, rezaban por sus almas.
Apenas pude ordenar mi mente de modo que me fuese posible agradecer a la providencia misericordiosa que me había arrancado de las garras de aquella tragedia. Permanecí encerrada en un absoluto mutismo, abrumada por la situación, sin poder expresar lo que hervía en mi corazón. En tales ocasiones, los sufrimientos sufren alteraciones que llegan a desfigurar por completo todos sus matices.
Mientras tanto, los allí sentenciados se preparaban para morir y el capellán de la prisión iba de uno a otro exhortándolos a someterse a su suerte. Al pensar que yo hubiera podido contarme entre ellos me acometió un violento temblor como si estuviera sufriendo un ataque de fiebre, y me sentí incapaz de hablar ni de mirar. Tan pronto como los condenados subieron a los carros y se alejaron de allí, cosa que no tuve el valor de contemplar, prorrumpí en fuertes sollozos que no pude sofocar a pesar de que recurrí a todas mis fuerzas.
Aquel acceso de llanto me duró cerca de las dos horas, durante las cuales perecieron todos los condenados, y fue seguido por una humilde alegría que se convirtió en un verdadero transporte de agradecimiento que no acierto a describir y que continué sintiendo la mayor parte del día.
Al atardecer, el buen sacerdote volvió a visitarme y me dedicó una de sus acostumbradas pláticas. Me felicitó por el hecho de poder dedicar mucho tiempo a arrepentirme mientras aquellas seis desdichadas criaturas expiraban sin poder aprovechar sus posibilidades de salvación y me recomendó encarecidamente que mantuviera los mismos sentimientos que me iluminaban cuando me disponía a enfrentarme con la eternidad. Al final me indicó que no debía pensar que todo había terminado, puesto que un aplazamiento no equivalía a un indulto y que todavía no podía asegurarme los efectos de sus gestiones. Sin embargo, contaba ya con la merced de poder ganar tiempo y a mí me incumbía aprovechar la oportunidad.
A pesar de ser tan razonables, sus palabras entristecieron mi corazón, pues parecía como si él temiera que el asunto pudiera tener todavía un fatal desenlace. Me guardé mucho de pedirle explicaciones, pues era evidente que había hecho cuanto estaba en su mano para lograr un resultado halagüeño y que confiaba en conseguirlo, pero sin poder ofrecer una seguridad absoluta. Los acontecimientos siguientes probaron que estaba en lo cierto.
Transcurridos quince días empecé a temer verme incluida en la siguiente lista de ejecuciones. No sin grandes dificultades, y sobre todo gracias a una humilde petición de deportación, conseguí evitarlo, tan mala era mi fama y tanto pesaba el informe fatal de ser una reincidente. Sin embargo, en este punto no se me hizo la debida justicia, pues ante la ley yo no era reincidente, ya que nunca había comparecido ante tribunal alguno. Por consiguiente, los jueces no pudieron cargar sobre mis hombros esta agravante, a pesar de que el fiscal se obstinó en presentar mi caso como a él le pareció mejor.
Yo estaba casi segura de salvar la vida, pero bajo las duras condiciones de la deportación, cosa ya bastante mala en sí, aunque no tanto si se tenía en cuenta que yo no estaba en condiciones de oponerme a la sentencia. Todos preferimos cualquier cosa, por mala que sea, a la muerte, especialmente en una situación tan grave como la mía.
El buen sacerdote, gracias al cual, a pesar de no conocerme, había obtenido mi indulto, lamentó sinceramente esta resolución. Me aseguró que él hubiera preferido que yo terminase mi vida bajo la influencia de un beneficioso arrepentimiento en vez de volver a encontrarme entre gentes de la peor extracción como suelen ser los condenados a destierro. Dijo también que sería un verdadero milagro si no volvía a las andadas.
He de mencionar otra vez a mi maestra, que había caído gravemente enferma a causa de aquel desastre. Al verse tan cerca de la muerte a consecuencia de su enfermedad como yo a causa de mi sentencia, se arrepintió sinceramente de sus culpas. No hablaba de ella porque pasé mucho tiempo sin verla, pero cuando recobró su salud y se vio con fuerzas para salir, no vaciló en venir a verme.
Le expliqué mi situación, así como mis cuitas y las esperanzas que se habían despertado en mí y le conté cómo había escapado a mi siniestro destino y en qué condiciones, y ella estaba presente cuando el clérigo expresó el temor de mi posible recaída por las malas compañías que suelen frecuentar los deportados. En realidad, yo era la primera en abrigar esta duda, pues de sobras conocía la clase de personas que me acompañarían en el exilio, y tuve que confesar a mi maestra que los temores del buen sacerdote no carecían de fundamento.
—Estoy de acuerdo —repuso ella—, pero espero que el horrible ejemplo de esa gente no te haga cambiar de idea.
Apenas se hubo marchado el sacerdote, mi maestra me pidió que no me desalentara, pues había una probabilidad de hallar una solución a mi problema, añadiendo que más tarde entraríamos en detalles acerca de ello.
La miré con fijeza y me pareció que su aspecto era más animoso que de costumbre. Inmediatamente concebí una serie de ideas relacionadas con mi liberación, aunque me fuese imposible concretar ni una sola de ellas y mucho menos descubrir alguna posibilidad. Pero no estaba dispuesta a dejarla marchar sin que me diera explicaciones y, a pesar de su resistencia, prevaleció mi insistencia y tuvo que contestarme con las siguientes palabras:
—Tienes dinero, ¿no es cierto? ¿Has oído hablar de alguien que fuese deportado teniendo un centenar de libras en el bolsillo, chiquilla?
Entonces comprendí sus insinuaciones, pero le contesté que lo dejaba en sus manos, toda vez que no veía más camino que el estricto cumplimiento de la sentencia, y que ésta debía ser considerada como una merced.
—Veremos qué puede hacerse —me contestó escuetamente antes de marcharse.
Después de firmada la orden de deportación, permanecí en la prisión unas quince semanas más. Desconozco los motivos, pero lo cierto es que pasado este tiempo fui embarrada en un barco anclado en el Támesis con un grupo formado por las trece criaturas más viles que Newgate había albergado en aquellos tiempos. Se necesitaría un libro mucho más extenso que éste para describir hasta qué punto de malicia y de villanía habían llegado mis trece acompañantes y su comportamiento durante el viaje. El capitán del barco me dio detalles muy divertidos e incluso hizo que su oficial redactara un relato escrito.
Sería demasiado aburrido describir aquí los pequeños incidentes que me acaecieron en este período, o sea, entre la orden definitiva de deportación y el momento en que embarqué.
Estoy demasiado cerca del final de mi historia para ocuparme de ellos, pero no puedo omitir lo que me ocurrió con mi esposo de Lancashire.
Como ya he referido, mi marido había sido trasladado desde las celdas comunes de la prisión a las que daban al patio, junto con sus tres camaradas, y digo tres porque poco después capturaron a otro de la banda. Por razones que desconozco pasaron allí casi tres meses sin que se les llamara a juicio. Tengo la impresión de que habían encontrado el medio de sobornar a alguno de los testigos de la acusación y que durante aquel tiempo fue necesario acumular las pruebas necesarias para proceder a la vista de la causa. Después de no pocas dificultades consiguieron reunir por fin pruebas contra dos de ellos y los hicieron comparecer ante los jueces, pero los otros dos, uno de los cuales era mi marido, vieron aplazado su juicio.
Según creo, había una prueba positiva en contra de cada uno, pero como la ley obligaba a que fuesen dos los testigos de cargo, nada podía hacerse por el momento. Sin embargo, los jueces no estaban dispuestos a decretar su libertad, sabiendo que tarde o temprano contarían con nuevas pruebas, y para acelerar el asunto se ordenó la publicación de unos bandos proclamando que cualquiera que hubiese sido robado por aquellos dos presos tenía que pasar por la prisión y reconocerlos si éste era el caso.
Aproveché esta oportunidad para satisfacer mi curiosidad fingiendo haber sido víctima de un robo en la diligencia de Dunstable y dije que deseaba ir a ver a los dos bandoleros. Pero cuando entré en el patio de la cárcel oculté mi rostro de modo que él no pudiera verme ni saber quién era yo y cuando volví proclamé públicamente que los había reconocido.
En el acto corrió por la prisión el rumor de que Moll Flanders atestiguaría contra uno de los salteadores y que, gracias a ello, escaparía a la deportación.
Los dos presos se enteraron e inmediatamente mi marido expuso sus deseos de ver a aquella mistress Flanders que tan bien le conocía y que se disponía a atestiguar en contra suya, y como es lógico se me dio permiso para entrevistarme con él.
Me vestí con las mejores ropas de que pude disponer y me dirigí al patio de los presos, pero durante algún tiempo oculté mi rostro con un capuchón. Al principio, él se mostró muy poco hablador y sólo me preguntó si lo conocía. Contesté afirmativamente, pero seguí manteniendo oculto mi rostro y alteré la voz, de modo que él no pudiera sospechar con quién estaba hablando. Él me preguntó entonces si lo había visto alguna vez, y yo le contesté que sí, entre Dunstable y Brickhill, pero volviéndome hacia el guardián que asistía a la entrevista le rogué que me permitiera hablar con el preso a solas.
El hombre asintió muy cortésmente y se retiró.
Apenas se hubo marchado y cerrado la puerta, me despojé de mi capucha y, estallando en sollozos, exclamé:
—¿No me reconoces, querido?
Él palideció y no pudo proferir palabra, como si hubiera sido herido por un rayo. Por fin, sin recuperarse de su sorpresa, sólo atinó a decirme:
—Deja que me siente.
Dejándose caer en una silla, apoyó un codo sobre la mesa y, sosteniéndose la cabeza con la mano, fijó los ojos en el suelo, como si estuviera aturdido.
Entretanto yo lloraba con tal vehemencia que pasó un buen rato antes de que pudiera hablar otra vez, pero cuando mis copiosas lágrimas consiguieron aliviarme un poco, repetí las mismas palabras de antes:
—¿No me reconoces, querido?
—Sí —me contestó sin poder añadir nada más. Después de largo rato de estupor, me miró y preguntó:
—¿Cómo has podido ser tan cruel? De momento no comprendí a qué se refería y contesté:
—¿Cómo puedes llamarme cruel? ¿En qué he sido cruel contigo?
—¿Acaso venir a verme en un lugar como éste no equivale a un insulto? Yo no te he robado nada, por lo menos en la carretera.
Al oír esto me di cuenta de que él nada sabía de las tristes circunstancias que yo estaba atravesando y que creía que al enterarme yo de que estaba preso había acudido allí para reprocharle su abandono. Pero era mucho lo que tenía que decirle para sentirme incomodada, y en breves palabras le aseguré que nada había más lejos de mi intención que ir a verlo para insultarlo y que mi objeto era condolernos mutuamente. Añadí que pronto se convencería de ello cuando le contara que mi situación era peor que la suya en muchos aspectos. Al oír esto, mi marido mostró su preocupación pero me preguntó con una sonrisa escéptica:
—¿Cómo puede ser esto? ¿Vienes a verme, estando yo preso en Newgate y habiendo sido ejecutados ya dos de mis compañeros, y dices que tu situación es peor que la mía?
—Mira, querido —contesté—, tendremos que hablar durante un buen rato si empiezo a relatar mi historia, pero si estás dispuesto a escucharme pronto te convencerás de lo que te digo.
—¿Cómo puede ser posible —repitió él—, si en el próximo juicio espero ser condenado a muerte?
—Verás que es posible cuando te diga que yo he sido juzgada hace tres sesiones y condenada a muerte. ¿No crees que estoy peor que tú?
Enmudeció otra vez, estupefacto, y exclamó:
—¡Desdichada pareja…! ¿Cómo ha podido ocurrir todo esto?
—Vamos, vamos, querido, siéntate y comparemos nuestras cuitas. Estoy presa en esta misma cárcel y en circunstancias mucho peores que las tuyas. Cuando te cuente los detalles, te convencerás de que no he venido aquí para insultarte.
Nos sentamos y yo le conté lo que creí más conveniente acerca de mi vida, pintándome como sumida en la mayor pobreza y rodeada de compañías que me habían llevado hasta el punto de intentar resolver mi situación por medios que yo desconocía hasta entonces. Después le expliqué mi intento de robo en la casa del comerciante y cómo fui detenida al cruzar la puerta y obligada por la criada a volver a entrar. Añadí que no había forzado ninguna cerradura ni me había llevado nada, pero que a pesar de ello fui considerada culpable y condenada a muerte y que, antes de la ejecución, los jueces, conmovidos ante la gravedad de mi situación, habían accedido a suspender la sentencia con la condición de que fuese deportada.
Le conté también que temía lo peor al ser confundida con una tal Moll Flanders, célebre ladrona de la que todos habían oído hablar, pero a la que nadie había visto. Como él sabía, mi nombre no era éste, pero no tuve más remedio que cargar con toda la culpa y con aquel nombre fui juzgada como reincidente habitual, aunque aquélla fuese la primera vez que comparecía ante un tribunal. Narré todo lo que me había acontecido desde la última vez que nos habíamos visto, sin omitir la ocasión en que lo vi en Brickhill, cuando le perseguían, y mis afirmaciones de que lo conocía como un caballero honrado. Gracias a ello cesó su persecución y los alguaciles se dieron por satisfechos.
Escuchó con atención todo mi relato, sonriendo ante la mayor parte de los detalles, que eran insignificantes al lado de las aventuras que él había corrido, pero cuando mencioné lo de Brickhill se quedó sorprendido.
—¿Fuiste tú, querida, quién burló a la gente que nos estaba pisando los talones en Brickhill? —me preguntó.
—Sí, fui yo contesté.
Y añadí toda clase de pormenores acerca de aquel asunto.
—En este caso fuiste tú quien me salvó la vida aquella vez, y me alegro de debértela, pues pienso devolverte el favor. Te sacaré de aquí, aunque mi empeño me cueste la vida.
Me resistí a ello asegurándole que el riesgo era excesivo y que no valía la pena de correrlo, sobre todo cuando se trataba de mi vida, que no tenía ningún valor.
—No digas esto, pues se trata de una vida que para mí tiene un valor incalculable —me aseguró. Es una vida que sirvió para salvar la mía, pues hasta aquel día en Brickhill nunca había corrido un serio peligro de perderla.
Refirió entonces el peligro que lo amenazó por el hecho de creer que nadie le perseguía, pues habían salido de Hockley por otro camino y habían llegado hasta Brickhill a campo traviesa, seguros de no haber sido vistos por nadie.
A continuación me hizo un extenso relato de su vida, una historia verdaderamente curiosa y hasta cierto punto divertida. Me contó que se había dedicado al oficio de salteador de caminos doce años antes de casarse conmigo, que la mujer que se hacía pasar por su hermana no guardaba parentesco alguno con él, sino que pertenecía a su banda y vivía en la ciudad para informarle acerca de sus numerosos conocidos y que le suministraba detalles concretos de las personas que se ausentaban de la ciudad, gracias a lo cual había conseguido muy cuantiosos botines. Me aseguró también que aquella mujer creyó haberle proporcionado una fortuna cuando me presentó a él, pero que en esto se equivocó, cosa por la que no podía achacársele, en realidad, culpa alguna. Dijo que de haber sido verdad lo de mi opulencia, estaba resuelto a abandonar su profesión y a vivir una existencia tranquila y apacible sin aparecer en público hasta poder beneficiarse de un indulto general o conseguir, gracias a su dinero, un perdón particular. Sin embargo, como las cosas fueron muy distintas, se vio obligado a reorganizar su banda y volver a su antiguo oficio.
Me explicó con muchos detalles algunas de sus aventuras, en particular la que corrió al asaltar la diligencia de West Chester cerca de Lichfield, y en la que consiguió un espléndido botín, y el atraco a cinco ganaderos que se dirigían a la feria de Burford, en Wiltshire, para comprar ovejas. Estos dos golpes le proporcionaron mucho dinero y si hubiese sabido dónde poder hallarme habría accedido a mi proposición de marcharnos los dos a Virginia o instalarnos en alguna de las colonias inglesas en América.
Me aseguró que me había escrito dos o tres cartas a la dirección que yo le indiqué, pero que nada más había sabido de mí. Bien sabía yo que esto era verdad, pero como las cartas llegaron a mi poder cuando yo vivía con mi otro marido, nada pude hacer más que dejar de contestarlas para que él creyese que no las había recibido.
Habiendo sufrido aquella decepción, continuó con sus actividades delictivas, aunque después de conseguir tanto dinero no corriera ya riesgos tan desesperados como los de antes. Después me contó varias peleas terribles que había librado en los caminos contra viajeros que supieron defender con encono sus bienes, y me mostró varias heridas que había recibido, en particular una de pistola que le rompió el brazo y otra de espada que lo atravesó de parte a parte, aunque sin llegar a sus órganos vitales. Uno de sus camaradas le demostró su lealtad ayudándole a cabalgar durante ochenta millas, antes de que su brazo empezara a empeorar. Luego visitaron a un cirujano de una ciudad lejana fingiendo ser unos caballeros que al dirigirse hacia Carlisle habían sido asaltados por unos bandoleros y que un disparo le había roto el brazo. Aquel amigo supo presentar tan bien la situación que no sólo nadie sospechó de ellos, sino que pudieron permanecer a buen cubierto hasta que la herida estuvo completamente curada. Mucho más me contó de sus andanzas, pero, con gran sentimiento por mi parte, omito su relato, puesto que ésta es mi historia y no la de mi esposo.
A continuación me interesé por las circunstancias por las que atravesaba en aquellos momentos y por el resultado que esperaba de su juicio. Me aseguró que no había pruebas contra él, o que eran muy menguadas. Tenía la suerte de que en los tres robos de los que se les hacía responsables, él sólo había tomado parte en uno y que únicamente existía un testigo de cargo, lo cual no bastaba. Sin embargo, se esperaba que se presentaran otros y cuando yo llegué creyó que acudía con este objeto. De todos modos, si alguien comparecía para atestiguar contra él, aún le quedaba una posibilidad, pues se le había insinuado que si se sometía voluntariamente a la deportación se pasaría por alto su juicio. Pero él no quería ni pensar en ello creyendo que era preferible dejarse ahorcar.
Le reprendí por estas palabras diciéndole que lo reprendía por dos razones: primera, porque si era deportado dispondría de mil medios, siendo como era un caballero y un hombre audaz y emprendedor, de volver a la patria, y segundo, porque tal vez incluso pudiera también evitar el viaje de ida. Sonrió al oírme y dijo que de las dos ideas prefería la segunda, pues le causaba horror ser enviado a las plantaciones del mismo modo que los romanos condenaban a sus esclavos a trabajar en las minas. Insistió también en que creía preferible la horca a la deportación, y que ésta era la creencia general de todos los caballeros a quienes las circunstancias obligaban a adoptar el oficio de bandolero, pues el patíbulo era, por lo menos, el punto final de todas las miserias terrenales, y en cuanto a lo que viniera después, su opinión era de que cualquiera podía tener las mismas probabilidades de arrepentirse sinceramente en los últimos días de su vida con todos los temores y las agonías de las celdas y en la fosa de los condenados que en los bosques y lugares salvajes de América, puesto que la servidumbre y los trabajos manuales eran cosas a las que ningún caballero podría acostumbrarse nunca y que ello sólo podía obligarles a convertirse en sus propios verdugos, cosa que sería muchísimo peor, y que, en vista de todo ello, no quería ni oír hablar de deportación.
Hice cuanto pude para persuadirle y uní a mis argumentos las lágrimas, la más poderosa de las armas femeninas. Alegué que la infamia que representaba una ejecución pública era mucho peor para el ánimo de un caballero que todas las mortificaciones que pudiera tener que soportar en el extranjero y que la deportación significaba por lo menos una posibilidad de seguir viviendo mientras que la horca era el final de toda esperanza. Añadí también que no le costaría mucho granjearse la amistad del capitán del barco, pues suelen ser hombres de buen humor y de cierta alcurnia, y que su dinero no tardaría en permitirle abrirse un camino cuando llegase a Virginia.
Me miró pensativo y creí adivinar que carecía de dinero, pero me equivoqué, pues su mente estaba enfocando otra cuestión.
—Acabas de insinuar, querida, que tal vez haya algún medio para evitar el viaje por lo que cabe suponer la posibilidad de sobornar a alguien aquí. Preferiría entregar doscientas libras para evitarme el destierro que cien libras para ser puesto en libertad al llegar a América.
—Dices esto, querido, porque no conoces aquello tan bien como yo.
—Es posible que sea así —replicó él—, pero no por ello dejo de creer que tú harías lo mismo a no ser porque tu madre, según me dijiste, vive en América.
Contesté que lo más probable era que mi madre hubiese muerto hacía ya muchos años y en cuanto a mis demás parientes en aquellas tierras no los conocía siquiera. Debido a los infortunios que me habían reducido a tan mísera condición durante los últimos tiempos, no había mantenido correspondencia alguna con ellos, y por consiguiente cabía esperar una fría acogida por parte de mis familiares si les hacía mi primera visita como presa deportada, así es que si iba allí, estaba dispuesta a no comparecer ante ellos. No obstante, eran muchos los planes que me había forjado y que me proporcionaban cierta resignación. En cuanto a él, si se veía obligado a partir, yo cuidaría de aleccionarlo para que nunca hubiera de convertirse en un sirviente, sobre todo si no le faltaba el dinero, ya que éste era el mejor amigo en tales situaciones.
Sonrió y me dijo que él no había dicho que tuviera dinero. Lo interrumpí para decirle que no había interpretado bien mis palabras y que yo no esperaba ninguna ayuda monetaria por parte de él, sino que, por el contrario, aunque yo no lo poseyera en cantidad, más bien lo añadiría al suyo para que tuviera más medios para desenvolverse en caso de tener lugar la deportación.
Él me contestó con el mayor afecto diciéndome que no contaba con una cantidad muy importante, pero que nunca me negaría nada si yo se lo pedía, y me aseguró que no tenía el menor inconveniente en hablar conmigo de tales asuntos y que lo que más le interesaba era lo que yo le había insinuado antes porque en su país sabía desenvolverse muy bien, pero que en otro lugar se convertiría en el ser más ignorante y desgraciado del mundo.
Le contesté que se atormentaba en vano y que si tenía dinero, de lo cual yo me alegraba mucho, no sólo podría evitar la servidumbre que se suponía debía ser la consecuencia de la deportación, sino que conseguiría empezar una nueva vida en la que no habría fracaso alguno, siempre y cuando aplicase a ella un mínimo de esfuerzo. No podía dejar de recordar que era lo que yo le había recomendado tantos años antes, proponiéndoselo para que sirviera de mutuo amparo para los dos y de punto de partida para arreglar nuestras existencias. Añadí entonces que para demostrarle mis razones y también para convencerle de las probabilidades de éxito, vería como yo me libraba de la pena de la deportación y, una vez libre, me iría con él por mi propia voluntad y llevándome el dinero que me hubiese bastado para subsistir sin ayuda de nadie. Dije también que nuestros infortunios habían sido tan grandes que los dos teníamos que hacernos a la idea de abandonar nuestro país para ir a vivir donde nadie pudiera atormentarnos con nuestro pasado y donde no existieran recuerdos de la prisión ni de los terrores de la celda de los condenados. Una vez allí podríamos contemplar con mayor tranquilidad el desastre de nuestra vida anterior sabiendo que nuestros enemigos nos habían olvidado por completo y que podíamos vivir como habitantes de un mundo nuevo sin que tuviéramos que dar explicaciones a nadie.
Utilicé tantos argumentos y contesté tan atinadamente a sus obstinadas objeciones que me abrazó y me dijo que lo había convencido, que seguiría mis consejos y que se sometería a su suerte con la esperanza de contar con mi apoyo y con una compañera tan buena en su miseria.
Sin embargo, volvió a recordarme lo que antes yo había mencionado, o sea, la cuestión de evitar el viaje, lo cual, según me dijo, sería lo mejor de todo. Repliqué que ya lo vería y que podía estar convencido de que haría cuanto estuviese en mi mano por evitarlo, que si fracasaba en mi empeño sería porque la imposibilidad habría sido absoluta.
Después de nuestra larga entrevista nos separamos con unas muestras de afecto y ternura iguales, si no superiores, a las de nuestra despedida en Dunstable. Entonces comprendí el motivo de que en aquella ocasión él no hubiese querido llegar más allá de Dunstable y por qué, cuando nos despedimos allí, me dijo que no convenía que me acompañara más trecho en dirección a Londres, como hubiera sido su deseo. He observado que la historia de toda su vida constituiría un relato más placentero que la de la mía; no obstante, nada más extraño que el hecho de haber practicado su calamitosa profesión durante veinticinco años sin haber sido capturado obteniendo los mayores éxitos, viviendo a veces regiamente, retirándose durante largas temporadas acompañado de un mayordomo y sentándose a menudo en los cafés para oír de boca de sus mismas víctimas las historias de sus hazañas acompañadas de toda clase de detalles que permitían identificarlas sin lugar a dudas.
Al parecer, así vivía en Liverpool en los tiempos en que contrajo su desdichado matrimonio conmigo por dinero. Si yo hubiese sido la mujer rica que aparentaba, estoy segura de que hubiera seguido llevando una vida tan apacible como honrada.
Dentro de su infortunio, tuvo la suerte de no hallarse en el lugar donde fue perpetrado el robo por el que se le había encarcelado, por cuyo motivo ninguna de las víctimas pudo reconocerlo o acusarle. Pero cuando fue capturado con el resto de la banda, un campesino charlatán juró que él estaba presente y, dada la posibilidad de que hubiera otros testigos, decidióse mantenerlo en prisión.
Sin embargo, se le había ofrecido la deportación gracias, según creo, a la intercesión de algún personaje influyente que insistió en que la aceptase con preferencia a un juicio. Por mi parte, sabiendo que existía el peligro inminente de que comparecieran otros testigos, di la razón a su amigo e insistí un día tras otro para que no demorase por más tiempo su respuesta.
Por fin, y no sin grandes dificultades, dio su consentimiento, pero como la deportación no había sido decretada por un tribunal, como en mi caso, topó con un serio obstáculo que le impedía la proyectada fuga. Su buen amigo, el que había intercedido por él, había garantizado personalmente su partida asegurando que no regresaría antes de expirar su condena.
Este inconveniente dio al traste con todos mis planes, pues las gestiones que había iniciado para conseguir su fuga resultaron inútiles, a no ser que yo lo abandonase y lo dejara partir solo. Mi marido protestó y dijo que prefería correr el albur del juicio, aunque sabía que éste sólo podía significar la horca.
Pero volvamos a mi relato. De acuerdo con la sentencia, se acercaba ya el día de mi partida. Mi maestra, que continuaba demostrándome su fiel amistad, había tratado de obtener mi perdón, pero no podía hacerse nada sin un desembolso demasiado oneroso para mis medios, y entonces pensé que si me quedaba sin dinero, a menos que volviera a dedicarme a mis anteriores actividades, me vería en una situación peor que la de ser deportada, puesto que me constaba que en América podría vivir, pero en mi país ocurriría lo contrario. El buen sacerdote hizo también todo lo que pudo, en otro sentido, para evitar mi deportación, pero se le contestó que sus primeras súplicas habían salvado mi vida y que ya no podía pedir más. Lamentó profundamente mi partida, pues, según me dijo, temía que yo pudiera olvidar los buenos propósitos que me había hecho en vísperas de mi ejecución y que tanto alentaron sus excelentes consejos. Aquel hombre piadoso sufría al pensar en aquella posibilidad.
Por otra parte, yo no solicitaba ya tanto su presencia, aunque supe ocultarle los motivos, y hasta el último momento supo tan sólo que yo partía deshecha por la aflicción.
A principios de febrero fui embarcada con otros siete convictos en un mercante que zarpaba rumbo a Virginia, fletado por un comerciante, y cuyo punto de partida era Deptford Reach. El funcionario de la cárcel nos entregó al capitán y éste le firmó el correspondiente recibo.
Pasamos la primera noche en la bodega, confinados de tal modo que temí perecer por sofocación, y la mañana siguiente el barco descendió por el río hasta llegar a un lugar llamado Bugby’s Hole, medida tomada de acuerdo con el comerciante, según se nos explicó, para evitar toda posibilidad de huida.
Sin embargo, cuando el buque levó anclas se nos permitió una mayor libertad de movimientos y pudimos subir a cubierta, aunque no a la que estaba reservada para el capitán y los pasajeros.
Cuando noté que zarpábamos por el ajetreo de los marineros y el movimiento del barco, tuve una desagradable sorpresa, pues temí que nos hiciéramos ya a la mar y que nuestros amigos no pudieran despedirse de nosotros. Después me tranquilicé al observar que el barco anclaba de nuevo, y poco después se nos comunicó que a la mañana siguiente tendríamos permiso para subir a cubierta y recibir a nuestras amistades, si es que teníamos alguna.
Pasé aquella noche sobre las duras tablas de la cubierta, igual que los demás pasajeros, pero después pudimos disponer de unas pequeñas cabinas en las que podrían dormir los que dispusieran de los enseres apropiados y de algún espacio para colocar baúles o maletas de ropa los que los tuviéramos, pues algunos de los convictos no tenían ni una camisa para ponerse ni un solo penique en sus bolsillos. Sin embargo, no tardaron en acomodarse todos, en especial las mujeres que consiguieron algún dinero de los marineros a cambio de lavarles la ropa y gracias a ello pudieron adquirir lo más necesario.
Cuando subimos a cubierta la mañana siguiente, pregunté a uno de los oficiales del buque si se me permitiría mandar una carta a mis amigos informándoles acerca del paradero del barco y pidiéndoles algunas cosas que me eran necesarias. El hombre, que me parece que era el contramaestre, se mostró muy amable y cortés al decirme que gustosamente me concedería este favor o cualquier otro que le pidiese, siempre y cuando estuviera dentro de sus posibilidades. Le dije que no deseaba nada más y él me explicó que el barco llegaría a Londres aprovechando la próxima marea y que desde allí podría enviar mi carta.
Por consiguiente, cuando zarpó el barco, el buen hombre vino a decírmelo y me preguntó si había escrito la carta, en cuyo caso él cuidaría de que fuese enviada. Como es lógico, yo estaba bien preparada a este respecto, pues disponía de antemano de papel, pluma y tinta y había escrito ya una carta dirigida a mi aya maestra, a la que adjunté otra para mi esposo sin que indicara en ella que se trataba de mi marido. En la de mi maestra indicaba el paradero del barco y le rogaba que me mandara unas cuantas cosas que tenía preparadas para el viaje.
Al entregar la carta al contramaestre le di un chelín indicándole que era para el mensajero y rogándole que la mandase tan pronto tocáramos tierra.
También pedí que el mismo mensajero cuidara de traerme la respuesta con objeto de saber si me mandaban mis cosas, añadiendo que si el barco partía antes de que obraran en mi poder yo estaría perdida.
Tuve la precaución, al entregar la carta al contramaestre, de que éste supiera que yo era una presa algo más acomodada que las demás y así dejé que viera que mi bolsa estaba muy bien provista.
El resultado fue que desde entonces me dispensó un trato muy distinto al que en otras circunstancias hubiera merecido a bordo, pues aunque desde un principio se había mostrado cortés debido más bien a la natural compasión hacia una mujer desdichada, a partir de entonces redobló sus atenciones y procuró que yo me sintiera mucho más a mis anchas a bordo del barco.
Entregó puntualmente la carta a mi maestra y me trajo la respuesta por escrito, y al darme el mensaje me devolvió el chelín.
—Tomad vuestro chelín —me dijo—, pues la carta la he entregado yo mismo.
La sorpresa me dejó sin palabras, pero al cabo de un buen rato pude decirle:
—Sois muy amable, señor. Os ruego que por lo menos os cobréis el coche que os ha conducido hasta allí.
—De ningún modo —replicó él—. Ya me considero suficientemente pagado. ¿Quién es aquella dama? ¿Vuestra hermana?
—No, señor, no nos une ningún parentesco, pero es una buena amiga. Es la única amistad que tengo en este mundo.
—Pues no abundan mucho tales amigas. Por vuestra causa lloraba como si fuera una chiquilla.
—No me extraña —dije—. Estoy segura de que sería capaz de dar cien libras por sacarme de este atolladero.
—¿De veras? —exclamó él—. Por la mitad de esta suma, yo sería capaz de proporcionaros un medio de escapar.
Había bajado la voz para que nadie pudiera oírnos.
—¡Pobre de mí! —me lamenté—. Una vez en libertad, si me volvieran a detener me costaría la vida.
—No es probable, porque supongo que una vez fuera del barco sabríais adoptar vuestras precauciones. Pero esto ya no me incumbe a mí.
Dicho esto, abandonamos el tema por aquel momento.
Entretanto, mi amiga, fiel hasta el último instante, había entregado personalmente la carta a mi esposo y había recogido la respuesta de éste, y al día siguiente vino al barco con una colchoneta marinera y las sábanas necesarias, todo muy completo pero sin lujos innecesarios. También me trajo una especie de cómoda, apta para los viajes por mar, con todo cuanto pudiera yo necesitar y en una de sus esquinas había un cajón secreto que contenía todo mi dinero. Es decir, la mayor parte de mi capital; puesto que el resto había decidido dejarlo en casa para enviármelo más tarde en forma de los objetos que pudiera precisar para aposentarme. Pensé que en América el dinero no era una cosa tan primordial, toda vez que eran muchas las compras que se hacían pagando en tabaco y no valía la pena de llevarme todo mi capital de una sola vez.
Pero mi caso era especial. Por una parte, no podía marcharme sin dinero ni enseres, y por otra, siendo una pobre convicta que iba a ser vendida tan pronto desembarcáramos, llevar conmigo un exceso de bienes representaba el peligro de que la gente se quedara con ellos. Esto acabó de decidirme a llevar solamente una parte de mis ahorros y confiar el resto a mi maestra.
Ella me trajo muchas otras cosas, pero no era prudente que yo me mostrase a bordo bien provista en exceso, por lo menos hasta que conociera el talante de nuestro capitán. Cuando mi maestra subió a bordo creí que iba a morirse allí mismo. Su corazón se desgarró al verme y al pensar que iba a separarse de mí, se echó a llorar tan desconsoladamente que durante un buen rato no pudo pronunciar palabra.
Aproveché aquellos momentos para leer la carta de mi esposo, y debo confesar que me dejó perpleja. Me decía en ella que estaba dispuesto a marcharse, pero que sería imposible recibir su indulto con el tiempo suficiente para embarcar conmigo. Lo que era aún peor es que dudaba de si le permitirían embarcar en el buque que él quisiera o si lo embarcarían en cualquier otro, entregándolo en custodia al capitán junto con otros convictos. Mostraba claramente su desesperación ante la probabilidad de que no pudiéramos vernos hasta llegar a Virginia, si es que no lo impedía un naufragio o una desgracia. Terminaba diciendo que si no podía reunirse conmigo se consideraría la persona más desdichada de la Tierra.
Todo esto me resultó muy lamentable y de momento no supe qué actitud adoptar. Expliqué a mi maestra lo que me había dicho el contramaestre, y ella me aconsejó que me pusiera de acuerdo con él. Pero esto no me interesaba hasta poder saber si mi esposo vendría conmigo o no. Por último, me vi obligada a contar a mi maestra toda la verdad, ocultándole tan sólo que el preso era mi marido. Le dije que entre los dos habíamos llegado a un provechoso acuerdo para marcharnos juntos y que él disponía de dinero.
Después le expliqué detenidamente lo que me había propuesto hacer cuando llegásemos a América: trabajar la tierra, criar ganado y, en resumidas cuentas, enriquecernos sin correr más aventuras. Y como si se tratara de un gran secreto añadí que nos casaríamos tan pronto como pudiéramos reunirnos a bordo.
Al oír todo esto, la anciana se alegró sinceramente y a partir de aquel mismo instante se dedicó con ahínco a conseguir que mi marido pudiera salir de la cárcel con el tiempo necesario para viajar en el mismo barco que yo. Lo consiguió por fin, aunque con grandes dificultades y sin poder evitar que el traslado se efectuara bajo la condición de convicto, a pesar de que no lo era aún, puesto que no había sido juzgado. Esto representó una seria mortificación para él. Al ver que nuestro destino estaba ya decidido y que los dos nos hallábamos a bordo de un barco a punto de zarpar para Virginia, yo para ser vendida allí por un período de cinco años y él con la condición de no volver nunca a Inglaterra, su ánimo se derrumbó y se mostró muy abatido. La mortificación de ser embarcado como preso lo incomodó muchísimo, puesto que al principio se le había asegurado que viajaría como un caballero que gozase de libertad. De todos modos, al llegar a su destino, no sería vendido como nosotros, y por esta razón tuvo que pagar su pasaje al capitán.
Nuestra primera actividad consistió en comparar los respectivos capitales.
Mostróse muy sincero conmigo y me confesó que al ingresar en la prisión llevaba la bolsa bien provista, pero que su estancia en la misma como caballero y, sobre todo, los sobornos necesarios para aliviar su caso le habían costado muy caros. En resumidas cuentas, su capital había quedado reducido a ciento ocho libras, la mayor parte de ellas en oro.
Con la misma honradez yo le di cuenta de mis disponibilidades, o sea, de lo que había decidido llevar conmigo, pues estaba resuelta, pasara lo que pasara, a dejar una reserva en manos de mi maestra. Si yo fallecía, lo que mi marido recibiría no era una cantidad despreciable y lo que me guardaba mi maestra pasaría a poder de ella que tanto lo merecía.
El dinero que tenía para el viaje ascendía a doscientas cuarenta y seis libras y unos cuantos chelines. Por consiguiente, entre los dos sumábamos trescientas cincuenta y cuatro libras, capital bien menguado para comenzar con él una nueva vida.
Lo peor era que nuestra fortuna consistía en dinero, y todo el mundo sabe que el dinero resulta de poca utilidad en las plantaciones. Bien sabía yo que el suyo era todo el que le quedaba, pero mi caso era distinto. Yo poseía de setecientas a ochocientas libras en metálico cuando el desastre se abatió sobre mí, y había dejado trescientas en poder de la más fiel de las amigas. Además de esto, poseía algunos objetos de gran valor, en particular dos relojes de oro, unas piezas de vajilla de plata y varios anillos. Mi maestra había puesto todos estos objetos en una cómoda, junto con el dinero, y con esta pequeña fortuna y mis sesenta y un años a cuestas me lancé a la conquista de un nuevo mundo, con el aspecto aparente de una desdichada convicta desposeída de todo y que debía a la deportación haber escapado al patíbulo. Mis ropas eran sencillas y ajadas, pero estaban limpias y bien remendadas, y a bordo nadie sabía que yo poseyera ningún objeto de valor.
Pero yo tenía algunos trajes de gran calidad y disponía de ropa blanca en abundancia. Ordené que fuesen empaquetados en dos grandes cajas y las embarqué, no como bienes personales míos sino consignadas a mi verdadero nombre y destinadas a Virginia. Me hice extender los conocimientos de embarque y metí en las cajas la plata, los relojes y todo lo que tenía de valor, con excepción del dinero que metí en el cajón secreto de la cómoda, donde nadie podría encontrarlo a no ser que hicieran astillas el mueble.
Al subir a bordo mi esposo, tres semanas más tarde, su mirada expresaba indignación y la cólera hervía en su interior. Había llegado al muelle en compañía de otros tres huéspedes de Newgate y había sido procesado. Expuso sus quejas a los amigos que lo habían ayudado con su influencia, pero éstos replicaron que bastante habían hecho ya y que sus informes eran tan pésimos y aún seguían empeorando que podía darse por satisfecho si no volvían a acusarlo por otros delitos. Esta respuesta lo aquietó un poco, pues sabía perfectamente lo que podía haber ocurrido, y no le faltaban razones para ello. Vio también el buen paso que había dado al aceptar la deportación, y al calmarse su ira su aspecto mejoró, empezó a alegrarse y cuando yo le expresé mi contento por tenerle de nuevo a mi lado, me abrazó y reconoció con gran ternura que yo le había dado el mejor consejo posible.
—Querida —me dijo—, me has salvado la vida dos veces. De ahora en, adelante, tú lo dispondrás todo y yo siempre seguiré tus consejos.
El barco había empezado ya a llenarse. Varios pasajeros subieron a bordo y por tratarse de personas honradas y que habían pagado su pasaje, se les asignó acomodo en los mejores camarotes y en otras partes del barco mientras nosotros, los convictos, éramos alojados en cualquier rincón de las bodegas. Pero cuando llegó mi esposo, yo hablé con el mismo contramaestre que me había demostrado su buena voluntad al llevar personalmente mi carta. Le dije que me había prestado ya muy valiosos servicios sin percibir recompensa alguna por mi parte y mientras le hablaba le metí una guinea en la mano. Entonces le conté la llegada de mi marido a bordo y que tanto él como yo, antes de nuestros actuales infortunios, habíamos sido personas de muy distinta alcurnia de los desdichados que nos acompañaban y que deseábamos que él se enterase si cabía la posibilidad de que el capitán nos permitiera gozar de algunas de las comodidades existentes a bordo. Añadí que, en justa retribución, nosotros sabríamos corresponder debidamente a sus desvelos. El hombre aceptó la guinea con visible satisfacción y prometió ayudarnos.
Después nos aseguró que el capitán, que era uno de los hombres más simpáticos del mundo, se avendría a procurarnos cuanto pudiéramos necesitar y, para mayor tranquilidad nuestra, añadió que cuando subiera la marca hablaría con el capitán acerca del asunto.
La mañana siguiente, habiéndome levantado un poco más tarde de lo que tenía por costumbre, subí a cubierta y vi al contramaestre que estaba trabajando entre los demás marineros. Me entristecí y avancé hacia él para hablarle. Él también me vio y salió a mi encuentro, pero sin darle tiempo para hablar, le dije sonriendo:
—Tengo la impresión, señor, de que os habéis olvidado de nosotros. Observo que estáis muy ocupado.
—Venid conmigo y veréis si os he olvidado —replicó con presteza.
Me acompañó hasta la toldilla y entró en un camarote donde un caballero estaba escribiendo, con una gran cantidad de papeles sobre su mesa.
—Ésta es la dama de que os ha hablado el capitán —dijo el contramaestre.
Y volviéndose hacia mí me explicó:
—Me he ocupado de vuestro asunto hasta el punto de haber visitado al capitán, repitiéndole al pie de la letra todo cuanto me pedisteis para que, junto con vuestro esposo, pudierais gozar de algunas comodidades durante el viaje. El capitán me ha ordenado que hablara con este caballero, que es el segundo de a bordo, para que os enseñásemos todo cuanto pueda serviros de alojamiento adecuado. También me dijo que no seríais tratados como temíais al principio, sino con el mismo respeto que se debe a los demás pasajeros.
Entonces me habló el segundo de a bordo y, sin darme tiempo para que expresara mi agradecimiento al contramaestre por su amabilidad, confirmó todo lo que éste había dicho, añadiendo que el capitán tenía especial satisfacción en mostrarse amable y caritativo, en especial con aquellos que estaban siendo víctimas de algún infortunio. A continuación me enseñó varias cabinas, algunas de las cuales daban a la toldilla y otras al entrepuente, pero que comunicaban también con la toldilla destinada a los pasajeros, y me permitió elegir la que más me agradara. Escogí una contigua al entrepuente y que disponía de lugar suficiente para instalar la cómoda y nuestras maletas, así como una mesita para comer.
El segundo me dijo entonces que el contramaestre había dado tan buenas referencias de mí y de mi esposo, en cuanto a nuestro buen comportamiento, que tenía órdenes de consultarme si deseábamos comer con él durante todo el viaje, como hacían los demás pasajeros. También podíamos elegir entre adquirir provisiones por nuestra cuenta o compartir los alimentos de la despensa general. Le di las gracias y le rogué que el capitán decidiera lo que le pareciese más oportuno. Después le pedí permiso para retirarme y comunicar las buenas noticias a mi esposo, que no se encontraba muy bien y no había salido aún de su cabina. Mi esposo, que todavía se resentía de la indignidad que según él había tenido que sufrir y que seguía mostrándose hosco e intratable, se animó de tal modo al oír mi relato que volvió a ser el de antes y en todo su ser se reflejó un nuevo vigor. No cabe duda que los espíritus más fuertes son los que, al sufrir una aflicción, se muestran más predispuestos a la desesperación.
Cuando se hubo recuperado de su sorpresa, mi esposo subió conmigo y dio gracias al segundo de a bordo por la amabilidad que había tenido con nosotros y le rogó también que hablase con el capitán y le ofreciese el pago anticipado de nuestro pasaje y de todas las comodidades que nos dispensaba. El segundo dijo que el capitán llegaría al atardecer y que entonces hablaría con él. Efectivamente, el capitán subió a bordo aquella misma tarde y comprobamos que era el hombre afable y cortés que el contramaestre nos había descrito. Por su parte, se mostró tan encantado de la conversación de mi marido que no quiso que nos alojáramos en la cabina que habíamos elegido, sino que nos cedió otra que comunicaba directamente con la toldilla.
Tampoco se mostró desconsiderado ni demostró demasiada avidez, puesto que por quince guineas nos solucionó nuestros pasajes incluyendo el camarote y la comida. Cenamos en la mesa del capitán y pasamos una velada deliciosa.
El capitán se había instalado en otra parte de la toldilla, pues había cedido la «casa redonda», como llamaban a su camarote, a un rico plantador que viajaba en compañía de su esposa y tres hijos. Estos cinco pasajeros comían aparte. Había también otros pasajeros corrientes, alojados en el entrepuente, y nuestros antiguos compañeros se hallaban encerrados en la bodega mientras el barco estaba anclado y rara vez se les permitía subir a cubierta.
No pude abstenerme de contar a mi maestra lo que había ocurrido, pues era justo que ella, que tanto se había ocupado de mí, pudiera alegrarse de nuestra buena suerte. Aparte de ello, necesitaba su ayuda para que me facilitara varias cosas necesarias. Antes no hubiera podido hacer ostentación de ellas, pero entonces, disponiendo de un camarote y de un lugar donde guardar nuestros objetos, encargué en abundancia artículos necesarios para pasar un buen viaje, tales como brandy, azúcar y limones para preparar ponches y obsequiar al capitán como se merecía. También encargué una copiosa provisión de alimentos y bebidas, así como una cama más ancha con sus ropas. En una palabra, estábamos resueltos a que no nos faltase nada durante todo el viaje.
Entretanto no me había ocupado aún de lo que pudiéramos necesitar cuando llegásemos a nuestro destino y empezáramos nuestra vida de plantadores. Como yo ignoraba por completo todo cuanto pudiera requerirse, en especial lo referente a herramientas para trabajar la tierra o para edificar, y pensando que allí todo costaría por lo menos el doble, hablé de esta cuestión con mi maestra, y ella visitó al capitán. Refirióle sus esperanzas en cuanto a hallar un camino para sus dos infortunados primos, como nos llamaba ella y conseguir nuestra libertad cuando llegásemos a América, y después de este preámbulo explicó al capitán que, a pesar de lo desdichado de nuestra situación, no estábamos privados de medios para iniciar una vida de trabajo y que habíamos decidido ser plantadores. Preguntóle a continuación si él podía aconsejarnos sobre este particular. El capitán ofreció inmediatamente sus buenos consejos, le explicó el modo de iniciar este negocio y le aseguró que nada tenía de difícil para las personas industriosas que desearan rehacer sus fortunas.
—Señora —le dijo—, en aquel país nada impide a cualquier persona, aun hallándose en peor situación que la de vuestros primos, labrarse un porvenir, siempre y cuando dediquen toda la diligencia y el sentido común necesario para salir airosos en su cometido.
Entonces mi maestra y amiga le preguntó qué deberíamos llevar con nosotros, y el capitán, a fuer de hombre ducho y veraz, le contestó:
—Ante todo, vuestros primos han de procurar que alguien los compre como sirvientes, de acuerdo con las condiciones de su deportación, y después, en nombre del comprador, pueden ir a donde se les antoje. Pueden elegir entre comprar una plantación ya en marcha, o bien adquirir tierras del Gobierno y empezar a trabajar donde les plazca con buenas probabilidades de hacer negocio.
Ella le rogó que nos prestara su ayuda y él prometió hacerlo, promesa que cumplió debidamente. También se comprometió a darnos el mejor consejo y a no imponernos nada que se opusiera a nuestros deseos, lo cual era más de lo que podíamos desear.
Después, mi maestra le preguntó si sería necesario que nos proveyéramos de herramientas y materiales para nuestro trabajo en la plantación, y él contestó:
—Desde luego. Esto es muy importante. Entonces la anciana le rogó que nos ayudara también en aquel punto, y le aseguró que ella nos facilitaría todo cuanto pudiéramos necesitar sin regatear su precio. El capitán le preparó una larga lista de objetos indispensables para un plantador y calculó que vendrían a costar ochenta o cien libras. Mi maestra empleó tanta destreza para comprarlo todo como si hubiera sido un veterano mercader de Virginia, aunque siguiendo mis instrucciones adquirió doble cantidad de todo lo que el capitán había anotado en su lista.
Embarcó los objetos a su nombre, hizo extender los correspondientes conocimientos de embarque, y los endosó a nombre de mi marido. Después aseguró todo el cargamento, de modo que nos sentimos protegidos contra cualquier imprevisto.
Debí de haber explicado antes que mi marido le entregó todo su capital de ciento ocho libras, casi todo en oro, para efectuar las compras y yo añadí un buen puñado de monedas. Por consiguiente, no sólo no tuve que tocar la reserva que había entregado a mi maestra, sino que después de embarcado nuestro cargamento, aún dispusimos de casi doscientas libras, cantidad más que suficiente para nuestros planes.
Contentos y satisfechos al ver el giro que tomaba nuestra situación, levamos anclas en Bugby’s Hole y nos dirigimos a Gravesend, donde el barco permaneció durante diez días más y el capitán se instaló definitivamente a bordo. Mientras permanecimos allí, el capitán tuvo con nosotros una atención inesperada, pues nos permitió ir a tierra a dar un paseo con la condición de que le diéramos nuestra palabra de honor de que no trataríamos de escaparnos y de que volveríamos a bordo de buen grado y en su compañía. Era una muestra tan grande de confianza que mi marido se emocionó y, lleno de gratitud, le dijo que él era incapaz de devolverle un favor tan inmenso por lo que no podía aceptarlo ni tampoco permitir que el capitán corriera aquel riesgo. Después de cambiar una serie de palabras corteses, yo entregué a mi esposo una bolsa que contenía ochenta guineas y él la puso en manos del capitán.
—Tomadla, capitán —le dijo—, en prenda de nuestra lealtad. Si dejamos de hacer algo que no corresponda a vuestra confianza, podéis quedárosla.
Y seguidamente desembarcamos.
En realidad, el capitán podía estar tranquilo en cuanto a una posible fuga por nuestra parte, pues habiendo tomado ya nuestras medidas para establecernos en América no hubiera sido racional intentar quedarnos en Inglaterra poniendo con ello en peligro nuestras vidas. Por consiguiente bajamos a tierra con el capitán y cenamos juntos en Gravesend pasando una velada muy feliz. Nos quedamos a dormir en la misma posada y volvimos a bordo con él a la mañana siguiente. Aprovechamos la ocasión para comprar diez docenas de botellas de cerveza de buena calidad, vino, unos cuantos pollos y varias cosas más que pudieran resultarnos útiles a bordo.
Mi maestra y amiga nos acompañó y paseó con nosotros hasta llegar al muelle y lo mismo hizo la esposa del capitán con la que volvió más tarde. La pena que experimenté cuando me separé de ella fue mayor que si hubiera sido mi madre. Nunca más volví a verla. El tercer día se levantó viento del Este y zarpamos el 10 de abril. No atracamos en ningún otro puerto hasta que, al azotarnos una fuerte galerna frente a las costas de Irlanda, el barco se vio obligado a anclar en una pequeña bahía, cerca de la desembocadura de un río cuyo nombre no recuerdo. Me dijeron, sin embargo, que pasaba por Limerick y que era el río más caudaloso de Irlanda.
Al vernos inmovilizados allí por el mal tiempo, el capitán, que seguía siendo el hombre jovial y agradable de siempre, volvió a acompañarnos a tierra. Fue un rasgo de amabilidad en atención a mi esposo, pues, éste no soportaba bien los embates del mar y solía marearse, en especial cuando el oleaje era tan violento. Allí volvimos a hacer un nuevo acopio de provisiones, especialmente carne de buey, de cerdo, de cordero y varios pollos, y el capitán encargó también seis barriles de carne para reforzar la despensa del barco. Permanecimos allí cinco días y cuando el tiempo fue más apacible nos hicimos de nuevo a la mar y cuarenta y dos días después avistábamos las costas de Virginia.
Al acercarnos a tierra, el capitán me llamó y me dijo que, a juzgar por nuestras conversaciones, yo tenía familiares allí y no era la primera vez que desembarcaba en aquel país. Por consiguiente, me suponía conocedora de las costumbres de los habitantes al disponer de los convictos cuando éstos llegaban. Repliqué que no conocía esta costumbre y que, en cuanto a mis parientes, podía estar seguro de que no me presentaría a ninguno de ellos mientras yo fuese una pobre presa. Por lo demás, nos poníamos por completo en sus manos para que él nos ayudase tal como nos había prometido. Me dijo que yo debía encontrar alguien que viniera a comprarnos y que respondiera de nosotros ante el gobernador de la región, si éste se interesaba por nuestras personas. Le aseguré que haríamos lo que él nos indicara, y él habló con un colono amigo suyo para que comprase dos sirvientes, mi marido y yo. Así fuimos vendidos y desembarcados con nuestro dueño. El capitán vino con nosotros y nos acompañó hasta una especie de taberna donde nos prepararon un ponche de ron y pasamos un rato muy alegre. Poco después, el colono nos entregó un certificado de libertad y una carta en la que aseguraba que le habíamos servido fielmente, y quedamos libres para dirigirnos a donde más nos agradara.
Por este favor el capitán nos pidió seis mil medidas de tabaco, diciéndonos que era para aquel conocido suyo. Las compramos en el acto y además le regalamos veinte guineas, cosa que lo dejó plenamente satisfecho.
No sería adecuado entrar aquí en descripciones de la parte de Virginia en la que nos establecimos, y esto por diversos motivos. Bastará con decir que nos adentramos en el río Potomac y pensamos instalarnos allí, aunque después cambiamos de idea.
Lo primero que hice después de haber desembarcado todas nuestras propiedades y de ponerlas a buen recaudo en un almacén que alquilamos con una casita en el villorrio donde nos dejó el barco, fue interesarme por el paradero de mi madre y más tarde por el de mi hermano, aquel infausto personaje con el que me casé, como ya he explicado. Unas investigaciones discretas me permitieron averiguar que mi madre había fallecido y que mi hermano (y marido) vivía aún., lo que no me alegró mucho, preciso es confesarlo. Pero aún había noticias peores. Mi hermano se había marchado de la plantación en que vivía antes y en compañía de uno de sus hijos se había instalado en otra muy cercana al lugar donde nosotros habíamos desembarcado y alquilado el almacén.
Al principio me sentí un poco alarmada, pero traté de tranquilizarme pensando que no podría reconocerme. En cambio, yo tenía gran curiosidad por verlo, siempre y cuando pasara inadvertida para él. Para conseguirlo, pregunté cuál era la plantación en que vivía y, haciéndome acompañar por una mujer del mismo pueblo, me dirigí a ella como si sólo quisiera dar un vistazo a los alrededores. Por fin llegué tan cerca que pude ver su casa. Pregunté a la mujer quién era el propietario de aquella plantación y ella señaló hacia nuestra derecha.
—Allí está el caballero a quien pertenece la plantación. El que lo acompaña es su padre.
—¿Sabéis cuáles son sus nombres de pila?
—Ignoro cuál pueda ser el del anciano, pero el hijo se llama Humphrey. Y según creo, éste es también el nombre del padre.
Podrá comprenderse cuál fue la sensación, mezcla de alegría y de espanto, que embargó mi ánimo en aquel momento, pues así estuve segura de que se trataba nada menos que de mi hijo, acompañado de su padre que era mi hermano. Me oculté la cara con la capucha, a pesar de que después de veinte años de ausencia y desconociendo mi presencia en aquellas tierras, era imposible que pudiera reconocerme. Pero aquella precaución fue del todo inútil, pues la vista del caballero había quedado sumamente debilitada a consecuencia de alguna enfermedad y apenas si podía ver lo bastante como para andar sin chocar con algún árbol o caerse en una zanja. La mujer que me acompañaba me refirió aquel detalle por pura casualidad, sin sospechar la importancia que tenía para mí. Mientras ellos se acercaban, yo pregunté:
—¿La conoce él, mistress Owen?
—Sí —me contestó—. Si me oye hablar me reconocerá, pero apenas puede ver.
Fue entonces cuando me explicó su enfermedad de la vista que ya he mencionado.
Esto redobló mi seguridad y cuando pasaron por delante de mí me quité la capucha. Era un verdadero suplicio para una madre ver su hijo, un joven apuesto y elegante en la flor de la vida, y no atreverse a darse a conocer y fingir que no se fijaba en él. Cualquier madre que lea estas líneas sabrá comprenderme y adivinará con cuánta angustia tuve que contenerme, cuáles fueron los impulsos de mi alma que pugnaba por lanzarse entre sus brazos y cómo se retorcieron mis entrañas mientras dudaba, como sigo dudando ahora al no saber cómo expresar con palabras tamaña agonía. Cuando hubo pasado, permanecí anonadada y muy temblorosa, mirándolo hasta que se perdió de vista. Después, sentándome sobre el césped junto a un lugar que yo había marcado, fingí tomarme algún reposo y, colocándome de espaldas a mi acompañante y acercando el rostro al suelo, prorrumpí en sollozos y besé la tierra que había pisado mí hijo.
No pude ocultar mucho tiempo mi estado de ánimo a la buena mujer, y ésta, al darse cuenta, creyó que no me encontraba bien, cosa que me vi forzada a admitir. Me ayudó a levantarme diciéndome que el suelo estaba cubierto de humedad y nos marchamos de aquel lugar.
Mientras regresábamos, sin dejar de hablar de aquel anciano y de su hijo, tuve que experimentar un nuevo motivo de tristeza. La mujer inició un relato con el que, sin duda, pretendía distraerme.
—Entre los vecinos circula una historia muy curiosa acerca de lo que le ocurrió a este caballero donde vivía antes.
—¿Qué es ello? —pregunté.
—Cuando era joven se fue a Inglaterra y allí se enamoró de una muchacha, una joven de belleza sin par, se casó con ella y la trajo aquí para que la conociera su madre, que entonces aún vivía. Pasaron unos años y nacieron hijos, uno de los cuales fue el joven que acaba de pasar con él. Al cabo de mucho tiempo, hablando la madre de las desventuras que le habían acontecido en Inglaterra, su nuera empezó a sentir gran sorpresa e inquietud, y al cabo de un rato una serie de detalles le demostraron, sin duda alguna, que la anciana era su madre y que, por consiguiente, el hijo de ésta se había casado con su propia hermana. Toda la familia se quedó horrorizada y la confusión fue tan grande que poco faltó para que ocasionara la ruina de todos. La joven se negó a seguir viviendo con él, y el hijo, marido y hermano a la vez, estaba desesperado. Finalmente, su esposa se marchó a Inglaterra y nunca más ha vuelto a saberse de ella.
No es de extrañar que este relato me impresionara profundamente, pero resulta imposible describir mi desasosiego. Fingí asombrarme mucho ante aquella historia e hice numerosas preguntas que la mujer supo contestar con un gran aplomo. Después pregunté detalles acerca de aquella familia, inquiriendo cómo había muerto la madre, o sea mi madre, y a quién había dejado sus bienes. Mi interés no era infundado, puesto que mi madre me había prometido con toda solemnidad que cuando muriese me dejaría algo y que no modificaría su voluntad mientras yo viviera. De un modo u otro tenía que agenciarme lo que era mío, sin que pudiera evitarlo mi hijo ni mi hermano y esposo. La mujer me dijo que no sabía exactamente la naturaleza del legado, pero que había oído comentar que mi madre había dejado una importante suma en metálico, garantizada por la plantación, para que fuese hecha efectiva a su hija si alguna vez se sabían noticias de ella, ya fuese en Inglaterra o en otra parte, y que el legado había sido puesto bajo la custodia de su nieto.
Era aquélla una noticia extraordinaria y el lector podrá imaginar la alegría que me produjo. Al propio tiempo empecé a pensar cómo, cuándo y dónde me daría a conocer, y si sería mejor revelar mi identidad o abstenerme de hacerlo.
Tratábase de un problema que no sabía cómo resolver, como tampoco sabía qué actitud adoptar. La duda me acometió de día y de noche. No podía dormir ni sabía mantener una conversación. Mi marido se dio cuenta y se inquietó por mí, pero todos sus esfuerzos para distraerme fueron en vano. Insistió para que le confiara mis inquietudes, pero yo traté de disimular hasta que, por fin, después de importunarme sin cesar, me vi obligada a inventar una historia que no dejaba de tener una cierta base de veracidad.
Le conté que estaba intranquila porque había llegado a la conclusión de que deberíamos instalarnos en otro lugar y cambiar nuestros planes, puesto que si nos quedábamos en aquella región yo no tardaría en ser reconocida. Expliqué que, al morir mi madre, unos parientes habían venido a vivir en las inmediaciones de nuestra casa y que para evitar que descubrieran mi identidad, cosa que dadas nuestras circunstancias resultaba bastante inconveniente, tendríamos que marcharnos. Añadí que no sabía qué hacer y que aquella duda era la que fomentaba mi melancolía.
Mostróse de acuerdo conmigo en que no convenía que nadie me reconociera en la situación en que nos hallábamos y me aseguró que él estaba dispuesto a trasladarse a otro lugar cualquiera, e incluso a otro país si yo lo consideraba necesario. Pero entonces se presentó otra dificultad: si nos marchábamos a otra colonia, yo no podría continuar mis averiguaciones acerca del legado que me dejó mi madre. Tampoco podía revelar el secreto de mi primer casamiento a mi nuevo esposo porque no era una historia para ser contada e ignoraba las consecuencias que podría tener si lo hacía. Y por otra parte, era casi imposible llegar al fondo del asunto sin pregonarla por toda la comarca revelando quién era yo y la triste situación en que me veía.
Durante mucho tiempo seguía sumida en aquella zozobra y mi estado llegó a intranquilizar a mi marido. Adivinaba mi inquietud y advertía que yo no me franqueba con él para hacerle partícipe de mis preocupaciones, y a menudo se lamentaba de que yo no quisiera confiar en él impidiendo con ello que pudiera aliviar mis pesares. Lo cierto es que hubiera podido confiarle cualquier otra cosa, pues no había un esposo mejor que él en todo el mundo, pero no sabía cómo explicarle un hecho tan monstruoso, y al no poder contarlo a nadie, la carga se me hacía insoportable. Dígase lo que se quiera acerca de la dificultad del sexo débil en mantener un secreto, mi vida es una clara demostración de lo contrario. Pero tanto si se trata del sexo débil como del fuerte, un secreto tan grave debe ser compartido siempre con un confidente, con un amigo íntimo, al que poder comunicarle la alegría o el pesar, según sea el caso. De lo contrario, su peso va aumentando y llega a convertirse en insostenible. Nadie podrá contradecirme en dicho punto.
Ésta es la causa de que tantas veces hombres y mujeres, incluso hombres dotados de las mejores cualidades, se hayan sentido débiles en este aspecto y no hayan podido ocultar la carga de una alegría secreta o de un pesar íntimo, viéndose obligados a revelarlo únicamente para descargar sus conciencias y liberar sus mentes de aquella presión. No es una insensatez hacerlo ni una falta de reflexión, sino un desahogo natural, pues, si estas personas hubieran seguido luchando mucho tiempo contra aquella opresión, habrían llegado a hablar en sueños revelando su secreto, sin parar mientes en los que pudieran oírlo. Esta necesidad natural se manifiesta a veces con tanta vehemencia en las mentes de aquellos que se han hecho culpables de alguna villanía atroz, como por ejemplo los que han tomado parte en un asesinato, que se ven obligados a confesar sus culpas a pesar de que las consecuencias han de ser forzosamente desastrosas para ellos. Aunque sea cierto que la Divina Justicia es la que debe adjudicarse el mérito de todas estas revelaciones y confesiones, no deja de ser verdad también que la Providencia, que suele actuar valiéndose de medios naturales, emplea para ello las mismas causas naturales para conseguir tan extraordinarios efectos.
Gracias a mi larga experiencia en el mundo del crimen y de los criminales, podría citar notables ejemplos. Conocí en Newgate a un individuo que a base de sobornos conseguía salir casi cada noche para cometer sus robos, comunicando después sus actividades a ciertos funcionarios de la ley para que éstos devolvieran los géneros robados a la mañana siguiente y cobraran una recompensa. Aquel hombre sabía que contaría en sueños todo lo que había hecho y explicaría lo que había hurtado como si estuviera despierto y no hubiese peligro alguno en lo que decía. Y para así evitarlo se metía en su celda o se hacía encerrar por algunos de los guardianes cómplices para que nadie pudiera oírlo. En cambio, si podía explicar lo que había hecho a algún compañero, a algún otro ladrón o a los que podían ser calificados de patronos suyos, no le ocurría nada y podía dormir tan pacíficamente como cualquier persona honrada.
Como esta historia pretende realzar los valores morales y servir de instrucción, advertencia y consejo a todos los lectores, espero que toda esta disgresión acerca de la gente que se ve forzada a revelar los mayores secretos, propios o ajenos, no sea considerada superflua.
A pesar de aquel peso que oprimía mi alma, seguí esforzándome en hallar una solución, pero el único alivio que pude conseguir fue revelar a mi esposo lo que considere necesario para convencerlo de la imperiosa necesidad de trasladarnos a otro lugar. El paso siguiente consistió en decidir en cuál de las colonias inglesas nos estableceríamos.
Mi marido desconocía por completo el país y carecía de toda idea acerca de la localización geográfica de todas sus regiones. En cuanto a mí, ignorante hasta el momento de escribir este libro incluso del significado de la palabra «geografía», poseía tan sólo una somera documentación gracias a las largas conversaciones sostenidas con personas que iban o venían de distintos lugares. Pero me constaba que Maryland, Pennsylvania, East y West Persey, Nueva York y Nueva Inglaterra se hallaban al norte de Virginia y que, por consiguiente, su clima era más frío, cosa que a mí no me convenía en absoluto. Siempre había preferido los lugares cálidos y al entrar en la vejez aún me interesaba más evitar el frío. Por tanto, pensé en marcharnos a Carolina, única colonia meridional que los ingleses poseen en el continente americano, y así lo convenimos.
Tenía también en cuenta que desde allí me sería fácil desplazarme a Virginia cuando juzgase oportuno realizar averiguaciones acerca de la herencia de mi madre y darme a conocer para exigirla.
Una vez tomada esta decisión, propuse a mi marido que nos marcháramos con todos nuestros bienes a Carolina y que nos instaláramos allí. Mi esposo accedió en seguida, convencido, por mis reiteradas afirmaciones, de que en Virginia corría el peligro de ser reconocida. Así, pues, conseguí ocultarle mis verdaderos motivos.
Pero no tardé en topar con una nueva dificultad. El asunto más importante seguía atormentándome y no me decidía a abandonar aquella región sin llevar a cabo algunas pesquisas sobre la herencia de mi madre. Tampoco me avenía a marcharme sin darme a conocer a mi primer marido (y hermano) y a mi hijo. 1,0 único que me interesaba era hacerlo sin que se enterase mi marido actual y sin que aquéllos supieran que yo había vuelto a casarme.
Después de mucho reflexionar pensé enviar a mi marido a Carolina con todos nuestros enseres y seguirle yo después, pero comprendí que aquello era imposible. Debido a su desconocimiento de aquellas tierras y de los métodos empleados para establecerse allí, el pobre hombre no sabría cómo desenvolverse. Después pensé en marcharnos los dos con parte de nuestros bienes y volver yo después a buscar el resto cuando estuviéramos instalados, pero supuse que él se negaría a separarse de mí y quedarse solo. El motivo era evidente. Mi marido era un caballero de pura cepa y, en consecuencia, no sólo un incapaz sino también un indolente, y una vez instalados toda su actividad consistiría en pasear por los bosques con su fusil cazando como si fuera un indio en vez de atender el negocio de la plantación.
Como puede verse, las dificultades que se me presentaban eran insoslayables y yo no sabía qué hacer. Pero cada vez se me hacía más irresistible mi deseo de darme a conocer a mi marido y hermano, puesto que me atosigaba el pensamiento de que si no lo hacía mientras él viviera, sería en vano que después tratara de convencer a mi hijo de que yo era su madre, y con ello me despojaría a la vez de su ayuda y afecto y de lo que mi madre hubiera podido dejarme en su testamento. Por otra parte, no me parecía muy adecuado identificarme ante ellos en mi situación, tanto en lo que se refería a estar casada con otro hombre como al hecho de ser una delincuente deportada por las autoridades de Inglaterra. Teniendo en cuenta estos dos factores, comprendí que era completamente indispensable marcharme de aquellos lugares y presentarme a mi hermano y marido y a mi hijo bajo otro aspecto y como si procediera de otro sitio.
Dadas estas consideraciones, seguí insistiendo ante mi marido acerca de la absoluta necesidad de abandonar nuestro hogar junto al río Potomac antes de que alguien parase mientes en nosotros. En cambio, si nos marchábamos a otra parte, siempre podríamos gozar de la reputación de una familia honrada dedicada a explotar una plantación, puesto que a los habitantes no podía dejar de agradarles que la gente acudiese a sus tierras para enriquecerlas, ya fuese comprando plantaciones o iniciando otras nuevas. De este modo podíamos tener la seguridad de ser objeto de un amable y cálido recibimiento sin que hubiera ningún peligro de ser reconocidos.
Le dije también que, a pesar de tener parientes en aquellas inmediaciones y de no atreverme a correr el riesgo de ser reconocida por ellos y de que se enterasen de los motivos de mi llegada, también tenía mis motivos para suponer que mi madre, fallecida allí, me había dejado algo, tal vez de considerable importancia y valía la pena que yo llevara a cabo algunas averiguaciones. Y desde luego, no podía hacer nada sin exponerme a la curiosidad pública, a menos que nos alejáramos de allí. Después, una vez establecidos, yo podría volver para visitar a mi hermano y a mi sobrino, darme a conocer, reclamar lo que era mío y al propio tiempo conseguir que se me hiciera justicia de buen grado y sin obstáculo alguno. En cambio, si lo intentaba entonces, no podía esperar otra cosa que disgustos y una posible acogida con insultos y afrentas que él, mi esposo, no podría tolerar. Además, en caso de que se me exigieran pruebas legales de que yo era la hija, tal vez me viera obligada a entablar un recurso en Inglaterra, y si lo perdía podría despedirme de todo. Con estos argumentos, y después de haber informado a mi marido de todo cuanto necesitaba saber, decidimos marchamos y fijar nuestra morada en otra colonia. Desde el primer momento, fue Carolina el lugar elegido.
Con este objeto nos enteramos de los buques que se dirigían a Carolina y no tardamos en averiguar todos los pormenores necesarios. En el otro extremo de la bahía, o sea en Maryland, había un barco procedente de Carolina, cargado de arroz y otros artículos, que debía regresar a su punto de origen antes de continuar hasta Jamaica con su cargamento. Al enterarnos de ello, alquilamos una chalupa y, con un saludo final al Potomac, nos dirigimos hacia Maryland con todos nuestros bienes.
Fue un viaje largo y poco placentero y mi esposo aseguró que le sentaba peor que la travesía desde Inglaterra, puesto que el tiempo era pésimo, el mar estaba embravecido y nuestra embarcación era tan pequeña como incómoda. Además, cuando habíamos remontado cien millas del Potomac y nos hallábamos en un lugar llamado Westmoreland Country, como este río es el más importante de Virginia (he oído decir que es el mayor río del mundo y que desemboca en otro río), el tiempo adquirió un cariz francamente amenazador y a menudo corrimos serios peligros. Aunque se le dé el nombre de río, el Potomac es en algunos lugares tan ancho que al encontrarnos en el centro no podíamos ver tierra por ningún lado, y ello en un trayecto de muchas leguas. Después tuvimos que atravesar el gran río o bahía de Chesapeake, que es donde desemboca el Potomac con una anchura de casi treinta millas, y desde allí penetramos en unas aguas mucho más extensas cuyos nombres desconozco. En total, recorrimos unas doscientas millas a bordo de una diminuta y vetusta chalupa con todos nuestros tesoros, y si nos hubiera ocurrido algún accidente nos hubiéramos quedado en la más absoluta miseria. Aun suponiendo que hubiésemos perdido nuestros bienes, pero salvado nuestras vidas, habríamos quedado desvalidos en aquellos remotos lugares en los que no teníamos ni un solo amigo. Sólo al pensar en ello sigo horrorizándome.
Después de cinco días de navegación llegamos a un lugar llamado, según creo, Phillip’s Point, pero sólo para enterarnos de que el buque de Carolina había zarpado hacía tres días, después de haber embarcado su cargamento. Ello nos causó el consiguiente disgusto, pero yo dispuesta a no dejarme desalentar por nada, dije a mi esposo que si no podíamos marcharnos a Carolina y toda vez que la región en la que nos hallábamos parecía ser muy fértil y acogedora, podíamos echarle un vistazo y si nos gustaba quedarnos allí.
Desembarcamos sin perder tiempo, pero no conseguimos hallar ningún alojamiento ni tampoco un almacén donde poder guardar nuestros objetos. Sin embargo, conocimos a un honrado cuáquero que nos habló de un lugar situado a unas sesenta millas al Este, o sea cerca de la boca de la bahía. Él vivía allí y nos aseguró que podríamos instalarnos tanto para trabajar en alguna plantación como para buscar algún sitio más conveniente. Nos invitó con tanta amabilidad y su aspecto era tan honrado que accedimos a marcharnos en su compañía.
Una vez allí adquirió para nosotros dos servidores, una mujer inglesa que acababa de desembarcar de un barco llegado de Liverpool y un negro, ayuda del todo indispensable para cualquiera que pensara establecer su negocio en aquellas tierras. El honrado cuáquero nos ayudó desinteresadamente y cuando llegamos a la región que nos había indicado nos buscó un lugar adecuado para nuestros enseres, así como un alojamiento para nosotros y para nuestros criados. Después de un par de meses de gestiones, y siempre guiados por él, adquirimos un extenso terreno, propiedad del gobernador de la región, y allí iniciamos nuestra plantación. Con ello descartamos por completo toda idea de dirigirnos a Carolina, puesto que allí habíamos sido muy bien recibidos, contábamos con un alojamiento muy conveniente hasta que pudiéramos disponer de una vivienda propia, y disponíamos de tierras, así como de troncos y otros materiales para construir una casa, todo ello gracias a los buenos oficios del cuáquero.
Al cabo de un año poseíamos ya casi cincuenta acres, en parte cercados y en parte plantados de tabaco. Teníamos además un huerto y suficiente cantidad de maíz, verduras y pan para alimentar a nuestros criados.
Entonces fue cuando persuadí a mi esposo para que me permitiera volver a la bahía para saber noticias de mis parientes. Él accedió de muy buena gana, pues el negocio lo absorbía y podía dedicarse también a la caza, cosa que le encantaba. A menudo comentábamos satisfechos nuestra situación, más feliz no sólo que nuestra temporada en Newgate, sino incluso que nuestros períodos más prósperos en las viles actividades a que nos habíamos dedicado los dos.
Nuestro negocio iba viento en popa. Compramos a los propietarios de la colonia nuevas tierras por valor de treinta y cinco libras, suficientes para iniciar una plantación que daría trabajo a cincuenta o sesenta personas y que, bien cuidada, bastaría para mantenernos durante los años que nos pudieran quedar de vida.
En cuanto a descendencia, mi edad avanzada no me permitía hacerme ninguna ilusión.
Pero nuestra buena suerte no terminó aquí. Como he dicho, crucé la bahía para volver al lugar donde se hallaban mi primer marido y hermano y mi hijo, pero en vez de dirigirme al mismo pueblo donde habíamos vivido antes, atravesé otro río importante llamado Rappahannock con objeto de llegar a la plantación por el otro extremo. Las tierras de mi hermano eran muy extensas y atravesando un arroyo navegable que desembocaba en el Rappahannock, desembarqué muy cerca de ellas.
Estaba decidida a presentarme en seguida a mi hermano y marido y decirle quién era, pero no sabiendo cuál sería su reacción ante mi inesperada visita, resolví mandarle antes una carta revelándole mi identidad y asegurándole que no iba para causarle molestia alguna acerca de nuestras pasadas relaciones, sino que pensaba dirigirme a él como una hermana a su hermano suplicándole su ayuda en caso de que mi madre me hubiera recordado en su testamento, no dudando que sabría hacerme justicia al tener en cuenta que había ido desde tan lejos para averiguar aquel detalle.
Añadí algunas frases tan tiernas como gentiles mencionando a su hijo que era también mío. Como no me cabía ninguna culpa por haberme casado con él, así como tampoco a él por haberse casado conmigo, ya que ninguno de los dos estaba enterado de nuestro parentesco, le escribí que esperaba que me permitiría satisfacer mí apremiante deseo de ver por una sola vez a mi único hijo y expresarle mi cariño maternal que nada ni nadie habían conseguido sofocar.
Estaba segura de que al recibir esta carta la entregaría inmediatamente a su hijo para que la leyera, toda vez que la enfermedad de sus ojos le impediría leerla por sí mismo. Pero ocurrió algo aún más favorable, puesto que a causa de la debilidad de su vista, había encargado a su hijo que abriera todas las cartas que llegasen dirigidas a él, y no encontrándose en la casa el anciano cuando llegó mi mensajero, mi carta fue puesta en el acto en manos de mi hijo, y fue éste quien la abrió y la leyó.
Al momento llamó al mensajero y le preguntó dónde estaba la persona que le había entregado aquella carta. El mensajero le indicó el lugar, distante unas siete millas de la hacienda, y mi hijo mandó ensillar en seguida un caballo y, acompañado por dos criados y del mensajero, salió a mi encuentro sin perder un instante. Júzguese cuál sería mi consternación cuando volvió el mensajero y me explicó que el anciano no estaba en casa, pero que su hijo venía a verme. Mi confusión fue indecible, pues ignoraba si venía en son de paz o de guerra, y no sabía cuál debía ser mi actitud. Poco tiempo tuve para reflexionar, pues mi hijo llegó pisándole los talones al mensajero, y apenas entró en la casa me pareció oírle preguntar quién era la dama que lo había mandado, y al señalarme el hombre a mí se acercó, me cogió en sus brazos y me besó estrechándome con tanta pasión que me privó del habla. Pude notar que respiraba convulsamente, como un niño pequeño que tratara de sofocar sus sollozos.
No acierto a describir la alegría que embargó mi alma cuando comprendí que no acudía a mí como un extraño, sino como el hijo que se reúne con su madre a la que no había llegado a conocer. Lloramos los dos un buen rato, hasta que por fin él recuperó el habla.
—¡Querida madre! —exclamó—. ¿Es verdad que seguís viviendo? Nunca hubiera creído poder ver vuestro rostro.
Yo no pude articular palabra alguna.
Después de recobrarnos un poco de nuestra emoción, pudimos conversar y él me contó lo ocurrido. No había enseñado la carta a su padre ni le había hablado de ella. La herencia de su abuela se hallaba bajo su custodia y me la entregaría sin obstáculo alguno. En cuanto a su padre, me dijo que estaba enfermo del cuerpo y del espíritu, que se mostraba iracundo y tornadizo, que estaba casi ciego, y que no podía hacer nada. Añadió que como dudaba de cuál sería su actitud en un asunto tan delicado como aquél, había preferido acudir él personalmente, aparte de su irresistible deseo de verme, y que pensaba dejar en mis manos la cuestión de si convenía o no revelar mi identidad a su padre.
Tan prudentes y sensatas fueron sus explicaciones que me convencí de que mi hijo era un hombre de sentido común y que no tenía necesidad de mis consejos. Contesté que no me extrañaba que su padre fuese tal como él me lo había descrito, puesto que su mente presentaba ya señales de extravío aun antes de marcharme yo y el principal motivo de mi marcha fue mi negativa a dejarme persuadir de que ocultásemos nuestro parentesco y siguiéramos viviendo como marido y mujer después de enterarme yo de que él era mi hermano. Puesto que él conocía mucho mejor que yo el estado actual de su padre, yo me uniría de buena gana a cualquier iniciativa que él quisiera señalarme. Por todo eso le aseguré que me era indiferente ver a su padre, puesto que ya lo había visto a él, y que la mejor noticia que podía darme era la de que el legado de su abuela se hallaba en sus manos, lo cual, dada su rectitud, me garantizaba que yo sería tratada con justicia. Pregunté cuánto tiempo hacía que había muerto mi madre y dónde falleció, y él me refirió tantos detalles acerca de la familia que no me quedó la menor duda de que yo era realmente su madre.
Mi hijo se interesó después por mí, y yo le expliqué que vivía en Maryland, al otro lado de la bahía, y que me había instalado en la plantación de un conocido que había venido de Inglaterra en el mismo barco que yo. Añadí que no disponía de alojamiento en el lugar donde me encontraba entonces. Mi hijo me rogó que fuese a su casa y que viviera con él, si así lo deseaba, para siempre. Por lo que a su padre se refería, no reconocía a nadie y nunca sospecharía mi identidad. Yo reflexioné unos instantes y contesté que no creía oportuno vivir bajo el mismo techo que su padre y tener siempre presente el recuerdo de lo que tan duro golpe había asestado a mi vida. Aunque me gustaría disfrutar de la compañía de mi hijo, en aquella casa me hallaría siempre bajo el temor de traicionar mi verdadera identidad al hablar y no me sería posible evitar alguna palabra que pudiera descubrir todo el asunto, cosa que no me convenía lo más mínimo.
Mi hijo reconoció que tenía razón.
—Pero entonces, querida madre —me dijo—, tendréis que vivir tan cerca de mí como os sea posible.
Después me acompañó, montada en su caballo, hasta la plantación contigua a la suya, donde fui acogida con tanta amabilidad como si se hubiera tratado de su propia casa. Después de instalarme allí, volvió a su hogar, asegurándome que el día siguiente volveríamos a hablar de nuestros asuntos, pero antes me presentó como si yo fuese su tía y encargó a sus colonos que me trataran con los mayores miramientos. Dos horas después de su partida, me mandó un muchacho negro para que cuidara de mí y provisiones ya preparadas para mi cena. Por tanto, me encontré en un nuevo mundo y empecé a lamentar en mi fuero interno haber traído conmigo a mi marido de Lancashire.
No obstante, este mal pensamiento no caló en mi corazón, pues quería de veras a mi marido y siempre lo había amado. Aparte de ello, él se había hecho merecedor de mi afecto.
La mañana siguiente, apenas me había levantado cuando mi hijo vino a verme. Después de dirigirme unas palabras cariñosas, me entregó una bolsa de piel con cincuenta y cinco monedas españolas de las llamadas pistolas, diciéndome que aquello serviría para cubrir mis gastos de viaje, toda vez que, aunque no quería ser indiscreto, suponía que yo no había traído mucho dinero conmigo, ya que no era usual disponer de grandes cantidades en aquel país. Después sacó el testamento de su abuela y me lo leyó, enterándome de que me había dejado una pequeña plantación en York River, que es donde había vivido ella, con el personal y ganado que le pertenecía, poniéndolo todo bajo la custodia de mi hijo para que él me lo entregara a mí si descubría que yo seguía con vida, a mis herederos si tenía descendencia o a cualquiera a quien yo hubiese nombrado heredero mío. Los beneficios que produjera aquella plantación pasaban a ser propiedad de mi hijo hasta que yo apareciera. De lo contrario, todo debía ser para él o para sus herederos.
Me dijo que aquella plantación, aunque situada lejos de sus tierras, no se había arrendado y que la dirigía un mayoral que también se ocupaba de otras posesiones de su padre; que dicho mayoral había trabajado de firme, y que él mismo iba allí tres o cuatro veces al año para echar una ojeada. Le pregunté cuál podía ser el valor de la plantación y me contestó que si yo deseaba arrendarla me entregaría unas sesenta libras anuales, pero que si yo prefería vivir en ella creía que podría hacerle rendir casi ciento cincuenta libras.
Pero al comprender que yo prefería instalarme en el otro lado de la bahía o que tal vez querría regresar a Inglaterra, se ofreció para dirigirla él personalmente, como hacía con la suya, y me expresó su convicción de que podría mandarme tabaco suficiente a Inglaterra como para permitirme obtener un beneficio de un centenar de libras anuales o tal vez más.
Todo ello me parecía increíble, pues no estaba acostumbrada a tales magnificencias. Mi mente me hizo pensar más que nunca y mi corazón se volvió agradecido a la Providencia que tantos prodigios había obrado en mi favor, a pesar de ser yo uno de los seres más despreciables que haya vivido bajo la capa de los cielos. Y debo insistir nuevamente que no sólo en esta ocasión, sino cada vez que me sentí embargada por el agradecimiento, mi horrible pasado y mi vida abominable me parecieron más monstruosos que nunca y mi aborrecimiento por mis pecados nunca fue mayor que cuando advertí que la Providencia me otorgaba sus favores a pesar de que yo correspondía a ellos con las más negras villanías.
Pero dejo al lector que medite sobre estas reflexiones mías, que bien lo merecen, y vuelvo a los hechos. El cariño de mi hijo y sus amables ofrecimientos me arrancaron lágrimas cada vez que habló conmigo. En realidad, yo apenas podía conversar con él, pues tenía que callarme una y otra vez a causa de los sollozos que anudaban mi garganta. Por fin pude expresarle mi felicidad al obtener lo que él me había estado guardando. Le dije también que, puesto que él era mi único hijo y que mi edad me impediría tener descendencia aunque volviera a casarme, deseaba que él me procurase los medios para redactar un testamento en el cual sedó dejadla todo a él y a sus herederos. Aproveché la ocasión para preguntarle, sonriendo, cuál era el motivo de que siguiera siendo soltero. Su respuesta fue pronta y vehemente. Me contestó que las mujeres aptas para esposas no abundaban mucho en Virginia y me pidió que si yo regresaba a Inglaterra le enviara una esposa desde Londres.
Esto fue lo más importante de nuestra conversación del primer día, el mejor que había pasado en toda mi vida y que tantas satisfacciones me reportó. Él siguió viniendo a verme cada día y pasó largos ratos conmigo. En varias ocasiones me acompañó a visitar amistades suyas y en todas partes fui recibida con el mayor respeto. También cené varias veces en su propia casa tomando precauciones para evitar que su padre me viera. Le hice un regalo eligiendo lo que tenía más valor entre mis cosas. Fue uno de los dos relojes de oro que ya he mencionado antes y que yo guardaba en mi cómoda. Había tenido la precaución de llevarme el mejor de los dos y se lo entregué el tercer día, diciéndole que carecía de valor, pero que deseaba que lo guardara como una prueba de mi cariño. Me guardé mucho de contarle que lo había sustraído del bolsillo de una dama que salía de una capilla londinense.
Lo tomó titubeando, como si dudase en quedárselo o no, pero yo insistí y le obligué. Su valor no era, en realidad, muy inferior al de la bolsa llena de monedas de oro español que él me había entregado, sin tener en cuenta que en América fácilmente valdría el doble de lo que pudiese costar en Londres. Mi hijo lo besó y me aseguró que era un recuerdo del que no se separaría jamás.
Pocos días después me trajo los papeles del testamento y vino acompañado por un escribano. Yo los firmé de buena gana y se los entregué cubriéndolo de besos porque nunca existió un cariño mayor entre una madre y un hijo. El día siguiente me trajo otro documento firmado y sellado por él en el que se comprometía a administrar por mi cuenta mi plantación poniendo en ello su mayor empeño y remitiéndome las ganancias cuando yo lo indicara. También me garantizaba un beneficio de cien libras anuales. Me informó que habiendo cerrado el trato antes de la cosecha, yo tenía derecho a los beneficios de aquel año, y acto seguido me pagó cien libras en monedas españolas de a ocho y me pidió un recibo por aquel año dándolo por terminado en Navidad. El siguiente se extendería hasta el mes de agosto.
Permanecí allí cinco semanas y me dolió mucho tener que marcharme. Mi hijo me hubiera acompañado gustoso, pero yo no quise permitirlo. No obstante, me cedió una chalupa de su propiedad, semejante a un yate, que le servía para sus negocios y también para sus excursiones. Yo acepté y después de las más afectuosas muestras de cariño nos despedimos y al cabo de dos días llegué sana y salva al pueblo de nuestro amigo el cuáquero.
Para nuestra plantación llevaba tres caballos con sus correspondientes arreos, unos cuantos cerdos, dos vacas y muchas cosas más, todo ello regalo del hijo más amable y afectuoso que haya podido existir. Expliqué a mi marido todos los detalles del viaje, aunque diciéndole que había visto a mi primo y no hablándole, como es natural, de mi hijo cuya existencia ignoraba. Al principio, le dije que había perdido mi reloj y él lo consideró como una gran desgracia, pero después le expliqué las gentilezas de mi primo y lo de la plantación que había heredado de mi madre y que él había tenido bajo su custodia a su cuidado comprometiéndose él a rendirme cuentas exactas de sus beneficios y por último le entregué las cien libras en metálico consideradas como los beneficios del primer año. Enseñándole al mismo tiempo la bolsa de piel que contenía las monedas españolas, le dije:
—Y aquí tienes, querido, mi reloj de oro.
Tan cierto es que el cielo ejerce los mismos efectos en todos los corazones cuando las mercedes se prodigan sobre ellos que mi marido alzó los brazos y exclamó en un rapto de alegría:
—¡Esto es un don providencial para un ser tan desgraciado como yo!
Después le conté todo lo que había traído a bordo de la chalupa aparte de aquellos regalos, o sea los caballos, los cerdos y las vacas, además de otros bienes para la plantación. Todo ello acrecentó su sorpresa y le colmó de dicha, y a partir de aquel momento estoy convencida de que se convirtió en un hombre arrepentido y enteramente reformado. Podría escribir una historia aún más larga que ésta para demostrar esta verdad y aunque dudo que resultase tan distraída como la que hace referencia a nuestras ruindades, he pensado hacerlo.
Pero como ésta es mi historia y no la de mi esposo, continúo la narración de mis andanzas. Seguimos trabajando de firme en nuestra plantación y gracias a la ayuda y a los buenos consejos de los amigos que nos ganó nuestra buena conducta, en especial los del buen cuáquero que se convirtió en un compañero tan fiel como generoso, obtuvimos grandes provechos. Como contábamos con medios suficientes para empezar y aún pudimos incrementarlos con ciento cincuenta libras más, aumentamos el número de nuestros sirvientes, construimos una excelente vivienda y cada año cultivamos una buena porción de tierra. El segundo año escribí a mi maestra y amiga participándole con júbilo nuestro éxito y le indiqué que me enviase el dinero que yo le había dejado, que ascendía a algo más de doscientas cincuenta libras, en especies, cosa que ella efectuó con su habitual eficiencia y fidelidad, llegando todo felizmente a nuestro poder.
En el cargamento había toda clase de ropas, tanto para mi esposo como para mí, y tuve buen cuidado en comprarle a él todas aquellas cosas que yo sabía le entusiasmaban: dos pelucas largas de gran calidad, dos espadas con empuñadura de plata, tres o cuatro magníficas escopetas de caza, una excelente silla de montar tapizada de rojo con sus fundas y sus pistolas, en una palabra, todo lo que se me ocurrió para halagarle y para ayudarle a recuperar su talante de siempre, o sea el de un cumplido caballero. También encargué una gran cantidad de artículos para nuestro hogar y ropa blanca para los dos, así como algunos vestidos para mí, aunque pocos, pues ya había venido muy bien provista de ellos. El resto del envío consistía en herramientas de todas clases, arreos para los caballos, utensilios, trajes para los criados y ropas de lana, tejidos de sarga, medias, zapatos, sombreros y otras prendas adecuadas para los sirvientes, todo ello siguiendo las instrucciones del cuáquero. Todo este cargamento llegó en perfectas condiciones, y además tres criadas, mozas robustas especialmente elegidas por mi amiga, muy a propósito para aquellas tierras y para las tareas que tendrían que llevar a cabo. Una de ellas nos llegó por partida doble, pues habiendo tenido un lío con uno de los marineros antes de llegar a Gravesend, dio a luz un hermoso chiquillo siete meses después de su llegada a América.
Como puede suponerse, mi esposo se quedó muy sorprendido al recibir todo aquel material, y al hablar después conmigo me dijo:
—Querida mía, ¿qué significa todo esto? Mucho me temo que hayamos incurrido en deudas. ¿Cuándo crees que podremos pagarlo?
—Esposo mío —contesté—, está todo pagado.
Seguidamente le conté que ignorando lo que podía suceder nos en el transcurso de nuestro viaje y considerando a lo que podían exponernos las circunstancias de aquellos momentos, no me había llevado todo mi capital, sino que había dejado una parte en poder de mi amiga. Puesto que ya nos habíamos establecido y que estábamos bien instalados, había ordenado que nos fuera remitido, como él había podido ver.
Se quedó estupefacto y durante un buen rato estuvo contando con los dedos sin decir palabra.
Por fin, me dijo:
—Vamos a ver, tenemos en primer lugar doscientas cuarenta y seis libras en dinero contante y sonante; después, dos relojes de oro, varios anillos de brillantes y piezas de plata; una plantación en York River que nos da un beneficio de cien libras anuales; además, ciento cincuenta libras en plata y una chalupa cargada de caballos, vacas, cerdos y provisiones.
Siguió contando con los dedos y empezó otra vez por el pulgar.
—Y ahora un cargamento que en Inglaterra ha costado doscientas cincuenta libras, y aquí vale el doble. Bueno, ¿qué te parece? ¿Quién dijo que me había equivocado cuando me casé contigo en Lancashire? Ya sabía yo que me había casado con una mujer rica, y muy rica a fe mía.
Realmente, estábamos en buena posición y nuestra fortuna iba más en aumento cada año, pues nuestra plantación prosperaba sin cesar. Al cabo de ocho años llegó a darnos un beneficio de trescientas libras anuales.
Un año después hice mi primera visita a la bahía para ver a mi hijo y recibir el pago anual de los beneficios de mi gran plantación, y apenas había desembarcado me enteré de la inesperada noticia de que mi marido había fallecido y que había sido enterrado dos semanas antes. Debo confesar que aquella muerte no me desagradó, puesto que me permitiría presentarme en todas partes con mi verdadera personalidad, o sea, como una respetable mujer casada. Por consiguiente, antes de despedirme de mi hijo le insinué que tal vez contraería matrimonio con un caballero que poseía una plantación cercana a la mía, y aunque me consideraba en perfecta libertad para casarme, todavía tenía ciertas dudas temiendo que mi pasado pudiera revivir y atormentar a mi esposo. Mi hijo, que seguía siendo el mismo muchacho cariñoso y espléndido, me atendió de nuevo en su casa, me pagó cien libras y cuando me marché me colmó de regalos.
Poco, después, le comuniqué que me había casado y le invité para que viniera a vernos. Mi esposo le escribió también una carta muy amable manifestándole sus deseos de conocerlo. Pocos meses después vino a vernos y dio la casualidad de que llegó casi al mismo tiempo que el cargamento de Inglaterra. Yo le hice creer que todo aquello pertenecía a mi esposo y no a mí.
Debo indicar que al enterarme de la muerte de mi esposo y hermano, confesé espontáneamente a mi esposo actual todo el asunto y le aclaré que el pretendido primo era mi propio hijo, nacido de aquel desdichado matrimonio. Mientras me escuchaba se mostró muy tranquilo, y más tarde me dijo que de haber seguido viviendo mi hermano él hubiera aceptado la situación con la misma serenidad.
—No fue culpa tuya ni suya —me dijo—. Fue un error imposible de evitar.
Únicamente me reprochó mi intención de ocultarlo y seguir viviendo con él cuando sabía ya que era mi hermano. Esto, según él, fue lo más feo del asunto.
Con esto quedaron allanadas todas las dificultades y los dos seguimos disfrutando de una vida agradable, rodeados de todas las comodidades imaginables.
Hemos llegado ya a nuestra vejez. Yo he regresado a Inglaterra, a mis setenta años, lo que significa que mi marido tiene ya sesenta y ocho. Por mi parte he cumplido sobradamente el período fijado para mi destierro. A pesar de las desdichas y miserias que mi marido y yo hemos pasado, nuestra salud es excelente. Él se quedó en América algún tiempo para cuidar nuestros negocios. Al principio, yo tenía la intención de volver allá para reunirme con él, pero a instancias suyas he tenido que alterar esta decisión, pues él ha resuelto volver a Inglaterra donde pensamos pasar lo que nos queda de vida haciendo penitencia por las faltas cometidas durante nuestras accidentadas existencias.
Escrito el año 1683.