Examiné estos tres presupuestos, sonreí y le dije que me parecían muy razonables todos sus extremos teniendo en cuenta todas las cosas y que no dudaba que sus servicios fueran buenos.

Contestó que no debía juzgarlos hasta que los viera. Yo le dije que sentía decirle que me parecía que iba a ser de sus clientes de la clase más modesta.

—Quizá, señora —insinué—, no sea por ello tan bien venida a vuestra casa.

—En absoluto. Porque por una que tenga del tercer presupuesto, tengo dos del segundo y cuatro del primero, y el tratamiento es el mismo en todos los casos. Si dudáis de ello, permitiré que cualquier amiga vuestra realice una inspección para comprobar si estáis bien atendida o no.

Pasó después a explicar las particularidades de sus presupuestos.

—Habréis observado que en los tres meses de manutención solamente cobro a razón de diez chelines por semana, y me atrevo a decir que no estaréis quejosa de mi mesa. Me parece que no debéis de vivir más barato donde os hospedáis ahora.

—No, desde luego, no tan barato, porque pago seis chelines semanales por la habitación y la comida aparte, lo que me cuesta mucho más.

—Tened además en cuenta, señora, que si el niño no vive o nace muerto, como sabéis que a veces sucede, os ahorráis la partida del cura, y… que si no tenéis amigos para la cena, os evitáis también ese gasto. Así es que si quitamos del presupuesto esas dos cosas, el parto no os cuesta más de cinco libras y tres chelines sobre vuestros gastos corrientes de vida.

Aquello era lo más razonable que había oído en mi vida, así es que sonreí y le dije que podía considerarme como una de sus clientes, pero le dije también que como tardaría todavía dos meses en ir o más, quizá me viera obligada a permanecer con ella más de los tres meses estipulados, y quería saber si en este caso me obligaría a marcharme antes de lo que fuera conveniente.

Me contestó que no, que su casa era grande y que además nunca invitaba a nadie que daba a luz en ella a marcharse hasta que voluntariamente quisiera hacerlo, y que si se le presentaban más señoras no estaba mal relacionada con la vecindad y podía ofrecer alojamiento hasta a veinte si se presentaba la ocasión.

Vi que era una notable dama en su comercio y en pocas palabras accedí a ponerme en sus manos y le prometí ir a su casa. Habló ella después de otras cosas, miró a su alrededor en mi alojamiento y me dijo que encontraba en falta algunas comodidades de las que no carecería en su casa. Le dije que me daba reparo exigir lo que faltaba porque la patrona parecía no tener práctica en el negocio o por lo menos yo lo creía así o quizá porque había estado enferma o tal vez porque estaba embarazada. Temía que se enfadara si le hacía notar excesivamente mi presencia.

—¡Válgame Dios! —me contestó—. Vuestra patrona no carece de práctica, pues ha hospedado muchas veces a señoras que se encontraban en vuestras condiciones, pero le es difícil conservar la parroquia. Además, no es una mujer de las buenas prendas que vos creéis. Sin embargo, como vais a marcharos, no hace falta que le digáis nada, y yo procuraré que estéis un poco mejor atendida de lo que estáis, el tiempo que permanezcáis aquí y ello no ha de costaros más.

No comprendí lo que quería decir con ello, pero le di las gracias y de esta manera nos separamos. La mañana siguiente me mandó un pollo asado y caliente y una botella de jerez y ordenó a su sirvienta que me dijera que vendría a atenderme todos los días durante el tiempo que permaneciera en aquella casa.

Todo esto era una muestra sorprendente de bondad y de delicadeza y lo acepté de muy buena gana. Por la noche envió a preguntar si necesitaba alguna cosa y cómo me encontraba, y ordenó a la criada que fuera por la mañana a buscar mi almuerzo. También tenía instrucciones la sirvienta de hacerme chocolate por la mañana antes de marcharse, y así lo hacía, y al mediodía me traía tinas mollejas de ternera y un plato de sopa para la cena. De esta manera cuidaba de mí a distancia, de modo que yo no podía estar más contenta. Me repuse rápidamente porque verdaderamente mis melancolías anteriores eran la causa principal de mi enfermedad.

Yo temía que, como generalmente suele ocurrir con tales gentes, la criada que me había enviado fuera una mozuela desvergonzada de la estirpe de Drury Lane, y me puso muy inquieta tenerla conmigo, así es que no le permití que durmiera en mi casa la primera noche y la vigilé estrechamente, como si se tratara de un conocido ladrón. Mi favorecedora adivinó lo que pasaba, porque me la envió al cabo de unos días con una nota en la que decía que podía confiar en la honradez de su sirvienta, que respondía de ella en todos los terrenos y que no tomaba sirvientes en su casa sin una completa seguridad acerca de su fidelidad. Entonces me tranquilicé por completo y, en efecto, la conducta de la muchacha respondía por ella, pues nunca vi ninguna que fuera más recatada, juiciosa y tranquila que aquélla en el seno de una familia, como más tarde pude descubrir.

Tan pronto como me encontré en condiciones de salir, fui con la muchacha a ver la casa y el departamento que debía de ocupar llegado el momento, y todo era tan bonito, tan limpio y estaba tan bien que no tuve nada que decir, sino que me encontraba maravillosamente complacida y satisfecha de lo que había encontrado, lo cual, considerando las tristes circunstancias en que me encontraba, estaba por encima de todo lo que podía buscar.

Tal vez crean ustedes que debería dar alguna indicación de la naturaleza de las prácticas ilegales de aquella mujer en cuyas manos había caído, pero esto sería estimular demasiado el vicio. No quiero que mis lectores conozcan las fáciles maniobras que se ponen en juego para librar a las mujeres de la carga indeseada de una criatura clandestinamente engendrada. Aquella grave matrona ponía en juego diversos procedimientos, siendo uno de ellos el que si un niño nacía, aunque no fuera en su casa, porque a veces era llamada a partos en casas particulares, tenía personas a su disposición que por unas monedas se llevaban a la criatura de su lado y también de la parroquia. Según decía ella, los niños eran honradamente cuidados y atendidos, pero esto, teniendo en cuenta la gran cantidad que pasaban por sus manos, no pude comprobarlo nunca.

En muchas ocasiones hablé con ella sobre el particular y siempre insistió en que salvaba la vida de muchos inocentes corderos, como los llamaba, pues sin ella hubieran sido asesinados, y también salvaba a muchas mujeres que, desesperadas por el infortunio, estarían tentadas de destruir a sus hijos y acabar en la prisión. Reconocí que esto era verdad, y desde luego una cosa digna de encomio siempre y cuando que los pobres niños cayeran en buenas manos después y no fueran maltratados, desnutridos y descuidados por los que se hicieran cargo de ellos. Ella me contestó que siempre se cuidaba de esto y que las nodrizas escogidas eran siempre mujeres buenas y honradas en las que se podía confiar.

Yo no podía decir nada en contra y me vi obligada a decir:

—Señora, yo no dudo de vuestra honradez, pero la conducta de esas gentes es lo más importante.

Pero ella me hizo callar repitiendo de nuevo que ponía mucho cuidado en lo que hacía y en las personas que elegía.

Lo único que encontré en las conversaciones que sostuve con ella sobre estos temas que me produjo aversión, fue que en una ocasión, hablando de lo adelantada que yo estaba ya y de la fecha en que esperaba a mi hijo, me dijo algo que parecía como si quisiera ayudarme a salir de mi cuidado antes de tiempo, si yo estaba conforme, o sea, dicho en plata, que ella podía darme algo para hacerme abortar, si deseaba poner fin a mis preocupaciones. Desde luego, no tardé en darle a entender que no quería ni pensar en ello y, para hacerle justicia, diré que eludió la cosa tan inteligentemente que en realidad no puedo asegurar si verdaderamente quería ponerlo en práctica o si únicamente lo había mencionado como una cosa horrible, porque disimuló tan bien sus palabras y captó mis sospechas tan rápidamente que me opuso su más rotunda negativa antes de que yo pudiera explicarme.

Para abreviar esta parte, diré que abandoné mi alojamiento de St. John’s y me trasladé a la casa de mi maestra, que es como allí la llamaban, y allí realmente fui tratada ron tanta cortesía, tan cuidadosamente atendida y tan generosamente abastecida en todo lo que podía necesitar que quedé sorprendida y no pude de momento ver qué ventaja sacaba mi maestra de todo ello. Pero más tarde me di cuenta de que su provecho no estaba en la comida de las alojadas, que no podía darle gran beneficio, sino en otras cosas de su administración, de las que puedo decirles que se lucraba grandemente, siendo apenas creíble la actividad que tenía lo mismo en su casa que fuera de ella en asuntos de índole privada, o, dicho en claro inglés, relacionados con la prostitución.

Durante mi estancia en su casa, que duró casi cuatro meses, no tuvo en sus lechos menos de veinte mujeres libidinosas, y creo que eran treinta y dos las que trataba fuera, de las cuales una se encontraba alojada en mi antigua residencia de St. John’s.

Esto constituía un extraño testimonio de la extensión del vicio en aquellos tiempos, y a mí que tan mala había sido, aquello me emocionaba profundamente. Empezó a repugnarme el lugar en que me encontraba y, sobre todo, aquellas prácticas ilegales. No obstante, debo decir que nunca vi, porque creo que no se veía, la menor indecencia durante el tiempo de mi permanencia allí.

Nunca vi subir un hombre por aquella escalera, excepto los que venían a visitar a las mujeres de parto en el mes de la prueba, y nunca sin ir acompañados de la señora, que no permitía que ningún hombre pernoctara en la casa bajo el menor pretexto, aunque fuera para acompañar a su propia esposa, y su afirmación frecuente era que no le importaba que nacieran niños en su casa, pero que lo que quería era que nadie los hiciera allí.

Puede tal vez argüirse que aquello era necesario, pero lo cierto es que al proceder de aquella manera contribuía a mantener la reputación que tenía su negocio, pues si allí se acogía a las mujeres descarriadas, ella por nada del mundo hubiera contribuido a su corrupción. Y, sin embargo, el comercio a que se dedicaba era un comercio criminal.

Mientras estaba allí, y antes de meterme en cama, recibí una carta de mi representante en el Banco, llena de conceptos amables y obsequiosos, presionándome para que regresara a Londres. Cuando la recibí hacía quince días que había sido escrita, porque primero había sido enviada a Lancashire, de donde me fue reexpedida. Acababa diciéndome que había conseguido un decreto, creo que era así como lo llamaba, contra su esposa y que estaba dispuesto a comprometerse seriamente conmigo, si yo lo aceptaba, haciéndome grandes protestas de cariño. Llegaba a decirme que no me hubiera hecho aquel ofrecimiento de no saber las circunstancias que habían rodeado mi vida y que, tal como habían ido las cosas, yo estaba muy lejos de merecer.

Contesté a esta carta con otra fechada en Liverpool, que envié por un mensajero alegando que lo hacía por mediación de una amiga de la ciudad. En ella le felicitaba por su liberación, pero expresaba algunos escrúpulos acerca de la legitimidad de que se casara de nuevo, y suponía que meditaría muy seriamente sobre este punto antes de resolverlo, pues podía tener unas consecuencias demasiado grandes para que un hombre de su juicio se aventurara imprudentemente en un asunto de esta naturaleza. Concluí deseándole toda clase de aciertos en todo lo que emprendiera sin que yo influyera para nada en sus decisiones, y no le daba ninguna respuesta acerca de mi regreso a Londres, aunque mi intención era volver a fines de año, y esto se lo decía en abril.

Hube de meterme en cama a mediados del mes de mayo y tuve otro hermoso niño, en perfectas condiciones, como siempre en tales ocasiones. Mi maestra realizó su papel de comadrona con la mayor habilidad, mucho mejor que en las otras experiencias que había tenido con anterioridad.

Su cuidado para conmigo en mis dolores y después del parto fue tal que ni mi propia madre me hubiera tratado mejor. Espero que nadie se sienta animado a seguir las huellas de esta hábil señora en sus prácticas de toda índole porque haya ocupado un lugar tan difícil de llenar.

Me parece que hacía veintidós días que estaba en cama cuando recibí otra carta de mi amigo del Banco en la que me comunicaba la sorprendente noticia de que había obtenido por fin la sentencia definitiva de divorcio dictada contra su mujer y que ello resolvía todos mis escrúpulos de casarme de nuevo, como no podía yo suponer ni él esperar, porque su esposa, que había sufrido remordimientos antes por su conducta, cuando se enteró que él había ganado el pleito se había suicidado la misma noche.

Se expresó muy cuerdamente al verse implicado en aquel fin desastroso, pero se absolvió a sí mismo de tener culpa alguna en él, ya que se había limitado a que se hiciera justicia en un caso en que de forma tan notoria había sido perjudicado y ofendido. Dijo que, sin embargo, se encontraba profundamente pesaroso de ello y que en este mundo no tenía otra perspectiva de satisfacción sino la esperanza de que yo volviese y le aliviara su dolor con mi compañía. Después me apremió con el mayor empeño a que le diera por lo menos alguna esperanza de que volvería a la ciudad para dejarme ver y poder hablarme más del asunto.

Me sentí extraordinariamente sorprendida ante esta noticia y empecé a reflexionar sobre mi situación, con la desgracia de tener en aquellos momentos un niño en mis manos sin saber qué camino seguir. Finalmente, hube de hablar de mi caso, aunque de una manera harto velada, a mi maestra. Durante algunos días había estado apesadumbrada y melancólica y ella insistía continuamente preguntándome qué me pasaba. No podía decirle que tenía una oferta de matrimonio después de haberle asegurado que tenía esposo, así que en realidad no sabía qué explicación darle. Reconocí que había algo que me preocupaba mucho, pero al mismo tiempo le dije que no podía hablar de ello a ningún ser viviente.

Ella siguió importunándome algunos días, pero yo le decía que era imposible que comunicara a nadie mi secreto. Esto, en vez de servirle de contestación definitiva, no hizo sino incrementar su porfía. Me apremió diciendo que se le habían confiado grandes secretos de esta naturaleza, que estaba dentro de su profesión ocultarlo todo y que divulgar cosas de esta clase sería su ruina. Me preguntó si le había oído alguna vez chismorrear sobre asuntos de otras personas, y que siendo así no era posible que pudiera desconfiar de ella. Me aseguró que confiárselo a ella era tanto como no decírselo a nadie, que era muda como la muerte y que verdaderamente debía tratarse de un caso muy raro para que ella no pudiera ayudarme y que ocultarlo era privarme de toda posible asistencia y de los medios para conseguirla y privarla a ella de la oportunidad de poderme servir. En resumen, tenía una elocuencia tan embaucadora y un poder tan grande de persuasión que no era posible ocultarle nada.

Así, pues, decidí desahogarme con ella. Le conté la historia de mi casamiento en Lancashire y de qué forma habíamos sido engañados los dos, cómo habíamos estado juntos y de qué forma nos separamos. Le expliqué que él me había concedido absoluta libertad para volver a casarme si lo deseaba, prometiéndome que si se enteraba nunca reclamaría ni me molestaría. Le dije que yo creía que estaba libre, pero que estaba muy temerosa de aventurarme por miedo a las consecuencias a que pudiera dar lugar el hecho si se descubría.

Le expliqué después la excelente oferta que tenía, le enseñé las dos últimas cartas de mi amigo invitándome a ir a Londres, y le hice notar el afecto y la seriedad con que estaban escritas, pero le oculté el nombre de mi pretendiente y también la historia del desastre de su esposa, limitándome a decirle que ella había muerto.

Se echó a reír de mis escrúpulos y me dijo que el otro no había sido un matrimonio, sino un engaño por ambas partes, y que habiéndonos separado por mutuo consentimiento la naturaleza del contrato quedaba anulada y la obligación eliminada.

Tenía argumentos como éste en abundancia y, en resumen, me dio razones en apoyo de mi razón, pero no me ayudó en cuanto a mis inclinaciones.

Después vino la mayor y principal dificultad: el niño que había traído al mundo.

Este obstáculo, según me dijo con buenas palabras, podía ser eliminado de manera que nadie pudiera nunca descubrirlo. Yo sabía que no era posible que me casara sin ocultar por completo que tenía un hijo, porque no tardaría en descubrir, por su edad, cuándo había nacido e incluso engendrado después de mis tratos con él, y ello habría imposibilitado todo acuerdo con él.

Mi corazón se sintió violentamente conmocionado ante la idea de separarme por completo de la criatura y como no me extrañaría que fuera asesinado o que muriese por negligencia o malos tratos, lo que viene a ser lo mismo, si lo dejaba en otras manos, era algo en lo que no podía pensar sin horror. Deseo que todas las mujeres que consienten desprenderse de sus hijos poniéndolos a pupilaje, como por decencia se le llama, consideren que no es otra cosa que un sistema secreto de asesinarlos, esto es, de matarlos impunemente.

Es evidente para cuantos entienden algo de la infancia que llegamos al mundo desvalidos e incapaces de satisfacer nuestras necesidades y aun de hacer saber lo que necesitamos y que sin ayuda pereceríamos. Esta ayuda exige no solamente el apoyo de la madre o de cualquier otra persona, sino también un gran cuidado y mucha pericia. Sin ello, la mitad de los niños que nacen perecerían aunque no se les negara el alimento y la otra mitad serían tullidos o anormales, perderían algunos de sus miembros y tal vez la razón. No pongo en tela de juicio que éste sea, en parte, el motivo por el que la naturaleza ha puesto en las madres el cariño por sus hijos, sin el cual éstos serían incapaces de seguir adelante.

Por esto sólo deben confiarse a los cuidados y el apoyo de las que les dieron el ser.

Como estos cuidados son imprescindibles para la vida de los niños, su omisión significa tanto como matarlos. Entregarlos para su crianza a gentes que no sienten el cariño necesario que concede la naturaleza, es abandonarlos y en algunos casos llegar más lejos, constituyendo un crimen intencionado tanto si el niño vive como si no.

Todas estas cosas se presentaban ante mi vista de la manera más sombría y terrible, y puesto que había llegado a tener una gran confianza en mi maestra, a la que había aprendido a llamar madre, le hice partícipe de los negros pensamientos que me atenazaban y en qué grado de desesperación me encontraba. Ella pareció considerar con mayor gravedad esta parte que la otra, pero como estaba encallecida en estas cosas más allá de la posibilidad de que la conmovieran motivos religiosos o escrúpulos de conciencia, resultaba tan impenetrable como cuando le hablé de mis problemas sentimentales. Me preguntó si no se había mostrado cuidadosa y tierna conmigo durante mi parto, como si yo hubiese sido su propia hija. Le dije que no podía por menos de reconocer que así había sido.

—Pues bien, querida —me dijo—, ¿creéis que no hay mujeres que, ganándose el pan con ello, tienen a gala cuidar a los niños como podrían hacerlo sus propias madres y comprenderlos quizá mejor? No temáis. ¿Cómo nos criaron a nosotras? ¿Estáis segura de que lo fuisteis por vuestra propia madre? Y, sin embargo, estáis robusta y hermosa.

Me acarició las mejillas y siguió hablando:

—No temáis nada malo, pues yo no tengo criminales a mi servicio. Empleo las mejores y más honradas nodrizas que puedan hallarse y tengo tan pocos niños que se malogren en sus manos como si estuvieran en las de sus madres.

Me tocó en lo vivo al preguntarme si estaba segura de haber sido criada por mi propia madre, pues, por el contrario, estaba segura de no haberlo sido. Temblé y me puse pálida ante aquella expresión. «Seguramente —me dije— esta mujer no puede ser una bruja o estar en comunicación con algún espíritu para saber qué es lo que hicieron conmigo antes de saberlo yo». La miré amedrentada, pero al pensar que no era posible que supiese nada de mí mi emoción se desvaneció y empecé a encontrarme más tranquila.

Ella se dio cuenta de mi emoción, pero no de su significado, así es que continuó con su charla desenfrenada acerca de la fragilidad de mi suposición de que todos los niños que no son criados por sus madres mueren asesinados, tratando de persuadirme que las criaturas de que ella se preocupaba eran tan bien tratadas como pudieran serlo por sus propias madres.

—Todo esto puede ser verdad —repliqué—, y no me extrañaría que lo fuese, pero mis recelos están realmente bien fundados. —Decidme cuáles son.

—En primer lugar, vos dais dinero a las gentes que toman al niño de manos de sus padres y que han de ocuparse de él mientras vive. Como sabéis, en la mayor parte de casos se trata de personas pobres cuyo beneficio consiste en desembarazarse de la carga que supone un hijo. ¿Cómo se puede, pues, dudar de que siendo mejor para ellas que el niño muera no demuestren una excesiva solicitud en lograr que siga viviendo?

—Todo esto son suposiciones y fantasías —replicó la vieja—. Yo os puedo asegurar que el crédito de esas gentes depende de la vida del niño que cuidan con la misma solicitud que podría hacerlo su propia madre.

—Si yo estuviera segura de que mi pequeño iba a ser bien atendido, me sentiría verdaderamente feliz, pero es imposible que pueda sentirme satisfecha en este aspecto si no lo veo con mis propios ojos, y tal como están mis asuntos esto sería la ruina para mí, de modo que no sé qué hacer.

—¡Bonita historia! —exclamó la maestra—. Lo que vos queréis es ver el niño y no verlo, estar oculta y al descubierto a la vez. Esto, querida, es imposible. Lo que tenéis que hacer es lo que han hecho antes otras madres escrupulosas, que es aceptar las cosas como son y no como vos querríais que fuesen.

Comprendí lo que quería decir por madres escrupulosas. Debió de haber dicho prostitutas escrupulosas, pero ella no quería disgustarme porque yo no era una ramera, sino una mujer legalmente casada, exceptuando la coacción de mi antiguo matrimonio.

Sin embargo, sea yo lo que sea, no había llegado a esa especie de endurecimiento propio de la profesión de aquella mujer, quiero decir a ser indiferente con respecto a la seguridad de mi hijo. Mi cariño hacia él era tan profundo que estuve a punto de renunciar a mi amigo del Banco con el que me resultaba tan duro casarme que no encontraba otra solución que apartarme de él.

En esto mi vieja maestra volvía a mi lado con su usual desenvoltura diciéndome:

—Mirad, querida, me parece que por fin he encontrado una solución para que estéis segura de que vuestro hijo será bien tratado y que la persona que cuide de él no os conozca nunca ni sepa quién es la madre de la criatura.

—¡Oh, señora, si hicierais esto podríais contar con mi agradecimiento el resto de mi vida!

—Vamos a ver, ¿estáis dispuesta a hacer un pequeño desembolso anual, un poco más de lo que se suele dar a las personas con las que yo trato?

—Con todo mi corazón, siempre y cuando yo no sea descubierta.

—De esto podéis estar segura, porque la nodriza nunca se atreverá a hacer investigaciones acerca de vos y sólo iréis conmigo una o dos veces al año a ver a vuestro hijo, comprobar si lo tratan bien y tener la satisfacción de ver que se encuentra en buenas manos, sin que nadie sepa quién sois.

—¿Creéis posible que cuando vaya a ver a mi hijo pueda ocultar que soy su madre? ¿Creéis que es posible una cosa semejante?

—Bueno, pues aunque se descubra quién sois, la nodriza no será nunca la más avisada, ya que se le prohibirá hacer indagaciones o formular preguntas acerca de vos. En caso contrario, perderá el dinero que se supone vais a entregarle y se le quitará el niño.

Me consideré satisfecha con esto. La semana siguiente llegó una mujer campesina de Hertford o de sus alrededores, que iba a llevarse al niño a cambio de una entrega de diez libras. Si yo le entregaba cinco libras más al año, se vería obligada a traer el niño a casa de mi maestra tan a menudo como se lo pidiéramos, o iríamos nosotras a su casa para comprobar si era bien tratado. La mujer tenía muy buen aspecto, era bien parecida y aunque era esposa de un labriego, tenía muy buenos vestidos y ropas de casa y todo parecía normal en ella. Con gran dolor de mi corazón y muchas lágrimas dejé que se llevara a mi hijo. Estuve más tarde en Hertford y la fui a ver en su casa de campo, que me gustó bastante. Le prometí un sinfín de cosas si trataba bien al niño, de modo que a las primeras de cambio se dio cuenta de que yo era la madre de la criatura. En pocas palabras, accedí a que se quedara con el niño y le di diez libras, mejor dicho se las di a mi maestra para que se las entregara a ella delante de mí, y la mujer prometió no devolver nunca el niño ni pedir más por su crianza y guarda. Le prometí que si le prodigaba los mejores cuidados posibles, le daría algo más cada vez que fuera a verlo. No quedé obligada a pagar las cinco libras anuales, aunque prometí a mi maestra que lo haría. Así terminó mi gran preocupación, de una forma que aunque no satisfizo plenamente mi espíritu fue la más conveniente para mí tal como estaban mis asuntos en aquellos momentos y dado lo que podía hacer entonces.

Empecé a continuación a escribir a mi amigo del Banco de una manera más amable y, a principios de julio, le envié una carta en la que le decía que tenía el propósito de pasar una temporada en la ciudad durante el mes de agosto. La contestación que me mandó estaba escrita en términos de un profundo apasionamiento y me rogó que le hiciera saber con anticipación la fecha de mi llegada para ir a recibirme a dos días de viaje. Esto me confundió torvamente y no supe qué contestar. De momento pensé en tomar la diligencia y marcharme a West Chester, con el único propósito de tener la satisfacción de poder regresar y que, él viese que lo hacía en el mismo carruaje, porque tenía el temor, aunque no tuviese razón para pensarlo, de que él sabía que no me encontraba en el campo. Y no era un pensamiento mal fundamentado, como no tardaré en explicar.

Intenté razonar conmigo misma, pero todo fue en vano, porque tenía aquella impresión tan fuertemente arraigada en mi imaginación que no la podía resistir. Por último, vino en ayuda de mi deseo de marchar al campo que sería un buen pretexto para mi vieja maestra y disimularía por completo mis otros asuntos, puesto que ella no sabía si mi adorador vivía en Londres o en Lancashire, y cuando le hablé de la resolución que había tomado se quedó firmemente persuadida de que donde residía él era en este último lugar.

Habiendo tomado mis medidas para realizar el viaje, se lo hice saber enviando por delante a la muchacha que me atendía para que me guardara sitio en el carruaje. Ella hubiera querido que la criada cuidara de mí hasta el final y viniese conmigo en la diligencia, pero yo le convencí de que no sería muy conveniente. Al marcharme me dijo que no creía necesario comunicarse conmigo por correspondencia porque sabía que, evidentemente, mi afecto por la criatura haría que fuese yo quien le escribiera y la visitara tan pronto como regresara a la ciudad. Le aseguré que así lo haría y de este modo me despedí, satisfecha de salir de aquella casa, donde, sin embargo, había estado muy bien acomodada, como ya he relatado antes.

Tomé plaza en el carruaje, pero no hasta el final, sino hasta un lugar llamado Stone, en Cheshire. Pensé que era un sitio donde no había nada que me ligara y en el que no sería fácil que me tropezara con ninguna persona de la ciudad y sus alrededores. Sabía que con dinero en el bolsillo uno se encuentra bien en todas partes, y permanecí allí dos o tres días esperando mi oportunidad. Encontré luego asiento en otra diligencia y tomé billete para Londres.

Envié a mi caballero una carta diciéndole que me encontraría en un día determinado en Stony-Stratford, donde el cochero me dijo que se detendría.

Sucedió que el carruaje que tomé era de servicio discrecional, pues había sido alquilado por unos señores que iban a West Chester para embarcar con destino a Irlanda, y al volver no tenía parada en sitios fijos ni estaba sujeto a un horario determinado, como hacen las diligencias, de manera que, habiendo estado detenido el domingo, él tenía tiempo de salir y alcanzarme, cosa que de otra manera no podría haber hecho.

Sin embargo, el aviso le llegó tan justo que no pudo llegar a Stony-Stratford con tiempo suficiente para estar conmigo por la noche, sino que me encontró a la mañana siguiente en un lugar llamado Brickhill, cuando precisamente estábamos entrando en la localidad.

Confieso que me sentí muy satisfecha al verlo, pues me sentí un poco defraudada aquella noche pensando que quizás había ido un poco lejos en mi maquinación de volver a la ciudad. Me gustó doblemente por la forma como llegó, pues venía en un magnífico coche particular tirado por cuatro caballos y con un criado con librea para atenderlo.

Inmediatamente me sacó de la diligencia, que se detuvo a las puertas de una posada de Brickhill, y en su coche llegamos a la misma hospedería y pidió de almorzar. Yo le pregunté qué quería dar a entender con esto porque yo tenía que continuar el viaje. Él me contestó que no, que yo necesitaba descansar y que aquélla era una buena Casa, aunque se tratase de un pueblo pequeño. Así, pues, aquella noche no seguiríamos adelante a pesar de todo.

Yo no le insistí mucho, porque como al venir a buscarme había hecho muchos gastos, era razonable que le complaciera en algo. Por tanto, cedí fácilmente en este punto.

Después de cenar dimos un paseo para visitar el pueblo, ver la iglesia y contemplar los campos y el país, como es corriente que hagan los forasteros, siendo nuestro posadero nuestro guía cuando visitamos el templo. Observé que mi caballero hacía muchas preguntas respecto al párroco y comprendí inmediatamente que lo que quería era proponerme que nos casáramos, y como seguía fija en mi mente la idea de no rechazarlo, porque en las circunstancias en que me encontraba no podía decir que no, le seguí la corriente. No había ya ninguna razón para que continuara corriendo más riesgos.

Pero mientras estos pensamientos bullían en mi cabeza, lo que sucedió en pocos momentos, observé que el posadero lo llevaba aparte y, en voz baja, pero no lo suficiente para que yo no lo oyera, susurró:

—Caballero, si tenéis necesidad…

El resto no pude oírlo, pero debió de ser algo así como: «Caballero, si tenis necesidad de un ministro, yo tengo un amigo no lejos de aquí que os podrá servir tan reservadamente como vos queráis».

Mi adorador contestó en voz lo suficientemente alta para que yo lo oyera:

—Muy bien, creo que sí.

Apenas habíamos vuelto a la posada cuando se precipitó hacia mí diciéndome con dulces palabras que puesto que había tenido la fortuna de encontrarme y todo estaba de acuerdo, apresuraría su felicidad si yo quería poner un fin al asunto en el mismo lugar en que nos encontrábamos.

—¿Qué queréis decir? —le pregunté, ruborizándome un poco—. Aquí, en una posada… ¡Alabado sea Dios! ¿Cómo es posible que me habléis de esa manera?

—Puedo hablaros muy bien —me replicó—. He venido con el propósito de hacerlo así y voy a probaros lo que he hecho.

Y diciendo esto sacó un gran legajo de papeles.

—Me asustáis —dije—. ¿Qué es todo eso?

—No os asustéis, querida —contestó, besándome.

Era la primera vez que se dirigía a mí con tanta libertad y me llamaba «querida». Luego repitió:

—No os asustéis. Voy a enseñaros de qué se trata.

Y desdobló los papeles que me había enseñado. Primero vi la sentencia de divorcio de su mujer con la declaración de que ella había llevado una conducta inmoral. Después había los certificados del ministro y de los clérigos de la parroquia donde ella vivía, acreditando que había sido enterrada e indicando cómo y de qué murió, una copia del acta del coroner[6] presentada al jurado que había de juzgarle y, por último, el veredicto que presentaba el caso como non compos mentis[7].

Todo esto lo hacía con el propósito de darme mayor satisfacción, aunque yo no era tan escrupulosa y lo hubiera aceptado sin nada de aquello. Lo examiné todo, sin embargo, lo mejor que pude y le dije que el asunto estaba, en efecto, suficientemente claro, pero que no valía la pena que se hubiese tomado la molestia de traerlo todo porque ya habría habido tiempo suficiente para verlo.

—Bueno —contestó—, puede ser que hubiese habido tiempo, pero para mí el momento más adecuado es éste precisamente. Había otros papeles arrollados y le pregunté qué eran.

—Ésta es precisamente la pregunta que quería que me hicierais —dijo.

Y al desenvolverlos apareció una cajita de piel de la que sacó una sortija muy hermosa de diamantes. No pude rechazarla si hubiera estado en mi ánimo el hacerlo porque me la puso inmediatamente en el dedo. Así, pues, le hice una pequeña inclinación de cabeza y la acepté. Después sacó otra sortija, y dijo:

—Ésta es para otra ocasión. Y se la metió en el bolsillo.

—Bien, pero dejadme verla —le dije sonriendo. Adivino lo que es. Debéis estar loco.

—Hubiera estado loco si hubiera hecho menos. Yo tenía muchas ganas de verla, así que le rogué: —Dejadme verla de todas maneras.

—Tened paciencia y primero mirad esto. Desenvolvió otro papel y se puso a leerlo. —¡Mirad, es la licencia para que nos casemos!

—¡Cuando yo digo que no debéis de andar bien de la cabeza…! ¿Estabais convencido de que aceptaría y me sometería a la primera palabra, o lo habéis hecho para que no pudiera negarme?

—Ciertamente, esto último es la verdad. Pero tal vez os equivocáis. No, no. ¿Cómo podéis pensar semejante cosa? ¡No debéis rechazarme, no podéis rechazarme!

Y diciendo esto empezó a besarme de una manera tan violenta que no me fue posible desembarazarme de él.

Había una cama en la habitación y nosotros íbamos de un lado para otro en el ímpetu de nuestra conversación. Por fin me cogió por sorpresa entre sus brazos y me echó en la cama, tumbándose a mi lado y apretándome fuertemente y sin hacer la menor insinuación indecente me rogó que consintiera en nuestro casamiento, con repetidas súplicas y argumentos, haciendo protestas de su cariño y jurando que no me soltaría hasta que no contara con mi promesa de acceder. Por fin no pude por menos que decir:

—Por lo visto, estáis resuelto a no admitir una negativa.

—¡No os negaréis, no podéis negaros, no debéis negaros!

—Está bien —contesté dándole un beso ligero—, si es así no me negaré, pero dejadme que me levante.

Veíasele tan transportado con mi consentimiento y con la amable manera de dárselo que empecé a pensar que lo tomaba ya por el matrimonio y que no iba a esperar la ceremonia. Pero en esto lo calumniaba, porque dejó de besarme y, poco después, dándome dos o tres besos más, me dio las gracias por mi sometimiento a su voluntad, y se encontraba tan dominado por la satisfacción y la alegría que incluso vi lágrimas en sus ojos.

Me aparté de él porque notaba que los míos también se llenaban de lágrimas y le pedí licencia para retirarme un rato a mi habitación. Si alguna vez sentí un arrepentimiento verdadero por la vida viciosa y abominable que había llevado durante veinticuatro años fue entonces. «¡Oh! —pensé—. ¡Qué felicidad representa para la Humanidad que no puedan ver unos lo que pasa en el corazón de los otros…! ¡Qué felicidad hubiera representado para mí haber podido ser la esposa de un hombre tan honrado y afectuoso como éste desde el principio!».

Luego se me ocurrió lo siguiente: «¡Qué abominable criatura soy! ¡De qué manera va a ser ultrajado por mí este inocente caballero! ¡Qué poco piensa que habiéndose divorciado él de una mujer inmoral va a caer en los brazos de otra de la misma calaña! ¡Qué va a casarse con una mujer que se ha acostado con dos hermanos y que ha tenido los tres hijos de su propio hermano! ¡Una mujer que ha nacido en Newgate[8] y cuya madre era una prostituta y es ahora una ladrona deportada! ¡Una mujer que se ha acostado con trece hombres y que ha tenido un hijo desde la última vez que él me vio! ¡Pobre caballero! ¿Qué es lo que va a hacer?». Después de hacerme estos reproches continué pensando: «Pero si he de ser su esposa, si es la voluntad de Dios concederme su gracia, prometo ser para él una esposa fiel y amarle, correspondiendo al extraño exceso de pasión que él siente por mí. Me enmendaré en lo presente, en lo que él pueda ver, por los engaños y las afrentas que he hecho recaer sobre el infeliz, y que él no ha visto».

Él esperaba con impaciencia que yo saliera de mi habitación, pero como tardara en hacerlo, bajó por la escalera y se puso a hablar con el posadero acerca del párroco.

El posadero, que era un individuo entremetido aunque lleno de buenas intenciones, había ya mandado a buscar al clérigo de la vecindad, y cuando mi caballero empezó a hablar del asunto y le dijo que quería ir a verlo, le dijo:

—Caballero, mi amigo el clérigo está va en casa.

Y acto seguido se lo presentó.

Mi amigo le preguntó si tendría inconveniente en unir en matrimonio a una pareja de forasteros, que estaban dispuestos a casarse voluntariamente. El clérigo contestó que el señor… ya le había dicho algo del caso y que esperaba que no se tratara de un asunto clandestino, aunque él le parecía un caballero serio y tenía noticias de que su prometida no era ninguna niña que necesitara el consentimiento de nadie.

—Para que no tengáis ninguna duda sobre el particular —le dijo mi adorador—, leed este papel.

Y exhibió la licencia matrimonial.

—Estoy satisfecho —le dijo el clérigo—. ¿Dónde se encuentra la dama?

—La veréis en seguida.

Después de decir esto, mi pretendiente empezó a subir por la escalera a tiempo que yo salía de mi habitación. Me dijo que el clérigo estaba abajo, que había hablado con él y que después de haber visto la licencia estaba dispuesto a casarnos de buen grado.

—Pero quiere veros antes —añadió.

Y me preguntó si quería permitir que subiera.

—Ya habrá tiempo toda la mañana —repuse.

—Pero ¿por qué, querida? Al principio parecía tener algunos escrúpulos por si erais una muchacha arrebatada violentamente del hogar paterno, pero yo le he asegurado que los dos teníamos la edad suficiente para no necesitar otro consentimiento que el nuestro propio y entonces ha sido cuando ha dicho que deseaba veros.

—Bien, haced lo que queráis —contesté.

Entonces hicieron subir al clérigo, que era un señor jovial y bonachón. Parece ser que le habían dicho que nos habíamos encontrado allí por accidente, que yo llegué en la diligencia de Chester y mi caballero en un carruaje propio con el que venía a mi encuentro, que debíamos haber coincidido la noche anterior en Stony-Stratford, pero que no había podido ser por no haber podido él llegar hasta allí.

—Esto demuestra, caballero —dijo el clérigo—, que todas las cosas malas tienen también su lado bueno. En este caso lo malo para vos ha sido bueno para mí, porque si se hubiesen encontrado en Stony-Stratford, como proyectaban, no habría tenido yo el honor de casaros. Posadero, ¿tenéis el Common- Prayer-Book[9]?

Yo di un respingo, haciendo como si me asustara.

—¿Qué quiere decir esto? —pregunté—. ¿Acaso pretendéis casarnos en una posada y de noche?

—Señora, si es que queréis casaros en la iglesia, no hay inconveniente alguno, pero os aseguro que el matrimonio será tan válido si se celebra aquí como allí. Las reglas no nos obligan a casar en ningún otro lugar que no sea la iglesia, pero si queréis hacerlo en ésta, os advierto que la encontraréis tan concurrida de gente como si fuera una feria campestre. En cuanto a la hora de la celebración, no tiene valor alguno en esta ocasión. No olvidéis que nuestros príncipes se casaron en sus cámaras a las ocho y a las diez de la noche.

Tardó algún tiempo en convencerme, porque yo hacía como si no estuviera dispuesta a casarme en otro lugar que no fuera la iglesia, pero todo era artificioso. Fingí por último que me convencían, y fueron llamados el posadero, su mujer y su hija para que nos asistieran. El posadero hizo de padre y de amanuense, todo en una pieza. Nos casamos y ello nos llenó de alegría, aunque debo de confesar que los reproches que con anterioridad me había hecho los veía agazapados muy cerca de mí y me arrancaban de vez en cuando un profundo suspiro, cosa que mi nuevo esposo advirtió tratando de animarme y pensando el pobre Nombré que yo albergaba algunas pequeñas dudas acerca del paso que tan apresuradamente había dado.

Aquella noche nos divertimos en grande y, sin embargo, se mantuvo todo en secreto en la posada, de manera que ni siquiera se enteraron las criadas de la misma, pues fueron la posadera y su hija las que nos atendieron no permitiendo que ninguna de las muchachas fuera al piso de arriba. Nombré madrina de boda a la hija del posadero y solicitando a la mañana siguiente los servicios de un comerciante, le regalé a la joven una colección de lazos tan bonita como si la hubiera comprado en la ciudad, y enterándome que en aquel pueblo hacían puntillas, obsequié a la madre con una pieza de encaje de hilo para el tocado de la cabeza.

Una de las razones de que el posadero mantuviera aquella reserva era porque no quería que el ministro de la parroquia se enterara de ello y lo divulgara. Pero alguien debió de saberlo, pues a la mañana siguiente, muy temprano, se nos obsequió con una cencerrada debajo de nuestras ventanas, y con el clamor de todos los instrumentos de música que se pudieron encontrar en el pueblo. El posadero ahuyentó de malos modos a los alborotadores asegurándoles que antes de llegar allí ya estábamos casados y que, como habíamos sido antiguos huéspedes suyos, celebrábamos en su casa la cena de bodas.

Al día siguiente no teníamos fuerza para movernos, porque no habiendo dormido mucho gracias a la cencerrada, nos encontrábamos soñolientos hasta el punto de permanecer en la cama hasta casi las doce.

Rogué al posadero que se preocupara de que no nos dieran más conciertos ni cencerradas y se las compuso tan bien que en lo sucesivo nos dejaron en paz. Pero entonces ocurrió un extraño incidente que interrumpió por algún tiempo mi alegría. La habitación principal de la casa daba a la calle, y mientras mi esposo se hallaba en la planta baja, me dirigí a un extremo de la estancia y abrí la ventana, pues el tiempo era bueno y caluroso. Cuando me hallaba de pie ante ella respirando un poco de aire fresco, vi llegar tres señores a caballo que se dirigían a la posada donde estábamos. ¡Uno de ellos era mi esposo de Lancashire! Sentí un terror de muerte y una consternación como nunca había experimentado en mi vida. Se me heló la sangre en las venas y me puse a temblar como si fuera víctima de un ataque de fiebre intermitente. No había duda alguna de que era él, pues reconocí su traje, su caballo y su rostro.

La primera reflexión juiciosa que pude hacerme después de la emoción inicial fue que mi esposo no se encontraba a mi lado para darse cuenta de mi turbación, cosa que me tranquilizó un poco. Hacía poco que aquellos caballeros se encontraban en la casa cuando se asomaron a la ventana de su habitación, como es corriente hacer, pero la de la mía estaba ya bien cerrada como pueden ustedes comprender. Sin embargo, no pude resistir la tentación de espiarles por una rendija y volví a ver a mi antiguo esposo y oí cómo llamaba a uno de los criados de la casa pidiéndole algo que necesitaba, y entonces tuve la terrible confirmación de que, en efecto, era aquél a quien yo tanto temía.

Mi interés inmediato se centró en saber qué había venido a hacer aquí, cosa, como se comprenderá, imposible de averiguar en aquel momento. A veces en mi imaginación se forjaban una tras otra unas ideas horripilantes. Tan pronto suponía que me había descubierto y que iba a venir a echarme en cara mi ingrata conducta y mi ataque contra su honor como creía que subía la escalera para abrumarme con los peores insultos. Me pasaban, pues, por la mente las peores ideas y pensaba en las que podrían pasar por la suya si el diablo le hubiese revelado lo cerca que me tenía.

En este estado de tensión estuve casi dos horas, sin quitar mi vista de la ventana o de la puerta donde aquellos hombres estaban. Por fin oí cierto bullicio en el pasadizo de la posada, y corriendo a la ventana pude ver, con la consiguiente satisfacción, que los tres caballeros salían del mesón y emprendían el camino hacia el Oeste. Si hubiesen ido hacia Londres, mi terror no habría desaparecido, temerosa de que pudiera tropezarme con mi otro marido por el camino y me reconociera. Al comprobar que se marchaban en sentido contrario, la tranquilidad sucedió a mi trastorno anterior.

Decidimos que nuestra partida fuera al día siguiente; pero a eso de las seis nos alarmó un gran alboroto en la calle, y vimos unos hombres que corrían a caballo como si estuvieran locos. Nos enteramos que se trataba de una alarma provocada por tres salteadores de caminos que habían realizado unos atracos contra dos coches y contra algunos otros viajeros cerca de Dunstable Hill, y parecía ser que había sido dado aviso de que habían estado en Brickhill, en la posada donde nos encontrábamos.

Inmediatamente fue cercada y registrada la casa, pero había suficientes testigos para declarar que aquellos hombres se habían marchado hacía más de tres horas. Una gran muchedumbre nos rodeaba en aquellos momentos y mi interés se concentró en mi otro marido. Entonces dije que aquellos hombres no podían ser los que ellos buscaban, pues yo conocía a uno de ellos, que era un caballero muy honrado, propietario de una buena hacienda en Lancashire.

El jefe de la Policía local, que había dado la alarma, fue informado inmediatamente de lo que yo decía y vino a verme para oírlo de mi boca. Le aseguré que había visto a los tres hombres cuando estaba en la ventana, que después los vi por la ventana de la habitación en que almorzaban, que más tarde los contemplé cuando montaban a caballo y que podía asegurar que había identificado a uno de ellos como la persona que yo sabía que estaba en buena posición y que era un caballero sin tacha de Lancashire, de donde yo precisamente venía.

El acento de seguridad con que hice mi declaración contuvo los ímpetus de la masa y produjo al jefe de Policía tanta satisfacción que, acto seguido, ordenó la retirada diciendo a las gentes del pueblo que no eran aquéllos los hombres que buscaban porque tenía una información según la cual se trataba de unos honrados caballeros, y entonces todos se retiraron. La verdad del asunto no la supe, pero, lo cierto era que de los coches habían sido robadas, en Dunstable Hill, 560 libras en dinero. Además, algunos de los mercaderes de encajes que solían viajar por aquel lugar también habían sido atracados. En cuanto a los tres caballeros queda algo por explicar, pero lo haré más adelante.

Bueno, aquella alarma nos detuvo allí otro día, aunque mi esposo era partidario de no demorar el viaje diciéndome que después de un robo es cuando es más seguro el camino, porque era seguro que los bandidos desaparecían después de haber sido dada la alarma en el país. Pero yo me sentía temerosa e inquieta, sobre todo a causa de que mi antiguo marido pudiera todavía hallarse en la carretera y me reconociese.

Viví entonces los cuatro días seguidos más gratos de toda mi vida. No fui en ellos más que una sencilla novia y mi nuevo esposo procuró por todos los medios que todo estuviera a mi gusto. ¡Oh, si aquella situación pudiera haber durado…! ¡Cómo habría olvidado tú das mis inquietudes pasadas y habría evitado futuras tristezas! Pero tenía un pasado demasiado turbulento y de él tenía que dar cuenta, lo mismo en esta vida que en la otra. Nos marchamos el quinto día, y el posadero, al darse cuenta de mi inquietud, montó a caballo con su hijo y tres honrados vecinos del pueblo, provistos todos de buenas armas de fuego, y sin decirnos nada siguieron detrás del coche hasta vernos seguros en Dunstable. No pudimos por menos que agasajarles como se merecían en aquella localidad, lo que costó a mi esposo unos diez o doce chelines, porque también dio algo a los hombres por el tiempo que habían perdido, aunque el posadero no quiso admitir nada.

Éste fue el suceso más feliz que pudo haberme acontecido, porque, de haber llegado a Londres sin haberme casado, hubiera tenido que recurrir a él la primera noche de alojamiento, descubriéndole que no tenía ni una sola amistad en toda la ciudad que pudiera recibir a una pobre novia. Estando va casada, no podía ya tener inconveniente en ir directamente a su casa con él y tomar posesión de un hogar muy bien amueblado. Tenía un esposo en muy felices circunstancias y esto me aseguraba la perspectiva de una vida tranquila si sabía comportarme bien. Entonces tuve ocasión de meditar acerca de la existencia que parecía que iba a llevar. ¡Qué diferente era de la vida absurda e irregular que había llevado hasta entonces…! ¡Cuánto más digna es una vida de virtud y de bondad que la que yo había considerado una vida de placer…!

¡Oh, si aquella etapa feliz de mi vida hubiera podido durar, o si yo hubiera podido aprender lo que valía durante el tiempo que disfruté de ella! No hubiera vuelto a caer en la pobreza, que es el castigo seguro de la virtud, y hubiera sido la más dichosa de las mujeres no sólo en aquellos momentos, sino siempre. Pero sucedió que al iniciar aquella existencia yo era realmente una penitente de toda mi vida pasada. Miraba hacia atrás con repugnancia y puedo decir que me odiaba a mí misma por ello. Muchas veces reflexionaba de qué manera mi amante de Bath, tocado por la mano de Dios, se había arrepentido y me había abandonado negándose a verme más, aun cuando fuera extremado el amor que por mí sentía. Y aguijoneada por el peor de los demonios, que es la miseria, yo había vuelto a mis prácticas indignas y me había aprovechado de lo que llamaban mi lindo rostro para entregarme otra vez al vicio.

Ahora parecía haberme refugiado en un puerto seguro, después de la tempestuosa travesía de mi vida pasada y comencé a dar las gracias por mi liberación. Permanecía muchas horas sentada a solas llorando ante el recuerdo de las locuras pasadas y las terribles extravagancias de una vida desordenada, y llegaba a veces a adularme a mí misma diciéndome que estaba sinceramente arrepentida.

Pero hay tentaciones que no están en el poder de la naturaleza humana resistirlas y pocos saben cómo se comportarían si se vieran arrastrados hacia ellas. Así como la ambición es la raíz de todo mal, la miseria es, a mi juicio, la peor de todas las asechanzas. Pero debo dejar estas divagaciones para dar cuenta de un hecho fatal que había de volver a torcer el rumbo de mi existencia.

Yo vivía con mi esposo con la mayor tranquilidad. Él era un hombre tranquilo, sentimental, sobrio, virtuoso, modesto y sincero, y justo y diligente en sus asuntos. Aunque éstos no eran de gran envergadura, nos bastaban para llevar una vida de comodidades con los ingresos que conseguía. No quería vivir con boato ni figurar, como dice el mundo. No lo esperaba ni lo deseaba, porque odiaba las ligerezas y las extravagancias de mi pasado, así es que había elegido una vida retirada, frugal y centrada en nosotros mismos. No tenía amistades ni hacía visitas y me dedicaba a mi esposo, lo que constituía un placer para mí.

Vivimos un ininterrumpido período de bienestar y de alegría durante cinco años, cuando de repente un golpe que descargó una mano casi invisible destrozó mi felicidad y volvió a arrojarme a la calle en unas condiciones que eran todo lo contrario de lo que yo hasta entonces había estado disfrutando.

Habiendo confiado mi esposo, a uno de sus compañeros de trabajo, una cantidad de dinero demasiado importante para que nuestra situación nos permitiera soportar su pérdida, el empleado lo engañó y aquello pesó de una manera abrumadora sobre él: La cosa no hubiera sido tan grave si mi marido hubiera tenido el valor de enfrentarse con su infortunio, pues el crédito de que gozaba era tan bueno que, como yo le dije, hubiera podido reponerse pronto de aquel quebranto, pero acobardarse ante la desgracia es tanto como doblar su peso, y el que piensa que ha de costarle la vida, muere sin remisión.

Fue en vano que yo le hablara tratando de consolarle. La herida había profundizado en él, como una puñalada que tocase los puntos más vitales de su ser. Se sintió inmerso en gran melancolía y desconsuelo y entró en un estado de letargo hasta que falleció. Aunque me temía aquel golpe, mi alma sintió una gran opresión, pues me daba cuenta de que si él se moría yo estaba perdida.

Había tenido de él dos hijos y no más porque, a decir verdad, yo ya había entrado en la edad en que no pueden tenerse más hijos. Tenía cuarenta y ocho años y supongo que si él hubiese vivido tampoco habría vuelto a estar embarazada.

Me vi sola en una situación verdaderamente triste y lamentable y en algunos aspectos me sentí peor que nunca. En primer lugar había pasado el tiempo florido en que podía esperar ser cortejada como mujer. Esta agradable parte de mi ser había entrado en la declinación y solamente quedaban ruinas de lo que fui y, lo que todavía era peor que esto, era la criatura más abatida y desconsolada. Yo que había animado a mi esposo y había tratado de sostener su espíritu ante la desgracia, no podía soportar la mía propia. Hubiera deseado poseer en el infortunio aquel ánimo que tantas veces le había dicho a él que era necesario tener para soportar la adversidad.

Mi caso no podía ser ciertamente más deplorable, porque me quedé absolutamente sin amistades y sin ningún apoyo, y la pérdida que mi esposo había sufrido redujo mis posibilidades económicas a un extremo que, aunque en realidad no debía nada a nadie, podía prever fácilmente que con lo que me quedaba no podría mantenerme mucho tiempo, pues mientras gastaba en mi subsistencia no tenía ningún medio de que mis reservas aumentaran en un solo chelín. Así, pues, no veía ante mí más que una terrible zozobra, y esto se presentaba en mi imaginación con un aspecto tan claro que parecía que ya había llegado hasta mí lo que tan cerca estaba. Mis aprensiones duplicaban mi desdicha, pues me imaginaba que cada moneda de seis peniques que pagaba por una hogaza de pan era la última que iba a tener en el mundo y que el día siguiente tendría que ayunar y que acabaría muriéndome de hambre.

En mi desventura no contaba con ninguna asistencia ni ningún amigo que me consolara o aconsejara. Permanecía sentada llorando y atormentándome noche y día, retorciéndome las manos y algunas veces desvariando como si me hubiese vuelto loca. Realmente a veces me preguntaba si todo aquello no habría afectado mi razón, y mi melancolía llegaba a tales extremos que mi inteligencia se perdía en fantasía y en ideas absurdas. En esta triste situación viví dos años, gastando lo poco que tenía, llorando continuamente sobre mis penosas circunstancias, como si estuviera desangrándome hasta morir, sin la menor esperanza de ayuda de Dios y de los hombres. Y cuando había llorado tanto y tan a menudo que tenía, como puede decirse, agotadas mis lágrimas, empecé a sumirme en la más profunda desesperación porque iba quedándome rápidamente sin dinero.

Para tener un poco de alivio había levantado mi casa y había alquilado una habitación. Al ir reduciendo mi tren de vida, fui vendiendo la mayor parte de las cosas que poseía, lo que me proporcionó un poco de dinero. Con ello viví un año más, a base de la más extremada economía y escatimándolo todo hasta un extremo increíble. Así, cuando miraba ante mí sentía paralizarse mi corazón ante la inevitable aproximación de la necesidad y la miseria. Que nadie lea esta parte de la historia de mi vida sin reflexionar sobre las circunstancias de un tal estado de desolación y sin pensar en lo que haría ante la falta de amigos y de pan. Nadie podría en semejante estado dejar de ahorrar lo poco que tuviera y de elevar al mismo tiempo los ojos al cielo pidiendo ayuda: «No me hundáis en la miseria a fin de evitarme tener que robar».

Las épocas de apuros son épocas de terribles tentaciones en las que se pierden las fuerzas para resistirlas. La miseria abruma, el alma se sume en la desesperación con el infortunio y en estas condiciones ¿qué puede hacerse? Una noche, en la que puede decirse que había llegado a las últimas boqueadas y que puedo asegurar que me sentía como enloquecida y delirante, me impulsó no sé qué espíritu y sin saber lo que hacía me vestí, puesto que todavía tenía unos vestidos bastante buenos, y salí. Estoy segura de que lo hice sin ningún designio determinado. No sabía a dónde iba a ir ni pensé qué iba a hacer. Fue sin duda el diablo quien me hizo salir, tentándome, pues ni siquiera sabía lo que hacía.

Dando vueltas sin rumbo, no sé por qué lugares, pasé por delante de una farmacia que había en Leadenhall Street, y vi que encima de un taburete, colocado al lado del mostrador, había un pequeño lío envuelto en una tela blanca. Junto a él, dándole la espalda, se veía una sirvienta que miraba al fondo del establecimiento, donde un mancebo de botica hallábase detrás del mostrador, también de espaldas a la puerta, buscando, con una vela en la mano, algo que había en la parte superior de la estantería. Los dos estaban distraídos, y en la tienda no había nadie más.

Aquél era el cebo y el diablo, que, como he dicho, preparó la emboscada, me tentó como si hablara, porque recuerdo y nunca lo olvidaré, que oí una voz que me decía, detrás de mí: «Toma ese envoltorio, de prisa, ahora mismo». No había acabado de oírlo cuando entré en la farmacia y dando mi espalda a la muchacha, como si estuviera contemplando un carro que pasaba por allí, me llevé las manos a la espalda, cogí el lío y salí sin que nadie me viera.

Es imposible expresar el horror que experimentaba mientras hacía aquello. Cuando salí de la botica no tenía fuerzas para correr y apenas para andar. Crucé la calle y doblé la primera esquina que vi, que creo que era una calle que iba a dar a Fenchurch Street. Desde allí volví a cruzar tantas calles y a doblar tantas esquinas que no podía saber qué camino recorría ni hacia dónde iba. Apenas sentía el suelo en que posaba mis pies, y cuanto más alejada me sentía del peligro más de prisa iba, hasta que, rendida y con la respiración entrecortada, me vi obligada a sentarme en un banco que había junto a una puerta. Allí empecé a reponerme un poco y me di cuenta de que había llegado a Thames Street, cerca de Billingspate. Estuve descansando un rato y después reanudé mi camino. Me ardía la sangre y el corazón me palpitaba como si hubiera recibido un susto. En una palabra, me hallaba en tal estado de atolondramiento que no sabía dónde iba ni lo que hacía.

Después de haberme cansado de aquella manera durante un interminable paseo lleno de emociones, empecé a pensar en volver a mi alojamiento, a donde llegué a eso de las nueve de la noche.

Me era imposible saber de dónde procedía aquel envoltorio ni por qué circunstancias se hallaba en el lugar en que lo encontré. Cuando lo abrí aparecieron unas ropas de sobrepaso de buena calidad, casi nuevas, adornadas con unos encajes muy finos, una escudilla de plata, una jarrita del mismo metal, seis cucharillas, un poco más de ropa, una camisa de mujer, tres pañuelos de seda y dentro de la jarrita, envueltos en un papel, dieciocho chelines y seis peniques en metálico.

Mientras iban apareciendo todas estas cosas yo me iba encontrando en un estado terrible de miedo físico y de terror mental, a pesar de que me sintiese completamente a salvo, que me es imposible expresarlo con palabras. Me senté y me puse a llorar con la mayor vehemencia. «Señor —me dije—, ¿qué es lo que soy ahora? ¡Nada más que una ladrona! La próxima vez me atraparán y me llevarán a Newgate, donde seré juzgada y condenada a muerte.»[10] Con todo esto volví a llorar amargamente mucho rato, y estoy segura de que, a pesar de lo pobre que era, si no hubiese sido por el miedo que sentía, hubiera ido a dejar aquellas cosas en el lugar en que las había encontrado, pero fue una idea que, no tardé en desechar de mi mente. Aquella noche dormí poco. El horror de lo que había hecho pesaba sobre mi alma y no supe nunca lo que dije ni lo que hice aquella noche ni el día siguiente. Estaba impaciente por oír alguna noticia de la pérdida de aquellos objetos y deseaba ardientemente saber si pertenecían a una persona pobre o rica. Pensé que tal vez eran de una pobre viuda, tan pobre como yo, que las había empaquetado para ir a venderlas y de esta manera tener un poco de pan para ella y para un pobre niño, que ahora estaban pasando hambre y sumidos en la desesperación por la falta del poco dinero que con la venta podrían haber obtenido. Aquella idea me atormentó durante tres o cuatro días.

Pero mis propias desventuras acallaron aquellas reflexiones y las perspectivas de mis necesidades, que se agravaban terriblemente cada día que pasaba, endureció poco a poco mi corazón. Pesaba especialmente sobre mi alma el pensamiento de que creía haberme reformado, arrepentida de mis pasadas maldades, durante los años que llevé una existencia juiciosa, seria y retirada. Ahora me había sentido impulsada a hacer lo que hice por la espantosa situación en que creía hallarme, a las puertas de la destrucción del cuerpo y del alma. Dos o tres veces me arrodillé preguntando a Dios con el mayor fervor qué podía hacer, para lograr mi liberación, pero no puedo decir otra cosa sino que en mis rezos no había esperanza. No sabía qué hacer. Tenía miedo y reflexioné que mi arrepentimiento por mi existencia pasada no debía de haber sido bastante sincero y que por ella el Cielo empezaba a castigarme en este mundo, firmemente decidido, al parecer, a que fuera tan miserable como malvada había sido.

De haber continuado pensando así, tal vez me hubiera convertido en una verdadera penitente, pero dentro de mí se albergaba un mal consejero que me acuciaba continuamente a buscar un remedio a mi situación empleando los peores medios. Así, una tarde me volvió a tentar con el mismo malvado instinto de cuando me dijo: «¡Coge ese envoltorio!», y me hizo salir de mi casa buscando algo a que echar mano.

Era aún de día y anduve al azar no sé por dónde y en busca de no sabía qué, cuando el demonio puso en mi camino una tentación verdaderamente terrible, que ni antes ni después tuve. Cuando pasaba por Aldersgate Street vi una linda niñita que había asistido a una escuela de baile y que se dirigía sola hacia su casa. Entonces mi instigador, como un verdadero ángel malo, me empujó hacia aquella criatura.

Hablé con ella y ella habló de buena gana conmigo. Cogiéndola de la mano, la llevé hasta una callejuela pavimentada que desemboca en Bartholomew Close. La niña me dijo que aquél no era el camino de su casa y yo le contesté:

—Sí lo es, querida. Confía en mí que yo te enseñaré el camino de tu casa.

La niña llevaba puesto un collar de cuentas de oro, en el que yo tenía puestos mis ojos, y en la oscuridad de la callejuela me agaché con el pretexto de que se le había desatado una chancleta y entonces le quité hábilmente el collar sin que se diera cuenta de ello y volví a cogerle la mano. Me incitó entonces el demonio a que matara a la niña en aquella sombría calleja, por si se ponía a gritar si se enteraba del despojo, pero el solo pensamiento de ello me llenó de horror, así que tuve la fuerza suficiente para alejar de mí aquella tentación. Dirigiéndome a la niña le dije que debía de volver sobre sus pasos, porque, en efecto aquél no era el camino de su casa. Me dijo que así lo haría, y entonces me fui hasta Bartholomew Close y, dando la vuelta por otro pasaje que desemboca en Long Lane, no tardé en llegar a Charterhouse Yard saliendo a St. John’s Street. Después, cruzando por Smithfield, anduve por Chick Lane hasta que, pasando por Field Lane, no tardé en desembocar en Holborn Bridge. Allí, mezclándome con la densa muchedumbre que discurre por el lugar, no era posible que me descubrieran. Con esta hazaña terminó mi segunda salida al mundo.

El pensamiento sobre este botín anuló el del anterior y las reflexiones que me hacía no tardaron en disipar mis escrúpulos.

La pobreza, como ya he dicho, endurecía mi corazón y mi necesidad me hacía mirar con indiferencia la de los demás. El último asunto no me produjo ninguna preocupación porque no hice a la niña daño alguno y en cambio había dado a los padres una lección para que no dejaran que volviese sola a su casa y para que aprendieran a obrar en lo sucesivo con mayor prudencia.

El hilo de cuentas de oro valía unas doce o catorce libras. Supuse que debió ser primero de la madre, porque las cuentas eran demasiado gruesas para un collar de niña, pero quizá la vanidad de la madre de que su hija lo luciera en la escuela de baile hizo ponérselo. Sin duda debió de enviar a alguna criada a buscar a la criatura y a cuidar de ella, ,pero la negligente muchacha tal vez se tropezó con algún individuo en su camino por lo que la pobre criatura empezó a vagar sola hasta caer en mis manos.

Sin embargo, como he dicho, no le hice ningún daño y ni siquiera la asusté, porque todavía albergaba tiernos pensamientos y puedo asegurar que yo no hubiera cometido aquella tropelía de no sentirme impulsada por la necesidad.

Después de éstas tuve muchas otras aventuras, pero como era novata en el oficio no sabía cómo bandearme a menos que el demonio me metiera las cosas en la cabeza y verdaderamente debo de reconocer que nunca se mostró remiso conmigo.

Hubo una aventura que tuvo un feliz resultado para mí. Iba por Lombard Street en la oscuridad de la noche cuando, justamente al final de Three King Court, vi venir hacia mí a un sujeto con la velocidad del rayo, que dejó caer, precisamente detrás de mí, un paquete que llevaba en la mano.

Yo me encontraba en la esquina de la calleja. Al tirar el paquete, el hombre me dijo:

—Dejadlo ahí un momento, señora, y que Dios la bendiga.

Y siguió corriendo con la velocidad del viento.

Tras él aparecieron corriendo dos o tres hombres más, y después, un joven con la cabeza descubierta que iba gritando:

—¡A ellos! ¡Ladrones!

Después llegaron dos o tres hombres más y perseguían a los anteriores con tanto empeño que aquéllos se vieron obligados a tirar lo que llevaban. Cogieron a uno, pero el otro se pudo escapar.

Pregunté repetidamente qué pasaba, pero la gente eludía contestarme y yo no quise ser indiscreta insistiendo. Cuando aquella muchedumbre hubo pasado, llegó mi oportunidad de dar la vuelta y coger el paquete que tenía detrás de mí, marchándome rápidamente del lugar. Lo hice con menos perturbación que en ocasiones anteriores porque aquello no lo había robado yo, sino que había sido robado por otros para que fuera a mis manos. Llegué sin novedad a mi alojamiento con aquel paquete, que contenía una pieza de fina seda negra y otra de terciopelo de seda. La última no era en realidad más que una parte de una pieza y media, unas once yardas, pero la primera era una pieza completa de casi cincuenta yardas. Parece ser que procedían de la tienda de un mercero que había sido saqueada, y digo saqueada porque era muy considerable el número de mercancías que habían sido robadas en ella y también bastantes las que se recuperaron, que creo llegaron a seis o siete piezas completas de seda. No sé cómo pudieron llevarse tantas cosas, pero lo cierto era que yo no hice más que robar a un ladrón, por lo que no tuve el menor escrúpulo en quedarme con aquellas mercancías y experimentar por ello una gran satisfacción. Hasta entonces había tenido mucha suerte y me metí en varias aventuras más, que aunque no me proporcionaron grandes beneficios tuvieron éxito. Pero a pesar de ello andaba siempre con el temor de que me sobreviniese cualquier daño y que pudiera llegar con el tiempo a ser ahorcada. La impresión que este último pensamiento produjo en mí fue demasiado fuerte para que pudiera resistirla y me contuve de llevar a cabo algunos intentos a pesar de que sabía que el riesgo era pequeño.

No quiero dejar de relatar un episodio que constituyó para mí un gran acicate durante muchos días. Solía pasear por los pueblos que hay alrededor de la capital para ver si encontraba algo que pudiera convenirme. Al pasar por delante de una casa cerca de Stepney, vi sobre la ménsula de una ventana dos sortijas, una pequeña de diamantes y, la otra un sencillo aro de oro, dejadas allí por alguna señora imprudente, seguramente con más dinero que previsión, y quizás abandonadas allí solamente, durante el tiempo de lavarse las manos.

Pasé algunas veces por delante de aquella ventana para ver si había alguien dentro de la habitación, pero no había nadie. Para estar más segura se me ocurrió dar unos golpecitos en el cristal, como si quisiera llamar la atención de alguien. En caso de que hubiera alguna persona se acercaría a la ventana y entonces le aconsejaría que quitara de allí aquellas sortijas porque había visto a dos sujetos de mala catadura que se estaban fijando mucho en ellas. Fue una hábil estratagema. Repiqueteé dos o tres veces, pero no acudió nadie y viendo entonces que la cosa aparecía despejada, me recliné con fuerza contra el rectángulo de cristal, el cual se rompió haciendo poco ruido; me apoderé de las dos sortijas y me marché con ellas sin riesgo alguno. La de diamantes valía unas tres libras y la otra unos nueve chelines.

Anduve entonces buscando con empeño un mercado donde dar salida a mis mercancías y en especial a las dos piezas de seda. Me repugnaba desprenderme de ellas por poco dinero, como hacen por lo general los ladrones poco experimentados, que después de haber arriesgado sus vidas por un objeto de positivo valor, se desprenden de él por una bagatela. Estaba decidida a no hacer tal cosa, pasara lo que pasara, a no ser que me viera reducida a la más extrema necesidad. Sin embargo, no sabía a punto fijo qué camino tomar. Por último decidí dirigirme a mi antigua maestra y volver a relacionarme con ella. Mientras pude le envié siempre puntualmente las cinco libras anuales para mi hijo, pero llegó un momento en que hube de suspender los envíos. Sin embargo, le escribí una carta en la que le explicaba las circunstancias difíciles en que me encontraba desde la pérdida de mi esposo y le rogaba que hiciera todo lo que pudiera para que el niño no sufriese demasiado a consecuencia de los infortunios de su madre.

Le hice una visita y vi que todavía se dedicaba a su antiguo negocio, en parte, aunque no en las florecientes condiciones de antes. Parece ser que había sido demandada judicialmente por un caballero al que había robado una hija. Ella aparecía complicada en el rapto y a duras penas escapó de ir a presidio. Los gastos que tuvo que hacer la dejaron muy pobre. Su casa estaba amueblada con la más extrema sencillez y ya no gozaba de la reputación de antes. No obstante, todavía continuaba aguantando el tipo, como vulgarmente se dice, y como era una mujer activa y muy lista, con lo poco que le quedó, se dedicó a prestar dinero y gracias a esto vivía últimamente bastante bien.

Me recibió muy amablemente y con las mismas serviciales maneras de siempre, diciendo que no sentía menos consideración por mí por verme en mala situación, que se había preocupado de que mi hijo estuviese bien cuidado aunque yo no pagase por él, y que la mujer que lo tenía era condescendiente y que no debía de preocuparme por el niño hasta que pudiera ocuparme de él de una manera efectiva.

Le dije que no tenía mucho dinero, pero que me quedaban algunas cosas de valor, y le pregunté si podía decirme cómo me las había de arreglar para convertirlas en dinero contante y sonante. Me preguntó qué era lo que tenía y entonces saqué el hilo de cuentas de oro, que le dije era uno de los regalos que me había hecho mi esposo, y luego le mostré las dos piezas de seda, que; aseguré haber recibido de Irlanda e introducido en la ciudad. Por último le hice ver la sortija de diamantes. En cuanto al pequeño paquete de la escudilla y de las cucharillas ya había encontrado la oportunidad de vender algo y respecto a la ropa de sobreparto me ofreció quedársela creyendo que la había usado yo. Me dijo que se había convertido en prestamista y que me compraría aquellos objetos, pero quedándoselos como si fueran empeñados. Después envió a buscar a los agentes que tenía, los cuales, a su vez, se las compraron a ella sin el menor escrúpulo pagándole buenos precios.

Empecé a pensar que aquella mujer podría ayudarme un poco, dada la lamentable situación en que me encontraba, para poder dedicarme a algo, pues gustosamente hubiera echado mano de cualquier ocupación honrada que hubiese tenido a mi alcance. Pero en esto no era hábil y no sabía aprovechar las ocasiones que pasaban por mi lado. De haber sido más joven, quizás esto me hubiera ayudado a brillar, pero ya no podía pensar en llevar cierto género de vida después de haber cumplido los cincuenta años, como era mi caso, y así se lo hice saber a la que seguía llamando mi maestra.

Me invitó a ir a vivir a su casa, hasta que encontrara trabajo, pagando muy poca cosa, lo que acepté de mil amores. Y así, pudiendo vivir sin apuros, tomé ciertas disposiciones relacionadas con el niño que hube de abandonar para casarme con mi último esposo, cosa que ella me facilitó diciéndome que pagara las cinco libras anuales solamente en el caso de que me encontrara en condiciones de hacerlo. Todo aquello me sirvió de mucha ayuda durante una corta temporada, abandonando las actividades dolosas que había emprendido recientemente. De muy buena gana hubiera tratado de ganarme el pan con la aguja, si pudiera haber encontrado trabajo de esta clase, cosa difícil para quien, como yo, carecía de amistades.

No obstante, encontré trabajo para confeccionar colchas, batas de señora, enaguas y cosas por el estilo. Me adapté bien a este trabajo en el que puse todo mi empeño y con él empecé a vivir honradamente. Pero el diligente demonio que había decidido que continuara a su servicio, me tentaba continuamente para que saliera a dar un paseo, esto es, a ver si encontraba algunas de las cosas que solía encontrar antes.

Una noche obedecí ciegamente a sus requerimientos y efectué un largo recorrido por las calles, pero sin encontrar nada que valiera la pena, así es que volví a casa fatigada y con las manos vacías. No contenta con ello, salí también la noche siguiente y al pasar por delante de una cervecería vi abierta la puerta de una pequeña habitación que había en ella, al lado mismo de la puerta de la calle, y sobre una mesa vi una jarra de cerveza de plata, cosa que era corriente en las tabernas de aquel tiempo. Parecía como si unos clientes hubieran estado allí bebiendo y los negligentes muchachos de servicio se hubieran olvidado de retirar el servicio.

Entré tranquilamente en la habitación, puse la jarra en un rincón del banco, me senté a su lado y llamé golpeando el suelo con el pie. Se presentó un muchacho al que pedí que me sirviera una pinta de cerveza tibia, pues el tiempo era frío. El chico se fue y pude oír cómo bajaba a la bodega en busca de lo que le había pedido. A poco de marcharse aquél entró otro muchacho en el cuartito y me preguntó:

—¿Llamabais, señora?

—No, hijo mío —le contesté adoptando cierto aire resignado—. Ya ha ido el otro chico a buscarme una pinta de cerveza.

Mientras permanecía allí, oí que la mujer del mostrador preguntaba:

—¿Se fueron ya los del cinco? Éste era el cuarto en que yo estaba sentada.

—Sí —contestó el muchacho.

—¿Quién retiró la jarra? —preguntó la mujer del mostrador.

—Yo —contestó otro dependiente—. Ahí está. Y señaló equivocadamente una jarra que había retirado de otro cuarto. O tal vez era que se había olvidado de que no la había retirado, cosa que indudablemente no hizo.

Escuché todo esto con la mayor satisfacción, porque me probaba que la jarra en cuestión no había sido echada en falta, pues creían de buena fe que había sido recogida. Al marcharme le dije al dependiente:

—Ten cuidado con la vajilla, muchacho. Me refería al vaso de plata en que había bebido mi cerveza. El chico me contestó:

—Sí, señora.

Después de esto no tardé en desaparecer. Llegué a casa de mi maestra y pensé que había llegado el momento de hacer un tanteo por si se presentaba algún peligro y podía contar con su ayuda. Unos momentos después tuve ocasión de hablar con ella y le dije que tenía un secreto de la mayor importancia que le confiaría si me prometía guardarlo.

Me contestó que habiendo ya guardado fielmente uno de mis secretos, no había ninguna razón para no hacer lo mismo con otro. Le conté, pues, todas las cosas extrañas que me habían sucedido y que me habían convertido en una ladrona, sin la menor inclinación por mi parte para serlo y por último le expliqué la historia de la jarra.

—¿La habéis traído con vos, querida? —me preguntó.

—Desde luego —contesté enseñándosela—. Y no sé qué hacer. ¿Debo devolverla?

—¡Devolverla! —exclamó—. Hacedlo si lo que queréis es que os envíen a Newgate por haberla robado.

—¿Cómo es eso? ¿Pueden ser tan ruines que me hagan detener si se la devuelvo?

—No conocéis a esa gente, niña mía. No solamente os llevarán a Newgate, sino que harán que os ahorquen sin ningún miramiento a pesar de haberla devuelto, o harán un recuento de todas las jarras que puedan haber perdido y os las harán pagar.

—¿Qué he de hacer, pues? —pregunté.

—Nada. Ya que habéis tenido la habilidad de robarla debéis quedaros con ella. Nada de pensar en su devolución. Además, hija mía, ¿no la necesitáis por ventura más que ellos? Os deseo que podáis dar con una ganga semejante una vez por semana.

Esto me hizo formar un nuevo concepto de mi maestra. Desde que se había hecho prestamista, tenía a su alrededor una clase de personas qué no eran las honradas con que se había tratado antes. No había de permanecer mucho tiempo allí sin descubrir, más claramente que antes, que le llevaban empuñaduras de espada, cucharas, tenedores, jarras y otros objetos, no para ser empeñados sino para ser vendidos, y que ella compraba todo lo que le llevaban sin preguntar nada y haciendo muy buenos negocios, según se desprendía de su conversación.

Siguiendo el curso de este negocio me enteré también de que fundía inmediatamente todas las cosas que compraba para que no pudieran ser identificadas. Una mañana vino a verme diciéndome que se disponía a fundir y que si yo lo deseaba, incluiría también mi jarra para que nadie pudiese verla. Le dije que accedía con mucho gusto y entonces la pesó y me dio el valor de la plata que contenía, aunque me di cuenta de que no hacía lo mismo con el resto de sus clientes.

Algún tiempo después de esto, un día me encontraba trabajando melancólicamente cuando empezó a preguntarme qué era lo que me ocurría, como solía hacer. Le dije que estaba muy triste, que tenía poco trabajo y nada con qué vivir y que no sabía qué camino tomar. Ella se echó a reír y dijo que lo que tenía que hacer era salir de nuevo para probar fortuna, pues tal vez pudiera tropezar con alguna otra pieza de plata.

—¡Oh, señora! —le contesté—. Se trata de un oficio para el que no tengo habilidad y no tardarán en cogerme y estaré perdida.

—Yo puedo proporcíonaros una instructora que os hará tan diestra como ella misma.

Yo me eché a temblar al oír aquella proposición porque hasta aquel momento no había tenido cómplices ni contacto con los de semejante ralea. Pero ella supo vencer todos mis escrúpulos y todos mis temores. Y en poco tiempo, con la ayuda de aquella cómplice me convertí en una ladrona desvergonzada, tan hábil como pudo haberlo sido Moll Cutporse[11], aunque, si la fama no miente, no fuera tan primorosa como ella.

Mi cómplice me dio lecciones sobre tres clases de robos, a saber, el de «mechera», o robo de artículos en las tiendas aprovechando descuidos de los dependientes; el que se efectuaba en librerías o libros de bolsillo; y el arte de sustraer los relojes de oro que las mujeres llevaban prendidos de un costado. Este último lo practicaba ella con tanta habilidad que ninguna mujer llegó a hacerlo mejor. De estas modalidades me gustaban la primera y la última y durante algún tiempo me estuvo enseñando a practicarlas como un profesor enseña a una comadrona y sin cobrarme nada.

Por último me puse en acción. Me había enseñado su arte a la perfección y varias veces lo practiqué desenganchando un reloj de su costado con la mayor destreza. Me señaló como mi primera víctima una joven señora embarazada que llevaba un reloj precioso. El robo lo llevé a cabo cuando ella salía de la iglesia. Me hizo ponerme al lado de la señora y cuando ella llegaba al principio de la escalera mi instructora hizo como que se caía y lo hizo contra la dama con tanta violencia que le dio un gran susto y las dos se pusieron a gritar. En el preciso momento en que ella chocaba con la señora, yo eché mano al reloj y sosteniéndolo en la forma adecuada, el ímpetu hizo que se desenganchara sin que la interesada sintiera nada. Yo salí inmediatamente de estampía dejando que mi instructora y la señora se repusieran de la conmoción producida por el encontronazo y entonces fue cuando se advirtió la desaparición del reloj.

—Han debido de empujarme unos pícaros para hacer la faena —dijo mi instructora—. Si la señora se hubiese dado cuenta un poco antes de que le faltaba, seguramente habríamos podido echarles mano.

Supo adaptarse tan bien a lo sucedido que nadie sospechó de ella, y yo llegué a casa con una hora de antelación. Ésta fue mi primera aventura en compañía. El reloj era verdaderamente precioso y tenía unas piedras incrustadas, y mi maestra nos dio por él veinte libras, de las cuales tuve la mitad.

Me convertí en una perfecta ladrona, endurecida hasta por encima de cualquier reflexión de conciencia o de pudor y llegando a un grado que nunca creí posible alcanzar.

De esta forma el diablo, que empezó a empujarme hacia el mal aprovechándose de mi intolerable miseria, me colocó a una altura por encima de lo corriente cuando mis necesidades no eran ya tan grandes ni las perspectivas de pobreza tan temibles. Entonces me dio la vena de trabajar, y como no era torpe en el manejo de la aguja, probablemente, a medida que iba consiguiendo amistades, hubiera podido ganarme muy bien la vida.

He de decir que si semejante perspectiva de trabajo se me hubiese presentado al principio, cuando empecé a sentir que se aproximaba la miseria, esto es, que semejante probabilidad de ganarme la vida honradamente hubiera aparecido entonces, nunca habría caído en el malvado oficio en que ahora estaba embarcada. Pero la práctica del delito me había endurecido y me volví audaz hasta el último grado, lo que en gran parte era debido al hecho de que después de tanto tiempo de actuar nunca había sido detenida. En una palabra, mi socia y yo estuvimos practicando juntas una larga temporada sin ser nunca descubiertas, lo que hizo que no solamente nos volviéramos más atrevidas, sino que nos enriquecimos, pues llegó un momento en que tuvimos en nuestras manos veintiún relojes de oro.

Recuerdo que un día, sintiéndome más reflexiva que de costumbre y poseyendo ya un capital importante, pues mi parte llegaba casi a doscientas libras en dinero, se produjo con gran intensidad en mi mente la idea, inspirada sin duda, si es posible, por algún buen espíritu, de que si al principio la pobreza me trastornó y me hizo caer en aquellos excesos, ahora que estaban aliviadas mis calamidades y que podía también conseguir algo trabajando y tenía un buen fondo en el Banco que podía servirme de base de sustentación, debía cambiar de vida puesto que todavía estaba a tiempo. No podía esperar estar siempre en libertad, y, cuando diera un mal paso y fuera detenida estaría perdida.

Fue aquél, sin duda, un minuto feliz en mi vida, pues, de haber prestado oídos a la bendita insinuación de donde viniera, todavía hubiese tenido una posibilidad de llevar una vida normal. Pero mi destino estaba trazado para que siguiera otro camino diferente.

El activo demonio que tan hábilmente me arrastraba me había agarrado demasiado fuerte para que me fuera posible retroceder. De la misma manera que fue la pobreza la que me hizo caer en el barro, la avaricia me mantenía ahora en él y ya no tenía ninguna posibilidad de volverme atrás. A los argumentos que mi razón me dictaba para convencerme de que debía abandonar todo aquello, la avaricia se ponía en primer plano y me susurraba: «¡Sigue, sigue! Has tenido mucha suerte. Continúa hasta que llegues a tener cuatrocientas o quinientas libras y entonces podrás retirarte sin tener que trabajar más en toda tu vida».

Así, pues, de la misma manera que había caído entre las garras del demonio, me vi retenida en ellas como por un hechizo, y no tuve fuerzas para poder salir de aquel círculo fatal hasta que acabé cayendo en un laberinto de confusión del que no había ninguna posibilidad de escapar.

Sin embargo, estos pensamientos dejaron cierta impresión dentro de mí y me hicieron actuar con un poco más de prudencia que antes, más de la que los que me dirigían acostumbraban a tener. Mi cómplice, como yo la llamaba, aunque debía de haberle dado el nombre de profesora, fue la primera en caer en desgracia cuando iba acompañada de otra de sus discípulas. En el momento en que iban a la caza de botín, intentando dar un golpe en casa de un pañero de Cheapside, fueron sorprendidas por un jornalero y detenidas con dos piezas de batista que fueron encontradas en su poder.

Esto fue suficiente para que fueran alojadas en Newgate y allí tuvieron la desgracia de que salieran a la superficie algunos de sus antiguos pecados. A consecuencia de ello se abrieron dos sumarios, y como los hechos resultaron probados, las dos fueron condenadas a muerte. Para evitar la ejecución, las dos alegaron estar embarazadas, aun cuando mi cómplice lo estuviera tanto como yo misma.

Fui a verlas con frecuencia en su encierro condoliéndome del trance en que se encontraban y pensando que tal vez me llegaría pronto el turno a mí. Aquel lugar me llenaba de horror, considerando que era el lugar de mi desdichado nacimiento y de los infortunios de mi madre, hasta el punto de no poder soportarlo y de verme obligada a dejar de ir a verlas.

¡Oh, si su desgracia hubiera podido servirme de advertencia! Todavía podía considerarme feliz de poder estar en libertad y de que no hubiese nada contra mí. Pero aquello no era posible porque la copa de mi amargura no se había colmado por completo.

Mi cómplice, sentenciada como delincuente habitual, fue ejecutada. La joven que la acompañaba fue indultada de pena capital, pero aún hubo de languidecer durante largo tiempo en prisión, y por último consiguió que su nombre figurara en una amplia amnistía y salió a la calle.

El terrible ejemplo de mi cómplice me amedrentó considerablemente y durante algún tiempo me abstuve de mis correrías, pero una noche, en la vecindad de la casa de mi maestra, alguien dio la voz de «¡Fuego!». Mi maestra se asomó para ver lo que pasaba, pues todavía no nos habíamos acostado, e inmediatamente se puso a gritar que estaba ardiendo la parte superior de la casa de una, dama de los alrededores, como efectivamente era. Entonces me dio un golpecito en el hombro y me dijo:

—He aquí una gran oportunidad que se os presenta, hija mía, pues el fuego está tan cerca que podréis acercaros a él antes de que la calle quede bloqueada por la gente. Id corriendo a la casa de la dama y decidle a ella o a cualquier persona que encontréis, que vais en su ayuda en nombre de una amiga suya que vive más arriba.

Y me dio el nombre de la amiga de la dueña de la casa incendiada.

Salí y al llegar al lugar del siniestro me encontré que allí todo era confusión como puede comprenderse. Entré precipitadamente y me tropecé con una de las sirvientas, a la que dije:

—¡Dios santo! ¿Cómo ha podido ocurrir semejante catástrofe? ¿Dónde está vuestra ama? ¿Qué hace? ¿Se encuentra a salvo? ¿Dónde están los niños? Vengo de parte de la señora… para prestarles ayuda.

La muchacha echó a correr y le oí que gritaba con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Señora, señora, hay aquí una señora que viene de parte de la señora… para ayudarnos!

La pobre mujer, sin saber lo que se hacía, apareció ante mí con un envoltorio debajo del brazo y acompañada de dos criaturas.

—Por Dios, señora —le dije—, dejad que lleve a los niños a casa de la señora… Ella desea que se los mande para poder atenderlos y cuidarlos.

Inmediatamente cogí a uno de ellos de la mano y ella me puso el otro en los brazos.

—¡Hacedlo así, por el amor de Dios! —me dijo. Llevádselos a mi amiga y dadle las más expresivas gracias por sus bondades.

—¿Tenéis algo más que poner a salvo, señora?

También puedo hacerlo.

—¡Gracias y que Dios os bendiga! Tomad este envoltorio que contiene objetos de plata labrada y llevádselos también. ¡Oh, que buena mujer es! ¡Dios mío, estamos perdidos, del todo arruinados!

Y salió corriendo, medio trastornada, seguida de las criadas. Yo lo hice en dirección opuesta con los dos niños y el paquete.

Apenas había llegado a la calle cuando vi otra mujer que se dirigía hacia mí diciéndome con un tono de viva compasión.

—Por Dios, señora, se os va a caer esa criatura. Dejadme que os ayude.

Y con un gesto amable intentó desembarazarme del paquete que llevaba.

—No —le dije—, si queréis ayudarme, coged a este niño de la mano y llevadlo hacia la parte alta de la calle. Iremos juntas y os gratificaré la molestia.

Después de lo que había dicho, no le era posible negarse a lo que yo le pedía. Aquella individua era, en una palabra, de mi mismo oficio y lo que precisamente quería era el envoltorio. Sin embargo, me acompañó hasta la puerta de la casa que me había indicado mi protectora porque no podía hacer otra cosa, y entonces le dije al oído:

—Vamos, muchacha, que ya comprendo a qué trabajo os dedicáis. Iros con viento fresco a otro lugar, donde sin duda encontraréis bastantes cosas de que echar mano.

Ella me comprendió y se marchó. Yo me puse a aporrear la puerta y como los moradores de la casa se habían ya levantado ante el escándalo provocado por el incendio no tardaron en franquearme la entrada.

—¿Está despierta la señora? —pregunté—. Os ruego que le digáis que su amiga la señora… le pide por favor que se haga cargo de estas criaturas. La pobre señora se encuentra en una situación difícil. Su casa está ardiendo.

Acogieron a los dos niños muy amablemente y se compadecieron del infortunio de aquella familia. Cuando me disponía a marcharme con el paquete una de las criadas me preguntó si no tenía que dejarlo también. Yo repliqué:

—No, querida, esto va a otro sitio. No es de esa familia. Partí apresuradamente antes de que me hicieran otras preguntas y llevé el envoltorio de plata labrada, que era de un volumen considerable, a casa de mi maestra, a la que se lo entregué. Ésta me dijo que no lo tocaría, pero que debía de salir en busca de más cosas.

Me indicó que lo que debía de hacer era visitar la casa de una señora que se encontraba al lado de la incendiada. Yo intenté obedecerla, pero ya entonces la alarma provocada por el incendio era muy grande, las bombas estaban funcionando en la calle y ésta se encontraba tan atestada de gente que me fue imposible acercarme a la casa por más esfuerzos que hice. Entonces volví a la casa de mi maestra y llevándome el envoltorio a mi habitación lo abrí y me puse a examinar su contenido. Verdaderamente aterrada, debo decir el tesoro que allí encontré. Además de la vajilla familiar de plata, que constaba de muchas piezas, hallé una cadena de oro de forma antigua y con el cierre roto, lo qué me hizo suponer que hacía algunos años que no se usaba. También había un joyero y en él la sortija de compromiso de la señora y algunos trozos rotos de viejos broches de oro. Encontré, asimismo, un reloj de oro, una bolsa que contenía aproximadamente veinticuatro libras en monedas antiguas y otras varias cosas de valor.

Era ésta la mayor de las presas con las que di, y la peor. Y digo esto último porque, aunque, como arriba he hecho constar, me encontraba endurecida hasta un extremo más allá de todo poder de reflexión en otros asuntos, me sentí realmente tocada en la parte más sensible de mi alma cuando contemplé aquel tesoro, al pensar en la pobre y desconsolada señora que tantas cosas había perdido además a causa del incendio. Y me dio pena que, después de creer que había salvado sus objetos de plata y sus mejores joyas, hubiera de experimentar la sorpresa y la desesperación de ver que había sido engañada y que la persona que se había hecho cargo de sus hijos, no iba, como yo había asegurado, de parte de la dama de la casa próxima, sino que los niños habían sido depositados allí sin conocimiento de la misma.

No puedo por menos que confesar que lo inhumano de esta acción que había cometido no dejó de conmoverme, llegando en mi enternecimiento a hacer que las lágrimas asomaran a mis ojos. Pero a pesar de este convencimiento de que me había comportado de una manera cruel e inhumana, no me pudo convencer mi razón de que debía de restituir lo robado. Es más, mis reflexiones acabaron por desvanecerse y terminé por olvidar completamente las circunstancias que rodearon la acción de apoderarme de aquello.

Pero no fue esto todo. Aunque aquel «trabajo» me había hecho considerablemente más rica que antes, la resolución que tomé en un tiempo de abandonar este horrible comercio cuando hubiese tenido algo más, no volvió a asaltarme, sino que decidí seguir adelante para poseer más y más. La avaricia se unió de esta manera al éxito y ya no volví a pensar en retirarme a tiempo, aunque si no lo hacía no podía pretender disfrutar con seguridad y tranquilidad de lo que de una manera tan canallesca había conseguido. Un poco más, un poquito más, era lo que siempre deseaba…

Finalmente, sin hacer caso de la inoportunidad de mis delitos, me desprendí de todos los remordimientos y centré todas las reflexiones que me hacía sobre el particular solamente en esto: en poder conseguir más botín para que se completasen mis deseos.

Cuando tenía en mis manos un botín, el producto de un robo, todas mis miradas se dirigían al siguiente y esto me alentaba a continuar en el oficio sin dejarme ánimos para pensar en dejarlo.

En estas condiciones, endurecida por el éxito y resuelta a seguir adelante, caí en la trampa que me estaba señalada como mi última recompensa por esta dase de vida. Pero esto no sucedió todavía, sino que corrí aún otras aventuras, que coronó el triunfo, antes de llegar a mi ruina final.

Seguía viviendo con mi maestra, que por un momento se había sentido realmente impresionada por el fin en la horca de mi desgraciada cómplice. Parece ser que ésta conocía lo suficiente de mi maestra para hacerle seguir, si quería, su misma suerte, lo que originó su inquietud y la hizo llegar a estar verdaderamente aterrorizada.

Es verdad que cuando aquella desgraciada murió sin haber abierto la boca para decir lo que sabía, mi maestra se sintió aliviada y hasta tal vez estuvo satisfecha de que la hubiesen ahorcado, a pesar de haber tenido en sus manos la posibilidad de haber obtenido el indulto a costa de sus cómplices. Pero, por otra parte, la forma como murió y el sentimiento de su bondad por no haber traficado con lo que sabía, hicieron que mi maestra lamentara muy sinceramente su pérdida. Yo la consolé lo mejor que pude y ella, al corresponderme, me aconsejó que me espabilara para no correr la misma suerte.

Sin embargo, como ya he dicho, ello me hizo ser algo más precavida y sentí una aversión particular a actuar de «mechera», especialmente entre los merceros y pañeros que eran unos individuos que solían tener los ojos muy abiertos. Realicé un par de intentonas con encajeras y modistas y particularmente en una tienda que la acababan de establecer dos mujeres jóvenes sin gran experiencia en el comercio. De allí me llevé una pieza de encaje de hilo valorada en unas seis o siete libras y un envoltorio de hilo torzal.

Pero fui solamente una vez, porque el truco que empleaba no podía repetirse.

Siempre considerábamos nuestra acción como una empresa fácil cuando oíamos que se había abierto una nueva tienda y especialmente cuando la gente que la regentaba no estaba ducha en lo que era tener un establecimiento. Esta razón hacía que fueran visitadas una o dos veces al principio del negocio y tenían que ser los dueños muy vivos para evitarlo.

Tuve otro par de aventuras, pero fueron simples bagatelas, aunque suficientes para darme para vivir. Después de esto nada importante se me presentó durante algún tiempo, hasta el punto de que empecé a volver a pensar seriamente en la conveniencia de abandonar el oficio. Pero mi maestra, que no estaba dispuesta a perderme y que esperaba grandes cosas de mí, me hizo un día entrar en contacto con una joven y un individuo que pasaba por ser su marido, aunque, según pude averiguar luego, no eran esposos, sino socios. Socios, al parecer, en el oficio que practicaban y socios en algo más. En una palabra, robaban juntos y se acostaban juntos, y un día fueron apresados juntos y acabaron siendo ahorcados juntos.

Entré en una especie de sociedad con estos dos tipos con ayuda de mi maestra, y me arrastraron a tres o cuatro aventuras, en el curso de las cuales pude darme cuenta de que sus robos eran torpes y groseros, y que si lograban tener éxito era gracias a una gran dosis de temeridad por su parte y de negligencia por la de las gentes a las que robaban. Así, pues, decidí que en lo sucesivo sería muy prudente en todo lo que hiciera con ellos, y realmente en dos o tres desgraciadas empresas que me propusieron decliné el ofrecimiento y les convencí de que debían renunciar a llevarlas a cabo. En una ocasión me propusieron especialmente que fuéramos a robar en una relojería tres relojes de oro que habían visto durante el día y que ellos sabían donde los guardaban. La pareja tenía llaves de tantas clases que no era un problema abrir el armario donde el relojero los guardaba. Nos citamos en un lugar determinado, pero cuando pude observar a conciencia cómo estaba el asunto, me di cuenta de que lo que se proponían era penetrar en la casa forzando la puerta, y como esto estaba en contra de mis principios, no quise tomar parte en el asunto y marcharon solos. Entraron en la casa violentamente y destrozaron el armario, pero no encontraron más que uno de los relojes de oro y otro de plata y se apoderaron de ellos saliendo seguidamente de la casa. Pero la familia del relojero dio la voz de alarma, gritando: «¡Ladrones!», y el joven fue perseguido y detenido. La mujer, que de momento logró escapar, tuvo la desgracia de ser también apresada poco después, encontrándosele los relojes en su poder. De este modo me libré por segunda vez, pues se pudo comprobar la culpabilidad de la pareja, y los dos fueron ahorcados por ser antiguos delincuentes a pesar de su juventud. Como antes he dicho, robaban juntos, dormían juntos y juntos fueron ahorcados, y de esta forma terminó mi nueva asociación.

Empecé a ser extremadamente prudente después de haber escapado por un pelo de aquel fregado, pues aproveché el ejemplo de aquellos desdichados. Pero mi maestra me incitaba todos los días a seguir actuando. Un día me dio detalles de una presa, que, por haber sido descubierta por ella, le había de proporcionar una excelente participación en el botín. Había una importante cantidad de encajes de Flandes oculta en una casa particular, y como la importación de esta clase, de encajes estaba prohibida resultaba una presa magnífica para cualquier aduanero que diera con ella. Mi maestra tenía una referencia completa, tanto de la cantidad como del lugar exacto donde se hallaba la mercancía y me lo explicó detalladamente. Yo me dirigí a un aduanero y le dije que le haría la denuncia de una cantidad determinada de encaje de Flandes si me garantizaba que tendría mi parte en la recompensa. Era un trato tan justo que nada podía haber más legal, así es que el hombre accedió y fue conmigo a la casa en unión de un agente de Policía. Al decirle que yo podía dar directamente con el lugar donde escondían la mercancía, me dejaron hacer.

Entré comprimiéndome por un agujero muy oscuro, con una vela en la mano, y llegué hasta donde estaban las piezas, cuidando, a la vez que le entregaba la mayor parte, ocultar cierta cantidad para mí sin que nadie se enterase. El encaje que allí había valía 300 libras, y la parte que me quedé unas 50. Las personas que vivían en la casa no eran los dueños de los encajes, que les habían sido confiados por un comerciante, así es que la impresión que sufrieron no fue tan grande como yo creía.

Dejé al aduanero muy satisfecho con el decomiso que había hecho, y me citó en su oficina, y allá fui después de haber puesto a buen recaudo lo que me había guardado particularmente sin despertar la menor sospecha. Cuando llegué empezó a regatearme el derecho que yo tenía en el decomiso, creyendo que ignoraba su valor, y trató de despacharme dándome 20 libras. Le dije que no era tan ignorante como él suponía y no pude por menos que alegrarme cuando me ofreció llegar a un arreglo.

Le pedí 100 libras, subiendo él a 30. Reduje mi petición a 80 libras y él llegó a 40. Acabó por ofrecerme 50 y yo acepté pidiéndole solamente que me diera, para mi propio uso, una pieza de encaje que valía 8 ó 9 libras, a lo que también accedió. Así, pues, conseguí las 50 libras en efectivo, que me fueron pagadas aquella misma noche, y así puse fin al regateo. El hombre no se enteró de quién era yo ni se molestó en hacer averiguaciones. Si se hubiese enterado que me había quedado una parte, seguramente no habría sido tan generoso.

Dividí exactamente estos beneficios con mi maestra, y desde entonces me convertí en un diestro empresario en asuntos de este tipo. Me di cuenta de que era el trabajo más provechoso y seguro que podía hacer y me dediqué a averiguar dónde había mercancías prohibidas y después de comprar algunas, denunciaba a los poseedores de ellas, aunque ninguno de estos alijos tuvo la importancia del primero. Pero me gustaba actuar sin peligro y tenía la precaución de no correr los grandes riesgos en que otros se metían y en los que solían fracasar constantemente.

La siguiente intentona que realicé fue con un reloj de oro de señora. Tuvo lugar entre la muchedumbre congregada en una capilla protestante y corrí gran peligro de ser detenida. Ya tenía en la mano el reloj, pues había dado a la mujer un fuerte encontronazo como si alguien me hubiera empujado contra ella, cuando me di cuenta de que no se desenganchaba. Entonces lo dejé y empecé a gritar, como si me estuvieran matando, que alguien me había pisado el pie y que debía de haber rateros por allí porque había sentido que daban un estirón a mi reloj. Debo de hacer observar que en todas estas aventuras siempre iba muy bien vestida y llevaba prendas muy buenas y un reloj colgado como cualquier otra señora.

Apenas había dicho yo esto cuando la otra señora gritó también: «¡Rateros!», porque alguien, dijo, había tratado también de quitarle el reloj.

Cuando intenté arrancarle el reloj me encontraba, naturalmente, a su lado, pero al ponerme a gritar ya lo había dejado y entonces el gentío nos separó, y al dar ella la voz de alarma yo ya me encontraba a cierta distancia, de manera que no pudo en lo más mínimo sospechar de mí. Pero cuando se puso a gritar: «¡Rateros!», alguien exclamó:

—¡Y por aquí debe de andar otro, pues a esta señora también la han querido robar!

En aquel mismo momento y en un lugar un poco más apartado, por gran suerte para mí, se volvió a oír el grito: «¡Rateros!», siendo detenido un joven con las manos en la masa. Esto, aunque una desgracia para el infeliz, resultó muy oportuno para mí, aunque ya había actuado antes con la debida habilidad. Pero ahora ya estaba fuera de toda sospecha y la muchedumbre suelta se precipitó hacia la dirección donde habían gritado, y sacó al muchacho a la calle y le dio una soberana paliza, cosa que los ladrones prefieren siempre a ser enviados a Newgate, donde permanecen encerrados hasta morir, o son a veces ahorcados, siendo lo mejor que pueden esperar, cuando resultan probados sus delitos, ser deportados.

Escapé de milagro esta vez y me asusté tanto que durante una buena temporada no volví a dedicarme a los relojes de oro. Concurrieron muchas circunstancias favorables para mí en aquella aventura, pero la más importante fue que la mujer de cuyo reloj tiré era una estúpida, es decir, que ignoraba la naturaleza de la intentona, cosa que no se hubiese sospechado en una mujer que tenía la prudencia de haber enganchado el reloj con la debida seguridad para que en ningún caso pudieran quitárselo. Pero al sentir que le daban un tirón, gritó, se precipitó hacia delante e hizo que la gente se reuniera tumultuosamente a su alrededor, pero sin hablar de su reloj ni de rateros hasta que pasaron dos buenos minutos, tiempo suficiente para que yo me apartara. Cuando yo me puse a gritar detrás de ella, como he dicho, que había rateros, hice que algunas de las personas que se habían adelantado retrocedieran y por lo menos siete u ocho se interpusieron entre la señora y yo. Al dar yo el grito: «¡Rateros!», antes que ella o por lo menos a la vez, ella podía ser tan sospechosa como yo y la gente se quedó confundida mientras que si hubiera tenido la presencia de ánimo que se precisa en tales ocasiones y tan pronto como sintió el tirón se hubiese vuelto rápidamente en vez de gritar, echando mano a la persona que se encontraba inmediatamente junto a ella, me hubiera cogido de una manera infalible.

Este consejo no es muy beneficioso para el gremio, pero da idea de la forma de actuar de los rateros y cualquiera que lo siga puede tener la seguridad de atrapar al ladrón, porque es seguro que se escapará si no lo hace así.

Tuve otra aventura que deja este asunto fuera de duda y puede servir de enseñanza para la posteridad por lo que a los rateros se refiere. Mi vieja y buena maestra, para dar un pequeño esbozo a su historia, aunque había abandonado va el oficio, había nacido ratera y, como supe poco después, había pasado por los diferentes grados de este arte sin ser detenida más que una vez, pero de una manera tan evidente, que fue declarada culpable y condenada a deportación. Pero como era una mujer de una labia extraordinaria y además tenía dinero, encontró medios, cuando el barco que la llevaba recaló en Irlanda para aprovisionarse, de desembarcar y huir, y permaneció en el país poniendo en práctica su oficio durante varios años. Se hizo allí con otras malas compañías y se convirtió en comadrona y en proxeneta, realizando un sinfín de hazañas que me relató cuando me contó un poco de su vida al ser más íntimas nuestras relaciones. Fue a aquella malvada criatura a la que debí toda la habilidad y todo el arte que llegué a dominar.

Fueron muy pocas las mujeres que llegaron más lejos que yo y que practicaron la profesión durante tanto tiempo sin que les sucediese ninguna desgracia.

Después de todas estas aventuras en Irlanda y de llegar a ser bien conocida en ese país, abandonó Dublín y vino a Inglaterra, pero como aún no había expirado el tiempo de su destierro, abandonó su antiguo oficio por miedo a caer en malas manos, lo que hubiera significado su ruina total. Entonces inició la misma actividad que había tenido últimamente en Irlanda, no tardando, gracias a su admirable organización y a su magnífica lengua, en situarse a la altura que ya he descrito y llegando a ser verdaderamente rica, aunque su negocio volvió a decaer por las circunstancias que he explicado.

He relatado muchos detalles de la historia de esta mujer para hacer comprender la influencia que tuvo en la vida de delincuente que yo llevaba. Ella me guió como llevándome de la mano y me dio tales instrucciones y las seguí yo tan bien que me convertí en la ladrona más lista de mi época, zafándome de todos los peligros con tal habilidad que cuando muchos compañeros que llevaban solamente medio año en el oficio iban a dar con sus huesos en Newgate, yo llevaba ya cinco años de práctica sin incidentes. Los huéspedes de aquella prisión habían oído hablar tanto de mí que esperaban que no tardase en ir a hacerles compañía, pero yo siempre lograba escapar, aunque muchas veces corriendo grandes peligros.

Uno de los mayores que corría era el de ser ya demasiado conocida entre los de la profesión, y algunos de ellos, cuyo odio hacia mí se fundamentaba más bien en la envidia que en el daño que pudiera haberles hecho, empezaron a soliviantarse porque yo me escapaba siempre mientras ellos eran apresados y encerrados en Newgate. Fueron ellos los que me pusieron el nombre de Moll Flanders, que no tenía absolutamente nada que ver con mi nombre verdadero ni con ninguno de los que había usado con anterioridad, excepto en una ocasión en que, siendo ya rica, me llamé la señora de Flanders. Pero aquellos perdidos no podían saberlo, ni yo pude llegar nunca a conocer por qué llegaron a ponerme aquel nombre.

No tardé mucho en ser informada que algunos de los que frecuentaban Newgate habían jurado delatarme, y como sabía que dos o tres de ellos eran capaces de hacerlo la cosa me preocupó bastante y durante mucho tiempo no me atreví a salir de casa. Pero mi maestra, que era mi socia en mis triunfos y que jugaba sobre seguro conmigo, pues participaba de mis ganancias y no de los peligros que me amenazaban, mi maestra, repito, estaba ya cansada de que llevara una vida inútil y desaprovechara el tiempo, como ella decía, y encontró un recurso para que pudiera volver a salir, y fue que me vistiera de hombre y me dedicara así otra vez a la práctica de mis antiguas actividades.

Yo era alta y bien parecida, pero tenía un cutis demasiado suave para poder pasar por un hombre, pero como no salía más que por la noche pude bandearme bastante bien. Tardé mucho tiempo, con todo, en acostumbrarme a mis nuevos vestidos, pues se me hacía casi imposible mostrarme tan ágil, tan activa y tan hábil en mis actuaciones con un traje tan contrario a mi naturaleza. Y como me desenvolvía muy torpemente, no obtenía los éxitos de antes ni tenía la facultad de poder escapar con facilidad, así es que determiné dejarlo, resolución que pronto fue confirmada por el suceso siguiente:

Al disfrazarme de hombre, mi dueña me puso en contacto con un joven que era bastante hábil en el oficio y con el que trabajé sin el menor inconveniente durante tres semanas. Nuestra principal actividad consistía en acechar los mostradores de los tenderos y arramblar con las mercancías que hubieran quedado descuidadas en cualquier lugar.

Esto nos permitió llevar a cabo algunos buenos negocios, como llamábamos nosotros a estos trabajos. Y como siempre estábamos juntos, intimamos mucho, pero él no sabía que yo no era un hombre, aunque a veces iba con él a su alojamiento, de acuerdo con las exigencias de nuestro negocio, y cuatro o cinco veces permanecí a su lado toda la noche. Pero nuestro designio era otro y era absolutamente necesario que yo ocultara mi sexo, como más adelante quedó demostrado. Las circunstancias de nuestra manera de vivir, permaneciendo fuera hasta tarde, así como el tener que dedicarnos a los negocios más diversos, así como la necesidad de que nadie entrara en nuestra casa, hacía imposible que yo me negara a acostarme con él, a no ser que le hubiera dicho que yo era una mujer. Sin embargo, tal como sucedían las cosas pude ocultarlo sin ninguna dificultad.

Pero por su mal y por bien mío aquella clase de vida no tardó en finalizar, y se acabó cuando yo ya estaba harta de ella por diferentes razones. Aquel joven y yo habíamos conseguido apoderarnos de buenos botines en nuestras andanzas, pero la última iba a ser extraordinaria. Se trataba de una tienda situada en una calle determinada que tenía detrás un almacén que daba a otra calle. La casa estaba en un chaflán.

Por la ventana del almacén vimos sobre el mostrador y en la vitrina que había delante cinco piezas de seda, además de otras mercancías, y aunque era casi de noche, los dependientes, atareados en la tienda, no habían tenido tiempo de cerrar las ventanas o se habían olvidado de hacerlo.

El joven que me acompañaba sintió tanta alegría al ver esto que apenas pudo contenerse. Dijo que todo aquello estaba a su alcance y aseguró entusiasmado que se apoderaría de todo si asaltaba la casa. Traté de disuadirle, pero todo fue inútil. Temerariamente empezó su trabajo. Sin hacer ruido y con una gran habilidad quitó parte del marco de la ventana, entró y se apoderó de cuatro piezas de seda. Con ellas en las manos vino hacia mí, pero inmediatamente los dependientes de la tienda se lanzaron en su persecución. En aquel momento estábamos juntos, pero yo no había cogido ninguna de las piezas y le dije apresuradamente:

—¡Por el amor de Dios, corred, porque si os alcanzan estáis perdido!

Echó él a correr con la velocidad del rayo y yo también, pero la persecución se hizo más enconada contra él que contra mí, por ser él quien llevaba las piezas de seda. Arrojó dos de éstas, deteniendo un poco el ímpetu de sus perseguidores, pero el número de éstos aumentó y algunos se lanzaron también contra mí. No tardaron en cogerla, con las otras dos piezas en su poder, pero los demás siguieron persiguiéndome. Con mil apuros logré llegar hasta la casa de mi maestra y entré en ella, pero no sin que se dieran cuenta algunos de los que me seguían. Como no llamaron inmediatamente a la puerta, tuve tiempo de quitarme el traje de hombre y ponerme mis propias ropas. Además, cuando mis perseguidores quisieron entrar, mi maestra, a la que yo había contado rápidamente lo ocurrido, los detuvo diciendo que en la casa no había entrado ningún hombre. Ellos afirmaron que no era verdad y la amenazaron con echar la puerta abajo si no abría.

Mi maestra, sin experimentar la menor preocupación, acabó diciéndoles muy tranquilamente que les franquearía la entrada si venían con un agente de Policía, y que sólo así les permitiría entrar, aunque no era razonable que lo hiciera toda aquella muchedumbre. Los perseguidores no podían negarse a ello y fueron en busca de un agente. Entonces ella abrió la puerta, que quedó guardada por el policía, mientras unos hombres que éste nombró se pusieron a registrar la casa acompañados de mi maestra y recorrieron todas las habitaciones.

Cuando llegó al cuarto donde yo estaba, me llamó y dijo en voz alta:

—Abre la puerta, por favor, prima. Hay aquí unos señores que quieren registrar tu cuarto.

Yo tenía a mi lado una niña, nieta de mi maestra, o por lo menos lo decía ella, y le dije que abriera la puerta, mientras yo permanecía sentada trabajando, con muchos objetos en desorden a mi alrededor, como si hubiese estado dedicada todo el día a aquella faena, llevando en la cabeza un gorro de dormir y abrigada con una bata de mañana. Mi maestra me pidió perdón por tener que molestarme y me contó a medias lo que ocurría y que no tenía más remedio que permitirles que abrieran todas las puertas y registraran lo que quisieran para convencerse por sí mismos, ya que todo lo que podría decirles no les satisfaría. Yo seguí sentada sin moverme y les dije que podían buscar lo que quisieran en la habitación, y que si había alguien en la casa no era, desde luego, en la mía. Del resto de la casa yo no podía decir nada, aunque no comprendía qué era lo que buscaban.

Todo parecía tan inocente y tan normal a mi alrededor que me trataron con más cortesía de lo que esperaba, pero no dejaron por ello de registrar escrupulosamente la habitación, mirando debajo de la cama, en la cama y en todos los sitios donde era posible que hubiera alguien escondido. Después de hacerlo y de no encontrar nada, se excusaron por haberme molestado y se fueron.

Después de haber registrado toda la casa de esta forma, de abajo arriba y de arriba abajo, sin poder dar con nadie, apaciguaron a toda la muchedumbre, pero se llevaron a mi maestra a presencia del juez. Dos individuos juraron haber visto perfectamente cómo se metía en la casa el hombre que iban persiguiendo. Mi maestra armó un gran alboroto diciendo que aquello era mentira y que la estaban tratando de aquella forma sin ningún fundamento, pues si había entrado algún hombre sin que ella lo viera, podía ser muy bien que hubiera salido de la misma manera, y que ella estaba dispuesta a prestar juramento de que durante todo el día, que ella supiera, ningún hombre había permanecido de puertas adentro, lo cual era una gran verdad, y que podía muy bien ser que mientras ella se encontraba en el piso superior, un individuo asustado, al encontrar la puerta abierta, hubiese entrado sin que ella lo supiese. Y que de haber sido así habría vuelto a salir tal vez por la otra puerta, porque había otra que daba a un callejón, escapando de aquella forma y engañándoles a todos.

Todo esto resultaba probable y el juez se sintió satisfecho al prestar mi maestra juramento ante él de que no había admitido hombre alguno en su casa con el propósito de ocultarlo o de protegerlo contra la acción de la justicia. Este juramento pudo prestarlo sin ningún inconveniente, y de esta forma la dejaron marchar.

Fácil es imaginar el miedo que me entró por lo que había ocurrido y a mi maestra le fue imposible conseguir que volviera a vestirme con aquel traje de hombre, porque, como le manifesté, sería descubierta en seguida.

Mi pobre asociado en aquella diablura se vio metido en un buen lío, porque fue llevado ante el Lord Mayor y Su Señoría lo hizo encerrar en Newgate y las personas que tomaron parte en la persecución estaban dispuestas a tomar parte en la causa instruida contra él y a comparecer en el juicio para identificarlo y mantener sus acusaciones.

Sin embargo, él consiguió que el juicio se aplazara bajo la promesa de que descubriría a sus cómplices y especialmente al hombre que había participado con él en el robo. Y cumplió su promesa porque dio mi nombre, que fue el de Gabriel Spencer, que era el que yo adoptaba para ir con él. Y aquí se puso de manifiesto mi prudencia al ocultarle mi sexo y mi nombre, pues de haberlo sabido podía darme por perdida.

Hizo cuanto pudo por descubrir a aquel Gabriel Spencer. Dio muchos detalles acerca de mí y reveló el lugar donde creía que vivía, dando toda clase de detalles de lo que suponía que era mi alojamiento. Pero habiéndole ocultado la principal circunstancia de mí sexo, yo tenía una gran ventaja y nunca pudo saber nada de mí. Hizo que dos o tres familias sufrieran toda clase de molestias al tratar de dar conmigo, pero nada sabían de mí como no fuera el haberme visto con él, pero nada más. En cuanto a mi maestra, aunque fue el medio por el que me conoció, como todo se había hecho indirectamente, él no sabía nada.

Esto se volvió en contra suya, porque habiendo prometido hacer revelaciones y no haber podido cumplir su palabra, se creyó que había estado jugando con la justicia de la ciudad, por lo que fue perseguido todavía con mayor empeño por los tenderos que le apresaron.

Mi inquietud fue, sin embargo, terrible durante todo este tiempo, y con objeto de poder estar segura abandoné a mi maestra una temporada. Tomé una criada y me dirigí, en la diligencia de Dunstable, a la casa de los posaderos donde tan feliz había sido con mi esposo de Lancashire. Al llegar allí les conté un cuento diciéndoles que esperaba de un día a otro la llegada de mi esposo, a quien había escrito que nos encontraríamos en su casa de Dunstable, y que si el viento le era favorable desembarcaría al cabo de unos días.

Esperando su llegada, quería residir con ellos. No sabía si vendría en el coche correo o en la diligencia de West Chester, pero de lo que estaba segura es que vendría a buscarme allí.

La posadera se puso muy contenta al verme y del posadero sólo puedo decir que armó tanto jolgorio cuando llegué que si hubiese sido una princesa no me habría hecho mejor recibimiento. Si hubiera querido, podía haber estado residiendo allí durante un mes o dos.

Mi caso era de una naturaleza muy diferente a lo que les había dicho. Me sentía extremadamente temerosa, aunque lo disimulaba tan bien que a duras penas podría nadie haberlo descubierto, ni tampoco aquel individuo podría, de una manera o de otra, dar conmigo, y aunque no podría acusarme de complicidad en el robo, del que le dije que desistiera, pues no hice otra cosa que echar a correr, podía denunciarme por otros delitos y de este modo comprar su vida a cambio de la mía.

Esto me llenaba de grandes temores. No tenía otro apoyo que el de mi amiga y confidente, mi vieja maestra, así es que me veía obligada a poner mi vida en sus manos. Así lo hice, comunicándole dónde me encontraba, y durante el tiempo que permanecí allí recibí algunas cartas suyas. Algunas de ellas casi me sacaron de quicio, pero por fin recibí la buena nueva de que habían ahorcado a aquel individuo, o sea la mejor noticia que en mucho tiempo llegaba hasta mí.

Mi permanencia en la posada se prolongó cinco semanas y no puedo decir otra cosa sino que viví muy agradablemente, si se exceptúa mi secreta ansiedad, pero cuando recibí aquella carta volví a tener el buen aspecto de siempre, diciéndole a la posadera que había recibido una misiva de mi esposo en Irlanda, en la que a la vez que me daba la buena noticia de que se encontraba muy bien, me comunicaba la mala nueva de que sus negocios no le permitían abandonar el país con la premura que había creído posible y que por ello yo me vería obligada a volverme sin él.

La posadera me felicitó, sin embargo, por la buena noticia de que mi esposo se encontraba bien.

—Porque he venido observando, señora —me dijo la buena mujer—, qué no estabais lo alegre que acostumbrabais a estar antes y que no hacíais más que pensar en él. Es fácil advertir el cambio que en vos se ha producido. Siento que el señor no pueda venir, pues me hubiera complacido mucho verlo, y espero que cuando tengáis noticias seguras de su llegada, vendréis de nuevo por aquí, donde se os recibirá con alborozo, señora, cuando tengáis a bien hacerlo.

Después de tan gratos cumplidos, nos separamos y yo regresé muy contenta a Londres, donde encontré a mi maestra tan satisfecha como yo. Me dijo que no volvería a recomendarme ningún otro asociado, porque se había dado cuenta de que cuando iba sola me desenvolvía mejor. Y, en efecto, así ocurría, porque, preocupándome sólo de mí misma, pocas veces me veía en algún peligro, y si caía en él salía con más destreza que complicada con los actos torpes de otras personas, que quizá tenían menos previsión que yo o eran más atrevidas y más impacientes, porque aunque yo tenía tanto valor como cualquiera para aventurarme, tomaba más precauciones antes de emprender algo y tenía más presencia de ánimo cuando me veía obligada a tenerlo.

A veces pensaba en mi atrevimiento en otro sentido. Aunque mis compañeros eran sorprendidos y todos caían tan repentinamente en manos de la justicia, no podían resolverme a tomar la firme resolución de abandonar aquellas actividades, especialmente teniendo en cuenta que distaba mucho de ser pobre. La tentación producida por la necesidad, que es generalmente la introducción a ese criminal comercio, había ya desaparecido, puesto que poseía cerca de 500 libras en dinero contante y sonante, con lo que podría haber vivido muy bien si me hubiese resuelto a retirarme. Pero repito que no tenía la menor intención de hacerlo, como me sucedía antes, cuando no disponía más que de 200 libras y no tenía ante mis ojos los terribles ejemplos de ahora. De esto resulta evidente para mí que cuando el crimen nos ha endurecido, ningún temor puede afectamos ni ningún ejemplo servirnos de advertencia.

Tenía una compañera cuyo cruel destino pareció ligarse al mío durante una temporada, pero de la que pude librarme a tiempo. El caso fue verdaderamente desgraciado. Había conseguido apoderarme en una mercería de una pieza de buen damasco y cuando salimos de la tienda se la entregué marchándose ella en una dirección y yo en otra. Hacía muy poco que habíamos dejado el establecimiento, cuando el mercero echó en falta su pieza de tela y envió a un lado y a otro a sus dependientes, que no tardaron en apoderarse de mi compañera con la pieza de damasco encima. En cuanto a mí tuve la suerte de entrar en una tienda de encajes subiendo un par de escalones y tuve la satisfacción o el terror, al asomarme a la ventana al oír el escándalo que armaban, de ver a la pobre criatura arrastrada por la Policía, que no tardó en encerrarla en Newgate.

Tuve buen cuidado de no intentar nada en aquella tienda revolviendo los géneros para dejar pasar el tiempo. Después compré unas cuantas yardas de puntilla, las pagué y salí a la calle realmente entristecida por la pobre mujer que se veía en un apuro por un robo que había cometido yo.

También en esta ocasión quedó demostrado que mis previsiones servían para mantenerme a salvo, porque siempre que cometía un robo acompañada no dejaba saber a quienes iban conmigo quién era ni dónde vivía, aunque en más de una ocasión trataron de espiarme para averiguarlo. Todos me conocían por mi nombre de guerra de Moll Flanders, aunque algunos creían que yo no era quien presumía ser. Mi nombre era popular entre ellos, pero no sabían dónde encontrarme ni si mi barrio estaba al Este o al Oeste de la ciudad, siendo mi cautela lo que constituía mi seguridad en todas aquellas ocasiones.

Durante algún tiempo estuve en contacto con el caso de aquella mujer. Sabía que si emprendía algo que me saliera mal y me llevaban a la prisión donde ella estaba, no tardaría en declarar contra mí y que procuraría salvar su vida a expensas de la mía. Consideré que mi nombre empezaba a ser bastante conocido en Old Bailey[12], y aunque no sabían cómo era yo, si caía en sus manos sería tratada como una antigua delincuente. Por esta razón me decidí a ver cuál era el destino de aquella pobre criatura antes de quitarme de en medio, y en alguna ocasión hice llegar dinero a sus manos para aliviarla en el trance en que se encontraba.

Por fin compareció en juicio. Alegó que no era ella la que había robado la pieza, sino una tal señora Flanders, como oía que la llamaban, porque ella no la conocía, que fue la que le dio el paquete al salir de la tienda diciéndole que lo llevara a su residencia. Le preguntaron dónde estaba aquella señora Flanders, 1 pero la infeliz no pudo describirme ni dar la menor indicación de mi paradero. Los dependientes de la mercería declararon que ella se encontraba en la tienda al ser robada la mercancía, que inmediatamente la encontraron a faltar y que salieron en su persecución, encontrándola en su poder. Después de todo esto el tribunal la declaró culpable, pero considerando que realmente no era la persona que había robado el género, sino una cómplice inferior, y que era muy posible que no se pudiera dar con la señora Flanders, o sea, conmigo, para poder salvar su vida, teniendo en cuenta estas consideraciones, digo, tuvo a bien condenarla sólo a ser deportada, que era el castigo más suave que podía recibir en aquella circunstancia. El tribunal le dijo que si entretanto podía dar con la susodicha señora Flanders, intercedería para conseguir su indulto, esto es, que si lograba encontrarme y entregarme, no sería deportada. Tuve el mayor cuidado de que esto no le fuera posible, y poco después la condenada fue conducida a un barco para cumplir la pena de destierro que le había sido impuesta.

He de repetir que el destino de aquella mujer me afectó profundamente y empecé a estar preocupada sabiendo que había sido la culpable de su desdicha, pero la conservación de mi propia vida, que evidentemente estaba en peligro, fue lo que me hizo que me despojara de toda ternura. Viendo que no la condenaban a muerte, me sentí satisfecha de su deportación porque esta condena le impedía hacerme a mí cualquier daño, pasara lo que pasara.

El destierro de aquella mujer tuvo lugar algunos meses antes del episodio que últimamente he relatado y contribuyó también parcialmente a que mi maestra me recomendara que vistiera ropas masculinas para que pudiera pasar inadvertida, como lo hice. Pero no tardé en cansarme de aquel disfraz, como ya he dicho, porque en realidad me exponía a demasiadas dificultades.

Me sentí libre del temor de que alguien pudiera testificar contra mí, porque todos los que tuvieron algo que ver conmigo habían sido ahorcados o deportados. Se me conocía por el nombre de Moll Flanders y aunque hubiera tenido la desgracia de ser detenida diría que me llamaba de otro modo y no podrían achacarme mis antiguos delitos. Empecé, pues, a moverme otra vez con una mayor libertad y tuve varias aventuras afortunadas, aunque no de la categoría de las anteriores.

Por aquel entonces se registró otro incendio en las proximidades de donde vivía mi maestra, y yo, como en la otra ocasión, intenté probar fortuna, pero no me anticipé a la llegada de la muchedumbre, y no solamente no pude llegar a la casa que era mi objetivo, sino que en vez de lograr una buena presa me vi ante un infortunio que estuvo a punto de poner fin, de consuno[13], a mi vida y a mis malas acciones. El incendio era terrible y la gente, ansiosa de salvar sus cosas, no encontraba mejor medio que arrojarlas por las ventanas, cuando una joven tiró un colchón que vino a caer encima de mí. Es cierto que siendo blando no podía romperme ningún hueso, mas su peso era tan grande que al caer sobre mi cabeza me derribó dejándome un rato como muerta. La gente no se preocupó mucho de librarme de aquel peso ni de prestarme auxilio, y así permanecí debajo del colchón un buen espacio de tiempo, hasta que alguien me ayudó a levantarme. Tuve la suerte, después de todo, de que la gente de la casa incendiada no siguiera tirando cosas que inevitablemente hubieran acabado conmigo. Sin duda, estaba reservada para futuras aflicciones.

Aquel accidente, sin embargo, me estropeó el negocio en aquella ocasión y volví a la casa de mi maestra, conmocionada y asustada hasta el último grado. Pasó algún tiempo hasta que volví a estar completamente restablecida.

Nos hallábamos en una época alegre del año y había empezado la feria de San Bartolomé. Nunca había dirigido mis pasos hacia aquel lugar por no ser el sitio donde se celebraba muy favorable para mí. Pero aquella vez fui a dar una vuelta por el recinto y siguiendo a la gente me encontré en un punto donde se celebraba una rifa. No tenía gran importancia para mí, ni esperaba obtener ningún provecho. Pero he aquí que, de pronto, vine a dar con un caballero extremadamente bien portado y con aspecto de ser muy rico, y como en esos sitios se suele entablar conversación con una gran facilidad, él me eligió a mí y me hizo objeto de muchas atenciones. Primero me dijo que jugaría por mí en la rifa y así lo hizo, y habiendo sacado un pequeño objeto (creo que era un manguito de pluma), me lo regaló. Después siguió conversando conmigo con un respeto muy poco corriente y comportándose como un verdadero caballero.

Continuó hablándome durante largo rato, hasta que, por último, me llevó a pasear por el recinto y siguió charlando de mil cosas sin ningún fin determinado. Finalmente me dijo, sin cumplidos, que le encantaba mi compañía, y me preguntó si podía atreverse a pedirme que diera un paseo en su coche en su compañía. Me aseguró que era un hombre de honor y que no iba a solicitar de mí nada que fuera impropio de él. Aparenté por un momento declinar la invitación, permití que siguiera importunándome un poco más y acabé por acceder a su invitación.

Al principio no acertaba a comprender cuáles eran las intenciones de aquel caballero, pero me di cuenta de que estaba un poco bebido y que seguía decidido a continuar bebiendo. Me llevó en su coche al «Spring Garden», en Knightsbridge, donde paseamos por los jardines. Me trataba muy cortésmente, pero siguió bebiendo copiosamente. Me instó a que yo bebiera también, pero yo decliné la sugerencia.

Hasta aquí había cumplido su palabra y no insinuó nada fuera de lugar. Partimos de nuevo en el coche y me llevó a recorrer varias calles. Eran ya casi las diez de la noche cuando detuvo el carruaje delante de una casa donde parece ser que lo conocían y en la cual no tuvieron escrúpulo en acompañarnos escaleras arriba hasta una habitación donde había una cama. Al principio me resistía a subir, pero después de una breve discusión accedí también para ver en qué iba a acabar todo aquello y con la esperanza de sacar algún provecho de la situación. En cuanto al lecho, no presté en realidad mucha atención.

Entonces empezó a hablarme en un tono distinto de cómo me había prometido, y poco a poco yo fui cediendo hasta que, en una palabra, hizo conmigo lo que quiso. Creo que no necesito decir nada más. Entretanto, siguió bebiendo copiosamente, y a eso de la una de la madrugada volvimos de nuevo a entrar en el coche. El aire y el traqueteo del carruaje hicieron que el alcohol se le subiera más a la cabeza y quiso volver a hacer conmigo en el coche lo que había hecho antes en la cama, pero pensé que ya mi presa estaba segura. Al rechazarlo, logré que se tranquilizara un poco, y apenas habían pasado cinco minutos cuando se quedó completamente dormido.

Aproveché la oportunidad para registrarlo concienzudamente. Le quité el reloj de oro, una bolsa de seda con dinero, la peluca, los guantes orlados de plata, la espada y una bonita tabaquera, y abriendo la puerta del coche me dispuse a apearme en marcha. Pero en una callejuela estrecha, más allá de Temple Bar, se detuvo para permitir que pasara otro vehículo, y entonces me deslicé suavemente fuera, zafándome lindamente del coche y del caballero y no volviendo a verlos más.

Fue una aventura completamente inesperada y no prevista cuando decidí ir a pasear por la feria. Aunque no estaba tan lejos de la etapa placentera de la vida para no saber cómo comportarme cuando un mentecato, cegado por sus apetitos, no sabía distinguir una mujer madura de una joven, no era excesivamente vieja con mis diez o doce años de más, pero tampoco podía pasar por una mozuela de diecisiete años y era muy fácil advertirlo. No hay nada tan absurdo, tan cargante y tan ridículo como un hombre con los vapores del vino en su cabeza y el arrebato en la sangre de unas inclinaciones torcidas. Se encuentra poseído a la vez por dos demonios y no puede regirse por la razón, de la misma manera que un molino no puede moler sin agua. El vicio destruye todo lo que pueda haber de bueno en él, si es que hay algo, y cegado por su ardiente deseo comete toda clase de tonterías, como beber más cuando ya está borracho y elegir una mujer vulgar, sin tener en cuenta quién es o lo que es, si está sana o enferma, si es limpia o sucia, fea o guapa, joven o vieja, pues no puede darse cuenta de nada. Un hombre así es peor que un loco suelto. Impulsado por los dictados de su mente viciosa y corrompida, no sabe lo que se hace, como no lo sabía aquel infeliz con el que me tropecé y al que despojé de su reloj y de su dinero.

Éstos son los hombres de quienes dice Salomón: «Van como va un buey al matadero hasta que una flecha les atraviesa el hígado». Admirable descripción, por cierto, de la terrible enfermedad, porque es un mal veneno y letal que se mezcla con la sangre y cuyo centro u origen está en el hígado. Desde ahí con la rápida circulación de todo el conjunto, la repugnante infección pasa por el hígado, destroza el espíritu y hiere las entrañas como con una flecha.

Es cierto que aquel incauto desventurado no corrió el menor peligro conmigo, aunque al principio tuve cierto recelo del que podría yo correr con él. Pero en determinado aspecto merecía ser compadecido, pues parecía ser un buen hombre, un caballero que no intentaba hacer daño alguno, un hombre sensible, de muy buena conducta, de aspecto distinguido, continente robusto, rostro agradable y todo lo que puede satisfacer a cualquiera, sólo que la noche anterior se la había pasado bebiendo y no en la cama, como me aseguró cuando estábamos juntos, y su sangre se encontraba ardiendo, y en estas condiciones su razón, que estaba como dormida, lo había traicionado.

En cuanto a mí, la finalidad que me guiaba era su dinero y todo lo que pudiera sacar de él.

Después, si hubiera tenido medios para hacerlo, lo hubiese mandado sano y salvo a su hogar y a su familia, porque bien se podía apostar doble contra sencillo que tenía una esposa honrada y unos hijos inocentes, ansiosos por su seguridad y que les hubiera gustado verlo en su hogar y cuidarlo hasta que se restableciera. ¡Y después de aquello, con qué vergüenza y remordimiento pensaría en lo que había hecho! ¡Cómo se reprocharía haberse acostado con una prostituta, con una mujer encontrada en la feria, entre la hez y la escoria de la ciudad! ¡Con qué horror pensaría que tal vez podía haberle contagiado una enfermedad, que la flecha le hubiese atravesado el hígado y cómo se odiaría al mirar hacia atrás por su locura y la indignidad de su vicio! Si poseía algunos principios del honor, y es de creer que los tuviese, lamentaría haber cedido a aquella tentación abandonando a su recatada y virtuosa esposa y adquiriendo quizás el morbo de un contagio que envenenaría la sangre de sus descendientes.

Si estos hombres supieran los despreciables pensamientos que inspiran a las mujeres que tienen tratos con ellos, sería un freno para ellos. Como ya he dicho en una ocasión, estas mujeres no tienen ninguna inclinación por el placer, no han sido educadas para amar al hombre, son pécoras pasivas que no valoran el deleite sino el dinero. Y cuando el hombre se encuentra borracho en el éxtasis de su estúpido placer, ellas les registran los bolsillos para ver lo que pueden encontrar, de lo cual el hombre es tan insensible en el momento de su locura, como incapaz de pensar lo que hacía con anticipación, cuando iba tras ello.

Conocí a una mujer que fue tan hábil con cierto individuo, que realmente no merecía ser tratado mejor, que mientras estaba entretenido con ella en cierta forma, le quitó la bolsa, que contenía veinte guineas, del bolsillo del chaleco, donde se la había metido desconfiando de ella, y en su lugar le colocó otra bolsa que contenía fichas redondas doradas. Después que hubo terminado con ella, le preguntó:

—Supongo que no me habrás robado la bolsa.

La mujer bromeó con él diciéndole que no creía que tuviera mucho que perder. Él tanteó con sus dedos el bolsillo del chaleco y al ver que la bolsa seguía en su sitio sonrió satisfecho, y de esta manera ella se quedó con el dinero. El negocio que tenía consistía en eso. Guardaba en su bolsillo un reloj de imitación de oro y una bolsa de fichas y daba el cambiazo en tantas ocasiones como se le presentaban.

Llegué a casa con mi último botín y se lo enseñé a mi maestra, y cuando le conté lo ocurrido se afectó tanto que apenas pudo evitar que las lágrimas asomaran a sus ojos al pensar que un caballero tan cumplido corría diariamente el riesgo de perderse cada vez que unas copas de vino se le subían a la cabeza.

Pero al ver los muchos objetos de que me había apoderado, me dijo que aquello le complacía sobremanera.

—El trato que le habéis dado hará más para que se enmiende que todos los sermones que pueda haber escuchado en su vida.

Y si el resto de la historia es verdad, así fue.

El día siguiente vi que se preocupaba mucho por la identidad de aquel caballero. La descripción que le hice de él, de su rostro, de su vestido, de su persona, todo coincidía para hacerle creer que se trataba de un caballero al que conocía, así como a su familia.

Se había quedado muy pensativa e insistiendo sobre aquella característica, saltó y me dijo:

—Apostaría cien libras a que conozco a ese caballero.

—Lo siento —le repliqué—, porque por nada de este mundo quisiera ser yo la que lo descubriera. Ya le he causado bastante daño y no deseo ser instrumento para ocasionarle más.

—Os aseguro que tampoco yo le haré ningún daño, pero debéis dejarme que satisfaga un poco mi curiosidad, porque si es él, podéis creer que lo descubriré.

Me sobresaltó un poco oírla hablar así y le dije, con una preocupación aparente en mi semblante, que pensando de aquella forma, también podría él tratar de descubrirme y en tal caso podría considerarme perdida.

—¿Por qué pensáis que yo pueda traicionaros, hija mía? —me replicó con calor—. No lo haría ni por todo lo que él pueda valer en el mundo. Os he guardado secretos más importantes que éste, de modo que podéis seguir confiando en mí.

Yo entonces no le dije nada más.

Ella organizó sus planes de otra forma, y sin hacerme partícipe de ellos se dispuso a aclarar el asunto. Con este fin visitó a un amigo suyo, que tenía amistad con la familia de la que sospechaba y le dijo que tenía un gran negocio entre manos con el tal caballero, que por cierto era nada menos que barón y de muy buena familia, pero que no sabía cómo llegar hasta él sin que alguien la presentara. Su amigo le prometió en seguida ayudarla en lo que le pedía y, de acuerdo con ello, se dirigió a la casa del caballero para ver si se encontraba en aquellos momentos en la ciudad.

El día siguiente visitó a mi maestra diciéndole que sir… estaba en su casa, pero que le había sucedido una desgracia y se encontraba enfermo de cuidado, razón por la que no podía hablar con él.

—¿Qué desgracia le ha acaecido? —le preguntó mi maestra fingiendo sorprenderse.

—Pues que había ido a visitar a otro caballero amigo suyo que residía en Hampstead y cuando regresaba, fue atacado y robado. Y como al parecer había bebido un poco, los malhechores lo atropellaron hiriéndole.

—¿Robado? —inquirió mi maestra—. ¿Y qué es lo que le quitaron?

—Su reloj de oro, la tabaquera del mismo metal, su hermosa peluca y todo el dinero que llevaba encima, que podéis contar que sería bastante, porque sir… no sale nunca sin llevar consigo una bolsa llena de guineas.

—¡Bah! —exclamó mi maestra en tono de burla—. Me parece que lo que le sucedió fue que se emborrachó, cayó en manos de una prostituta y ésta lo desvalijó y ahora va a su mujer con el cuento de que le han atracado. Es una impostura corriente. Cada día se cuentan a las pobres esposas historias parecidas.

—¡Quitad allá! —le dijo el amigo—. Habláis de esa forma porque no conocéis a sir… Es un caballero cumplido y en toda la ciudad no podría encontrarse un hombre más sobrio, serio y moderado que él. Odia esas cosas, y nadie que lo conozca puede pensar semejantes cosas de él.

—Bueno, bueno, no es asunto de mi incumbencia, pues si lo fuera, no nos sería difícil descubrir algo de lo que os he dicho en este caso. Porque a veces esos hombres moderados, a juicio de la mayoría, no son mejores que los demás y lo que sucede es que saben fingir mejor o, si queréis decirlo de otra forma, que son unos hipócritas más perfectos.

—No, no —le dijo su amigo—. Os puedo asegurar que sir… no es un hipócrita. Se trata verdaderamente de un hombre muy formal y en su juicio, y la verdad es que fue atracado.

—Está bien, puede ser así. Esto no es asunto mío. Lo único que quiero es hablar con él. Mi asunto es de otra naturaleza.

—Sea de la naturaleza que sea el asunto que os hace buscarle, no le podéis ver todavía porque está bastante enfermo y sufre muchas contusiones. Debió de caer el pobre en muy malas manos.

—¿Y dónde está herido? —preguntó mi maestra poniéndose un tanto seria.

—Pues en la cabeza, en las manos y en el rostro, porque parece ser que los bandidos que lo atracaron debieron de tratarle de una forma despiadada.

—¡Pobre caballero! —contestó mi maestra—. No cabe duda entonces que debo de esperar a que se reponga. Espero que no tarde mucho porque tengo verdadera precisión de hablar con él.

Mi maestra volvió a mi lado y me contó la historia.

—He encontrado —dijo— a vuestro caballero, que por cierto es un señor de campanillas y se encuentra d pobre en un gran apuro. Me pregunto qué demonios le hicisteis que casi lo habéis matado.

Mi aspecto debió de traducir el asombro que me embargaba.

—¡Cómo que casi lo he matado! —exclamé—. Sin duda habéis dado con otra persona Estoy segura de no haberle hecho nada. Cuando lo dejé estaba perfectamente, aunque borracho y dormido.

—No sé nada de eso, pero es verdad que se encuentra muy mal.

Y entonces me contó todo lo que le había dicho su amigo sobre el particular.

—Entonces debió de caer en malas manos después de dejarlo yo, pues cuando me marché estaba bien.

Diez días más tarde o poco más, mi maestra fue de nuevo a ver a su amigo para que le presentara el caballero.

Había inquirido noticias por otros conductos y se había enterado de que estaba mejor, aunque no bien del todo, y había obtenido permiso para poder hablar con él.

Era una mujer de una habilidad extraordinaria y, en realidad, no quería ser presentaba por nadie. Me contó lo que pasó mucho mejor de lo que yo puedo hacerlo, pues, como ya he dicho, era mujer de mucha labia. Cuando estuvo ante él le dijo que, aunque era una desconocida, se presentaba con el solo designio de prestarle un servicio y que ya tendría ocasión de ver que no le guiaba ningún otro fin. Le rogó que le prometiera que si no aceptaba lo que iba a proponerle, no tomara a mal que se mezclara en una cosa que no era asunto suyo. Le aseguró que lo que tenía que decirle era un secreto que solamente a él pertenecía, y tanto si aceptaba como si no aceptaba su ofrecimiento, continuaría siendo un secreto para el mundo entero, a menos que él lo divulgase. Si rechazaba sus servicios, no por ello sentiría menos respeto hacia él, no causándole el menor daño, así que estaba en completa libertad de tomarlo como quisiera.

Al principio él se mostró muy cauteloso diciendo que no sabía que hubiera nada relacionado con él que requiriera guardar el secreto; que nunca había hecho daño a nadie por lo que no le importaba lo que pudiera decir de él; que no entraba en su carácter ser injusto con nadie, y que no podía imaginar que nadie pudiera hacerle servicio alguno; pero que si ella estaba empeñada en rendirle el que decía, no lo tomaría a mal, así es que la dejaba en completa libertad de decirle o no lo que pretendía.

Ella lo encontró tan indiferente que casi sintió miedo de meterse en harina. Sin embargo, después de algunos circunloquios, le dijo que, por una extraña e increíble casualidad, había llegado a su particular conocimiento la última y dolorosa aventura en que recientemente había caído y de tal forma que no había nadie más en el mundo que lo supiera, aparte de los dos, y ni siquiera con el debido detalle la persona que había estado con él.

Al principio él se mostró disgustado.

—¿A qué aventura os referís? —preguntó.

—A la del robo de que fuisteis víctima cuando regresabais de Knightsbr… de Hampstead, quiero decir, caballero. No os extrañe que pueda deciros paso a paso todo lo que hicisteis desde el recinto de Smithfield hasta el «Spring Garden» en Knightsbridge y de allí hasta la calle… y cómo, después, fuisteis abandonado dormido en vuestro coche. Os digo que no os sorprendáis porque no he venido a sacaros nada ni nada os pido y os aseguro que la mujer que estuvo con vos ignora quién sois y no lo sabrá nunca. Tal vez os pueda prestar el servicio que he dicho, ya que no he venido simplemente a informaros de todas estas cosas, como si quisiera que comprarais mi silencio. Os puedo asegurar, caballero, que sea lo que sea lo que podáis hacer o pensar sobre el particular y sea lo que sea lo que me digáis, quedará tan secreto como ahora, como si yo estuviese en la tumba.

El caballero se quedó atónito ante su discurso y le dijo gravemente.

—Señora, sois para mí una completa desconocida, pero es verdaderamente lamentable que participéis de un secreto de la peor de las acciones que he cometido en mi vida y de la que estoy justamente avergonzado, siendo la única satisfacción que experimentaba la convicción de que solamente era conocido por Dios y por mi propia conciencia.

—Os ruego, caballero —contestó mi maestra—, que tengáis el convencimiento de que no debéis de contar el descubrimiento que yo he hecho como parte de vuestra desgracia. Creo que fue una cosa en la que debisteis de caer por sorpresa, y que quizás aquella mujer usó de alguna artimaña para incitaros a ello. No encontraréis ocasión de arrepentiros porque yo me haya enterado del asunto ni vuestra propia boca permanecerá más cerrada que la mía ahora y siempre.

—Está bien, pues entonces permitidme que haga justicia a la mujer que estuvo conmigo. Os aseguro que no me incitó a nada y que más bien me rechazaba. Fue mi propia locura la que me arrastró y, ¡ay!, la que arrastró a ella también. Debo de reconocerlo así. En cuanto a lo que me quitó, no podía esperar otra cosa de ella en las condiciones en que me encontraba, aunque a punto fijó no sé tampoco si fue la mujer ó el cochero quien me despojó. Si fue ella se lo perdono y creó que cualquier caballero haría lo mismo. Pero me interesan otras cosas más que lo que pudiese haberse llevado de mí.

Mi maestra entró entonces de llenó en el asunto y él se franqueó completamente con ella. En primer lugar, y con referencia a lo que de mí había dicho, le manifestó lo siguiente:

—Celebró mucho, caballero, que hayáis rendido justicia a la persona que estuvo con vos. Os aseguró que es una verdadera señora y no una mujer de la calle, y por más que consiguierais de ella lo que os proponíais, estoy segura de que no entra en sus costumbres. Corristeis, verdaderamente, una gran aventura, caballero, pero si esta parte constituye algo de la inquietud que os domina, podéis estar completamente tranquilo, porque me atrevo a aseguraros que ningún otro hombre la había tocado antes que vos, a excepción de su esposo, fallecido hace casi ocho años.

Parece ser que era ésta su principal preocupación y que se encontraba verdaderamente atemorizado a causa de ello. Así que cuando mi maestra le comunicó aquello, pareció hallarse muy complacido y le dijo:

—Pues bien, señora, si he de ser completamente franco con vos, después de lo que acabó de escuchar, doy por bien perdido todo lo que perdí, pues considero que la tentación era grande, y si fue ella quien me robó tal vez lo hizo porque era pobre y lo necesitaba.

—Si no hubiera sido pobre, sir —contestó mi maestra— podéis estar bien seguro de que nunca hubiese cedido a vuestros deseos, y esa misma pobreza debió de prevalecer en ella y se justificó pensando que, en las condiciones en que os encontrabais, el despojo de que os hizo víctima lo hubiera llevado a cabo cualquier cochero ó portador de silla de postas.

—Es posible, y hasta deseo que le sirva de provecho. Vuelvo a repetiros que todos los caballeros que hacen estas cosas deberían obtener el mismo resultado que yo; tal vez entonces les sirviera de escarmiento. Lo único que me inquietaba era el detalle que vos me habéis aclarado antes.

Al llegar a este punto, empezó a hablar con cierto desparpajó de lo que había ocurrido entre él y yo, tema no muy adecuado para que una mujer escriba sobre el mismo, y del miedo cerval que le acometió al pensar que yo hubiera podido contagiarle alguna enfermedad y que él la hubiese propagado más tarde. Por último, preguntó si mi amiga podía proporcionarle una oportunidad para hablar conmigo. Mi maestra le garantizó que yo era una mujer limpia y llena de salud y de que en este aspecto él podía considerarse tan seguro como si se hubiera acostado con su propia esposa, pero en cuanto a lo de verme díjole que podría traer peligrosas consecuencias. No obstante, prometióle que hablaría conmigo y le daría a conocer mi respuesta, todo ello sin dejar de emplear argumentos para persuadirle en contra de sus deseos e insistiendo en que no sería prudente para él. Le dijo también que esperaba que se abstuviese de reanudar unas relaciones conmigo, porque por lo que a mí se refería, equivalía a poner mi vida en sus manos.

El caballero afirmó que tenía muchas ganas de verme y que daría toda clase de garantías con respecto a no aprovecharse de mí, y que ante todo me absolvería de toda clase de acusaciones. Mi maestra le previno que todo aquello podía conducir a una mayor difusión del secretó, y al final resultarle funesto y le rogó que no insistiera sobre este particular, Por último consiguió hacerle desistir de su empeñó.

A continuación cambiaron algunas palabras acerca de los objetos que él había perdido, y el caballero se mostró muy interesado por su reloj de oro, asegurando a mi maestra que si ella conseguía recuperarlo le entregaría de buena gana tanto dinero como le había costado. Ella contestó que haría cuanto estuviera en su manó para devolvérselo y que dejaría que él cuidase de valorarlo.

El día siguiente mi maestra le llevó el reloj y él le entregó treinta guineas a cambió del mismo, cantidad superior a la que yo hubiese podido obtener por él, aunque me parece que valía mucho más. Hablóle también de su peluca que, según él, había costado sesenta guineas y de su caja de rapé, y pocos días después ella le llevó Tos dos objetos. El caballero mostró gran satisfacción y dio a mi aya otras treinta guineas. El día siguiente yo le mandé gratuitamente su magnífica espada y su bastón. No le pedí nada a cambio, pero en cuanto a verlo seguí manteniendo mi negativa.

Más tarde quiso sostener una larga conversación con mi maestra para enterarse de cómo había llegado a sus oídos aquel asunto. Ella compuso una larga historia sobre aquel tema y le contó que lo había sabido por cierta persona a la que yo había referido todos los pormenores con objeto de que dicha persona me ayudase a disponer de sus bienes. Después mi confidente le entregó todos los objetos a ella, pues su oficio era el de prestamista. Al enterarse del desastre acaecido a Su Señoría, presintió lo que en realidad había ocurrido y puesto que aquellos objetos obraban ya en su poder, decidió ir a verlo sin perder tiempo. A continuación, le aseguró repetidas veces que nadie se iba a enterar nunca de nada a través de ella y aunque conocía mucho a la mujer en cuestión, refiriéndose a mí, nunca le revelaría la identidad del caballero. No es necesario decir que nada de esto era verdad, pero tampoco había perjuicio alguno para él, puesto que yo nunca conté lo ocurrido a nadie.

Eran muchas las ideas que se anidaban en mi cabeza acerca de una nueva entrevista con el caballero y muchas veces lamenté haberle opuesto mi negativa. Estaba segura que de haberlo visto y haberle hecho saber que estaba enterada de su nombre, hubiese obtenido no pocas ventajas por su parte, y quizás incluso alguna pequeña pensión. Aunque ello hubiese representado una existencia no exenta de zozobras, por lo menos no habría estado tan llena de peligros como la que había llevado hasta aquellos momentos.

Sin embargo, estos pensamientos fueron desapareciendo y seguí negándome a verle, pero mi maestra siguió visitándolo a menudo y él se mostraba muy amable con ella haciéndole algún obsequio cada vez que la veía. En cierta ocasión ella lo encontró muy alegre y llegó a pensar que el vino se le había subido a la cabeza, y él permitiera ver a aquella mujer que, según dijo, tanto le había gustado aquella noche, de modo que mi maestra, que desde un principio apoyaba sus pretensiones, le dijo que puesto que mostraba tantos deseos, casi se inclinaba a su favor con tal de que lograra convencerme a mí. Añadió también que si se servía ir a su casa aquella noche, ella trataría de conseguirle una entrevista confiando en sus repetidas promesas de olvidar lo pasado.

Por tanto, mi maestra vino a verme y me refirió toda la conversación. Para abreviar diré que no tardó en arrancarme el consentimiento para algo de lo que estaba arrepintiéndome ya de haberme negado al principio, de modo que me, preparé para entrevistarme con él. Me vestí con todo el cuidado posible, puedo asegurarlo, y por primera vez utilicé algunos toques artísticos. Digo por primera vez, pues nunca había llegado a la bajeza de pintarme, no habiéndome faltado nunca la vanidad suficiente para creer que no tenía necesidad de ello.

El vino a la hora convenida, y tal como había dicho mi maestra y seguía siendo evidente, había estado bebiendo, aunque ni por asomo se acercaba a lo que podríamos calificar de embriaguez. Pareció muy contento de verme e inició una larga parrafada acerca del ya pasado asunto. Le presenté repetidas veces mis excusas y le aseguré que no tenía ningún propósito de coger nada cuando lo conocí y que no me había enfadado con él, pues lo tenía por un caballero de finos modales y no olvidaba sus insistentes promesas de mostrarse cortés conmigo.

Él alegó que había bebido mucho y que apenas sabía lo que hacía, y que de no haber sido por ello, nunca se hubiera permitido tomarse las libertades que se había tomado conmigo. Me aseguró que nunca había tocado más mujer que a mí desde que se había casado y que ello le causó una sorpresa; me dedicó cumplidos por haberle resultado tan agradable, y otras lindezas por el estilo, y tanto abundó en este tema que advertí que la conversación lo había puesto en camino de volver a hacer lo mismo. Pero lo atajé con brusquedad y juré que nunca había permitido que hombre alguno me tocase desde que murió mi marido, de lo cual hacía ya ocho años. Él dijo que me creía y añadió que mi amiga le había confiado esta intimidad y que esto era precisamente lo que le había dado tantos deseos de volver a verme, y que puesto que ya había truncado una vez su virtud conmigo, sin sufrir malas consecuencias, no corría peligro al aventurarse de nuevo. En resumidas cuentas, ello condujo a lo que yo esperaba y que no puede ser relatado.

Mi maestra lo había previsto lo mismo que yo, y por tanto lo llevó a una habitación en la que no había una cama, pero que daba a una alcoba en la que sí la había. Allí nos retiramos el caballero y yo para pasar la velada, y después de un rato, él se acostó y durmió toda la noche. Yo me retiré en seguida, pero por la mañana volví sin haberme vestido y me acosté a su lado el tiempo restante.

Por tanto, como aquí puede verse, el haber cometido una vez un delito constituye un lamentable antecedente para volver a perpetrarlo; todo remordimiento y reflexión se borran cuando la tentación redobla. Si no hubiese cedido ante él otra vez, su corrompido deseo se hubiera desvanecido, y es muy probable que nunca hubiera caído en él con nadie más, como no había hecho antes, como creo de veras.

Cuando se marchaba, le dije que esperaba que estuviese seguro de no haber sido robado otra vez. Me contestó que estaba tranquilo a este respecto y que volvía a confiar en mí, y metiéndose la mano en el bolsillo me dio cinco guineas, el primer dinero que ganaba de aquel modo desde hacía muchos años.

Volví a ser visitada por él, pero nunca se inclinó hacia una manutención regular, que es lo que a mí me habría agradado. En cierta ocasión, por cierto, me preguntó cómo me ganaba la vida. Yo le contesté con rapidez y le aseguré que nunca había hecho lo que hacía con él, sino que trabajaba como costurera y que apenas podía defenderme. Dije también que a veces hacía más de lo que podía y que mi trabajo era muy duro.

Pareció pesaroso al pensar que él había sido el primero en llevarme por aquel sendero, y me dijo que nunca había pensado hacer tal cosa. Le causaba cierta impresión haber sido la causa de su propio pecado y del mío también. A veces expresaba también tales reflexiones sobre el propio delito, y sobre sus particulares circunstancias con respecto a sí mismo, y explicaba cómo el vino lo había inducido a estas inclinaciones y cómo el diablo lo había conducido hasta aquel lugar y hallado un objeto para tentarle, y entonces se convertía en un tratado de moral.

Cuando estos pensamientos predominaban en él, se marchaba y a veces no volvía en un mes o aun más tarde, pero después, cuando se debilitaba su voluntad, la flaqueza volvía a vencer y entonces venía dispuesto a encenagarse de nuevo. Así vivimos algún tiempo, y aunque no me mantuvo con todas las de la ley, como suele decirse, nunca dejó de mostrarse generoso y darme lo suficiente para que pudiera vivir sin trabajar y, lo que era aún mejor, sin tener que volver a ejercer mi antiguo oficio.

Pero también este asunto tocó a su fin. Apenas transcurrido un año advertí que no venía tan a menudo y, por último, se marchó para siempre sin ninguna clase de despedida desagradable o desgarradora. Así concluyó aquel breve acto de mi existencia, que no tuvo para mí muchas consecuencias y que añadió mayor peso a mi remordimiento.

Sin embargo, durante aquel intervalo me quedé casi siempre en casa; por lo menos, como estaba bien provista no tuve ninguna aventura, o mejor dicho, no la tuve durante los tres primeros meses de dejarme él. Pero después, descubriendo que mis fondos empezaban a disminuir y no estando dispuesta a gastar mis reservas pensé otra vez en mi antiguo oficio y en dar un vistazo a las calles, y mi primer paso fue bastante afortunado.

Me había vestido con unas ropas muy sencillas. Como contaba con diversos atuendos para presentarme en público, me había puesto un traje de tela basta, un delantal azul y un sombrero de paja, y me había situado junto a la puerta de la «Posada de las Tres Copas», en St. John’s Street. Eran muchos los arrieros que acudían a aquella posada, y las diligencias que iban a Barnet, Totteridge y otras localidades paraban siempre en la calle al atardecer, mientras se disponían a partir, de modo que yo estaba dispuesta para aprovechar cualquier ocasión que pudiera presentarse. Mi intención era la siguiente: la gente suele llevar fardos y pequeños paquetes y utilizar a los mensajeros y las diligencias para que los transporten hasta sus puntos de destino en el campo, y es usual que esperen en ellas las mujeres, las esposas o las hijas de los faquines[14] para llevar los paquetes a las personas que emplean sus servicios.

Aunque parezca extraño, ocurrió que mientras yo esperaba junto a la entrada de la posada, una mujer que hasta entonces también había estado allí, y que era la esposa de un mozo perteneciente a la diligencia de Barnet, al observar mi presencia me preguntó si esperaba alguna de las diligencias. Le contesté que sí, que esperaba a mi señora que venía para marcharse a Barnet. Preguntóme quién era mi dueña y yo repliqué el primer nombre que pasó por mi cabeza pero, al parecer, acerté el nombre de una familia que vivía en Hadley, casi al lado de Barnet.

No le dije nada más, ni ella a mí durante un buen rato, pero después, al llamarla alguien desde una puerta cercana, me rogó que si alguien preguntaba por la diligencia de Barnet me acercara y la avisara desde la puerta de la casa, que me pareció ser una taberna. Contesté que lo haría con mucho gusto y ella se alejó.

Apenas se hubo marchado llegó una criada con un niño, jadeando y sudando, y preguntó por la diligencia de Barnet. Yo contesté en seguida:

—Es aquí.

—¿Eres de la diligencia de Barnet? —inquirió.

—Sí, querida —contesté yo—. ¿Qué se te ofrece?

—Quiero dos plazas para dos viajeros.

—¿Y dónde están? —le dije.

—Ahí está la niña. Me harás un favor si la metes dentro del coche, mientras yo voy a buscar a mi señora.

—Pues date prisa, querida —dije—, pues esto no tardará en llenarse.

La criada llevaba un gran fardo debajo del brazo.

Dejó a la niña en el carruaje y yo le advertí:

—Será mejor que dejes también este paquete.

—No —contestó—, tengo miedo de que alguien pudiera quitárselo a la niña.

—Déjamelo a mí, pues —sugerí—, y yo lo guardaré.

—Está bien, pero ten mucho cuidado.

—Respondería de él, aunque valiera veinte libras —dije.

—Tómalo, pues dijo la criada antes de marcharse.

Apenas tuve el fardo en mi poder y la criada se perdió de vista, me dirigí a la taberna en la cual se hallaba la mujer del faquín, pues de haberla encontrado me hubiese limitado a entregarle el paquete y a pasarle el recado como si yo me dispusiera a marcharme y no pudiera quedarme por más tiempo, pero como no di con ella, me marché de allí y adentrándome en Charterhouse Lane, atravesé Charterhouse Yard, entré en Long Lane, después me metí en Bartholomew Close, crucé Little Britain, y pasando por el Hospital Bluecoat llegué a Newgate Street.

Para evitar que alguien me reconociera, me despojé de mi delantal azul y con él envolví el fardo, que estaba cubierto con un trozo de percal estampado muy chillón. Metí también en el fardo el sombrero de paja y me puse el lío sobre la cabeza, precaución que resultó muy acertada, pues al pasar delante del Hospital Bluecoat, me topé nada menos que con la criada que me había confiado el paquete. Al parecer, se dirigía con su señora, a la que había ido a buscar, hacia la diligencia de Barnet.

Vi que caminaba apresuradamente y yo no tenía interés alguno en detenerla. Por tanto, se alejó y yo llegué muy sana y salva a mi casa para entregar el fardo a mi maestra. No contenía dinero, ni plata ni joyas, pero sí un soberbio traje de damasco indio, una bata y unas enaguas, una cofia y unos encajes de Flandes, con bastante ropa interior y otros artículos cuyo valor supe apreciar.

Esta artimaña no era invento mío, sino que me la explicó cierta persona que la había practicado con éxito, y mi maestra se complació mucho con ella. En realidad, la llevé a cabo varias veces, aunque nunca la repetí en el mismo lugar. La vez siguiente la probé en «White Chapel», en la esquina de Petticoat Lane, donde paran los carruajes que van a Stratford and Bow y sus alrededores, y otra vez en el «Flying Horse», junto a Bishopgate, donde esperaban entonces las diligencias de Cheston. Y siempre tuve la fortuna de volver a casa con algún botín.

En otra ocasión me situé frente a un almacén del muelle donde atracan los barcos del Norte, de Newcastle-upon-Tyne, Sunderland y otros lugares. Una vez allí y estando cerrado el almacén llegó un joven con una carta y reclamó una caja y un cesto procedentes de Newcastle-upon-Tyne. Le pregunté si tenía los comprobantes necesarios y él me enseñó la carta que debía servirle para reclamarlos y una relación del contenido. La caja estaba llena de ropa blanca y el cesto contenía cristalería. Leí la carta y tuve buen cuidado en fijarme en el nombre, las marcas, el nombre de la persona que remitía el género y el del que tenía que recibirlo, y rogué al joven que volviera por la mañana, puesto que el encargado del almacén no volvería en toda la noche.

Me alejé de allí en seguida y después de obtener recado de escribir en una posada, redacté una carta de míster Richardson, Newcastle, a su querida prima Jemmy Cole, en Londres, con una lista de lo que mandaba en aquel barco, pues recordaba al dedillo todos los detalles: tantas piezas de alemanisco[15], tantas años de tejido de Holanda en una caja y un cesto de vasos de cristal fino de la cristalería de míster Henzill, indicando también que la caja ostentaba la marca I. C. No. 1, y que el cesto llevaba la dirección en una etiqueta atada al mismo. Una hora más tarde, volví al almacén, busqué al guardián y, sin escrúpulo alguno, logré que el envío en cuestión pasara a mi poder. El valor de las ropas de lino era de unas veintidós libras.

Podría llenar todo este libro con gran variedad de aventuras parecidas, con nuevos trucos inventados casi a diario y que yo ponía en práctica con gran destreza, y siempre con buenos resultados.

Por fin, como el cántaro que se rompió de tanto ir a la fuente, me metí en algunos líos de poca importancia que, a pesar de no afectarme de un modo fatal, me dieron a conocer, lo cual, después de ser reconocida como culpable, era lo peor que pudiera sucederme.

Había adoptado un disfraz a base de unas tocas de viuda; no tenía ningún designio especial, pero esperaba lo que pudiera presentarse, como tan a menudo solía hacer. Y ocurrió que mientras pasaba por la calle en Covent Garden, se oyeron unos grites estridentes de: «¡Al ladrón! ¡Al ladrón!». Al parecer, algunas artistas habían hecho una jugarreta a un tendero y, al verse perseguidas, unas tomaron una dirección y las demás otra. Según dijeron, una de ellas llevaba ropas de luto, como si fuera una viuda, por lo cual la muchedumbre la emprendió conmigo y mientras algunos decían que yo era la culpable, otros aseguraban que no. Acudió inmediatamente el dependiente del mercero y juró en voz alta que yo era la persona que andaba buscando y se apoderó de mí. Sin embargo, cuando llegué arrastrada por la multitud a la tienda del mercero, él dijo con toda seguridad que yo no era la mujer que había estado en su tienda, y me habría soltado en seguida si otro individuo no hubiera dicho gravemente:

—Es mejor esperar que vuelva el dependiente, pues él la ha reconocido.

Por tanto, me retuvieron allí a la fuerza durante casi media hora.

Habían llamado a un alguacil y éste se quedó en la tienda custodiándome. Hablando con él le pregunté dónde vivía y a qué se dedicaba. Sin poder prever lo que ocurriría después, el hombre me dijo su nombre y su oficio, así como su dirección, y con un gesto de desafío añadió que ya tendría ocasión de saber su nombre cuando ingresara en «Old Bailey».

También algunos de los dependientes se insolentaron conmigo y me costó bastante trabajo lograr que me quitaran las manos de encima. Cierto es que el propietario se mostró mucho más cortés que ellos, pero no me permitió marcharme a pesar de que aseguraba no poder decir que yo hubiera estado antes en su tienda.

Empecé a mostrarme indignada y le dije que esperaba que no tomase a mal que yo adoptara medidas legales contra él en otra ocasión y que deseaba poder mandar a buscar a ciertos amigos míos para que se me hiciera la debida justicia. Me replicó que no podía concederme aquella libertad y que podría reclamarla cuando compareciese ante el juez. Añadió que, en vista de mis amenazas, se ocuparía de mí y que me pondría a buen recaudo en Newgate. Le dije que él tenía los triunfos en la mano en aquellos momentos, pero que no tardarían en volverse las tornas, y dominé mi carácter tan bien como me fue posible. Sin embargo, pedí al policía que llamase a un faquín, cosa que cumplió, y entonces pedí pluma, tinta y papel, pero no me entregaron ninguna de las tres cosas. Pregunté al mensajero su nombre y sus señas, y el pobre hombre me contestó de buen grado. Le rogué que observara y recordase el modo como yo era tratada allí y que se fijara en que me retenían por la fuerza. Añadí que desearía su testimonio en otro lugar y que él no saldría perdiendo al hablar. El mensajero dijo que me serviría con su mejor voluntad.

—Pero, señora —me dijo—, quisiera oír cómo se niega a dejaros marchar, de este modo podría hablar después con mayor claridad.

Al oír estas palabras, me dirigí en voz alta al dueño de la tienda, diciéndole:

—Caballero, en el fondo de vuestra conciencia sabéis que yo no soy la persona que andáis buscando y que no he estado antes en vuestra tienda. Por tanto os exijo que no me retengáis por más tiempo. De lo contrario, servíos explicar el motivo de mi detención.

El hombre pareció más enojado que nunca al oír mi demanda y contestó que no haría nada hasta que lo creyese conveniente.

—Muy bien —dije, dirigiéndome al policía y al faquín—, me haréis el favor de recordar estas palabras en una futura ocasión, caballeros.

El faquín asintió y el policía demostró su preocupación y quiso persuadir al mercero para que le permitiera marcharse y me soltase a mí, puesto que, como él mismo había dicho, no creía que yo fuese la persona buscada.

—Mi buen señor —le dijo el mercero con tono insultante—, ¿sois el juez o un sencillo alguacil? Yo os he encargado su custodia y os ruego que cumpláis con vuestro deber.

Un poco turbado, pero con gran dignidad, el alguacil le contestó:

—Sé cuál es mi deber y quién soy yo, señor, pero dudo que vos sepáis lo que estáis haciendo.

Cambiaron otras palabras ásperas y, entretanto, un dependiente atrevido y de baja estofa me maltrató bárbaramente, y otro, el mismo que me había detenido, con el pretexto de registrarme, me puso las manos encima. Le escupí en pleno rostro, llamé al alguacil y le rogué que tomara nota de los malos tratos que se me habían infligido.

—Os ruego, señor alguacil —le dije—, que toméis también el nombre de este villano.

Mientras hablaba señalaba a aquel hombre. El alguacil lo reprendió como es debido y le dijo que no sabía lo que estaba haciendo, puesto que su amo reconocía que yo no era la mujer que había estado en su tienda.

—Mucho me temo —añadió el alguacil— que vuestro dueño se esté metiendo en un buen lío y me arrastre a mí con él, si esta dama llega a probar quién es y resulta que no es la mujer que pretendéis.

—¡Al diablo con ella! —replicó aquel individuo, con una mueca insolente de enojo—. Es ella, podéis estar seguro. Juraré que es la misma que se hallaba en la tienda y que yo le entregué las piezas de satén que hizo desaparecer con sus propias manos. Ya se enterará cuando míster William y míster Anthony, los otros empleados, vuelvan. Ellos la reconocerán tan bien como yo.

En el mismo instante en que aquel granuja estaba diciéndole estas palabras al alguacil, entraron los mencionados míster William y míster Anthony, y con ellos una considerable multitud entre la que figuraba la auténtica viuda por la que me habían tomado. Entraron sudorosos y dando voces en la tienda, con grandes gestos de triunfo, arrastrando a la desdichada, sin hacer caso de su amo, que se hallaba en la trastienda, y exclamando en voz alta:

—¡Aquí está la viuda, señor!

—¿Qué significa esto? —dijo el propietario—. Pero si ya la tenemos aquí y éste jura que se trata de ella.

El otro dependiente, el que se llamaba míster Anthony, replicó:

—Míster John puede decir lo que quiera y jurar lo que le venga en gana, pero ésta es la mujer y aquí está el resto del satén que ha robado. Lo saqué de entre sus ropas con mis propias manos.

Yo seguía sentada e inmóvil y mi corazón empezaba a tranquilizarse, pero me limité a sonreír y guardé silencio. El dueño de la tienda había palidecido y el alguacil dio media vuelta y me miró.

—Dejadlos, señor alguacil —dije—, dejadlos continuar.

El caso era flagrante y no podía ser negado, por lo que el alguacil hubo de hacerse cargo de la verdadera ladrona y el mercero me dijo con gran cortesía que lamentaba el error y que esperaba que yo no lo tomaría por las malas. Dijo también que cada día les ocurrían tantos casos de esta índole que no se les podía culpar por mostrarse tan severos al tomarse la justicia por su mano.

—¿Que no lo tome a mal, caballero? —exclamé—. ¿Pues de qué modo he de tomarlo? Si me hubierais permitido marcharme cuando vuestro insolente empleado me detuvo en la calle y me trajo a vuestra presencia y cuando vos mismo reconocisteis que yo no era la persona que buscaban, lo hubiera pasado por alto sin tomarlo en serio, debido a los muchos sinsabores que sin duda tenéis que soportar cada día, pero vuestro comportamiento ha sido insoportable y en especial el de vuestro empleado. Por esto exigiré y obtendré una reparación.

Entonces él empezó a parlamentar conmigo y dijo que me concedería cualquier satisfacción razonable, cosa que haría de buen grado si yo le hubiese contestado qué era lo que de él esperaba. Le contesté que yo no podía erigirme en mi propio juez y que la ley decidiría en mi lugar y que como pensaba exponer mis quejas ante un magistrado, ya tendría ocasión de oír allí lo que yo pensaba declarar. Me dijo que no había motivo para acudir a la justicia toda vez que estaba ya en libertad para ir donde quisiera y, acto seguido, llamó al alguacil y le indicó que podía dejarme marchar, pues estaba libre de toda culpa. El alguacil le habló con calma:

—Señor, acabáis de decirme que yo no era un juez, sino un sencillo alguacil, y me habéis pedido que cumpliera con mi deber haciéndome cargo de esta dama como prisionera. Ahora, señor, me doy cuenta de que sois vos quien ignoráis cuál es mi deber, pues queréis convertirme en juez, pero debo deciros que esto no entra en mis atribuciones. Puedo retener a un preso cuando alguien me lo confía, pero tan sólo la ley y el magistrado pueden dejar en libertad al preso. Por tanto, estáis en un error, caballero, pues he de hacerla comparecer ante un juez ahora mismo, tanto si os agrada como si no.

De momento, el mercero se mostró muy arrogante con el alguacil, pero no siendo éste un funcionario pagado, sino un hombre recto y acomodado, pues tengo entendido que se trataba de un tratante en cereales, así como una persona de sentido común, se mantuvo en sus trece y se negó a dejarme en libertad sin antes comparecer ante un juez de paz, y yo también insistí en este punto.

Cuando el mercero advirtió esta actitud, dijo:

—Bien, podéis llevarla donde os plazca.

—Señor —dijo el policía—, vos vendréis con nosotros, sois vos quien ha presentado la denuncia.

—No, yo no vendré —protestó el tendero—. Ya os he dicho que no tengo nada que ver con ella.

—Os ruego, señor, que me acompañéis —insistió el policía—, y lo deseo en bien vuestro, pues el juez no podría hacer nada sin vuestra presencia.

—Y yo os ruego, amigo —dijo el mercero—, que os ocupéis de vuestros asuntos. Os repito que nada tengo que decir a esta dama y, en nombre del rey, os encargo que la dejéis en libertad.

—Señor —dijo el alguacil—, por lo que veo ignoráis lo que significa ser alguacil. Os ruego que no me obliguéis a mostrarme descortés con vos.

—No creo que sea necesario, bastante lo estáis siendo ya —replicó el tendero.

—No, señor —dijo el alguacil—, no soy descortés. Sois vos quien habéis faltado a la ley al detener a esta honrada mujer en plena calle, cuando ella no molestaba a nadie, y al retenerla en vuestra tienda permitiendo que vuestros dependientes la maltrataran. ¿Cómo os atrevéis a decir que soy yo el descortés? Bastante paciencia estoy demostrando al no ordenaros, en nombre del rey, que vengáis conmigo y al no pedir ayuda para llevaros a la fuerza. Bien sabéis que no me faltan atribuciones para hacerlo, pero me abstengo y, una vez más, os ruego que vengáis conmigo.

A pesar de ello, el tendero siguió negándose e insultó al alguacil con muy malos modales. Pero el alguacil supo contenerse y no perdió la serenidad. Por fin intervine yo, diciendo:

—Vamos, señor alguacil, dejadlo. Ya encontraré yo el medio de obligarlo a comparecer ante un magistrado, no temáis. Pero ahí está ese hombre que me detuvo cuando yo paseaba inocentemente por la calle y vos sois testigo de las violencias que ha cometido conmigo desde entonces. Solicito vuestro permiso para presentar mi denuncia y conducirlo ante la justicia.

—Sí, señora —dijo el alguacil. Y dirigiéndose al individuo, le ordenó:

—Venid, joven, tenéis que acompañarnos. Espero que no ignoréis las atribuciones del alguacil, aunque vuestro amo finja ignorarlas.

El dependiente tomó el aspecto de un ladrón que acaba de ser sentenciado y retrocedió unos pasos. Miró a su patrono como si pudiera ayudarle, pero el tendero, como un estúpido, alentó al joven para que se negara a obedecer. El dependiente opuso verdadera resistencia al alguacil y cuando éste quiso cogerlo lo empujó con todas sus fuerzas, en vista de lo cual el alguacil lo derribó y pidió auxilio, y en el acto la tienda fue invadida por el gentío y el alguacil arrestó al dueño y a aquel empleado y a todos los dependientes.

Lo peor del caso fue que la mujer que antes habían detenido y que era la verdadera ladrona se escabulló entre la multitud, cosa que imitaron otras dos que también habían sido detenidas, aunque no sé si eran o no culpables.

Entretanto, habiendo acudido algunos vecinos que se enteraron a fuerza de preguntas de lo ocurrido, procuraron que el enfurecido tendero recuperase su sentido común y, al final, comparecimos todos ante el juez, seguidos por una multitud de unas quinientas personas. Durante todo el trayecto pude oír cómo la gente preguntaba qué había sucedido y cómo otros contestaban diciendo que un mercero había detenido a una dama confundiéndola con una ladrona, y que después habían capturado a la ladrona, y que entonces la dama había hecho detener al mercero y lo llevaba ante el juez. Aquello agradaba a la gente y hacía que el cortejo aumentara, y mientras avanzaba se oían gritos de: «¿Quién es la ladrona?», y «¿Quién es el mercero?», en especial por parte de las mujeres. Después, cuando supieron quién era, empezaron a vociferar: «¡Es él! ¡Es él!», y de vez en cuando alguien le arrojaba una pella de barro. Así caminamos durante un buen rato, hasta que el mercero se vio obligado a suplicar al alguacil que pidiera un carruaje para protegerse de la chusma.

Por consiguiente, el alguacil y yo, así como el tendero y su empleado, seguimos el viaje en coche.

Cuando nos presentamos ante el juez, que era un caballero de Bloomsbury ya muy entrado en años, el alguacil hizo un relato sucinto del suceso y el juez me rogó que hablase y dijera todo cuanto tenía que decir. Primero, me preguntó mi nombre, cosa que me incomodó en gran manera, pero que no pude evitar, y tuve que contestarle que me llamaba Mary Flanders, que era viuda, que mi marido había sido capitán de barco y que había muerto en un viaje a Virginia, añadiendo otras circunstancias que él nunca pudiera desmentir, y que vivía actualmente en la ciudad con una amiga a la que nombré, y que me disponía a marchar a América donde mi difunto marido tenía su patrimonio. Añadí que aquel día iba a comprarme ropas de alivio de luto, pero que cuando aún no había entrado en la tienda, aquel individuo (señalando al dependiente del mercero) se abalanzó sobre mí con tanta furia que me dio un gran susto, y me llevó a la tienda de su amo, donde, aunque éste reconoció que yo no era la persona que buscaban, no quiso dejarme marchar y me denunció a un alguacil.

Después procedí a relatar los malos tratos que había recibido del empleado y cómo se negaron a que yo enviase a buscar a alguno de mis amigos, cómo después consiguieron capturar a la verdadera ladrona y hallaron encima de ella los géneros robados, y todos los demás detalles.

Después el alguacil explicó su diálogo con el mercero con respecto a mí y, por último, la negativa del dependiente a acompañarle y los ánimos que le había dado su amo para que se resistiera, el ataque llevado a cabo contra él y todo lo que ya he contado.

El juez escuchó después al tendero y a su empleado. El tendero pronunció una larga perorata acerca de las grandes pérdidas que sufría cada día a causa de ladrones y descuideros, alegando que un error era fácil de cometer y que cuando se enteró de la verdad quiso dejarme en libertad. En cuanto al empleado, tuvo muy poco que decir, peto aseguró que otro empleado le había dicho que yo era la ladrona que andaban buscando.

Al terminar el interrogatorio, el juez me dijo con gran cortesía que yo quedaba en libertad, que lamentaba muchísimo que el empleado del mercero hubiese demostrado tan poca discreción en su afanosa búsqueda como para tomarme por la culpable, y que creía que de no haberse mostrado ellos tan injustos al retenerme, yo les habría perdonado la primera afrenta. No obstante, no se hallaba en su poder concederme reparación alguna, excepto afearles su conducta, cosa que pensaba hacer, pero que suponía que yo recurriría a los métodos previstos por la ley. Entretanto, él cuidaría de darles curso.

Pero en cuanto al delito cometido por el dependiente, me aseguró poder darme satisfacción inmediata, puesto que debía mandarlo a Newgate por atacar a un alguacil y también por maltratarme a mí.

Por consiguiente, mandó al individuo a Newgate por aquellas fechorías y su amo pagó una fianza, y con ello terminó la audiencia. Yo tuve la satisfacción de ver cómo la muchedumbre que los estaba esperando a los dos les increpaba y arrojaba piedras e inmundicias a los carruajes que se los llevaban. Seguidamente volví a casa para reunirme con mi maestra.

Cuando conté la historia a mi maestra, se echó a reír.

—¿Por qué tanta alegría? —pregunté—. Esa historia no es tan graciosa como parece. Tened la seguridad de que he pasado mis angustias, y miedo también, al hallarme a la merced de aquella pandilla de rufianes.

—¡Qué risa! —exclamó mi maestra—. Me río, criatura, de la suerte que tenéis. Pero si este asunto es el mejor negocio que habéis encontrado en vuestra vida, si sabéis manejarlo… Os aseguro que lograréis que el mercero os pague quinientas libras por daños y perjuicios, aparte de lo que saquéis del dependiente.

Yo pensaba de un modo muy distinto, especialmente porque había dado mi nombre al juez y sabía que mi nombre era tan conocido entre la gente de Hicks’s Hall, de Old Bailey y de otros lugares por el estilo, que si mi asunto era juzgado en público y mi nombre salía a relucir, ningún tribunal me otorgaría reparaciones debido a mi reputación. Sin embargo, me veía obligada a iniciar una querella en toda forma y, por tanto, mi maestra me buscó un individuo adecuado para llevar el asunto, puesto que era un abogado de alta categoría y de excelente reputación. Desde luego, no se puede negar que estuvo muy acertada, pues si hubiera contratado los servicios de algún abogadillo de tres al cuarto, desconocido o de mala reputación, poco hubiera podido sacar yo de aquel asunto.

Me entrevisté con el letrado y le di todos los detalles como los he referido ya antes, y él me aseguró que se trataba de un caso muy sólido y que no cabía duda de que el jurado tendría que concederme daños y perjuicios muy considerables. Por tanto, después de tener en cuenta todos los detalles, inició la querella, y el mercero, al ser detenido, depositó una fianza. Pocos días después fue a ver a mi abogado, acompañado por el suyo, para notificarle que deseaba llegar a un arreglo. Manifestó que todo había sido consecuencia de un desdichado arrebato, que yo tenía una lengua tan viperina como provocadora y que había sabido usarla burlándome de ellos e insultándolos incluso cuando se convencieron de que yo era inocente, y que yo los había incitado, y otras cosas por el estilo.

Mi letrado maniobró con mucha habilidad a mi favor. Les hizo creer que yo era una viuda acaudalada, muy capaz de hacerme justicia, y que contaba también con amigos influyentes que me apoyarían; que éstos me habían hecho prometer que seguiría el asunto hasta el final, y que aunque me costara mil libras no vacilaría en obtener una satisfacción, pues las afrentas recibidas eran inadmisibles.

No obstante, ellos persuadieron a mi abogado para que les prometiera que él no enconaría la cuestión, que si yo me inclinaba hacia un arreglo él no se opondría, y que me convencería de que era mejor la paz que la guerra, por todo lo cual él no saldría perdiendo nada. El letrado me lo contó todo honradamente y me dijo que si intentaban sobornarlo no dejaría de decírmelo, pero, en resumidas cuentas, me dijo que, en su opinión, era mejor llegar a un acuerdo con ellos, pues estaban muy asustados y tenían grandes deseos de conseguir un arreglo. Sabiendo que tendrían que cargar con las costas del juicio, él creía que me darían de buen grado más de lo que cualquier tribunal podía obligarles a pagar. Le pregunté cuál era su opinión acerca de la cantidad que estaban dispuestos a abonarme, y él me dijo que no podía satisfacer mi curiosidad respecto a este punto, pero que me podría informar mejor cuando, viera otra vez al otro letrado. Poco tiempo después lo visitaron de nuevo para saber si había hablado conmigo. Les contestó afirmativamente y explicó que no me había juzgado tan adversa a un arreglo como lo eran algunos de mis amigos, que no perdonaban el insulto que se me había infligido y me apoyaban, y que ellos eran los que atizaban el fuego y me instaban a vengarme si no se me hacía justicia, como ellos solían decir. Por consiguiente, no sabía qué contestarles, pero les aseguró que haría todo lo que estuviera en su mano para convencerme, con la condición de saber qué dase de proposición podía ofrecerme. Ellos fingieron que no podían hacer ninguna propuesta porque cabía la posibilidad de que fuese utilizada en contra suya y mi letrado replicó que, del mismo modo, él tampoco podía hacer ninguna oferta, pues ello podría redundar en perjuicio de la indemnización que el jurado se viera inclinado a decidir. Sin embargo, después de una larga conversación y de mutuas promesas de que ninguno de los dos bandos aprovecharía las ventajas de lo que se conviniera en aquella o en otra reunión, llegaron a una especie de acuerdo, pero eran tan distintos los dos puntos de vista que poco o nada cabía esperar de él. Mi abogado pidió 500 libras y las costas, y ellos ofrecieron 50 sin costas, de modo que las negociaciones quedaron rotas y el mercero pidió tener una entrevista conmigo, a lo que mi abogado accedió prontamente.

El letrado me recomendó que asistiera a esta entrevista con mis mejores ropas y con toda compostura para que el tendero pudiera ver que yo era más de lo que aparentaba el día en que me aprehendió. Por consiguiente, me presenté con un traje nuevo de alivio de luto, siguiendo la pauta de lo que había explicado al juez. Me adorné también, tanto como podía permitir a una viuda el alivio de luto, y mi maestra me prestó un soberbio collar de perlas que se cerraba por detrás con un broche de diamantes y que tenía empeñado, y colgué a mi costado un reloj de oro de muy buena calidad, de modo que, en una palabra, hacía muy buena figura. Además, esperé que ellos hubiesen llegado y me presenté en un carruaje, acompañada de mi doncella.

Cuando entré en la habitación, el mercero se quedó atónito. Se levantó y me hizo una reverencia que fingí no ver. Me senté donde me indicó mi letrado, pues nos hallábamos en su casa. Al poco rato, el mercero me confesó que apenas me había reconocido, y empezó a dedicarme una serie de cumplidos. Le repliqué que fue antes cuando no me reconoció y que, de haberlo hecho, estaba segura de que no me habría tratado como lo hizo.

Me aseguró que él lamentaba muchísimo lo que había ocurrido y que precisamente para testimoniarme su buena disposición en cuanto a ofrecerme una reparación había solicitado aquella entrevista. Añadió que esperaba que yo no llevase el asunto hasta un límite extremo, cosa que no sólo podía significar una cuantiosa pérdida para él, sino también ser la ruina de su tienda y negocio, en cuyo caso yo tendría la satisfacción de haber devuelto una injuria con un perjuicio diez veces mayor. Pero en este último caso yo no obtendría nada, en tanto que su intención consistía en hacerme toda la justicia posible sin que ni él ni yo nos viéramos metidos en las tribulaciones y en los gastos de un proceso.

Le contesté que me alegraba de oírle hablar con un buen sentido tan distinto al que había empleado la otra vez; que era verdad que en muchos casos de afrenta el arrepentimiento bastaba para servir de satisfacción, pero que aquello había ido demasiado lejos para ser considerado como un caso ordinario; que yo no era vengativa ni buscaba su ruina, ni la de ninguna otra persona, pero que mis amigos se mostraban unánimes en no permitirme una negligencia como sería la de dar por liquidado un asunto de tal índole sin una suficiente reparación de mi honor; que ser tomada por una ladrona era una indignidad que no podía ser pasada por alto; que nunca había sido tratada de aquel modo por nadie que me conociera y que, aun reconociendo que debido a mi viudez había pasado una temporada de negligencia y descuido en cuanto a mi persona y ello me hubiera podido hacer pasar por lo que no era, siempre quedaban los malos tratos que recibí después… A continuación enumeré todos los detalles que he contado antes, añadiendo que eran tan irritantes que no sabía cómo tenía paciencia para repetirlos.

Él lo admitió todo y se mostró muy humilde. Me hizo proposiciones muy interesantes, llegando hasta las 100 libras y al pago de todos los gastos, y añadió que me haría un suntuoso obsequio consistente en ropas. Yo subí hasta 300 libras y exigí que se publicara una aclaración de lo sucedido en los periódicos de mayor divulgación.

Era ésta una cláusula que él no podía aceptar en modo alguno. Sin embargo, por fin y gracias a la intervención de mi abogado, llegó a las 150 libras y un traje de seda negra. Yo accedí, y allí mismo, a petición de mi abogado, cumplió mis condiciones, pagó al letrado sus honorarios y los gastos, e incluso acabó ofreciéndonos una buena cena.

Cuando fui a cobrar el dinero, me hice acompañar por mi maestra ataviada como una anciana duquesa y por un caballero muy bien trajeado que fingía cortejarme, pero al que yo llamaba primo. El letrado cuidó de insinuar que aquel caballero aspiraba a casarse conmigo.

El mercero nos trató con gran esplendidez y pagó la suma con harta satisfacción, a pesar de que el asunto le costó sus buenas 200 libras o más. En el transcurso de nuestra última entrevista, cuando todo estuvo acordado, se puso sobre el tapete el asunto del dependiente, y el tendero suplicó con gran insistencia en su favor. Me dijo que se trataba de un hombre que había poseído una tienda de su propiedad y había gozado de cierta prosperidad; que tenía una esposa y varios hijos y que era muy pobre, y que no tenía nada para poder ofrecerme una reparación, pero que vendría a pedirme perdón de rodillas si yo así lo deseaba. Aquel insolente pícaro no me preocupaba y su humillación no significaba nada para mí, puesto que no podía sacar nada de él. Por tanto, poco importaba que me mostrara generosa con él. Dije que no deseaba la ruina de ningún hombre y que, por consiguiente, accediendo a sus peticiones, perdonaría al mozo, pues la venganza era algo que se hallaba muy por debajo de mí.

Cuando estábamos cenando trajo al desdichado para que me diera las gracias, cosa que hizo con tanta humildad como insultante era la altivez que había empleado al injuriarme, y así como en la ofensa fue un ejemplo de total bajeza de espíritu, crueldad e inflexibilidad aprovechando su ventajosa situación, en su aflicción se mostró un dechado de abyección y de cobardía. En consecuencia, rechacé sus adulaciones, le dije que lo perdonaba y le rogué que se retirase, pues a pesar de mí perdón su presencia no me era nada agradable.

Mi situación era entonces muy satisfactoria y ojalá hubiera sabido retirarme de mis actividades. Mi maestra solía decir que yo era la ladrona más rica de Inglaterra, y bien puede creerse, ya que poseía 700 libras en metálico, aparte de vestidos, anillos, algo de vajilla y dos relojes de oro, todo ello robado, pues aparte de los que he mencionado, había cometido innumerables hurtos. ¡Ah, si hubiera tenido entonces la gracia del arrepentimiento, aún hubiera estado a tiempo de repudiar mis locuras y de ofrecer alguna reparación por ellas! Pero la satisfacción que tenía que dar por los delitos que había cometido, tenía que esperar aún, y me costaba tanto evitar la tentación de salir a ganarme la vida, como yo solía decir, como en los tiempos en que la necesidad me obligaba de veras a ir a buscarme el pan.

No pasó mucho tiempo después del asunto del mercero cuando me eché a la calle con un equipo muy distinto de los que había utilizado hasta entonces. Me disfracé de mendiga con los harapos más desaliñados y toscos que pude encontrar y merodeé atisbando y escuchando ante todas las ventanas y las puertas que encontraba a mi paso, y tales fueron mis aprietos que aprendí a comportarme mucho peor de lo que había hecho hasta entonces. Como es natural, aborrecía aquellos harapos y la suciedad. Estaba acostumbrada a la limpieza y al orden y no podía cambiar, fuera cual fuese mí condición. Por consiguiente, aquél fue el disfraz más desagradable que me había puesto. Llegué a decirme que no me serviría de nada, pues aquel atuendo atemorizaba e intimidaba a todo el mundo y creí que todos me miraban como temiendo que me acercase a ellos por si les hurtaba algo y también por si les contagiaba algún parásito o alguna enfermedad. La primera vez que salí vagué toda la tarde sin conseguir nada y volví a casa mojada, dolorida y fatigada. Sin embargo, volví a salir la noche siguiente y tuve una pequeña aventura que estuvo a punto de costarme cara. Mientras me hallaba junto a la puerta de una taberna, llegó un caballero montado en su caballo y se apeó ante la puerta. Como iba a entrar en la taberna, llamó a un mozo para que le vigilase el caballo. Estuvo mucho rato dentro y el mozo oyó que su amo lo estaba llamando y pensó que se enojaría con él. Al verme a mí a su lado, me hizo gesto de que me acercara.

—Venid, buena mujer —me dijo—, sostened un rato ese caballo mientras yo entro. Cuando salga el caballero os dará algo.

—Sí —contesté yo.

Pero empuñando las riendas, me alejé de allí tranquilamente con el caballo y lo llevé a mi maestra.

Aquello podía ser un botín para los que hubieran entendido en tales menesteres, pero nunca hubo desdichado ladrón tan confuso ante lo que tenía que hacer con lo que había robado, pues cuando llegué a casa mi maestra se quedó de una pieza y ninguna de las dos sabía qué hacer con el animal. Llevarlo a un establo era un trabajo inútil, pues era seguro que la noticia sería publicada en la Gaceta, junto con la descripción del caballo, de modo que no nos atreveríamos a ir a recogerlo.

La única solución para aquella infortunada aventura consistía en llevar el caballo a una posada y enviar un mensajero con una nota a la taberna diciendo que el caballo del caballero que se extravió a tal hora había sido abandonado en tal posada y que podía ser recogido allí, y que la pobre mujer que cuidaba de él, habiéndosele escapado en la calle, no pudo devolverlo y lo dejó allí. Hubiéramos podido esperar hasta que el propietario publicase un anuncio y ofreciera una recompensa, pero no quisimos arriesgarnos a ir a cobrarla.

Por consiguiente, aquello fue y no fue un robo, pues poco se perdió con ello y nada se ganó. Yo estaba ya bastante harta de salir vestida de mendiga. No me ofrecía ninguna compensación y creía además que el disfraz resultaba ominoso y de mal agüero.

Cuando utilizaba aquel disfraz, me tropecé con una pandilla de individuos de la peor calaña que me había echado en cara hasta entonces, y pude conocer algo de sus actividades. Eran monederos falsos y me hicieron proposiciones con sustanciosos beneficios para mí, pero la tarea que pensaban asignarme era la más peligrosa. Se trataba de manejar el troquel, como ellos llamaban a dicha operación, y ello, de haber sido detenida, hubiera significado la pena de muerte, y además en la estaca, es decir, ser quemada viva en una estaca, de modo que a pesar de que mi aspecto fuese el de una mendiga y aunque me prometieron montañas de oro por mis servicios, no pudieron convencerme. Es verdad que de haber sido una mendiga auténtica o si me hubiera sentido tan desesperada como cuando comencé, tal vez hubiéramos llegado a un trato, pues, ¿qué puede importarle la muerte al que no sabe cómo vivir? Pero en aquellos momentos mi situación no era tan grave y yo no estaba dispuesta a correr riesgos tan terribles. Además, sólo el pensar en ser quemada atada a una estaca me llenaba de terror, me helaba la sangre y me rodeaba con un hálito en el que no podía pensar sin echarme a temblar.

Aquello puso también punto final a mi disfraz, pues no me agradó la propuesta, aunque a ellos no se lo dije y les di la impresión de que me agradaba, e incluso les prometí volver a verlos. Pero no me atreví a verlos más, pues de haberme reunido otra vez con ellos y no haber aceptado, aunque hubiese declinado la invitación con las mayores garantías de secreto, hubieran sido capaces de matarme para quedarse tranquilos, como esa gente suele decir. En cuanto a esta clase de tranquilidad, hay que saber comprender a esos hombres capaces de matar a la gente con tal de evitar un riesgo.

Lo que acabo de referir y el robo de caballos no eran ciertamente mis especialidades, y no me costó mucho llegar a la decisión de no volver a saber nada más de ellas. Mis negocios pertenecían a otras esferas, y aunque éstas tuvieran también sus dificultades, eran más adecuadas para mí, aparte de que resultaban más artísticas y poseían más caminos para escapar y más posibilidades de disimulo si ocurría algo inesperado.

En aquellos tiempos recibí también varias propuestas para unirme a una cuadrilla de salteadores de casas, pero era ésta una actividad en la que tampoco me complacía embarcarme, lo mismo que en el negocio de los monederos falsos. Me ofrecí para acompañar a dos hombres y a una mujer que se ganaban la vida entrando en las casas por medio de estratagemas, y con ellos me vino en gana correr aventuras. Pero eran ya tres y no les gustaba hacer tantas partes ni a mí tampoco pertenecer a una cuadrilla tan numerosa, por lo que no entré en tratos con ellos y decliné la oferta. Ellos pagaron cara su siguiente tentativa.

Al final conocí a una mujer que a veces me había contado sus aventuras en el muelle, aventuras a las que sonreía el éxito, y me uní a ella y el negocio fue muy fructífero. Un día conocimos a unos holandeses en St. Catherine, lugar adonde íbamos fingiendo comprar géneros entrados de contrabando. Yo estuve dos o tres veces en una casa en la que vi una gran cantidad de artículos prohibidos, y mi compañera se llevó en cierta ocasión tres piezas de seda negra holandesa que nos proporcionó pingües beneficios de los que yo obtuve mi parte. Pero en todas las visitas que yo efectué no pude tener la oportunidad de actuar, de modo que tuve que dejarlo, pues había estado allí tantas veces que empezaban a sospechar y se mostraban tan desconfiados que comprendí que no cabía esperar nada.

Aquello me desanimó un poco y resolví intentar alguna otra cosa, pues no estaba acostumbrada a volver tan a menudo con las manos vacías. Por tanto, al día siguiente me vestí con todo esmero y di un paseo por el otro lado de la ciudad. Pasé ante el Exchange, en el Strand, sin saber qué podía encontrar allí, pero de pronto advertí que se había congregado una gran muchedumbre en aquel lugar, y todo el mundo, tenderos y transeúntes, esperaban y miraban. Se trataba de una gran duquesa que había entrado en el Exchange, y se decía que la reina estaba a punto de llegar.

Me acerqué a una tienda y me coloqué de espaldas al mostrador, como para dejar paso libre al gentío, sin apartar la mirada de una pieza de encajes que el tendero estaba enseñando a unas damas que se hallaban junto a mí. El tendero y su dependiente estaban tan ocupados mirando quién venía y en qué tienda entraría, que encontré el medio de meterme un paquete de encajes en el bolsillo. Así, el tendero pagó cara su curiosidad por ver a la reina.

Salí de la tienda como si me impulsara el gentío y, mezclándome con la multitud, salí por la otra puerta del Exchange y me alejé de allí antes de que echaran de menos los encajes. Para no ser seguida, llamé un carruaje y me metí dentro. Apenas había tenido tiempo de cerrar la puerta del coche cuando vi a la dependienta de la tienda y a cinco o seis personas más que corrían por la calle gritando como si estuvieran asustadas. No chillaban: «¡Al ladrón!», puesto que nadie huía, pero pude oír dos o tres veces las palabras «robo» y «encajes», y observé que la dependienta se retorcía las manos y corría mirando a uno y otro lado como presa de un gran pavor. El cochero que yo había llamado estaba subiendo al pescante, pero aún no se había sentado y los caballos todavía no se movían, por cuya causa me acometió una gran intranquilidad, y, tomando el paquete de encajes, me dispuse a tirarlo por la ventanilla delantera, detrás del cochero. Pero con gran satisfacción por mi parte, pocos momentos después el coche empezó a avanzar, pues el cochero se había sentado y había dicho algo a sus caballos. Así, pues, nos alejamos sin ser interrumpidos y yo llegué a casa con mi adquisición, cuyo valor se aproximaba a las 20 libras.

El día siguiente me vestí con un traje distinto y recorrí el mismo itinerario, pero no se me puso nada a tiro hasta llegar al parque de St. James, donde vi muchas damas elegantes que se paseaban por el Mall. Entre ellas había una jovencita, de unos doce o trece años, acompañada por su hermana, una niña que tendría unos nueve años. Observé que la mayor de las dos llevaba un magnífico reloj de oro y un valioso collar de perlas y que las dos eran vigiladas por un lacayo de librea. Mas por no ser corriente que un lacayo siga a sus dueñas en el Mall, me fijé en que se detenía al entrar ellas allí y que la mayor de las dos hermanas hablaba con él, diciéndole, al parecer, que las esperase allí hasta su regreso.

Cuando oí que despedía al lacayo, me acerqué a él y le pregunté quién era aquella joven. Charlé con él comentando el encanto de la niña que la acompañaba y la gentileza y elegancia de la hermana mayor, añadiendo que su seriedad la convertía ya en una mujer cita, y el muy tonto me dijo por fin que era la hija mayor de sir Thomas… de Essex, y que era poseedora de una gran fortuna; que su madre todavía no había llegado a la ciudad y que ella se alojaba con la esposa de sir William…, de Suffolk, en su mansión de Suffolk Street, y me dio muchos detalles más; que las acompañaban también una criada y otra mujer, aparte del coche de sir Thomas, el cochero y él, y que la joven dama ejercía su autoridad sobre toda la familia, tanto allí como en su casa. En resumen, me dio detalles lo bastante abundantes para que yo pudiera emprender mi tarea.

Yo iba muy bien vestida y lucía un reloj de oro como la joven. Me separé del lacayo y me coloqué en la misma hilera en la que paseaba la joven, después de haber esperado a que dieran media vuelta para recorrer de nuevo el Mall, y la saludé por su nombre dándole el título de lady Betty. Le pregunté si había tenido noticias recientes de su padre y cuándo llegaría su señora madre a la ciudad, y me interesé por su salud.

Le hablé con tanta familiaridad de todos sus parientes que no pudo por menos que suponer que conocía íntimamente a toda su familia. Le pregunté el motivo de que viajase sin mistress Chime, su camarera particular, para que se preocupara de mistress Judith, o sea, su hermana menor. Después emprendí con ella una larga conversación acerca de su hermana, le dije que era ya toda una mujercita, le pregunté si estaba aprendiendo el francés y mil cosas más, hasta que, de pronto, vimos llegar a la Guardia y el gentío corrió para ver cómo el rey entraba en el Parlamento.

Las damas llenaron todo un lado del Mall y yo ayudé a la joven a situarse sobre el borde de la baranda para que la altura le permitiera ver mejor, y cogí en brazos a la pequeña y la levanté también. Durante esta operación me adueñé tan limpiamente del reloj de oro de lady Betty que ella no se dio cuenta ni lo encontró a faltar hasta que toda la muchedumbre se hubo dispersado y ella se vio de nuevo en medio del Mall entre las demás señoras.

Me despedí de ella entre el gentío y le dije como si tuviera prisa:

—Mi querida lady Betty, cuidad de vuestra hermana.

Y fingí que la multitud me arrastraba y que me veía obligada, muy a pesar mío, a separarme de ellas.

En estos casos, el apresuramiento cede en seguida y el lugar recobra su calma apenas ha pasado el rey, pero como siempre hay carreras y alboroto mientras pasa, y yo ya me había despedido de las damitas y había llevado a cabo mi negocio con ellas sin tropiezo alguno, seguí a buen paso entre la multitud como si corriera para ver al rey, y no tardé en situarme en cabeza del gentío y seguir allí hasta el final del Mall. Cuando el rey se dirigió hacia el cuartel de los Horse Guards, yo me introduje en el pasaje que entonces atravesaba la parte inferior del Haymarket y allí llamé a un coche para alejarme de una vez. Confieso que no he mantenido la palabra que di en cuanto a ir a visitar a mi lady Betty.

Había llegado a acariciar la idea de quedarme junto a lady Betty hasta que ésta echase de menos el reloj y entonces armar un gran revuelo, acompañarla hasta su coche, meterme también en el coche y acompañarla hasta su casa, puesto que ella parecía muy encariñada conmigo, y tan engañada quedó gracias a mi charla acerca de sus amistades y familiares que pensé que sería muy fácil llevar el asunto hasta más lejos y obtener, por lo menos, el collar de perlas. Pero cuando consideré que, aunque la jovencita no hubiera sospechado de mí podían sospechar otras personas y que si yo era registrada todo se descubriría, decidí que lo mejor sería darme por satisfecha con lo que ya había conseguido.

Después supe por casualidad que cuando la joven descubrió la desaparición de su reloj, armó un gran alboroto en el parque y ordenó a su lacayo que recorriera las inmediaciones para ver si podía dar conmigo. Me describió con tanta exactitud, que el lacayo supo en seguida que se trataba de la mujer que había estado hablando con él y que tantas preguntas le había hecho acerca de sus amos, pero yo estaba ya muy lejos cuando ella llamó a su lacayo para contarle lo sucedido.

Después de ésta tuve otra aventura, muy distinta de todas las que había corrido hasta entonces. El escenario fue una casa de juego cercana a Covent Garden.

Vi entrar y salir varias personas y permanecí un buen rato en el zaguán con otra mujer, y al ver a un caballero que se disponía a subir y que parecía ser hombre de clase superior, le pregunté:

—Perdonad, señor, ¿está permitido que suban las mujeres?

—Sí, señora —me contestó—, y también se les permite jugar si así lo desean.

—Me gustaría mucho —afirmé.

Al oír mis palabras, me dijo que él me presentaría si yo lo deseaba, en vista de lo cual le seguí hasta la puerta y él me orientó.

—Aquí, señora, están los jugadores, si es que tenéis ganas de probar la suerte.

Di un vistazo y dije en voz alta a la mujer que me acompañaba:

—Aquí sólo hay hombres. No me atrevo a jugar con ellos.

Al oírme, uno de los caballeros repuso:

—Nada debéis temer, señora. Somos jugadores de buena fe y os damos la bienvenida y os rogamos que juguéis cuanto os plazca.

Me acerqué un poco más para ver mejor, y uno de ellos me acercó una silla y yo me senté y contemplé cómo los jugadores manejaban los dados. Después dije a mi compañera:

—Estos caballeros juegan demasiado fuerte para nosotras. Es mejor que nos vayamos.

Los jugadores se mostraron muy corteses y uno de ellos me animó muy particularmente, diciéndome:

—Vamos, señora, si queréis probar vuestra suerte y os atrevéis a confiar en mí, os garantizo que nadie abusará aquí de vuestra buena fe.

—No, caballero —repliqué, sonriendo—, estoy convencida de que ninguno de estos caballeros haría víctima de sus trucos a una dama.

Pero seguí negándome a jugar, aunque exhibí un monedero lleno de monedas para que pudieran ver que no era el dinero lo que me interesaba.

Después de un buen rato de permanecer sentada allí, otro caballero me dijo, bromeando:

—Vamos, señora, veo que os asusta aventuraros por cuenta vuestra. Las damas siempre me han dado buena suerte, de modo que podéis apostar por mí si no queréis hacerlo por vos misma.

—Señor, me sabría muy mal perder el dinero vuestro —le dije.

Y añadí:

—También yo tengo buena suerte, pero estos caballeros hacen unas apuestas tan altas que no me atrevo a arriesgar mi dinero.

—Perfectamente —dijo él—, ahí van diez guineas, señora. Apostadlas por mí.

Recogí su dinero y empecé a jugar mientras él me miraba. Perdí nueve guineas apostando una o dos cada vez y cuando la banca pasó a manos de un hombre sentado junto a mí, el caballero me entregó diez guineas más y me obligó a apostar cinco de golpe. El caballero que tenía la banca pasó, y con ello recuperé cinco de sus guineas. Animóse al ver aquella jugada y me pidió que me hiciera cargo de la banca, lo cual no dejaba de ser un riesgo audaz. Sin embargo, retuve la banca tanto tiempo que recuperé todo su dinero y reuní un buen montón de monedas en mi regazo, y lo que aún fue mejor, cuando me vino una suerte adversa sólo tuve que pagar una o dos monedas a los que habían apostado y así pude salir muy airosa.

Al llegar a este punto, ofrecí al caballero todo el dinero, pues era suyo y quise que siguiera jugando él alegando que no entendía del todo aquel juego. Él se echó a reír y dijo que si me acompañaba la buena suerte no importaba que entendiera o no el juego, pero que no debía abandonarlo. Por tanto, tomó las quince guineas que me había entregado al principio y me rogó que jugase con el dinero restante. Le pedí que contase el dinero que me quedaba, pero él dijo:

—No, no les digáis nada, sé que sois persona honrada y trae mala suerte contar el dinero. Por tanto, seguí jugando. Jugué un buen rato y me acompañó la buena suerte, pero la última vez que tuve la banca apostaron muy fuerte y yo lo perdí todo. Había retenido la banca hasta ganar ochenta guineas, pero perdí más de la mitad en la última jugada. Entonces me levanté, por temor a perder también el resto, y dije al caballero:

—Os ruego que os sentéis y que dispongáis de vuestro juego. Creo que no lo he hecho mal del todo.

Él hubiera deseado que yo siguiese jugando, pero se hacía tarde y yo tenía ganas de marcharme. Cuando le entregué el dinero, le dije qué esperaba que me permitiera marcharme y que contara lo que había ganado y comprobase cuánta suerte le había traído. Había sesenta y tres guineas.

—¡Oh! —exclamé—. De no haber sido por esta última y desdichada jugada, os hubiera entregado un centenar de guineas.

Le di todo el dinero, pero él se negó a aceptarlo hasta que yo hubiera cogido algo para mí, rogándome que obrara a mi gusto. Yo me negué e insistí en que no cogería nada. Si él tenía interés en darme algo, debía ser a su placer.

Entonces, los demás jugadores gritaron:

—¡Dáselo todo!

Pero yo me negué resueltamente a ello. Entonces, uno de ellos exclamó:

—Vamos, Jack, pártelo con ella. ¿No sabes que siempre conviene estar en paz con las damas?

Por consiguiente, él dividió el dinero conmigo y yo me marché con treinta guineas, aparte de las cuarenta y tres que había sustraído con mi arte particular, cosa que lamenté después, puesto que él había sido tan generoso conmigo.

De este modo llegué a casa con setenta y tres guineas, y mi anciana maestra pudo comprobar mi buena suerte en el juego. Sin embargo, me aconsejó que no volviera a aventurarme, y yo atendí su recomendación, pues nunca volví a entrar allí. Sabía tan bien como ella que si la pasión del juego se apoderaba de mí, no tardaría en perder aquella suma y todo lo que tenía.

Hasta aquel momento, la fortuna me había sonreído y yo había prosperado tanto y mi maestra también, pues siempre tenía su parte, que la anciana empezó a hablar seriamente de retirarnos mientras todo marchaba bien y darnos por satisfechas con lo que habíamos obtenido. Pero no sé qué hado me guiaba que me mostré tan reacia a ello entonces como ella se había mostrado antes, al proponérselo yo, y en mala hora abandonamos toda idea de retirarnos. En resumidas cuentas, yo adquirí más astucia y audacia que nunca y mis éxitos consiguieron que mi nombre fuese tan famoso como el del mejor ladrón que hubiera pisado Newgate o el Old Bailey.

Algunas veces me había permitido el lujo de repetir el mismo truco varias veces, cosa que en la práctica no es de recomendar, pero que a mí no se me dio mal del todo, porque, en general, adoptaba nuevos disfraces y procuraba aparecer con distintos aspectos cada vez que salía de caza.

No era una época muy animada del año, y la mayor parte de los caballeros estaban fuera de la ciudad. Tunbridge, Epson y otros lugares por el estilo estaban llenos de gente. Pero la ciudad estaba bastante deshabitada, de modo que al finalizar la temporada, notando que nuestro negocio decaía bastante, me uní a una pandilla que solía ir cada año a la feria de Stourbridge, y de ésta a la de Bury, en Suffolk. Nos prometíamos grandes operaciones en estos lugares, pero cuando pude observar cómo marchaban las cosas, me sentí bastante pesimista, pues salvo pequeñas raterías, poco había que valiera la pena. Por otra parte, si se conseguía algún botín no era fácil sacarlo de allí, y tampoco había la variedad de ocasiones que se presentaban en Londres. Todo cuanto obtuve del viaje fue un reloj de oro en la feria de Bury, y un pequeño paquete de lino en Cambridge, cosa que me dio ocasión para abandonar aquellos lugares. Empleé un truco muy antiguo, considerando que podría darme resultado con un tendero de fuera, aunque en Londres resultase ya inútil.

Compré en una tienda de tejidos, no en la feria, sino en el mismo Cambridge, tanta holanda fina y otros artículos como pude por la suma de siete guineas. Hecho esto, les rogué que me lo mandaran a la posada a la que, a propósito, me había trasladado aquella misma mañana como si tuviera la intención de pasar la noche en ella.

Ordené al comerciante que me lo mandara a una hora determinada, y que en la posada le haría efectivo su importe. A la hora convenida, el tendero me envió el género y yo situé a una mujer de nuestra pandilla ante la puerta de la habitación. Cuando la criada de la posada acompañó al mensajero, que era un joven aprendiz, hasta la puerta, aquélla le dijo que su señora estaba durmiendo, pero que si dejaba el paquete y volvía una hora más tarde yo estaría ya despierta y él recibiría su dinero. Dejó el paquete sin la menor vacilación y se marchó, y media hora más tarde, mi camarera y yo nos largamos de allí. Aquella misma tarde alquilé un caballo y un lacayo y fuimos hasta Newmarket y allí obtuve pasaje en una diligencia que no iba muy llena y que se dirigía a St. Edmund’s Bury. Allí, como ya he dicho antes, pude hacer poco negocio exceptuando el hurto de un reloj de oro en un pequeño teatro de las afueras, aprovechando la circunstancia de que su dueña estaba no sólo muy alegre, sino, según creo, un poco bebida, cosa que me facilitó muchísimo mi labor.

Me marché con mi pequeño botín a Ipswich, y de allí a Harwich, donde me instalé en una posada fingiendo acabar de llegar de Holanda, convencida de que podría realizar alguna adquisición entre los extranjeros que pernoctaban allí. Sin embargo, descubrí que no solían llevar consigo objetos de valor, exceptuando lo que guardaban en sus maletines o bolsas de viaje y que, generalmente, quedaba bajo la custodia de algún criado. Con todo, una noche conseguí sustraer uno de aquellos maletines de la habitación donde descansaba el caballero, aprovechando que el criado se había quedado dormido sobre la cama, al parecer muy borracho.

La habitación en la que yo me alojaba era contigua a la del holandés y después de arrastrar la pesada maleta, con no poco esfuerzo, desde su habitación hasta la mía, salí a la calle para ver si podía hallar algún medio para alejarla de allí. Caminé un buen rato, pero no pude ver probabilidad alguna ni de poner a buen recaudo la maleta ni de ocultar lo que pudiera contener después de abrirla, ya que la ciudad era muy pequeña y yo una forastera en ella. Por consiguiente, me dispuse a regresar con la resolución de devolverla y dejarla donde la había encontrado. Pero en aquel preciso momento oí que un hombre instaba a otros para que se dieran prisa, pues el barco estaba a punto de zarpar y era la hora de aprovechar la marea. Me dirigí en seguida a aquel individuo.

—¿A qué barco pertenecéis, amigo? —pregunté.

—A la chalana[16] de Ipswich, señora —me contestó.

—¿Cuándo zarpa?

—En este preciso momento, señora —dijo el hombre—. ¿Queréis subir a bordo?

—Sí, siempre y cuando esperéis que vaya a buscar mis cosas.

—¿Dónde tenéis vuestro equipaje, señora? —preguntó él.

—En la posada.

—Está bien, os acompañaré —me dijo con gran cortesía—, y yo lo traeré hasta aquí.

—Venid conmigo, pues —dije yo.

El hombre se apresuró a seguirme.

La gente de la posada estaba muy atareada, pues acababa de llegar el paquebote de Holanda y también dos diligencias con pasajeros de Londres, pues había otro paquebote a punto de zarpar rumbo a Holanda. Aquellas diligencias tenían que marcharse a la mañana siguiente con los pasajeros que acababan de desembarcar. Dado este apresuramiento, nadie paró mientes en que yo me acercara al mostrador y pagase mi alojamiento explicando a la dueña que acababa de obtener mi pasaje en una chalana.

Estas chalanas son barcos de buen tamaño dispuestos para trasladar pasajeros desde Harwich hasta Londres, y aunque se les haya dado el nombre de chalanas, palabra que se utiliza en el Támesis para designar los pequeños botes con uno o dos tripulantes, eran embarcaciones capaces para una veintena de pasajeros y diez o quince toneladas de carga, y aparejadas para navegar en alta mar. Yo me había enterado de todo esto al preguntar la noche anterior cuáles eran los medios para regresar a Londres.

La dueña de la posada se mostró muy atenta y cobró su dinero, pero no tardaron en llamarla, pues en toda la casa reinaba una gran agitación. Aprovechando la oportunidad, hice subir al hombre a mi cuarto, le entregué la maleta, que más bien era un baúl, después de envolverla con un delantal, y él se marchó directamente hacia su barco y yo lo seguí sin que nadie nos hiciera la menor pregunta, pues el criado holandés seguía durmiendo su borrachera y su amo estaba cenando abajo con otros caballeros extranjeros y entre ellos reinaba gran alegría. Por consiguiente, pude marcharme a Ipswich y, ya más avanzada la noche, la gente de la posada sólo pudo averiguar que yo me había marchado a Londres en la chalana de Harwich, tal como había explicado a la dueña.

En Ipswich fui molestada por los funcionarios de la aduana, que cogieron mi baúl y quisieron abrirlo para registrarlo. Les dije que estaba dispuesta a ello y que podrían registrarlo, pero que mi marido tenía la llave y no había regresado aún de Harwich. Dije esto para que si, al registrarlo, hallaban unos objetos más propios de un hombre que de una mujer, no les pareciera extraño. Sin embargo, al insistir ellos en abrir el baúl, les di permiso para forzar la cerradura, cosa que no fue difícil.

No encontraron nada que pudiera interesarles, pues la maleta ya había sido revisada antes, pero descubrieron varias cosas que me llenaron a mí de satisfacción, en particular una bolsa de dinero en pistolas francesas y unos cuantos ducados holandeses. El resto se componía principalmente de dos pelucas, ropa interior, unas navajas, jabón de olor, perfumes y otros artículos necesarios para un caballero, pasando todo por ser propiedad de mi esposo y sin que nadie me opusiera ningún obstáculo.

Era una hora muy temprana de la mañana y estaba muy oscuro, y yo no sabía qué hacer, pues no cabía duda de que no tardaría en ser perseguida y quizá capturada luego con mi botín. Por tanto decidí adoptar otras medidas. Entré tranquilamente en una posada con mi baúl y, después de vaciarlo para que su volumen no estorbase mis movimientos, guardé lo que contenía de más valor y se lo di a la propietaria rogándole que me lo guardara hasta que yo pudiera ir a buscarlo. Acto seguido, volví a salir a la calle.

Cuando me hallaba en la población, a buena distancia de la rasada, vi una anciana que acababa de abrir la puerta de su casa y trabé conversación con ella, haciéndole gran cantidad de preguntas, todas ellas ajenas al propósito que yo perseguía, pero durante nuestra charla pude saber la situación de aquella ciudad. Me hallaba en una calle que conducía hacia Hadley, pero había otra que llevaba hasta los muelles, otra hacia el centro de la población, y, por último, otra que marcaba la dirección de Colchester. Por tanto, la carretera de Londres se encontraba allí.

No tardé en saber lo que quería, gracias a la anciana, pues sólo me interesaba la carretera de Londres, y me dirigí hacia allí sin perder tiempo. No pensaba ir a pie, ni a Londres ni a Colchester, pero sí tenía ganas de alejarme sin ser vista de Ipswich.

Caminé unas dos o tres millas y después encontré un campesino dedicado a sus tareas de labranza sin que pueda precisar qué estaba haciendo, y le dirigí primero unas preguntas que no me interesaban, pero al final le dije que me dirigía a Londres y que la diligencia estaba tan llena que no había podido obtener pasaje en ella, y le pregunté si podía indicarme dónde me alquilarían un caballo y un buen hombre que me condujera hasta Colchester, donde tal vez consiguiera hallar asiento en una de las diligencias. El campesino me miró fijamente y durante medio minuto no dijo nada, hasta que, por fin, rascándose la cabeza, me contestó:

—¿Un caballero para llevaros a Colchester? Pues sí, señora, pagando podéis obtener tantos caballos como queráis.

—Pues claro está, amigo —dije yo—, de esto estoy bien segura. No esperaba obtenerlo sin pagar.

—Sí, pero ¿cuánto estaríais dispuesta a pagar por él?

—No sé, amigo mío, pues ignoro cuáles son los precios aquí, en el campo, toda vez que soy forastera. Pero si podéis conseguirme un caballo barato, os daré algo por vuestra molestia.

—Bien, ésta es una proposición muy honesta —dijo el campesino.

«No tan honesta —me dije para mis adentros— si supieras el resto».

—Pues bien, señora —me dijo el hombre—, yo tengo un caballo adecuado y no me importaría venir a acompañaros.

—¿De veras? —dije—. Está bien, creo que sois un hombre de bien y me alegraría cerrar el trato con vos. Os pagaré razonablemente.

—Y yo me mostraré también razonable. Si os llevo hasta Colchester, os cobraré cinco chelines, pues no creo poder estar de regreso esta noche.

En resumidas cuentas, contraté los servicios de aquel buen hombre y su caballo, pero cuando llegamos a un pueblo junto a la carretera (no recuerdo su nombre, pero por él pasaba un río), fingí encontrarme muy mal y aseguré que no podía seguir el viaje aquella noche, pero que si él quería quedarse conmigo, puesto que yo era forastera, le pagaría gustosamente lo que me pidiera por él y su caballo.

Recurrí a esta artimaña porque sabía que el caballero holandés y sus criados pasarían por la carretera aquel mismo día, ya fuese en la diligencia o en la silla de postas, y pensé que el criado borracho o cualquier otro bien podían haberme visto en Harwich y reconocerme. Por tanto, pensé que haciendo aquella parada el peligro desaparecería.

Pasamos la noche allí y la mañana siguiente partimos no muy temprano, por lo que daban ya las diez cuando llegué a Colchester. Tuve un vivo placer al ver aquella ciudad en la que había pasado tantos días agradables e hice muchas preguntas acerca de los buenos amigos que había tenido allí, pero poco pude sacar en limpio. Todos habían muerto o se habían trasladado a otros lugares. Las mujeres se habían casado o se habían marchado a Londres. El caballero y la dama que habían sido mis primeros bienhechores habían fallecido, y lo que más me afectó fue saber que el joven caballero que había sido mi primer amante y después mi cuñado, había muerto. Había dejado dos hijos, ya crecidos, pero también éstos se habían trasladado a Londres.

Despedí al campesino y permanecí allí tres o cuatro días de incógnito y después tomé pasaje en una galera, pues no quise arriesgarme a ser vista en las diligencias de Harwich. Pero tanta cautela resultó inútil, pues, exceptuando a la mujer de la posada, en Harwich no había nadie que me conociera, y tampoco era lógico suponer que ella, teniendo en cuenta su apresuramiento y que sólo me había visto una vez y aun a la luz de una vela, hubiera podido reconocerme.

Regresé, pues, a Londres, y aunque gracias a mi última aventura conseguí un botín considerable, no me quedaron ganas de volver a merodear por las afueras, y no hubiera vuelto a repetir mi viaje ni siquiera en el caso de haber continuado mi oficio hasta el fin de mis días. Ofrecí a mi maestra el relato de mis andanzas. Le gustó mucho la historia de Harwich y, mientras discurríamos sobre aquellas cosas, ella observó que por ser el ladrón un ser que se aprovecha de los errores de los demás, sólo pueden presentarse muchas oportunidades al que se muestra vigilante e industrioso. Creía, por tanto, que una persona tan exquisitamente sagaz en su oficio como yo, no podía dejar de obtener resultados extraordinarios dondequiera que me encontrase.

Por otra parte, todas las facetas de mi historia, si bien se considera, pueden resultar útiles para las personas honradas y promover la debida cautela en gentes de todas clases para resguardarse de sorpresas de ese estilo y para obligarles a mantener los ojos bien abiertos cuando se vean ante extraños de cualquier índole, pues rara vez deja de acecharles alguno de estos peligros. Por consiguiente, la moraleja de mi relato debe ser captada por el buen sentido y el juicio del lector, pues no soy yo quién para recomendarla. Ojalá la experiencia de una criatura sumida en el delito y muy miserable sirva de advertencia para aquellos que leen.

Me acerco ya a la descripción de una nueva serie de escenas de mi vida. A mi regreso, endurecida por una larga carrera criminal coronada por grandes éxitos, por lo menos que yo sepa, no tenía intención, como ya he dicho, de abandonar una actividad que, si hubiera debido juzgar por el ejemplo de otros, tenía que terminar necesariamente del modo más mísero y lamentable.

En la tarde del día siguiente a la Navidad, y para dar remate a un largo y delictuoso período, salí a ver qué podía ofrecérseme y, pasando ante una platería en Foster Lane, reparé en un cebo tentador y al que nadie en mi oficio hubiera podido resistirse. No había nadie en la tienda, por lo que pude ver, y en el escaparate brillaba una gran cantidad de piezas de plata lo mismo que al lado del mostrador. El dueño, según supuse, debía de hallarse en otro lado de la tienda.

Entré con la mayor desfachatez y estaba a punto de apoderarme de una pieza de plata, y habría podido hacerlo y marcharme con ella si sólo hubiese dependido de la vigilancia de los hombres que trabajaban en la tienda, cuando un vecino que se encontraba en una casa que había al otro lado de la calle, al verme entrar y observando que no había nadie en la tienda, atravesó corriendo y sin preguntarme quién era ni lo que deseaba, me agarró fuertemente y llamó a gritos a la gente del taller.