Mi verdadero nombre es tan conocido en los registros y en los anales de Newgate y en el Old Bailey, donde todavía hay pendientes algunas cosas relativas a mi conducta particular, que no es de esperar que lo ponga ni que cuente la historia de mi familia en esta obra. Tal vez después de mi muerte se conozca, pero, ahora, no sería conveniente, ni siquiera en el caso de que se concediera un perdón general, incluso sin excepción alguna de personas o delitos.
Será, pues, suficiente que les diga que, como algunos de mis compañeros peores que no están ya en situación de poder perjudicarme por haber salido de este mundo, por vía del cadalso o de la cuerda, la gente me conocía por el nombre de Moll Flanders. Y así es como les ruego que me permitan que me nombre hasta que me atreva a declarar quién he sido, así como quién soy.
He oído contar que en una nación vecina, no sé si será en Francia o donde quiera que sea, existe una orden del rey, según la cual, cuando un criminal es condenado, ya sea a muerte, a galeras o a deportación, si deja algún niño, que, por lo general, queda sin recursos, por la pobreza de sus padres o por haberles sido confiscados sus bienes, el Gobierno se hace cargo inmediatamente de él y lo mete en un hospital que se llama la Casa de los Huérfanos, donde los niños en estas condiciones son criados, vestidos, alimentados e instruidos y, cuando están en condiciones de salir, los colocan en industrias o en otros servicios, de manera que puedan proveer sus propias necesidades con una conducta honrada y laboriosa.
Si esto se hubiese hecho en nuestro país, yo no habría sido una pobre niña desolada, sin amigos, sin vestidos, sin ayuda ni valedor en el mundo, como era mi destino serlo, por lo cual, no sólo quedaba expuesta a grandes miserias, aun antes de que fuera capaz de comprender mi situación o de saber cómo remediarlo, sino que me llevaba a una forma de vida que no sólo era escandalosa en sí misma, sino que, inevitablemente, conducía a una rápida destrucción, tanto del cuerpo como del alma.
Pero aquí las leyes son muy distintas. Mi madre fue juzgada y condenada por un robo tan insignificante que casi no vale la pena mencionarlo; en suma: por haber aprovechado la oportunidad de tomar prestadas a cierto pañero, de Cheapside, tres piezas de holanda fina. Las circunstancias del hecho son demasiado largas para repetirlas, pero, además, las he oído contar tantas veces de distinta manera que difícilmente puedo estar segura de cuál es la verdadera versión.
Sea como sea, todos convienen en que mi madre hizo constar el estado en que se hallaba y habiéndose comprobado que, en efecto, esperaba un hijo, se le concedió una tregua de siete meses. Durante este tiempo me trajo al mundo, y cuando estuvo repuesta, se le confirmó, como se dice, la sentencia que pesaba sobre ella, pero se le concedió la gracia de ser deportada a las plantaciones. Yo tenía entonces medio año de edad y mi madre me dejó. Y lo malo es que me dejó en malas manos.
Por tratarse de cosas sucedidas en los primeros días de mi vida, no puedo contar nada por mí misma, sino solamente por lo que he oído. Basta que les diga que por haber nacido en un lugar tan poco feliz, yo no tenía parroquia a la que acudir para mi nutrición en la infancia. Tampoco puedo dar ningún detalle de cómo logré sobrevivir, sino solamente mencionar que algún pariente de mi madre cuidó de mí un cuanto tiempo como nodriza, pero no sé nada en absoluto a expensas ni bajo la dirección de quién.
Lo primero que puedo recordar, porque es lo primero que logré saber de mí, son mis andanzas errabundas con una tribu de esas gentes a las que se les llama gitanos o egipcios. Sin embargo, creo que estuve poco tiempo con ellos, porque no llegaron a decolorar o teñir mi piel, como suelen hacer con los niños pequeños que llevan con ellos en sus correrías. Tampoco puedo decir cómo llegué a estar con ellos ni cómo pude dejarlos.
Fue en Colchester, de Essex, donde nos separamos y tengo una cierta noción de que los dejé yo, es decir, que me escondí y no quise ir más con ellos, pero no puedo afirmar nada en concreto sobre este particular. Lo único que recuerdo es que al ser cogida por los agentes parroquiales de Colchester, les dije que había llegado a la ciudad con los gitanos, pero que no había querido seguir más con ellos, por lo cual me habían dejado, pero que no sabía adónde habían ido. Ellos no podían esperar que yo lo supiera, y por más que recorrieron la comarca en su busca no los encontraron.
Había llegado a un punto en que iba a tener cubiertas mis necesidades, pues aunque por mandato de la ley yo no podía ser una carga parroquial en ninguna parte de la ciudad, cuando mi caso fue conocido y se vio que era demasiado pequeña para hacer trabajo alguno, ya que no tenía más de tres años, los magistrados se compadecieron y ordenaron que se me atendiera de algún modo, de manera que pasé a ser como uno de los nativos del lugar sin haber nacido en él.
En la provisión que hicieron para mí tuve la suerte de que me mandaran a nodriza, como ellos decían, o sea a la casa de una mujer que era muy pobre, desde luego, pero que había estado en mejor situación y que, para vivir modestamente, aceptaba cuidar de niños que se hallaban en la situación en que yo estaba, atendiéndolos en todas sus necesidades, hasta que llegaban a la edad en que se suponía que ya podían ponerse a servir o ganarse su propio sustento.
Aquella mujer tenía también una pequeña escuela, en la que enseñaba a los niños a leer y a trabajar, y como antes había vivido en mejor situación, como ya he dicho, educaba a los niños con mucho arte y con gran cuidado.
Pero lo que es aún mejor, los educaba religiosamente, pues era una mujer muy piadosa, limpia y muy de su casa, de buenos modales y buen comportamiento. Así es que con la sola excepción de la comida sencilla, el alojamiento basto y los vestidos malos, se nos criaba de una manera tan modosa y elegante como si hubiéramos ido a la escuela de danza.
Estuve allí hasta los ocho años. Cuando llegó la noticia de que los magistrados (creo que era así como los llamaban) habían ordenado que fuera a servir, me llenó de terror. Poco era el servicio que podía yo hacer, fuera donde fuera que me mandasen, a no ser recados y servir de ayudante a alguna cocinera. Todo esto me llenaba de espanto, porque sentía una gran aversión a ir de servicio, como llamaban a hacer de criada. Aunque era tan joven, le dije a mi nodriza, que así es como la llamábamos, que creía poderme ganar el sustento sin ir a servir, si ella me lo permitía. Me había enseñado a trabajar con la aguja y a hilar estambre, que es la ocupación principal en aquella ciudad, y le dije que si quería seguir teniéndome yo trabajaría para ella y trabajaría mucho.
Seguí hablándole casi diariamente de mi trabajo y, en suma, no hice más que trabajar y llorar todo el día, lo que apenó tanto a la buena señora, que, al final, llegó a estar preocupada por mí porque me quería mucho.
Un día entró en la habitación donde nosotros, pobres críos, estábamos trabajando y se sentó junto a mí, no en su lugar habitual de maestra, sino como si quisiera ver cómo trabajaba. Yo estaba haciendo una labor que ella me había mandado. Recuerdo que cosía unas camisas que le habían encargado. Al cabo de un rato, empezó a hablarme:
—Vos, niña tonta —me dijo—, estáis llorando siempre. Decidme, ¿por qué lloráis?
—Porque se me llevarán de aquí —dije yo— y me pondrán a servir y yo no puedo con el trabajo de una casa.
—Bueno, chiquilla —dijo ella—. Aunque no podáis hacer ahora el trabajo de una casa, aprenderéis con el tiempo. Además, al principio, no van a poneros a hacer cosas duras.
—Sí lo harán —dije yo—. Y si no puedo hacerlo todos me pegarán y las criadas me obligarán a hacer los trabajos duros y yo no soy más que una niña pequeña y no podré hacerlo.
Y me eché a llorar otra vez, hasta que ya no pude hablar más.
Esto conmovió a mi buena nodriza y fue entonces cuando decidió que yo no iría aún a servir. Me dijo que no llorara más y me prometió que hablaría con el señor alcalde para que no fuese a servir hasta que fuera mayor.
Desde luego, esto no me satisfizo porque pensar que tenía que ir a servir era tan espantoso que si me hubiesen asegurado que no iría hasta que tuviese veinte años, me habría dado lo mismo… Habría estado llorando todo el tiempo con el solo consuelo de que, al fin, tenía que ser.
Cuando vio que de ningún modo me calmaba, empezó a enfadarse conmigo.
—Pero ¿qué es lo que queréis? ¿No os digo que no iréis a servir hasta que seáis mayor?
—Sí —repuse—, pero al fin tendré que ir.
—¿Qué? ¿Cómo? —protestó entonces ella—. ¿Está loca esta chica? ¿Qué quisierais ser? ¿Una dama?
—Sí —dije yo.
Y volví a echarme a llorar hasta que me quedé otra vez sin habla.
Como pueden pensar, esto hizo que la anciana se echara a reír.
—Bien, señora, ciertamente —dijo mofándose de mí—. Vos quisierais ser una dama. Por favor, decidme. ¿Cómo lo haréis para llegar a ser una dama? ¿Lo haréis con la punta de los dedos?
—Sí —contesté con toda inocencia.
—Bueno, ¿cuánto podéis ganar? —me preguntó—. ¿Cuánto ganáis con vuestro trabajo?
—Tres peniques cuando hilo —dije yo— y cuatro peniques cuando puedo hacer trabajo de costura.
—¡Ay, pobre dama! —dijo otra vez riendo—. ¿Y qué haréis con esto?
—Me mantendrá —dije yo— si me dejáis que sigo viviendo con vos.
Y lo dije en un tono de súplica tan patético, que, según me dijo luego la señora, hizo que su corazón se apiadase de mí.
Pero dijo ella.
—Esto no os mantendrá ni servirá para compraron vestidos, y, entonces, ¿quién deberá comprar los vestidos de la joven dama?
—Entonces, trabajaré más —dije yo— y todo será para vos.
—¡Pobre niña! Eso no os bastará —repuso—. Difícilmente os llegará para comprar unas chucherías.
—Entonces, no compraré chucherías —repliqué con toda mi inocencia—. Dejadme que viva con vos.
—Pero ¿podréis vivir sin vituallas? —dijo ella.
—Sí —dije otra vez, como un crío que era, según pueden suponer, y llorando desconsoladamente.
No había ningún artificio en todo esto. Fácilmente puede verse que era espontáneo. Iba acompañado de tanta inocencia, pero también de tanta pasión, que, al final, también la anciana se echó a llorar y lloró tanto como yo. Después me cogió y me sacó de la clase.
—Venid —me dijo—. No iréis a servir, viviréis conmigo.
Por el momento, aquello me tranquilizó.
Algún tiempo después fue a visitar al alcalde y hablando con él de sus cosas salió a relucir mi historia, que mi buena nodriza contó por entero al alcalde. A éste le agradó tanto, que llamó a su esposa y a las dos niñas para que la oyeran, y puedo asegurarles que todas se divirtieron mucho con ella.
Sin embargo, aquella vez no pasó nada. Sólo fue cuando, de repente, se presentó la señora alcaldesa y sus dos hijas en la casa para visitar a mi anciana nodriza y para ver la escuela y los niños. Cuando habían estado recorriendo las clases un rato, la alcaldesa dijo a mi nodriza:
—Bien, señora, decidme, por favor, ¿dónde está aquella pequeña niña que quiere ser una dama?
Al oírlo, me sentí aterrada, aunque no supe ni sé por qué. La señora alcaldesa se llegó hasta mí.
—Bueno, señorita —me dijo—, ¿y qué trabajo es el que estáis haciendo ahora?
La palabra «señorita» pertenecía a un lenguaje que difícilmente se oía en la escuela, de manera que me quedé preguntándome qué cosa triste me estaría llamando. No obstante, me levanté e hice una reverencia, y ella cogió el trabajo que tenía yo en la mano, lo miró y dijo que estaba muy bien. Después me cogió una mano.
—Bien —dijo—. Esta niña puede llegar a ser una dama; nadie puede decir lo contrario. Tiene unas manos muy finas y delicadas.
Esto me gustó mucho, pueden estar ustedes seguros. Pero la señora alcaldesa no se detuvo aquí, sino que, después de devolverme mi labor, se metió la mano en el bolsillo, me dio un chelín y me recomendó que pusiera gran cuidado en mi trabajo y aprendiera a hacerlo muy bien, y que, a su juicio, podía darse el caso de que yo llegara a ser una dama.
Pues bien, en aquella época, mi buena y anciana nodriza, la señora alcaldesa y todos los demás no me comprendían en absoluto, porque para ellos la palabra dama significaba una cosa completamente distinta de lo que yo quería decir; porque lo que yo quería decir cuando hablaba de ser una dama, es que aspiraba a ser capaz de trabajar por mi cuenta y ganar lo suficiente para huir del peligro de ir a servir y lo demás; en cambio, ellos pensaban en una vida de grandezas y de lujos, en una posición elevada y no sé qué otras cosas.
Cuando la alcaldesa se fue, entraron sus dos hijas y preguntaron también por la dama y estuvieron un buen rato hablando conmigo, y yo les contesté con mis maneras inocentes, pero siempre que me preguntaban si quería ser una dama, contestaba que sí. Finalmente, una de ellas, me preguntó qué era una dama. Esto me sumió en una gran confusión, pero, finalmente lo expliqué en sentido negativo; es decir, que era la mujer que no iba a servir, a hacer trabajos caseros. Se mostraron muy amables conmigo y les agradó mi ingenua charla, la que, según parece, les divirtió un poco y también me dieron dinero.
El dinero se lo di todo a mi maestra nodriza, como yo la llamaba, y le dije que cuando llegase a ser una dama le daría todo mi dinero al igual que hacía ahora. Por ésta y otras manifestaciones mías, mi anciana tutora empezó a comprender qué era lo que yo quería decir por ser una dama y lo que entendía por este calificativo y que era tan sólo poder ganarme el pan con mi trabajo, y, finalmente, me preguntó si, en efecto, era así.
Yo le dije que sí, e insistí mucho en ello, pues hacer esto era ser una dama, porque, añadí, había una mujer que remendaba puntillas y planchaba sombreros de señoras y yo quería ser como ella.
—Ella —advertí— es una dama y la llaman señora.
—¡Pobre niña! —comentó mi buena nodriza—. No cuesta mucho ser una dama como ella porque es una mujer de mala fama y ha tenido dos o tres bastardos.
No comprendí nada de esto, pero contesté:
—Estoy segura de que la llaman señora y de que no va a servir ni hace trabajos caseros.
Y, muy convencida, insistí en que debía de ser una dama y yo quería serlo igual que ella.
También de esto se enteraron las señoras, como es lógico, y les hizo mucha gracia y, de vez en cuando, las hijas del alcalde venían a verme. Al llegar, preguntaban dónde estaba aquella pequeña dama, lo cual me hacía sentir muy orgullosa de mí misma.
Esto duró mucho tiempo. Aquellas señoritas siguieron visitándome y a veces traían a otras. Así llegó a conocérseme en casi toda la ciudad.
Tenía entonces diez años y empezaba a apuntar en mí algo de la futura mujer. Era muy seria y humilde, de buenos modales y como había oído decir a las señoritas que era muy bonita y que sería una mujer muy hermosa, pueden estar seguros de que, el oírlo, me hizo sentir un poco orgullosa. No obstante, este orgullo no tenía aún malos efectos para mí. Sólo que, como a menudo me daban dinero y yo se lo daba a mi institutriz, ella, muy honesta, lo gastaba todo en mí, comprándome sombreros, ropa interior y guantes y cintas y yo iba siempre muy primorosa y limpia, pues esto sí que lo tenía, que aunque llevara andrajos siempre iba limpia, pues cuando estaban sucios yo misma los lavaba. Como digo, mi buena nodriza, cuando me daban dinero, muy honestamente lo gastaba en mí y luego les contaba a las señoras lo que había comprado con su dinero, lo que hacía que le dieran más. Sin embargo, un día fui llamada por los magistrados, según creí, para que me pusiera a servir, pero entonces yo ya me había convertido en una trabajadora tan buena y las señoras eran tan generosas conmigo que era evidente que ya podía mantenerme a mí misma, es decir, que podía ganar lo suficiente para que mi nodriza pudiera mantenerme.
Así, pues, les dijo que si se lo permitían, ella se quedaría con la dama, como así me llamaban, para ser su ayudante y enseñar a los niños, cosa que yo era muy capaz de hacer, porque yo era muy aplicada con mi trabajo y tenía buena mano para la aguja, aunque fuese todavía tan joven.
Pero la bondad de las señoras de la ciudad no terminó aquí, pues cuando llegaron a enterarse de que ya no me mantenía la asistencia pública, me dieron dinero más a menudo que antes, y a medida que fui haciéndome mayor me proporcionaron trabajo para hacer para ellas, como ropa interior y puntillas para remendar y sombreros para arreglar y no sólo me pagaron por hacerlo sino que me enseñaron cómo podía hacerlo, de manera que entonces sí que fui una dama de verdad en el sentido que yo entendía esta palabra, tal como había deseado serlo. Por aquel entonces, tenía ya doce años y no sólo me pagaba mis vestidos y daba dinero a mi nodriza para mi manutención, sino que también tenía dinero para mí.
Las señoras también me daban a veces vestidos suyos o de sus niñas y medias y enaguas y todo ello mi nodriza me lo administraba tal como lo haría una verdadera madre, me lo cuidaba y me obligaba a remendar las prendas, volverlas y arreglarlas de la mejor manera posible, porque era una magnífica ama de casa.
Finalmente, una de las señoras se prendó tanto de mí que quiso que fuera a vivir en su casa un mes, según dijo, para que estuviese con sus hijas.
Ahora bien, como mi buena anciana le dijo que, aunque esto era muy bondadoso de su parte, a menos que decidiera quedarse conmigo para siempre, me haría más mal que bien.
—Bien —dijo la señora—, esto es verdad. Por tanto, me la llevaré a casa una semana a fin de poder ver cómo mis hijas y ella congenian, y si me gusta su carácter ya le diré lo que sea. Entretanto, si alguien viene a verla como acostumbran, puede usted decirles simplemente que está en mi casa.
Así se hizo prudentemente y yo fui a casa de la señora, y tan bien me encontraba allí con las señoritas y ellas estaban tan encantadas conmigo, que me costó mucho trabajo dejarlas y, asimismo, ellas se mostraron muy poco dispuestas a separarse de mí.
No obstante, me fui y viví casi un año más con mi honrada nodriza y entonces empecé ya a ser una gran ayuda para ella porque ya tenía casi catorce años, era alta para mi edad y parecía una mujercita. Pero le había cogido gusto a la vida elegante de la casa de la señora y ya no me encontraba tan bien como antes en mi antiguo alojamiento y pensaba que era en verdad estupendo ser una dama de verdad, porque ahora tenía ya una noción completamente distinta de antes de lo que era una dama, y como pensaba, tal como he dicho, que era estupendo ser una dama, por esto me gustaba estar entre damas y, por tanto, deseaba volver a vivir allí.
Cuando tenía catorce años y tres meses, mi buena nodriza, a la que mejor debiera llamar madre, cayó enferma y murió. Entonces me encontré en una situación verdaderamente triste, porque de la misma manera que no se necesita mucho para poner fin a la familia de una persona cuando el cuerpo de un padre o una madre ha sido llevado a la sepultura, también una vez enterrada la pobre mujer los bedeles se llevaron inmediatamente a los chicos de la parroquia, la escuela fue cerrada y los que asistían a ella no pudieron hacer otra cosa que quedarse en sus casas hasta que los mandaran a otra parte. El resto, su hija, una mujer casada con seis o siete chiquillos, vino e inmediatamente se lo llevó todo y, al llevárselo, no tuvieron ninguna atención conmigo.
Se limitaron a burlarse de mí y a decir que la pequeña dama podía arreglárselas ella misma, si así lo deseaba.
Yo estaba terriblemente asustada y sin saber qué hacer, porque se me echaba de mi casa a la inmensidad del mundo y, lo que era aún peor, la honrada anciana tenía en su poder veintidós chelines míos, que eran todo el capital que la pequeña dama tenía en el mundo, y cuando se los pedí a la hija, se enfadó conmigo y me dijo que ella no tenía nada que ver con aquello.
La verdad es que la buena mujer le había dicho a su hija que aquel dinero era de la niña y me había llamado una o dos veces para dármelo; pero, desgraciadamente, yo estaba fuera de la casa y cuando volví ella no estaba ya en situación de poder hablar. No obstante, la hija fue después honrada y me los dio, pero al principio me trató muy cruelmente.
Entonces fui en realidad una pobre dama y fue precisamente aquella misma noche en que iban a echarme a la calle, porque la hija se llevó todo el ajuar y yo no tenía un cobijo donde ir ni un trozo de pan que comer. Pero parece que alguno de los vecinos, que se enteraron de lo que pasaba, sintió tanta compasión de mí que avisaron a la señora en cuya compañía había estado yo una semana, como he dicho antes, y ella mandó inmediatamente a su camarera a buscarme y dos de sus hijas vinieron con la camarera sin haber sido mandadas. Me fui, pues, con ellas, con todos mis objetos y con el corazón alegre como pueden pensar. El miedo de mi situación me había causado tanta impresión que ya no quería ser una dama, sino que estaba dispuesta a ser una sirvienta y, además, cualquier clase de sirvienta que los demás creyeran conveniente.
Pero mi nueva señora, de una generosidad que superaba en mucho a la buena mujer con quien había estado antes, la superaba en todo e incluso en cuestión de dinero. Bueno, en todo excepto en honradez. Y digo esto, porque aunque mi nueva señora era completamente justa, no debo nunca dejar de consignar en toda ocasión que la primera, aunque pobre, era tan completamente honrada como pueda ser posible que lo sea cualquiera.
Acababa de ser acogida, como he dicho, por aquella buena dama, cuando la primera señora, es decir, la alcaldesa, mandó a dos de sus hijas para que cuidaran de mí, y otra familia que me había conocido cuando yo era la pequeña dama, también mandó a por mí, después de la otra, de manera que estaba muy solicitada, como pueden ver, y, además se mostraron muy disgustadas, sobre todo la señora alcaldesa, de que su amiga se hubiese quedado conmigo, porque, según decía, yo era suya por derecho, ya que ella había sido la primera que se había preocupado algo de mí. Pero los que me tenían, no quisieron separarse de mí, y en cuanto a mí, aunque hubiese estado muy bien tratada con cualquiera de las otras, no podía estar mejor de lo que estaba.
Allí seguí hasta que estuve entre los diecisiete y dieciocho años y tuve la oportunidad que pueden imaginarse de poder educarme. La señora tenía maestros en casa para que enseñaran a sus hijas a bailar y a hablar francés y a escribir y otros para enseñarles música, y como yo estaba siempre con ellas, aprendí tan rápidamente como ellas; y aunque los maestros no eran para mí, aprendí por imitación y preguntando todo lo que ellas aprendieron por enseñanza directa. Así aprendí a bailar y a hablar francés tan pronto como ellas y a cantar mucho mejor, porque yo tenía mejor voz que ellas. No pude llegar a tocar el clavicordio y la espineta tan bien, porque yo no tenía un instrumento mío para practicar y sólo podía usar el de ellas en los intervalos en que quedaba libre, lo cual no era nunca seguro. No obstante, aprendí a hacerlo bastante bien y, finalmente, las señoritas tuvieron dos instrumentos, es decir, un clavicordio y una espineta, y ellas mismas me enseñaron.
En cuanto a danza, era casi inevitable que me ayudaran a aprender las danzas rurales, porque me necesitaban siempre para ser su pareja y, por otra parte, estaban tan dispuestas a enseñarme todo cuanto ellas habían aprendido como yo a aprenderlo.
De esta forma, como digo, tuve toda la ventaja de la educación que sólo podría haber conseguido de haber tenido tan buena cuna como aquellas jóvenes con las que vivía; y, en algunas cosas, les llevaba ventaja, aunque ellas eran mis superiores, pero eran unos dones de la naturaleza, que toda su fortuna no podía darles. En primer lugar, yo era de apariencia mucho más hermosa que cualquiera de ellas; segundo, yo estaba mejor formada, y tercero, cantaba mejor, o sea que tenía mejor voz. Y con esto no expreso el concepto en que me tenía yo misma, sino la opinión de todos los que conocían a la familia.
Junto con todo esto, tenía la vanidad común de mi sexo, es decir, que estando considerada como muy bonita o, si ustedes quieren, como una gran belleza, yo lo sabía muy bien y tenía de mí misma una opinión tan buena como pudiera tenerla cualquiera.
Me gustaba especialmente oír hablar de mí, lo que me ocurría no pocas veces y era una gran satisfacción para mí.
Hasta este momento, la historia de mi vida resulta muy suave y en esta parte de la misma no sólo tenía yo la reputación que da vivir con una familia muy buena, una familia notable y respetada por todos por su virtud, por su sobriedad y por todo cuanto tiene valor, sino que tenía también el prestigio de una jovencita muy cuerda, modesta y virtuosa y así había sido siempre. No había tenido nunca ocasión de pensar en nada que no fuera así ni de saber lo que representaba la tentación del mal.
Pero aquello de lo que me sentía yo más vanidosa, fue precisamente mi perdición o, mejor dicho, mi vanidad fue la causa de que me perdiera. La señora de la casa donde yo estaba tenía dos hijos, jóvenes caballeros que prometían mucho y de un comportamiento extraordinario, y fue mi infortunio estar bien con los dos, pues ellos se comportaron conmigo de una manera muy distinta.
El mayor, un caballero alegre que conocía la ciudad tan bien como el campo y aunque tenía la veleidad suficiente para hacer cualquier cosa de mal estilo, tenía demasiado juicio para pagar sus placeres demasiado caros, me tendió la trampa que hace caer a todas las mujeres, es decir, aprovechó todas las ocasiones para decir que yo era muy bonita, muy agradable, de muy buen porte y otras cosas por el estilo. Y esto lo hizo tan sutilmente, como si hubiese sabido la forma de coger a una mujer en su red igual que si se tratase de una de las perdices que cogía cuando iba de caza, porque se las arreglaba de modo que hablaba con sus hermanas cuando, aunque yo no estuviese allí, él sabía que yo lo estaba oyendo. Sus hermanas le decían quedamente:
—¡Callad, hermano, que va a oíros! Ella está ahí, en la habitación de al lado.
Entonces él bajaba la voz y hablaba más quedamente, como si pensara entonces que yo no podía oírlo, pero luego, como si ya se hubiese olvidado de ello, hablaba de nuevo en voz alta y yo, que tanto me gustaba oírlo, no hacía más que buscar ocasiones de escucharle.
Después de haber cebado así el anzuelo y haber encontrado tan fácilmente el sistema de hacerse a cada momento el encontradizo conmigo, empezó otro juego más audaz. Un día, entró en la habitación de su hermana cuando yo estaba allí, ayudándola a coser un vestido y me saludó con un aire muy alegre.
—¡Oh, misss Betty! —me dijo él—. ¿Cómo estáis, miss Betty? ¿No os arden las mejillas, miss Betty?
Yo le hice una reverencia y me ruboricé, pero no contesté nada.
—¿Qué es lo que os hace hablar así, hermano?
—Bueno —dijo él—. Es que hemos estado media hora hablando de ella.
—Bien —repuso su hermana—. Nada malo podéis decir, de ello estoy segura, de manera que no tiene importancia lo que hayáis estado hablando.
—No dijo él, nada de hablar mal de ella, sino que, por el contrario, hemos estado hablando mucho y bueno. Puedo aseguraros que se han dicho muchas cosas bonitas de miss Betty y especialmente que es la jovencita más hermosa de Colchester y que en la ciudad se empieza ya a brindar por su salud.
—Me sorprendéis, hermano —dijo la hermana—. Betty sólo necesita una cosa, pero es como si lo necesitase todo, porque las cosas están ahora contra nuestro sexo; y si una joven tiene belleza, nacimiento, educación, ingenio, sentido, modales, modestia y todo ello en forma extremada, pero no tiene dinero, no es nadie y es igual que si lo necesitara todo, porque el dinero es lo único que recomienda ahora a una mujer. Los hombres tienen todo el juego en su mano.
El hermano menor, que también andaba por allí, exclamó:
—¡Alto, hermana! Vais demasiado de prisa. Yo soy una excepción de vuestra regla, os lo aseguro. Si un día encuentro una mujer tan llena de perfecciones como decís, os aseguro que no me preocuparé del dinero.
—¡Oh!, dijo la hermana. Pero entonces pondréis gran cuidado en que no os agrade una sin dinero.
—Esto es lo que no sabéis dijo el hermano.
—Pero, hermana —dijo el mayor—. ¿Por qué os quejáis tanto de los hombres que van en busca de una fortuna? No sois vos de las que les falte fortuna, aunque puedan faltaros otras cosas.
—Os comprendo, hermano —replicó con viveza la señorita—. Suponéis que tengo el dinero y que lo que necesito es la belleza, pero tal como están los tiempos, el primero servirá perfectamente sin la segunda, de manera que tendré el mejor de mis vecinos.
—Bueno —dijo el hermano menor—, pero nuestros vecinos, como los llamáis, pueden también fastidiaros, pues muchas veces, a pesar del dinero, la belleza puede robar un marido y cuando acontece que la doncella es más guapa que la señora, muchas veces hace tan buen negocio como ella y va en coche antes que ella.
Pensé que ya era hora de que yo me retirara y les dejara y así lo hice, pero no fui tan lejos como para dejar de oír todo cuanto dijeron y, entre ello, muchas cosas bonitas para mí, que sirvieron para halagar mi vanidad; pero, como pronto descubriría, no era el mejor camino para aumentar la consideración de la familia, porque la hermana y el hermano pequeño tuvieron una gran discusión, y como él dijo algunas cosas desagradables para ella con respecto a mí, por su conducta posterior conmigo pude darme cuenta de que se resentía de ellas, lo que, en verdad, era injusto porque yo nunca había pensado en nada de lo que ella sospechaba de su hermano menor. En realidad, el hermano mayor, con su estilo distante y remoto, había dicho muchas más cosas, así como en broma, pero que yo era lo suficiente tonta para creer que eran de veras o hacerme la ilusión de unas esperanzas que hubiese debido suponer que no se realizarían nunca y que quizás él no había pensado jamás.
Sucedió un día que tal como él acostumbraba hacer bajó corriendo las escaleras hacia la habitación donde sus hermanas solían sentarse a trabajar, y como empezó a llamarlas antes de entrar en la habitación, cosa que también acostumbraba hacer, y yo estaba sola en la habitación, me dirigí a la puerta y dije:
—Señor, las señoras no están aquí. Han bajado al jardín.
Cuando me adelanté para decirlo, él llegaba precisamente a la puerta y me cogió en sus brazos como si fuera por casualidad:
—¡Oh, miss Betty! —me dijo—. ¿Estáis aquí? Esto es aún mejor. Quiero hablar con vos más bien que con ellas.
Y sin soltarme, me besó tres o cuatro veces. Me debatí una y otra vez para huir, pero él me tenía cogida muy fuerte y aún volvió a besarme hasta que casi no pudo respirar y entonces se sentó y me dijo:
—Querida Betty, estoy enamorado de vos. Debo confesar que sus palabras me encendieron la sangre. Sentí que mi corazón se agitaba y me llené de confusión, lo que seguramente se debía reflejar muy bien en mi cara. Repitió luego varias veces que estaba enamorado de mí y mi corazón dijo, como si fuera con palabras, que me gustaba oírlo. Cuando dijo: «Estoy enamorado de vos», mi rubor contestó claramente: «¡Quisiera que lo estuvieseis, señor!».
Sin embargo, aquella vez no pasó nada. Sólo fue una sorpresa y, cuando él se marchó, en seguida me recobré. Él se habría quedado más tiempo conmigo, pero se le ocurrió mirar por la ventana y vio que sus hermanas venían por el jardín. Entonces se despidió, me besó otra vez, me dijo que era una cosa muy seria y que ya oiría hablar otra vez de él muy pronto, y así se fue, dejándome muy contenta, aunque sorprendida. Si no hubiese habido algo desgraciado en el asunto, yo habría estado acertada, pero mi error estaba en esto, que yo me tomaba aquello en serio y el caballero no.
Desde aquel momento, en mi cabeza comenzaron a agitarse ideas extrañas y puedo decir en verdad que yo no era la misma. Tener un caballero como aquél, que me dijese que estaba enamorado de mí y que yo era una criatura encantadora, eran cosas que no sabía cómo soportar y mi vanidad se elevó hasta el último grado. Es verdad que tenía la cabeza llena de orgullo, pero como no sabía nada de la maldad de la gente, no sentía temor alguno por mi seguridad ni por mi virtud. Si mi dueño hubiese querido aprovecharse de mi ignorancia podría haberlo hecho tomándose cualquier libertad que hubiese creído conveniente, pero no se dio cuenta de la ventaja que tenía, lo que fue una suerte para mí en aquel momento.
Después del primer ataque, no pasó mucho tiempo sin que encontrara una oportunidad de cogerme de nuevo y casi en igual situación. En realidad, había poco de casualidad por parte de él, pero sí de la mía. Las señoritas se habían marchado de visita con su madre; su hermano estaba fuera de la ciudad, y en cuanto a su padre estaba en Londres desde hacía una semana. Me había estado vigilando con tanta atención que sabía dónde me encontraba, cuando yo ni siquiera sabía que él estaba en casa. Subió rápidamente la escalera y al ver que yo estaba trabajando, entró directamente en la habitación y empezó a hacer lo mismo que la vez anterior. Me cogió entre sus brazos y estuvo besándome por lo menos un cuarto de hora seguido.
La habitación donde yo estaba, era la de la hermana pequeña, y como en la casa no había más que las sirvientas, que estaban en el piso de abajo, él se mostró más atrevido, más rudo. En definitiva, que empezó a meterse seriamente conmigo, pues tal vez me encontró algo fácil, porque Dios es testigo de que no le opuse ninguna resistencia mientras me tuvo en brazos y me besaba. Bueno, la verdad es que yo estaba demasiado encantada para hacerle mucha resistencia.
No obstante, como llegásemos a estar cansados los dos de esta clase de juego nos sentamos, y él me habló mucho rato. Me dijo que estaba encantado conmigo y que no podía descansar ni de día ni de noche hasta que me hubo dicho cuánto me amaba y que si yo era capaz de amarle y lo hacía feliz sería su salvación y muchas otras cosas bonitas. Yo le dije muy pocas cosas, pero fácilmente se dio cuenta que era una tonta y que yo no comprendía en absoluto lo que pretendía de mí.
Después se puso a pasearse por la habitación y cogiéndome de la mano me hizo pasearme con él; y poco a poco fue cogiendo ventaja hasta que me echó encima de la cama y allí me besó con mucha violencia. Sin embargo, debo decir que no empleó ninguna violencia conmigo, sólo me besó mucho. Después de esto, le pareció que oía a alguien que subía por la escalera, saltó de la cama, me hizo levantarme haciéndome grandes manifestaciones de amor, pero me dijo que era un afecto honesto y que no quería causarme daño alguno. Seguidamente me puso cinco guineas en la mano y se fue escalera abajo.
Yo estaba más confundida por el dinero que antes lo había estado por el amor y empecé a sentirme tan elevada que escasamente me daba cuenta del terreno en que pisaba. Estoy muy interesada en esta parte de mi historia, porque si llega a ser leída por alguna joven inocente podría aprender a guardarse del mal que le puede acarrear un conocimiento prematuro de su propia belleza. Si una joven llega a creer que es hermosa no dudará nunca de la sinceridad del hombre que le diga que está enamorado de ella. Si se cree lo suficiente encantadora para cautivar al hombre, es lógico que acepte buenamente los efectos de su creencia.
Aquel joven, había encandilado su inclinación al mismo tiempo que mi vanidad y como debió darse cuenta de que había tenido una oportunidad y no la había aprovechado, debió de arrepentirse, pues volvió al cabo de media hora más o menos y se puso a intentar convencerme, como antes, sólo que con menos palabras.
Para empezar, cuando entró en la habitación, se volvió y cerró la puerta.
—Miss Betty —me dijo—, antes me pareció que alguien subía la escalera, pero no era así. No obstante, si me encuentran en esta habitación con vos, no me encontrarán besándoos.
Le dije que no sabía quién podía subir por la escalera porque creía que no había nadie más en la casa que la cocinera y la otra doncella y nunca subían por allí.
—Bien, querida —dijo—. Pero, de todas maneras, es mejor asegurarse.
Se sentó y empezó a hablar. Y ahora, aunque seguía encandilada desde su primera visita y hablé muy poco, él se portó como si pusiera palabras en mi boca diciéndome que me amaba apasionadamente y que, si bien no podía hablar de ello hasta que llegase a entrar en posesión de la hacienda, estaba resuelto a hacerme feliz entonces y serlo también él. Me dijo que quería casarse conmigo y muchas otras cosas bonitas por este estilo, de las que yo, pobre tonta, no comprendía la verdadera finalidad, pero me porté como si no hubiese otra clase de amor que el que lleva al matrimonio. Al hablar él de matrimonio, yo no encontraba lugar ni me sentía con fuerzas para decir que no, pero aún no habíamos llegado hasta este punto.
Llevábamos un buen rato sentados cuando de pronto se levantó y dejándome casi sin respiración con sus besos, me echó de nuevo sobre la cama, pero como entonces estábamos los dos muy encandilados, llegó más lejos de lo que la decencia me permite contar. Yo no podía negarle nada en aquel momento, aunque hubiese tomado mucho más de lo que ofrecía.
No obstante, aunque se tomó muchas libertades conmigo, no llegó a lo que se ha dado en llamar el último favor. Debo hacerle justicia diciendo que ni siquiera lo intentó. De esta propia renunciación hizo un argumento para sus libertades, en otras ocasiones después de ésta.
Cuando esto hubo terminado, se quedó muy poco rato, pero puso en mi mano casi un puñado de oro y me dejó haciendo mil protestas de su pasión por mí y de que me amaba por encima de todas las demás mujeres del mundo.
No encontrarán ustedes extraño que ahora empezara yo a pensar, pero mis reflexiones eran, ¡ay!, muy poco sólidas. Tenía yo una cantidad casi ilimitada de vanidad y de orgullo y muy poca cantidad de virtud. Es cierto que, a veces, me pregunté a mí misma qué era lo que mi señor pretendía, pero no pensé en nada más que en las bellas palabras y en el oro.
Si quería casarse conmigo o no, no me parecía un asunto de gran importancia, ni tampoco mis pensamientos llegaron a sugerirme la necesidad de intentar algún arreglo para mí hasta que él vino a hacerme una especie de proposición formal, como verán más adelante.
Así, pues, de esta forma inconsciente, me entregué a la posibilidad de arruinar mi vida, sin el más pequeño cuidado. Debo ser un ejemplo para todas aquellas jovencitas que dejan prevalecer su vanidad sobre su virtud. No hubo nunca nada más estúpido por ambas partes. Si yo me hubiera portado como debía y hubiese resistido como requieren la virtud y el honor, el caballero habría desistido de sus ataques al ver que no tenía ninguna posibilidad de lograr su deseo o me habría hecho proposiciones de matrimonio serias y formales, en cuyo caso el que le hubiese reprochado algo no habría podido reprocharme nada. En definitiva, si me hubiera conocido y hubiese visto lo fácil que era conseguir el fin que se había propuesto, no habría tenido que romperse tanto la cabeza, sino sólo darme cuatro o cinco guineas y se habría acostado conmigo la vez siguiente que hubiese venido. Y si yo hubiera sabido sus designios y lo difícil que pensaba él que era ganarme, podría haber hecho un trato con él; y si no hubiese capitulado por un casamiento inmediato, podría haberlo hecho por una manutención hasta el casamiento y podría haber tenido lo que hubiese querido. Él era ya excesivamente rico, además de lo que tenía aún que heredar, pero yo había abandonado toda clase de pensamientos como éste y sólo me dejaba llevar por el orgullo de mi belleza y de ser amada por tal caballero. En cuanto al oro, me pasaba horas enteras mirándolo. Contaba las guineas una y otra vez cada día.
Nunca una pobre criatura vanidosa estuvo más envuelta por todos lados como lo estaba yo sin considerar lo que me esperaba y que tenía la ruina en mi puerta. En realidad, creo que deseaba aquella ruina, pues no hacía nada por evitarla.
Entretanto, yo tenía la suficiente astucia para no dar lugar a la menor sospecha por parte de la familia ni que pudieran imaginar que tenía el menor trato con el joven caballero. Casi nunca lo miraba en público y solamente le contestaba cuando me hablaba en presencia de alguien. A pesar de esto, de vez en cuando teníamos alguna pequeña entrevista, en la que no teníamos tiempo más que para cambiar una palabra o dos, y alguna vez, un beso, pero no encontrábamos nunca una oportunidad para lo malo que queríamos hacer, considerando especialmente que él hacía más circunloquios de lo que precisaba. No conocía mi pensamiento y como la cosa le parecía difícil, en realidad en difícil la convertía.
Pero como el diablo es un tentador infatigable nunca deja de encontrar una oportunidad para el mal que incita a cometer. Una tarde, él estaba en el jardín con sus dos hermanas menores cuando encontró manera de deslizarme una nota en la mano en la que me decía que el día siguiente me pediría públicamente que fuera a hacerle un recado en la ciudad para él y que luego nos veríamos en alguna parte.
Así, pues, después de la comida, estando allí sus hermanas, me dijo con toda seriedad:
—Miss Betty, he de pediros un favor.
—¿Qué es? —preguntó su hermana menor.
—Bueno, hermana —repuso él gravemente—. Si no podéis prescindir de miss Betty hoy será lo mismo cualquier otro día.
Desde luego, podían prescindir de mí sin ningún inconveniente y la hermana se excusó por haber preguntado de qué se trataba. Él lo había hecho simplemente por rutina y sin darle ninguna importancia.
—Pero, bueno, hermano —dijo la hermana mayor—. Tenéis que decirle a Betty de qué se trata. Si es algún asunto privado que no debemos oír, podéis llamarla fuera. Allí está.
—Pero, hermana —dijo el caballero con toda seriedad—, ¿qué queréis decir? Sólo deseo que vaya a la calle Mayor a una tienda (y sacó su cuello postizo).
Contó entonces una larga historia de dos preciosas corbatas por las que había ofrecido dinero y quería que yo fuera y le hiciera el favor de comprarle una corbata para el cuello que mostraba para ver si aceptaban mi dinero por las corbatas, ofrecer un chelín más y regatear con ellos. Después me dio unos recados más y siguió así con varias pequeñas cosas que hacer, para dar ocasión a que pudiese estar mucho rato fuera.
Cuando me hubo explicado todos los encargos, les contó una larga historia de una visita que iba a hacer aquella tarde a una familia que todos conocían y donde encontraría a algunos amigos y que todos estarían contentos de verse y muy formalmente pidió a sus hermanas que fueran con él. Ellas se excusaron a causa de las visitas que iban a recibir aquella tarde. Esto también lo había tramado él.
Acababa de hablarles y de darme a mí los recados cuando su criado se le acercó para decirle que el coche de sir W… H… acababa de detenerse a la puerta. Corrió abajo y volvió a subir inmediatamente:
—¡Vaya! —exclamó—. Todo mi gozo se ha estropeado de una vez. Sir W… acaba de mandarme su coche y desea hablar conmigo de un asunto serio.
Parece que sir W… era un caballero que vivía a unas tres millas fuera de la ciudad, a quien él había hablado ex profeso el día anterior para que le prestara su coche para un asunto particular, diciéndole que viniera a buscarle alrededor de las tres. Y el caballero lo hizo así.
Mi señor pidió inmediatamente su mejor peluca, su sombrero y su espada y dio orden a su criado de ir a la otra casa y presentar sus excusas, lo que era simplemente un pretexto para mandar a su criado fuera, y se preparó para subir al coche. En el momento de marcharse, se paró y me habló con mucho interés de sus recados, encontrando oportunidad de decirme en voz baja: «Sal pronto, querida, tan pronto como puedas hacerlo». Yo no dije nada, limitándome a hacerle una reverencia, la misma que le habría hecho por sus palabras en voz alta. Al cabo de un cuarto de hora, yo también salí. No me cambié el vestido que llevaba, pero llevaba en el bolsillo una capucha, un antifaz, un abanico y un par de guantes de manera que no pudiera haber la menor sospecha. Él me esperaba en el coche en una callejuela de detrás de la casa por la que sabía que yo tenía que pasar y había indicado al cochero a dónde debía dirigirse, que era un lugar llamado «Mile End», donde vivía un amigo suyo. Entramos y vi que allí había todo lo conveniente para ser lo malos que quisiéramos.
Cuando estuvimos solos empezó a hablarme muy gravemente y a decirme que no me llevaba allí para traicionarme; que su pasión por mí, no le permitiría abusar de mí; que había decidido casarse conmigo tan pronto entrase en posesión de la hacienda y que, entretanto, si yo accedía a quererle, me mantendría muy honorablemente. Hizo mil protestas de su sinceridad y de su afecto por mí y aseguró que nunca me abandonaría y, si puedo decirlo, perdió el tiempo en mil preámbulos más de los que necesitaba hacer.
No obstante, como me apremiaba a que le contestara le dije que no tenía motivo para dudar de la sinceridad de su amor después de tantas protestas, pero…
Al llegar aquí me callé, como si quisiera que él adivinara el resto.
—Pero ¿qué?, querida mía —dijo él—. Ya me imagino qué es lo que quieres decir: «¿Qué pasará si tengo un niño?». ¿No es esto? Pues bien, cuidaré de ti y te proveeré en todo y al niño también. Y para que veas que hablo en serio, aquí tienes esto en prenda.
Y sacó una bolsa de seda con cien guineas y me la dio.
—Y te daré una igual cada año —dijo— hasta que nos casemos.
Mi cara cambiaba continuamente de color a la vista de la bolsa y también con el fuego de su proposición, de manera que no podía articular palabra y él se daba perfecta cuenta de ello. Me puso la bolsa en el seno y yo no sólo no ofrecí ninguna resistencia sino que le dejé hacer todo lo que quiso y cuantas veces quiso. Así labré de una vez mi ruina, porque, desde aquel día, habiendo perdido mi virtud y mi modestia, ya no me quedaba nada que pudiera recomendarme a la bendición de Dios o a la ayuda de los hombres.
Pero las cosas no terminaron aquí. Volví a la ciudad, hice los recados que me había encargado en presencia de sus hermanas y estaba de regreso a casa antes de que nadie pudiera pensar que tardaba mucho. Mi caballero no volvió hasta muy tarde por la noche, como me dijo que iba a hacer. Así es que no hubo la menor sospecha de lo que había ocurrido.
Después de aquel día tuvimos frecuentes oportunidades de repetir nuestro pecado, principalmente por combinaciones de él, especialmente en casa, cuando su madre y las señoritas salían de visita, lo que él vigilaba tanto que nunca se le escapaba. Siempre sabía cuándo iban a salir y nunca dejaba de cogerme sola y con toda seguridad. Así bebimos la copa de nuestros placeres durante casi medio año, y con gran satisfacción por mi parte, sin que se anunciara el temido niño.
Pero antes de que este medio año acabara de transcurrir, el hermano menor, del cual he hecho mención al principio de este relato, también empezó a insinuarse y una tarde que me encontró sola en el jardín inició una historia de la misma clase, asegurándome que estaba enamorado de mí y, en suma, me propuso leal y honorablemente casarse conmigo, y esto antes de hacerme ninguna oferta de otra índole.
Me quedé confundida ante un dilema muy complicado, por lo menos, para mí. Resistí obstinadamente a la proposición y empleé para ello toda clase de argumentos. Le hice ver la desigualdad de la unión, la forma como sería tratada por su familia, la ingratitud, que significaría mi conducta a los ojos de su padre y su madre, que me habían acogido en su casa de una manera tan generosa y cuando yo estaba en condiciones tan bajas y, en suma, le dije todo lo que pude imaginar para disuadirlo de su designio, excepto decirle la verdad, lo que ciertamente habría puesto fin a la cosa, pero que no podía de ningún modo mencionar.
Entonces sucedió algo que yo no esperaba en verdad y que me puso en un gran apuro. Aquel joven caballero, que era un hombre serio y honesto, no pretendía nada de mí que no lo fuese también, y procediendo como le aconsejaba su propia inocencia no fue nada cuidadoso en hacer que su inclinación hacia miss Betty fuera un secreto para la casa como lo era la de su hermano. Y aunque no explicó a sus familiares que me había hablado de ello les dijo, sin embargo, lo suficiente para que sus hermanas pudieran darse cuenta de que me amaba. También lo vio la madre y aunque no me dijo nada, le habló a él, y yo me di cuenta inmediatamente de que la actitud de ellas hacia mí había cambiado.
Vi la nube, aunque no pude prever la tempestad. Me fue fácil, como digo, darme cuenta de que la actitud de las mujeres de la casa conmigo había cambiado y empeorado de día en día, hasta que, por mediación de la servidumbre, me enteré de que, dentro de poco, sería invitada a marcharme.
De momento no me sentí alarmada. Tenía la plena seguridad de que había quien proveería ampliamente por mí y consideraba por otra parte que tenía motivos para creer que no tardaría en esperar un niño y entonces me vería obligada a marcharme sin pretexto alguno.
Algún tiempo después el caballero más joven tuvo oportunidad de decirme que la inclinación que sentía por mí había llegado a conocimiento de la familia. Dijo que no me culpaba porque sabía perfectamente cómo se había sabido. Su manera clara de hablar había sido la causa, y que no había hecho un secreto de su afecto por mí, como hubiera debido hacer, y la razón de ello era que había llegado a un punto en que si yo lo aceptaba, les diría a todos abiertamente que quería casarse conmigo; que era verdad que su padre y su madre se resentirían de ello y no nos tratarían bien, pero que él ya estaba en condiciones de poder vivir y podría mantenerme tan dignamente como yo podía esperar, y que, en definitiva, como no creía que yo me avergonzara de él, estaba decidido a no avergonzarse tampoco de mí y no tenía reparo alguno en honrar en aquel momento a la que pensaba honrar después haciéndola su esposa, de manera que sólo tenía que darle mi mano y él respondía de todo lo demás.
Verdaderamente me encontraba en una situación terrible y me arrepentía con todo mi corazón de mis intimidades con el hermano mayor, no por un reflejo de mi conciencia, sino en consideración de la felicidad de que podría haber disfrutado y que yo misma había hecho ahora imposible. Como ya he dicho, no tenía grandes escrúpulos de conciencia, pero aun así no podía pensar en ser una esposa para un hermano y una prostituta para el otro.
Pero entonces me vino a la memoria que el primer hermano había prometido hacerme su esposa cuando heredara las propiedades, y volví a pensar lo que varias veces había pensado, que no me había dicho una palabra más de hacerme su esposa, desde que me había hecho su amante. Esto, hasta aquel momento y aunque había pensado varias veces en ello, como digo antes, no me había causado perturbación alguna, ya que no daba la menor muestra de haber disminuido su afecto, como tampoco había disminuido su asignación, aunque él mismo había tenido la discreción de indicarme que no gastara ni un solo céntimo en vestidos o en cualquier demostración extraordinaria, porque necesariamente habría de causar extrañeza en la familia, ya que todos sabían que no podía hacer grandes dispendios con mis ingresos corrientes. Pensarían que tendrían que ser debidos a alguna amistad particular, lo que inmediatamente les habría hecho sospechar.
La verdad es que me encontraba en un gran aprieto y realmente no sabía qué hacer. La dificultad principal estribaba en esto: que el hermano pequeño no sólo me había puesto en estrecho asedio, sino que lo hacía en una forma que todos lo notaban. Él solía entrar en la habitación de su madre o en la de sus hermanas, sentarse y hablar mil cosas de mí y dirigiéndose a mí ante sus propios ojos y cuando estaban todos allí. Esto se hizo tan evidente que toda la casa hablaba de ello y su madre le reconvino un día. La actitud de la familia hacia mí cambió completamente y la madre me hizo algunas indicaciones como si tuviera intención de separarme de la familia, es decir, en inglés claro, echarme a la calle. Desde luego, yo estaba segura de que todo esto no podía ser un secreto para su hermano, sólo esperaba que no llegara a pensar, como en realidad nadie pensaba, que el hermano menor me había hecho alguna proposición. Pero como era fácil comprender que la cosa llegaría más lejos, vi también que era de absoluta necesidad que yo hablara con él o que fuera él quien me hablara a mí; no sabía qué sería lo mejor, es decir, si yo debía hablar primero o si debía esperar que me hablara él.
Después de una detenida consideración, porque ya empezaba a considerar las cosas muy seriamente, después de pensarlo detenidamente, como digo, resolví hablarle yo primero. No tardó mucho en presentarse la ocasión de hacerlo, porque el día siguiente su hermano fue a Londres por algún negocio y la familia estuvo fuera de la casa, de visita, y él, como ya había sucedido antes y sucedía a menudo, vino a pasar una hora o dos conmigo como era su costumbre.
Apenas entró y se sentó, vio claramente que mi semblante estaba alterado, que no me portaba con él de la manera alegre y placentera a que lo tenía acostumbrado y que había estado llorando. Cuando se dio cuenta de ello me preguntó con palabras cariñosas qué me había pasado y qué era lo que me atormentaba.
Si hubiese podido, habría aplazado la explicación, pero no podía disimular, de manera que después de resistir un rato sus apremios para que le dijera lo que, dentro de lo posible, estaba dispuesta a decir, confesé que era verdad que algo me atormentaba y era de una tal naturaleza que no podía ocultárselo y, sin embargo, no sabía tampoco cómo decírselo; que se trataba de algo que no sólo me había sorprendido, sino también conturbado en gran manera, y que no sabía qué camino tomar, a menos que él me aconsejara. Me dijo con gran ternura que fuese lo que fuese no debía dejar que me atormentase porque él me protegería contra el mundo entero.
Empecé a hablar veladamente y le dije que temía que las señoras hubieran tenido alguna información secreta de nuestras relaciones porque era fácil darse cuenta de que su conducta hacia mí había cambiado mucho y habíamos llegado ya a aquel momento en que frecuentemente me encontraban faltas y muchas veces se apartaban de mí, aunque yo no les había dado nunca el menor motivo. Además, hasta entonces siempre solía dormir con la hermana mayor, y últimamente me habían mandado a dormir sola o con una de las criadas y varias veces había oído que hablaban de mí en una forma nada bondadosa. Lo que acababa de confirmar mis sospechas era que una de las criadas me había asegurado que había oído decir que me iban a echar y que no era bueno para la familia que yo siguiera viviendo en aquella casa.
Cuando él oyó esto se sonrió y yo le pregunté cómo podía tomárselo tan a la ligera cuando necesariamente tenía que saber que si llegaban a descubrir lo nuestro yo quedaría deshonrada para siempre y que incluso a él lo perjudicaría, aunque no lo arruinase como a mí. Le eché en cara que era como todos los de su sexo, que cuando tenían el honor de una mujer en sus manos, muchas veces era para ellos objeto de broma y se lo tomaban como si fuera una bagatela y consideraban la ruina de la infeliz que había satisfecho su deseo como una cosa sin importancia.
Al verme así tan seria cambió inmediatamente de tono y me dijo que sentía que yo tuviera aquella opinión de él; que creía no haberme dado nunca el menor motivo para ello, ya que siempre había tenido en tanta estima mi reputación como la suya propia; que estaba seguro de que nuestras relaciones habían sido llevadas con mucha habilidad y que nadie de la familia tenía la más pequeña sospecha de ellas; que si sonrió cuando le expuse mi pensamiento fue por la seguridad que tenía de que nuestras relaciones no eran en absoluto conocidas ni sospechadas, y que cuando me dijera las razones que tenía para estar tranquilo sonreiría como él porque estaba seguro de que me daría una satisfacción total.
—Éste es un misterio que no puedo comprender —le dije—. ¿Qué satisfacción puede darme verme arrojada de la casa? Si nuestras relaciones no han sido descubiertas, no sé qué puedo haber hecho yo para cambiar la disposición de toda la familia hacia mí o para que me traten en la forma que lo hacen ahora cuando me trataban antes con tanta ternura como si yo fuera su propia hija.
—Bueno, chiquilla dijo. Desde luego es verdad que están inquietos con vos, pero no tienen la menor sospecha de lo nuestro tal como es por lo que respecta a vos y a mí. Están tan lejos de sospechar de nosotros que de quien sospechan es de mi hermano Robin. Están convencidos de que os hace el amor. El tonto ha sido él mismo quien se lo ha metido en la cabeza, porque les está hablando continuamente de ello y convirtiéndose en algo risible. Creo que hace mal en proceder así; porque no se da cuenta de que los está vejando y hace que dejen de ser buenos con vos, pero es una satisfacción para mí por la seguridad que me da de que no sospechan nada en absoluto, lo que espero será de gran satisfacción para vos.
—Y así es —dije—, pero esto no es lo que me atormenta, aunque también estaba preocupada por todo ello.
—¿Qué es, pues? —preguntó.
Yo me eché a llorar hasta el punto que no podía articular palabra. Él hizo todo lo que pudo para tranquilizarme, pero, al final, empezó a presionarme para que le dijera de qué se trataba. Por fin le contesté que me parecía que debía decírselo también y que él tenía derecho a saberlo. Además, necesitaba su consejo, pues estaba en tal perplejidad que ya no sabía qué camino tomar. Así, pues, le conté todo lo que ocurría y le dije lo imprudentemente que había obrado su hermano al mostrar sus intenciones, porque si lo hubiera guardado secreto, como debiera haber hecho en un asunto como éste, yo podría haberle rehusado firmemente, sin darle razón alguna del porqué y, con el tiempo, habría cesado en sus solicitudes. Pero había tenido la vanidad de dar por descontado que yo no rehusaría y además se había tomado la libertad de enterar a toda la casa de su resolución de hacerme suya.
Le expliqué con qué tesón le había resistido y también le conté sus sinceros y honorables ofrecimientos.
—Mi caso es doblemente difícil —concluí—. Si tu familia me quiere mal porque él desea casarse conmigo, aún me querrá peor cuando sepa que lo he rechazado. Entonces dirán que debe de haber algo más en ello y se descubrirá que estoy unida a algún otro, pues de no ser así no rechazaría una unión tan favorable para mí.
Estas palabras mías lo sorprendieron en verdad. Me dijo que, en efecto, era una situación difícil la mía y no veía cómo podría salir de ella, pero que lo pensaría y que la próxima vez que nos reuniésemos, me diría qué resolución podíamos tomar. Entretanto, deseaba que no le diera a su hermano ni el consentimiento ni una negativa rotunda sino que lo mantuviese en suspenso algún tiempo.
Hice como que me sobresaltaba al oírle decir que no le diera mi consentimiento. Le dije que sabía perfectamente que yo no tenía consentimiento alguno que dar; que él se había comprometido a casarse conmigo y que yo me consideraba comprometida con él, puesto que había venido diciéndome que yo era su esposa y yo me tenía completamente por tal, como si la ceremonia se hubiese efectuado ya, y que era por decisión suya que yo obrara así, pues él había procurado persuadirme de que me considerara esposa suya.
—Bueno, querida mía —repuso cuando acabé de hablar—. No os preocupéis por esto ahora. Si no soy vuestro marido, seré para vos tan bueno como pudiera serlo un esposo. No dejéis que estas cosas os atormenten ahora. Dejadme que profundice algo más en este asunto y la próxima vez que nos encontremos podré deciros algo más.
Con esto me tranquilizó lo mejor que pudo, pero yo noté que estaba muy pensativo y aunque fue muy amable conmigo y me besó mil veces y más aún, según creo, y me dio dinero, no hizo nada más durante, el tiempo que estuvimos juntos, que fue algo así como dos horas, lo que verdaderamente me extrañó mucho teniendo en cuenta lo que solía hacer y la oportunidad que entonces teníamos. Su hermano no volvió de Londres hasta cinco o seis días después y pasaron dos más hasta que tuve una oportunidad de hablar con él particularmente. Aquella tarde me repitió lo que hablaron, en una larga entrevista que tuvimos los dos, lo que, hasta donde puedo recordar, fue poco más o menos como cuento a continuación. Él le dijo que había oído rumores extraños que le concernían, relativos a que hacía el amor a miss Betty. «Bien», contestó el hermano enfadado. «Así es, en efecto. Y, ¿qué? ¿Hay alguien que tenga que ver nada con todo esto?». «No —dijo su hermano—; no os enfadéis, Robin, no pretendo meterme en vuestros asuntos. Pero sé que nuestra madre y nuestras hermanas han estado tratando mal a la pobre chica por esta causa, y lo siento como si me pasara a mí mismo».
—Esperad un momento —añadió su hermano—. ¿Habláis en serio? ¿Queréis realmente a la chica? Ya sabéis que vos podéis hablarme con entera libertad.
—Pues bien —repuso Robin—. Os hablaré con entera franqueza. La quiero de veras por encima de todas las mujeres del mundo y la tendré, digan o hagan los demás lo que quieran. Creo que la chica no me rechazará.
Me dolió el corazón al oír esto, porque aunque era lo más racional pensar que yo no lo despreciaría, mi conciencia me decía que debía rechazarlo y que el hacer esto era mi propia ruina, pero sabía que tenía que hablar de una manera distinta, de manera que lo interrumpí diciendo:
—¡Vaya! ¿Conque cree que no puedo rechazarlo? Pues se va a encontrar con que sí puedo.
—Bien, querida —dijo él—; pero dejadme que os cuente lo que ha pasado entre nosotros y luego podréis decir lo que queráis.
Siguió contando y me dijo que su hermano había replicado lo siguiente:
—Pero ¿acaso no sabéis que ella no tiene nada, y que podríais escoger entre varias damas con buenas fortunas?
—No se trata de esto —dijo Robin—. Quiero a la chica y no quiero casarme para dar gusto a mi bolsillo sino a mi corazón.
—De manera, querida —añadió— que ya veis que no hay manera de oponerse a sus intenciones.
—Sí, sí —repliqué—. Ya veréis como yo puedo oponerme. He aprendido a decir «no» ahora, cosa que no había aprendido antes. Si el lord más encopetado me ofreciera ahora casarse conmigo, podría contestarle alegremente con una negativa.
—Pero, querida —dijo él—, ¿qué podéis decirle ahora? Ya sabéis como vos misma dijisteis cuando hablamos la vez anterior, que os harán muchas preguntas y la casa estará pensando cuál puede ser la razón de que rechacéis una oferta tan ventajosa.
—Bueno —objeté—, puedo hacer callar todas las bocas de una vez diciéndole a él y a ellos también que ya estoy casada con el hijo mayor.
Al oír mis palabras sonrió, pero pude darme cuenta de que se sobresaltaba y no podía disimular la turbación que le habían producido. No obstante, replicó:
—Bien, aunque esto pueda ser verdad en cierto modo, supongo, no obstante, que bromeáis cuando habláis de darle una contestación como ésta. No es conveniente por ningún motivo.
—No, no —dije ligeramente—. No revelaré nuestro secreto sin vuestro consentimiento.
—Pero ¿qué le diréis cuando se sorprenda de veros contraria a una alianza que aparentemente sería en favor vuestro?
—¡Vamos! —dije—. ¿Creéis que no sabré qué decir? En primer lugar, no estoy obligada a dar razón alguna. Por otra parte, puedo decirles que ya estoy casada y pararme aquí, y éste será también un punto final para él porque después de esto ya no tendrá ningún motivo para hacerme más preguntas.
—Sí —dijo él—, pero la casa entera os estará pinchando continuamente, incluso mi padre y mi madre, y si os negáis decididamente a darles una explicación se considerarán desligados de vos y, además, entrarán en sospechas.
—Bueno, y, ¿qué puedo yo hacer? ¿Qué querríais que hiciera? Ya me sentía en un aprieto antes, como os dije, estaba sumamente perpleja y os puse al corriente de todo para que me aconsejarais lo que debía hacer.
—Querida mía —me dijo—, he estado reflexionando mucho sobre todo esto, como podéis suponer, y aun cuando el consejo que voy a daros tiene mucho de mortificante para mí y en el primer momento puede pareceros extraño, después de pensarlo bien, no veo mejor camino para vos que dejarlo que siga, y si veis que lo dice de corazón y con toda seriedad, aceptad su ofrecimiento y casaos con él.
Al oír estas palabras, lo miré horrorizada y me puse pálida como la muerte, sintiéndome a punto de desplomarme de la silla donde me sentaba. Él, al verme en aquel estado, se asustó y dijo en voz alta y en un tono muy compungido:
—Querido mía, ¿qué es lo que os pasa? ¿Por qué os ponéis así?
Siguió diciendo cosas por el estilo, y a fuerza de sacudirme y de llamarme, me recuperé algo. De todos modos, tardé algún tiempo en recobrar completamente los sentidos y aún tardé unos minutos en poder hablar.
Cuando estuve ya completamente repuesta, él empezó a hablar de nuevo:
—Querida —me dijo—, ¿qué es lo que tanto os ha sorprendido en lo que os he dicho? Querría que lo pensarais con toda seriedad. En este caso podréis daros perfecta cuenta de cómo reacciona la familia. En cambio, si se tratase de mí, se volverían completamente locos. Sería mi ruina igual que la vuestra.
—Sí —dije yo hablando algo airadamente—. ¿Y todos vuestros juramentos han de convertirse en nada por temor al desagrado de vuestra familia? ¿No os puse siempre esta objeción por delante y vos la desechasteis con ligereza, como si estuvieseis por encima de ella y no le dierais valor alguno? ¿Y ahora llegamos a esto? ¿Es ésta vuestra fe, vuestro amor y la firmeza de vuestras promesas?
Él seguía perfectamente tranquilo a pesar de todos mis reproches y yo no se los escatimaba. Al fin replicó:
—Querida, no he roto aún ninguna promesa de las que os hice. Os dije, en efecto, que me casaría con vos cuándo recibiera mi herencia, pero, como veis, mi padre, es un hombre sano y fuerte y puede vivir aún treinta años, sin ser más viejo que muchos de los que vemos por la ciudad. Vos nunca me propusisteis que nos casáramos antes, porque sabíais que podía ser mi ruina. En cuanto a lo demás, no me he portado mal, pues me parece que no os ha faltado nada.
No podía negar ninguna de estas afirmaciones. En realidad, no tenía nada que objetar.
—Pues entonces —dije, sin embargo—; ¿por qué queréis que dé un paso tan horrible como es dejaros, si vos no me habéis dejado a mí? ¿No permitiréis que haya amor y afecto por mi parte cuando lo ha habido tanto de la vuestra? ¿No os he correspondido? ¿No os he dado pruebas de mi sinceridad y de mi pasión? El sacrificio de mi honor y de mi modestia que he hecho por vos, ¿no son una prueba de que estoy ligada a vos por unos lazos demasiado fuertes para que puedan ser rotos en un instante?
—Pero oíd, querida —dijo él—, podéis entrar en una esfera segura, aparecer en seguida con honor y esplendor, y el recuerdo de lo que hemos hecho puede quedar envuelto en un silencio eterno, como si nunca hubiese sucedido. Vos tendréis siempre mi respeto y mi sincero afecto, que será honesto y perfectamente justo para mi hermano. Seréis mi querida hermana, como ahora sois mi querida…
Se quedó callado de repente y me miró.
—Vuestra querida prostituta —dije yo—. Esto es lo que habríais dicho si hubierais seguido hablando y hubieseis podido decirlo sin ningún temor. Os comprendo bien. No obstante, quiero que recordéis las largas conversaciones que hemos tenido y las muchas horas y molestias que os habéis tomado para persuadirme de que siguiera considerándome una mujer honesta, que pensara que era vuestra esposa, aunque no fuese así a los ojos del mundo y que lo pasado entre nosotros era un matrimonio tan efectivo como si nos hubiéramos casado públicamente ante el capellán de la parroquia. Sabéis, y no podéis dejar de recordarlo, que éstas eran vuestras palabras cada vez que me estrechabais entre vuestros brazos.
Pensé por un momento que esto era quizá demasiado fuerte para él, pero lo remaché con lo que sigue. Él permanecía inmóvil y sin decir nada, yo seguí hablando:
—No podéis creer sin cometer la mayor de las injusticias que yo he cedido a vuestras insinuaciones sin sentir por vos un amor indiscutible e inconmovible a todo cuanto pudiera suceder después. Si tenéis de mí un concepto tan poco honorable, debo preguntaron qué acción mía ha podido datos motivos para creer una cosa semejante.
Él siguió mudo y yo seguí hablando:
—Si he cedido, pues, a las importunidades de mi afecto y he llegado a creer que yo era realmente vuestra esposa, ¿cómo podré ahora dar por falsos todos estos argumentos y llamarme a mí misma vuestra prostituta o vuestra querida, que es la misma cosa? ¿Podéis transferir mi afecto? ¿Podéis mandarme que deje de amaros y ordenar que lo quiera a él? ¿Creéis que está en mi poder hacer un cambio así simplemente por vuestra comodidad? No, señor. Esto es imposible y cualquiera que sea el cambio que pueda haberse producido por parte vuestra, yo os seré siempre fiel. Prefiero, puesto que se ha llegado a esta lamentable situación, ser vuestra prostituta a ser la esposa de vuestro hermano.
Pareció complacido y emocionado por mis palabras y me dijo que él seguía donde estaba, que no había faltado a ninguna de las muchas promesas que me había hecho, pero que en este asunto, se presentaban tantas cosas terribles, que, sobre todo por mi interés, se le había ocurrido aquello como un remedio tan efectivo que nada podía ser mejor. Me aseguró que había pensado que esto no sería separarnos completamente porque podíamos querernos como amigos toda la vida y quizá con más satisfacción que la que nos producía la situación en que ahora estábamos, por las cosas que podían pasar; que creía poder decir que yo no podía nunca pensar que él traicionaría un secreto, lo cual, sólo podía ser la ruina de los dos si llegaba a descubrirse; que sólo tenía que hacerme una pregunta que podía resultar un obstáculo, pero que si yo contestaba negativamente, no podía por menos de pensar que aquél era el único camino que podía yo tomar.
Adiviné cuál era la pregunta que quería hacerme, si estaba segura de no estar encinta. En cuanto a esto le dije que no tenía que preocuparse, porque hasta aquel momento no había nada de aquello.
—Pues entonces, querida —dijo—, ahora no tenemos tiempo de seguir hablando. Pensadlo detenidamente; yo solamente puedo seguir con la misma opinión acerca de cuál es el mejor camino que podéis tomar. Con esto se despidió muy de prisa, porque en el momento en que se levantó, su madre y sus hermanas estaban llamando a la verja.
Me quedé con una gran confusión de espíritu. Él se dio perfecta cuenta de ello el día siguiente y todo el resto de la semana, porque era el martes por la tarde cuando hablamos. No tuvo ninguna oportunidad de estar conmigo hasta el domingo siguiente, cuando, sintiéndome indispuesta, no fui a la iglesia, y él, dando una excusa por el estilo, se quedó en casa.
Entonces, me tuvo otra vez hora y media con él repitiéndome los mismos argumentos o, por lo menos, otros tan parecidos que no serviría de nada volverlos a anotar. Por fin le pregunté qué opinión tenía de mi modestia para llegar a suponer que yo podría dar cabida ni por un momento a la idea de acostarme con dos hermanos y le aseguré que esto no lo haría nunca. Y añadí que incluso si me decía que no volvería a verlo nunca, lo cual sería para mí tan terrible como la muerte, no podría aceptar una idea tan deshonrosa para mí y tan baja para él. Por tanto, le supliqué que si le quedaba un poco de respeto y de afecto hacia mí no me hablara nunca más de ello o que sacase su espada y me matase. Pareció sorprendido al ver mi obstinación, como él la llamaba, y me dijo que no era buena para mí y tampoco para él; que lo que ocurría era una crisis inesperada e imposible de prever por cualquiera de nosotros y que él no veía otro camino para salvarnos los dos de la ruina que el que me había indicado, y que si yo no lo seguía era porque no lo quería como él había llegado a creer. Y con una frialdad desacostumbrada añadió que si yo no quería que me hablase más de ello, no sabía que tuviésemos nada más de qué hablar. Y diciendo esto se levantó para marcharse. Yo me levanté también, con la misma indiferencia, pero cuando se acercó para darme un beso que había de ser el de despedida, rompí a llorar con tanta fuerza que aun cuando hubiese querido hablar no habría podido y sólo podía decirle adiós apretándole la mano, pero sin dejar de llorar con vehemencia.
Esto lo conmovió sensiblemente, por lo que se sentó de nuevo y me dijo muchas cosas amables para calmar mi exceso de pasión, pero siguió encareciéndome la necesidad de aceptar la proposición que me había hecho. No obstante, me dijo que si yo seguía negándome, él proveería por mí, pero dejando bien claro que prescindiría de mí en lo principal incluso como amante, ya que hacía cuestión de honor no acostarse con la mujer que, por lo que él preveía, podía llegar a ser la esposa de su hermano.
La pérdida de él como galán no representaba tanto para mí como su pérdida como amigo, ya que lo quería hasta la locura, y la idea de perder aquello en que confiaba y sobre lo cual había basado mis esperanzas, de que un día fuese mi esposo, me aterraba. Estas cosas me oprimían la mente de tal manera que caí muy enferma con una fiebre altísima y durante algún tiempo nadie de la familia creyó que saliera con vida de aquel trance.
Llegué realmente a estar muy mala delirando siempre, y siempre con el temor de que en mi desvarío pudiera decir algo en perjuicio de él. Me sentía desgraciada al verlo y lo mismo le ocurría a él al verme a mí, porque en realidad me quería apasionadamente. Pero los dos sabíamos que no había posibilidad alguna para nuestro amor, ni para presentarlo como un sentimiento decente.
Estuve en cama casi cinco semanas, pues aunque la violencia de la fiebre cedió bastante antes, fueron varias las veces que volví a tener, y dos o tres veces dijeron los médicos no poder hacer ya nada más, por mí, sino que debían dejar que la propia naturaleza combatiera el mal procurando reforzarla con cordiales para que yo pudiera resistir lo más posible. Al fin de las cinco semanas se inició una mejoría, pero me quedé tan débil, tan cambiada, tan melancólica y era la mía una mejoría tan lenta que los médicos temieron que degenerara en una consunción. Lo que más me enojó fue que expresaron su opinión de que yo estaba muy deprimida, que algo me perturbaba, en suma, que debía de estar enamorada. Con esto, todos los de la casa se emprendieron la tarea de interrogarme y presionarme para que les dijera si era verdad que estaba enamorada y de quién. Como es lógico, lo negué rotundamente.
Un día, en la mesa, tuvieron una discusión sobre este punto, que pudo haber sido causa de una seria disensión como, en efecto, lo fue por algún tiempo. Estaban sentados todos a la mesa, menos el padre y yo, que estaba enferma en mi habitación. Cuando empezaron a hablar, que fue cuando acababan de comer, la señora, que me había mandado algo de comer, dijo a la camarera que subiera a mi habitación para preguntarme si había tenido suficiente. La camarera bajó poco después diciendo que yo no había comido ni la mitad de lo que ella me había mandado.
—¡Ay! —dijo la señora—. ¡Pobre muchacha! Me temo que no va a ponerse buena nunca más.
—Bueno —dijo el hermano mayor—. ¿Y cómo quieren que se ponga buena? ¿No dicen que está enamorada?
—Yo no lo creo —dijo la señora.
—No lo sé —dijo la hermana mayor—. No sé qué pensar de ello. Han dicho tanto que es tan hermosa y tan encantadora y no sé cuántas cosas más, que ella se lo ha creído. Todo esto le ha trastornado la cabeza a la pobre criatura y quién sabe lo que puede resultar de esto. Por mi parte, no sé qué pensar de todo ello.
—Pero, hermana —dijo el hermano mayor—, tenéis que reconocer que es muy hermosa.
—Sí, bastante más hermosa que vos, hermana —intervino Robin—, y esto es lo que os mortifica.
—Bueno, bueno, esto no hace el caso —dijo la hermana—. La chica está bastante bien y ella lo sabe asimismo bastante bien, pero no es preciso que se lo digáis para que se sienta aún más orgullosa.
—No estamos hablando de si es orgullosa —dijo el hermano mayor—, sino de si está enamorada. Es posible que esté enamorada de sí misma. Parece que esto es lo que creen mis hermanas.
—Quisiera que estuviese enamorada de mí —dijo Robin—. Muy pronto le haría pasar la pena.
—¿Qué quieres decir con esto, hijo? —exclamó la señora anciana—. ¿Cómo puedes hablar de esta forma?
—¡Cómo, señora! —repuso Robin seriamente—. ¿Creéis que dejaría a la pobre muchacha que muriera de amor, y sobre todo, por un amor que tendría tan cerca de ella?
—¡Pero, hermano! —protestó la hermana segunda—. ¿Cómo puedes hablar así? ¿Aceptarías una criatura que no tiene ni un penique?
—Por favor, chiquilla —dijo Robin—, la belleza es una dote y cuando la acompaña el buen humor es una dote doble. Quisiera que como dote vuestra tuvierais la mitad de lo que tiene ella de las dos cosas.
Esto hizo callar a la hermana menor, pero la mayor no se calló.
—Veo —dijo mordazmente— que aunque Betty no esté enamorada, mi hermano sí lo está. Me extraña que no se haya declarado a Betty. Estoy segura de que ella no le dirá que no.
—Los que acceden cuando son solicitados —dijo Robin— llevan un paso de ventaja sobre los que no acceden porque no son solicitados y dos pasos de ventaja a los que acceden antes de ser solicitados. Esto es una buena contestación para vos, hermana.
Esto indignó a la hermana, que montó en cólera y dijo que las cosas habían llegado a tal punto que ya era hora de que yo dejase la familia, y que si no estaba en condiciones de ser echada, esperaba que el padre y la madre lo tomasen en consideración para cuando me pusiera buena.
Robin replicó que esto era asunto del amo y de la dueña de la casa, los cuales no necesitaban que alguien con tan poco juicio como tenía la hermana mayor, les enseñara nada.
La cosa llegó mucho más lejos. La hermana contestó ofendida y Robin me defendió y se burló de ella, pero el resultado para la pobre Betty fue perder mucho terreno en el aprecio de la familia. Cuando me enteré de lo sucedido lloré mucho y la señora subió a verme porque alguien le dijo que estaba yo tan preocupada por todo ello. Yo me quejé de que era muy duro para mí que los médicos me hubiesen colgado aquel sambenito, pues no tenían fundamento alguno; y que aún lo era más, considerando las circunstancias en que estaba yo con la familia; que esperaba no haber hecho nada para que disminuyera la estimación que me tenía ni haber dado motivo para el altercado entre sus hijos e hijas y que estaba en mejores condiciones de pensar en un ataúd que en estar enamorada y le rogué que no permitiera que su opinión de mí cambiase por las faltas de los demás, sino solamente por las mías propias.
Ella comprendió la razón de lo que le dije, pero contestó que puesto que había habido una discusión entre ellos y que su hijo menor había hablado con ardor, deseaba que yo fuese sincera con ella y le contestara una sola pregunta, si había algo entre su hijo Robert y yo. Con todas las muestras de sinceridad que me fue posible hacer, les dije que no había ni había habido nunca nada y que Mr. Robert había hablado y bromeado, tal como tenía por costumbre, y que yo lo tomaba como era, pues conocía su manera airosa y amable de hablar sin significado especial alguno, y le aseguré nuevamente que entre nosotros no había ni el más pequeño asomo de lo que temía y que los que habían sugerido otra cosa me habían hecho un gran perjuicio a mí y ningún bien a Mr. Robert.
La señora quedó completamente satisfecha y me besó y me habló cariñosamente diciéndome que debía de tener cuidado con mi salud y no preocuparme por nada, y así se despidió. Pero cuando llegó abajo se encontró con el hermano y las hermanas enzarzados de mala manera. Ellas estaban muy enfadadas porque él les echaba en cara que eran feas, que nunca habían tenido novios ni les habían hecho la pregunta de ritual y que eran tan descaradas como para casi ser ellas las que se declarasen. Las ridiculizó comparándolas conmigo que era bonita, simpática y que cantaba mejor que ellas y bailaba mejor y era más guapa y al hacer esto, no omitió nada malo que pudiera vejarlas y la verdad es que llevó la cosa demasiado lejos. La señora llegó cuando estaban más encendidos y para poner fin al altercado les contó la conversación que había tenido conmigo y cómo yo le había dicho que no había nada entre Mr. Robert y yo.
—Ahí es donde está el error —dijo Robin—, porque si no hubiese mucho entre nosotros estaríamos más juntos de lo que estamos. Le dije que la amaba con toda mi alma, pero no pude lograr que la pícara creyera que lo decía en serio.
—No sé cómo esperabais lograrlo —dijo la madre— porque nadie podría creer que cuando habláis así a esa pobre chica, cuyas circunstancias conocéis tan bien, lo hacéis en serio. Pero os ruego, hijo mío —añadió ella—, que me digáis la verdad. Puesto que me decís que no pudisteis hacerle creer que, hablabais en serio, ¿qué es lo que debemos creer? Divagáis tanto cuando habláis que nadie sabe si lo decís en broma o en serio; y así como estoy segura de que la muchacha me ha dicho la verdad, también deseo que lo hagáis vos y me habléis seriamente, de forma que pueda confiaren vuestras palabras. ¿Hay algo en todo lo que decís, o no? ¿Habláis en serio o en broma? ¿Estáis realmente prendado de ella o no? Es un asunto muy importante y quisiera que pudierais tranquilizarnos.
—Por mi fe, señora —dijo Robin—, que es en vano querer paliar la cosa ni decir más mentiras. En este asunto hablo tan en serio como pudiera hacerlo un hombre a punto de ser colgado. Si Betty dijera que me ama y que está dispuesta a casarse conmigo, mañana mismo por la mañana la tendría cogida para tenerla y guardarla en vez de desayunar.
—Bien dijo la madre, entonces ya hemos perdido un hijo.
Y lo dijo con un tono lúgubre, como si la apenara mucho.
—Espero que no, señora —repuso Robin—. Un hombre no se pierde nunca cuando lo encuentra una buena esposa.
—Pero, hijo mío —dijo la anciana—, ¿no sabes que es una pordiosera?
—Pues entonces, señora, tiene aún más necesidad de caridad —dijo Robin—. La sacaré de la parroquia y ella y yo mendigaremos juntos.
—No está bien bromear con estas cosas dijo la madre.
—No bromeo, señora —dijo Robin—. Vendremos y pediremos vuestro perdón y vuestra bendición, señora, y la de mi padre.
—Esto es totalmente ajeno a la cuestión —dijo la madre—. Si lo decís en serio, estáis perdido.
—Temo que no —dijo él—, porque temo, en verdad, que ella no me quiera. Después de todo lo que ha dicho mi hermana, creo que nunca podré llegar a persuadirla.
—Esto sí que es bonito, en verdad. Tampoco está ella tan fuera de sus cabales. Betty no es tonta —dijo la hermana menor—. ¿Creéis que ha aprendido a decir «no» más que las demás personas?
—No, miss Pocoseso —dijo Robin—. Miss Betty no es tonta, pero puede estar comprometida por otro lado, y entonces, ¿qué?
—No —dijo la hermana mayor—, no podemos decir nada a esto. ¿Quién debe ser entonces? No sale nunca de casa. Ha de ser, pues, entre vosotros.
—Nada tengo que decir a esto —dijo Robin—. Ya se me ha examinado bastante. Ahí está mi hermano. Si ella debe de estar comprometida entre nosotros, pregunten a él.
Esto obligó al hermano mayor a pensar rápidamente y llegó a la conclusión de que Robin había descubierto algo. No obstante, evitó mostrarse turbado.
—Por favor —dijo—, no vayáis a complicarme en vuestras historias. Yo no entro en este juego. No tengo que decir nada a miss Betty ni a ninguna otra miss Betty de la parroquia.
Y con esto se levantó y salió.
—No —dijo la hermana mayor—. Me atrevo a hablar por mi hermano. Conoce el mundo mejor que los demás.
Así terminó la cosa, pero el hermano mayor se quedó muy turbado, pues llegó a la conclusión de que su hermano había descubierto algo y empezó a dudar de si yo tenía algo que ver con ello, pero por más que hizo no encontró la manera de llegar hasta mí. Llegó a estar tan perplejo que resolvió hablar conmigo fuese cual fuese el resultado. Con este fin, se las arregló de modo que un día después de comer vigiló a su hermana hasta que vio que subía al piso superior y corrió tras ella.
—Por favor, hermana dijo, ¿dónde está esa enferma? ¿No se la puede ver?
—Sí —dijo la hermana—, creo que sí podéis, pero primero dejad que entre yo, y ya os avisaré.
Así, pues, vino a mi puerta, me avisó y después lo llamó a él.
—Hermano —le dijo—, ya podéis entrar, si queréis.
Él entró y hablando con un tono campanudo dijo:
—Bien. ¿Dónde está esa enferma enamorada? ¿Cómo estáis, miss Betty?
Yo me habría levantado de la silla, pero estaba tan débil que no pude. Él se dio cuenta y su hermana también, y ella dijo:
—No os esforcéis en poneros de pie. Mi hermano no quiere que hagáis cumplidos, sobre todo ahora que estáis tan débil.
—No, no, miss Betty, por favor, quedaos sentada —dijo él. Y se sentó en otra silla y pareció como si estuviera muy alegre. Habló de muchas cosas intrascendentes con su hermana y con migo, con el propósito de divertir a su hermana y, de vez en cuando, volvía al punto principal, dirigiéndose a mí.
—¡Pobre, miss Betty! Debe de ser muy triste estar enamora da. ¡Ved en qué estado os ha dejado! Por fin, yo dije algo:
—Me agrada veros tan contento, señor. Pero creo que el doctor podría haber encontrado algo mejor que hacer, que gastarme esta bromita. Si no hubiese estado enferma más que por esta causa, conozco demasiado bien el refrán para haber dejado que viniera.
—¿Qué refrán? —preguntó él—. ¡Ah, sí, ya lo recuerdo! Dice así: «Cuando la causa es amor, es un pollino el doctor». ¿No es así, miss Betty?
Yo sonreí y no contesté.
—Bueno —dijo él— yo creo que ha quedado probado que la causa es el amor, porque poca cosa es lo que el doctor parece haber podido hacer por vos. Os reponéis muy lentamente, según dicen. Temo que haya algo en ello, miss Betty; temo que estéis enferma de lo incurable y esto es el amor.
Yo sonreí y dije:
—No, señor, ésta no es mi enfermedad.
Hablamos mucho por este estilo y de otras cosas también de poca importancia. Luego me pidió que les cantara una canción y yo le dije que se habían terminado para mí los días en que podía cantar. Por fin, me preguntó si me gustaría que tocara algo con su flauta. Su hermana dijo que creía que me perjudicaría y que mi cabeza no podría aguantarlo. Yo hice una reverencia y dije que no, que no me perjudicaría.
—Por favor, señora —dije—, no se lo impida. Me gusta mucho la música de la flauta.
Entonces ella dijo:
—Bueno, pues hacedlo, hermano.
—Querida hermana —dijo—, soy muy perezoso, por favor, llegaos a mi armario y traedme la flauta que está en el cajón.
Y le indicó un cajón en el que estaba seguro que no la encontraría de forma que así estuviera más tiempo buscándola.
Tan pronto se hubo marchado la hermana, él me contó todo la historia de lo que su hermano había dicho de mí y de que le pasó el asunto a él y de su preocupación sobre ello, la cual era el motivo de que hubiese tratado de verme. Le aseguré que yo nunca bahía abierto la boca, ni a su hermano ni a nadie, y le dije lo mala que estaba; que mi amor por él y su proposición de que olvidase mi afecto por él y lo transfiriese a otro, había minado mi salud y que más de mil veces deseé mucho más morir que recobrarme y tener que debatirme en las mismas circunstancias de antes y que este despego de la vida era la razón de mi lenta recuperación. Añadí que preveía que, tan pronto como me hubiese restablecido, tendría que dejar la familia y que en cuanto a casarme con su hermano, aborrecía el solo pensamiento de hacerlo después de lo que había tenido con él y que podía estar bien seguro de que nunca más vería a su hermano por esta causa; que si quería romper todos sus votos, juramentos y compromisos conmigo sería algo a debatir entre su conciencia y su honor y él mismo, pero que no quería que nunca pudiera decir que yo, a quien él había persuadido que me considerase y llamase su esposa y a quien yo le había dado la libertad de usar de mí como si realmente lo fuera, no le era tan fiel como podría serle una esposa, fuese cual fuere la conducta de él para conmigo.
Iba él a replicar y había dicho ya que lamentaba que no le fuera posible persuadirme e iba a decir más, pero oyó que su hermana volvía, como también la oí yo. No obstante, aún pude contestar unas palabras, diciéndole que nunca podría convencerme de que, amando a un hermano, me casara con el otro. Movió la cabeza y dijo:
—Entonces, estoy arruinado —refiriéndose a sí mismo.
En este momento, entró su hermana en la habitación y le dijo que no podía encontrar la flauta.
—Bien —dijo él alegre—, mi pereza no me sirve.
Se levantó y fue a buscarla, pero también volvió sin ella, no porque no pudiera encontrarla, sino porque su mente se hallaba turbada y no tenía intención de tocar; y, además, el recado a que mandó a su hermana, tenía otra finalidad, pues lo único que deseaba era hablarme, lo que logró, aunque sin gran satisfacción por su parte.
Por la mía, sentí una gran satisfacción por haberle podido exponer mi sentir con toda libertad y completa honestidad, como he contado, y aunque el resultado no fue totalmente el que yo quería, es decir, obligarle aún más a mí, sin embargo, le quitó toda posibilidad de dejarme, a no ser a costa de quebrantar gravemente su honor y faltar a la fe de caballero que tantas veces había invocado comprometiéndose a hacerme su esposa tan pronto como entrara en posesión de su anhelada hacienda.
Después de esto, pasaron todavía varias semanas antes de que empezara a andar por la casa y comenzara a ponerme bien, pero seguí melancólica, silenciosa, triste y reservada, lo cual asombraba a toda la familia, con excepción de él, que conocía la causa. No obstante, pasó mucho tiempo antes de que hiciera caso alguno de ello y yo, tan reacia a hablar como él mismo, me portaba muy respetuosamente con él, pero nunca procuraba hablarle palabra alguna que fuera particular.
Esto duró dieciséis o diecisiete semanas, durante las cuales esperaba cada día verme despedida por la familia a causa del disgusto que habían tenido, a pesar de que yo no tenía en ello culpa alguna y tampoco esperaba saber nada más de aquel caballero, a pesar de todas sus promesas y votos solemnes, sino verme arruinada y abandonada.
Finalmente, fui yo quien abrió el camino para mi salida de la familia. Un día que la señora me estaba hablando muy seriamente sobre las circunstancias de mi vida y de cómo mi enfermedad había dejado una tristeza en mi espíritu, de manera que no era ya la misma de antes, la anciana me dijo:
—Temo, Betty, que lo que os dije con respecto a mi hijo ha influido algo en vuestro espíritu y que estáis melancólica por culpa de él. Por favor, ¿queréis decirme cómo está el asunto entre vosotros, si es que puedo saberlo? Por lo que respecta a Robin, no hace más que burlarse cuando le hablo de ello.
—Pues, en verdad, señora —contesté—, la cosa está como yo no quisiera que estuviese y seré muy sincera con vos, sea lo que sea que luego me suceda por ello. Mr. Robert me ha propuesto varias veces casarse conmigo, que es lo que yo no podía esperar, dadas mis circunstancias, pero siempre me he resistido y quizás en términos más duros de lo que me correspondía, considerando el respeto que debo sentir por todos los miembros de la familia. Pero, señora, yo nunca podría olvidar mis obligaciones para con vos y toda la familia hasta el punto de dar mi consentimiento a algo que sé que ha de ser molesto para vos, y éste es el argumento que he esgrimido ante él y le he dicho definitivamente que nunca podía albergar un pensamiento de tal naturaleza, a menos que tuviera vuestro consentimiento y también el de su padre, a quienes estoy ligada por tantas obligaciones indeclinables.
—¿Es esto posible, Betty? —dijo la anciana señora—. Entonces, habéis sido mucho más justa con nosotros de lo que nosotros hemos sido con vos, porque os hemos considerado como una especie de trampa para mi hijo y yo tenía el encargo de haceros una proposición para que os marcharais por temor de que fuera así. No os la había hecho todavía, porque pensaba que no estabais aún completamente bien y temía que, como os disgustaría mucho, fuera motivo de una recaída. Todos sentimos afecto por vos, aunque no tanto como para permitir que fuerais la ruina de mi hijo, pero si es tal como decís, veo que os hemos tratado muy mal.
—En cuanto a la verdad de lo que le he dicho, señora —dije yo—, os ruego lo preguntéis a vuestro propio hijo. Si él quiere hacerme justicia, os contará la historia tal como os la he contado yo.
La señora me dejó en seguida para contar a sus hijas la historia tal como se la había contado yo, y ellas quedaron muy sorprendidas, tal como había yo supuesto. Una dijo que nunca lo hubiera creído; otra dijo que Robin era un loco, y la tercera dijo que no creía una palabra de ello y que estaba segura de que Robin contaría la historia de manera distinta. Pero el padre, que estaba decidido a llegar al fondo de la cuestión antes de que yo tuviera oportunidad de poner a su hijo al corriente de lo que había pasado, resolvió que ella hablase inmediatamente con su hijo y, a este fin, mandó a por él. Robin había ido a casa de un abogado de la ciudad por un pequeño asunto particular suyo y, al recibir el aviso, volvió inmediatamente.
Cuando llegó, lo esperaban todos juntos.
—Robin, sentaos —dijo la madre—. Os he de hablar.
—De todo corazón, señora —dijo Robin alegremente—. Espero que sea referente a una buena esposa, porque en este aspecto estoy muy mal.
—¿Y cómo puede ser esto? —repuso la madre—. ¿No dijisteis que estabais resuelto a caseros con Betty?
—Sí, señora —dijo él—, pero hay quien ha prohibido las amonestaciones.
—¿Prohibido las amonestaciones? ¿Y quién puede ser?
—Pues la misma Betty —dijo Robin.
—¿Y cómo es esto? —dijo su madre—. ¿Se lo habéis preguntado?
—En verdad que sí, señora —contestó Robin—. Se lo he pedido en todas las formas cinco veces desde que estuvo enferma, y estoy derrotado. Ella no quiere capitular ni ceder bajo ninguna condición, exceptuando sólo aquella que yo no puedo conceder.
—Explicaos dijo la madre, porque me siento sorprendida. No os comprendo. Espero que no estéis hablando en serio.
—Señora —continuó él—, la cosa está bien clara para mí. Ella dice que no quiere. ¿No está esto suficientemente claro? Yo creo que está claro y, además, es duro para mí.
—Bueno, pero —objetó la madre— habláis de condiciones que no podéis conceder. ¿Qué es lo que quiere? ¿Una dote? Su asignación de viudedad, debería estar en relación con su dote, pero ¿qué capital aporta ella?
—No, en cuanto a capital, es suficientemente rica. No tengo nada que decir en lo que concierne a este punto. Soy yo el que no puede cumplir sus condiciones y está firmemente decidida a no tenerme sin ellas.
Aquí las hermanas interrumpieron.
—Señora dijo la hermana segunda, es imposible hablar seriamente con él. Nunca da una contestación directa a nada. Es mejor que lo dejéis correr y no le habléis más. Ya sabéis cómo libraros de ella si creéis que hay algo.
Robin se encendió algo con la rudeza de su hermana, pero se contuvo y contestó con buenos modales.
—Hay dos clases de personas con las que no es posible contender, señora: una persona sabia y un loco. Es muy triste que me vea empeñado con las dos a la vez.
La hermana más joven dijo entonces:
—En efecto, debemos estar locas, según la opinión que nuestro hermano tiene de nosotras, si puede pensar que nos vamos a creer seriamente que ha pedido a Betty que se casara con él y ella ha rehusado.
—Contesta y no contestes, dijo Salomón —replicó el hermano—. Cuando he dicho a nuestra madre que se lo he pedido no menos de cinco veces y que el resultado fue que me ha rechazado positivamente, pienso que una hermana no ha de poner en duda la verdad cuando la madre no lo ha hecho.
—Mi madre, como bien has visto, no lo ha entendido —dijo la segunda hermana.
—Hay cierta diferencia —dijo Robin— entre querer que lo aclarara y decirme que no lo cree.
—Bien, pero, hijo mío dijo la anciana, ¿estáis dispuesto a dejarnos sin saber cuáles son estas condiciones tan duras?
—Señora —dijo Robin—, ya lo habría hecho si no me hubiesen molestado con estas interrupciones. Las condiciones son que le asegure el consentimiento de mí padre y el vuestro. Sin esto, asegura que no quiere oír hablar más de esto. Estas condiciones, creo yo, nunca estaré en condiciones de poderlas cumplir. Espero que con esto, mis hermanitas impulsivas se considerarán ahora contestadas y se ruborizarán un poco. Y no tengo más que decir, hasta que se hable de nuevo.
Esta contestación sorprendió a todos, aunque a la madre menos, por lo que yo le había dicho ya. En cuanto a las hijas, quedaron en silencio durante un buen rato. Después la madre dijo con cierta vivacidad:
—Bien, ya se me había dicho esto antes, pero no podía creerlo. Si es así todos hemos juzgado mal a Betty y ella se ha portado mejor de lo que yo esperaba.
—Si es así —dijo la hermana mayor—, se ha portado en verdad de una manera magnífica.
—Confieso —dijo la madre— que no es en absoluto culpa de ella si él ha sido tan loco para enamorarse, pero darle la contestación que le ha dado supone mayor respeto hacia vuestro padre y hacia mí de lo que yo hubiera podido creer. Tendré a la muchacha una mayor consideración por ello mientras viva.
—Pero yo no —dijo Robin—, a menos que deis vuestro consentimiento.
—Lo pensaré —dijo la madre—. Puedo aseguraros que si no hubiesen otras objeciones que hacer, esta conducta suya ayudaría mucho a que yo diera mi consentimiento.
—Desearía que lo lograra del todo —repuso Robin—. Si pensarais en hacerme feliz tanto como habéis pensado en hacerme rico, pronto daríais vuestro consentimiento.
—Pero, Robin —dijo su madre de nuevo—, ¿estáis hablando realmente en serio? ¿Estáis tan dispuesto a conseguirlo como pensáis?
—Realmente, señora —dijo Robin—, creo que es muy duro que me preguntéis sobre este extremo, después de cuanto he dicho. No diré que la consiga. ¿Cómo puedo resolver este punto, cuando ya veis que no puedo conseguirla sin vuestro consentimiento? Además, no estoy obligado a casarme, pero esto sí que lo digo con toda seriedad: nunca tendré otra mujer, si puedo evitarlo, de manera que podéis determinar por mí. Betty o nadie es mi decisión y el caso es que decidiréis vos, señora, siempre exceptuando que mis bien intencionadas hermanas no tengan voto en ello.
Todo esto resultaba terrible para mí, porque la madre empezó a ceder y Robin la iba asediando para acabar de decidirla. Además, se aconsejó con el hermano mayor, el cual hizo uso de todos los argumentos del mundo para persuadirla a que consintiera alegando el amor apasionado de su hermano para mí, mi atención generosa para la familia al rechazar tantas ventajas para mí por un delicado punto de honor y mil cosas. Y en cuanto al padre, que era un hombre metido de lleno en la vorágine de los asuntos públicos y en hacer dinero, estaba raramente en casa y pensaba en todo cuanto él consideraba más esencial, dejando todas estas cosas en manos de su esposa.
Pueden ustedes comprender fácilmente que estando así el asunto, completamente aclarado todo, según creía cada uno, como creían también saber cómo iban las cosas, no era difícil ni peligroso para el hermano mayor, de quien nadie sospechaba, poder acercárseme con más facilidad que antes, pues incluso la madre, haciendo precisamente lo que él quería, le propuso que hablara conmigo diciéndole: «Puede ser, hijo mío, que vos veáis más lejos que yo en este asunto y comprobéis si, en efecto, ha sido tan desinteresada como Robin dice que lo ha sido, o no». Esto era lo mejor que él podía desear, por lo que fingió acceder a la petición de la madre, y ésta me llevó personalmente a su propia habitación, me dijo que su hijo tenía que hablar conmigo por habérselo pedido ella y nos dejó juntos cerrando la puerta.
El vino a mí, y, tomándome en sus brazos, se puso a besarme tiernamente. Después dijo que debía tener una larga conversación conmigo y que había llegado el momento de que yo misma me hiciera feliz o desgraciada para toda la vida; que la cosa había llegado ya tan lejos que si no podía acceder a su deseo, sería la perdición de los dos. Luego me contó toda la historia de Robin, como la llamaba él, y de su madre y sus hermanas, tal como he relatado antes, y me dijo:
—Ahora, querida mía, considerad lo que será casaros con un caballero de buena familia, en buenas circunstancias y con el consentimiento de toda la familia y disfrutar de todo lo que el mundo puede ofreceros, y, por el contrario, pensad en lo que es hundirse en las circunstancias tenebrosas de una mujer que ha perdido la reputación, y que, aunque yo pueda ser un amigo particular para vos, mientras viva, seré siempre sospechoso, de manera que vos temeréis verme y yo temeré teneros.
No me dio tiempo de replicar y continuó diciendo:
—Lo que ha pasado entre nosotros, niña, mientras los dos estemos conformes en hacerlo así, puede ser enterrado y olvidado. Cuando seáis mi hermana, yo seré siempre vuestro amigo sincero sin inclinación a mayor intimidad. Sostendremos conversaciones honestas sin reproches entre nosotros por haber obrado indebidamente. Os ruego que lo toméis en consideración y no seáis un estorbo en vuestro propio camino hacia la seguridad y la prosperidad. Y para demostraros que soy sincero, os ofrezco ahora mismo quinientas libras para hacer algo como reparación por las libertades que me he tomado Ion vos, que consideraremos como locuras de nuestra vida y de las que espero podamos arrepentirnos.
Dijo todo esto con palabras mucho más emotivas de lo que me es posible expresar y con tanta mayor fuerza de argumentación de lo que yo pueda repetir. Únicamente recomiendo a los que leen esta historia que supongan que lo mismo que me tuvo hora y media con sus palabras igual contestó a todas mis objeciones y reforzó su peroración con todos los argumentos que puede imaginar el ingenio humano.
No puedo decir, sin embargo, que nada de lo que me dijo me impresionara tanto como para tomar una decisión, hasta que, finalmente, me dijo bien claro que si rehusaba sentía tener que añadir que no podría seguir conmigo en el plan que estábamos; que aunque me amaba tanto como antes y que él era tan agradable como siempre, el sentido de la virtud no lo había abandonado hasta el punto de permitirle yacer con la mujer a quien su hermano cortejaba para hacerla su esposa, y que si se separaba de mí, con mi negativa, aparte de lo que pudiera hacer por mí en el aspecto de manutención por el compromiso que había contraído, esperaba que no me sorprendería si se veía obligado a decirme que no me vería más, ya que esto no podía, en modo alguno, esperarlo de él.
Escuché esta última parte con muestras de sorpresa y turbación y tuve que esforzarme para no caerme, porque en verdad le amaba hasta un punto difícil de imaginar. Él se dio cuenta de mi turbación y me instó a considerar seriamente el asunto; me aseguró que era la única manera de guardar nuestro mutuo afecto; que en esta nueva situación podíamos querernos como amigos, con todo el cariño y con un amor sin mácula, fuera de todo reproche nuestro y de toda sospecha de los demás; que siempre reconocería que me debía su felicidad, y que sería mi deudor mientras viviera y que pagaría esta deuda mientras le quedara aliento. De esta manera, en suma, me llevó a una especie de vacilación, pues me representaba en vívidas imágenes, que mi imaginación agrandaba aún más, los peligros de ser lanzada a un ancho mundo como una prostituta despreciable, pues no era más que esto y quizás expuesta como tal, con poco para poder proveerme, sin un amigo ni un conocido en el mundo, fuera de aquella ciudad, donde no podía ni pensar en quedarme. Todo esto me aterrorizaba en alto grado y él tuvo buen cuidado, en toda ocasión, de hacérmelo ver con los colores más negros que era posible pintarlo. Por otra parte, no cesaba de exponerme con toda clase de detalles la vida fácil y próspera que iba a tener como esposa de su hermano.
Contestó a todo cuanto pude yo decir de resultas de mi afecto o como consecuencia de compromisos anteriores, explicando la necesidad que teníamos ahora de tomar nuevas medidas, y en cuanto a sus promesas de casamiento, me dijo que las circunstancias las habían anulado, por la probabilidad de convertirme en la esposa de su hermano antes de que llegase el tiempo fijado de que fuera la suya.
Así, en pocas palabras, puedo decir que razonó hasta hacerme perder mi razón; rebatió todos mis argumentos y empecé a darme cuenta de un peligro que me acechaba y que antes no había considerado: el verme abandonada de los dos y dejada sola en el mundo para arreglármelas por mí misma.
Esta idea y su poder de persuasión prevalecieron por fin para dar mi consentimiento, aunque no sin mucha repugnancia, de manera que era fácil de ver que iría a la iglesia como una oveja va al matadero. También tenía ciertas aprensiones de que mi esposo, por el que, debo decir de paso, no sentía el menor afecto, me pidiera explicaciones sobre otro punto, cuando se acostara conmigo la primera vez. Pero el hermano mayor solucionó este punto, no sé si intencionadamente o no, haciéndole beber mucho antes de acostarse, de manera que aquella primera noche tuve la satisfacción de meterme en la cama con un borracho. Cómo lo hizo no lo sé, pero llegué a la conclusión de que lo había hecho para que su hermano no pudiera juzgar la diferencia entre una doncella y una mujer casada. El caso es que nunca tuvo noción alguna de ello ni sus pensamientos se vieron turbados por esta causa.
Debo ahora volver un poco atrás. El hermano mayor, cuando hubo logrado convencerme en la forma que he dicho, su nuevo paso fue convencer a su madre y no cesó hasta que obtuvo su aquiescencia y logró que se mantuviera pasiva en todo el asunto, incluso sin avisar al padre más que por correo, de manera que consintió que nos casáramos privadamente y quedó a su cargo convencer luego al padre.
Luego habló con su hermano convenciéndole del gran servicio que le había hecho y cómo había logrado que su madre diera el consentimiento, lo cual era verdad, aunque no lo había hecho para prestarle un servicio a él, sino a sí mismo; pero le engañó a él con tanta habilidad que logró un amigo fiel que aún le dio las gracias por haberse quitado de encima a su amante para echársela en sus brazos como esposa. Así es, ciertamente, como el interés borra toda clase de afectos y de esta forma tan natural los hombres abandonan el honor y la justicia e incluso el cristianismo, para obtener su seguridad.
Debo volver ahora al hermano Robin, como todos le llamábamos siempre, el cual, habiendo obtenido el consentimiento de su madre, como dije, me vino con la gran noticia y me contó la historia entera con tal sinceridad que debo confesar que me dolió ser el instrumento para abusar de un caballero tan honrado. Pero no había otro remedio; quería tenerme y yo no podía decirle que era la amante de su hermano, que era el único medio de alejarlo. Por tanto, fui cediendo gradualmente con gran satisfacción por su parte y he aquí que, finalmente, me casé con Robert.
El pudor me prohíbe contar los secretos del lecho conyugal, pero nada mejor pudo haber pasado para mí, que lo que antes he dicho, o sea, que mi marido estuviese tan bebido cuando vino a la cama, que a la mañana siguiente no podía recordar si había tenido algo que ver conmigo o no y me vi obligada a decirle que sí que había hecho lo que tenía que hacer, aunque no había sido así, a fin de evitar que pudiera preguntar.
Los detalles complementarios de mi familia o de mí misma, durante los cinco años que estuve viviendo con mi esposo, no tienen mucho que ver con la historia que estoy contando. Únicamente debo decir que tuve dos hijos de él y que, al cabo de cinco años, murió. Fue realmente un buen esposo para mí y vivimos muy felices juntos, pero como no había recibido gran cosa de la familia y durante el poco tiempo que vivió no hizo fortuna, mi situación no quedó en gran cosa, ni mi patrimonio mejoró mucho con aquella unión. En realidad, yo había guardado las quinientas libras que su hermano se había comprometido a pagarme para que consintiera en casarme con su hermano, y esto con el dinero que había ahorrado de lo que anteriormente me había dado y, más o menos, una cantidad igual de mi marido, me quedó un capital de unas mil doscientas libras en el bolsillo.
Afortunadamente, mis dos hijos me fueron pronto quitados de las manos por el padre y la madre de mi esposo y debo decir que esto fue todo lo que obtuvieron de Mrs. Betty.
He de confesar que no me sentí muy desconsolada por la muerte de mi esposo. En verdad, no lo había querido como debía de haberlo hecho o como correspondía en atención a las bondades que de él recibía, pues era un hombre tan tierno, bueno y agradable como podía desear cualquier mujer. Pero su hermano seguía en mi pensamiento, por lo menos, mientras estuvimos en el campo, lo que era para mí una continua pesadilla, y nunca estuve en la cama con mi esposo que no deseara estar en los brazos de su hermano, y aunque él nunca me ofreció ninguna intimidad de esta clase después de mi boda y se comportó como un buen hermano, a mí me era imposible considerarlo así. En suma, que, en mi fuero interno, cometí cada día adulterio e incesto con él, lo que seguramente era tan pecaminoso como si efectivamente lo hubiese llevado a cabo.
Antes de morir mi esposo, el hermano mayor se casó y como nosotros nos habíamos trasladado a Londres la madre nos escribió para que fuéramos y estuviésemos presentes en la boda. Mi marido fue, pero yo pretexté hallarme indispuesta y que no me era conveniente viajar, de manera que me quedé en casa, porque, en realidad, no podía soportar ver cómo el hermano mayor se daba a otra mujer, aunque sabía que yo no podría tenerlo nunca.
Como he dicho, me encontraba libre en el mundo y como todavía era, según decían todos, joven y hermosa, cosa que también creía yo, y con una fortuna apreciable en el bolsillo, me tenía a mí misma en gran concepto. Fui cortejada por varios comerciantes de posición y muy especialmente por uno, que trataba en telas, en cuya casa me alojé después de la muerte de mi esposo, porque su hermana era conocida mía. Allí tenía una gran libertad y la oportunidad de estar alegre y frecuentar cualquier compañía que me gustara, porque la hermana de mi patrón era la mujer más loca y más alegre que he tratado y no tan cuidadosa de su virtud como yo había creído al principio. Ella me hizo entrar en un mundo de gente alocada e incluso trajo a casa algunas personas de las que a ella le gustaban para que vieran a su bonita viuda, como le gustaba llamarme, y cuyo nombre se me dio luego públicamente. Como que la fama y la locura pronto se encuentran, allí recibí atenciones maravillosas y tuve gran abundancia de admiradores, de los que se llaman enamorados, pero entre todos ellos, no logré encontrar uno aceptable. En cuanto a lo que todos querían, me era ya muy conocido para caer en trampas de ninguna clase. Yo había cambiado mucho. Tenía dinero en el bolsillo y nada que decir. Una vez había sido engañada por esa trampa que se llama amor, pero el juego se había terminado. Estaba decidida a casarme, o nada. Y además, el casamiento tenía que ser muy de mi gusto.
Es cierto que me gustaba la compañía de hombres de talento y alegres, galantes y de muy buena figura, y muy a menudo era obsequiada por ellos, aunque también lo era por otros; pero una observación atenta me hizo ver que los hombres más brillantes eran los que hacían las proposiciones más torpes, es decir, más torpes desde mi punto de vista. Y, por el contrario, las mejores proposiciones llegaban de los hombres más torpes y desagradables del mundo. No era contraria a los comerciantes o tenderos, pero prefería uno que tuviera también algo de caballero; que cuando quisiera llevarme a la Corte o al teatro pudiera ceñirse una espada y aparentar ser tan caballero como cualquier otro, y no al que llevara sobre su chaqueta la marca de los cordones del delantal o sobre su peluca la marca del sombrero; que cuando ciñera la espada demostrara no estar acostumbrado a ella y que se le conociera su ocupación por su porte.
Por fin encontré ese ser anfibio, un tendero-caballero, y como justo castigo de mi tontería fui cazada, como si dijéramos, en la misma trampa que yo había preparado. Y digo esto porque no fui engañada, sino que me engañé a mí misma.
Él era también un gran pañero. Mi amiga quería haberme ajustado con su hermano, pero cuando llegó el momento de hacerlo pareció resultar que él me quería por amante y no por esposa, y yo me mantuve fiel a mi principio de que una mujer con dinero no debe darse nunca como amante.
Lo que me conservó honesta fue, por tanto, mi orgullo, no mis principios, ni mi dinero, ni mi virtud, aunque, como descubrí luego, me habría sido mucho mejor dejarme vender por mi amiga a su hermano que venderme yo misma a un comerciante que era, a la vez, calavera, caballero, tendero y mendigo.
Pero mi ilusión de ser la esposa de un caballero, me lanzó a mi perdición de la manera más estúpida que mujer alguna pudo nunca hacer, porque mi nuevo esposo, al recibir de una vez una suma global de dinero, se lanzó a una profusión de gastos que todo lo que yo tenía, más lo que podía tener él, si es que tenía algo, no podía durar más allá de un año.
Me quiso mucho durante más o menos la cuarta parte de un año, pero todo lo que saqué fue el placer de comprobar que una gran parte de mi dinero se gastaba en mí y debo decir que yo también contribuí a aquel derroche.
Un día me dijo:
—Venid, querida; vamos a pasar una semana en el campo.
—Bien, querido —exclamé yo—. ¿Adónde iremos?
—Me da lo mismo dijo él, pero tengo la intención de que durante una semana seamos gente de calidad. Iremos a Oxford.
—¿Cómo iremos? —pregunté—. No sé montar a caballo y es demasiado lejos para ir en coche.
—¡Demasiado lejos! —replicó—. No hay un lugar demasiado lejos para un coche con un tiro de seis caballos. Si os llevo de viaje, viajaréis como una duquesa.
—¡Bah, querido, eso es una tontería! —dije—. Pero si tenéis esta intención, a mí no me importa.
Fijamos la fecha, alquilamos un coche de lujo, buenos caballos, un postillón y dos lacayos con librea, un caballero montado y sobre otro caballo un paje con una pluma en el sombrero. Todos los criados lo llamaban a él Milord y a mí me llamaban Su Gracia la señora Condesa. De esta forma, viajamos hasta Oxford, y tuvimos un viaje muy agradable, porque, debo hacerle justicia, ningún mendigo en el mundo hubiera sabido hacer el lord tan bien como mi esposo. Vimos todas las curiosidades de Oxford, hablamos con dos o tres directores de colegios sobre mandar a la Universidad a un sobrino nuestro que estaba al cargo de Milord y del cual éramos tutores. Nos divertimos burlándonos de unos pobres escolares dándoles esperanzas de ser, por lo menos, capellanes de Milord y llevar una banda, y habiendo vivido de verdad como gente de calidad con el gasto que a ello corresponde, nos fuimos a Northampton. En pocas palabras, después de una correría de doce días, volvimos a casa habiendo gastado noventa y tres libras.
La vanidad es la perfección del petimetre. Mi marido tenía esta cualidad, pero no se fijaba en los gastos, y como su historia no tiene gran cosa de particular, basta decir que en dos años y medio, aproximadamente, quebró y no tuvo la suerte de ir a parar a la Mint, sino que fue a la cárcel por haber sido detenido por un cargo demasiado fuerte para poder depositar fianza. Entonces me mandó a buscar.
Para mí no fue una sorpresa porque hacía tiempo que yo había previsto que acabaría en la bancarrota y había estado tomando medidas para guardar algo, aunque no pudo ser mucho, para mí.
Pero cuando me mandó llamar, se portó mucho mejor de lo que yo esperaba. Reconoció honradamente que había estado haciendo el loco y que había permitido que lo sorprendieran, lo que podría haber prevenido; que preveía ahora que no podría arreglarlo y, por tanto, quería que fuese a casa y por la noche, sacara todo lo que había en ella de algún valor y lo pusiera en un lugar seguro; y después de esto quería que si podía coger género de la tienda por valor de cien o doscientas libras y guardármelo lo hiciera, pero «sin decirle lo que había cogido ni a dónde lo había llevado».
—En cuanto a mí —dijo—, estoy decidido a salir de esta casa y a marcharme, y si nunca más sabes de mí, querida, te deseo suerte. Sólo siento el perjuicio que te he causado.
Al separarnos, me dijo muchas cosas agradables para mí, porque como ya he dicho, era un caballero. Éste fue todo el beneficio que obtuve de tal condición y, en todas ocasiones, me trató de una manera muy agradable y con buenos modales hasta el final, sólo que gastó lo que era mío y luego me dejó que robara a los acreedores para poder subsistir.
No obstante, no duden ustedes que hice lo que me dijo; después de separarnos así, nunca más volví a verle porque encontró la forma de huir de los alguaciles aquella noche o la siguiente y se fue a Francia y los acreedores arramblaron con todo lo que quedó como pudieron. No sé cómo lo hizo, pero lo que llegó a mis oídos fue que entró en casa alrededor de las tres de la madrugada, hizo que el resto de los bienes fuese trasladado a la Mint y cerró la tienda, y habiendo reunido todo el dinero que pudo encontrar, marchó a Francia, como he dicho, desde donde recibí una o dos cartas suyas y luego ninguna más.
Cuando fue a casa no le vi, porque seguí al pie de la letra sus instrucciones y, habiéndome dado prisa, ya no tenía nada que hacer allí, pues temí ser detenida por los acreedores, porque se formó una comisión de bancarrota y podrían haberme detenido por orden de los comisarios.
Mi marido salió muy diestramente de la prisión preventiva descolgándose de una manera desesperada, desde el tejado de la casa hasta el del otro edificio y desde allí, a pesar de haber una altura de dos pisos, lo que era más que suficiente para romperse la crisma, saltó a la calle; luego fue a casa y sacó los géneros antes de que los acreedores pudieran cogerlos, es decir, antes de que pudieran formar comisión de quiebra y mandar a los oficiales a tomar posesión de ellos.
Mi marido fue muy atento conmigo, por lo que digo aún que era un caballero, pues en la primera carta que me escribió desde Francia, me enteró de que había empeñado veinte piezas de holanda fina por treinta libras, las que, en realidad, valían noventa y me adjuntaba la papeleta y una autorización para retirarlas pagando el empeño, lo que así hice y, con el tiempo saqué de ellas más de cien libras pues las corté y las fui vendiendo a varias familias, una aquí y otra allá, a medida que se me presentaba una oportunidad.
No obstante, con todo esto y lo que antes me había asegurado, al hacer recuento, encontré que mi situación había cambiado mucho y mi fortuna estaba muy disminuida, porque, incluyendo la tela de holanda y un paquete de muselina fina que me había llevado antes, alguna plata y otras cositas más, vi que difícilmente llegaba a las quinientas libras. Mi situación era muy extraña, porque, sin tener hijos (había tenido uno con mi caballero-tendero, pero murió), era como una viuda embrujada. Tenía marido y no tenía marido y no podía pretender casarme de nuevo, ; aunque sabía que mi esposo no pondría nunca más los pies en Inglaterra, ni que viviera cincuenta años. Así, pues, como digo, el matrimonio me estaba vedado, fuese cual fuese la proposición que me hicieran, y no tenía ningún amigo que pudiera aconsejarme respecto a la situación en que me encontraba o, por lo menos, en quien confiara lo suficiente para exponerle mi situación, ya que si los comisionados se enteraban de quién era yo seguramente me buscarían y me interrogarían bajo juramento y me quitarían todo lo que había salvado.
Ante este temor, lo primero que hice fue apartarme de mis conocidos y tomar otro nombre. Y desde luego hice bien porque me fui a vivir a la Mint, donde me hospedé en un sitio muy retirado y me hice llamar mistress Flanders.
Allí me sentí muy segura, ya que mis nuevos vecinos no me conocían ni nada sabían de mí, pero pronto tuve compañía, ya sea porque las mujeres escasean entre la clase de gente que generalmente se encuentra allí o porque hay mucha necesidad de buscar consuelos que palien las desventuras. Pronto me di cuenta de que entre aquellos afligidos una mujer agradable tenía gran aceptación y que los que buscaban dinero para poder pagar media corona por libra a sus acreedores y quedaban a deber sus comidas en la taberna del «Toro» sabían cómo encontrar dinero para una cena si una mujer les gustaba.
No obstante, por el momento me conservé salva, aunque, igual que la querida de lord Rochester, a la que agradaba su compañía, pero no le permitía nada más, empecé a tener fama de prostituta sin serlo. Ante esto, cansada de aquel lugar y también de la compañía, empecé a pensar en mudarme.
Para mí era, en efecto, un caso que me hacía reflexionar profundamente ver aquellos hombres abrumados por situaciones difíciles, que habían llegado a varios grados por debajo de la ruina, cuyas familias eran objeto de terror para ellos y de caridad para los demás, y que, sin embargo, mientras tenían un penique e incluso sin tenerlo trataban de ahogar sus penas en el vicio amontonando pecados sobre sus cabezas, procurando olvidar cosas pasadas cuando era precisamente el momento de recordarlas a fin de acrecentar el arrepentimiento, y pecando de nuevo como remedio de haber pecado antes.
Pero no soy yo la más indicada para predicar. Aquellos hombres eran demasiado perversos, incluso para mí. En su forma de pecar había algo horrible y absurdo como si se les forzara a hacerlo. No sólo obraban contra la conciencia, sino incluso contra la naturaleza tratando de ahogar las reflexiones que su situación les inspiraba continuamente, y así no era nada difícil ver que los suspiros interrumpían sus canciones y que, a pesar de sus sonrisas forzadas, sus frentes acusaban la palidez de la angustia, e incluso, algunas veces, les salían de la boca cuando acababan de tirar su dinero en un deleite lujurioso o en un abrazo vicioso. Les he oído exclamar con hondos suspiros: «¡Soy peor que un perro. Bueno, Betty querida, no obstante, beberé a tu salud!», recordando a la pobre esposa, quizá con tres o cuatro niños y sin media corona en el bolsillo. La mañana siguiente se sentirían otra vez arrepentidos y quizá la pobre esposa desconsolada iría a verle para enterarle de lo que estaban haciendo los acreedores, de cómo ella y los niños se iban a ver arrojados de su casa, o cualquier otra noticia por el estilo, y esto añadía materia a sus arrepentimientos. Pero cuando se ha llegado casi a enloquecer, como no se tienen principios en qué sustentarse, ni nada dentro para hallar consuelo, sino que todo son tinieblas, busca de nuevo el mismo consuelo, es decir, la bebida y la crápula, en compañía de hombres de sus mismas condiciones, y repite su falta avanzando así cada día un paso más por el camino de su propia destrucción.
Yo no era aún lo suficiente perversa para hombres de esta clase. Por esta razón, empecé a pensar muy seriamente qué iba a hacer, cuál era mi situación y qué camino podía seguir. Sabía que no tenía amigos, ni un solo amigo o conocido en el mundo, que cuando se acabara lo poco que me quedaba me quedaría en la miseria.
Estas consideraciones y el horror que me inspiraba el lugar donde me encontraba, y los casos terribles que tenía siempre ante mí, me decidieron a marcharme.
Había conocido allí a una mujer de muy buena condición, que era también viuda como yo, pero en mejor situación. Su marido había sido capitán de un barco mercante que, al regreso de un viaje a las Indias Occidentales, naufragó y aunque salvó la vida, en vez del provecho que hubiera obtenido de llegar bien, se puso tan enfermo que se le rompió el corazón y murió, y su viuda, al ser perseguida por los acreedores, se vio obligada a refugiarse en la Mint. Con ayuda de unos amigos, arregló las cosas y quedó nuevamente en libertad. Al saber que yo estaba allí, sólo para ocultarme y no por otra causa, y descubrir que coincidíamos en odiar justamente aquel lugar, me invitó a que fuera a su casa a vivir con ella hasta que pudiera dar con la manera de establecerme nuevamente en la vida a mi satisfacción, diciéndome, además, que era muy posible que, como íbamos a vivir, cualquier capitán de barco se prendara de mí y me cortejara.
Acepté su oferta y estuve medio año con ella. Habría estado más tiempo, pero entretanto le sucedió a ella lo que me dijo que podía sucederme a mí y se casó en muy buenas condiciones.
Pero lo mismo que su fortuna iba hacia arriba, la mía iba hacia abajo, porque no encontré nada más conveniente que dos o tres contramaestres, pues por lo que se refiere a capitanes, eran generalmente de dos clases: los que teniendo un buen negocio, es decir, un buen barco, decidían no casarse, a menos que no fuese con ventaja o sea con una mujer rica, y los que, no teniendo empleo, buscaban una mujer que les ayudara a conseguir un barco; quiero decir, una mujer que tuviera algún dinero, y pudiera, por tanto, ayudarles a ser propietarios de parte del barco, a fin de animar a los armadores a entrar en el negocio; o una mujer que, aunque no tuviera dinero, tuviera amistades dentro del ramo marítimo y pudiera ayudar al joven a obtener un buen barco, lo que es tanto como ser dueño de una parte. Y como ninguno de estos casos era el mío, parecía estar destinada a quedarme como estaba.
Este conocimiento lo adquirí pronto por experiencia propia, es decir que el asunto matrimonio era distinto aquí y que no podía esperar en Londres lo que había encontrado en el campo. Aquí los casamientos eran el resultado de unas intrigas para crear intereses y continuar negocios y el amor no tenía ninguna intervención o muy poca en el asunto.
Como había dicho mi cuñada de Colchester, la belleza, el ingenio, los modales, el buen humor, la buena conducta, la educación, la virtud, la piedad y cualquier otra calificación, fuese de cuerpo o de alma, no tenía poder alguno de recomendación, pues era solamente el dinero lo que hacía agradable a una mujer. Los hombres escogían sus queridas por afecto y a una prostituta le era necesario ser bella, bien formada, tener un buen semblante y un comportamiento gracioso. Pero en cuanto a la esposa, ninguna deformidad chocaba al gusto, ni ninguna mala calidad al juicio, sino que el dinero era lo que contaba. La dote no era nunca mala ni monstruosa. El dinero era siempre agradable sin importar cómo fuera la esposa.
Además, como todas las ventajas estaban de parte del hombre, descubrí que la mujer había perdido el privilegio de decir: «No», y que ahora constituía un favor para una mujer que se le solicitara y que si alguna joven tenía la arrogancia de oponer una negativa, ya nunca más se le ofrecía la oportunidad de darla por segunda vez y mucho menos de reparar aquel paso en falso y aceptar luego lo que había rechazado antes. Los hombres tenían el poder de escoger y las mujeres eran muy desgraciadas porque parecían estar detrás de la puerta, de manera que si un hombre, por una rara casualidad, era rechazado en una casa, estaba seguro de ser bien acogido en la siguiente.
Además de esto, observé que los hombres no tenían ningún escrúpulo en espabilarse y salir a cazar una fortuna, como lo llamaban, cuando ellos no tenían fortuna alguna ni mérito para merecerla, y lo llevaban a tal extremo que la mujer no tenía ni siquiera el derecho de saber el carácter o la posición del hombre que la pretendía. De esto tuve un ejemplo en una señorita que vivía en una casa al lado de la mía y con quien cogí alguna intimidad. La cortejaba un joven capitán y aunque ella tenía cerca de dos mil libras de fortuna, al enterarse él de que había preguntado a alguno de los vecinos cómo eran su carácter, su moral y su posición, en la visita siguiente le hizo saber que esto le había sentado muy mal y que no la molestaría más con sus visitas. Habiéndome enterado de ello y como había empezado ya su amistad conmigo fui a verla y tuvimos una larga conversación sobre el asunto. Ella me abrió su pecho con toda franqueza y me di cuenta de que, a pesar de que creía que había sido mal tratada, no estaba resentida por ello, sino muy picada por haberlo perdido y, sobre todo, porque pudiera conquistarlo otra con menos fortuna.
Procuré arrancar de su mente toda aquella bajeza, como yo la llamaba y le dije que yo incluso en la baja condición en que me encontraba, habría despreciado a un hombre que hubiese pensado que tenía que aceptarlo sólo bajo su palabra, sin dejarme la libertad de informarme de su fortuna y de su carácter. También le dije que, poseyendo una buena fortuna, no tenía necesidad de inclinarse ante los desastres de ahora; que ya era suficiente que los hombres pudiesen insultar a las que teníamos poco dinero, pero que si dejaba pasar una tal afrenta sin resentirse por ella se rebajaría a sí misma y sería despreciada por todas las mujeres de aquella parte de la ciudad; que a una mujer no le puede faltar nunca una oportunidad para vengarse de un nombre que la ha tratado tan mal, ya que hay maneras sobradas de humillarlo, pues, de no ser así, las mujeres seríamos las criaturas más desgraciadas del mundo.
Vi que le gustaba mucho mi discurso y me dijo seriamente que le agradaría mucho hacerle objeto de su resentimiento, ya sea logrando que volviera o teniendo la satisfacción de que su venganza fuera lo más pública posible.
Le dije que si seguía mi consejo le diría lo que podía hacer para que se cumplieran sus deseos, y que me comprometía a llevar al hombre nuevamente a la puerta de su casa y hacerle pedir que se le permitiera la entrada. Al oír esto sonrió y pronto comprendí que si él iba nuevamente a su puerta no lo dejaría mucho tiempo fuera sin invitarle a entrar.
No obstante, escuchó atentamente el consejo que se le ofrecía. Yo le dije que lo primero que tenía que hacer era algo de justicia para ella, es decir, que como él había ido diciendo que la había dejado atribuyéndose la negativa, se tomara el cuidado de esparcir entre las mujeres, lo cual no había de resultarle difícil en un barrio tan amigo de enterarse de las cosas de las demás, que había preguntado las circunstancias de él, y se había enterado de que no era el hombre que pretendía ser.
—Decidles, señora —le dijo—, que no es él el hombre que vos esperabais y que os pareció que no os ofrecía ninguna seguridad andar con él, pues se os dijo que tenía mal carácter y que se jactaba de haber abusado de algunas mujeres y especialmente que era de una moral disoluta, etcétera.
Esto último era bastante verdad, pero no me pareció que por ello le gustara menos.
Se dio mucha diligencia en obrar tal como yo le había dicho; encontró quién la ayudara, lo cual no le costó mucho porque con sólo contar su historia a un par de chismosas del barrio fue ya la comidilla de la hora del té en toda aquella parte de la ciudad, de manera que me encontré con la historia en todas las visitas que hice. Además, como se sabía que yo era amiga de aquella señora se me preguntaba mi opinión muy a menudo y yo confirmaba con creces cuanto había dicho ella y pintaba el carácter de él con los colores más oscuros, pero, además, como cosa confidencial, añadía que había oído decir que estaba en muy mala situación y con mucha necesidad de una fortuna para defender sus intereses con los armadores que trataba; que no había pagado su parte y que si no la pagaba pronto los armadores lo echarían del barco y probablemente sería el piloto quien lo mandara, ya que había ofrecido quedarse con la parte que el capitán había prometido subvenir. También añadí, porque en realidad estaba muy picada con aquel bribón como yo lo llamaba, que había oído decir que tenía una esposa en Plymouth y otra en las Indias Occidentales, cosa que, como sabían, no era nada extraño en estos caballeros.
Esto dio el resultado que esperábamos, porque muy pronto se le cerró la puerta de la casa de al lado, donde había una joven señorita cuya fortuna administraba su padre y su madre, y el padre le prohibió la entrada. También en otra casa donde iba, la mujer, aunque parezca extraño, tuvo la valentía de decirle que no, y dondequiera que probara, se le reprochaba su orgullo y que no permitía que la mujer pretendida se enterara de su carácter y demás circunstancias.
Entonces empezó a darse cuenta del error y como había alarmado a todas las mujeres de este lado del río, se fue a Ratcliff y empezó a frecuentar algunas de las señoras de allí; pero aunque allí las mujeres tenían tantas ganas como aquí de que se las solicitase, su mala fortuna quiso que la fama de su carácter cruzara el río con él y que su nombre tuviera tan poca estima como en nuestro lado. La cosa se le puso tan mal que pudo haber encontrado muchas esposas, pero no entre las que tenían fortuna, que esto es lo que él buscaba. Pero esto no fue todo. Mi amiga, se las arregló muy ingeniosamente para que un joven caballero pariente suyo, que, en realidad, estaba ya casado, fuera y la visitara dos o tres veces por semana en un bonito coche con lacayo de librea y yo, entonces, también hice correr el rumor de que la cortejaba, que era un caballero de unas mil libras de renta al año, que se había enamorado de ella y que se iría a casa de su tía, ya que para el caballero era un inconveniente ir a verla con su coche a Redriff por ser las calles tan estrechas.
Esto dio inmediatamente un buen resultado. En todas partes se rieron del capitán, que estaba a punto de ahorcarse, desesperado. Probó de todas maneras de volver con ella y le escribió las cartas más apasionadas del mundo, excusándose por su anterior arrebato. En suma, tras mucho porfiar obtuvo permiso para visitarla otra vez a fin, como dijo, de limpiar su reputación.
El encuentro sirvió para que ella se tomara una venganza completa, porque le dijo que quién pensaba que era ella que pudiera admitir un hombre para un contrato de tanta importancia, sin antes informarse de cuáles eran sus medios y de su carácter, sobre todo cuando él no había pagado la parte que pretendía tener en el barco que mandaba; cuando sus armadores estaban resueltos a quitarle el mando del barco y dárselo a su piloto; cuando se dudaba de su moralidad porque había sido despreciado por tales y cuales mujeres; cuando se decía que tenía una esposa en Plymouth y otra en las Indias Occidentales, y otras cosas por el estilo; y le preguntó si podía negar que, de no aclararse todo esto, tenía razón en rechazarlo y, entretanto, insistir que le diera una satisfacción en unos puntos de tanta importancia como eran éstos.
Quedó él tan confundido que no podía articular ni una sola palabra, hasta el punto que ella empezó a creer que quizá todo fuera cierto, tal era su turbación, aunque sabía perfectamente que era ella misma la que había hecho circular aquellos rumores.
Al cabo de un rato, él pudo recobrarse algo y desde entonces, se convirtió en el cortejador más humilde, más modesto y más constante.
Ella llevó su broma mucho más lejos. Le preguntó si creía que había llegado a tal extremo que tenía que soportar su mal trato y si no se daba cuenta que lo que ella estimaba era a los que consideraban que valía la pena de llegar por ella mucho más lejos que él, refiriéndose al caballero que, como cebo, había logrado que la visitara.
Con todos estos trucos, lo obligó a someterse a todo cuanto ella quería, tanto en circunstancias como en conducta. Él llevó las pruebas de que había pagado su participación en el barco y le enseñó certificaciones de los armadores de que el rumor de querer quitarle el mando y darlo al piloto era falso y sin fundamento; en suma, fue todo lo contrario de lo que había sido antes.
Así convencí a mi amiga de que si los hombres sacan ventaja de su sexo en el asunto del matrimonio, sobre el supuesto de que hay mucho que escoger y las mujeres son fáciles, es porque a las mujeres les falta el valor de mantener su derecho y de jugar sus cartas, porque como dice milord Rochester:
Una mujer no queda nunca tan destruida, que no pueda vengarse de su destructor, el hombre.
Después de esto, la joven lo hizo tan bien que, siendo su principal deseo tenerlo, hizo que obtenerla a ella fuese para él la cosa más difícil del mundo, y no lo hizo con un porte altanero y reservado, sino con una política hábil, volviendo las tornas contra él y jugando su mismo juego, porque así como él pretendió, con altanería, oponerse a que inquiriesen su carácter, rompiendo con ella por considerarlo una afrenta, ella también rompió con él por esta misma razón y, al mismo tiempo, lo hacía someterse a todas las investigaciones sobre sus asuntos mientras, aparentemente, le cerraba las puertas de su corazón.
Para él era suficiente poder hacerla su esposa. En cuanto a lo que ella tenía, le dijo claramente que como él ya conocía sus circunstancias era justo que ella conociera las de él y como que cuando sólo conocía estas circunstancias por el decir de los demás, y aquel conocimiento había sido suficiente para que le hiciera grandes protestas de amor, lo único que podía hacer ahora era pedir su mano y la dote correspondiente, de acuerdo con la costumbre de los novios. En definitiva, no le dejó ocasión de hacerle pregunta alguna sobre su posición económica, de lo cual ella sacó la ventaja correspondiente, como mujer prudente, porque colocó parte de su fortuna en diversas inversiones sin decirle nada a él, de manera que el dinero estaba fuera de su alcance, y lo dejó contento y satisfecho con el resto.
Desde luego, estaba en una situación bastante buena, es decir que, en dinero, tenía unas mil cuatrocientas libras, que le dio a él; y lo demás, después de algún tiempo, se lo dijo, pero como un gaje para ella, lo que él tuvo que aceptar como un gran favor, pues aunque no podía ser suyo, por lo menos le aliviaría en los gastos particulares de ella. Debo añadir que, por su conducta, el caballero fue no sólo el más humilde en su solicitud para obtenerla, sino también el más complaciente de los maridos cuando la tuvo.
Al llegar aquí no puedo por menos que hacer presente a las señoras, que ellas mismas se colocan por debajo del nivel normal de una esposa, que, si se me permite no ser parcial, diré que es ya bastante bajo de por sí, y digo que se colocan por debajo del nivel normal y ponen la base de su propia mortificación cuando se someten de antemano a ser rebajadas por los hombres, sin que yo pueda ver que haya necesidad alguna de ello.
Este relato puede servir, por tanto, para que las señoras vean que la ventaja no está tanto del lado de los hombres como ellos mismos creen, y aunque sea verdad que los hombres tienen mucho que escoger entre nosotras y que algunas mujeres se deshonren a sí mismas y sean baratas y fáciles de obtener y casi no esperen a que se las solicite, en cambio, si ellos quieren tener mujeres que valgan la pena, no las encontrarán tan fácilmente. Las que no son difíciles son deficientes y yo recomendaría a las mujeres que fueran difíciles, en vez de animar a los hombres en sus fáciles cortejos, ya que ellos tampoco pueden esperar que sean buenas esposas las mujeres que se dan a la primera ocasión.
Es cierto que las mujeres siempre aventajan a los hombres cuando se mantienen firmes y dejan ver a sus pretendientes que no quieren verse tratadas a la ligera y que no temen decir que no. Ellos nos insultan gravemente cuando hablan del gran número que hay de mujeres y dicen que las guerras, el mar y el trabajo y otros accidentes se han llevado a muchos hombres y que, por tanto, no existe proporción entre el número de hombres y de mujeres, por lo que las mujeres están en desventaja. Estoy lejos de convenir en que el número de mujeres sea tan elevado y el de hombres tan pequeño, pero si me permiten apuntar a la verdad diré que la desventaja de la mujer es un escándalo para el hombre y la causa es ésta y solamente ésta: que los tiempos son tan malos y el sexo tan disoluto que el número de hombres con el qué una mujer honrada puede unirse es verdaderamente pequeño, porque sólo de vez en cuando se encuentra un hombre verdaderamente digno de que una mujer pueda aventurarse con él.
Pero la consecuencia de esto no es más que las mujeres debieran ser más sutiles, porque, ¿qué es lo que sabemos del carácter del hombre que nos hace la oferta? Decir que la mujer en esta ocasión debiera ser más fácil, es decir que debiera ser más atrevida en aventurarse a causa de la magnitud del peligro. Esto, a mi entender, es un absurdo.
Por el contrario, las mujeres tienen diez mil veces más razón para ser cuidadosas y retraídas, ya que la posibilidad de ser traicionadas es mayor. Y si las señoras pensaran en esto y fuesen más precavidas, verían la trampa que se les tiende, porque hoy día, son muy pocos los hombres cuyas vidas tienen personalidad, y si las señoras investigan sólo un poco, podrán enterarse de cómo es el hombre y librarse del peligro. En cuanto a las mujeres que creen que no vale la pena preocuparse de su seguridad, las que, impacientes para entrar en el estado que creen perfecto, deciden aceptar el primer cristiano que se les presenta, corriendo al matrimonio como aquel que va a la guerra, sólo puedo decirles esto: que pertenecen a una clase de mujeres, entre las que no tienen personalidad, por las que hay que rogar a Dios. A mí me recuerdan a los que exponen toda su hacienda en una lotería cuando hay un solo premio para cien mil números.
Ningún hombre con sentido común tendrá en menos a una mujer porque no se rinde al primer ataque o porque no acepte sus proposiciones hasta haberse enterado de su carácter y, por el contrario, la creerá la más débil de todas las criaturas, tal como van ahora las cosas. En definitiva, tendrá una pobre opinión de su capacidad e incluso de su inteligencia, si, teniendo una sola oportunidad en su vida, la usa en seguida y hace del matrimonio lo que es la muerte, un salto en las tinieblas.
Quisiera que en este aspecto la conducta de mi sexo fuera más regular en lo que, en estos tiempos y en esta vida, nos hace sufrir tanto. Es solamente la falta de valor, el temor a no casarse y a aquel temido estado de la vida que se llama ser una solterona. Éste es, digo yo, el cepo que nos tiende la vida, pero si las mujeres pudieran remontar de una vez este temor y hacer las cosas bien, lograrían ciertamente mejores resultados en el camino de su felicidad manteniendo sus posiciones que exponiéndose como se exponen. Si no se casaban tan pronto como era su deseo, en cambio quedarían compensadas casándose con una mayor seguridad. La que tiene un mal marido es que se ha casado demasiado pronto y nunca se casa demasiado tarde la que logra un buen esposo. No hay mujer alguna, exceptuando las deformes y las de mala reputación, que no pueda casarse con una mayor seguridad si sabe hacer bien las cosas. En cambio, si se precipita, tiene diez probabilidades contra una de ser desgraciada.
Y ahora, vuelvo a mi situación que por aquel tiempo no tenía nada de placentera. La situación en que me encontraba hacía necesario que lograra un buen marido, pero pronto me di cuenta que de nada servía mostrarme barata y fácil. Pronto se fue sabiendo que no tenía fortuna y decir esto de mí era decir todo lo malo posible porque empecé a ser dejada de lado en las especulaciones matrimoniales. Yo era bonita, bien educada, ingeniosa, modesta y agradable, pero todo esto que se me atribuía, con o sin razón, constituía lo que menos importa, no tenía ningún valor porque no lo acompañaba una dote, pues el dinero se había convertido en cosa más importante que la misma virtud.
En suma, que yo no era más que una viuda que no tenía dinero.
Comprendí, por tanto, que por mis circunstancias era completamente necesario que cambiara de lugar y me fuese a algún otro sitio donde no fuera conocida, e incluso con otro nombre si había motivo para ello.
Comuniqué mi intención a mi amiga íntima, la señora del capitán, a la que yo había servido fielmente en el asunto de dicho capitán y que estaba dispuesta a servirme del mismo modo, si lo deseaba. No tuve escrúpulos en enterarla de mi situación. Mi capital era pequeño, pues había reunido cosa de quinientas cuarenta libras al terminar mi asunto anterior, pero ya había gastado algo, de manera que me quedaban cuatrocientas sesenta libras, unos lujosos vestidos, un reloj de oro y algunas joyas, aunque no de gran valor y alrededor de treinta o cuarenta libras en telas que no había vendido aún.
Mi querida y fiel amiga, la esposa del capitán, estaba tan agradecida del favor que yo le había hecho en el asunto del casamiento, que no sólo era una amiga segura, sino que, conociendo mi situación, cuando recibía dinero me hacía regalos que equivalían a mis gastos de manutención, de manera que yo no gastaba nada de lo mío. Por fin un día me hizo una proposición desgraciada. Como habíamos observado por lo que le había ocurrido a ella que los hombres no tienen escrúpulos en presentarse como merecedores de una mujer con fortuna cuando ellos no la tienen, era solamente justo pagarles en la misma moneda, es decir, engañar al que nos engañaba.
La esposa del capitán me metió este proyecto en la cabeza y me dijo que si me dejaba guiar por ella ciertamente me proporcionaría un marido rico sin dejarle a él motivo alguno para que luego pudiera hacerme reproches por mi pobreza. Le dije, como era lógico, que me ponía completamente en sus manos y que no tendría en este asunto lengua para hablar ni pies para moverme, a menos que fuese bajo sus órdenes, y que confiaba que ella me sacaría de las dificultades en que pudiera hacerme meter, de lo cual me dijo que respondía plenamente.
El primer paso fue llamar a su prima y mandarme a una casa que tenía en el campo a donde llevó a su marido para visitarme y llamándome prima supo hacer las cosas tan bien que su marido y ella me invitaron con mucha insistencia a que fuera a la ciudad y me quedase con ellos, pues ahora vivían en un lugar distinto de donde estaban antes. A continuación dijo a su esposo que yo tenía una fortuna de mil quinientas libras por lo menos y que, según le habían dicho algunas de mis amistades, era posible que tuviese mucho más.
Bastó con decirle esto a su marido; no se precisó nada por parte mía. No tuve más que quedarme sentada y esperar los acontecimientos, porque en seguida se esparció el rumor por todo el vecindario de que la viuda que estaba en casa del capitán… tenía una fortuna que, por lo menos, ascendía a mil quinientas libras y posiblemente a bastante más y que el capitán así lo decía. Y si alguien preguntaba alguna vez al capitán sobre ello, él no tenía ningún escrúpulo en afirmarlo, aunque no sabía una sola palabra del asunto más que lo que su esposa le había contado. Desde luego, no creía hacer ningún daño porque realmente pensaba que era, así, ya que su esposa se lo había dicho. Cuando la gente sabe que hay una fortuna en juego es sobre los fundamentos más livianos que levanta edificios. Con esta reputación de mujer rica pronto me vi rodeada de admiradores y pude escoger entre ellos, a pesar de que dicen que van tan escasos, lo que, por otra parte, confirma lo que he dicho antes. Siendo mi caso como era, tenía que jugar muy sutilmente.
De momento tenía que escoger entre ellos el que mejor conviniera a mi propósito, es decir el hombre que creyera más fácilmente en el rumor de mi riqueza sin inquirir demasiadas cosas. A menos que lograse esto, no lograría nada, porque mi situación no resistía muchas investigaciones.
Escogí al hombre sin gran dificultad, guiada por el juicio que formé de él por su modo de cortejarme. Había dejado que me hiciera protestas y juramentos de que me amaba sobre todas las cosas del mundo y que lo único que quería es que yo lo hiciera feliz, todo lo cual yo sabía que estaba basado en el supuesto, es decir, en la seguridad de que yo era muy rica, aunque yo no le había dicho nunca una palabra en este sentido.
Aquél era mi hombre, pero tenía que probarlo hasta el fin, pues precisamente en esto consistía mi seguridad porque si él fallaba yo sabía que estaba perdida, tan seguro como que estaba perdido él si se casaba conmigo, y si yo hacía alguna alusión a su fortuna, era la forma de que también él hiciera alguna a la mía, por lo que, de entrada, fingí en todas las ocasiones que dudaba de su sinceridad y le dije que quizá me cortejaba únicamente por mi fortuna. En este punto, él me cerró la boca con una lluvia de protestas, como he dicho antes, pero yo aún seguía fingiendo dudar.
Una mañana, se sacó su anillo de brillantes y escribió en el vidrio de mi ventana este verso:
A vos quiero y sólo a vos.
Yo lo leí y pedí que me dejara el anillo, y grabé debajo:
Y así, en amor, dicen todos.
Tomó el anillo otra vez y escribió otro verso:
Sólo la virtud es riqueza.
Se lo volví a pedir y escribí debajo:
Pero dinero es virtud, oro es destino.
Enrojeció violentamente al ver con qué facilidad le daba la réplica y como en una especie de frenesí, me dijo que me conquistaría y escribió así:
Desprecio tu oro y, no obstante, te amo.
Me aventuré sobre este último verso, como verán, pues escribí debajo con osadía:
Soy pobre. A ver hasta dónde llega tu bondad.
Para mí, era esto una triste verdad. Si él lo creyó o no, no puedo decirlo, pero supongo que no lo creyó. No obstante, voló hacia mí, me cogió en sus brazos y besándome con mucha avidez y con la mayor pasión, me tuvo sujeta y pidió papel y tinta diciendo que no podía seguir escribiendo en el cristal y sacando un trozo de papel se puso a escribir nuevamente:
Sé mía, con toda tu pobreza.
Yo tomé la pluma y continué así:
Pero, en el fondo, esperas que esté mintiendo.
Me dijo que esto no era justo y que le obligaba a contradecirme, lo cual no estaba de acuerdo con los buenos modales ni tampoco con su afecto, y, por tanto, ya que, insensiblemente, lo había metido en este garabato poético, me rogaba que no le obligara a dejarlo, y siguió escribiendo:
Deja que nuestra única disputa sea el amor. Yo escribí a continuación:
Ya ama bastante la que odia.
Consideró esto como un favor y dejó los bártulos, es decir la pluma. Digo que tomó esto por un favor y, desde luego, lo era y grande si lo hubiese sabido todo. No obstante, él lo interpretó como yo lo decía, o sea que estaba inclinada a seguir con él. Y en verdad yo tenía todas las razones del mundo para hacerlo, pues era el hombre más alegre y de mejor humor que yo había conocido y muchas veces me decía a mí misma que era un crimen engañar a un hombre así. Pero necesitaba un acomodo apropiado a mi situación y ésta era mi justificación. Ciertamente por más que su afecto por mí y la bondad de su carácter pudieran incitarme a no abusar de él, era también argumento de peso para mí pensar que aceptaría mucho mejor mi pobreza que no cualquier infeliz de mal genio que, a lo mejor, no tendría en su favor más que una de aquellas pasiones que hacen infeliz a una mujer para toda la vida.
Además, había bromeado con él tan a menudo sobre mi pobreza o, por lo menos, por broma lo tenía él, que cuando descubriera que era verdad, él mismo cerraría previamente la puerta a cualquier objeción, ya que, en broma o de veras, había declarado que me tomaba sin pensar para nada en la dote, y yo, en broma o en serio, le había dicho que era muy pobre, de manera que lo tenía atado por todos los lados, aunque después pudiera decir que se había engañado, no podría nunca decir que lo había engañado yo.
Después de esto fue apretando el cerco y como yo pude darme cuenta de que no había lugar a temer perderlo, jugué con él la carta de la indiferencia más tiempo de lo que la prudencia hubiese podido aconsejar, de haber sido él de otro modo.
Pero consideré la ventaja que me daría sobre él esta cautela cuando llegara el momento en que fuese necesario declarar mi verdadera posición, y lo hice con mayor astucia porque descubrí que él inferiría, como en realidad tenía que hacer, que yo tenía más dinero o más juicio y no quería aventurarme.
Un día, después de haber estado hablando largamente sobre el asunto, me tomé la libertad de decirle que puesto que había recibido de él la prueba de su amor verdadero, es decir, que me tomaría sin hacer investigaciones sobre mi fortuna, yo le compensaría haciendo la mínima investigación posible que la razón exigía sobre su fortuna, pero que esperaba que me permitiría hacerle tinas pocas preguntas que él contestaría o no, según creyera conveniente y que yo no me ofendería si no me las contestaba. Una de estas preguntas se refería a nuestro plan de vida y al lugar donde íbamos a vivir porque había oído decir que tenía unas grandes plantaciones en Virginia y que él había hablado de ir a vivir allí y a mí no me satisfacía mucho el traslado.
Después de decirle esto, empezó a contarme voluntariamente todo lo referente a sus negocios y a explicarme, con su modo franco y abierto, todas sus circunstancias, por lo que supe que estaba en muy buena posición, pero que gran parte de su hacienda consistía en tres plantaciones que tenía en Virginia y que le producían una buena renta, hablando en términos generales, del orden de las trescientas libras por año, pero que si él viviese allí, le reportarían quizá cuatro veces más. «Muy bien —pensé yo—. Me llevaréis allí cuando queráis, pero no voy a decíroslo de antemano».
Bromeé con él sobre el aspecto que tendría en Virginia, pero me di cuenta de que haría todo cuanto yo deseara, si bien no parecía contento de que no diera importancia a sus plantaciones, por lo que cambié de tema. Le dije que tenía una gran razón para no ir a vivir allí, porque si sus plantaciones eran tan valiosas, yo no tenía una fortuna para un caballero de mil doscientas libras al año como decía él que sería su hacienda.
Replicó generosamente que no me preguntaba cuál era mi fortuna. Me había dicho desde el principio que no lo haría y cumpliría su palabra, pero fuese la que fuese, nunca deseó llevarme a Virginia con él, ni ir él allí sin mí, a menos que yo estuviese completamente dispuesta a ello por mi propia elección.
Todo esto, como pueden ustedes suponer, era como yo deseaba y nada podría haber sucedido que me gustara más. Seguí tan lejos como pude con mi aire de indiferencia, que le extrañaba, más ahora que al principio, pero que era el apoyo principal de su cortejo, y hago mención de ello para decir nuevamente a las señoras que su falta de decisión para emplear esta indiferencia, es lo que resta valor a nuestro sexo y lo prepara para ser objeto del mal trato que luego recibe. Si se aventurasen, de vez en cuando, a perder un pretendiente de esos que tienen una excesiva opinión de su propio mérito, seguramente serían menos despreciadas y más cortejadas. Estoy segura de que le tenía tan bien cogido que, sí le hubiese dicho cuál era mi fortuna y que, todo junto, no llegaba a las quinientas libras cuando él esperaba mil quinientas, aun así, me habría tomado en tales circunstancias. Y tanto es así, que, cuando se enteró de la verdad, fue para él una sorpresa mucho menor de lo que habría sido.
Él no podía hacerme ningún reproche pues lo había tratado hasta el final con aire de indiferencia, por lo que se limitó a decir que creía que sería más, pero que aun cuando hubiese sido menos no se habría arrepentido de su elección, sólo que, claro está, no podría mantenerme tan bien como había pensado.
En definitiva, que nos casamos y con toda felicidad por mi parte, según puedo asegurar, por lo que al hombre se refiere, porque era el ser más simpático del mundo, aunque su posición no era tan buena como yo creía y, por otra parte, al casarnos no mejoró todo lo que él esperaba.
Cuando estuvimos casados, busqué con astucia la mejor manera de darle mi pequeño capital y decirle que no había más, porque era necesario que se lo diera, de manera que aproveché la oportunidad un día en que estábamos solos para entablar un corto diálogo con él sobre este asunto.
—Querido —le dije—, hace ya quince días que estamos casados. ¿No crees que ha llegado ya la hora de que sepáis si tenéis una esposa con algo o sin nada?
—Cuando vos queráis, querida —repuso—. Yo estoy contento de haber logrado la esposa que quería. No he querido molestaros nada preguntándoos lo que tenéis.
—Es verdad —dije—, pero siento una gran preocupación sobre este asunto y no sé cómo arreglármelas.
—Pero ¿de qué se trata, querida? —preguntó.
—Pues es algo duro para mí y es más duro para vos. Me han dicho que el capitán, el marido de mi amiga, os había mencionado mucho más dinero del que nunca he tenido y yo no he dicho que tuviera tanto…
—Bueno —dijo mi marido—. Es posible que el capitán me haya dicho esto, pero ¿y qué? Si no tenéis tanto, es él quien ha faltado, pues vos no me dijisteis nunca lo que teníais, de manera que no tengo motivo para haceros ningún reproche.
—Esto es tan justo y tan generoso —dije yo— que hace que mi aflicción sea mayor.
—Cuanto menos tengáis, querida —dijo él—, peor para nosotros, pero espero que vuestra aflicción no sea por temor de que yo os quiera menos por vuestra dote. Si no tenéis nada, decídmelo claramente y en seguida. Quizá pueda decir al capitán que me ha engañado, ya que nunca puedo decir que me habéis engañado vos, puesto que me dijisteis de antemano que erais muy pobre. Y así debía esperar que fuerais.
—Bien, querido mío —dije yo—, estoy muy contenta de no haber tenido parte alguna en vuestro engaño antes del casamiento. Si os engañara después, sería mucho peor. Es cierto que soy pobre, pero no tanto como no tener nada.
Saqué algunos billetes de Banco y le di unas ciento sesenta libras.
—Esto es algo, querido, pero aún no es todo.
Lo había llevado tan cerca de no esperar nada por lo que había dicho antes, que aunque la suma era pequeña, el dinero fue muy bien recibido por él. Confesó que era más de lo que había esperado y que por mis palabras estaba convencido de que mis vestidos finos, el reloj de oro y uno o dos anillos de brillantes constituían toda mi fortuna.
Dejé que estuviese satisfecho con aquellas ciento sesenta libras durante dos o tres días, y después de pasar un día fuera, como si hubiese ido a buscarlas, le llevé ciento veinte libras más en oro y le dije que era algo más de dote para él, y finalmente, una semana después, más o menos, le llevé ciento ochenta libras más y unas sesenta libras en hilo, el cual le hice creer que me lo habían dado juntamente con el oro para pagarme una deuda de seiscientas libras.
—Y ahora, querido —le dije—, siento deciros que esto es todo y que os he dado toda mi fortuna.
Añadí que si la persona que guardaba mis seiscientas libras no me hubiese engañado, mi dote habría sido de mil libras, pero; poco o mucho, lo que quería yo era ser leal y no reservarme nada para mí, pues si más tuviese se lo habría dado.
Se sintió complacido por la forma y encantado con la suma porque había estado temiendo que no hubiera nada, por lo que lo aceptó agradecido. Y de esta manera salí del fraude de pasar por rica sin serlo y engañar a un hombre con el pretexto de una fortuna.
Esto, de todas maneras, considero que es lo más peligroso que puede hacer una mujer, ya que corre el peligro de ser luego maltratada.
Para hacer justicia a mi esposo debo decir que era un hombre de buen humor y muy bondadoso, pero no era tonto y al ver que su renta no alcanzaba para la clase de vida que había pensado llevar si yo le hubiese aportado lo que esperaba y estando, además, decepcionado por el rendimiento de sus plantaciones en Virginia, dio a entender varias veces su deseo de ir allí para vivir de sus propiedades y, muy a menudo, hablaba encomiásticamente[2] de la vida de allí, tan barata, tan abundante, tan agradable y así por el estilo.
Yo empecé a darme cuenta de su deseo, por lo que una mañana lo cogí y, con toda franqueza, le dije que encontraba que su hacienda, por la distancia, se volvía en nada comparado con lo que sería si viviera allí y que me había dado cuenta de que él tenía intención de ir, y añadí que yo sentía mucho que se hubiera decepcionado de su esposa y que al encontrar que sus esperanzas no se habían realizado, no podía hacer menos, para compensarlo, que decirle que de buena gana iría a Virginia con él y viviría allí.
Me dijo mil cosas amables sobre mi proposición y añadió que aunque había quedado decepcionado en lo de la fortuna, no era así por lo que a la esposa se refería y que yo era para él todo lo que una mujer podía ser y que estaba completamente satisfecho en suma y que esta oferta era tan buena que no tenía palabras con que expresar su enorme satisfacción.
Para, abreviar la historia, debo decir que acordamos ir. Me dijo que tenía una casa muy buena, bien amueblada, que su madre vivía allí con una hermana, que eran todos los parientes que tenía; que tan pronto como llegara allí, su madre se cambiaría a otra casa de su propiedad mientras viviera, de manera que yo tendría toda la casa para mí. Todo resultó ser tal como me lo había dicho.
Para no alargar esta parte de la historia, diré que metimos a bordo del barco en que fuimos una gran cantidad de buenos muebles para nuestra casa, mucho hilo y otras cosas precisas y un buen cargamento para vender. Y así salimos.
No está en mi mano hacer un relato de nuestro viaje, que fue largo y lleno de peligros. No llevé en él ningún Diario, como tampoco lo hizo mi esposo y todo lo que puedo decir es que, después de una travesía terrible, asaltados por dos tormentas espantosas y, además, lo que es aún peor, por un pirata que subió a bordo y se llevó casi todas nuestras provisiones y, lo que habría sido el mayor de los males, tomaron a mi esposo para llevárselo con ellos, pero mis súplicas prevalecieron y lo soltaron. Después de todas estas cosas terribles, llegamos al río York, en Virginia y a nuestras plantaciones, donde fuimos acogidos con toda clase de demostraciones de ternura y de afecto que es posible dar por la madre de mi esposo.
Vivimos allí todos juntos, pues mi madre política siguió en la casa, a petición mía, porque era una madre demasiado buena para separarnos de ella. Mi esposo siguió el mismo de siempre y yo me creía la criatura más feliz del mundo cuando un suceso extraño y sorprendente puso fin a tanta felicidad en un momento e hizo que mi condición fuera no sólo muy molesta, sino la más miserable del mundo.
La madre era una anciana —puedo llamarla anciana, porque su hijo pasaba ya de los treinta— altamente alegre y simpática. Era muy agradable, buena amiga y solía entretenerme para divertirme, con abundancia de historias tanto del país donde estábamos como de sus habitantes.
Entre ellas, me contaba a menudo como la mayor parte de los habitantes de las colonias llegaban de Inglaterra en circunstancias muy distintas; que, generalmente, eran de dos clases: en primer lugar, los que traían los capitanes de barcos, para ser vendidos como trabajadores, los cuales, según decía, nosotros los llamamos así, pero en realidad son esclavos, y los que eran deportados de Newgate o de otras cárceles, después de haber sido declarados culpables de felonía o de otros delitos castigados por la ley con la pena de muerte.
—Cuando llegan aquí —me decía— no hacemos ninguna diferencia entre ellos. Los dueños de las plantaciones los compran y trabajan juntos en el campo, hasta que han terminado el plazo. Cuando éste ya ha expirado se les anima para que se decidan a establecerse por su cuenta, porque se les reserva un cierto número de acres de tierra que les son otorgados por el país y se ponen a trabajar para limpiar y preparar el terreno y luego cultivarlo con tabaco y trigo para su propio uso, y como los comerciantes y mercaderes les fían herramientas, ropas y otras cosas, con la garantía de una cosecha que aún no ha crecido, van plantando cada año un poco más que el año anterior y compran el terreno que quieren con la cosecha que ha de venir. De esta manera, más de un delincuente de Newgate se ha convertido en un gran hombre, y tenemos a varios jueces de paz, agentes de policía y magistrados de la ciudad que llevan en la mano la marca de fuego.
Iba siguiendo con la historia cuando se interrumpió y con su habitual franqueza me dijo que ella misma era una de ellos, pues habiéndose aventurado demasiado en un caso particular se convirtió en una delincuente.
—Y he aquí la prueba de ello, niña —me dijo quitándose el guante.
Y volviendo la palma me enseñó la mano y el brazo, muy finos, pero que ostentaban la marca de costumbre en estos casos.
La historia me conmovió mucho, pero la señora, sonriendo, me dijo.
—No tienes que pensar que esto sea algo extraño, hija, porque como te he dicho, algunos de los mejores hombres de este país llevan esta marca de fuego y no se avergüenzan de confesarlo. El mayor era un conocido ratero, el juez era un ladrón de tiendas y los dos están marcados con fuego, y podría citarte muchos más como ellos.
Teníamos a menudo conversaciones de esta clase y me dio abundantes detalles por el estilo. Algún tiempo después, cuando me estaba hablando de alguien que había llegado deportado unas semanas antes, yo empecé, en un plan íntimo, a pedirle que me contara algo de su propia historia, lo que hizo con la mayor sencillez y sinceridad. Me dijo que había tenido muy malas compañías en Londres en su juventud, debido a que su madre la mandaba con frecuencia a llevar provisiones a una parienta suya, que estaba en Newgate y que se encontraba en mala situación, muriéndose de hambre, y que después fue condenada a ser colgada, pero obtuvo un aplazamiento alegando estar encinta y luego murió en la cárcel.
Al llegar aquí, mi madre política me hizo un largo relato de todas las prácticas malvadas de aquel horrible lugar y cómo se destruyen en él muchas más vidas que las que mueren en toda la ciudad.
—Hija, tú debes de saber muy poco de esto o tal vez no lo hayas oído decir nunca, pero puedes estar segura de que todos sabemos aquí que se hacen más ladrones y bribones en aquella cárcel de Newgate que entre todos los clubs y sociedades de la nación. Es aquel lugar maldito el que más contribuye a poblar esta colonia.
Después siguió su historia propia, tan extensamente y en forma tan peculiar, que empecé a sentirme molesta, pero, al llegar a un punto en que fue preciso que me dijera su nombre, creí que me iba a caer redonda al suelo. Ella se dio cuenta de que yo no me encontraba bien y me preguntó qué era lo que me pasaba. Le dije que me sentía afectada por aquella historia tan triste que me había contado y las cosas terribles por las que ella había pasado y que me había trastornado, por lo que le rogaba que no me hablara más de ella.
—¿Por qué, querida? —me preguntó bondadosamente—. ¿Por qué han de trastornarte estas cosas? Estas cosas pasaron mucho antes de tu tiempo y a mí no me causan ya pena, sino que miro hacia ellas, con una gran satisfacción, pues han sido el camino que me ha traído aquí.
Después siguió explicándome cómo afortunadamente había caído en el seno de una buena familia, donde se portó bien, y que al morir su dueña, su dueño la tomó por esposa y de él tuvo a mi esposo y su hermana, y que, por su diligencia y su buena dirección, después de la muerte de su esposo, había mejorado la plantación hasta el estado de que se hallaba ahora, de manera que la mayor parte de la hacienda era ganada por ella y no por su esposo, porque hacía ya unos dieciséis años que era viuda.
Oí esta parte de la historia con muy poco interés, pues lo que deseaba era retirarme y dar rienda suelta a mi desesperación, como hice luego. Y dejo al juicio de cada uno juzgar cuál debía ser mi angustia al pensar que aquella mujer era ciertamente, ni más ni menos, mi propia madre y que yo tenía dos hijos y esperaba un tercero de mi propio hermano, y dormía con él todas las noches.
Me consideraba la mujer más desgraciada del mundo. Si aquella historia no me hubiese sido contada nunca, todo habría ido bien, no habría sido un crimen acostarme con mi esposo, ya que nada me habría hecho pensar en mi parentesco con él.
Llevaba un peso tan grande en mi corazón que me pasaba las noches en vela. Para mí habría sido un alivio poder decirlo, pero no encontraba finalidad alguna en hacerlo y, por otra parte, se me hacía imposible ocultarlo. No dudaba de que llegaría a hablar de ello en mis sueños y enterar a mi esposo, tanto si deseaba hacerlo como no. Si lo descubría, lo menos que podía esperar era perder a mi esposo porque era un hombre demasiado bueno y honesto para seguir acostándose conmigo, después de saber que era yo su hermana, de manera que yo me sentía perpleja en último extremo.
Dejo a la consideración de cualquiera juzgar las dificultades que se presentaban a mi vista. Hallábame a una gran distancia de mi país natal y el regreso era para mí imposible. Vivía bien, pero en unas circunstancias morales insoportables. Si me hubiese descubierto a mi madre, habría sido difícil convencerla de los detalles ya que no tenía manera de probar nada. Por otra parte, si me hubiese interrogado o dudado de mí, yo habría estado perdida porque la sola sugerencia me hubiera separado inmediatamente de mi esposo sin ganar a mi madre o a él mismo, que no habría sido entonces ni mi esposo ni mi hermano; de manera que entre la sorpresa por un lado y la incertidumbre por otro era seguro que yo me hubiese visto perdida.
Entretanto, estaba el hecho de que vivía desde entonces en pleno incesto y prostitución y todo ello bajo la apariencia de una esposa honesta, y aunque no me sentía muy afectada por el mero crimen en sí, mi situación tenía algo contra la naturaleza que convertía a mi esposo en un ser repugnante para mí.
No obstante, después de una madura reflexión, decidí que era completamente necesario que disimulara y que no dijera nada de ello en absoluto ni a mi madre ni a mi esposo, y de esta forma viví, con la aprensión que es de imaginar, tres años más, pero no tuve ningún otro hijo.
Durante este tiempo, mi madre solía contarme con frecuencia viejas historias de sus pasadas aventuras, lo que, desde luego, no me complacía ni poco ni mucho porque a través de ellas, aunque no me lo dijo nunca en términos claros, podía comprender fácilmente, al unirlo con lo que había oído contar de ella a mis primeros tutores, que en sus días mozos había sido prostituta y ladrona, pero creo de veras que vivió para arrepentirse sinceramente de ello, pues entonces era una mujer piadosa, serena y religiosa.
Bien, sea lo que hubiese sido su vida anterior, lo cierto era que la mía me resultaba muy difícil, porque, como he dicho, vivía en una forma de prostitución y nada bueno podía esperar de ello, como, en efecto, nada bueno resultó y toda mi prosperidad aparente se derrumbó y acabé en miseria y destrucción. Pasó algún tiempo antes de que esto sucediera, pues no sé por qué capricho del destino, después de esto todo fue mal para nosotros y, lo que es peor, mi esposo cambió completamente, volviéndose insolente, celoso y poco bondadoso y mostrándose tan decidido a imponer su ley cuanto más injusta y poco razonable era. Las cosas llegaban tan lejos que nos pusimos en malos términos y entonces yo reclamé una promesa suya, que me había hecho voluntariamente cuando consentí en salir de Inglaterra con él, o sea que si me encontraba con que el país no me convenía o bien que no me gustaba vivir allí, volvería de nuevo a Inglaterra cuando quisiera, dándole un año de aviso para que pudiera arreglar sus asuntos.
Como digo, le reclamé el cumplimiento de aquella promesa y debo confesar que tampoco lo hice en los términos más convenientes. Dije que me trataba mal, que me encontraba lejos de mis amigos y no podía hacerme justicia y que estaba celoso sin causa alguna, ya que mis salidas ningún reproche podían haber merecido y él no tenía motivo alguno para ello y que, al marcharme a Inglaterra, le quitaría toda ocasión de dudar de mí.
Insistí en ello de una manera tan perentoria que no le dejé otra alternativa que cumplir su promesa o romperla. A pesar de ello, él usó de toda su reconocida habilidad y se sirvió de su madre para hacerme desistir de mi resolución. En realidad, la causa de mi decisión la llevaba dentro de mí y esto era lo que hacía inútiles todos sus esfuerzos, pues mi corazón estaba lejos de él como marido y me horrorizaba tener que acostarme con él, y me valía de todos los pretextos para impedir que me tocara por el temor de tener otro hijo de él, lo que es seguro que habría impedido o, por lo menos, retrasado, mi regreso a Inglaterra.
Sin embargo, al final acabé por ponerle de tan mal humor que tomó una resolución temeraria y fatal. Me dijo que ni iría a Inglaterra y que si él me lo había prometido no era nada razonable que yo lo deseara; que sería fatal para sus asuntos y desquiciaría toda su familia y sería arruinarlo; que, en consecuencia, no debía marcharme y que ninguna esposa del mundo que diera algún valor a su familia y a la prosperidad de su esposo insistiría en ello.
Esto me hundió de nuevo porque consideré la cosa con calma y vi a mi esposo tal como era en realidad, un hombre diligente y cuidadoso en su trabajo de levantar una hacienda para sus hijos y que nada sabía de las terribles circunstancias en que se hallaba, y tuve que confesarme a mí misma que mi petición no era razonable y que ninguna esposa que llevara en su corazón el bien de su familia lo habría deseado.
Pero mi descontento era de otra naturaleza. Yo ya no veía en él al esposo, sino a un familiar muy próximo, el hijo de mi propia madre, y resolví que, de una manera o de otra, tenía que librarme de él, aunque no sabía cómo ni me parecía posible.
Se dice de nuestro sexo en este mundo desgraciado que si nos metemos algo entre ceja y ceja no es posible disuadirnos de ello. Nunca dejé de pensar en los medios de hacer el viaje y finalmente fui a mi esposo con la proposición de irme sin él. Esto lo indignó en alto grado y no sólo me llamó mala esposa, sino también madre desnaturalizada, y me preguntó cómo podía pensar sin horrorizarme en dejar a mis dos hijos, como si hubiesen muerto, sin una madre para que fueran educados por extraños y no verlos nunca más.
Desde luego, no debería haberlo hecho si las cosas hubiesen sido como es debido, pero tal como eran, deseaba verdaderamente no verlos nunca más ni tampoco a él; y en cuanto al cargo de desnaturalizada podría haberlo contestado fácilmente, puesto que sabía que todas nuestras relaciones eran desnaturalizadas en la más positiva acepción de la palabra.
No obstante, se veía claramente que no lograría convencer a mi esposo. No quería ir conmigo ni me dejaba que fuera sola y yo no podía marcharme sin su consentimiento como sabrá cualquier persona que conozca las leyes de aquel país.
Tuvimos por este asunto muchas peleas que, con el tiempo, fueron adquiriendo mayor violencia, porque yo había dejado de querer a mi esposo, como él se llamaba, de manera que no ponía ningún cuidado en mis palabras, sino que, a veces, decía cosas que lo indignaban. En suma, hice todo lo que estaba de mi parte para llegar a una separación, que era lo que yo más deseaba en el mundo.
Él acogió de mala manera mi conducta y en verdad era lógico que así fuera, ya que por último me negué a acostarme con él y llevé la disensión hasta el mayor extremo, en toda ocasión, por lo que me dijo un día que creía que me había vuelto loca y que si no cambiaba de conducta, iba a ponerme en observación, es decir, que iba a encerrarme en una casa de locos. Le dije que ya se daría cuenta de que estaba muy lejos de estar loca y que no estaba en las manos de él, ni en las de cualquier otro villano, asesinarme. Confieso que, al propio tiempo, estaba muy asustada por su intención de meterme en un manicomio, pues esto habría destruido por completo la posibilidad de contar la verdad si se presentaba la ocasión de hacerlo, ya que entonces nadie la habría creído.
Esto me hizo tomar la resolución de explicar, fuese cual fuese el resultado, toda la historia, pero constituía una gran dificultad decidir cómo hacerlo y a quién y así pasaron algunos meses antes de llegar a resolverlo. Entretanto, tuve con mi esposo otra pelea que llegó a tal extremo de violencia que casi me empujó a lanzarle la verdad a la cara. Pero aunque procuré no entrar en detalles, hablé lo suficiente para sumirlo en la mayor confusión y, al final, acabé por contarle toda la historia.
Empezó reconviniéndome con toda calma por mi intención de marcharme a Inglaterra; yo me defendí y como que una palabra fuerte trae otra, como es corriente en toda discusión familiar, me dijo que no lo trataba como si fuera mi esposo ni hablaba a los hijos como si fuera su madre; que, en suma, no era digna de ser considerada como mujer; que él había usado conmigo de todos los medios pacíficos; que había argumentado con toda la calma y la bondad que debe usar un marido e, incluso, un cristiano y en compensación sólo había recibido malos tratos; que yo lo trataba como a un perro más que como a un hombre; que le repugnaba mucho emplear la violencia conmigo, pero que se veía ya en la necesidad de hacerlo, por lo que, en el futuro, se vería obligado a adoptar las medidas necesarias para hacerme cumplir con mi deber.
Entonces mi sangre estaba ya hirviendo, aunque sabía que lo que decía era cierto y nada podía parecer menos provocativo. Le dije, pues, que despreciaba por igual sus medios pacíficos y su violencia; que estaba resuelta a marcharme a Londres, fuese cual fuese el resultado, y que, en cuanto a tratarle como marido y a mostrarme como una madre para mis hijos podía haber algo más en ello de lo que él sabía, y que, para su tranquilidad futura, creía conveniente decirle que ni él era mi esposo legal ni mis hijos eran hijos legales, y que tenía mis razones para no considerar a todos ellos más de lo que lo hacía.
Debo confesar que, después de haber hablado, sentí piedad de él, pues se puso pálido como la muerte y permaneció inmóvil como si un rayo lo hubiese clavado allí. Una o dos veces me pareció que iba a desmayarse. En definitiva, que mis palabras le produjeron como un ataque de apoplejía, temblaba y le resbalaba por la cara un gran sudor, a pesar de que estaba frío como un trozo de hielo, de manera que tuve que correr a buscar algo para reanimarlo. Cuando se le hubo pasado aquel ataque, se sintió mal y vomitó y después hube de meterlo en cama. La mañana siguiente tenía una fiebre muy alta, más de lo que la había tenido toda la noche.
No obstante, se le pasó y se recuperó, aunque lentamente, y cuando estuvo algo mejor, me dijo que con mis palabras le había causado una herida mortal y que sólo tenía algo que preguntarme antes de que le diera una explicación. Lo interrumpí para decirle cuánto sentía haber ido tan lejos, puesto que veía el trastorno que le había causado, pero que sólo serviría para empeorar la situación.
Esto aumentó su impaciencia y, además, le dejó perplejo porque empezó a sospechar que había algún misterio sin revelar y cuyos detalles no podía adivinar en modo alguno. Todo lo que se le ocurrió pensar es que yo tenía otro marido vivo, lo que, en realidad, no podía decir que no fuese cierto, pero le aseguré que no era nada de esto. En realidad, mi otro marido estaba efectivamente muerto para mí por la ley y me había dicho, además, que lo considerase como tal, de manera que por este lado no sentía la menor ansiedad.
Pero yo veía que la cosa había ido ya demasiado lejos para seguir ocultándolo y mi actual marido me dio la oportunidad de librarme de mi secreto con gran satisfacción por mi parte. Él había estado insistiendo durante tres o cuatro semanas para que le dijera si aquellas palabras mías habían sido hijas solamente de un arrebato de cólera a fin de hacer que también él se encolerizara, o bien había algo de verdad en el fondo de ellas. Yo seguí negándome inflexiblemente a explicarle nada a menos que él consintiera de antemano en mi viaje a Inglaterra, lo cual dijo él que no había en toda su vida. Entonces le dije que estaba en mi mano concederle el permiso cuando yo quisiera, e incluso hacer que me pidiera que me marchase. Esto acrecentó su curiosidad e hizo que insistiera día y noche, pero sin resultado alguno.
Finalmente, contó toda la historia a su madre y le encargó que me sonsacara el secreto y ella usó su mayor habilidad para lograrlo. Pero la hice callar en seguida al decirle que la razón y todo el misterio del asunto estaban en ella misma y que era precisamente mi respeto por ella lo que me hacía callar y que, en suma, no podía decirle más y, por tanto, le rogaba que no insistiera.
Mi contestación la dejó muda y sin saber qué hacer ni qué decir, pero, descartando la posibilidad de una habilidad mía, siguió importunándome por cuenta de su hijo para que yo cerrara la brecha que se había abierto entre los dos. En cuanto a esto, le dije que era, en verdad, un buen propósito suyo, pero que era imposible lograrlo; y que si le contaba lo que tanto deseaba saber, ella misma vería que era imposible y dejaría de desearlo. Por fin pareció ceder a su insistencia y le dije que me atrevería a confiarle un secreto de la mayor importancia y que pronto vería que así era, en efecto, y que consentiría en abrirle mi pecho si se comprometía solemnemente a no decírselo a su hijo sin mi consentimiento.
Tardó en prometerme esto, pero para poder saber el secreto también convino en ello y después de muchos preliminares le conté toda la historia. Primero le dije cuánto le concernía a ella aquella brecha desgraciada que se había abierto entre su hijo y yo al contarme su propia historia y decirme su nombre en Londres y le recordé la sorpresa que ella vio que me producía tal revelación. Luego le conté mi propia historia y le dije mi nombre y le aseguré, por muchas razones que no podían negarse, que yo era, ni más ni menos, su propia hija, nacida de ella en Newgate, la que la había salvado de las galeras y la que ella había dejado en tales y tales manos cuando fue deportada.
Es imposible expresar la sorpresa que le produjo mi revelación. Al principio no se sintió inclinada a creer la historia ni a recordar detalles porque comprendió inmediatamente la confusión que había de traer sobre la familia. Pero todo concordaba tan perfectamente con lo que ella misma me había explicado y las circunstancias que, de no habérmelas contado ella misma, de buena gana hubiese negado ahora, que sin decir nada, no sólo me cogió por el cuello y me besó, sino que se puso a llorar desesperadamente y sin poder decir palabra durante mucho rato. Por fin exclamó:
—¡Desgraciada criatura! ¿Qué azar desdichado pudo traerte aquí, a los brazos de mi propio hijo? ¡Qué desgracia tan terrible! ¡Oh, estamos todos perdidos! ¡Tú casada con tu propio hermano! ¡Tres hijos, dos vivos y todos de la misma carne y de la misma sangre! ¡Mi hijo y mi hija acostándose juntos como marido y mujer! ¡Confusión y locura para siempre! ¡Familia miserable! ¿Qué será de nosotros? ¿Qué es lo que debemos decir? ¿Qué hemos de hacer?
Y siguió lamentándose así mucho rato y yo no tenía fuerzas para hablar, pero de haberlas tenido, tampoco hubiera sabido qué decir, porque cada palabra de ella se me clavaba en el alma. Con esta agitación en nuestras mentes nos separamos la vez primera, aunque mi madre estaba mucho más sorprendida que yo, puesto que no sabía nada antes. No obstante, al separarnos, me dijo que no diría nada a su hijo hasta que hubiésemos hablado nuevamente de ello.
Como pueden ustedes suponer, no tardamos mucho en tener una segunda conferencia sobre el mismo asunto, y en ella, como si hubiese querido olvidar la historia que ella misma me había contado o siquiera suponer que yo había olvidado algunos de sus detalles, empezó a introducir alteraciones y omisiones. Pero yo le refresqué la memoria rectificando muchas cosas que ella parecía haber olvidado y entonces todo casó perfectamente en la historia, de manera que no le fue ya posible apartarse de ella.
Entonces empezó nuevamente con sus lamentaciones y exclamaciones sobre la magnitud de sus infortunios. Cuando se hubo calmado, tuvimos una conversación sobre qué era lo mejor que se podía hacer antes de que enterásemos del asunto a mi marido. Pero ¿qué objeto podían tener nuestras conversaciones? Ninguna de nosotras podía ver la manera de hacerlo, ni siquiera decidir si era conveniente ponerlo en su conocimiento. No era posible predecir o adivinar en qué forma se lo tomaría ni qué medidas adoptaría. Tal vez tendría tan poco dominio de sí mismo que se le ocurriría hacerlo público, lo que representaría la ruina de la familia entera y la perdición de mi madre y la mía en un grado extremo. Y si se acogía a la ventaja que le concedía la ley, podía apartarme de su lado y dejar que yo le reclamase judicialmente la pequeña dote que le había aportado y quizá gastarlo todo en el pleito y quedarme yo pobre como una mendiga. Y los niños también quedarían arruinados, ya que no tendrían ningún derecho legal a sus bienes. Y además, si las cosas iban de esta manera, quizá dentro de pocos meses lo vería en brazos de otra esposa y yo sería la criatura más desdichada de la Tierra.
Mi madre era tan sensible a todo como yo misma, y en definitiva, no sabíamos qué hacer. Después de algún tiempo, llegamos a unas conclusiones más serenas, pero con la desventura de que la opinión de mi madre y la mía diferían completamente, y eran, además, antagónicas totalmente. La opinión de mi madre era que enterrara el asunto y siguiera viviendo con mi esposo hasta que algún otro hecho hiciera más fácil decírselo, y que, entretanto, ella trataría de reconciliarnos y restablecer nuestro bienestar y la paz de la familia, que volviésemos a dormir juntos como antes y que dejáramos que todo fuera un secreto tan oscuro como la muerte.
—Porque, hija mía —dijo—, las dos estamos perdidas si llega a saberse.
Para animarme a hacerlo así, prometía mejorar mi posición en lo que pudiera y, a su muerte, dejarme algunos bienes completamente aparte de lo que dejara a su hijo, de manera que si un día llegara a saberse aquello, no quedase yo sin nada, sino que pudiera sostenerme y procurar que él me hiciera justicia.
Esta proposición no ligaba en absoluto con mi criterio acerca del asunto, aunque era muy justa y buena por parte de mi madre, pues mis ideas seguían otro camino totalmente distinto.
En cuanto a guardar el secreto en nuestros pechos y dejarlo como estaba, le dije que era completamente imposible, y le pregunté cómo podía creer que yo pudiera aceptar por un momento seguir acostándome con mi hermano. Además, le dije que el hecho de estar ella viva era el único apoyo de esta historia, pues mientras ella me reconociera por hija y dijera que tenía razón suficiente para ello nadie dudaría de mí, pero si ella muriera antes yo sería considerada como una mujer impúdica que había inventado aquello para separarme de mi marido, o me tomarían por loca. Luego le dije que él ya me había amenazado con meterme en un manicomio y que me había tenido atemorizada con esto y que ésta fue la causa que me llevó a descubrírselo a ella, como había hecho.
Por todo esto le dije que, después de maduras reflexiones, había llegado a la siguiente resolución que esperaba que le complacería como beneficiosa para las dos: que ella usara de su influencia para que su hijo me diera permiso para trasladarme a Inglaterra, facilitándome una cantidad suficiente de dinero, ya fuese en mercancías que llevaría conmigo o en letras para cobrar allí, sugiriéndole al mismo tiempo que, un día u otro, tal vez le pareciera conveniente venir a mi encuentro.
Que una vez yo me hubiese marchado, con la mayor sangre fría y tras obligarle al secreto de la manera más solemne posible, le dijera la verdad, haciéndolo gradualmente y en la forma que le dictase su propia discreción, para que la sorpresa de él no fuera muy grande y se dejase llevar por la pasión cometiendo alguna barbaridad contra ella o contra mí, y que ella cuidaría de que no tuviera en menos a los niños si se casaba de nuevo hasta no estar seguro de que yo había muerto.
Éste era mi plan y mis razones eran buenas. Por todas estas cosas estaba completamente separada de él y, en realidad, incluso lo odiaba como marido y era imposible arrancarme la aversión que le tenía. Al mismo tiempo, aquel modo de vivir incestuoso e ilegal aumentaba mi aversión y, aunque no me preocupaba mucho desde el punto de vista moral, contribuía a que el tener que cohabitar con él me resultara la cosa más repugnante del mundo. Creo que había llegado al punto de que más bien habría abrazado a un perro que permitir que mi marido me tocara, pues no podía soportar la idea de meterme debajo de las mismas sábanas que él. No puedo decir que estuviese acertada al llevarlo hasta este extremo mientras que, al mismo tiempo, no le descubría la verdad, pero estoy contando lo que era, no lo que debió o no debió ser.
Mi madre y yo seguimos sosteniendo nuestras distintas opiniones durante largo tiempo y era imposible poder conciliar nuestros criterios. Tuvimos muchas discusiones, pero ninguna de nosotras cedió del suyo ni aceptó el de la otra.
Insistí en mi aversión de acostarme con mi propio hermano y ella insistió en la imposibilidad de lograr que él diera su permiso para mi marcha a Inglaterra. Y seguimos en esta incertidumbre, no hasta el punto de pelearnos, pero sin poder resolver qué haríamos con respecto a este ancho precipicio que se abría ante nosotros.
Por fin me resolví por un recurso desesperado y dije a mi madre que mi resolución era que yo misma le diría la verdad. Mi madre se asustó extraordinariamente ante esta idea, pero le dije que estuviera tranquila, que lo haría gradual y suavemente y con todo el arte y toda la habilidad que pudiera tener entonces y buscaría el momento más oportuno, cuando él estuviese de buen humor. Le dije que si podía ser lo suficiente hipócrita para fingir un poco más de afecto por él del que realmente sentía, mi designio se vería cumplido y podríamos separarnos por mutuo consentimiento, de manera que pudiera quererlo como hermano, ya que no podía amarlo como marido.
Durante todo este tiempo, él apremiaba a mi madre para ver si lograba saber cuál era la causa de aquella terrible afirmación mía de que yo no era su esposa legal ni los niños sus hijos legales. Mi madre le iba dando largas diciéndole que no lograba que yo le diera explicación alguna, pero encontraba que había algo que me tenía muy preocupada y esperaba que, con el tiempo, lograría hacérmelo decir y, entretanto, le recomendaba que me tratase con más ternura y me ganase con su cariño como de costumbre. Le dijo que me había aterrorizado con sus amenazas de mandarme a un manicomio y le aconsejaba no me hiciera desesperar por cualquier motivo que fuese.
Él prometió suavizar su comportamiento y le pidió que me dijera que él me amaba como siempre y que no tenía designio alguno de mandarme a un manicomio, pues lo había dicho en un momento de ira. También le dijo a mi madre que empleara toda su persuasión conmigo para que nuestras relaciones se renovaran y pudiésemos vivir juntos en buen entendimiento como antes.
En seguida pude apreciar los efectos de este acuerdo. La conducta de mi esposo cambió inmediatamente y fue completamente otro hombre para mí. Nadie hubiera podido ser más bueno y más complaciente que lo era él en toda ocasión, y yo no podía hacer otra cosa que corresponderle en cierto modo, lo que hice lo mejor que pude, pero fue de una manera bastante torpe, porque nada temía yo más que sus caricias y la posibilidad de tener un nuevo hijo suyo me ponía mala. Esto me hizo ver que era completamente necesario que le contara el caso sin más tardanza y lo hice con toda cautela y reserva imaginables.
Hacía casi un mes que él seguía con su nueva conducta y empezamos a vivir una nueva clase de vida juntos. Si yo hubiese podido convencerme a mí misma para continuar de aquel modo es posible que no hubiera cambiado mientras viviésemos. Una tarde estábamos sentados juntos bajo un pequeño toldo, que servía de porche a la entrada de nuestra casa, hablando amistosamente, porque él estaba de un humor placentero y agradable, y dijo muchas cosas buenas acerca de nuestro acuerdo y de los disgustos pasados y de la satisfacción que era para él pensar que nunca más tendríamos nuevas divergencias.
Yo exhalé un hondo suspiro y le dije que nadie en el mundo podía sentir mayor satisfacción que yo del buen acuerdo que ahora teníamos o más afligido del desacuerdo que habíamos tenido, pero que sentía mucho decirle que en nuestro caso había una circunstancia desgraciada que yo tenía clavada en el corazón y que no sabía cómo explicársela a él, y que a mí me hacía desgraciada y me quitaba toda la tranquilidad.
Me instó entonces a que le dijese qué era y le contesté que no sabía cómo hacerlo, pues mientras no se lo dijera yo era la única desgraciada, pero si se lo decía lo seríamos los dos, y que, por consiguiente, mantenerlo en la ignorancia era lo mejor que podía hacer por él y era sólo por esta razón que me había guardado un secreto que, más pronto o más tarde, habría de ser mi perdición. Es imposible describir la sorpresa que experimentó al oír estas palabras y la redoblaba insistencia con que me pidió que se lo dijera todo. Me dijo que no podía ser buena con él y no sólo esto, sino ni siquiera leal, si se lo ocultaba.
Le dije que yo también lo creía así y que, no obstante, no me decidía a hacerlo. Volvió sobre lo que antes le había dicho y repuso que esperaba que no me refiriera a lo que le había dicho en un momento de cólera, pues había resuelto olvidarlo por completo. Yo le contesté que deseaba también poderlo olvidar, pero que no era posible. El efecto que me había producido había sido demasiado profundo y no podía borrarlo de mi memoria.
Me dijo luego que estaba decidido a no diferenciarse en nada de mí y que, por tanto, nunca me importunaría más, resuelto como estaba a dar su aquiescencia a todo cuanto yo dijera o hiciera y que solamente me pedía que, fuese lo que fuese, no volviera a destruir nuestra tranquilidad ni nuestra mutua confianza.
Esto era lo peor que podía haberme dicho, porque yo quería que siguiera importunándome para tener pie de decirle lo que no quería seguir ocultando porque era como la muerte para mí. Así le contesté francamente que no podía decir si estaba satisfecha de que no me importunara.
—Pero, oíd, querido —le dije—, ¿qué concesiones me haréis si os revelo este secreto?
—Cualquier concesión —dijo él—, todas las concesiones que razonablemente podéis desear de mí.
—Bien —dije yo—, firmadme con vuestra mano que si no halláis culpa alguna en mí, o que si no estoy voluntariamente relacionada con las causas del infortunio que ha de caer sobre nuestro hogar, no me culparéis, ni me maltrataréis, ni me haréis objeto de malos tratos, ni me haréis sufrir por lo que no es culpa mía.
—Vuestra demanda —dijo— es la más razonable del mundo, pues no he de culparos por lo que no es culpa vuestra. Dadme papel, pluma y tinta.
Corrí al escritorio y traje papel, pluma y tinta y él escribió el compromiso con las mismas palabras que yo había usado y la firmó con su nombre.
—Bueno —dijo—. Ya está. Ahora, ¿qué más?
—La condición siguiente es que no me reñiréis por no haberos descubierto el secreto antes de que yo lo supiera.
Escribió también aquello y lo firmó.
—Bien, querido —dije—. Ya no queda más que una condición que pediros y es que como este asunto no concierne más que a vos y a mí, no lo descubráis a persona alguna en el mundo, excepto a vuestra madre, y que en las medidas que toméis, después de haber sabido el secreto, como tiene tanta relación conmigo como con vos, sin tener yo la culpa, como tampoco la tenéis vos, no haréis nada encolerizado, nada en perjuicio mío ni en perjuicio de vuestra madre, sin mi conocimiento y consentimiento.
Esto lo dejó algo asombrado y escribió las palabras mías distintamente, pero, antes de firmarlas las leyó una y otra vez, vacilando a veces y repitiendo: «¡En perjuicio de mi madre y en vuestro perjuicio! ¿Qué cosa misteriosa puede ser esto?». No obstante, al final lo firmó.
—Bien, querido —dije yo—, ya no os pediré que firméis nada más, pero como tenéis que oír la cosa más inesperada y sorprendente que haya sucedido a una familia en el mundo, os ruego me prometáis que lo oiréis con compostura y la presencia de espíritu que corresponde a un hombre de sentido común.
—Haré cuanto pueda —dijo él— a condición de que no me tengáis más en suspenso porque me horrorizáis con estos preliminares.
—Pues bien —repuse—, vais a saberlo. Como os dije en un arrebato de cólera que yo no era vuestra esposa legal ni nuestros hijos eran hijos legales, debo ahora deciros, con la mayor calma del mundo, pero con una profunda aflicción, que yo soy vuestra hermana y vos sois mi hermano y que los dos somos hijos de nuestra madre, ,viva y en esta casa, y que está convencida de que esto es verdad, una verdad que no puede ser negada ni contradicha.
Vi cómo iba palideciendo y su mirada se encendía y le dije:
—Recordad vuestra promesa y demostrad vuestra presencia de espíritu, porque ¿acaso se habría podido hacer más para prepararon de lo que yo he hecho?
Llamé a un criado y le hice traer un vasito de ron, que es la bebida usual en aquella tierra, porque el infeliz estaba a punto de desmayarse. Cuando estuvo algo repuesto, le dije:
—Esta historia, como podéis comprender, requiere una larga explicación. Por tanto, tened paciencia y centrad vuestra mente para oírla y yo ya la haré lo más corta posible.
A continuación le conté aquella parte que creí era necesaria para determinar el hecho y especialmente cómo mi madre llegó a descubrirme, según he dejado expuesto.
—Y ahora, querido —le dije—, comprenderéis la razón de mis peticiones y que yo no he sido la causa del asunto, ni podía serlo, y que nada he sabido de ello hasta ahora.
—Estoy completamente seguro de esto —dijo él— pero, para mí, es una sorpresa terrible. Sin embargo, sé de un remedio para todo esto, un remedio que pondrá fin a vuestras dificultades, sin necesidad de ir a Inglaterra.
—Me parece que esto sería tan extraño como todo lo demás —dije.
—No, no —replicó—. Yo lo arreglaré; no hay nadie que pueda hacerlo sino yo.
Al decir esto parecía algo alterado, pero no inferí nada de ello entonces, creyendo que, tal como se acostumbraba a decir, los que hacen estas cosas no hablan nunca de ellas o que los que hablan de estas cosas no las hacen nunca.
Pero las cosas no habían llegado aún al último punto para él y observé que se volvía pensativo y melancólico, en una palabra, creía que se le perturbaba el seso. Intenté hablar con él para animarle y trazar los dos juntos un plan para enfrentarnos con el problema. Unas veces parecía normal y hablaba del asunto con cierto valor, pero el peso de mi declaración gravitaba sobre su mente con demasiada fuerza, y en días sucesivos intentó suicidarse varias veces. En una de ellas llegó a ahorcarse, de manera que a no ser porque su madre entró en la habitación en el preciso momento, habría muerto, pero con la ayuda de un criado negro, cortó la cuerda y lo salvó.
Las cosas habían llegado ya a un punto lamentable dentro de la familia. La compasión que sentía por mi marido empezó a hacer revivir aquel afecto que primero tenía para él y traté, con toda mi sinceridad y con la conducta más amable que pude, de cubrir la brecha, pero aquello había entrado demasiado en su cerebro, pesaba demasiado sobre su espíritu y lo llevó a una consunción larga y profunda aunque no llegó a ser mortal. Ante aquella aflicción, yo no sabía qué hacer, ya que su vida, aparentemente, iba declinando y yo tal vez podría casarme de nuevo allí de una manera ventajosa. Desde luego sería mejor para mí quedarme allí, pero mi mente tampoco conocía el descanso y estaba inquieta. Deseaba irme a Inglaterra y únicamente esto podía satisfacerme.
En resumen, a base de importunarlo sin descanso, mi marido, que aparentemente iba decayendo, se convenció por fin, y como mi destino me empujaba, el camino se abrió para mí y, con la ayuda de mi madre, obtuve un buen cargamento para regresar a Inglaterra.
Cuando me despedí de mi hermano, porque así voy a llamarlo desde ahora, convinimos que después de mi llegada a Inglaterra él fingiría haber recibido un despacho anunciando mi muerte allí mismo, de manera que pudiera casarse de nuevo cuando quisiera. Prometió y se comprometió a comportarse conmigo como un hermano y ayudarme y sostenerme mientras yo viviera, y que si él moría antes que yo dejaría lo suficiente a su madre para que pudiera aún cuidar de mí en calidad de hermana y en algunos aspectos se cuidaría de mí cuando recibiera noticias mías. Pero las cosas sucedieron de una manera tan extraña que más tarde sufrí unas sensibles decepciones, como verán ustedes a su debido tiempo.
Me vine a Inglaterra el mes de agosto después de haber estado ocho años en aquel país. En Inglaterra me esperaba una nueva tanda de infortunios, como quizá pocas mujeres hayan tenido que soportar.
Tuvimos un buen viaje sin ningún incidente hasta que llegamos cerca de las costas inglesas, que fue a los treinta y dos días, pero entonces fuimos sacudidos por dos o tres tempestades, una de las cuales nos arrastró hasta la costa de Irlanda y entramos en el puerto de Kinsdale.
Nos detuvimos allí trece días, embarcamos vituallas de refresco y nos hicimos de nuevo a la mar donde volvimos a encontrar mal tiempo. Durante un temporal el barco perdió el palo mayor, según decían, aunque yo no sabía ni siquiera lo que querían decir. Finalmente llegamos a Milford Haven, en Gales, y cuando sentí mis pies firmes en el suelo de mi país nativo, las Islas Británicas, resolví a pesar de hallarme aún lejos de nuestro puerto de destino, no aventurarme más sobre las aguas. Desembarqué con mis ropas y mi dinero, con mis conocimientos de embarque y otros papeles y me fui a Londres dejando que el barco llegara a puerto como pudiera. El puerto de destino era Bristol, donde vivía el primer corresponsal de mi esposo. Llegué a Londres tres semanas después y allí me enteré de que el barco había llegado a Bristol, pero al mismo tiempo tuve la mala suerte de saber que a causa del mal tiempo que había encontrado y de haber perdido el palo mayor, el barco había sufrido grandes daños y que una gran parte de su cargamento estaba estropeado.
Tenía ahora ante mí una nueva etapa de mi vida y la verdad es que las perspectivas no eran muy agradables. Había salido de allí como en una especie de despedida definitiva. Lo que había llevado conmigo tenía ciertamente un valor considerable y si hubiese llegado bien habría podido casarme otra vez en unas condiciones tolerables. Pero tal como fueron las cosas me vi reducida a unas dos o trescientas libras en total y sin esperanza alguna de obtener más. Estaba completamente sin amigos e incluso ni siquiera conocidos, porque creí completamente necesario no revivir antiguas relaciones. Y en cuanto a mi sutil amiga que anteriormente me había hecho pasar por rica sin serlo había muerto ya y su marido también, según me informaron, al mandar a una persona desconocida que hiciera averiguaciones.
El cuidado de mi cargamento de mercancías me obligó a hacer un viaje a Bristol y mientras atendía este asunto, me permití la diversión de llegarme a Bath, porque estaba todavía lejos de ser vieja y mi carácter, que siempre había sido alegre, seguía siéndolo en extremo, y siendo ahora, como puede decirse, una mujer de fortuna aunque fuese una mujer sin fortuna, confiaba en que algo podía suceder que mejorase mi situación, tal como me había sucedido anteriormente.
Bath es un lugar de galantería, caro y lleno de trampas. Fui allí realmente dispuesta a tomar cualquier cosa que pudiera ofrecérseme, pero debo hacerme justicia al decir que no pensaba en nada malo.
No quería nada que no fuera honesto ni tampoco tenía pensamientos que apuntasen hacia el camino por el que luego permití que me condujeran.
Me quedé allí durante la «última estación», como se la llama, e hice algunas amistades desgraciadas, que más bien me indujeron hacia las locuras en que luego caí, en vez de fortificarme contra dichas locuras. Viví muy placenteramente, frecuenté buenas compañías, es decir, personas alegres y distinguidas, pero me sentí descorazonada al darme cuenta de que aquel modo de vivir me hundía excesivamente, ya que yo no tenía renta alguna fija y gastar del capital es como desangrarse hasta morir y que esto me inspiraba reflexiones muy tristes en los intervalos de mis otros pensamientos. No obstante, los alejaba de mi mente y seguía haciéndome la ilusión de que algo bueno se me ofrecería en cualquier momento.
Pero había equivocado el lugar. No estaba en Ratcliff, donde, si me hubiese instalado de una manera tolerable, algún capitán podría haber hablado conmigo en los honorables términos del matrimonio, pero estaba en Bath, donde los hombres a veces buscan una esposa y, por tanto, todas las amistades particulares que una mujer puede trabar allí, tienen una clara tendencia hacia aquella dirección.
Había pasado la primera estación bastante bien, porque aun cuando había trabado cierta amistad con un caballero que iba a Bath a divertirse, no había hecho aún ningún trato de felonía propiamente dicho. Había resistido a algunos galanes ocasionales y me las había compuesto bastante bien. No era lo suficiente mala para entrar en aquella vida por vicio y no recibí ninguna oferta extraordinaria que me tentara a base de lo que yo principalmente quería.
No obstante, durante esta primera estación hice amistad con la mujer en cuya casa me hospedaba y que, aunque no tenía una casa mala, como las llamamos, no poseía ningún principio bueno. Yo siempre me había comportado de una manera que no mancillara mi reputación por ningún concepto y todos los hombres con quienes había hablado gozaban de tan buena reputación que nunca había tenido el menor reparo en hablar con ellos, ni ninguno de ellos pareció creer que hubiera motivo para una correspondencia deshonrosa. Sin embargo, había un caballero, como digo, que siempre me escogía a mí porque encontraba mi compañía divertida, como él decía, y además se complacía en ella, pero por aquel entonces no hubo nada con él.
En Bath viví muchas horas melancólicas cuando mis compañeros se hubieron marchado, pues aunque iba a Bristol algunas veces para disponer de mis efectos y recoger el dinero, escogí Bath como residencia, porque estaba en muy buenas relaciones con aquella mujer en cuya casa me alojaba en verano. Además resultó que en invierno la vida costaba más barata allí que en cualquier otra parte. Allí, como digo, pasé tristemente el invierno, como había pasado alegremente el otoño, pero habiendo intimado aún más con aquella mujer en cuya casa me alojaba, no pude evitar decirle algo de lo que me ocurría, especialmente la estrechez de mi posición y la pérdida de mi fortuna, por los perjuicios causados a mis mercancías por el temporal. También le dije que tenía a mi madre y un hermano en buena posición en Virginia y que había en efecto escrito a mi madre para enterarla de mi situación y de la gran pérdida que había tenido, que llegaba a ser de unas quinientas libras. No dejé de decirle a mi nueva amiga que esperaba un envío de allí, como es verdad que lo esperaba y como los barcos iban de Bristol a York River, en Virginia, y volvían, generalmente en menos tiempo que a Londres, creí que era mucho mejor esperar aquí en vez de ir a la capital donde tampoco tenía conocido alguno.
A mi amiga pareció afectarle mucho mi situación y fue tan buena como para rebajarme el precio de mi manutención durante el invierno, a una cantidad tan exigua, que verdaderamente me convenció de que no obtenía ningún beneficio conmigo. Y en cuanto a hospedaje, no pagué absolutamente nada durante el invierno.
Cuando empezó la estación de primavera, siguió la mujer portándose tan bien como pudo y seguí en su casa algún tiempo, hasta que no me fue necesario hacerlo. Tenía ella algunas personas de importancia que se alojaban frecuentemente en su casa y especialmente el caballero que, como he dicho antes, me había escogido para hacerle compañía el otoño anterior, y vino de nuevo, acompañado de otro caballero y dos criados y se hospedó en la misma casa. Sospeché que mi patrona lo había invitado diciéndole que yo estaba aún con ella; pero ella lo negó asegurándome que no lo había hecho y él dijo lo mismo.
En una palabra, aquel caballero siguió escogiéndome a mí como su compañera de confianza, como también para conversar. Era un perfecto caballero, según debo confesar, y su compañía me era muy agradable, como yo creo que también lo era la mía para él. Sólo me demostró un respeto extraordinario y tenía tal opinión de mi virtud que, según decía con frecuencia, estaba seguro de que fuese lo que fuese que me ofreciera, yo lo rechazaría con desdén. Pronto supo por mí que era viuda, que había llegado a Bristol desde Virginia en uno de los últimos barcos y que esperaba en Bath que llegase el próximo barco de Virginia en el cual esperaba recibir unos efectos de valor. Por él y sus compañeros me enteré de que estaba casado y que su esposa andaba mal de la cabeza y la cuidaban sus parientes, lo que consentía él para evitar suspicacias que hubiesen podido (lo cual no es raro en tales casos) recaer sobre él, en el sentido de que descuidara su curación, y entretanto venía a Bath para distraer sus pensamientos de esta triste circunstancia.
Mi patrona, que, de su propio natural, gustaba de aprovechar las ocasiones, me dio buenos informes de su carácter, de su honor y de sus cualidades, así como de su gran hacienda. Y, en verdad, yo tenía bastantes motivos para decir lo mismo de él, pues aunque nos alojábamos los dos en el mismo piso y había entrado muchas veces en mi habitación, incluso estando yo en la cama, y yo también en la suya cuando ya estaba acostado, nunca me dio nada más allá de un beso y no solicitó nada de mí hasta mucho tiempo después, como ustedes verán a su debido tiempo.
Yo ponderaba frecuentemente a mi patrona la buena educación de aquel caballero y ella también solía hacer grandes elogios de su conducta. No obstante, solía decirme que creía que debía pedirle una gratificación por mi compañía, ya que, en efecto, me acaparaba, como suele decirse, y casi nunca podía yo estar sin él. Le dije que no le había dado la menor ocasión de pensar que la quería o que la aceptaría si me la daba. Me dijo que ya se encargaría ella de este asunto y lo hizo con tanta habilidad que la primera vez que él y yo estuvimos solos después de que ella le hubo hablado, empezó a preguntarme por mi posición, cómo había subsistido desde que llegué a Inglaterra y si necesitaba dinero. Le dije que aunque mi cargamento de tabaco se había averiado, no estaba perdido del todo; que el comerciante a quien iba consignado se había preocupado honestamente de mí, de manera que no me había faltado nada y que esperaba que, a base de ahorrar todo lo posible, lo que me quedaba alcanzaría hasta que llegara más, lo que confiaba que sería por el próximo barco; que entretanto había reducido mis gastos y que así como la temporada anterior tenía una camarera, ahora me pasaba sin ella, y que, si entonces tenía una habitación y un comedor en el primer piso, como ya sabía él, ahora tenía sólo una habitación, y así todo por el estilo. «¡Vivo tan satisfecha ahora, como antes!», le dije. Y añadí que su compañía había hecho mucho para que mi vida fuese más alegre de lo que hubiera sido, por lo que le estaba muy agradecida. De esta manera, alejé por el momento cualquier oferta que pudiera hacerme. No obstante, no tardó mucho en volver a la carga y me dijo que le parecía que era yo muy discreta en informarle de mi situación, lo que sentía mucho, y me aseguró que intentaba conocer mi situación no por espíritu de curiosidad, sino por su deseo de ayudarme, si había ocasión para ello, pero que toda vez que yo no quería confesar que tenía necesidad de ayuda sólo podía pedirme una cosa y era que le prometiera que, si esto sucedía, se lo diría con toda franqueza y recurriría a él con la misma libertad con que él me lo ofrecía, añadiendo que siempre encontraría en él un amigo verdadero en el cual podía tener entera confianza.
No omití nada de lo que es lógico decir cuando una se siente infinitamente agradecida y para hacerle saber que tenía un sentido exacto de su bondad, y, en realidad, desde entonces ya no fui para él tan reservada como lo había sido hasta entonces, aunque manteniéndonos los dos dentro de los límites de la más estricta virtud. Pero, por libres que fueran nuestras conversaciones, no podía decidirme a llegar a la libertad que él quería, o sea decirle que necesitaba dinero, aunque en mi fuero interno estaba muy contenta de su oferta.
Pasaron algunas semanas y no le pedí nunca dinero. Cuando mi patrona, mujer astuta que a menudo me había recomendado que lo hiciera, descubrió que yo no lo hacía, pergeñó una historia de su propia invención y, cuando estábamos juntos, entró bruscamente y me dijo:
—¡Oh, amiga mía! —me dijo—. Esta mañana tengo que daros una mala noticia.
—¿Qué pasa? —pregunté yo—. ¿Han capturado los franceses los barcos de Virginia?
—No, no —dijo ella—, pero el hombre a quien enviasteis ayer a Bristol a buscar dinero, ha venido sin traer nada.
Bueno, yo no podía aprobar en modo alguno aquella jugada. Mi amiga quería para mí una ayuda urgente cuando en realidad no había necesidad de ello. Yo vi claramente que no perdería nada por tardar en pedir, de manera que la paré en seco.
—No puedo imaginar por qué le diría esto —dije yo—, porque puedo asegurarle que me trajo todo el dinero que le había mandado a buscar y aquí está —añadí.
Y sacando mi bolsa que contenía unas doce guineas, añadí:
—Por cierto que mi intención es datos a vos dentro de poco la mayor parte.
Él pareció algo disgustado cuando ella habló, como lo estaba yo, seguramente por considerarlo, lo mismo que yo, algo atrevido de su parte, pero cuando oyó la contestación que yo le daba, volvió a ser inmediatamente el mismo. La mañana siguiente hablamos de ello y pude cerciorarme de que estaba completamente contento y sonriente y dijo que esperaba que no estaría necesitada de dinero sin decírselo a él tal como le había prometido. Le dije que me había disgustado mucho que mi patrona hablara de aquel modo en su presencia el día anterior, de lo que a ella nada le importaba, pero que suponía que quería que le pagara lo que le adeudaba, que era aproximadamente unas ocho guineas, pero que ya había resuelto dárselas, y, en efecto, se las había dado la misma noche en que había hablado tan a la ligera.
Se puso de muy buen humor cuando oyó que ya había pagado aquella deuda y empezó por hablar de otra cosa. A la mañana siguiente, al oírme andar por mi habitación, me llamó desde la suya y, al contestarle yo, me dijo que entrara a verlo. Cuando entré estaba acostado y me dijo que me sentara al lado de la cama porque tenía algo que decirme que era urgente. Después de varias expresiones cariñosas, me preguntó si sería sincera con él y le contestaría francamente a una pregunta que quería hacerme. Después de cavilar algo sobre la palabra sincera y preguntarle si alguna vez le había dado alguna contestación que no lo fuera, le prometí que así lo haría. Entonces me pidió que le dejara ver mi bolso. Puse inmediatamente mano al bolsillo y riéndome de él, saqué mi bolsa en la que había tres guineas y media. Me preguntó si era todo el dinero que yo tenía y yo le contesté que no, riendo de nuevo, «que ni mucho menos».
Entonces me pidió que le prometiera que iría a buscar todo el dinero que tuviese hasta el último penique. Le dije que así lo haría y fui a mi habitación y saqué un pequeño cajón con seis guineas más y algo de plata y lo eché todo sobre su cama diciéndole que aquélla era toda mi fortuna hasta el último chelín. Lo miró ligeramente sin contarlo, y lo metió de nuevo dentro del cajón. Luego buscó en su bolsillo, sacó una llave y me dijo que abriera una pequeña caja de madera que tenía encima de la mesa y le diera un cajón determinado, y así lo hice. En aquel cajón había mucho dinero en oro, creo que casi doscientas guineas, pero no lo sé exactamente. Cogió el cajón y cogiéndome también una mano me hizo meterla en él para que sacara unas monedas. Yo me resistía a hacerlo, pero me sujetó fuertemente la mano con la suya y la metió dentro del cajón y me hizo coger muchas guineas, casi tantas como me cabían en la mano.
Cuando hubo hecho esto, me dijo que me las pusiera en el regazo y cogió mi pequeño cajón para poner en él todo el dinero y entonces me dijo que me fuera y me lo llevara todo a mi habitación.
Relato esta historia más que nada para que se pueda apreciar el carácter de nuestras conversaciones. No fue mucho después de esto que empezó a encontrar faltas en todos mis vestidos, en mis encajes y en mis sombreros y, en una palabra, me apremió para que me comprara otros de mejor calidad, lo que, por otra parte, estaba bien dispuesta a hacer, aunque no lo pareciera, porque no había nada en el mundo que me gustara más que ir bien vestida. Le dije entonces que tenía que trabajar para devolverle el dinero que me había prestado, pues de no hacerlo así no podría devolvérselo nunca. Pero me contestó en pocas palabras que, como sentía un respeto sincero por mí y conocía las circunstancias en que me debatía, no me había prestado el dinero, sino que me lo había dado, pues yo me lo había ganado de sobras con la compañía que le había hecho. Después de esto, me hizo tomar una criada y poner casa, y como el amigo que había ido con él a Bath ya se había marchado, me obligó a que cocinara para él, lo que hice muy voluntariamente, creyendo que nada perdería con ello, como tampoco perdió la dueña de la casa.
Habíamos estado viviendo así tres meses cuando, al empezar la gente a marcharse de Bath, habló de marcharse también y se mostró muy empeñado en que también yo fuera a Londres con él. No me entusiasmó mucho su proposición, ya que no sabía en qué forma tendría que vivir yo allí y cómo me trataría él. Pero mientras discutíamos esto, cayó enfermo. Había ido a un lugar de Somersetshire que se llama Shepton, donde tenía algunos negocios, y enfermó allí. Como su estado le impedía viajar, mandó su criado a Bath para que me pidiera que alquilase un coche y me fuese allí.
Antes de marchar, me había dejado su dinero y algunos objetos de valor. Yo no sabía qué hacer con todo aquello, pero lo guardé lo mejor que supe y, cerrando la casa, me fui a verlo. Lo encontré muy enfermo, pero no obstante lo convencí de que se dejara trasladar a Bath en una litera, donde tendría mayores cuidados y mejor asistencia.
Accedió a ello y lo llevé a Bath, que está a unas quince millas, según creo. Allí siguió estando muy malo de fiebre y tuvo que permanecer en cama cinco semanas. Durante ese tiempo lo atendí y lo cuidé tan esmeradamente como si hubiese sido su esposa. En efecto, si hubiese sido su mujer no habría podido hacer más. Lo velé durante tanto tiempo y tan a menudo que, al final, ya no me dejó que lo velera más y entonces me llevé un jergón a su cuarto y dormí en él, a los pies de su cama. Estaba verdaderamente afectada por su enfermedad y con el miedo de perder un buen amigo como él, de manera que solía sentarme al lado de su cama llorando muchas horas. Por fin empezó a mejorar y me hizo concebir esperanzas de que pronto se recuperaría, como en efecto así fue, aunque muy lentamente.
Si lo que voy a decir ahora no fuera verdad, no tendría inconveniente en decirlo, como creo que he demostrado a lo largo de esta historia, mas puedo afirmar que durante todo el tiempo que estuvimos juntos y lo cuidé, aparte de la libertad de entrar en su habitación cuando estaba en cama, como también hacía él conmigo y aparte de los cuidados necesarios mientras estuvo enfermo, no hubo entre nosotros ni una palabra ni un gesto que afectara a mi pudor. ¡Ojalá hubiera sido así hasta el final!
Después de algún tiempo, recuperó las fuerzas y se restableció por completo. Yo iba a retirar mi jergón, pero él no quiso oír hablar de ello hasta que tuvo fuerzas para levantarse y no tuvo necesidad de que lo velara. Entonces llevé mi jergón a mi cuarto.
Él aprovechaba todas las ocasiones para demostrarme su agradecimiento por mi ternura y mis cuidados, y cuando estuvo completamente repuesto me regaló cincuenta guineas, no sólo por mis cuidados, sino, según dijo, por haber arriesgado yo mi vida por salvar la suya.
Y entonces hizo grandes protestas de un afecto sincero por mí, pero siempre dijo que era con el mayor respeto hacia mi virtud y la suya, y yo le aseguré que estaba completamente satisfecha con esto. Llegó hasta el extremo de decirme que, aunque se viera desnudo en la cama conmigo, respetaría mi virtud denodadamente como la defendería de cualquiera que quisiera asaltarla. Lo creí y así se lo dije, pero esto no le agradó y me dijo que esperaba poder tener la oportunidad de demostrármelo.
Mucho tiempo después de esto tuve que ir, por asuntos míos, a la ciudad de Bristol. Él alquiló un carruaje y dijo que iría conmigo, como así lo hizo, con lo que nuestra intimidad fue aumentando. Desde Bristol me llevó a Gloucester, lo que era simplemente un paseo, para tomar el aire, y allí la casualidad hizo que no hubiese en la posada más que una habitación con dos camas. El dueño, al mostrarnos la habitación, dijo con franqueza:
—Señor, yo no sé si esta dama es vuestra esposa o no, pero si no lo es, podéis dormir en estas dos camas, con la misma honestidad que si durmierais en dos habitaciones separadas.
Después de decir esto, corrió una gran cortina que iba de lado a lado de la habitación y separaba las dos camas como si, en efecto, estuvieran en dos habitaciones separadas.
—Bien —dijo mi amigo prestamente—, ya nos arreglaremos con estas camas. Somos lo suficientemente afines para poder dormir así, el uno cerca del otro.
Esto dio un aspecto de honestidad al asunto. Cuando nos acostamos, él salió decentemente de la habitación hasta que yo estuve acostada y luego se acostó en su cama, pero estuvo un buen rato hablándome desde allí.
Después, repitiéndome aquello que me había dicho de que podía estar desnudo conmigo sin hacerme nada, saltó de su cama.
—Y ahora, querida —me dijo—, verás cómo puedo estar contigo y cumplir mi palabra.
Y se vino a mi cama.
Yo me resistí algo, pero debo confesar que, aunque no me hubiese hecho aquella afirmación, tampoco habría resistido mucho, de manera que, tras una pequeña lucha, me quedé quieta y le dejé que se metiera en mi cama. Cuando estuvo allí, me cogió entre sus brazos y así estuve toda la noche, acostada con él, pero sin que pasara nada más que sentirme entre sus brazos. Por la mañana se levantó y me dejó tan intacta para él como el día que nací.
Esto fue una sorpresa para mí y tal vez lo será también para ustedes, pues ya se sabe cómo rigen las leyes de la naturaleza y él era un hombre fuerte, vigoroso y cabal. Pero no obró así por motivos de religión, sino simplemente por afecto. Insistió en asegurarme que, a pesar de que yo era para él la mujer más agradable del mundo, no podía ofenderme porque me amaba.
Confieso que es un noble principio, pero como era muy distinto de lo que yo había experimentado antes, resultaba completamente asombroso para mí. Viajamos el resto de la jornada como lo habíamos hecho antes y regresamos a Bath, donde, como tenía la oportunidad de estar conmigo cuando quería, repitió varias veces la prueba de moderación y frecuentemente nos acostamos los dos juntos, y aunque las familiaridades propias entre hombre y mujer eran corrientes entre nosotros, nunca fue más lejos y se tenía a sí mismo en gran estima por ello. Puedo decir que yo no estaba tan completamente complacida como creía él, porque confieso que yo era muy honesta, como ya verán ustedes después.
Vivimos así cerca de dos años, con la sola excepción de que él fue tres veces a Londres durante aquel tiempo y una de las veces estuvo allí cuatro meses, pero debo hacerle justicia, diciendo que siempre me dejaba dinero en abundancia para sostenerme muy bien.
Si hubiésemos seguido así, confieso que habríamos tenido mucho de que enorgullecernos, pero, como dicen los sabios, no es bueno acercarse demasiado al borde de un mandamiento y nosotros pudimos comprobar que esto es verdad. Y aquí he de hacerle otra vez justicia diciendo que la primera iniciativa partió de mí y no de él. Era una noche en que los dos estábamos en la cama juntos, calientes y alegres, pues habíamos bebido, creo yo, unos vasitos más de vino que de costumbre, aunque no lo suficiente para marearnos, cuando, después de algunas tonterías que no puedo nombrar, teniéndome él cogida en sus brazos, le dije (lo repito con vergüenza y horror) que en el fondo de mi corazón sentía que por una noche solamente podía relevarlo de su promesa.
Me tomó la palabra inmediatamente y, después de esta vez, ya no hubo manera de resistirle. Pero la verdad es que tampoco tenía yo intención de resistir y que no me importaba lo que pudiera resultar.
Fue así, de esta manera, como perdimos el gobierno de nuestra virtud y yo cambié mi título de amiga por aquél, tan áspero al oído, de prostituta. Cuando llegó la mañana, los dos nos arrepentimos de lo ocurrido. Yo lloré mucho y él expresó vivamente cuánto lo sentía, pero esto era ya lo único que podíamos hacer, y una vez abierto el camino y derribadas de esta forma las barreras de la conciencia y de la virtud, ya no nos quedaba nada contra qué luchar.
Fue una situación muy poco alegre la que fuimos manteniendo el resto de aquella semana. Yo no podía mirarlo sin sonrojarme y frecuentemente me acudía a los labios la objeción: «¿Y si ahora me quedara encinta? ¿Qué sería de mí?». Él me tranquilizaba diciéndome que, mientras yo le fuera fiel, también lo sería él para mí, y que ya que habíamos llegado tan lejos, lo que, en verdad, no había sido su intención, si esto sucediera él cuidaría de ello y también de mí. Esto nos endureció a los dos. Le aseguré que, de quedar encinta, antes moriría que señalarlo a él como padre del niño, y él me aseguró que, de suceder tal cosa, no me faltaría nada. Estas seguridades mutuas nos endurecieron en el pecado, y, después de ellas, repetimos el hecho tan a menudo como quisimos, hasta que, finalmente, como yo temía, me quedé encinta.
Tan pronto como tuve la seguridad de ello y le hube puesto a él al corriente, empezamos a tomar medidas. Yo propuse confiar el secreto a mi patrona y pedirle consejo, con lo que él estuvo de acuerdo. Mi patrona, que, según descubrí, era mujer acostumbrada a estas cosas, no le dio ninguna importancia. Dijo que ya se figuraba que finalmente sucedería esto y nos gastó algunas bromas. Como he dicho, descubrimos que tenía mucha experiencia en estas cosas. Ella se encargó de todo, se comprometió a encontrar una comadrona y una enfermera y a sacarnos del trance manteniendo nuestra reputación, y efectivamente lo hizo con mucha habilidad.
Cuando llegó el momento, le dijo al caballero que se marchara a Londres o hiciera ver que así lo hacía. Cuando él se hubo marchado, comunicó a los bedeles de la parroquia que en su casa había una señora a punto de tener un hijo y que ella conocía muy bien a su esposo. Les dio un nombre supuesto, el de sir Walter Cleeve, diciéndoles que era un caballero de pro y que ella contestaría todas las preguntas y a lo que fuera preciso. Esto satisfizo a los bedeles de la parroquia y yo parí con la misma dignidad que si realmente hubiese sido milady Cleeve, asistida por las esposas de tres o cuatro de los más notables ciudadanos de Bath que vivían en aquel vecindario, lo cual, no obstante, resultó algo más caro para él. Le dije a él cuánto lo sentía, pero siempre me contestó que aquello no debía importarme.
Como me había dejado dinero suficiente para los gastos de mi alumbramiento, tenía todas las cosas bonitas necesarias, pero no me mostré ni alegre ni despilfarradora; además, conociendo el mundo como lo conocía, teniendo en cuenta mis circunstancias y que esta clase de situaciones, por lo general, no suelen durar mucho, tuve buen cuidado de quedarme con todo el dinero que pude, en previsión de malos tiempos, y le hice creer que lo había empleado en los gastos extraordinarios de mi alumbramiento.
De esta manera, contando con lo que antes me había dado, después del parto tenía alrededor de doscientas guineas, incluido lo que me quedaba de lo mío.
Di a luz un niño que era muy hermoso. Cuando él se enteró, me escribió una carta muy amable y cariñosa y luego me dijo que creía que era mejor que me trasladase a Londres tan pronto como me levantara y me encontrara restablecida; que me había alquilado un apartamento en Hammersmith haciendo ver que yo procedía del mismo Londres, y que, después de algún tiempo, regresaría a Bath y él iría conmigo.
Me gustó este ofrecimiento, así es que alquilé un coche y, con mi hijo, un ama de cría para amamantarlo y una criada para mí, me fui a Londres.
Él me esperaba en Reading con su coche y, haciéndome subir en él, dejó a la nodriza y a la criada en el coche de alquiler, y me llevó a mi nuevo alojamiento de Hammersmith. Allí tuve motivos sobrados para estar contenta, porque eran unas habitaciones muy hermosas y estaba muy bien alojada.