Me encontraba en realidad en lo que podríamos llamar la cúspide de mi prosperidad y sólo hubiera deseado ser una esposa como Dios manda, lo cual no era posible, ya que no había lugar para ello. Por esto me apliqué en todo momento a ahorrar todo lo que podía. Como he dicho antes, preveía un tiempo de escasez, sabiendo perfectamente que estas situaciones no suelen ser duraderas; que los hombres que mantienen una querida la cambian a menudo porque se cansan de ella o porque tienen celos, pero siempre pasa algo que les hace suspender su asignación, y muchas veces las mujeres que se ven tratadas así no son lo suficientemente prudentes para conservar la estimación de sus amigos o para mantener su fidelidad, y así se ven justamente abandonadas.

En este aspecto me sentía segura, pues no tenía ninguna inclinación por otro hombre ni tenía ninguna relación en casa ni pensaba buscarla fuera. No tenía otra compañía que la de la familia con la cual vivía y la señora de un capellán que ocupaba el apartamiento inmediato. Cuando él estaba ausente, no me trataba con nadie y así nunca me encontró fuera de mi habitación o del salón cuando venía a verme. Y si salía alguna vez a tomar el aire era siempre con él.

Vivir con mi amigo de aquella manera resultaba la cosa más sencilla del mundo. A menudo me aseguraba que desde el momento de conocerme hasta la noche que caímos en falta, nunca había tenido el menor propósito de acostarse conmigo, pues siempre había sentido un sincero afecto hacia mí, pero no verdadera inclinación a hacer lo que había hecho. Yo le aseguré que nunca había dudado de él; que de haber sido así no hubiese cedido a las libertades que fueron la causa de que estuviéramos como estábamos; que todo constituyó una sorpresa y que fue un puro accidente haber cedido aquella noche a nuestras mutuas inclinaciones. En relación con esto he observado, y lo dejo como advertencia a los lectores de este relato, que hemos de ser muy prudentes al ceder a nuestras inclinaciones relacionadas con las libertades carnales, puesto que a veces fallan, cuando su asistencia nos sería más necesaria, las resoluciones virtuosas que ponemos en el empeño.

Es cierto, y ya lo he confesado antes, que desde el primer momento que entré en relación con él decidí permitirle que se acostara conmigo si me lo pedía, pero era porque necesitaba su ayuda y asistencia y no veía otro camino que éste para asegurármelas.

Pero después de estar aquella noche juntos y, como ya he dicho, de haberse prolongado las cosas, me di cuenta de mi debilidad. La inclinación pudo haber sido irresistible, pero era yo la que estaba dispuesta a satisfacerla incluso antes de que él me lo pidiera.

Debo, sin embargo, reconocer, por ser de justicia, que nunca me echó en cara mi debilidad y que ni siquiera mostró en ninguna otra ocasión aversión por mi conducta, sino que siempre me aseguró que estaba tan encantado conmigo como en el primer momento que estuvimos juntos, y al decir esto quiero dar a entender como compañeros de lecho.

Es cierto que él no tenía esposa, mejor dicho, que la suya no lo era para él, así que por este lado no había peligro, pero sucede a menudo que lo que arranca a veces a un hombre de los brazos de su querida son más bien los escrúpulos de conciencia, especialmente cuando se trata de un hombre de entendimiento, y esto es precisamente lo que acabó ocurriendo con él, pero en otra ocasión.

Por otra parte, aunque a mí no me faltaban secretos reproches de mi propia conciencia por la vida que llevaba, y que aun en los más altos momentos de dicha no podía por menos de admitir, las perspectivas de la pobreza y del hambre se me presentaban como un espectro pavoroso que hacía que no mirara las consecuencias. Y así como fue la pobreza la que me condujo a ello, era el miedo a la pobreza lo que me hacía persistir en mi falta, aunque con frecuencia adoptaba la resolución de apartarme de la vida que llevaba tan pronto como dispusiera de dinero suficiente para mantenerme. Pero todos estos pensamientos carecían de peso y cuando él llegaba a mi lado se desvanecían. Porque su compañía era tan deleitosa para mí que en cuanto él llegaba dejaba de sentirme melancólica. Mis reflexiones me asaltaban únicamente cuando me encontraba sola.

Viví seis años en esta feliz y, al mismo tiempo, desgraciada condición y en este espacio de tiempo le di tres hijos, si bien sólo vivió el primero. Aunque durante estos años cambié dos veces de residencia, en el transcurso del sexto volví a mi primitivo alojamiento en Hammersmith. Fue allí donde una mañana me vi sorprendida por una carta, amable pero melancólica, de mi caballero en la que me daba la noticia de que se encontraba a muy enfermo y que temía sufrir otro fuerte ataque de su dolencia, pero que, teniendo en su casa parientes de su esposa, no le era posible tenerme a su lado para atenderlo y cuidarlo como ya había hecho en alguna otra ocasión.

Mi interés fue grande con este motivo y mucha mi impaciencia por saber qué sucedía. Esperé quince días o cosa así sin noticias suyas, por lo que mi interés y mi inquietud fueron en aumento. Puedo asegurar que durante la quincena siguiente estuve a punto de perder la razón. Mi principal dificultad estribaba en no saber de una manera directa dónde se encontraba. Al principio entendí que estaba en casa de la madre de su esposa, pero habiéndome trasladado a Londres, no tardé en encontrar, con ayuda de la dirección que tenía para dirigirle las cartas, la manera de preguntar por él y enterarme que donde residía era en una casa de Bloomsbury, adonde, poco antes de caer enfermo, había llevado a toda su familia, y que su esposa y su suegra se hallaban en la misma casa, circunstancia que la primera no quería que se supiera.

Una vez allí no tardé en enterarme de que se encontraba en una situación crítica en extremo, lo que me obligó, para salir de mi también apurada situación, a querer tener un conocimiento exacto de lo que acaecía. Una noche tuve la osadía de disfrazarme de criada poniéndome un sombrero redondo de paja y llegando hasta la puerta de la casa, como si fuera enviada por una señora de la vecindad donde él había vivido antes. Dirigiéndome a la servidumbre dije que lo que me llevaba allí era enterarme cómo se encontraba el señor y cómo había pasado la noche. Al dar el recado tuve la oportunidad que deseaba, pues me puse al habla con una de las doncellas, con la que me fue posible chismorrear a placer enterándome de todos los detalles de la enfermedad. Supe que lo que sufría era una pleuresía, acompañada de tos y de fiebre. También me dijo la chica quiénes eran los que vivían en la casa y cómo era la esposa y que, según su impresión, tenían esperanzas de que llegaran a un arreglo. En cuanto al señor, me dijo, en resumen, que los doctores no tenían muchas esperanzas de que se salvara y que aquella misma mañana pensaban que se moría, y que, aunque estaba un poco mejor, no creían que llegase a la mañana siguiente.

Aquello fue una noticia terrible para mí. Empecé a vislumbrar el fin de mi prosperidad y lamenté no haber desempeñado mejor mi papel de ama de casa asegurando o salvando algo mientras se encontraba vivo, pues ahora no se me presentaba muy claro lo que iba a ser de mi vida.

También resultaba terrible para mí tener un hijo, un muchacho encantador de unos cinco años, cuyo porvenir él no se había cuidado de asegurar, por lo menos que yo supiera. Haciéndome estas consideraciones y con el corazón entristecido llegué a mi casa aquella noche y me puse a pensar cómo viviría en lo sucesivo y de qué manera me las arreglaría para pasar el resto de mi existencia.

Pueden estar ustedes bien seguros que me fue imposible descansar hasta inquirir rápidamente qué iba a ser de él, y no atreviéndome a volver yo misma envié disimuladamente varios mensajeros, hasta que después de un par de semanas de espera me enteré de que podía albergar alguna esperanza de que salvara su vida, aun cuando seguía estando muy enfermo. Dejé entonces de enviar más mensajeros y poco después supe por unos vecinos que ya andaba por la casa y poco después que se había ido fuera de nuevo.

No tuve entonces duda alguna de que no tardaría en tener noticias suyas y experimenté algún consuelo dentro de las circunstancias que me rodeaban. Esperé una, dos semanas, y con gran sorpresa y asombro por mi parte transcurrieron cerca de dos meses sin saber de él otra cosa que, habiéndose restablecido, se había trasladado al campo para respirar aire puro y convalecer de su dolencia. Después de esto pasaron otros dos meses y entonces me enteré que había regresado a su casa de la ciudad, pero seguí sin saber nada directamente de él.

Le escribí varias cartas, todas ellas dirigidas a las señas de siempre, y averigüé que dos o tres habían sido reclamadas, pero no las demás. Volví a escribirle de una manera más apremiante, y en una de mis cartas le hacía saber que me veía obligada a confiar en él, dadas las condiciones en que me encontraba, la renta de la casa que tenía que pagar, las exigencias del niño y mi propia lamentable situación, falta de alimentos después de sus solemnes promesas de que velaría por mí.

Saqué copia de esta carta y sabiendo que el original llevaba cerca de un mes en la casa sin haber sido reclamado, encontré medios de hacer llegar la copia a sus propias manos en el café que me enteré que solía frecuentar.

Esta carta lo obligaba a una contestación y por ella vine en conocimiento de que aunque iba a ser abandonada, me había dirigido una carta algún tiempo antes deseando que volviera otra vez a Bath. Su contenido lo daré seguidamente.

Es cierto que los lechos de los enfermos son los lugares en que esta clase de correspondencia se ve de diferente manera y con otros ojos de como la miramos o nos parece mirarla antes. Mi amante había estado a las puertas de la muerte y en las orillas de la eternidad, y parece ser que entonces se sintió afectado por los correspondientes remordimientos y por las tristes reflexiones que se hizo acerca de su vida de veleidad y galantería. Por lo demás, su trato culpable conmigo no era nada más ni nada menos que la representación de una larga existencia de adulterio que se le presentaba ahora como realmente era y no como anteriormente se la imaginó, pues en aquellos momentos la veía con una justa interpretación religiosa.

No puedo por menos de observar también, y dejo esta reflexión como una lección para las mujeres sedientas de placer, que dondequiera que un sincero arrepentimiento sucede a una falta como ésta no deja de producirse un sentimiento de aversión hacia el objeto que la motivó, y cuanto más intenso parecía ser el afecto más fuerte será proporcionalmente el odio. Siempre sucederá así, y en realidad no puede ser de otra manera porque no puede haber un aborrecimiento sincero de la ofensa si subsiste el amor que la ha ocasionado. Al odio al pecado sigue el odio hacia quien nos ayudó a pecar. No es posible esperar otra cosa.

Así ocurrió también en este caso, si bien la buena educación y el sentido de justicia de este caballero le impidieron llevar la cosa a un tal extremo, pero la historia resumida de esta parte del asunto puede establecerse así. Por mi última carta y por las anteriores, que después buscó y encontró, supo que yo no había ido a Bath y que su primera misiva no había llegado a mi poder. Por esto me escribió lo siguiente:

Señora:

Me sorprende muchísimo que mi carta fechada el día 8 del mes pasado no haya llegado a vuestras manos. Os doy mi palabra de que fue enviada a vuestra residencia y entregada a vuestra sirvienta. No necesito deciros cómo me he encontrado estos últimos tiempos, y cómo, habiendo estado al borde mismo de la tumba, me encuentro, por inesperada e inmerecida gracia del cielo, otra vez restablecido. No podrá extrañaros que en las circunstancias en que me he visto, nuestra desgraciada correspondencia fuese una de las aflicciones que más han pesado sobre mi conciencia. No necesito decir nada más, sino que las cosas de las que uno tiene que arrepentirse deben ser también reformadas.

Deseo que os hagáis a la idea de volver a Bath. Os adjunto un pagaré por el importe de 50 libras para la mudanza, y espero que no ha de constituir una sorpresa para vos si añado que por las consideraciones expresadas y no por haber recibido ofensa alguna por vuestra parte, no pienso veros más. Me haré el debido cargo del niño. Podéis dejarlo o bien llevároslo. Esto es cosa que dejo a vuestra elección.

Deseo que os hagáis unas reflexiones parecidas a las mías y que os puedan servir de provecho.

Quedo vuestro, etcétera…

Esta carta me lastimó como si me hubieran causado mil heridas, y en una forma que me es imposible explicarlo. Tampoco puedo expresar los reproches que me hice a mí misma, pues no estaba tan ciega como para no ver la falta que había cometido. Y reflexioné que hubiera sido menos malo haber continuado con mi hermano viviendo con él como esposa, puesto que no había ninguna falta en nuestro matrimonio en este aspecto, dado que ninguno de los dos sabía las circunstancias en que nos encontrábamos.

Nunca pensé que mientras tanto yo era una mujer casada, la esposa de Mr…, mercader de paños, el cual, aunque me había dejado por su situación, no tenía autoridad para dispensarme del contrato matrimonial que nos unía ni para darme libertad legal para casarme de nuevo. Por esta razón, durante todo este tiempo yo no había sido otra cosa que una ramera y una adúltera. Entonces me reproché las libertades que me había tomado y me dije que había sido una trampa para aquél caballero y que yo era la más culpable de lo ocurrido. Él podía haber sido rescatado misericordiosamente de la sima en que se encontraba por una convincente presión sobre su alma, pero yo me veía abandonada de la gracia de Dios y del cielo para que persistiera en mi maldad.

Bajo estas reflexiones continué pensativa y tristemente durante casi un mes, y no fui a Bath por no tener ganas de estar con la mujer con la que antes estuve, no fuese que volviera a conducirme por malos caminos, como ya había hecho, además que me repugnaba que supiera que me habían abandonado.

Ahora me encontraba muy preocupada acerca de mi hijito. Separarme de él era para mí la muerte, y, sin embargo, cuando me ponía a considerar el peligro de que pudiera llegar un día que yo no pudiera atender a su subsistencia, me causaba tanto dolor que resolví dejarlo donde estaba, pero también decidí estar yo cerca de él para tener la satisfacción de poder verlo sin el cuidado de subvenir a sus necesidades.

En consecuencia, envié a mi caballero una corta misiva en la que le decía que había obedecido sus órdenes en todo menos en lo de regresar a Bath y que no podía pensar en ello por varias razones: que el tener que separarme de él era una herida para mí de la que nunca podría sanar aunque estaba totalmente identificada con sus reflexiones, que me parecían justas, y que estaba muy lejos de mí el ser un obstáculo para su cambio de costumbres y su arrepentimiento.

Después le explicaba la situación en que me veía en los términos más enternecedores que me era posible. Le decía que esperaba que aquellas desventuras que le movieron un día a dispensarme su generosa amistad le inspirasen también ahora un pequeño interés por mí, aun cuando la parte delictuosa de nuestras relaciones, en las cuales ninguno de nosotros se proponía caer en su día, hubiera terminado; que yo deseaba arrepentirme tan sinceramente como él lo había hecho, pero que le rogaba me pusiera en las debidas condiciones para no verme expuesta a tentaciones que el diablo no deja nunca de provocar en la mujer ante las perspectivas temerosas de la pobreza y la zozobra, y que si tenía la menor duda de que pudiera importunarlo, le rogaba que me pusiera en condiciones de poder volver al lado de mi madre en Virginia, de donde sabía que había venido, y ello pondría fin a todos los temores que pudiera albergar sobre el particular. Concluía diciendo que si me mandaba 50 libras más para facilitar mi viaje, yo le enviaría una renuncia general y le prometía no volver a molestarlo nunca con ninguna clase de inoportunidades, y que esperaba se encargaría del bienestar del niño, pero que si yo encontraba a mi madre con vida y mis condiciones me lo permitían mandaría a buscarlo relevándole a él de aquel cuidado.

Todo esto no era, desde luego, más que una añagaza, pues yo no tenía ninguna intención de volver a Virginia, como podría convencer a cualquiera el relato de mis antiguos asuntos. De lo que se trataba era de conseguir aquellas últimas 50 libras, si era posible, pues sabía perfectamente que no volvería a recibir de él ni un solo penique.

Sin embargo, el argumento que esgrimí de mi renuncia general y de no volver a molestarle, le debió de producir el debido efecto, pues me mandó el dinero por una persona que era portadora de la renuncia para que yo la firmara, cosa que hice de buena gana, entrando en posesión de aquella suma. Y así, aunque con un gran dolor por mi parte, se puso punto final a este asunto.

Y ahora no puedo por menos de reflexionar acerca de las desgraciadas consecuencias de la excesiva libertad entre las personas de nuestra condición con el pretexto de las intenciones inocentes, de los afectos amistosos y de otras cosas por el estilo. La carne tiene generalmente tanta participación en estas amistades que hay muchas probabilidades de que las inclinaciones prevalezcan sobre las más solemnes resoluciones y que el vicio irrumpa por las brechas abiertas en la decencia y que la amistad inocente debería preservar con la mayor severidad. Pero dejo que el lector de estas cosas haga sus propias reflexiones, cosa que podrá hacer con mayor efectividad que yo, que en seguida me olvido de mí misma y soy, por consiguiente, una amonestadora poco eficiente.

Así, pues, volví a estar sola en el mundo, libre de toda clase de obligaciones como esposa o como querida, excepto con mi esposo el mercader de paños, del que no tenía noticias desde hacía casi quince años, por lo que no creo que nadie pueda culparme de que me considerara libre de él, máxime teniendo en cuenta que cuando se marchó me dijo que si no tenía frecuentes noticias suyas, debía de sacar la conclusión de que había muerto y podía casarme libremente con quien quisiera.

Empecé a echar mis cuentas. Había conseguido, por medio de muchas cartas y también con la intercesión de mi madre, efectuar una segunda devolución de algunas mercancías de mi hermano en Virginia, para conseguir la indemnización por avería de la carga que traje conmigo, cosa que había de efectuarse con la condición de hacer una cesión general a su favor y enviársela por mediación de su corresponsal en Bristol. Esta condición me pareció muy dura, pero hube de prometer que cumpliría y así pude bandearme[3] tan bien que conseguí mis mercancías antes de que la cesión fuera firmada.

Después siempre encontré algún pretexto para eludir el asunto e ir demorando el objeto de la firma, hasta que, por último, alegué que tenía que escribir a mi hermano y obtener su contestación antes de poder hacer la concesión requerida.

Incluyendo este refuerzo y antes de conseguir las últimas 50 libras, encontré que en conjunto mi capital ascendía a unas 400 libras, así que llegué a tener 450. Había ahorrado otras 100 libras, pero aquí me encontré con un desastre y fue que un joyero en cuyas manos las había confiado, quebró, con lo que perdí 70 libras, pues no le pude sacar al hombre más que 30 de mis 100. Poseía un poco de vajilla, aunque no mucha, y estaba bien provista de vestidos y de ropa de casa.

Con este capital tenía yo el mundo por delante para empezar de nuevo, pero deben ustedes tener en cuenta que ya no era la misma mujer que cuando vivía en Redriff, porque, en primer lugar, tenía casi veinte años más y no estaba demasiado bien conservada, aunque no ahorraba ningún subterfugio que pudiera ayudarme a conservar la juventud, excepto pintarme, a lo que nunca recurrí por tener el suficiente orgullo para creer que no lo necesitaba, aunque siempre ha de advertirse alguna diferencia entre los veinticinco y los cuarenta y dos años.

Hice innumerables proyectos para encauzar mi vida futura y empecé a considerar muy seriamente qué debía hacer, aunque nada ocurrió. Tuve buen cuidado de que el mundo me tuviese por más de lo que era, lo que proclamaba que yo era mujer rica y que mi riqueza se encontraba en mis propias manos, siendo cierto esto último. No tenía amistades, lo que constituía una de mis mayores desgracias, y como consecuencia de ello carecía de consejeros con los que pudiera tener una asistencia y, sobre todo, no tenía a nadie a quien pudiera en confianza dar cuenta de mi situación y en cuya fidelidad y sigilo confiar. Entonces comprendí por experiencia que carecer de amistades es, después de pasar necesidad, lo peor que le puede ocurrir a una mujer. Digo a una mujer porque es evidente que los hombres pueden ser sus propios consejeros y sus propios directores y saben mejor que las mujeres cómo manejar sus negocios y salir de las dificultades. Pero si una mujer no dispone de una amistad para comunicarle sus asuntos y para aconsejarla y asistirla, se puede apostar diez contra uno que está perdida, y no solamente esto, sino que se halla expuesta a mayores peligros de ser engañada y perjudicada cuanto más dinero tenga. Éste fue precisamente mi caso en el asunto de las cien libras, al que ya he hecho mención, que dejé en manos de un joyero cuyo crédito dejaba mucho que desear, pero como yo no tenía conocimiento de ello y nadie a quien consultar, el resultado fue que me quedé sin mi dinero.

En segundo lugar, cuando una mujer es dejada en la forma que yo lo fui, abandonada y sin consuelo, es como una bolsa de dinero o una joya caídas en medio de un camino, que pueden ser presa del primero que llegue. Si éste es un hombre virtuoso y de rectos principios, al encontrarla hará que pregonen el hallazgo y su dueño puede aún tener noticias de lo que perdió, pero ¿cuántas veces en vez de caer en buenas manos no caerá en las de quien no tendrá escrúpulo de guardarla para sí?

Éste fue evidentemente mi caso, porque yo era una criatura inestable, descarriada y sin ninguna ayuda, asistencia y guía para mi conducta. Sabía lo que quería, pero no sabía cómo obtenerlo por medios directos. Quería colocarme en un lugar firme y seguro en la vida, y si hubiera dado con un marido bueno y serio, no cabe duda que hubiese sido la esposa más fiel y más honrada que la propia virtud. Si hubiera sido de otra forma, el vicio hubiera llegado a través de las puertas de la necesidad, no de la inclinación, comprendiendo harto bien, por no poder disfrutar de ella, cuánto valor tiene una vida tranquila y cuán merecedora es de que se haga todo lo posible para disfrutarla. Y no es sólo esto, sino que debería haber llevado una vida mejor por las dificultades que pasé, y cuando he sido esposa no he dado nunca a mi marido la menor inquietud con mi conducta. Pero todo esto no era nada. No encontré en ello ninguna perspectiva alentadora y esperé. Vivía con regularidad y con la frugalidad que convenía a mi situación, pero no efectué ninguna transacción, con lo que mi capital disminuía rápidamente. No sabía qué camino tomar. El temor a la pobreza, que veía aproximarse, gravitaba pesadamente sobre mi espíritu. Tenía algún dinero, pero no sabía dónde colocarlo ni podía mantenerme con el interés que me daba, por lo menos en Londres.

Finalmente comenzó una nueva escena. En la casa donde yo me alojaba había una mujer procedente del Norte y nada era tan frecuente en su conversación como la baratura de las subsistencias y lo bien que allí se vivía, lo abundante y económico que era todo, las buenas compañías que se encontraban y otras cosas por el estilo. Así, un día acabé por decirle que casi me había tentado a ir a vivir a su país porque yo era viuda y, aunque disponía de lo suficiente para ir viviendo, no tenía medios para incrementar mi capital y me había dado cuenta de que no podía vivir donde me encontraba con menos de cien libras al año, como no fuera sin compañía, sin servidumbre, sin ir a ningún sitio y permaneciendo siempre encerrada en mi casa, como por obligación me veía obligada a hacer.

Debería de haber comprendido que ella creía, como todos los demás, que yo poseía una gran fortuna o que por lo menos tenía tres o cuatro mil libras, si no más, en mi poder, porque se mostró extremadamente amable conmigo al verme decidida a trasladarme a su país. Me dijo que tenía una hermana que vivía cerca de Liverpool, que un hermano suyo era en aquella ciudad un caballero importante y que además poseía una gran finca en Irlanda. Ella iba a trasladarse allí aproximadamente al cabo de dos meses y que si yo quería ir en su compañía sería recibida con la misma cordialidad que ella y podría residir un mes o más a mi comodidad, hasta que viera si me gustaba el país y si me decidía a quedarme en él. Ella procuraría que sus familiares se ocuparan de mí, y como no acostumbran a tener huéspedes me recomendarían a otra buena familia en cuyo seno podría vivir a mi satisfacción.

Si esta mujer hubiera sabido cuál era mi verdadera situación, no me habría tendido tantos lazos ni habría dado tantos, pasos fatigosos para cazar a una criatura pobre y desolada que valdría muy poca cosa al ser atrapada. En cuanto a mí, que creía que mi caso era desesperado y que no podía empeorar más, no me importaba lo que pudiera sucederme, con tal de que no me causara alguna herida personal. Así, pues, acepté la invitación, no sin mucha insistencia por parte de la mujer y grandes demostraciones de simpatía y afecto, convenciéndome para que partiera con ella, y consiguientemente hice d equipaje y me dispuse a realizar el viaje, aunque ignoraba en absoluto a dónde iba a ir.

Me encontré entonces en un gran apuro. Lo poco que tenía era en metálico, aparte, como ya he dicho, de un poco de vajilla, ropa de casa y vestidos. En cuanto a cosas de la casa, poseía poco o nada por haber vivido siempre en pensiones, pero yo no tenía ningún amigo a quien confiar lo poco que tenía o que me aconsejara lo que debía hacer con ello, y esto me hacía estar día y noche preocupada. Pensé en el Banco y en otras empresas de Londres, pero no tenía ninguna amistad a quien confiar la administración de lo mío, y llevar conmigo billetes, cuentas, órdenes y cosas semejantes me pareció muy inseguro, pues si lo perdía me quedaba arruinada, y por otra parte, podía ser robada e incluso asesinada en algún lugar apartado a causa de ello. Todo esto me causó una extraña perplejidad y no sabía qué hacer.

Llegó una mañana a mi imaginación la idea de que podría ir yo misma al Banco, donde ya había ido a menudo a cobrar intereses y donde tuve tratos con un empleado muy amable y tan honrado que en una ocasión que por error cobré de menos, vino tras de mí y me entregó un dinero que podía haberse embolsado él con la mayor tranquilidad. Me dirigí, pues, a él, le expuse sencillamente mi caso y le pregunté si quería tomarse la molestia de ser mi consejero, pues era una pobre viuda sin amistades y no sabía qué hacer. Me dijo que si deseaba saber su opinión, por lo que a su profesión se relacionaba haría todo lo posible para que no fuera engañada, pero que en cuanto a lo demás me recomendaría a un amigo suyo, compañero de trabajo aunque no en la misma casa, cuyo juicio era bueno y en cuya honradez podía confiar.

—Yo respondo de él —añadió—, y de cualquier paso que pueda dar. Si os engañara, aunque no fuese más que en un penique, me dejaría cortar una mano. Además, él lo hace porque le gusta ayudar al prójimo, como un acto de caridad.

Me quedé un tanto sorprendida ante aquella parrafada, y después de una pausa le dije que hubiera preferido depender de él porque sabía que era honrado, pero que si esto no era posible seguiría su consejo antes que el de cualquier otra persona.

—Me atrevo a asegurar, señora —dijo— que estaréis tan satisfecha de mi amigo como de mí, y él está más capacitado para ayudaros que yo.

Parece ser que él tenía mucho trabajo en el Banco y no podía dedicar su tiempo a otros asuntos ajenos a su oficina, según luego me enteré, aunque no lo comprendiera de momento. Añadió que su amigo no me cobraría nada por su ayuda, cosa que verdaderamente me animó mucho.

Me indicó que aquella misma tarde, cuando cerraran el Banco, me reuniera con él y con su amigo. Y verdaderamente en cuanto vi a éste y empezó a hablar del asunto, mi satisfacción fue completa y me convencí de que iba a tratar con un hombre honrado. Su aspecto así lo proclamaba y su manera de proceder, según luego me enteré, era tan buena en todas partes, que ninguna otra duda volvió a asaltarme.

Después de aquel primer encuentro en el cual me limité a decir lo que ya había dicho antes, nos separamos, me citó para ir a verle el día siguiente y me dijo que mientras tanto podía hacer averiguaciones acerca de su honorabilidad, cosa que me vi imposibilitada de hacer por carecer de relaciones.

De acuerdo con lo convenido me reuní el día siguiente con él y le expuse mi caso con entera libertad. Le expliqué las circunstancias en que me hallaba, que era una viuda venida de América, totalmente sola y sin amigos, que tenía un poco de dinero, no mucho, y que temía poder perderlo, no contando con amistad alguna en el mundo a la que poder recurrir para la administración de mis bienes. Le dije también que me dirigía al norte de Inglaterra para no dilapidar mi patrimonio; que tenía depositada mi confianza en el Banco y que no me atrevía a llevar el dinero conmigo como antes, y que no sabía la forma de tener correspondencia sobre él ni con quién.

Me dijo que podía dejar depositado el dinero en el Banco en cuenta corriente, que quedaría registrada en los libros y que me permitiría disponer de él con nada más que extender un cheque, pero que no recibiría intereses por mi depósito. Que también podría comprar acciones, que me tendrían en custodia, pero que en este caso, si quería disponer del dinero, tendría que trasladarme a la ciudad para efectuar la venta y que encontraría ciertas dificultades para cobrar el dividendo semestral, a menos de contar con alguna persona a nombre de la cual pusiera las acciones para hacerlo por mí, lo cual tendría las mismas dificultades ya apuntadas. Dicho lo cual me miró con preocupación y sonrió un poco. Por último me dijo:

—¿Por qué no designáis, señora, un administrador que se encargue de vos y de vuestro dinero y de esta manera os libre de toda preocupación?

—Pero entonces, señor —le contesté—, dejaría que el dinero corriera los mismos azares.

Pero al mismo tiempo recuerdo que me dije secretamente a mí misma: «Si me hicierais la pregunta más claramente, la consideraría con seriedad antes de decir que no».

Siguió caminando a mi lado un buen rato, y en una o dos ocasiones creí que me iba a hablar seriamente, pero para mi aflicción, me descubrió que tenía esposa, aunque asegurándome al propio tiempo que la tenía y no la tenía. Entonces empecé a pensar que tal vez estaría en las mismas condiciones de mi último amante y que su esposa estaría enferma, chiflada o algo por el estilo. Sin embargo, no hablamos muchas cosas más por el momento, porque me dijo que tenía prisa a causa de sus negocios y que si yo me molestaba en pasar por su casa cuando terminara su trabajo, sería entonces cuando me diría lo que podría hacer por mí para encauzar mis asuntos dentro de unas normas de seguridad. Le dije que iría y le pregunté su dirección. Me la escribió en un papel y al dármela me la leyó y dijo:

—Aquí la tenéis, señora, si es que os atrevéis a confiar en mí.

—Sí, señor —contesté—. Creo que puedo aventurarme y confiar en vos, porque tenéis esposa, como me habéis dicho, y yo no deseo marido. Aparte de esto os confío mi dinero, que es todo lo que tengo en el mundo, y que si lo perdiera no podría ir a ninguna parte.

Él dijo entonces algunas cosas en broma muy nobles y corteses, pero que me hubieran gustado más si las hubiera dicho en serio, pero aquello pasó, yo me guardé la dirección y convine en ir a su casa aquella misma tarde, a las siete.

Cuando llegué me hizo algunas proposiciones para que colocara mi dinero en el Banco en forma que le sacara algún interés, pero había algunas dificultades en el procedimiento porque acabó diciéndome que no lo encontraba seguro. Y demostraba una sinceridad y un desinterés que empecé a meditar diciéndome que, en efecto, había dado con el hombre probo que necesitaba y que nunca podría ponerme en mejores manos. Así, pues, no pude por menos de decirle, con una gran dosis de franqueza, que todavía no me había tropezado con ningún hombre ni ninguna mujer en quien poder confiar o con quien creerme segura y que a él, en cambio, le confiaría libremente la administración de lo poco que poseía si aceptaba ser rector de una pobre viuda que no podía darle salario alguno por sus servicios.

Él sonrió y poniéndose de pie me hizo con gran respeto una reverencia. Me dijo que no podía por menos de agradecer la buena opinión que de él tenía, que no la defraudaría, que haría cuanto estuviera al alcance suyo para servirme y que no esperaba remuneración alguna. Pero que no podía aceptar una confianza que podía hacer recaer sobre él una sospecha de ser interesado, y que si yo moría podría tener algún disgusto con mis albaceas, con los que le sería muy desagradable entrar en conflicto.

Yo le dije que si todas sus objeciones eran éstas yo las eliminaría y le convencí de que no había espacio para dificultad de ninguna dase, porque, en primer lugar, si yo desconfiaba de él, sería entonces la ocasión de hacerlo y no depositar mi dinero en sus manos, con lo cual él se negaría a seguir adelante. En cuanto a lo de los albaceas, le aseguré que no tenía herederos ni parientes en Inglaterra y que no tendría otros herederos o albaceas que él, a menos que alterara mi voluntad antes de morir, cosa que no tenía intención de hacer. Que a mi fallecimiento todo sería suyo, cosa que merecería por haberme sido tan fiel como estaba segura de que lo sería.

Con mi discurso cambió la expresión de su semblante y me preguntó cómo había llegado a tener tan buena voluntad hacia él, y aparentando estar muy satisfecho me dijo que hubiese deseado ser soltero para que su dedicación hacia mí fuera completa. Yo sonreí manifestándole que no lo era, que mi ofrecimiento no tenía designio alguno sobre su persona y que no debía alimentar semejante deseo, que resultaba criminoso para su esposa.

Él me replicó que estaba equivocada, añadiendo:

—Ya os he dicho, señora, que tengo y no tengo esposa y que no incurriría en pecado alguno si deseara que la ahorcaran si con esto se arreglara todo.

—En este aspecto no sé en qué condiciones se encuentra, pero no puede ser de buena fe desear la muerte de su esposa.

—Ya os he dicho —volvió a repetir— que para mí es una esposa y no lo es y que vos no sabéis quién soy yo ni quién es ella.

—Esto es verdad, no sé quién sois, pero creo que sois un hombre honrado y ésta es la causa de la franqueza con que os he hablado.

—Bueno, bueno, creo serlo, pero soy algo más, señora. Para decíroslo sin rodeos os manifestaré que soy un marido engañado y que ella es una prostituta.

Dijo esto como bromeando, pero con una sonrisa tan desmayada que me di cuenta de lo mucho que le dolía y al decirlo su aspecto era de consternación.

—La cosa cambia entonces, no cabe duda —contesté—, pero vos sabéis perfectamente que un cornudo puede ser un hombre honrado, por lo que en el fondo la cosa queda igual. Creo además que si vuestra esposa se porta con vos de una manera tan deshonrosa, sois demasiado honrado en tenerla por mujer. Pero éstas son cosas que no me conciernen.

—No, no la disculpo, y si os he de ser sincero, señora, no soy un marido complaciente en este aspecto y os aseguro, por otra parte, que su comportamiento me llena de indignación, si bien no puedo hacer nada para remediarlo. La mujer que es una ramera, es una ramera.

Intenté desviar la conversación y empecé a hablar de mi asunto, pero me encontré con que no había terminado con sus confidencias y no tuve más remedio que dejar que continuase. Me contó todas las circunstancias de su caso, demasiado largas para relatarlas aquí. Lo más importante fue que habiendo tenido que salir de Inglaterra algún tiempo antes de ocupar el puesto que ahora tenía, en el intervalo ella tuvo dos hijos con un oficial del ejército. Cuando él regresó a Inglaterra y ante su arrepentimiento la volvió a admitir y a alimentarla, y sin embargo, poco después volvió a las andadas fugándose con el aprendiz de un pañero y robándole todo lo que pudo y que continuaba viviendo todavía con él.

—De lo que resulta, señora —dijo—, que no es prostituta por necesidad, como es la añagaza corriente entre las de su sexo, sino por inclinación, por amor al vicio.

No pude por menos de compadecerle y desear que se viera libre de ella, y aunque quise volver a hablar de mi asunto, no lo pude conseguir. Por último, me contempló con gran firmeza y me dijo:

—Escuchad, señora, habéis venido a mí para pedirme consejo y os serviré tan fielmente como si se tratara de mi propia hermana, pero hemos de cambiar las tornas y haciéndome un favor, puesto que sois tan amable conmigo, debo a mi vez pediros que me aconsejéis. Decidme, ¿qué es lo que ha de hacer un pobre hombre ofendido con una ramera? ¿Qué debo de hacer para hacer recaer sobre ella la merecida justicia?

—¡Ay, caballero, me resulta muy difícil aconsejar en una cosa semejante! —le contesté—. Si ella ha huido de vuestro lado, os veis libre de su presencia. ¿Qué más podéis desear?

—Verdaderamente, ella se ha marchado, pero ni aun así me ha dejado en paz en absoluto.

—Eso es cierto —dije—, porque puede contraer deudas en vuestro nombre, pero la ley os concede los medios de impedir que esto suceda y vos podéis hacer recaer la culpa en ella, como suele decirse.

—No; no es éste el caso, pues ya me he cuidado de ello. No hablo de esta posibilidad, sino que quisiera verme libre de ella a fin de poder casarme de nuevo.

—Entonces, caballero —le contesté—, ¿por qué no os divorciáis si podéis probar todo lo que me habéis contado? No creo que os sea difícil conseguirlo.

—Es una tramitación lenta y cara.

—Pues bien, si una mujer que os guste consigue creeros, no creo que vuestra esposa se oponga a que disfrutéis de una libertad que ella ya se ha tomado.

—Ciertamente, pero sería muy duro obligar a una mujer honrada a que pasara por eso. Y si quisiera obrar de otra manera, ya estoy bastante harto de ella para querer tener relación con otras prostitutas.

Entonces se me ocurrió pensar que si me lo pidiera a mí yo hubiese estado dispuesta a creer en su palabra con todo mi corazón.

Esto fue para mi interior, porque a él le dije:

—Con ello cerráis la puerta a cualquier mujer honrada que pueda aceptaros, condenáis de antemano a las que pudieran corresponderos y sacáis la conclusión que la mujer que os haga caso no puede ser honesta.

—Pues bien —replicó—, me gustaría que fuerais vos la que pudiera convencerme de que hay alguna mujer honrada que cargue conmigo. En este caso me aventuraría.

Y me soltó inmediatamente a boca de jarro:

—¿Queréis aceptarme, señora?

—No es una pregunta muy afortunada después de todo lo que me habéis dicho —repliqué—. Sin embargo, para que no creáis que lo que espero es una retractación por vuestra parte, os contestaré sinceramente que no, que el asunto que he venido a tratar con vos es de otra naturaleza y que no esperaba que mi dramático caso se convirtiera en una comedia.

—Por Dios, señora, mi caso es tan dramático como pueda serlo el vuestro y estoy tan necesitado de consejo como vos podéis estarlo, llegando a veces a pensar que si no encuentro alivio en alguna parte acabaré por enloquecer. No sé qué camino tomar, os lo aseguro.

—Pues bien, caballero, es mucho más fácil dar un consejo en vuestro caso que en el mío. Hablad, pues, os lo ruego, pues vuestras palabras contribuyen a que yo me anime. Si vuestro caso es tan claro como decís, podéis obtener legalmente el divorcio y después encontrar una mujer decente que conteste debidamente a vuestra pregunta. Mi sexo no escasea tanto como para que no podáis hallar esposa.

—Bueno, pues hablando con toda formalidad os diré que acepto vuestro consejo, pero ¿me permitís que os haga antes una pregunta?

—Hacedme las preguntas que queráis, siempre que no sean de la naturaleza de la que me acabáis de hacer.

—Vuestra réplica no me conviene, porque en resumidas cuentas es lo que pensaba deciros.

—En este caso ya tenéis mi contestación. Además, ¿cómo es posible que penséis tan mal de mí que de antemano queráis que os dé una contestación a una pregunta semejante? ¿Podría cualquier mujer honrada tomaros en serio o pensaría, por el contrario, que lo que pretendéis es divertiros a costa de ella?

—Podéis estar segura que yo no quiero divertirme con vos, sino que os hablo muy en serio. Tenedlo bien presente.

—Pero, caballero —le dije con cierta gravedad—, a lo que he venido aquí es a tratar de un asunto personal. Os ruego, por tanto, que acabéis de hacerme saber lo que me aconsejáis.

—Me encontraréis preparado para ello cuando volváis otro día.

—Vos me habéis impedido que lo haga.

—¿Y cómo es eso? —preguntó mirándome sorprendido.

—Porque no podéis esperar que os visite de nuevo si volvéis a insistir en lo que me habéis dicho.

—Bien, prometedme que volveréis y yo a mi vez os prometo que no os diré nada del asunto hasta que pueda conseguir el divorcio. Pero sí deseo que os preparéis para estar en la mejor disposición de ánimo cuando eso suceda, porque tenéis que ser vos la mujer que yo elija o no me divorciaré. Esto será una cosa que deberé a vuestra inesperada bondad, si no hubiera también otras razones que abonan mi pretensión.

No podía aquel hombre haber dicho nada que me gustara más. Sin embargo, sabía que el mejor camino para poder retenerlo era fingir que estaba al margen mientras la cosa fuera tan remota como parecía serlo todavía, porque ya habría tiempo de aceptar cuando llegara el momento oportuno. Así, le manifesté muy respetuosamente que ya llegaría la ocasión de considerar todas estas cosas cuando estuviera él en condiciones de hablar de ellas. Le dije que iba a alejarme de su lado y que entretanto podría encontrar alguna mujer que le gustara más. Aquí terminó de momento nuestro contacto, pues me hizo prometerle que volvería a verlo el día siguiente para tomar las resoluciones oportunas acerca de mi asunto, a lo que accedí después de hacerle rogar un poco. Aunque había avanzado mucho en mi concepto, no quería dárselo a entender.

Volví la tarde siguiente llevando a mi criada conmigo para que se diera cuenta de que tenía una sirvienta, pero la hice marcharse en seguida. Él hubiera querido que la doméstica se quedara, pero yo no lo permití, ordenándole en voz alta que volviera a buscarme a las nueve. A esto se opuso él diciéndome que con mucho gusto sería él quien me acompañara a casa, lo cual no me hizo mucha gracia, suponiendo que quería hacerlo para averiguar dónde vivía y poder hacer investigaciones acerca de mi carácter y de mi situación. Sin embargo, no pude por menos que pensar que lo que la gente de mi barrio y de los alrededores sabía de mí se inclinaba más bien a mi favor y que la consecuencia que él sacaría si efectuaba la investigación sería que yo era una mujer rica, modesta y recatada, lo cual, sea o no verdad en lo esencial, demuestra lo necesario que es para todas las mujeres que esperan algo del mundo, preservar las características de la virtud, incluso cuando haga tiempo quizá que la han sacrificado.

Descubrí, lo que no dejó de producirme una cierta satisfacción, que había preparado una cena para mí. También pude ver que vivía muy bien y que la casa estaba excelentemente amueblada, lo que me produjo asimismo el consiguiente regocijo, va que empezaba a mirar todo aquello como mío.

Mantuvimos una segunda conferencia referente al asunto principal de la primera y me expuso sus pretensiones de una manera muy convincente. Hizo protestas de afecto hacia mí no dejándome ningún resquicio para dudar de ello. Declaró que todo había empezado en el mismo momento en que me oyó hablar y mucho antes de que yo le dijera que lo dejaría heredero de todos mis efectos.

«Da lo mismo cuando haya empezado la cosa siempre que no cambie de parecer», pensé.

Entonces me dijo que mi oferta de legarle mis bienes le había molestado.

«Eso es lo que yo pretendía, pero entonces creía que erais un hombre libre», seguí pensando.

Después de haber cenado advertí que me apremiaba mucho para que bebiera dos o tres vasos de vino, a lo que no accedí por completo, pues no bebí más que uno o dos. Me dijo entonces que tenía que hacerme una proposición y que tenía que prometerle antes que si no la aceptaba no debía de tomarla a mal. Le contesté que esperaba que no me haría ninguna proposición deshonrosa, sobre todo porque me encontraba en su casa, y que si era aquél su propósito, era mejor que no me la hiciera para no verme obligada a tener contra él un resentimiento poco acorde con el respeto que me inspiraba y la confianza que en él había depositado al ir a su casa. Le rogué que me diera permiso para retirarme, y traduciendo mis palabras en actos empecé a ponerme los guantes preparándome para marcharme, aunque en realidad estaba tan poco decidida a hacerlo como él a dejar que me fuera.

No me importunó insistiendo en que me quedase, pero sí me dijo que en su mente no existía nada deshonroso hacia mí y que estaba muy lejos de pensar en proponerme algo que no estuviera dentro de los límites de la más absoluta decencia, pero que si yo seguía pensando semejante cosa, no volvería a hablarme más de ello.

Esta parte de la entrevista no me gustó en absoluto. Le manifesté que estaba decidida a escuchar lo que quisiera decirme, segura que no sería nada indigno de él ni inconveniente para mis oídos. Respecto a ello me dijo que su proposición era que me casara con él aunque no hubiera obtenido todavía el divorcio. Mi corazón saltó de júbilo a las primeras insinuaciones de esta oferta, pero era necesario seguir haciendo el papel de hipócrita, así que fingí declinar la proposición con cierto calor, condenando a la vez la cosa como muy poco noble y diciéndole que semejante proyecto no conduciría más que a meternos a los dos en grandes dificultades. Porque si al final no le fuera posible obtener el divorcio, no podríamos disolver el matrimonio ni continuar dentro de él. En caso, pues, de fallarle el divorcio, dejaba a su consideración el imaginar en qué condiciones nos encontraríamos los dos.

En resumen, llevé tan lejos la argumentación contra lo que me proponía que le convencí de que era algo carente de sentido. Entonces pensó en otra solución, que firmara y sellara con él un contrato obligándonos los dos a casarnos tan pronto como fuera obtenido el divorcio, y que quedaría sin efecto si esto no se conseguía.

Le dije que aquello era más racional que lo otro, pero como era aquélla la primera vez que me pareció lo bastante débil para hablarme en serio del asunto, no dije que sí al primer embate. Era un asunto que tenía que pensarse bien.

Jugué con este enamorado como el pescador de caña juega con la trucha. Pensé que lo tenía ya bien sujeto al anzuelo, así que me permití burlarme de su nueva proposición e hice que desistiera de su propósito. Le dije que sabía muy poco de mí y le rogué que se enterase bien de quién era. Después le permití que me acompañara hasta mi casa, aunque sin invitarle a entrar, porque, según le dije, no me parecía decente.

En resumen, me aventuré a rechazar la firma de un contrato matrimonial y la razón de que procediera así fue la señora que con tanto empeño me había invitado a que fuera con ella a Lancashire. Había insistido tanto en ello y me ofrecía allí un cuadro tan lleno de venturas y de cosas buenas que me tentó a ir y probarlas. «Quizá —pensé— pueda llegar a enmendarme». Así, pues, me decidí sin muchos escrúpulos de conciencia a abandonar a aquel honrado ciudadano, del cual no estaba lo suficientemente enamorada como para no poder dejarlo por otro que fuera más rico.

En una palabra, evité el contrato y le dije que me marchaba al Norte y que ya le mandaría mi dirección para que pudiera escribirme y que me comunicara lo que hubiera del asunto que le había confiado. Le manifesté que dejaba en sus manos una prenda que demostraba la gran confianza que me inspiraba él, puesto que le hacía entrega de casi todo lo que tenía en el mundo y le daba mi palabra de que tan pronto como hubiera conseguido divorciarse de su esposa, si quería enviarme noticias de ello, volvería a Londres y entonces podríamos hablar seriamente de lo que me proponía.

Era un proyecto ruin por mi parte, he de confesarlo, aunque los motivos de la invitación que había recibido eran mucho peores que los míos, como pude descubrir por los hechos que se produjeron. Pues bien, me fui con mi amiga, como yo la llamaba, a Lancashire. Durante todo el camino me trató con los miramientos del afecto más sincero y desinteresado. Satisfizo todos los gastos de ruta, excepto el alquiler del carruaje, y su hermano fue a recibirnos en un coche señorial a Warrington, y desde allí fuimos conducidas con toda la ceremonia que yo podía esperar a Liverpool. Nos invitaron a permanecer tres o cuatro días en una casa muy bien puesta de un mercader de aquella ciudad, cuyo nombre me abstengo de dar por lo que después sucedió.

Después mi amiga me dijo que iba a conducirme a casa de un tío suyo. Su tío, como ella le llamaba, nos envió un coche de cuatro caballos, en el que recorrimos una distancia de cuarenta millas en una dirección que me era desconocida.

Llegamos a la residencia de un caballero, donde había una familia numerosa y un gran parque, y cuyas gentes llamaban «prima» a mi amiga.

Yo le dije que si su intención había sido traerme a una casa como ésta, debía habérmelo dicho para prepararme debidamente y traer mis mejores vestidos. Las señoras de la casa se enteraron de esto y muy gentilmente me aseguraron que en su país no se valoraba, como sucedía en Londres, a las personas por sus vestidos; que su prima ya les había informado de mi calidad y que no necesitaba vestidos para sobresalir. En una palabra, me agasajaron no como lo que era, sino como lo que ellas suponían que debía ser, esto es, una señora viuda muy rica.

El primer descubrimiento que hice fue que todos los miembros de la familia profesaban la fe católica y la prima, a la que yo llamaba mi amiga, también. Sin embargo, debo decir que nadie en el mundo podía haberse portado mejor conmigo y que me dispensaban la misma cortesía que si yo hubiera sustentado sus mismas creencias. La verdad es que yo no tenía principios de ninguna clase en lo referente a religión y allí aprendí a hablar favorablemente de la Iglesia católica. Les dije particularmente que yo veía únicamente unos prejuicios de educación en todas las diferencias religiosas que había entre cristianos y que si mi padre hubiese sido católico, no cabía ninguna duda que habría estado muy contento de que la religión de ellas hubiera sido la mía.

Esto pareció gustarles mucho y día y noche me vi rodeada de buena compañía y grata conversación. Había dos o tres señoras de edad que se dedicaron a instruirme sobre temas religiosos y yo me sentía tan complacida que aunque no me comprometí a nada no tuve inconveniente en asistir a su misa y a efectuar los gestos que me enseñaron a hacer en ella para no parecer que los despreciaba, de manera que en lo esencial les animé a creer que podría convertirme al catolicismo si me instruían en la doctrina católica como ellas la llamaban, y así quedó la cosa.

Permanecí allí seis semanas, y después mi guía me llevó a un pueblo del país, situado a unas seis millas de Liverpool, donde su hermano, como ella lo llamaba, vino a visitarme en su coche, con un porte muy arrogante, acompañado de dos lacayos con buenas libreas. Lo primero que hizo aquel hombre fue hacerme el amor. Con todas las cosas que me habían sucedido, tenía motivos para pensar que no era fácil que me engañasen y, en efecto, pensé que en Londres tenía una carta segura por jugar y decidí no abandonarla a menos que las cosas cambiaran mucho. Sin embargo, bajo todos los aspectos, aquel individuo era un buen partido digno de mi atención, ya que se calculaba que sus rentas eran de mil libras al año, aunque su hermana me dijo que eran mil quinientas, estando sus fincas situadas en su mayoría en Irlanda.

Yo, que pasaba por tener también una gran fortuna, me hallaba muy por encima de toda pregunta que pudiera hacérseme sobre el particular, y mi falsa amiga, deduciéndolo de cierto rumor estúpido, la había elevado de quinientas libras a cinco mil y cuando llegó a su país la calculó por su cuenta en quince mil libras. El irlandés, pues aquel hombre lo era, debió de perder la cabeza al pensar en semejante cebo, pues me cortejó, me hizo toda clase de regalos y se llenó de deudas, como un inconsciente, por los gastos que su equipo y su galanteo le ocasionaron. Su porte, he de decirlo para ser justa con él, era el de un caballero extremadamente bien parecido, alto, de airosa constitución y con mucha labia. Hablaba con tanta naturalidad de su parque, de sus cuadras, de sus caballos, de sus cotos de caza, de sus bosques, de sus arrendatarios y de sus criados como si yo hubiese estado ya en su casa solariega y hubiera visto todo esto con mis propios ojos.

Nunca me hizo la menor pregunta acerca de mi fortuna o de mis fincas, pero en cambio me aseguró que cuando llegásemos a Dublín me haría cesión de unas fincas de buena tierra que rendían seiscientas libras anuales y que podíamos ya extender un contrato o documento para el cumplimiento de ello.

Era éste en verdad un lenguaje al que yo no estaba acostumbrada y así experimenté una emoción más allá de toda medida. Tenía en todo momento una diablesa a mi lado que no cesaba de decirme lo bien que vivía su hermano. Unas veces venía a recibir mis órdenes acerca de qué color quería que fueran pintados mis coches y de qué manera debían ser tapizados y otras a consultarme con qué ropaje quería que fuera vestido mi escudero. En resumen, que me había deslumbrado y había perdido la facultad de decir que no a nada. Para abreviar esta historia diré que accedí a casarme y que para que la ceremonia fuera en privado fuimos a hacerlo al interior del país donde nos unió en matrimonio un clérigo católico tan efectivamente como podría haberlo hecho cualquier párroco de la Iglesia de Inglaterra.

No me es posible decir si me hacía muchas reflexiones acerca del vergonzoso abandono en que dejaba a mi fiel administrador que tan sinceramente me quería y que estaba tratando de librarse de la impúdica ramera que tan cruelmente se había comportado con él, prometiéndose una gran felicidad con su nueva elección, que había recaído en quien estaba ahora dispuesta a entregarse a otro de una manera casi tan escandalosa como la que había sido norma de su indigna esposa.

Pero el deslumbramiento de las grandes fincas y otras hermosas perspectivas que la criatura engañada y ahora a su vez engañadora presentaba ante mi imaginación, me apremiaba de tal manera que no me dejaba tiempo para pensar en Londres y en nada que allí hubiera y mucho menos en la obligación que tenía hacia un hombre infinitamente de un valor más real que el que entonces tenía ante mí.

Pero la cosa estaba hecha y yo me encontraba ya en los brazos de mi nuevo esposo, que parecía seguir siendo el mismo que antes, grande hasta la magnificencia y con un tren de vida que no podría sufragarse por menos de mil libras al año.

Cuando llevábamos casados cosa de un mes, me empezó a hablar de mi traslado a West Chester con objeto de embarcar con destino a Irlanda. Sin embargo, no se dio mucha prisa, porque todavía continuamos donde estábamos otras tres semanas, pasadas las cuales envió a buscar a Chester un coche que tenía que llevarnos hasta la Black Rock, que es como la llaman, al otro lado de Liverpool. En aquel lugar nos embarcamos en una bonita lancha de seis remos llamada pinaza, trasladando a sus criados, sus caballos y su equipaje, según me dijo, en un transbordador. Se excusó conmigo diciéndome que no tenía amistades en Chester, por lo que iría él antes a esta ciudad para buscarme un alojamiento digno en alguna casa particular. Le pregunté cuánto tiempo permaneceríamos en Chester y me contestó que no más de una o dos noches y que alquilaría inmediatamente un coche para ir a Holyhead. Entonces le dije que no tenía que tomarse la molestia de alquilar habitaciones particulares para pasar una o dos noches, porque siendo Chester una ciudad populosa no me cabía duda de que debían de haber muy buenas fondas. Así fuimos a alojarnos en una fonda de West Street, no lejos de la Catedral. No recuerdo ahora el nombre que tenía.

Una vez allí, y hablando de nuestra marcha a Irlanda, mi esposo me preguntó si tenía algún asunto que solventar en Londres antes de marcharnos. Le dije que no, que los que tenía eran de muy poca importancia y que podían arreglarse perfectamente por carta desde Dublín.

—Esposa mía —me dijo con el mayor respeto—, supongo que la mayor parte de tu fortuna, que mi hermana me ha dicho que consiste principalmente en dinero depositado en el Banco de Inglaterra, se encuentra perfectamente seguro donde está, pero en caso de que hubiera que realizar alguna transferencia o modificar de alguna manera su propiedad, tal vez fuera conveniente trasladarse a Londres para arreglar las cosas antes de embarcar.

Debí de parecer muy sorprendida y le dije que no lo entendía, que no tenía, que yo supiese, dinero en el Banco de Inglaterra y que esperaba que no pudiera decir que yo le había dicho nunca tal cosa. Me contestó que, efectivamente, nunca me había oído decirlo, pero que su hermana le aseguró que era en dicho establecimiento bancario donde tenía yo la mayor parte de mi fortuna.

—Y si lo he mencionado, querida —aseguró—, ha sido por si hubiese habido necesidad de arreglar algo o dar alguna orden, sin tener que sufrir molestias y riesgos innecesarios con otro viaje.

Añadió que no quería que me expusiera demasiado viajando por mar.

Esta conversación me llenó de extrañeza y empecé a meditar muy seriamente qué podría significar, y se me ocurrió pensar si mi amiga, que lo llamaba su hermano, me habría presentado a él pintándome con unos colores que no eran los verdaderos. Me dije que habiendo llegado al pináculo en que me encontraba, se abría ahora a mis pies una sima cuya profundidad tenía que conocer antes de salir de Inglaterra y ponerme en no sabía qué manos en un país extranjero.

A la mañana siguiente llamé a su hermana a mi habitación para tratar de todo esto, dándole a conocer la conversación que tuvimos su hermano y yo la noche antes, conminándola a que me dijera lo que le había contado de mí y en qué circunstancias había forjado mi matrimonio. Reconoció que le dijo que yo poseía una gran fortuna, cosa que le dijeron en Londres.

—¡Qué os lo dijeron! —prorrumpí, indignada—. ¿Pero cuándo os he dicho yo semejante cosa?

Me contestó que, en efecto, yo no se lo había dicho, pero que en diversas ocasiones yo le aseguré que podía disponer de todo lo que tenía.

—En efecto —repliqué rápidamente—, pero nunca os manifesté que poseyera nada que pudiera calificarse de fortuna. Todo lo que tengo en el mundo no pasa de cien libras o del valor de cien libras. Si hubiera tenido una fortuna, ¿por qué habría ido con vos al norte de Inglaterra con el fin de poder vivir con mayor economía?

Al decir estas palabras, que pronuncié en tono alto y apasionado, entró en la habitación mi esposo y hermano suyo, como ella lo llamaba, y me agradó que pasara y se sentase, porque tenía algo importante que decir a los dos, que era absolutamente necesario que él escuchase.

Mi esposo pareció un poco desconcertado ante el aplomo con que yo parecía expresarme, y entró y se sentó después de cerrar la puerta. Después de esto empecé a hablar experimentando una gran excitación cuando me dirigí a él.

—Temo, «querido» —le dije con una gran amabilidad— que has sido objeto de un engaño y que has sufrido un gran perjuicio, sin reparación posible, al casarte conmigo, y como sea que en ello no he tenido yo arte ni parte, deseo ser absuelta de toda culpa y que ésta recaiga sobre quien la tenga y en nadie más, porque yo me lavo las manos de todo lo ocurrido.

—¿Qué perjuicio pueden haberme hecho, querida, al casarme contigo? Creo que todo redunda en honor y ventaja para mí.

—Te lo explicaré en seguida y temo que no tengas razón alguna para pensar que has sido bien tratado. Pero por lo menos te convenceré, querido, de que no he intervenido en nada.

Hice una breve pausa durante la cual él pareció intimidado y aturdido. Desde luego, empezaba a sospechar lo que iba a oír a continuación. Sin embargo, mirándome, se limitó a decir:

—Sigue.

Y permaneció en silencio para escucharme.

Yo dije:

—Anoche te pregunté si alguna vez me he jactado ante ti de mi fortuna o si te he dicho que tenía un capital en el Banco de Inglaterra o en cualquier otro lugar, y reconociste que no, como es la verdad. Y —ahora quiero que me digas aquí, delante de tu hermana, si te he dado en alguna ocasión motivo para que lo creyeras así o si hablamos alguna vez sobre el particular.

Reconoció que no, pero dijo que siempre le parecí una mujer rica, que seguía confiando en que lo era y que esperaba no haber sido engañado.

—No estoy tratando de averiguar si habéis sido engañado o no, aunque me temo que sí y que yo también lo he sido. De lo que trato es de librarme del cargo injusto que pueda recaer sobre mí de haber querido engañaros. Le estaba preguntando a vuestra hermana si yo le había dicho en alguna ocasión que tenía capital o fincas y si le había dado algún detalle sobre el particular, y ella no ha podido por menos de reconocer que nunca le he dicho tal cosa. Os ruego, señora —añadí volviéndome hacia ella— que seáis justa conmigo ante vuestro hermano y me acuséis, si podéis, de haberos hablado alguna vez de mi fortuna. Si fuera así, ¿por qué habría venido con vos a este país con la finalidad de ahorrar lo poco que tenía y vivir con menos dinero?

Ella no pudo negar nada de lo que yo decía, pero manifestó que en Londres le aseguraron que yo tenía una gran fortuna depositada en el Banco de Inglaterra.

—Y ahora, querido —manifesté volviéndome de nuevo hacia mi esposo—, sed justo conmigo y decidme ¿quién es la que nos ha engañado a los dos, hasta el punto de haceros creer que yo era poseedora de una gran fortuna, haciendo que me cortejarais para llegar a este matrimonio?

A él le era imposible pronunciar palabra, pero señaló a la mujer con el dedo, y después de una pequeña pausa lo invadió el acceso de cólera más violento que jamás haya podido ver en hombre alguno en mi vida. La maldijo y la llamó las peores cosas que puedan decirse a una mujer. La acusó de haberlo arruinado y declaró que le había asegurado que yo tenía quince mil libras y que debía de darle a ella cinco mil por procurarle un casamiento tan ventajoso. Después añadió, dirigiendo entonces su discurso a mí, que no tenía nada de hermana suya, que no había sido sino su coima[4] dos años antes, habiéndole entregado ya cien libras como parte de su trato y que estaba perdido si las cosas eran como yo decía. En la rabia que le dominaba aseguró que iba inmediatamente a arrancarle el corazón, lo que atemorizó a la mujer y a mí también. Ella se puso a dar gritos afirmando que todo lo había oído en la casa donde yo me alojaba. Pero esto enfureció todavía más a mi marido, pues ella había jugado con él y había llevado las cosas tan lejos sin otra base que haber oído un simple rumor. Luego, dirigiéndose otra vez a mí me dijo con una gran sinceridad que temía que fuéramos los dos los que estuviéramos perdidos.

—Porque honradamente, querida, he de decirte que yo no tengo fincas y que lo poco que poseía me lo ha hecho dilapidar esta diablesa cortejándote y haciéndome adquirir estos bagajes.

Ella aprovechó la oportunidad de que me estuviese hablando seriamente para salir de estampía de la habitación y nunca más la volví a ver.

Yo me encontraba en aquellos momentos tan desconcertada como él y no sabía qué decir.

Pensé que, por diversas razones, era yo la que había llevado la peor parte, pues al decirme que estaba perdido y que no tenía ninguna finca no dejé de sentir cierta turbación.

—Así, pues —le dije—, todo ha sido una conjura infernal y nos encontramos casados sobre la base de un doble fraude. Tú parece que estás perdido por el desengaño sufrido y si yo poseyera una fortuna también habría sido engañada, ya que dices que nada tienes.

—Hubieras sido, desde luego, engañada, pero no te hubieses arruinado, porque quince mil libras nos hubieran mantenido muy lindamente en este país. Te aseguro que estaba decidido a dedicarte hasta el último groat[5], que no te hubiese engañado ni en un solo chelín y que por lo demás te hubiera dedicado todo mi afecto y toda mi ternura durante el resto de mi vida.

Esto era verdaderamente honrado y me pareció que sentía lo que decía y que hubiera sido el hombre más idóneo para hacerme feliz, dado su temperamento y su manera de conducirse, de cuantos hasta entonces había conocido, pero sin fortuna y lleno de deudas por este ridículo episodio, las perspectivas que teníamos ante nosotros no podían ser más funestas y terribles y yo no sabía qué decir ni qué hacer.

Por fin pude decirle que realmente era una desgracia que tanto amor y tan buenas cualidades como había descubierto en él se hundieran de aquella manera en la miseria, que no veía ante nosotros más que desolación, y que en cuanto a mí, desdichadamente, lo poco que tenía encima no podría resolvernos ni el problema de una semana. Acto seguido saqué un billete de veinte libras y once guineas sueltas, cantidad que le dije que había ahorrado de mi exigua renta, y mi capital, según lo que aquella vil criatura me había asegurado, serviría solamente para asegurarme la subsistencia durante tres o cuatro años.

Añadí que si me quitaban lo poco que poseía me quedaría en la indigencia y que él ya sabía cuál era la situación de una mujer entre extraños cuando se queda sin dinero. Sin embargo, le dije que si lo quería, aquel dinero sería suyo.

Me contestó, mostrando una gran ternura y creo que hasta con lágrimas en los ojos, que no lo tocaría, que le resultaba odioso pensar en despojarme de lo que tenía y así hacerme desgraciada y que a él le quedaban todavía cincuenta guineas, que poseía en este mundo. Y al decir esto las sacó, arrojándolas sobre la mesa y me rogó que las cogiera, aunque por su falta él tuviera que morirse de hambre.

Le repliqué, sintiendo el mismo interés por él, que no podía soportar que hablase de aquella manera y que si, por el contrario, podía proponerme algún método posible de vida haría cuanto fuera posible por amoldarme a ella y que viviría con las estrecheces que fueran precisas.

Me rogó que no siguiera hablando de aquella manera porque acabaría por hacerle enloquecer.

Me dijo que había sido educado como un caballero, aunque con una fortuna reducida, y que solamente le quedaba un camino a seguir, y es lo que haría, a menos que yo pudiera contestarle a una pregunta, a la que, sin embargo, no quería que le contestara si no quería o no podía. Le dije que le contestaría con toda la sinceridad posible y que si era o no a satisfacción suya era cosa que yo no podía decir.

—Entonces, querida, dime con sinceridad. Con lo que tú tienes ¿podríamos vivir juntos en alguna forma o en alguna situación o lugar, o no? Por suerte mía no había revelado hasta entonces mi personalidad ni las circunstancias de mi vida, y al ver que no podía esperar nada de él, a pesar de su simpatía y a pesar de lo honrado que parecía ser, como no fuera vivir con lo que yo sabía que no había de tardar en ser gastado, resolví ocultarlo todo a excepción del billete de Banco y de las once guineas que poseía, que con gusto daría por bien perdidos por encontrarme en el lugar en que él me encontró. Realmente tenía en mi poder otro billete de treinta libras, que era todo lo que había traído para poder subsistir en el país por no saber lo que me podía acontecer, ya que aquella mujer, la intermediaria que de aquella manera nos había traicionado a los dos, me había hecho creer que me casaría, ventajosamente en el país, y yo no quería estar sin dinero por lo que pudiera acontecer. Oculté el billete, y esto me hizo sentirme más libre, dadas las circunstancias, aunque en realidad lo compadeciera a él cordialmente.

Volviendo a su pregunta, le aseguré que no lo había engañado voluntariamente y que no lo haría nunca. Sentía mucho manifestarle que con lo poco que tenía no podríamos vivir los dos, que no era ni siquiera suficiente para que yo sola pudiera subsistir en el sur de la nación y que ésta fue la razón de que me pusiera en manos de aquella mujer que se titulaba hermana suya, que me había asegurado que podría vivir muy bien en una ciudad llamada Manchester, donde no había estado todavía, con seis libras anuales solamente y que no ascendiendo mis ingresos a más de quince libras al año, pensé que me sería posible tener un buen pasar con aquella suma, en espera de tiempos mejores.

Él asintió con una inclinación de cabeza y permaneció en silencio. Los dos pasamos una velada melancólica. Cenamos, sin embargo, juntos y cuando nos encontrábamos casi al final de la cena, él pareció encontrarse mejor y más animado y pidió una botella de vino.

—Vamos, querida —dijo—, aunque el caso sea apurado, no hay razón para sentirnos desanimados. Tómalo de la mejor manera que puedas. Yo trataré de encontrar un camino u otro. Si, por lo menos, tú puedes subsistir, eso es mejor que nada. Intentaré luchar. El hombre ha de pensar como un hombre porque sentirse desanimado es tanto como rendirse al infortunio.

Diciendo esto llenó su vaso y brindó a mi salud, cogiéndome una mano y apretándola fuertemente mientras bebía y declarando que su principal interés se centraba en mí.

Poseía un espíritu verdaderamente sincero y animoso y esto resultaba más aflictivo para mí. Proporciona un cierto consuelo ser arruinada por un hombre de honor y no por un granuja. Aquí el gran desengaño estaba de su parte, porque realmente había gastado una gran suma de dinero, alucinado por su alcahueta, y era lamentable el triste fin a que había llegado. Debe observarse la bajeza con que había obrado aquella mujer, que para conseguir un centenar de libras, dejó sin ningún escrúpulo que él gastara tres o cuatrocientas, que era probablemente todo lo que tenía en el mundo, sin otro fundamento para decir que yo era dueña de una gran fortuna que una simple charla ante una mesita de té. Indudablemente el propósito de él de engañar a una mujer rica era una bajeza. Fingirse rico ante una realidad miserable constituía un fraude y era una cosa reprobable.

Pero el caso aquí era un poco diferente a favor suyo, porque él no era, después de todo, un libertino que hacía un oficio de engañar a las mujeres, como muchos hacen, apoderándose de seis o siete fortunas, una tras otra, para huir después con su botín. Él era, a pesar de todo, un caballero, desgraciado y pobre, pero había vivido bien, y si yo hubiese sido realmente rica me habría encolerizado contra la mala mujer que me había engañado, pero por lo que afectaba al hombre, el dinero no hubiera ido a caer en malas manos, porque era un ser encantador, de generosos principios, buen sentido y una gran simpatía.

Mantuvimos una conversación íntima aquella noche porque ninguno de los dos durmió mucho. Se mostró arrepentido de haberme hecho víctima de sus engaños como si hubiera sido una felonía que había puesto en práctica, y me ofreció de nuevo hasta el último chelín que poseía diciéndome que ingresaría en el ejército y buscaría más por el mundo.

Le pregunté por qué había sido tan poco misericordioso de quererme llevar a Irlanda cuando podía suponer que no le sería posible mantenerme allí. Entonces me cogió entre sus brazos y me dijo:

—Querida mía, puedes creerme si te digo que nunca tuve la intención de ir a Irlanda y mucho menos llevarte a ti hasta allí, sino que llegué hasta donde nos encontramos con el fin de estar fuera de la observación de la gente que pudiera haberse dado cuenta de lo que pretendía y además para que nadie pudiera pedirme el dinero que le debía hasta que hubiera estado en condiciones de proporcionárselo.

—Entonces —pregunté—, ¿qué es lo que hubiéramos hecho a continuación?

—Te hubiera confesado, querida, todo el plan, como lo hago ahora. Me proponía preguntarte algo acerca de tu fortuna, cosa que hice como has visto, y cuando hubiese llegado a algún acuerdo contigo sobre el particular, habría aplazado con cualquier excusa el viaje a Irlanda por algún tiempo, dirigiéndome primero a Londres. Entonces hubiera sido cuando te habría confesado el verdadero estado de mis asuntos haciéndote saber que había hecho uso de todos mis subterfugios para obtener tu consentimiento, no quedándome ya nada que hacer sino solicitar tu perdón y decirte, como ya te lo he manifestado, con qué empeño trataría de hacerte olvidar el pasado con la felicidad de nuestro porvenir.

—Verdaderamente —le aseguré— creo que no hubieras tardado en conquistarme, y me causa una viva aflicción que no me encuentre en condiciones de hacerte ver lo fácilmente que me hubiera reconciliado contigo y decirte que te perdonaba el engaño de que me habías hecho víctima en gracia a tu simpatía. Pero, querido, ¿qué es lo que podemos hacer ahora? Los dos estamos hundidos, así que ¿qué otra cosa mejor podemos hacer que reconciliarnos en vista de que no tenemos con qué vivir?

Hicimos muchos proyectos, pero todos irrealizables, puesto que no teníamos nada para empezar. Por último me pidió que no habláramos más de ello porque le daba una pena enorme. Así, pues, nos dedicamos a hablar un rato de otras cosas hasta que finalmente nos entregamos al sueño.

Por la mañana él se levantó antes que yo. Había permanecido casi toda la noche despierta, y como tenía mucho sueño permanecí acostada hasta cerca de las once.

Durante este tiempo él cogió sus caballos, sus ropas y su equipaje y se marchó con sus tres criados dejándome sobre la mesa una carta llena de emoción, que decía así:

Querida mía:

Soy un perro. He abusado de ti, pero me he visto arrastrado a hacerlo por una vil criatura contra mis principios y las reglas generales de mi vida. ¡Perdóname, amada mía! Te pido perdón con la más profunda sinceridad. Soy el más miserable de los hombres por haberte engañado de esta manera. He sido muy feliz al poseerte y ahora me veo obligado a huir de tu lado. ¡Perdóname, querida! Lo repito, ¡perdóname! Me es imposible ver tu vida arruinada por mí siendo yo incapaz de mantenerte. Nuestro matrimonio ha dejado de ser. Nunca podré volver a verte, por lo que te devuelvo tu completa libertad. Si te es posible volver a casarte ventajosamente, no dejes de hacerlo por mí. Te juro por mi le y empeñando mi palabra de honor que nunca perturbaré tu reposo si llego a enterarme de ello, lo cual, sin embargo, no es muy probable. Por otra parte, si no te casas y la buena fortuna me sonríe, sería tuya, dondequiera que te encontrases.

He dejado en tu bolsillo parte de mi dinero. Toma un asiento con tu sirvienta en la diligencia de Londres. Creo que será suficiente para sufragar el viaje hasta allí sin tocar lo tuyo. De nuevo y sinceramente solicito tu perdón, cosa que haré cuantas veces piense en ti. ¡Adiós para siempre, amada mía! Recibe todo el cariño de J. E.

Nada de cuanto me había sucedido hasta entonces en mi vida se me metió tan profundamente en el corazón como este adiós. Le reproché mil veces en mi fuero interno que me abandonara porque hubiera ido gustosa con él por todo el mundo aunque hubiera tenido que mendigar un trozo de pan. Metí la mano en el bolsillo y encontré en él diez guineas, su reloj de oro y dos pequeñas sortijas, una con unos pequeños diamantes, que valdría únicamente unas seis libras, y la otra un aro sencillo.

Me senté y permanecí inmóvil mirando aquellas cosas dos horas, sin hablar apenas palabra, hasta que mi sirvienta me interrumpió para decirme que la cena estaba ya servida. Comí muy poco, y después de comer me atacó un acceso de llanto. De vez en cuando lo llamaba por su nombre, que era James. «¡Oh, Jemmy —exclamaba—, vuelve a mí, vuelve a mí! Te daré todo lo que tengo, pediré limosna por ti, pasaré hambre contigo». Y de esta manera recorría desesperada la habitación, me sentaba de vez en cuando y luego volvía a pasear pidiendo a gritos que volviera y cayendo de nuevo en mis arranques de desesperación. Así me pasé la tarde, hasta las siete aproximadamente.

Cuando estaba a punto de oscurecer, pues nos encontrábamos en el mes de agosto, ante mi indecible sorpresa, él volvió a la fonda, sin ningún criado, y vino directamente a mi habitación.

Yo me encontraba en la más inimaginable de las confusiones, lo mismo que él. Yo no podía imaginar qué era lo que tenía que hacer y empecé a malquistarme conmigo misma, no sabiendo si estar triste o alegre. Pero mi cariño influyó sobre todo lo demás y me fue imposible ocultar mi alegría, que era demasiado intensa para hacerme sonreír y que me hizo estallar en sollozos. Apenas entró en la habitación, corrió hacia mí, me apretó fuertemente entre sus brazos y casi me dejo sin respiración con sus besos, pero no pronunció ni una palabra.

Finalmente, fui yo la que dije:

—¿Cómo es posible, amor mío, que ahora te vayas sin mí? A esto él no contestó porque le era imposible hablar. Cuando nuestro éxtasis se aminoró un tanto, me dijo que había recorrido unas quince millas, pero que no había podido ir más lejos sin volver a verme de nuevo y despedirse de mí una vez más.

Le explique de qué forma había pasado mi tiempo y cómo le había llamado a gritos para que volviese. Me dijo que me había oído claramente cuando pasaba por el bosque de Delamere, lugar situado a unas doce millas de distancia de donde nos encontrábamos. Yo sonreí.

—No creas que bromeo —dijo—. Oí perfectamente tu voz que me llamaba a gritos e incluso a veces creía verte que corrías detrás de mí.

—¿Qué es lo que decía? —le pregunté, porque no le había dicho las palabras que pronuncié.

—¡Oh, Jemmy, oh, Jemmy, vuelve, vuelve!

Yo no pude por menos de echarme a reír.

—No te rías, amada mía —me dijo—, pues puedes creerme que oí tu voz tan claramente como en este momento estás tú oyendo la mía. Si lo deseas, iré ante un magistrado para prestar juramento de ello.

Empecé entonces a sentirme asombrada y sorprendida y hasta algo asustada y le volví a preguntar, como antes, qué había hecho realmente y que palabras había pronunciado.

Después de solazarnos un rato con esto, le dije:

—Bueno, pues ya no volverás a marcharte de mi lado. Recorreré el mundo entero si fuera preciso.

Me dijo que para él resultaría muy duro dejarme, pero puesto que debía de ser así, esperaba que yo lo tomara con la mayor calma que pudiera porque para él representaría la perdición que barruntaba.

Sin embargo, me dijo que consideraba que había hecho mal de haber dejado que viajara hasta Londres sola, lo cual representaba un largo viaje, y que puesto que a él le daba lo mismo seguir ese camino que cualquier otro, me acompañaría hasta llegar a mi destino o cerca de él y que cuando se marchara de mi lado sin despedirse no lo debía de tomar a mal, cosa esta que me hizo prometerle.

Me contó que había despedido a sus tres criados y que había vendido sus caballos y que envió a aquéllos a que se buscaran la vida, todo ello en poco tiempo, en una ciudad situada al borde del camino y cuyo nombre no recordaba.

—Cuando me quede solo —dijo—, hube de derramar algunas lágrimas pensando cuánto más felices eran aquellos criados que su amo, porque ellos podían dirigirse a la casa del primer caballero que encontraran, ofreciendo sus servicios, mientras que yo no sabía dónde dirigirme ni qué hacer de mí.

Le dije que me sentía profundamente desgraciada de tener que separarme de él y que no podía sucederme cosa peor, y que puesto que había vuelto no me separaría de él si quería admitirme a su lado, dondequiera que fuese o hiciera lo que quisiera. Y que, entretanto, estaba de acuerdo en que fuéramos juntos a Londres, pero que no podía acceder a que me abandonase, como se proponía hacer. Le dije bromeando que si hacía tal cosa, iría tras el llamándole a grandes voces como había hecho antes para que volviera. Cogí después su reloj y se lo devolví, así como sus dos anillos y sus diez guineas, pero él no quiso tomarlo, lo que me hizo sospechar que su determinación era, en efecto, abandonarme por el camino.

La verdad es que, dadas las circunstancias en que se encontraba, las apasionadas expresiones de su carta, el caballeroso trato, lleno de bondad, de que me había hecho objeto en el curso de todo este asunto y el interés que mostraba por mí en la forma de repartir conmigo las pocas cosas que le habían quedado de su propiedad, todo ello se unió para ocasionar tal impresión sobre mí que realmente llegué a quererle con ternura y me resultaba insoportable el pensamiento de separarme de él.

Dos días después de esto abandonamos Chester, yo en la diligencia y el a caballo. A mi sirvienta la despedí en Chester. Él se mostró opuesto a que me quedara sin criada, pero era una muchacha que tomé en el campo y, como estaba decidida a no tener servidumbre en Londres, le dije que hubiera sido inhumano llevarme a la pobre chica para despedirla al llegar a la ciudad, aparte de que habría sido una carga innecesaria durante el camino, y con estas razones acabé por convencerle.

Me acompañó hasta Dunstable, unas treinta millas antes de llegar a Londres, y allí me dijo que la fatalidad y sus propios infortunios le obligaban a dejarme, y que, además, no le convenía ir a Londres por razones que no tenía ningún objeto para mí conocer, y vi cómo se preparaba para partir. La diligencia en que viajaba no se detenía generalmente en Dunstable, pero deseando permanecer allí un cuarto de hora, a todos les satisfizo descansar un rato en la posada del lugar, en la que entramos.

En la posada, le dije que no tenía que pedirle más que un favor, y era que puesto que él no quería seguir más adelante, me permitiera quedarme en su compañía una o dos semanas en aquella localidad, con objeto de que durante este tiempo pudiéramos pensar algo que evitase lo desastroso que sería para los dos una separación definitiva, y que yo tenía de momento algo que ofrecerle que nunca le había dicho y que quizás encontrara beneficioso para los dos.

Era una proposición razonable para ser rechazada, por lo que llamó a, la dueña del establecimiento y le dijo que su esposa se había puesto enferma, tan enferma que no podía pensar en reanudar el viaje en la diligencia, que la había fatigado casi hasta ponerle en las puertas de la muerte. Le preguntó si podría encontrarnos alojamiento durante dos o tres días en alguna casa particular donde yo pudiera descansar un poco del viaje que tanto me había fatigado. La posadera, una buena mujer, educada y amable, vino inmediatamente a visitarme; me dijo que disponía en la casa de dos o tres habitaciones muy buenas, completamente apartadas del bullicio, y que estaba segura de que si las veía me gustarían, y que pondría una de sus criadas exclusivamente a mi servicio. Todo esto era tan amable que yo no podía hacer otra cosa que aceptar y darle las gracias. Fui a ver las habitaciones, y me gustaron mucho, pues eran muy alegres y estaban muy bien amuebladas. Pagué, pues, la diligencia, saqué de ella nuestro equipaje y me decidí a permanecer un corto espacio de tiempo en la posada.

Le dije a mi esposo que viviríamos en ella hasta que se me acabara el dinero que tenía y que no le permitiría gastar un solo chelín de su propiedad. Tuvimos una cariñosa discusión por esto, pero le dije que era la última vez que iba a gozar de su compañía, y deseaba que me permitiera mandar sólo en aquello y que él gobernase en todo lo demás, y acabó por acceder.

Una tarde, cuando paseábamos por el campo, le insinué que iba a hacerle la proposición de que le había hablado. Le conté que había vivido en Virginia, que tenía una madre que creía que vivía aún allí, aunque mi esposo hacía algunos años que había fallecido. Le dije que de no haber perdido mis bienes, que de paso aumenté bastante, hubieran sido suficientes para evitar que hubiéramos de separarnos de aquella manera. Le informé después de la forma que las gentes van a aquellos países a colonizar, donde se les entrega, por la Constitución, cierta cantidad de terreno, y que el que tienen que comprar es a un precio tan bajo que no vale la pena ni mencionarlo.

Le hice a continuación un relato completo y claro de la naturaleza de las plantaciones y cómo llevando mercancías inglesas por valor de dos o trescientas libras, con algunos criados y herramientas, cualquier hombre laborioso podría fundar una familia y en muy pocos años estar seguro de levantar una hacienda.

Le di a conocer la naturaleza de los productos de la tierra, cómo era acondicionado y preparado el campo y cómo se producían en él las cosechas corrientes, y le demostré que en muy pocos años, con tales comienzos, estaríamos tan seguros de ser ricos como ahora lo éramos de ser pobres.

Mi explicación lo sorprendió y la hicimos tema de todas nuestras conversaciones durante el tiempo que estábamos juntos. Además, se lo puse por escrito demostrando que era moralmente imposible, siguiendo una razonable buena conducta, no prosperar allí y vivir bien.

Le dije después qué medidas tomaría para conseguir aquella suma de trescientas libras y discutí con él que sería bueno poner un fin a nuestras desdichas y restablecer nuestra posición en el mundo, tal como los dos deseábamos. Añadí que al cabo de siete años, si vivíamos, podíamos encontrarnos en situación de dejar en buenas manos nuestras plantaciones y regresar a Inglaterra recibiendo las rentas de las mismas, y vivir aquí y disfrutar de ellas. Le puse el ejemplo de algunos que lo habían hecho así y se encontraban en la actualidad viviendo en muy buena posición.

En una palabra, insistí tanto que casi accedió, pero antes de convencerlo hubo sus más y sus menos, hasta que finalmente se volvieron las tornas y empezó a hablar casi del mismo proyecto, pero respecto a Irlanda.

Me dijo que un hombre que se aviniera a la vida campesina y que pudiera contar con un pequeño capital con que empezar podría encontrar allí fincas por 50 libras al año, tan buenas como las que aquí costaban 200; que la tierra era tan rica y las cosechas tan abundantes que si no queríamos ahorrar mucho, podíamos estar seguros de vivir tan ricamente con ello como un caballero con una renta anual de 3000 libras en Inglaterra, y que a él se le había ocurrido el plan de dejarme a mí en Londres e ir allí a probar, y que si encontraba una base de vida adecuada digna de mí, cosa que estaba seguro de hallar, vendría a recogerme.

Yo sentí ante esta proposición un gran temor de que quisiera cogerme la palabra, o sea, disponer de mis limitados bienes y llevárselos a Irlanda para hacer el experimento. Pero era demasiado honrado para desearlo o para aceptarlo en caso de que yo se lo ofreciera. Se me anticipó añadiendo que iría y probaría fortuna de aquella manera. Creía que podría encontrar algo con qué vivir y que después, añadiendo lo mío a lo suyo, podríamos vivir como merecíamos. Pero que no aventuraría ni un solo chelín de mi propiedad hasta que hubiese probado con un poco, y me aseguró que si no encontraba en Irlanda nada que mereciese la pena, volvería a mi lado para intentar mi proyecto en Virginia.

Hablaba con tanto empeño de que su plan fuera el primero en ponerse en práctica, que no pude contradecirlo. Sin embargo, me prometió formalmente que tendría noticias suyas poco después de llegar a su destino y que me haría saber si su proyecto respondía a sus esperanzas, y que si no encontraba probabilidades de éxito yo podía aprovechar la ocasión para preparar el otro viaje asegurándome que se trasladaría en mi compañía a América con todo su deseo de triunfar.

No pude infundirle otra idea que ésta que se le había metido en la cabeza. Sin embargo, estas conversaciones nos llevaron casi un mes, durante el cual disfruté de su compañía, que realmente era la más divertida que he tenido en toda mi vida. Durante este tiempo hizo que le contara toda mi vida, verdaderamente extraordinaria y con variedades suficientes para colmar una historia más brillante que la mía, porque sus aventuras e incidentes eran superiores a cuanto yo había leído impreso. Ya tendré ocasión de hablar de ello.

Por último, nos separamos con el mayor disgusto por mi parte, y realmente él también se fue de mi lado contra su voluntad, pero la necesidad le obligaba a hacerlo, porque tenía muy buenas razones para no querer ir a Londres, como me enteré más ampliamente algún tiempo después.

Le di mi dirección donde podía escribirme, aunque seguí reservándome mi gran secreto y no falté nunca a mi resolución, que era no darle a conocer mi verdadero nombre, quién era o dónde se me podría encontrar. Por su parte me hizo saber en qué forma tenía que escribirle para que mi carta pudiera llegar a su poder.

El día siguiente de separarnos llegué a Londres, pero no fui directamente a mi antiguo alojamiento. Por otra razón especial tomé una vivienda particular en St. John’s Street, cerca de Clerkenwell. Allí, perfectamente sola, tuve el sosiego necesario para descansar y reflexionar seriamente acerca de mis andanzas durante aquellos siete meses, pues no había sido menos el tiempo que había estado ausente. Pensé en las horas agradables que había pasado con mi último esposo con el más infinito de los placeres. Pero este buen recuerdo se vio considerablemente amortiguado algún tiempo después, al darme cuenta de que volvía a estar embarazada.

Esto era algo perturbador, dada la dificultad que tenía ante mí de dónde podría ir a dar a luz, pues era una de las cosas más delicadas que podían ocurrir en aquellos tiempos a una mujer extranjera, y además no tenía amigos y no podía contar con un aposento seguro, pues no lo tenía ni podía proporcionármelo.

Durante todo aquel tiempo había tenido buen cuidado de sostener correspondencia con mi honrado amigo del Banco, o por mejor decir, él se había preocupado de mantener correspondencia conmigo, y aunque yo no había gastado mi dinero con la suficiente rapidez para pedirle más, le escribía a menudo para hacerle saber que estaba viva. Había dejado instrucciones en Lancashire para que las cartas que me enviara me fueran reexpedidas, y durante mi reclusión en St. John’s Street, recibí de él una carta muy amable en la que me decía que el asunto de su divorcio iba por buen camino, pese a haber encontrado algunas dificultades con las que no había contado.

No me disgustó en absoluto la noticia de que el proceso fuera más difícil de lo que había esperado, porque aun cuando no me encontraba todavía en condiciones de contar con él ni iba a cometer el disparate de casarme sabiendo que iba a tener un hijo de otro hombre, como sé que algunas mujeres se aventuran a hacer, no quería tampoco perderlo, y en una palabra, resolví hacerme con él cuando estuviera restablecida.

Por las apariencias me di cuenta de que no volvería a saber más de mi esposo, y como el honrado amigo del Banco había insistido durante todo el tiempo que me casara con él y me había asegurado que no estaba dispuesto a cambiar de opinión, no tuve ningún escrúpulo en resolverme a hacerlo si yo podía y él seguía en sus trece. Desde luego, tenía buenas razones para creerlo así por las cartas que me escribía, que eran las más obsequiosas y amables que puedan soñarse.

Empecé a aumentar de volumen y las personas en cuya casa me alojaba se dieron cuenta de ello, y con todas las buenas maneras que les fue posible me indicaron que debía empezar a pensar en marcharme de allí. Esto me puso en un gran aprieto, embargándome una gran melancolía, porque verdaderamente no sabía qué camino tomar. Tenía dinero, pero no amistades, y tenía que contar sólo conmigo para tener la criatura, dificultad que nunca me había sobrevenido hasta entonces, como las circunstancias de mi historia han puesto hasta aquí de manifiesto.

En el transcurso de mi embarazo enfermé seriamente y mi melancolía hizo que aumentara el mal humor que me dominaba. Mi enfermedad resultó ser solamente unas fiebres intermitentes, pero en verdad mi temor era que iba a abortar. En realidad, este temor no lo era porque hubiera estado contenta de que así fuese, aun cuando nunca tuve el pensamiento de provocar un aborto voluntariamente, pues, debo decirlo, me repugnaba.

Sin embargo, hablando de ello en la casa, la dueña me recomendó que fuera a ver a una comadrona. Al principio me resistí, pero acabé por acceder aunque diciéndole que yo no conocía ninguna comadrona, y dejando el asunto en sus manos.

Parece ser que la dueña de la casa no era tan ignorante en casos como el mío como yo había pensado al principio, y así se presentaba ahora enviándome a una comadrona adecuada, adecuada para mi caso, quiero decir.

La mujer parecía tener mucha experiencia de comadrona, pero tenía también otra vocación, en la cual era una experta como pocas mujeres lo son. Mi patrona le había dicho que yo me encontraba en un gran estado de melancolía y que esto me había perjudicado mucho, y una vez en mi presencia, le dijo:

—Señora B… (que era el nombre de la comadrona), creo que el mal de esta señora es de una índole que entra dentro de lo que vos tratáis. Por tanto, si podéis hacer algo por ella, hacedlo, pues es una dama digna de respeto.

Y dicho esto, salió de la habitación dejándonos a solas.

Realmente yo no sabía lo que había querido decir, pero tan pronto como se marchó mi hada madrina, ella empezó a explicarme sus palabras.

—Señora dijo, parece que no comprendéis lo que vuestra patrona ha querido expresar, y cuando lo entendáis no debéis en absoluto tener necesidad de dárselo a entender.

Hizo una breve pausa y prosiguió:

—Ha querido decir que os encontráis en determinadas circunstancias que pueden hacer que el parto sea difícil para vos y que no queréis exponeros a ello. No quiero añadir nada más, sino deciros que si lo creéis oportuno debéis comunicarme todos los detalles de vuestro caso, cosa que estimo necesaria aunque no quiero entremeterme en vuestros asuntos, pues quizás esté en disposición de ayudaros, tranquilizándoos y librándoos de vuestros tristes pensamientos sobre el particular.

Las palabras que pronunciaba aquella mujer resultaban tan cordiales para mí que infundieron nueva vida y nuevo espíritu en mi corazón. Mi sangre volvió a circular normalmente y me sentí otra mujer. Comí con apetito y en todos los aspectos experimenté una mejoría. Me dijo muchas otras cosas sobre el mismo tema y habiéndome instado a que me franqueara con ella y prometiéndome de la manera más solemne mantener el secreto, hizo una pausa como si esperara a ver el efecto que me había causado y qué era lo que yo diría.

Yo me encontraba demasiado persuadida de la necesidad que tenía de una mujer semejante para no aceptar su ofrecimiento. Le dije que mi caso era en parte lo que sospechaba y en parte no, porque en realidad estaba casada y tenía un marido, pero que por entonces se encontraba en unas circunstancias especiales y tan lejos que no le era posible presentarse públicamente.

Me interrumpió diciéndome que aquello no era asunto suyo y que todas las mujeres que recurrían a ella eran casadas desde su punto de vista.

—Todas las mujeres que van a tener un hijo tienen un padre para él —dijo.

Añadió que si el padre era esposo o no era esposo, no era asunto de su competencia. Su oficio era asistirme en las circunstancias en que me encontraba, tanto si tenía marido como si no lo tenía.

—Porque, señora —agregó—, tener un esposo que no puede presentarse es tanto como no tenerlo y, por tanto, si vos sois esposa o querida es lo mismo para mí.

Vi, pues, que tanto si era una mujer inmoral como una esposa, tenía que pasar por lo primero, así que dejé de preocuparme. Le manifesté que lo que había dicho era la verdad, pero que, no obstante, si debía explicarle mi caso tenía que decirle cómo era. Así, pues, se lo expliqué con la mayor brevedad que me fue posible, y terminé con estas palabras:

—Si os he molestado con lo que os he contado no es porque tenga importancia para vuestra profesión, como vos me habéis dicho antes, sino que os lo digo con la finalidad de que sepáis que me es indiferente por completo que mi caso sea secreto o público. Lo único que me preocupa es que no tengo amistades de ninguna clase en esta parte del país.

—Le comprendo perfectamente, señora —me contestó—, pero no tenéis la seguridad de impedir las impertinencias de la parroquia, usuales en casos semejantes, y quizá no sepáis qué hacer con la criatura cuando nazca.

—Esto último me preocupa más que lo primero.

—Pues bien, señora —replicó la comadrona—, ¿estáis decidida a poneros en mis manos? Vivo no lejos de aquí. Aunque no quiero hacer averiguaciones respecto a vos, vos podéis hacerlas de mí. Mi nombre es B. y vivo en tal calle, donde hay un letrero con una cuna. Soy comadrona y muchas señoras han venido a mi casa a dar a luz. En términos generales, he inspirado confianza a la parroquia acerca de lo que puede ocurrir bajo mi techo. En todo este asunto no tengo que haceros más que una sola pregunta y, si me contestáis a ella, todo lo demás será completamente fácil para vos.

Comprendí lo que quería decir y, acto seguido, le contesté:

—Señora, creo comprenderos. Doy gracias a Dios de que aun cuando estoy faltada de amistades en esta parte del mundo, no me falta el dinero, en cuanto pueda ser necesario, si bien tampoco me sobra.

Esto último lo añadí para que no creyera que podía esperar de mí grandes cosas.

—Pues bien, señora —me contestó—, ésta es la cosa sin la cual nada puede hacerse en estos casos y, sin embargo, ya observaréis que no pretendo engañaros ni ofreceros nada que pueda ser oneroso para vos, y si lo deseáis, os lo haré saber de antemano para que el precio se adapte a vuestras posibilidades y sea más o menos elevado, según os parezca.

Le dije que parecía que se había dado cuenta de mi situación y que no tenía que decirle otra cosa sino lo que ya le había manifestado: que disponía de dinero suficiente, pero no en gran cantidad, y que había que organizar las cosas de manera que quedaran eliminados de la cuenta todos los gastos superfluos.

Me dijo que me presentaría de antemano dos o tres presupuestos diferentes, a fin de que escogiera el que más me gustara. Esto era lo que yo deseaba que hiciese.

El día siguiente me trajo copias de los presupuestos siguientes:

1. Por tres meses de alojamiento en su casa, incluida la manutención, a razón de 10 chelines semanales 6 £ 0 s. 0 d.

2. Por una enfermera durante un mes y uso de ropa de niño 1£. 10 s. 0 d.

3. Por un clérigo para cristianar al niño, más los padrinos y el monaguillo 1£. 10 s. 0 d.

4. Para la cena del bautizo, con cinco amigos invitados 1 £. 0 s. 0 d.

5. Por los honorarios de comadrona 3 £. 3 s. 0 d.

6. Sueldo de una criada 0 £. 10 s. 0 d.

Total 13 £. 13 s. 0 d.

Éste era el primero. El segundo estaba concebido en unos términos parecidos:

1. Por tres meses de alojamiento etcétera, a 20 chelines semanales 13 £. 0 s. 0 d.

2. Por una enfermera durante un mes y uso de ropas y encajes 2 £. 10 s. 0 d.

3. Por un clérigo, etcétera 2 £. 0 s. 0 d.

4. Cena y dulces 3 £. 3 s. 0 d.

5. Honorarios como los anteriores 5 £. 5 s. 0 d.

6. Por la criada 1 £. 0 s. 0 d.

Total 26 £. 18 s. 0 d.

Éste era el segundo. El tercero, según dijo, era el más costoso, y se aplicaba cuando aparecían el padre o los amigos:

Por tres meses de alojamiento y manutención, con dos habitaciones y un cuarto para la sirvienta 30 £. 0 s. 0 d.

2. Por una enfermera durante un mes y ropa de la más fina para el niño 4 £. 4 s. 0 d.

3. Por un clérigo, etcétera 2 £. 10 s. 0 d.

4. Cena 6 £. 0 s. 0 d.

5. Honorarios 10 £. 10 s. 0 d

6. Por la criada, aparte de la propia 0 £. 10 s. 0 d.

Total 53 £. 14 s. 0 d.